Capítulo 72. Hijo de Gea
El velo tras el que Terra ocultaba no solo su presencia, sino también su cuerpo, le permitió cruzar todo Rodorio sin que nadie lo viera. Parte de él quiso poner a prueba la ayuda de Caronte buscando al legendario santo de Pegaso, para ver si un héroe de su talla podía verlo e impedir el macabro juego de su empleador. Pero la sensatez se antepuso a ese arrebato de curiosidad infantil y continuó caminando hasta no poder ver ya la aldea, llegando al lago de aguas cristalinas que precedía a la entrada al Santuario.
Poco a poco, el miedo a ser descubierto se convirtió en la igual de útil prudencia de los sabios. Porque si bien era cierto que no hacía falta correr riesgos innecesarios, también lo era que ningún ataque, así fuera uno a la velocidad de la luz, llegaría alcanzarlo a él. Se perdería en el Reino Fantasma, al que además podía arrastrar a cualquier enemigo mediante el Rapto, tal y como hizo con todos aquellos guardias, amazonas y santos. Volvió a pensar en sí mismo como alguien de poder y no dudó un solo instante en escoger atravesar el bosque en lugar del lago. ¿Qué importaban unas cuantas ninfas si pensaba infiltrarse en la fortaleza del mayor ejército de la humanidad?
Así fue como caminó siguiendo el borde del enorme lago hasta llegar a los primeros árboles, que acarició con un atajo de ternura. Él no dañaría a las ninfas, ya que ellas no lo atacarían a él. Las respetaría a ellas y su hogar. Y si cumplía su deber, Caronte no tendría por qué dañarlas para llegar hasta la Suma Sacerdotisa. Terra llevaba un buen rato pensando que todo esto tenía que ver con la nueva líder del Santuario. Si estaba en lo cierto, una vez lo llevara frente a ella nadie más tendría que salir herido. Eso era bueno. Estaba haciendo un bien, tanto para su rey como para el enemigo.
Tan metido estaba Terra en sus pensamientos que apenas fue consciente de caminar entre más árboles de los que un bosque de ese tamaño debía tener, bajo un techo de hierbas demasiado tupido como para ser real. Todas las artes empleadas por las habitantes de ese mágico lugar, centradas en distraer a los buenos hombres de sus buenas esposas, preocupadas madres y jóvenes hijas, pasaron frente al distraído Terra sin causar el menor efecto en él. Todas excepto una, porque el consejero del rey Bolverk terminó en la misma entrada del bosque luego de estar un buen rato pisando hojas y raíces, apartando ramas y arbustos. Ni al más despistado se le escaparía que había algo raro ahí. Dando un largo suspiro, Terra volvió a entrar en el boscoso laberinto, oliendo el aroma de flores que no existían, acunado por vientos que lo invitaban a dormir, oyendo susurros que lo animaban a no dormir en toda una noche… Pero Terra no se desvió del camino, no se echó al suelo y tampoco se puso a bailar. No era un sátiro, sino Aquel que pudo haber sido rey, merecía un poco más de respeto. Ese sentimiento estaba muy presente en su pecho cuando vio la entrada del bosque por tercera vez e hizo un nuevo intento, ya con el rostro lleno de furia, los ojos muy abiertos y los oídos todavía más. Si volvía a ocurrir lo mismo, estaba preparado para raptar el bosque entero. Todos sus habitantes se convertirían en súbditos del Reino Fantasma.
Las ninfas debieron oler la secreta venganza que Terra estaba maquinando, porque de repente, los árboles dejaron de ser tan altos y densos, el suelo se volvió nudoso y el aire no olía a flores, sino a humedad, a barro. Terra miró hacia abajo, descubriendo que sus enormes pies se hundían en el suelo mojado, el cuál fluía como un río hasta detenerse junto a un tronco más grueso que él mismo. Allí, la tierra húmeda se alzó adquiriendo a la vez la altura y la forma de un hombre. Terra lo vio en silencio, para poder así escuchar el murmullo del viento. Fuera lo que fuese lo que se estaba manifestando delante de él, había sido invocado por las ninfas del bosque. Estaban asustadas. Él las estaba asustando, porque era peor que un sátiro. Una bestia.
