Capítulo 76. A los brazos del cazador

Durante las primeras horas de meditación, el mundo dejó de existir para Akasha de Virgo. No podía ver el imponente Gran Salón, de altas columnas de piedra y alfombra roja sobre el frío y liso suelo. No era capaz de sentir el trono elevado sobre el que se hallaba sentada, ni escuchar los pasos de Lucile cuando, cansada de esperar sin hacer nada, cambiaba el peso de un pie a otro. Los cinco sentidos de la Suma Sacerdotisa estaban dormidos y ni siquiera el sexto le permitía percibir las batallas que se habían iniciado a lo largo del globo. Almagesto ocupaba toda su atención.

Roca a roca, el Santuario era obra de Atenea. Aun si no estaba presente en carne y hueso, aun si sus tesoros habían sido robados, su cosmos divino seguía presente, aunque no era fácil percibirlo mientras cuestiones mundanas te distraían. Akasha debió pasar lo que consideró una eternidad ignorando no solo el mundo, sino también a ella misma, olvidar quién era, qué sentía y a qué aspiraba, hasta poder empezar la búsqueda de una débil luz en medio de una infinita oscuridad, una melodía en el más absoluto de los silencios. Con el tiempo logró encontrar lo que buscaba, y a pesar de que era incapaz de recordar qué uso pensaba darle, siguió ese hilo para cruzar un laberinto sin sendas ni muros en el que en cada paso ponías en juego tu mente. Ya no estaba en el plano físico, donde existe lo que la humanidad conoce como el universo, sino en el fundamento de una parte de aquel. La quintaesencia del Santuario. Akasha pudo ver a Atenea durante un lapso de tiempo tan pequeño que ni siquiera ella, santa de oro, pudo procesarlo.

Fue en ese momento cuando la Suma Sacerdotisa escuchó la voz de Caronte, cuchillos fríos clavándose en su mente y espíritu. Akasha habría podido resistirse al llamado, pero seguía conservando el Ojo de las Greas y este se activó de forma súbita, obligándola a ver. La comunión con el cosmos de la diosa se hizo añicos a la vez que se levantaba, conmocionada y llena de una mezcla de ira y tristeza por la que a punto estuvo de bajar desde la montaña y luchar. Lucile de Leo le paró los pies en la mitad del recorrido.

«Recuerda tu misión.»

Tardó algo de tiempo en entender que no fue Lucile quien lo había dicho, tenía la mente embotada por el intento fallido y no le era fácil recordar que la leona de oro seguía muda, presa de la maldición de Caronte. Una vez entendió eso, decidió que aquellas palabras no fueron más que un pensamiento evocado con la voz de Kanon, el Kanon que fue su maestro, no el Sumo Sacerdote. Era verdad, tenía una misión que cumplir allí, en la cima del Santuario, así como todos los demás. Dio la vuelta, de nuevo hacia el trono. Paso tras paso, hizo grandes esfuerzos por ignorar las palabras del astral.

Pero el Ojo de las Greas no podía ignorar una presencia como la de Caronte, porque aquel era ahora mucho más que el guerrero de ropas sombrías de hacía trece años.

Soy el fuego que alimenta a los monstruos del Flegetonte, míos son el dolor y las lamentaciones de los soldados y guerreros de Cocito y el Aqueronte. Porque solo yo recuerdo a todas estas almas atormentadas, nadie más que yo puede devolverlas al olvido, a ellos y a los Portadores de sus vanas esperanzas.

Ninguna de aquellas palabras era una exageración, habían subestimado a Caronte de Plutón. Él no era un enemigo al que se pudiera contener con las sobras de un ejército que estuviese librando al tiempo una Guerra Santa, él era la Guerra Santa, en su conjunto. Luchaba en todos los frentes, de forma indirecta, a través de la manifestación de todos los ríos del Hades y las innumerables almas que estos traían consigo. También los Campeones del Hades habían recibido parte del poder del regente de Plutón.

Lucho contra Acuario en una fría región de América del Norte, arraso islas a través de los océanos junto a Escorpio, sobrevivo al asedio de la dama Tetis mientras acumulo un secreto poder. Y Libra, tu adalid, sufre la persecución de mi montura, Sleipnir. ¿Qué harás para remediarlo, Suma Sacerdotisa? Cuando caigan el Trono de Hielo y la Torre de los Espectros, cuando las ambiciones de Damon consuman tu mundo y a tu gente, cuando se abran la tierra y los océanos y el mismo Tifón resurja en este planeta. ¿Qué sentimiento descubrirás naciendo en tu pecho? ¿Ira? ¿Dolor? ¿Lamento?

