Capítulo 75. Férrea indefensión

El Caballero sin Rostro se manifestó ante Joseph de Centauro poco después de que revisara al último de los guardias cegados. La sorpresa del santo de plata fue mayúscula cuando le dijo que la batalla contra Caronte seguía su curso.

—Puedo crear tres cuerpos, ninguno más —dijo el ex-santo como única explicación.

No fue tan parco en lo que de verdad era importante. Al parecer, Caronte pretendía abrir la Esfera de Plutón dentro del Reino Fantasma, eso había provocado la aparición de un limbo entre el mundo de Terra y su destrucción, en el que el astral y el antiguo santo de Capricornio combatían apartados del plano en el que Tiresias y las amazonas contenían a la legión de Aqueronte, de momento. Si el plazo dado por Caronte para la manifestación de sus dominios se cumplía, el Reino Fantasma sería engullido y todo cuanto había dentro de él moriría. Era posible que incluso el Santuario se viera en la misma situación que la que vivió trece años atrás.

Joseph no tardó en pensar en Terra, debía llevárselo muy lejos, pero Adremmelech sacudió la cabeza, intuyendo lo que pretendía. Era él quien detendría a Caronte. El limbo en el que luchaba seguía siendo un planeta, incluso si no era más que la sombra de la posible forma que pudo tener la Tierra si el devenir de la historia hubiese sido otro. Si infundía el suficiente cosmos en él, podría impedir que la Esfera de Plutón se abriese, pero necesitaba tiempo y sangre. El valor de los hombres que luchan para proteger el mundo debía ser visto por la Madre Tierra una vez más. Sorprendiéndose a sí mismo, Joseph asintió ante la petición de Adremmelech como si viniera de un compañero, quizá porque el enemigo de ambos era el enemigo declarado de todo el Santuario.

—¿No eres un psicópata todo el tiempo, eh? —dijo el santo de Centauro.

—Soy lo que soy —contestó Adremmelech, en un tono más humano que el que usó para escupir sobre la ceguera de los guardias. Tan humano como podía serlo cuando su voz provenía del suelo que pisaba, acaso una prueba de que él y la Tierra estaban lo bastante conectados como para que pudiera permitirse orar a la Madre de la Creación, fuente de todos los mundos y de todas las criaturas vivas—. Un siervo más de Ella.

Con esas palabras, el cuerpo de Adremmelech se volvió polvo, dejando solo al santo de Centauro con la determinación de no dudar. Y más que eso, una idea. Adremmelech pensaba tomar el poder de un mundo para enfrentar a Caronte.

—Yo no puedo hacer algo tan melodramático, pero… —No quiso completar la frase, mirando a una joven amazona de cabello trenzado que se revolvía en sueños. Todavía le quedaba sangre seca en las mejillas, manchas similares a sendas lágrimas.

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Cielo, mar, tierra. La capa externa de la Esfera de Plutón era engullida por completo. Un océano de fuego se extendía hasta más allá del horizonte, y ascendía en forma de espirales, devoradoras de la atmósfera. En medio de una de ellas estaba Caronte de Plutón, su mano izquierda apresando a Adremmelech. El gólem tenía de nuevo la forma y tamaño de un humano normal, más allá de la ausencia de rasgos.

—¿Qué pretendes conseguir? —preguntó el gólem, con aquella voz inhumana que parecía provenir de la tierra misma.

Estaban rodeados por las llamas del infierno, solares aun en aquel limbo sin color. Lo único que mantenía unido el cuerpo carbonizado del ex-santo era la voluntad de Caronte. El astral sonrió, respondiendo a la pregunta a través de la Lengua de Plata.

Lo que todo hombre ha de hacer cuando se enfrenta a una plaga: exterminarla. Has infectado este espacio con tu cosmos, y ahora podrías renacer de cada piedra. Demasiados combates para un solo enemigo, ¿no crees?

La última frase la soltó mientras se impulsaba hacia lo más alto; atravesando todas las capas de cielo flamígero sin permitir que el cuerpo que sostenía se deshiciera, abandonaron el limbo y llegaron hasta el Reino Fantasma, solo para seguir ascendiendo. Adremmelech contempló el panorama que dejaban atrás: fuego al norte y al sur, al este y el oeste, en el corazón del mundo, en su superficie, y en su gris bóveda celeste. Una lamentable representación de los comienzos de la Tierra, ajenos a toda forma de vida.

Un instante después, ya estaba el frío del espacio exterior. Los infinitos ojos de Urano, lo observaban a él, Adremmelech, descendiente de las hijas de la Tierra. Se sintió burlado por aquellos puntos fríos y crueles, y deseó brazos para poder alcanzarlos y aplastarlos. Pero no los tenía. La arrogancia de Caronte no se confundía con la estupidez: tanto lo mantenía vivo como le impedía contar con cualquier extremidad.