Abrió la boca para pedir disculpas. No pudo. La criatura hecha de barro lo miraba con una cara sin rasgos. Todavía no se había formado. La repentina mudez no era cosa suya, Terra estaba seguro de ello. Era otra fuerza la que mantenía sus labios tan quietos como los brazos, de pronto pegados a su vientre como si siempre hubiesen sido parte de él. Estaba paralizado por completo. La única razón por la que seguía respirando era el Reino Fantasma, su querido universo interior que lo mantendría con vida siempre, hasta en las peores circunstancias, como estar en el territorio de quién sabía cuántas hijas de la Tierra capaces de fundirse con la naturaleza y existir en el aire que respiraban sus enemigos, el agua que usaran para saciar su sed y el suelo que pisasen. Esa podía ser considerada una situación difícil, según pensó Terra, no sin ironía.
Las ropas de la entidad que acudía al llamado de las ninfas —porque por supuesto iba vestido, con uniforme militar, además— se estaba terminando de formar cuando Terra comprendió lo que ocurría. Las habitantes del bosque no estaban llamándolo para que los defendieran del posible invasor, el alto y grueso Campeón del Hades al que habían apresado con aplastante facilidad, sino para que lidiara con el mal que aquel estaba transportando. Entenderlo dejó en la boca cerrada y seca de Terra un sabor amargo, como si fuera la cosa más evidente del mundo. ¡Claro que las ninfas pudieron verlo, seguirlo, jugar con él y retenerlo! Eran hijas de Gea, gozaban por instinto de una técnica que solo los hombres más inteligentes de la historia de las Guerras Santas, entre los que él mismo no se contaba, pudieron imitar a medias. La Unidad de la Naturaleza les permitía manipular todo lo que esta incluía, y él, tanto como portal dimensional andante cuanto un hombre que vivió, murió y fue resucitado, era también parte de esta. Todo en el mundo lo era, en realidad, salvo los Astra Planeta. Así, para las ninfas, Terra era un molesto mosquito estropeando su bonito bosque, mientras que Caronte era el incendio que lo llenaría todo si se limitaban a aplastarlo. Un incendio imposible de apagar.
—No —dijo Terra, mirando en todas direcciones—. El Reino Fantasma solo existe porque yo pude haberlo gobernado. Nadie podrá pasar si yo no doy permiso.
—Me lo darás a mí —cortó una voz proveniente de todos los rincones a los que Terra miraba, borrándole la sonrisa que empezaba a formar. Quien le hablaba era la entidad invocada por las ninfas, aunque bien pudo estar conversando con el bosque entero—. Lo deseas más que nada en el mundo. Ellas lo saben. Por eso yo lo sé.
La voz como un seísmo hecho sonido, el gastado uniforme militar, la ausencia de rostro… Terra rio al entender por fin de quién se trataba. ¿Ese era el último recurso?
—Si tú eres el as en la manga de las guardianas de este boque, voy a tener que compadecerme de ellas —dijo, todavía riendo. Hacerlo le dolía, efecto secundario de la parálisis bucal de la que fue víctima por un breve momento—. Has sido derrotado una y otra vez por hombres que evitarían luchar contra quien se halla en el Reino Fantasma.
Las gafas estuvieron a punto de caérsele por los bruscos movimientos que hacía con la cabeza. Arriba abajo, de derecha a izquierda. En un impulso, movió una mano para devolverlas a su sitio, sorprendiéndole poder hacerlo. Las ninfas confiaban tanto en el poder de la entidad invocada que habían liberado a su presa de toda atadura. Qué ingenuas. Qué ingenuos eran todos, incluyendo al ente sin rostro, quien asentía ante las burlonas palabras que Terra le había arrojado entre carcajadas.
—Sé que no bastará una décima parte de mi fuerza esta vez.
Eso bastó para callar a Terra de inmediato.