Que no mencionara el olvido tuvo sentido, porque la forma en la que le hablaba era extraña, como un confesor que tuviera a su diestra, listo para escuchar todos los pecados que todavía no le había contado. Por supuesto, él no estaba en el Gran Salón del templo papal, pero entender eso hizo inútil cualquier esfuerzo por dar marcha atrás, porque el Ojo de las Greas buscó al envoltorio físico de Caronte hasta encontrarlo en un pequeño pliegue del espacio-tiempo conocido como el Reino que pudo haber sido.

Se sucedió un tiempo imposible de medir. Akasha sintió el terror de sus santos de hierro y de plata. Padeció cada muerte a la vez que compartía el dolor que los supervivientes sentían al ver caer a sus camaradas. Toros de Rodorio, amazonas, guardias, santos de plata e incluso el antiguo santo de Capricornio, Adremmelech, todos sufrían, todos luchaban y todos morían o seguían luchando y sufriendo al son de los latidos del corazón de Akasha, presa segura del peor de los demonios. Caronte sabía que ella estaba mirando, que gracias al Ojo de las Greas los entresijos del espacio-tiempo no constituirían barrera a la contemplación de todos y cada uno de los macabros actos que realizó, cegando a sus hombres, enfrentándolos a antiguos compañeros, engañándolos con un retorcido ardid que costó la vida de Tiresias... ¡El capitán de la guardia creía haber muerto por la mano de Ethel, creía haber ayudado a salvar su alma!

Gritó con todas sus fuerzas, sin que ninguna voz saliera de su garganta seca. Desesperada, tanteó el aire, sin poder sentirlo, de nuevo estaba aislada del mundo, aunque no por las razones correctas. El limbo en el que luchaban Caronte y Adremmelech, ardió desde los cimientos cuando conoció la vida; el Reino que pudo haber sido, tumba de miles de esperanzas truncadas, fue incinerado por ese mismo fuego; el pacífico bosque de las ninfas, se convirtió en una extensión más de la guerra en la que el Santuario había prometido no involucrar a aquellas criaturas, quienes empero cuidaban de los heridos con una dedicación impagable. Eso había sido su mundo en todo aquel tiempo, junto a la orilla inferior del lago, donde murieron Tiresias y otros muchos. No era consciente de nada más, ni siquiera sintió el momento en el que Lucile le estrechó una mano en un vano intento de confortarla, de aliviar la suma infinita de emociones que caían sobre su alma unas sobre otras, atándola a un trono cada vez más pesado. Poco a poco se sintió débil, enferma, patética, un despojo humano incapaz de hacer cualquier cosa excepto seguir observando.

Al final, incapaz de reconocer el dolor de tan inmensa que estaba en él, entró en su corazón algo inesperado: miedo. Comprendió que estaba aterrada, no por el enemigo al que Adremmelech había enfrentado y ahora encaraban los santos de Centauro, Auriga y Lagarto, sino por la guerra que libraban. Ver a Caronte era lo mismo que contemplar los acontecimientos que sucedían a lo largo del planeta: caballeros negros muriendo entre las brumas del continente Mu, una desastrosa retirada hacia las montañas de Bluegrad, Azrael ordenando a un santo de plata, nadie menos que Nicole de Altar, la creación de colinas y mesetas a lo largo de Naraka, a salvo del Aqueronte. Creía que la última era una buena visión, pero de pronto el asistente colapsó, siendo socorrido por su compañero de rango, Leda. Diciéndose una y otra vez que solo eran los malestares de siempre, desvió para su vergüenza la mirada, dejó de mirar a Caronte porque tenía miedo, miedo de la victoria de las fuerzas del Hades, miedo de que Shaula, Sneyder e incluso Arthur fracasaran en sus enfrentamientos contra los Campeones del Hades.

En esas circunstancias, cuando el simple acto de andar le parecía una tarea imposible, la razón por la que seguía sentada en el trono papal se le antojó insignificante, un rumor que apenas acariciaba su memoria, nada en comparación a las cadenas frías que la apresaban. Eslabones rotos por la parte de ella que seguía luchando se clavaron en su mente, invocando los pasados frutos de su debilidad. Nombres, muchos nombres de muertos y de las familias que los lloraron. ¿Por qué no era capaz de salvar a nadie?

«Si tan solo tuviera el poder para salvarlos.»