Vi tu juego —empezó a explicar Caronte—. Cerrar la Esfera de Plutón imbuyendo de vida su capa exterior, apoyarte en el poder que obtendrías a cambio para apoderarte del Reino Fantasma y… ¿Derrotarme? ¿Encerrarme de por vida? ¿Tal vez crear un cuerpo todavía más grande, del que no pudiera escapar? ¡Y las distracciones! —El astral esbozó una sonrisa cruel—. Cada piedra arrojada, cada erupción liberada desde el corazón del limbo, todo era una farsa. Tu objetivo siempre fue que me confiara y así darlo todo en el momento apropiado. Tus golpes eran temibles y lentos a un tiempo, ¿por qué? Solo ahora empiezo a comprenderlo. Pones mi propia fuerza en mi contra, un terremoto que nace desde donde fluye el poder de todo ser vivo. Brillante. No eres tan descerebrado como pareces al hablar, vástago de árbol.

Adremmelech dejó que el astral hablara sin pronunciar una sola palabra, ni siquiera ofrecía ya resistencia y el cuerpo empezaba a congelarse.

Vaya —dijo Caronte con un deje de decepción—. Sin tu manto de oro, la baja temperatura del espacio basta para ocuparse de esta imitación de cuerpo humano.

Dicho aquello, lo soltó. Adremmelech flotó algunos metros a la deriva, cuerpo y tronco todavía en buena parte ennegrecidos por el ardor del infierno. El Caballero sin Rostro buscó algo de lo que valerse, y quedó sorprendido al sentir el mundo cerca de él; cuna de toda clase de vidas. También notó la luna a poca distancia, inmensa frente a su insignificante cuerpo humanoide, y Venus, Mercurio, Marte y Júpiter, junto a sus respectivos satélites. Ya no estaba en el limbo de Caronte, ni en el Reino Fantasma. La destrucción no había alcanzado al Santuario, lo había logrado.

¿Qué será del árbol cuando lo aleje de su amorosa madre? Siento curiosidad.

Adremmelech se agitó, iracundo, Gea era la madre de todas las cosas, no solo el planeta del que pretendía alejarlo, pero ni aun queriéndolo habría podido corregirlo, ya que Caronte desató sobre él un golpe invisible, empujando su cuerpo mutilado a millones de kilómetros, lejos del mundo que un día juró proteger; ya ni siquiera podía mantenerse en el frente sur, en Naraka, había gastado demasiada energía. Cuando dejó atrás la órbita del planeta rojo, la voluntad del astral dejó de mantenerlo vivo y prisionero.

Satisfecho, Caronte de Plutón dejó el destino del ex-santo al capricho de los dioses y volvió a la Tierra, indemne.

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El regente de Plutón pisó el suelo justo al término de la batalla entre los atenienses y la legión de Aqueronte. Que tal enfrentamiento no se estuviese desarrollando en el ya arrasado Reino Fantasma fue solo la primera de unas cuantas sorpresas.

Con un solo vistazo en derredor comprendió que el Aqueronte, sopesando la letalidad de las armas de aquellos guerreros, había tratado de separarlos de ellas, lo que explicaba la notable cantidad de lanzas y espadas que había desperdigadas por el campo de batallas, todas oliendo a muerte y enfermedad. El ciego capitán, las amazonas desenmascaradas y los guerreros de yelmo taurino habían seguido el flujo del río y así ambos bandos acabaron teniendo que repetir la lucha fuera, antes de que las llamas del infierno que él había desatado los consumiesen a todos. Toda una suerte, la de ellos, que Adremmelech le hubiese entretenido hasta el momento justo.

Lo siguiente que le llamó la atención es que estuviese fuera del Santuario. No debería haber nadie vigilando la zona en la que se encontraban todos ahora, frente aquel lago inmenso. Si Terra había sido detenido en alguna parte, tenía que ser en el bosque, donde notaba la presencia de varias ninfas, estas debieron haberse encargado de llamar a Adremmelech, y en cuanto a los santos de plata escaparon del Reino Fantasma junto a todos los heridos, en ellos debieron confiar las ninfas la vigilancia de Terra. Entonces, ¿por qué pudo escapar? Dados los hechos, era posible que lo hubiese traicionado, así que no tenía sentido que hubiese combatido con ellos, mucho menos en el estado en que se encontraba. El Campeón del Hades yacía recostado en el muelle, inconsciente, como si hubiera desfallecido antes de tratar de ahogarse para sofocar las llamas que devoraban el Reino que pudo ser. No, no tenía motivos para pelear, ni tampoco estaba en condiciones de hacerlo, lo que solo dejaba la posibilidad más decepcionante: su aura, el miedo que esta inspiraba en los hombres había bastado para tener paralizados a tres santos de plata, ahora que no estaba Kiki para mitigarla en grado alguno.