—Repite eso.
—En Naraka, una décima parte de mi fuerza está presente. También en las anteriores batallas. Solo tengo permitido llegar hasta un tercio.
Donde antes hubo burla, ahora había preocupación. Tal vez incluso admiración. Miró en derredor con otros ojos, sin poder detectar a ni una sola de las ninfas. Por lo menos, no sus cuerpos, porque en espíritu se podía decir que estaban presentes en todo el bosque. Ahora entendía en parte por qué confiaban en ese ser para ocuparse de Caronte.
—Deja de bromear. Dije que habías sido derrotado una y otra vez, pero siempre se ha tratado de adversarios notables. ¿Y has usado un tercio de tu fuerza, nada más?
—Nunca he llegado a tanto.
Terra asintió. Quizá no era tan descabellado que él se ocupara de su problema. Mientras se preparaba para dar su permiso a quien sin duda habría preferido entrar por la fuerza, tuvo una intuición de lo más descabellada, tan absurda que de lo absurda que era tenía que ser cierta. Las ninfas lo vieron, sabían qué clase de ser era y contrarrestaron la amenaza al Santuario de todas las maneras que podían, pero fue él quien les advirtió de la clase de carga que estaba transportando. De forma inconsciente, con un rostro rabioso por tener que recorrer por tercera vez el mismo bosque engañoso, dejó entrever un miedo secreto a un mal al que no se atrevía a desafiar. ¿O era ese mismo mal quién quería ser descubierto? A decir verdad, a Terra no podía importarle menos.
Abrió los brazos de par en par, dejando el pecho al descubierto. La entidad sin rostro no dudó un segundo en lanzarle un portentoso golpe, doblando el mismo espacio-tiempo.
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Al contemplar la obra de Caronte, Joseph de Centauro se maldijo en silencio. Habían llegado tarde. ¡Demasiado tarde!
Escuchó cientos de gritos, vio la sangre en los rostros que antes le sonreían con orgullo, y fue golpeado por la vergüenza de las derrotadas amazonas, de pie sobre los restos de sus máscaras. Algunas de ellas se permitieron llorar ante aquel infierno; él también lo hizo. Derramó las lágrimas de quien no pudo llegar a tiempo, mordiéndose a los labios hasta hacerlos sangrar. Pues su corazón sabía que todo aquello era real; la cruel realidad de una Guerra Santa que solo acababa de empezar.
Mientras Joseph se acercaba a los incontables heridos, adormeciéndolos mediante su cosmos, Yu solo esperaba el regreso del enemigo. Nunca llegó a creerse la sarta de tonterías que dijo hacía un rato: el enemigo para el que el Santuario se formó era temible, y en ningún caso podría caer de un simple ataque, incluso uno suyo. Escuchaba el sollozo de Joseph, claro, pero era incapaz de soltar burla alguna. El muchacho optimista que los había arrastrado hasta allí estaba completamente derrumbado.
El Lagarto de Plata era un mundo aparte. Caminaba entre alaridos de dolor y hombres cegados con la misma expresión y pensamientos que si estuviese andando sobre un campo de flores, aunque mucho más ruidoso. Un joven de pequeña estatura se aferró a la pierna de Margaret como si este pudiera curar su mal; lo apartó con un simple movimiento de la bota, como quien aparta un insecto por el que siente asco.
—¿Puedes dormirlos ya, Joseph? Sus lloriqueos me desconcentran —espetó, hastiado. Algunos que estaban cerca le dedicaron toda clase de insultos, más inspirados por el dolor que por un odio genuino. Los ignoró, dirigiendo su atención al lugar en el que antes estaba Caronte—. Parece que se te fue de las manos, Yu.
Margaret señaló un surco de tierra que se extendía hasta el horizonte, terminando justo a los pies de un vistoso vacío en medio de la cordillera que estaría rodeando el Santuario si estuviesen en el mundo normal. El santo de Lagarto podría haber jurado que la montaña que ocupaba aquel espacio seguía allí antes de que Yu atacara.