Un pensamiento que tuvo como niña, y que volvió a tener al sentirse como una anciana postrada a una cama, inútil y al borde de la muerte. La oscuridad de la que era prisionera, que negaba todos sus sentidos excepto lo que el Ojo de las Greas, accedió a sus deseos con tanta alegría que era palpable aun sin palabras. La empujó con una suavidad impensable. Las sombras ya no eran cadenas, ni siquiera eran sólidas; solo eran una niebla fría que se dispersaba a su paso. Estaba de pie, captando el mundo con sus cinco sentidos. Al abrir y cerrar las manos para asegurarse de que se había liberado, descubrió a Lucile cerca, prestándole un silencioso apoyo.

—Atenea me ha salvado. Y también tú, amiga mía —dijo la Suma Sacerdotisa, con un tono cercano que no recordaba haber usado en tres años—. No puedo sentir miedo.

La santa de Leo, comprendiendo lo que pensaba, asintió.

—Pretender que yo lo tema solo es el primero de los dos errores que Caronte ha cometido —remarcó la Suma Sacerdotisa—. El segundo es pensar que no hay nadie en el Santuario capaz de hacerle frente.

Margaret y Yu contuvieron el aliento durante el eterno instante en que Adremmelech descargó su brazo sobre el ahora desprotegido Caronte.

Habían apostado todo a ese momento. En el bosque, cuando Joseph los contactó asegurándoles no solo que podía protegerles del aura atemorizante de Caronte, sino que hacer eso solo los convertiría en una distracción para que el mayor desertor del Santuario pudiera dar el golpe de gracia, no se lo podían creer, pero confiaban en el santo de Centauro más que en nadie más y decidieron seguirlo. Esa frágil alianza les había llevado hasta allí. Muchos muertos, Joseph en coma y el traidor Adremmelech a punto de poner fin al mayor enemigo del Santuario. A Yu eso le hacía mucha gracia.

Un resplandor dorado impidió que vieran el final de aquel choque. Todos volvieron a abrir los ojos más o menos al mismo tiempo, temerosos del resultado.

—El manto de oro, templado en el calor de las estrellas, puede soportar las llamas de Flegetonte, el fuego del infierno.

Caronte estaba allí. Vestía una camisa roja, ya no protegida por la chaqueta de sombras, y eso era todo lo que Adremmelech había logrado. Le hablaba a una enorme estatua de hielo: un árbol cristalino sin hojas, con la cabeza de una cabra en la copa. Aquello parecía divertirle, pues no dejaba que su leve sonrisa desapareciera.

—Nunca es tarde para alabar las artes del pueblo de Mu, ¿cierto? —dijo el demonio, apareciéndose a la diestra de Margaret. Con un ademán hizo que Yu, aún flotante, decidiera que lo mejor era pisar el suelo—. Gracias a los dioses, donde la legión de Aqueronte y la Cólera de Flegetonte fallan, triunfa el Lamento de Cocito. Nada está a salvo del cero absoluto, ni siquiera un manto de oro.

Margaret era plenamente consciente de que no tenía ninguna oportunidad, pero ni eso bastó para hacerle cambiar el gesto. Temer a un enemigo era aceptable para un guerrero, mostrar ese miedo no lo era. Llorar pidiendo clemencia o chillar como un cerdo en el matadero eran el tipo de cosas que ningún santo de Atenea debía llevarse al Hades, donde los hombres eran la burla de una corte de demonios, fantasmas y otras cosas peores. Si no podía caer con una frase memorable en los labios, prefería morir mudo.

—Te propongo algo, diablillo —dijo Yu, como olvidando que había bajado al suelo obedeciendo la voluntad de Caronte—. Tú y yo. Que los demás estorbos vayan a morir a otra parte. Venga, ¿qué me dices?

«Idiota —pensó Margaret—. Tras un viaje al reino de Morfeo, Joseph llegó a ser más poderoso que la misma Hipólita, y a pesar de eso…»

Desvió la mirada hacia el cuerpo inconsciente de Centauro, pero Yu le restó importancia con un ademán. No volvería al miedo irracional de antes, jamás.

—Tentador —dijo Caronte, formando de nuevo una esfera de oscuridad. Margaret sintió que ardía tan solo por tratar de vislumbrar su interior—. El problema es que estoy cansado de decepciones. Después de compartir mi poder con las fuerzas del inframundo y sus generales, en un contexto en el que no puedo combatir como uno de los Astra Planeta, de verdad creí que la técnica de ese gólem me pondría en aprietos —confesó, mirando con sorna la estatua de hielo—. No era para tanto, debí disfrutar más el combate. Bueno, no importa. Los santos de oro sobran en este mundo, ¿verdad?

Caronte avanzó hacia la orilla inferior del lago, dejando atrás al cristalizado Adremmelech, así como a los aterrorizados atenienses.