En tercer lugar quedaba lo más intrigante de todo, algo que le sorprendía a pesar de haberlo ya visto durante el enfrentamiento con Adremmelech: de todos los soldados que había dejado en el Reino Fantasma solo quedaba un superviviente asediado por dos guerreros de yelmo taurino. Uno de los Toros de Rodorio dejó abiertas sus defensas, invitando a su adversario a un ataque imprudente, y un segundo le machacó la cabeza de un martillazo, reduciéndola a sesos y huesecillos que saltaron en todas direcciones.

No había caído el soldado cuando el resto de su cuerpo, junto a la armadura y la espada, se extinguió sin más. Caronte pudo ver una tenue luz azul brillando en el martillo: un alma humana arrebatada al río Aqueronte, algo inaudito, inesperado… e interesante.

El astral se mantuvo oculto un tiempo más, observando. Calculó que las pérdidas del bando ateniense no pasaban de la treintena. Amazonas, la mayoría, y alguno de guerreros de yelmo taurino, como dejaban en claro los cuatro cascos hendidos tirados en el suelo. Ninguna de las mujeres llevaba armas, como se exigía a quienes servían a Atenea como santos; Tiresias, en cambio, tenía dos espadas que sin duda habían sido tan letales para la legión de Aqueronte como lo fueron los Toros de Rodorio.

Echó un nuevo vistazo, más atento, a las armas regadas por todo el lugar. Cada pieza metálica era del mismo color que las armaduras de los caballeros negros: gammanium maldito por la diosa, en su forma más pobre y endeble, al no ser combinada con el polvo de estrellas, el oricalco y la vida humana. Sabiendo aquello, Caronte ni siquiera había imaginado que tal armamento podría ser un peligro. Serviría, como mucho, durante la primera hora de combate, hasta que la legión de Aqueronte se acostumbrara al metal más allá de cualquier acero, y eso si no intervenía algún santo que alimentara a los inmortales con cosmos y desesperación.

Agarró una espada que había cerca de las ropas de una amazona. La única lo bastante sensata como para anteponer la salvación de sus compañeras a un honor vacío. Miró la hoja recordando que nunca se interesó mucho en las espadas, excepto la vez que vio con sus propios ojos el poder de un arma de Libra esgrimida por aquel simio irreverente. Este filo no brillaba como el sol, ni haría estragos entre el inagotable ejército de Ares, pero tenía algo especial, algo en lo que no se había fijado.

«Toda imitación es inferior al original.»

Tritos diría algo así, a buen seguro después de asegurar que ninguna generalización tenía sentido. Él, que durante años siguió el modelo de su alocado compañero para lidiar con el mal de Campe, había estado tan ocupado con el choque entre la prudencia de Tritos y su propia imprudencia, que ni siquiera pudo ver algo tan obvio. Las armas estaban benditas por el misterioso santo de Cáncer, y de algún modo eso era suficiente para arrancar del río Aqueronte las almas que había aprisionado a lo largo de milenios. Pero eso era solo la mitad del puzle; y la segunda era la esencial: ¿cómo podía el poder de un santo de oro oponerse a los dominios del Hades? Más aún: ¿por qué cortar los cuerpos liberaba las almas, si estas estaban encerradas en las aguas infernales?

—¿Podéis explicármelo? —cuestionó al batallón victorioso, al tiempo que se hacía visible a unos trescientos metros de Tiresias.

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La batalla entre Caronte y Adremmelech, aunque corta, duró lo bastante como para que Tiresias y las amazonas llegaran a confiar que había sido derrotado o que, en el peor de los casos, para cuando regresara contarían con refuerzos.

Grandes fueron el miedo y la impotencia al verlo aparecer de la nada, y jugueteando con una de las espadas de sus compañeros. Estaba intacto, nadie que lo viera podía decir que acababa de pelear con un santo de oro, y lo respaldaba una nueva horda de soldados. El grueso del ejército, como ya era costumbre, eran antiguos guardias el Santuario, todos lanceros, pero en la vanguardia destacaban inmortales sin coraza o armas: amazonas y aspirantes a santo, como Tiresias comprendió al instante.

—Ey, son… No puedo ser… ¿Verdad? Ellos…

—La rebelión de Ethel —murmuró Helena—. Si incluso la loca de Eco puede verlo, no callaré lo que siento, por muy absurdo que parezca.