—Yo solo pretendía sacarlo de la órbita terrestre, un truco del señor Arthur. ¡Bastante básico! —alardeó, asaltándole entonces un momento de duda—. ¿Hay…?
—¿Una órbita terrestre en el Reino Fantasma? Puede ser —contestó Caronte a la vez que se aparecía ante ellos, quitándose el polvo de la oscura chaqueta que vestía con gesto distraído—. Creo que conozco a ese maestro tuyo, ¿es el santo de Libra, no?
A ninguno le sorprendió el regreso de Caronte, aunque Yu de Auriga sí que torció el gesto al verlo intacto, haciendo caso omiso a la pregunta. Joseph, cerca de un veterano de barba gris que renegaba a gritos, clamando por su lanza, se irguió con rapidez. Un movimiento de muñeca bastó para enviar al anciano al reino de Morfeo.
—Oh, puedes seguir ocupándote de ellos. Ya no me interesan, ni vosotros tampoco.
Margaret fue el primero en leer la sugerente mirada de Caronte. Atrás, cruzando el sendero que los llevó a los tres hasta allí, un hombre de sucio y remendado uniforme militar hizo arder su cosmos dorado. Adremmelech, el Caballero sin Rostro, había aparecido. Él era el responsable de destrozar kilómetros de tierra y desintegrar la montaña. Y no solo eso, también había traído consigo otra clase de destrucción. Centrando la vista en el punto desde el que Adremmelech había venido, el mismo donde ellos aparecieron en ese Reino Fantasma, Margaret creyó percibir un portal.
Si hubiese sido cualquier otro santo de oro el responsable de tantos prodigios, los tres santos de plata lo estarían celebrando a viva voz. En cambio, se trataba del guardián del décimo templo, el traidor. Su llegada podía ser tanto una buena como una mala noticia.
—La técnica de un santo de plata me desconecta de la gravedad terrestre y el puñetazo de un santo de oro me castiga por mi imprudencia. Veo que sigo logrando sacar lo mejor de vosotros, los monstruos consentidos de la diosa.
—Inaceptable.
Si Caronte hablaba alto y claro para todo aquel que debiera escucharle, Adremmelech parecía dirigirse a un público que se encontrara al otro lado del mundo. Del rostro sin rasgos no salía una voz humana, sino el ruido de un cataclismo que a duras penas se convertía en palabras. Margaret, Yu y Joseph incluso miraron al suelo, pensando que había comenzado un terremoto, ni qué decir de los heridos que aún estaban conscientes.
—¡Calla, traidor! —exclamó Joseph, volviendo el llanto y la impotencia en cólera—. ¡Estos hombres han sido cegados! ¿¡Acaso no lo ves!?
—¿Siquiera tiene ojos? —se atrevió a bromear Margaret.
La gracia le costó que Adremmelech le rompiera la nariz de un puñetazo, lanzándolo por ironía a los pies del mismo joven que había despreciado. Antes de que Joseph pudiera reaccionar, el Caballero sin Rostro corrió hacia él, ignorando por completo a Caronte, y lo agarró del cuello, alzándolo.
—Inaceptable —dijo de nuevo el hombre que nunca distinguía entre grito y susurro. Los tímpanos de Joseph amenazaban con estallarle, ¡incluso Tiresias y las amazonas, que estaban a unos doscientos metros de distancia, debían taparse los oídos!
—¿Ahora… que las sombras… se aliaron… con nosotros… también vas a… traicionarles? —cuestionó Joseph, apretando con todas sus fuerzas el brazo de Adremmelech. No conseguía moverlo ni un milímetro.
—La tierra sagrada de mi señora, mancillada por segunda vez. Inaceptable. Sois indignos del manto sagrado.
El Caballero sin Rostro apretó el cuello de Joseph con tanta fuerza que su intención parecía ser matarlo. Yu buscó la ayuda de Margaret, pero este negó con fuerza, sobándose la sangre que le manaba de la nariz. Entonces, Adremmelech lanzó al santo de Centauro al suelo. Para cuando los santos de Lagarto y Auriga llegaron hasta el joven, Joseph ya se había incorporado y hasta se preparaba para combatir.