Del batallón ateniense que marchó de Rodorio, después del último enfrentamiento contra la legión de Aqueronte, solo restaban poco más de cien amazonas y veinte Toros de Rodorio, así como los santos de Auriga y Lagarto. Todos ellos miraban, abatidos, el gran árbol de hielo. Cero absoluto, la más baja temperatura. Hasta el más ignorante de los fieles de Atenea, acostumbrado a ver como dioses a los santos de oro, entendía de algún modo que aquello era demasiado para los mortales, por muy dorado que fuera el manto que los protegía. Y Caronte había encerrado a Adremmelech en una enorme prisión con esas características en un solo instante. Todo había sido un juego. Todo.

Ese pensamiento no volvió menos sonoro el primer crujido.

—¿Creaste un campo gravitacional en torno al Caballero sin Rostro? —cuestionó Margaret, a través de la telepatía.

—Mi maestro podría hacer algo así —gruñó Yu, tan brusco como siempre—. Yo también puedo, pero… Dioses, es un santo de oro, si él no se pudo proteger…

Se oyó un golpe sordo. Caronte había pateado al inconsciente Terra al lago y ahora miraba al árbol de hielo desde el muelle. Pese a la distancia, su voz sonó tan clara como si estuviese hablando al oído a cada uno de los atenienses al oído.

—¿Podríais recibir a vuestro amigo en mi lugar? Temo que ahora que la auténtica presa ha salido a la luz, ya no necesito llenar el bosque de aperitivos.

Caronte desapareció tal y como había aparecido: en un instante imperceptible para los lentos reflejos de los presentes. Todas las amazonas y los Toros recuperaron el movimiento a la vez, dispersándose entre las armas y armaduras de camaradas caídos, y el durmiente Joseph, paladín plateado de la casta de hierro. Solo Helena y Eco se detuvieron ante el cuerpo del único guardia que pudo luchar hasta el final.

—Diablillo cobarde —dijo Yu—. ¿Vamos a ver a Joseph? Seguro que un tirón de orejas basta para que despierte. Sigue con vida, y ese otro… —Señaló a Tiresias, dudando.

—Los muertos murieron, los vivos viven. Eso no me importa. Lo que me inquieta es que… —Quizá los otros no pudieran verlo. La mayoría estaban demasiado conmocionados, y Yu era a la vez milagro e insulto de la naturaleza, demasiado poderoso para lo limitado que era en su sexto sentido. Pero Margaret distinguía con gran nitidez los fuegos fatuos que escapaban de las armas que todavía sostenían los atenienses—. Esto no haya servido para nada —musitó al final, observando cómo cada alma salvada volvía al Hades, si no es que al regazo de Caronte.

El día señalado llegaba al fin, aun si las circunstancias no eran las ideales.

Ya no era una niña desprotegida. Los años habían permitido que creciera su fuerza, y los Hados la bendijeron con una de las doce mejores protecciones que el mundo conocía. Por largo tiempo le fue vedado su uso, y cuando volvió a portarla, todo el dolor, el miedo, y la culpa desaparecieron. Mente y espíritu solo le hablaban del deber. Ni siquiera le importaban las hombreras —su eterna queja sobre el sexto manto del zodíaco—; seguían siendo demasiado largas, pero eran mejores que la falta de calidez de los años de exilio. Meses atrás ni siquiera habría imaginado la vieja sensación que le otorgaba su manto de oro: la piel que le faltaba, que impedía que se sintiera siempre viva y fuerte. Más aún: se creía invencible, capaz de todo.

Sedienta de justicia, Akasha avanzó. El yelmo dorado, adornado con alas angelicales a los costados y dos pares de cuernos en la corona, terminaba de ocultar el lado más humano de la santa al sumarse a la protección de la máscara. Y eso ocurría con la mayor parte de su cuerpo, ahora una fortaleza inexpugnable, consagrada a la diosa Atenea.

Una capa colgaba del principal bloque del manto sagrado, que abarcaba las hombreras y el peto, pasando por el abdomen y la espalda hasta cerrarse en la cintura. No era movida por viento alguno, de modo que solía ocultar los brazos de Akasha, también protegidos desde los puños hasta la mitad de ambos bíceps. Esa era toda su función, aparte de aportar cierta dignidad a aquella figura que apenas lo necesitaba: ¿qué podía aportar la tela blanca a un sol que estaba a punto de atravesar la oscuridad de la noche?

Porque eso era Caronte ahora que avanzaba hacia ella, derribando todos los escudos que había levantado sin siquiera proponérselo, parecía estar dando un paseo.