—Para ser franco, dudo que una artimaña tan básica sirva contra vosotras. Sois verdaderas guerreras —alabó Caronte—. Aunque enfrentasteis a antiguos compañeros de armas, quienes murieron salvando la aldea que a muchas os vio nacer, luchasteis sin el menor titubeo, e incluso me atrevería a decir que alguna lo disfrutó…

Caronte miró a Eco, que lucía confundida. Tiresias, empapado de sudor, maldijo entre dientes. «Podrías habértelo guardado, demonio.»

Con una rápida ojeada, el capitán de la guardia entendió que más de un tercio de sus compañeras había captado el mensaje, o al menos eran las que se veían afectadas por tamaña revelación; no podía descartar que el resto lo estuviera digiriendo, y que en el combate que se avecinaba dudaran en un momento crucial.

—Helena —susurró, a sabiendas de que sería escuchado por Caronte de algún modo. Nada se le escapaba a ese maldito—. No puedo exigiros que uséis las armas de mis compañeros, pero confío en que guardéis nuestras espaldas.

—¿No lo hemos hecho todo este tiempo? —espetó la líder de las amazonas, sonriendo llena de confianza—. ¡Puedes lanzar todos los cadáveres que quieras contra nosotros, demonio! ¡Nuestros compañeros caídos, nuestros amigos e incluso a toda nuestra maldita familia! Porque todas sabemos la verdad: no son más que marionetas, sombras de lo que alguna vez fueron. ¡Prisioneros milenarios que hoy serán liberados!

Helena soltó un antiguo grito de guerra, y hasta la más indecisa se sumó a la estampida que la amazona inició. Cientos de guerreras corrieron hacia Caronte y su oscura legión, adelantándose a los inmóviles Toros de Rodorio y Tiresias.

—Creo que no me expliqué bien —musitó el astrales—. Este tipo de trucos no sirven contra los verdaderos guerreros, y solo un estúpido emplearía una estrategia inútil…

Bastó un chasquido para que la primera línea de la legión se lanzara al ataque. Quince aspirantes a santo cruzaron los cien metros que los separaban de Helena como borrones apenas distinguibles. Las cuatro amazonas que acompañaban a la fiera líder fueron decapitadas en un mísero segundo, mientras que el resto contó con la oportuna protección de los Toros, aún más rápidos y fuertes que la vanguardia de Caronte.

Helena no pudo más que sorprenderse. Los Toros de Rodorio siempre habían destacado por su fuerza sobrehumana, suficiente para partir grandes rocas con las manos desnudas, e incluso aplastar el cráneo de un hombre con la sola presión de los dedos. Pero la velocidad siempre había sido su punto flaco: eran montañas de músculo a merced de cualquier guerrero lo bastante diestro y listo. Así había sido por años, y ahora ella no podía ni verlos desplazarse, ¡desaparecían de su vista de un momento a otro!

Caronte chasqueó los dedos de nuevo, y esta vez se adelantaron columnas de las últimas filas. Desde el flanco izquierdo, un grupo de cuarenta guardias buscó auxiliar a los aspirantes. Pero Tiresias se les puso enfrente, tan veloz y fuerte como la mayoría de los Toros, logrando contener a más de una cuarta parte él solo. La lucha, aunque estática —una docena de soldados rodeaban a Tiresias—, era imposible de seguir por la rapidez de los movimientos de todos; brazos imperceptibles esgrimiendo espadas imperceptibles.

Del resto de enemigos debían encargarse las amazonas. Por fortuna, no todos eran tan rápidos, y la ventaja numérica jugaba a favor de las atenienses. Eco, siempre acosando a la muerte esquiva, dirigió a la mitad de sus compañeras contra las inmortales guerreras al servicio de Caronte, que pronto se unieron a la batalla.

El equilibrio duró cerca de diez minutos. Más de un aspirante fue destruido por completo ante el peso de los inmensos martillos, que salvaban sus almas al tiempo que las usaban para potenciar a sus portadores; y cada que un inmortal era sometido por un grupo de amazonas, no tardaba en ser purgado por el Toro más cercano. Tiresias, vencedor del desigual combate, estaba por fin a pocos metros de Caronte, preguntándose si aquellas espadas mágicas podrían atravesar la piel del astral.

Y entonces la vio. Todos la vieron. Era pálida y de vagos rasgos humanos, vestida con harapos grises y tiras de cuero tan negro como el metal que sujetaban. En muchos sentidos, era idéntica al resto de inmortales, exceptuando la altura.

—Ethel —murmuró Tiresias, iniciando el desastre.