—Largo —ordenó—. Alejad el fracaso de esta tierra victoriosa. Estoy aquí, y Ella ya no habrá de depender de los débiles e incapaces.
—Puedo teletransportarlos a todos, si Caronte no lo impide —susurró Margaret, antes de que Joseph cometiera alguna estupidez. En ese momento concentraba su sexto sentido en el lejano portal, considerándolo un regalo de Adremmelech incluso si no lo presentaba como tal—. Dejemos que esos dos se maten entre ellos.
—Bah, dice que no merecemos portar nuestros mantos de plata, ¡y él mismo no viste más que esos ridículos harapos! Nosotros bastamos para ese Caronte, si él quiere unirse, que lo pida por favor.
—¡Ese monstruo nos ha atacado a todos! —exclamó una de las amazonas, apretando los dientes con furia—. ¡Exigimos venganza!
—Viviréis —aseguró Caronte, encogiéndose de hombros.
—He dicho —dijo Adremmelech, girándose ante los santos de plata—, ¡largo!
Menos Caronte, todos se taparon los oídos, aunque fueron los santos de plata quienes recibieron la mayor parte del grito. Margaret, previendo que Joseph no se detendría por algo menor que la propia muerte, realizó una teletransportación forzosa.
Durante algunos segundos, el silencio regresó a aquel lugar. Los dos mil guardias que Caronte había cegado, junto a la amazona que corrió la misma suerte y los tres santos de plata, habían desaparecido en un instante. Solo Tiresias, junto a las guerreras desenmascaradas, se interponía entre Adremmelech y el demonio, para molestia del primero. Y fue peor cuando el capitán de la guardia y las mujeres empezaron a caminar hasta rodear al ex-santo, sin el menor atisbo de miedo.
—Estorbos —espetó—. ¿Por qué no os largasteis también? —cuestionó, desequilibrando a más de a una de aquel batallón.
—Tu traición hace que no pueda considerarte más un santo —advirtió Tiresias, quien a pesar de su ceguera miraba la espiral que Adremmelech tenía por rostro—. Eres un mercenario que se vendió a las sombras y que ahora está aquí por una alianza temporal.
—Soy, fui y seré el siervo de Ella —dijo el Caballero sin Rostro.
—Los mercenarios aman los tratos —insistió Tiresias—. Te propongo uno: destroza a ese bastardo y nosotros nos ocuparemos de su ejército.
—No necesito vuestra ayuda.
—No necesitas la ayuda de tullidos —tuvo que aceptar Tiresias—, ni mucho menos de otros santos. La legión de Aqueronte se alimenta del cosmos, si tú peleas con ellos será una lucha eterna, como ocurriría si un auténtico santo de oro luchara con ellos.
—Dice la verdad —declaró Caronte, ya a pocos metros del grupo—. ¿Le darás a este capitán en desgracia la oportunidad de vengar a sus compañeros caídos?
Un olor desagradable les llegó desde la palma abierta de Caronte, donde una sustancia amarillenta empezaba a fluir como el agua de una fuente podrida. El líquido se extendía hasta buena parte de la manga izquierda, despidiendo varios centenares de picas y cuchillas, así como lamentos que la mayoría de las amazonas pudo reconocer.
—Si piensas que cegar a mis hombres basta para destruir su espíritu, es porque no los conoces —aseguró Tiresias, dando un paso al frente.
—¿Solo los he cegado? ¿De verdad? «Puedo teletransportarlos a todos, si Caronte no lo impide.» Esas fueron las palabras del actual santo de Lagarto. Tengo la impresión de que no les prestasteis la debida atención por la impaciencia de Capricornio.
—¿Qué has hecho, monstruo? —preguntó una amazona.
—¿Qué hice con todos esos tullidos, o qué hice con tu tullida? —dijo Caronte, sonriendo—. Creo que os dejaré con la intriga hasta el final. Quizá estén a salvo, claro, como puede que los restos de Rodorio no se estén deshaciendo en las llamas del Flegetonte. Todo es posible en esta vida, ¿verdad?