—Primero peleo con un gólem y ahora con la proyección astral de la Suma Sacerdotisa. ¿Qué pasó con los santos de oro que combatían sus propias batallas, eh?

Puesto que no era posible negarlo, Akasha no dijo nada. Si bien en espíritu y pensamiento estaba allí, en la orilla superior del lago, cerca de la entrada al Santuario, el cuerpo seguía en la cima de la montaña, custodiado por Lucile de Leo.

—Llevo esperándoos una eternidad, Suma Sacerdotisa —dijo Caronte, señalando su muñeca como si llevara un reloj—. ¿Cuántos creéis que han muerto por vuestra cobardía? —dijo al tiempo que decenas, cientos de almas salían de su reconstruido abrigo de sombras. Todos los que habían muerto en la batalla estaban ahí, Akasha pudo saberlo con solo un vistazo. Hasta pudo reconocer a Tiresias en un mísero fuego fatuo que danzaba entre dos dedos del astral—. ¿Los has contado ya?

—Cobardía —fue lo único que dijo Akasha.

Acababa de entender el juego del astral. Desde un principio quiso hacerle olvidar su misión, convenciéndola de que si no podía salvar a sus compañeros —subordinados—, era porque él se lo impedía. En el momento justo, vestiría el manto zodiacal y tendría una falsa sensación de libertad, cuando lo que de verdad habría pasado sería otra cosa bien distinta: al caer en la trampa, la necesidad de mantenerla enferma desaparecería.

—El cazador novato abate al primer animal que ve y se lo lleva para cenar. El experto, lo deja herido, a la espera de la auténtica presa. ¿Últimas palabras?

«Brahmastra —pensó Akasha, bullendo de ira.»

—Lo que habéis hecho, lo que pretendéis hacer… Suma Sacerdotisa, tenéis que entenderlo, solo os va a llevar a la muerte. Los dioses os dieron una oportunidad, yo os las di, y Zeus es testigo. Quiero que eso quede claro.

—Fuera de mi mundo —dijo por fin.

No más palabras. No más discursos sobre humanos, monstruos y dioses. Caronte formaba una esfera de oscuridad y Akasha invocaba la técnica nacida a partir de las hazañas de sus siete maestros, Brahmastra.

Pero algo llamó la atención de ambos. El sinfín de almas empezó a actuar de forma extraña. El orbe negro, contenedor del río Flegetonte, se achicó hasta quedar reducido a nada. Segundos después, los fuegos fatuos que bailaban entre los dedos de Caronte escaparon del astral, siguiendo una música distinta, y al parecer, mejor para ellos.

—Creo que la señorita ha sido muy clara. No es bienvenido, caballero.

Nimrod de Cáncer, con el manto zodiacal cubierto de nieve recién derritiéndose, estaba ahí, agarrando la manga de Caronte. Akasha no salía de su asombro cuando vio al astral apartar al Pequeño Abuelo con brusquedad.

—¿Qué eres? —cuestionó Caronte. La mirada seria. Ninguna sonrisa.

Todas las almas que Tiresias, los Toros de Rodorio y las amazonas habían salvado estaban libres, así como las de quienes murieron en la última batalla. Tras la máscara, Akasha se permitió un poco de felicidad y a través de esa cálida sensación recordó que no había caído en la trampa de Caronte, no del todo, tenía un as en la manga.

Como intuyendo sus secretos pensamientos, Seiya de Pegaso cayó desde los cielos como una estrella fugaz. El legendario santo de bronce le sonreía cuando un tercer e inesperado aliado apareció, Adremmelech, vestido con el manto de Capricornio tal y como lo había visto a través del Ojo de las Greas antes de tomar la decisión de proyectarse. No cuestionaba el hecho de que se apareciera como un santo de oro y no uno de los seis líderes de Hybris, pues las decisiones de los dioses no siempre podían ser entendidas por los meros mortales, pero lo último que supo de él fue que había sido congelado y encerrado en un gran árbol de hielo a cero absoluto. ¿Cómo pudo liberarse? Hasta un manto de oro se cristalizaba a esa temperatura y no era probable que Caronte estuviese fanfarroneando. Más aún, no lo necesitaba, él de verdad seguía teniendo la fuerza para matar a un santo de oro de un solo golpe.

—Toda vuestra generación se ha entrenado para destruirme, ¿eh? —murmuró Caronte.

—Así es, insignificante ser —dijo Adremmelech, la voz fuerte e inhumana de siempre. Akasha ni siquiera podía percibir que el Lamento de Cocito hubiese llegado a afectarle.