Muchas amazonas dudaron algunos segundos y el resto de la legión cayó sobre las mujeres como una jauría de bestias hambrientas. Los Toros de Rodorio trataron de protegerlas, cayendo muchos en el intento. El puño de un inmortal desarmado hacía crujir los huesos de guerreros fornidos, la única clase de daño a la que podían contraatacar, salvándose así quedaran en mal estado. Los que enfrentaron el acero del infierno se deshicieron en polvo poco antes de que lo hicieran sus protegidas; podían soportar uno, dos, tres y hasta trece espadazos, tantas muertes como almas habían rescatado del Aqueronte. Pero al final, el destino inevitable les llegaba.

Tiresias no pudo socorrerles. Estaba clavado a la tierra, peleando con algunos soldados de especial fuerza y agilidad; apenas contaba con el apoyo de algunas amazonas, ninguna de las cuales dudaría mucho si él abandonaban.

Mil lanzas y mil espadas se elevaron al cielo. Sobre la palma de Caronte se formó una esfera oscura de medio metro de diámetro. Las armas de gammanium, única posibilidad de las amazonas de remontar la batalla, se dirigieron hacia la sombra a toda velocidad, y habrían sido engullidas por esta de no haber intervenido una tercera fuerza.

Atenienses e inmortales se sintieron más pesados. De ambos bandos muchos cayeron de rodillas; quienes pudieron permanecer de pie, vieron mermada la velocidad de sus movimientos. Pero no hubo tiempo para preguntarse el porqué. En un instante fugaz, los corazones de cada soldado de la legión fueron atravesados por un rayo de luz que, en una serie de movimientos rectos, llenó el campo de batalla con una red de puro blancor que solo encontró su fin a pocos metros de la niña. Caronte la había detenido con un simple ademán, aunque para entonces todos sus soldados habían caído.

—¿Qué crees que haces, diablillo? —espetó Yu de Auriga, cruzado de brazos sobre las alturas. Volaba, o más bien flotaba, a unos diez metros de donde se encontraba Caronte, quien deshizo la esfera oscura—. Estas armas son un regalo del maestro Nimrod de Cáncer, ya es mucho que te permitamos siquiera verlas.

La niña inmortal asintió ante la osadía del santo de plata, y todos los lanceros revivieron a la vez, arrojando con fuerza sus negras armas sobre Yu, quien las negó con una barrera de cosmos. A su vez, el resto de la legión se levantaba reformado y listo para continuar la batalla, pero miles y miles de finísimas agujas rojas los golpearon una y otra vez hasta devolverlos al suelo. Desde el horizonte, centro de la torre plateada que era su cosmos, estaba Margaret de Lagarto.

—¿Llegará el día en que seas más precavido? —dijo el recién llegado, suspirando.

—¿Teniendo a alguien que me cuida las espaldas? Bah, ¿para qué?

La presión gravitatoria volvió a la normalidad, y todos los atenienses aún vivos pudieron recuperarse. Amazonas y Toros se reagruparon en torno a Tiresias, quien miraba al santo de Auriga sin saber qué pensar de él. Los cuerpos de la legión de Aqueronte, convulsionados por el dolor que les había provocado la técnica de Margaret, fueron arrastrados por aguas amarillentas hasta Caronte y la niña inmortal.

—Erais tres —murmuró el astral.

—Somos tres —corrigió Margaret.

El rayo de luz surgió desde el mismo punto en el que había desaparecido, dirigiéndose de nuevo contra la niña inmortal. Caronte golpeó el haz, desviándolo hacia donde se habían reunido los atenienses.

Cuando la línea luminosa chocó contra el suelo, la mayoría debió taparse los ojos para protegerlos del brillo cegador, e incluso Margaret y Yu —que todavía flotaba— mostraron cierta molestia. Era un ser de pura luz, desde el tronco, brazos y cabeza humanoides, en apariencia protegidos por un manto sagrado de la misma composición, hasta el resto del cuerpo, que de cintura para abajo se asemejaba al de un caballo.

—¿Por qué mi aura no los paraliza ahora? —dijo el santo de plata—. Alguien tan inteligente como tú debió haberse preguntado eso.

—En eso estaba… —dijo Caronte.

Yu de Auriga gruñó sin disimulo, interrumpiendo al astral.

—Cegaste a dos mil siervos de Atenea para probar tu punto. Son lo más bajo de nuestro ejército, sí, pero la nueva Suma Sacerdotisa dice que siguen siendo parte de nuestra orden, y a nosotros, los santos de plata, nos toca responder a esa humillación.

—Lo que mi descerebrado compañero quiere decir —intervino Margaret de Lagarto, dedicando a este una sonrisa maliciosa—, es que Joseph de Centauro tiene el poder de ver, interpretar y hacer suyos los sueños de los demás. Como es muy noble, o muy estúpido, se hace cargo de ellos, lucha por ellos, y este es el resultado.

—Un centauro de luz que vengará la suerte de un montón de ciegos —se burló Caronte.