—Aceptaré vuestra ayuda —dijo Adremmelech, de pronto—. Ahora, apartaos. ¡Debo callar las bravatas de este insignificante ser!
Tan pronto acabó de hablar, Adremmelech saltó hacia Caronte. Este atacó al fin, lanzando desde su brazo un torrente de aguas amarillentas que impactó de lleno sobre el antiguo santo de Capricornio. La sustancia, extraída del infierno, se transformó en una marea de hombres armados, gota a gota. El cosmos robado daba forma a la carne, y la desesperación de una condena eterna forjaba sus armaduras y armas, muerte encarnada.
Valiéndose de sus reflejos y velocidad, el Caballero sin Rostro esquivaba el sinfín de lanzas y espadas a la vez que se ocupaba de aquellos seres. Sendos movimientos de los brazos le bastaban para convertir el aire en incontables cuchillas de viento que atravesaban la legión una y otra vez, hasta reducirlos a pedazos imperceptibles. En cuanto tuvo a Caronte lo bastante cerca, su mano derecha dejó de comportarse como la punta de una espada, convirtiéndose en un implacable martillo.
Acertó en pleno rostro del astral, hundiendo al regente de Plutón en la tierra. La fuerza residual del golpe pulverizó millones de toneladas de roca, formando un cráter de suficiente anchura como para albergar la aldea de Rodorio, y de aun mayor profundidad. En derredor, miles y miles de pequeñas piedras que se elevaron con el estallido empezaron a caer desde la inmensa nubarrada de polvo que se había levantado. La luz de la luna no llegaría a aquel abismo por un tiempo, ni tampoco en buena parte del territorio circundante, que aún se remecía debido al titánico impacto.
Lo primero que hizo Adremmelech fue mirar hacia arriba. Seres diminutos, apenas perceptibles para el ojo humano, luchaban con otros de igual tamaño: Tiresias y las amazonas enfrentaban a la resucitada legión de Aqueronte como un batallón de fantasmas pertenecientes a otro mundo. El Caballero sin Rostro dio una vuelta entera, notando que todo cuanto lo rodeaba era de un color oscuro, o gris claro en el mejor de los casos. Una columna de lava se alzó a pocos metros, blanca por completo.
Fue entonces cuando notó lo que cualquier hombre sabría desde un principio: no había oxígeno. Tampoco sonido. Captaba imágenes, todas bajo aquellos colores propios de una película antigua, pero él podía prescindir de los sentidos convencionales, no los necesitaba para captar su entorno. Le bastaba con sentir el contacto con la tierra, algo que era posible allí. Recurrió a ello para encontrar la respuesta a ese mundo de grises.
Mientras, buscó a Caronte por todo el cráter, inspeccionándolo a toda velocidad. No llegó a encontrarlo ni percibirlo de ninguna forma, y no porque dejara algún rincón sin repasar. Por primera vez desde hacía mucho tiempo era incapaz de detectar cosmos alguno, y aquello era más frustrante que la inutilidad de sus sentidos más mundanos. La tierra no le respondía… O tal vez sí lo hacía, y la respuesta que buscaba era que no había nada que buscar, era difícil saberlo cuando se estaba en un mundo nuevo.
—Advenimiento de Erebus —susurró Caronte, directo a la mente de Adremmelech. El ex-santo sintió alivio: al menos su sexto sentido seguía siendo útil—. El arte combativo de los santos se basa en destruir los átomos —parafraseó—. Estas muestras de espectacularidad gratuita no me las espero de los mejores guerreros del mundo.
El batallón ateniense seguía luchando allá arriba, al parecer inconsciente del inmenso agujero sobre el que se encontraban. Aquello tranquilizó a Adremmelech: para ellos, él no había destruido el suelo. Eso, así como lo que estaba por ocurrir, había sucedido en el espacio sobre el que Caronte reinaba. Su combate se decidiría en los dominios de Plutón; el resto estaba a salvo. Aun así, nada estaba dicho sobre lo que pasaría si su poder o el de Caronte alcanzaban las figuras espectrales de Tiresias y las amazonas.