—Fuera de nuestro mundo —dijo la santo de Virgo—. ¡Ahora!

No tengáis tanta prisa, Suma Sacerdotisa —dijo Nimrod de Cáncer mediante telepatía—. Hay tres santos de oro presentes.

¿La Exclamación de Atenea? Aun si no estuviese prohibida, Caronte nos liquidaría antes de siquiera empezar a ejecutarla, a no ser…

Sin tiempo para dar explicaciones, Akasha se cubrió de un halo dorado, siendo imitada primero por Adremmelech y después por un sorprendido Nimrod. Tal y como estaban posicionados, servían como los áureos vértices de un triángulo invisible, base de una barrera piramidal que recién se estaba formando. Los mantos de Virgo, Capricornio y Cáncer resonaron entre sí, volviendo más y más tangible la frontera que los separaba del mundo entero, fundamentada en los requisitos necesarios para emplear Almagesto.

Fue un cambio de planes tan repentino que Akasha ni siquiera se había dado cuenta de la contradicción hasta que Caronte la miró con cara de circunstancias. Estando sola, frente a él, solo se le ocurrió esperar a que Seiya despertara aquel poder más allá de los sentidos, el misterioso milagro del Elíseo, como se rumoreaba en el Santuario en los primeros años del despertar de los héroes. Pero al verse acompañada no solo de un santo de oro, sino de dos, y con la nada honrosa sugerencia de Nimrod, se le ocurrió una estrategia en la que ella en verdad podría aportar algo a la derrota de aquel ser al que tanto despreciaba. No lucharía, ese papel era de alguien más fuerte de lo que ella sería jamás; el suyo, en cambio, sería facilitar las cosas cortando todo vínculo entre Caronte y el Hades. ¡Él mismo se había condenado! Al revelarle que repartía su poder por todo el ancho mundo le dio sin pretenderlo la clave de la victoria.

No pasó mucho más tiempo hasta que todos entendieron la situación, tanto quienes la ayudaban a sustentar la barrera piramidal cuanto quienes se hallaban en el interior del área aislada, frente a frente. Caronte miró de reojo a Nimrod y las almas que le había arrebatado, pero antes de poder dar un solo paso hacia el santo de Cáncer, Seiya le encajó un golpe en el estómago, el primero de muchos. Cien millones de puñetazos se desencadenaron sobre Caronte mientras este no apartaba el ojo de su objetivo, llegaba incluso al descaro de seguir dando pasos hacia él, a pesar de que por cada uno que daba terminaba retrocediendo tres. Tal era la fuerza del santo de Pegaso. Por un breve tiempo, Akasha se permitió abrigar esperanzas en que el plan estaba saliendo bien.

—¿Eso es todo? —dijo Caronte, atrapando el puño derecho de Seiya—. ¿Ataques a la velocidad de la luz? ¿No tienes nada más?

—Pruébame —desafió el santo de Pegaso.

Y así inició la pelea.

Los tres santos de oro, meros observadores del intercambio, no tuvieron palabras lo bastante importantes como para interrumpir lo que a buen seguro era un enfrentamiento más allá de sus posibilidades. Caronte ejecutaba los Colmillos de Cancerbero de tal forma que solo se veían sombras borrosas chocando con una infinidad de destellos luminosos, los Meteoros. En ocasiones, el regente de Plutón atacaba como una sombra dadora de muerte la espalda del santo de bronce, quien con un rápido giro bloqueaba las garras de su adversario y daba una patada para alejarlo medio metro. Otras, las menos numerosas, era Seiya el que llevaba la delantera, llegando a dar un golpe en pleno rostro que no tenía ningún efecto. Ni una herida, ni una gota de sangre.

Y sin embargo, la fuerza residual del enfrentamiento bastaba para hacer temblar la barrera levantada por tres santos de oro, el equivalente defensivo a una técnica prohibida por la misma diosa de la guerra y la sabiduría. Akasha dudaba que aguantaran en esa situación mucho más tiempo. Tanto la idea de ver a Caronte derrotado antes del fin de la guerra cuanto la táctica en la que pensó al verse apoyada por Nimrod y Adremmelech, de impedir que Caronte se apropiara de una parte del poder que legó a los ejércitos del Hades, aislándolo, parecían ahora una tontería. Solo podían ganar de una forma: atacar todos juntos, sacrificando la vida de ser necesario.

La sola idea le revolvía el estómago, pues no deseaba que nadie muriera. Sintió ganas de abrazar a Nimrod cuando el Pequeño Abuelo sacudió la cabeza, a modo de negativa.