La legión se alzó una vez más tras el astral. Amazonas, aspirantes y guardias sosteniendo las más mortíferas armas estaban listos para retomar la masacre interrumpida, mientras que del otro lado, el batallón ateniense aún no se recuperaba de la presencia de la niña inmortal. ¿Era de verdad Ethel, o solo un truco del enemigo para minar sus espíritus? Margaret volvió a contener el ejército con un aluvión de Agujas Carmesí, pero sabía que no podría hacerlo una tercera vez.

Escuchadme todas —dijo Margaret, dirigiéndose a la mente de cada amazona—. Ninguna vestirá un manto sagrado, sea de oro, de plata o de bronce. Nunca tuvisteis posibilidad de convertiros en santas, pero eso no significa que no podáis servir a Atenea tanto como nosotros tres. Tomad las armas de vuestros compañeros y usadlas para liberar a estos desgraciados del yugo del Hades. Nosotros nos encargaremos de la parte menos complicada.

—Destruir todo lo que se mueva —añadió Yu, sacando una sonrisa a varias amazonas.

—Solo pedimos algo a cambio —intervino Helena, portavoz de sus compañeras—. Ethel… Esa niña… ¡Nosotras nos encargaremos!

Cada mujer en el campo de batalla recuperó sus fuerzas para aquel último momento. Todas, con menor o mayor reparo, tomaron lo primero que se encontraron y cargaron contra la legión de Aqueronte, cuyos soldados ya se habían levantado.

Inmortales y atenienses chocaron por última vez, con la diferencia de que varios de los primeros rompían la barrera del sonido al moverse. Yu y Margaret, quienes ya habían previsto aquello, localizaron a aquellos casos excepcionales. El santo de Lagarto bloqueaba el asedio de una docena de aspirantes mediante un vacío en el aire, creado con rápidos movimientos de las manos, mientras que el más directo Yu se limitaba a golpear a cualquiera que tratara de matarlo.

Aun así, las amazonas se vieron pronto superadas por los soldados inmortales, ahora demasiado rápidos para ellas. Solo hasta que los Toros supervivientes, la mitad, se sumaron a la batalla, la situación se equilibró un poco. Los enormes martillos de guerra eran lo único que podía traspasar la renovada defensa de la legión de Aqueronte. Ya no bastaba un impacto para purgar a un inmortal, debían acertar varios y en partes vulnerables, como en la cabeza, pues solo con la muerte la alma prisionera era liberada.

Lo peor era que a más soldados caían, más poderosos se volvían los demás, al punto que, poco a poco, solo los santos podían destruir sus cuerpos. Las amazonas y los Toros de Rodorio se vieron en la deshonrosa tarea de rematar a los caídos, pasándolos por la espada, la lanza, o el martillo. Y aun aquella misión era de un enorme riesgo, pues a más tiempo pasaba, más y más compañeros caían ante el acero del infierno.

Joseph, ajeno al resto de la batalla, mantenía su objetivo original: la niña. Una y otra vez cabalgó hacia ella, lanzando tantos golpes y a tal velocidad, que ni sus compañeros eran capaces de verlos o contarlos. Pero Caronte los detenía todos sin esfuerzo.

Tiresias, cercano aquellos dos, creyó entender el propósito del centauro de luz: destruir la extraña armadura de Caronte, esas ropas sombrías que lo cubrían como una simple vestimenta, pero que sin duda le ofrecían tanta protección como un manto sagrado.

—Ethel —murmuró en cuanto se libró de su actual rival. ¿A cuántos había salvado? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Veinte? No importaba. Ni siquiera le importaba si eran suficientes para hacer lo que debía hacer.

El capitán fue directo hacia la niña inmortal, su más terrible pecado. Pudo verla de un modo que no lo hicieron sus compañeros, y al hacerlo no pudo menos que nombrarla, condenando a compañeros de armas que ni siquiera podía recordar. En ese momento, al sentir la muerte de tantos hermanos, dudó. ¿Veía a Ethel, o solo quería verla? ¿Era esa niña su redención, o una trampa para su débil mente? Estaba a punto de averiguarlo.

Su determinación fue tal, que llegó incluso a ignorar la visión, de modo que dos soldados estuvieron a punto de desmembrarle. Por suerte, Eco y Helena intervinieron a tiempo, purgando a aquel par. Tiresias quería creer que estaban ganando, pero no encontraba fuerzas para mirar atrás; el solo hecho de no ver a Margaret y Yu apoyando al centauro de luz era prueba suficiente de que las cosas no estaban yendo del todo bien.