—Cuanto más lejos estemos, menos daño provocará tu aura maldita —afirmó Adremmelech, con esa voz terrible venida de las profundidades de la tierra.
—Pareces un buen hombre —dijo Caronte—. Duro, impaciente, y de extraños motivos, pero un buen hombre. Salvaste a esos santos de plata de una intervención desastrosa, protegerlos de mi influencia, garantizar que tuvieran una salida… ¿Cómo has logrado tanto? Y ese último golpe. Tú sabías que estaba por hacer algo con el ambiente. No podías prever qué, ni yo mismo estaba seguro de cómo afectaría el Advenimiento de Erebus al Reino Fantasma, mas sabías que algo estaba por ocurrir y me alejaste de ellos con un golpe que los habría matado a todos si tu intuición te hubiese fallado.
—Basta —dijo Adremmelech. Guardándose para sí la verdad, que su objetivo no era destruir la tierra, sino el tejido del espacio. Arrancarlo del Reino Fantasma y alejarlo del Santuario—. Estoy aquí para castigar tu insolencia, pequeño ser, no para charlar.
Caronte apareció de la nada, como si siempre hubiese estado ahí, solo que no lo habían buscado con suficiente ahínco. Adremmelech podía verlo a través del sentido que trasciende los otros seis, pero a diferencia de los alrededores, el regente de Plutón no se veía afectado por la ausencia de color: la camisa era roja, la mirada de un intenso violeta, y el cabello plateado. El astral era algo ajeno a todo su alrededor, y a la vez, era lo más parecido a aquel mundo sombrío.
—Estamos en la capa externa de la Esfera de Plutón. La cáscara del huevo, si me permites la expresión. Tardará entre cinco y seis minutos en abrirse, y cuando lo haga todo cuanto intentas proteger se reunirá con nosotros.
—He dicho, ¡basta! —exclamó Adremmelech. Un grito de guerra que hizo retumbar la tierra. Columnas de lava y fuego surgieron alrededor de los dos guerreros, y en el interior de aquel infierno dio inicio la batalla.
Notas del autor:
Ulti_SG. ¡Esa referencia no la vi venir! ¿Silent Hill, eh? Sí, ningún Ejército del Mal está completo sin su batallón de fantasmas, Mystburn estaría orgulloso.
Al pan, pan, y al robot, robot. Se tenía que decir y se dijo.
Según, en la historia de Saint Seiya primero vinieron las escamas y luego los mantos sagrados, así que podríamos decir que Oribarkon se queja del fanfiction que hicieron sobre su trabajo original. ¡Santas paradojas, Batman! Sí, en esta guerra todos tienen que aportar su granito de arena y aunque el mago es tan divertido de escribir como de leer, también tiene que hacer algo. ¿Qué esconderá esa caja? ¿La esperanza, tal vez?
¿Son recomendables los hoteles de Silent Hill?
Está bien que los imagines así porque toda la escena está inspirada en los espectros del Anillo y los dementores se les parecen mucho.
Nah, los que regresan no cuentan en el conteo de muertos. ¡Cero vasitos de whisky por ahora!
¿Ya podemos perdonar a Kanon el café que se estaba…, ejem, quiero decir, que no pudiera detectar la desaparición de todos esos soldados?
Mucho tiempo sin ver a Caronte haciendo villanías, en efecto, pero este hombre cuando las hace no se queda corto. ¿Experimento social? Es una forma de verlo. Y sé que esta escena de siempre te ha gustado mucho. Tanto que este no es un buen capítulo.
Es un capítulo genial, ¡ojo que la diferencia importa!
Shadir. Cruel, en efecto, sin una mísera pizca de misericordia, lo que es dos veces peor en cuanto él cree estar ejecutando simple retribución. ¿Quién habrá sido el responsable de ese pequeño rayo de esperanza en medio de tanta oscuridad?