—Si yo me acerco allí, perderé un brazo antes de tomar una bocanada de aire. Vosotros duraríais más —observó, dando explicaciones a la vez que miraba primero a Adremmelech y luego a Akasha—, nuestro amigo el Sin Cara porque puede hacer que le crezca otro brazo y vos, Suma Sacerdotisa, porque contáis con una notable capacidad para defenderos. Aun así, no podríais aportar mucho más a este duelo de monstruos. Sobrevivir no siempre basta, me temo. Debemos dejar que se vaya.

Esta vez fue la ocasión de Akasha de negarse, pero antes de poder hacerlo se derramaron las primeras gotas de sangre del duelo, a sus pies. Como nunca nadie había visto sangrar a Caronte, era imposible saber si aquel líquido rojo podía pertenecerle, tampoco era fácil distinguir una herida en Seiya a la velocidad a la que se movía. Solo mediante el Octavo Sentido podía percibir mejor la situación, a costa de agotarse inútilmente, en parte por el cansancio, en parte porque saber si el enemigo inmortal del Santuario había sangrado no significaba nada. Si eso era todo lo que el héroe legendario podía lograr, no habían avanzado nada en trece años.

—Porque no basta con uno —dijo para sí Akasha, para luego dirigirse a la mente de Seiya, un acto temerario que se asemejó a caminar por un bosque de espinas a nivel psíquico. Nimrod no exageraba: de verdad morirían estando a un metro de donde aquellos dos luchaban—: Seiya, necesitas a tus compañeros. Shiryu, Hyoga, Ikki. ¿Dónde están? ¿Pueden ayudarte a combatirlo? ¿Puedes llevarlo hasta donde sea que estén, donde no pueda hacernos daño? —Ninguna de las preguntas era respondida y en cambio el alma de Akasha temblaba a cada segundo que seguía comunicándose con aquel guerrero entregado. Decidió seguir otra vía, más desagradable—. Si no quieres hacer lo que el Hijo espera que hagas, matándolo, por lo menos dame tiempo. Solo eso necesitamos, tiempo para emplear nuestros propios recursos.

Ni siquiera eso tuvo en Seiya más efecto que hacerle girar la cabeza hacia ella, pero para Akasha aquel gesto fue suficiente. Veía la duda en el rostro de aquel santo legendario, la clase de duda que no veía en Shun cuando todavía era capaz de cuestionarle por el hecho de que él y sus hermanos se hubiesen apartado de las batallas, conformándose con haber ayudado al levantamiento del Santuario. Seiya quería luchar con Caronte, quería reparar el daño que este había causado mientras él no pudo defender a los suyos. El santo de Pegaso, más que un héroe, era un hombre, un buen hombre.

—Es una orden —dijo la Suma Sacerdotisa, ya no a la mente de Seiya, sino a viva voz. Nimrod, Adremmelech, Seiya y el propio Caronte, quien seguía buscando un punto vulnerable del santo de Pegaso, todos la miraban—. Saca a este demonio de mi mundo.

Se hizo el silencio de pronto. Por un instante, nadie se movió, nada hizo el menor ruido.

—Vaya que has crecido —dijo Seiya.

En los ojos del santo de Pegaso se vio reflejada, no como la Suma Sacerdotisa, sino como la niña que media vida atrás le pedía perdón entre lágrimas. Akasha no supo qué decir ahora. Y ya nunca más tendría oportunidad de enmendarlo.

Un cosmos despertó por la salmodia de Virgo, Cáncer y Capricornio, uno que no era de bronce, de plata o de oro, sino transparente, una luz demasiado pura para el mundo de los mortales. Esta, empero, no cegaba a nadie, no causaba el menor daño e incluso en el momento en que colapsó la áurea pirámide que era la barrera conjurada por los tres santos de oro, pareció que se limitaba a inclinarse ante un poder superior.

La acometida de Seiya sobre Caronte no fue tan pacífica. El santo de Pegaso cargó contra el regente de Plutón y voló de ese modo más allá de la entrada al Santuario. Akasha, tan sorprendida como sus compañeros, se tranquilizó al notar que Seiya no se dirigía al templo papal, donde ella estaba, sino a la montaña más alta de la Tierra.

—¿Querías ir al Santuario, verdad? —dijo Seiya cuando estaban a mitad del ascenso del monte Estrellado—. ¡Espero que estés satisfecho!