No fueron necesarias palabras. Helena y Tiresias se unieron en aquella última cruzada, mientras Eco dirigía lo que quedaba de las amazonas para proteger la retaguardia. El par, impulsado por las almas que habían salvado, logró pasar a través de dieciséis inmortales, bloqueando espadazos que hacían cimbrar el suelo bajo sus pies, cortando gargantas que poco tenían que envidiarle a la bóveda del más excelso tesoro.

Caronte estaba al tanto de aquel intento, y con un gesto indicó a la niña inmortal que les correspondiera como merecían. Por su parte, Joseph debió convertirse en un rayo de luz para esquivar los Colmillos de Cancerbero, y aprovechó esa forma para impulsarse con todas sus fuerzas sobre el punto que tantas veces había golpeado: las sombras que cubrían a su adversario. El astral, entendiendo su propósito, sonrió.

Los siguientes tres segundos fueron decisivos para el batallón ateniense. A la vez que Yu y Margaret lidiaban con inmortales de fuerza comparable a un santo de bronce —una treintena—, y las amazonas de Eco, junto a veinte Toros de Rodorio, rodeaban a la mitad de la legión de Aqueronte en una fatal lucha de desgaste, Tiresias vio el fin de su viaje en forma de trece lanzas negras. Una tras otra se clavaron en su cuerpo, anclándolo a la tierra que lo vio nacer veintisiete años antes.

Las piernas, las manos, los hombros, el pecho y el estómago, todo ardió un momento, y luego se enfrió rápidamente, hasta que ya no sintió aquellas partes. Tampoco la espalda, los pies, los brazos… En realidad, si se ponía a pensarlo, ya no era consciente de ninguna parte de su cuerpo, fuera de sus propios pensamientos… Y la visión.

—Está bien —dijo, o creyó decir. No estaba seguro de si podía hablar—. Si ese es tu castigo, lo acepto. Yo… te hice tanto daño… Merezco…

Ella había mandado aquellas lanzas mediante el poder de su mente. Ethel. La visión le mostró a la formidable Helena cumpliendo su cometido: certera y sin dudas, atravesó a la inmortal con una de aquellas espadas mágicas, y su alma brilló en la hoja como un tenue fulgor azulado. Después desaparecieron las lanzas que lo mantenían de pie en aquella ridícula postura, llevándose con ellas cada una de las vidas que había salvado del río Aqueronte. ¿También la suya? No podía saberlo. En cuanto cayó al suelo, lo único en lo que podía pensar era en descansar.

No pudo ver a Caronte, artífice de aquella tragedia, atravesando el cuerpo de luz de Joseph, manchándolo de tinieblas. La oscuridad devoró al centauro, encarnación de las esperanzas de la guardia, hasta transformarlo en un ser tan negro como la noche.

—Los sueños de unos cuantos tullidos no se pueden comparar con la desesperación de todos los seres, así como la velocidad de la luz no te da la fuerza de un santo de oro.

Al disiparse las sombras, solo quedaba el santo de plata, tan pálido como los soldados del Aqueronte. Los cabellos se le habían vuelto grises, y el brillo de los ojos amenazaba con apagarse. El brazo de Caronte estaba dentro del manto de Centauro, aunque sin dañarlo siquiera en la superficie. Era más bien como si el astral estuviese agitando las aguas del estanque que era el alma de Joseph, quebrando su espíritu.

—Recordarás esto a través de cien reencarnaciones —afirmó, esbozando una leve sonrisa antes de añadir—: Y todo para salvar a una aspirante muerta hace mil años.

Caronte dejó caer el cuerpo de Joseph, al tiempo que saboreaba la furia con la que la líder las amazonas lo miraba. Ya no podía moverse. Ni ella, ni Eco, ni ninguna de las guerreras que seguían en pie. Hasta los Toros de Rodorio eran estatuas que la legión de Aqueronte ignoró, centrados todos ahora en los santos de Lagarto y Auriga, los únicos que todavía podían luchar. Caronte estaba dispuesto a disfrutar de aquel último espectáculo, pero algo le impedía hacerlo: la sonrisa del derrotado Centauro.

—Por Zeus. ¿Qué otra estratagema habéis preparado?

—¿Es que no te has preguntado por qué nos molestamos en enfrentarte? Pude contrarrestar tu aura, pero seguimos siendo insignificantes a tu lado, ¿cierto?

Joseph cayó al suelo inconsciente antes de que Caronte pudiera sonsacarle más. El astral se fijó en la marea de soldados que sofocaba a Margaret y Yu: iban a morir, no había duda de ello; podían tardar minutos o una hora, pero caerían, y eso atraería a más santos hasta la muerte, hasta que la noble y buena Suma Sacerdotisa se dignara a aparecer. El santo de Centauro había sido derrotado y sus compañeros ni siquiera titubeaban.

—¿Qué falla? —murmuró Caronte, formando de nuevo la esfera oscura. De pronto sentía ganas de poner fin a todo de un solo movimiento.