Caronte reaccionó solo en ese momento, apartando la mano con la que el santo de Pegaso le agarraba el rostro y tratando de desgarrar el peto con una mano envuelta en las llamas del infierno. Pero del manto de Pegaso habían surgido dos vistosas alas y estas repelieron tanto aquel ataque como un segundo, emisario del mayor frío del Hades, uno capaz de congelar las almas humanas y apartarlas del ciclo de la reencarnación. Una vez repelió el intento del regente de Plutón, Seiya recuperó la ofensiva y obligó a Caronte a seguir el ascenso, él sobrevolando los cielos y su adversario con los pies clavados en la escarpada ladera del monte.

—¿Tanto te motivó la orden de tu ama, siervo del Hijo? —cuestionó Caronte, indemne a pesar de que ya no podía responder ni uno solo de los ataques.

—No soy el mejor acatando órdenes —confesó Seiya, obligando a su adversario a llegar a la cima del monte de una patada alta. Ambos quedaron por encima del templo destinado a observar las estrellas cuando concluyó—: Esto lo decidimos hace tres años.

Juntando toda la fuerza de los Meteoros en un solo golpe, Seiya liberó el Cometa contra el regente de Plutón un instante antes de que terminara de cubrirlo una extraña armadura. La explosión desatada tiñó de un brillante azul los cielos del Santuario.

Akasha fue testigo de aquello, así como sintió la repentina desaparición de Seiya y Caronte. Estaba fuera del templo papal, acompañada de Lucile, quien le impedía dar un paso más. Ella no pensaba hacerlo, claro. Tras dar órdenes a Nimrod y Adremmelech para regresar a su puesto en Bluegrad y Naraka, deshizo la proyección y encargó a las ninfas del bosque el cuidado del manto de Virgo. Con esa humilde muestra de confianza las compensaba por haberles prohibido de forma expresa llevar a cabo la única tarea que se habían comprometido a realizar, que no era sino evitar por todos los medios posibles la entrada de un enemigo al Santuario, en especial si procedía del inframundo. Caronte la buscaba a ella, para burlarse, provocarla y tal vez hacerle daño, esa fue la suposición de Nimrod de Cáncer, la cual pudo decirle antes de marcharse.

—Sabe del cariño que le tenéis a la guardia, por eso hizo todo esto. No parece estar usando la cabeza y eso es lo que más me preocupa.

Esas palabras todavía la atormentaban, porque era mucho el daño que Caronte podía hacer si se le antojaba. Ahora ni siquiera se había limitado a enviar a la legión de Aqueronte a hacer el trabajo sucio; lo que fuera que se lo impidió trece años atrás, ya no debía afectarle. Por esa razón, no se arrepentía de la orden dada a las ninfas. Pese al gran poder que poseían, no eran criaturas belicosas como los humanos y no necesitaban serlo. Nadie tendría que necesitarlo, mientras existieran los santos de Atenea.

Pensar en sus compañeros la turbó, pero no llegó a dirigir el Ojo de las Greas a ninguno de los frentes, estaba decidida a confiar en que todos podrían salvarse. Sneyder, Shaula y Arthur cumplirían su misión, también Makoto, Azrael y muchos otros, al igual que la Guardia de Acero, los marinos y hasta los caballeros negros, luchando unidos, podían acabar con esa guerra, siempre que ella también cumpliera su papel.

Porque si algo había aprendido a lo largo de su vida, era que cuando se fracasaba una vez —no podía llamar de otra forma a haber perdido la concentración—, solo podía:

—Volver a intentarlo —dijo mientras giraba hacia el templo, seguida por Lucile.

Notas del autor:

Shadir. ¡Estupendo! Así deben ser las historias. Emocionantes.

La única parte preocupante es si luego podemos mantener el nivel.

Ulti_SG. Algo bueno debía tener para que el manto de Capricornio lo escogiese. Ser amable a veces, hacer como Tenshinhan y encima ser listo creo que llena el currículo.

Si algo nos enseñó la saga de Austin Powers es que todos los personajes de una obra tienen un nombre y una familia que les llora cuando se mueren, lo que no te dice la película es que si tienen nombre, ya no basta con un bocadillo y refresco para que el actor haga su papel. Sí, Caronte respeta los clichés del cine de terror.

Ah, esa misteriosa Rebelión de Ethel. ¿Cuándo será que sabremos qué pasó?

Hoy no. ¡Primer vasito de whisky! El vaso vacío se lo tiraremos a Caronte en la cara por hacer esa broma cruel y retorcida. Entendiste bien. No era Ethel.

¡Esperemos que no tenga tantos trucos como su amigo Aqueronte!

De nuevo entendiste bien, aunque en este capítulo se termina de aclarar, creo yo. Sí, benditos cliffhanger que le dan emoción a estas historias.