Con todos sus sentidos despiertos, Caronte lanzó el orbe negro sobre los santos de Lagarto y Auriga. Hasta el final, nada había en los alrededores, ninguna aparición de último momento, ninguna encarnación de los sueños de unos cuantos humanos que pudiera ser siquiera un entretenimiento para el regente de Plutón.

Y sin embargo, el orbe chocó contra algo —alguien— antes de llegar a donde estaban Margaret, Yu y la legión de Aqueronte.

—Ahora los árboles yacen con las estrellas —dijo Caronte al ver cómo cada uno de sus soldados inmortales estallaba, convirtiéndose en líquido amarillento.

La esfera oscura se disipó enseguida, dando paso a una vaharada de vapor que cubrió a todo el batallón ateniense y al propio Caronte. En medio de aquella subida repentina de la temperatura, resaltaba un brillo dorado sucedido por varios pasos metálicos.

—Todos los hombres de este Santuario han sido entrenados por una sola razón —dijo una voz, eco de la misma Tierra—. ¡Matarte a ti, Caronte de Plutón!

Con la celeridad del relámpago, Adremmelech acometió sobre el demonio. El puño, dorado, se enterró en las ropas de Caronte como el primer rayo de luz del amanecer que anuncia el fin de la noche, y así fue. La chaqueta de sombras se agitó con gran violencia al son de ondas sísmicas que sin descanso las recorrían.

—Solo estaban ganando tiempo —musitó Caronte, al borde de una carcajada.

Pero no era el tiempo de reírse. El temblor en las sombras creció hasta volverse un terremoto. Hasta la última hebra de oscuridad fue dispersada por la fuerza del santo de Capricornio, quien ya alzaba su brazo libre cual espada de Damocles.

—¡Tu existencia es inaceptable! ¡Muere, demonio!

Por instinto, Caronte quiso retroceder, pero un santo de oro apareció detrás, sujetándole con dos docenas de brazos. Era Adremmelech. La réplica del original, o quizá el mismo al que enfrentó, con aquel desgastado uniforme militar que no le impedía sacar hasta un centenar de extremidades. No lo protegía un manto de oro, pero su cosmos y su fuerza bastaron para mantenerlo quieto una preciada fracción de segundo.

El brazo de Adremmelech de Capricornio cayó sobre el enemigo del Santuario, prisionero de su réplica.

Notas del autor:

Ulti_SG. Sí, yo creo que no hay ejército de enemigos corrientes y malolientes más pesado que la legión de Aqueronte. Estoy en negociaciones con Darth Sidious para que el Imperio Galáctico se lo pueda agenciar.

Creo que ya había dicho que la desesperación de esas almas influye en lo peligrosos que son, si no, ahora lo sabemos. Y como dices son tantas cosas de las que hay que preocuparse que uno acaba preguntándose si siquiera hay salvación. Es bueno eso, considerando que todos vimos Saint Seiya y sabemos que los protagonistas hacen milagros. ¡Un momento! Aquí no hay protagonistas. ¡Huid, huid todos!

Típico, estás en tu típica misión secundaria con cuarenta mil estados alterados y te olvidas de que tienes una pluma de Fénix para ganarle al no muerto de turno.

Ese Terra es un loquillo. No dudo que Sneyder habría hecho su trabajo, él es así.

¡Qué buena forma de describirlo!

Sí, no estaba planeado que le dijera así, gólem, pero pensando en lo que hace no se me ocurrió una palabra mejor para describir a esos clones sin cara.

De una parte, Adremmelech revelando más poder del que intuíamos, de otra, Caronte superando el récord de muertes para nuestro estimado gólem. ¿Qué acabará primero?

¿Dije que Terra es un loquillo? ¡Para loquillas las ninfas! Cada tanto aparece un santo que asciende de ellas. En este mundo sin sátiros, las cazadas se volvieron cazadoras. Asumiendo que las pesquisas de Caronte Holmes sean ciertas, claro está.

¡Qué bueno que te guste esta pelea! Le tengo mucho aprecio por las razones que tú ya conoces y por eso no le quise cambiar ni una coma durante la edición. No discutiré que parece batalla de final de temporada con tanta locura, esperemos que el resto de la guerra esté a la altura y que Adremmelech viva para colgarse esa medalla que dices.

Shadir. ¡Menos mal! Una denuncia menos de la que ocuparse para los abogados que este humilde fanfiction no tiene.

Desde luego que sí, siempre hay algo de maravilla y otro tanto de horror en ver la furia de la naturaleza desatada. Tanto más si esa furia está desatada a través de un hombre, o un ser cuyos pensamientos y sentimientos operan como los de un hombre.