Capítulo 77. No hay dioses en el cielo

Al viajar hasta la cima del monte Estrellado, Seiya de Pegaso estaba preparado para encontrarse con el más increíble de todos los reinos, aquel donde moran los dioses. Era ese el destino al que Shiryu se marchó tres años atrás, así como Ikki y Hyoga a lo largo de los dos siguientes, porque alguien tenía que saber qué estaba ocurriendo, alguien tenía que descubrir por qué el Olimpo había enviado a Caronte al Santuario y, si era posible, hacer la paz sin involucrarse en más Guerras Santas. No querían bailar bajo los designios del Hijo ni tampoco ser peones en el tablero de Zeus, anhelaban la paz por la que ellos y Atenea habían luchado contra Hades hasta las últimas consecuencias.

Eso era todo. Todo lo que querían era paz. Que los dioses resolvieran sus problemas y los humanos hicieran otro tanto con los suyos. Aun así, ninguno de los compañeros de Seiya había regresado de aquella suerte de embajada a la que ahora él se unía, atravesando una miríada de realidades a cual más incomprensible que ni tan siquiera llegaron a convertirse en recuerdo antes de ser olvidadas en el momento en que llegó a su destino. Al llegar, tardó un rato en entenderlo, porque no percibía la presencia de vida alguna. No sentía ningún cosmos en el lugar donde debían hallarse los seres más poderosos del universo. Aun después de plantearse la posibilidad de que los dioses, al emplear sus auténticos cuerpos, gozaran de un poder superior al cosmos —al igual que sus compañeros, Seiya no recordaba bien lo sucedido después de la caída del Muro de los Lamentos—, siguió confundido. Estaba convencido de que, incluso si ese fuera el caso, sentiría algo, una suerte de miedo instintivo al que tuviera que hacer frente.

Al final miró con calma cuanto lo rodeaba. Montañas, enormes montañas elevadas sobre un mar de nubes. Un río discurría entre ellas, brillante como la plata, para descender en el fondo de un amplio valle, donde formaba el lago más limpio que hubiese visto jamás. En la dirección contraria, mirando con detenimiento era posible ver un sendero que serpenteaba más allá de la cordillera, como suspendido en medio del vacío. Aquel camino avanzaba hacia un palacio todavía más grande que cualquiera de las montañas, y de tal anchura que bien podrían reunirse los habitantes de toda una ciudad en su interior y vivir con comodidad. La luz de la luna llena lo bañaba por entero, desde la cima, donde ardían siempre notorias antorchas, hasta donde la robusta piedra se perdía entre las nubes. A Seiya le recordó al Santuario, no era un palacio ni una ciudad, sino un templo consagrado a la diosa de la luna, quien fuera que fuese. Una vez comprendió eso, a buen seguro más tarde de lo razonable, se alejó deprisa, consciente de que su repentina aparición pudo haber sido considerada un acto de ataque incluso sin los largos minutos que se quedó quieto mirando el entorno. Aterrizó cerca del lago, donde un repentino mareo le hizo resbalar y caer de bruces al suelo.

Maldijo entre dientes. Era por la batalla contra Caronte, pero este solo le había hecho un pequeño rasguño en el cuello en alguno de sus intentos de decapitarlo. A pesar de sentir un dolor agudo en esa zona, a pesar del cansancio que le sobrevino y el lento flujo de sus pensamientos, todavía veía la herida reflejada en el lago como algo que no haría llorar ni a su yo de seis años. Se levantó con esa idea en la cabeza, abofeteándose incluso para despertarse, si es que tenía ganas de soñar, y volvió a tratar de buscar signos de que hubiera alguien en las cercanías, fuera enemigo o aliado. Lo único que logró tras un buen rato fue agravar la migraña y empezar a pensar que allí faltaba algo. En lugar de una presencia, notaba una ausencia en ese amplio y cristalino lago.

—¿La pesada de Aqua, tal vez? —preguntó a nadie en particular. El Santuario tenía un lugar parecido. No tan grande, ni mucho menos, pero era un bonito lago también, límpido y hasta agradable si la nereida no se te aparecía para pedirte alguna tontería—. A lo mejor le estoy dando muchas vueltas. ¿Dónde está Caronte?

Otro estaría preguntándose por sus amigos, de los que llevaba separado tantos años. Seiya, empero, conocía demasiado bien a aquellos tres como para dudar de que estuvieran haciendo su trabajo en ese momento. Aparecerían, eso era seguro, solo que lo harían cuando lo estimasen conveniente. Por tanto, él no pensaba interrumpirlos ni siquiera de pensamiento y se enfocaba en lo más urgente: el enemigo que había recibido el Cometa, la suma de todos los Meteoros en un solo punto, a quemarropa un instante antes de que ambos iniciaran el viaje hacia el Olimpo. En opinión de Seiya, un ataque así tendría que haberlo hecho sangrar, pero no le cayó ni una sola gota de sangre, y la posibilidad de que lo hubiese desintegrado era demasiado absurda, así que solo le quedaba pensar que apenas había logrado empujarlo hacia alguna parte.

Se dispuso a bordear el lago y las alas del manto de Pegaso se extinguieron entre brillos de luz. Bastantes discusiones tuvieron los cinco años atrás sobre cómo tenían que actuar en el Olimpo, ya fuera que Caronte estuviera mintiendo o diciendo la verdad. En esa época, no tardaron en ponerse en la peor de las situaciones, la cual por suerte no era lo mismo a tener a todo el panteón, salvo Atenea, en contra, sino más bien tener que escoger entre estar en contra o a favor del enemigo de los dioses. Shiryu insistía mucho en que tendrían que actuar de forma intachable y dejar el combate como el último recurso. Por supuesto, fue él quien terminó proponiéndose para hacer el primer viaje, tras lo cual acordaron que cada año, en la misma fecha, otro le seguiría una vez se asegurara de que podían encomendar la Tierra a los jóvenes santos de Atenea.

—Tardaremos en convencerlos —aseveró Shiryu cuando Seiya, para cortar las dudas de Shun sobre que el santo de Dragón fuera el primero en marcharse, aseguró que en tres días estaría de nuevo probando los platos de Shunrei—. Para un dios, el tiempo humano es como un parpadeo. Yo vendré en son de paz y allanaré el camino para que vosotros os unáis a mí. Es posible que tengamos que quedarnos de por vida en la morada de los dioses —concluyó sin el menor asomo de alegría, aunque con tal determinación que nadie tuvo el valor de hacerle cambiar de opinión.

Así que se prepararon de tal forma que hasta alguien como Seiya podía evitar cualquier insensatez. Sabían que entre pestañeo y pestañeo de los dioses con los que Shiryu hubiese podido hablar, otro de los cinco tendría que unírseles. Él llevaba unos cuantos meses de retraso, con todo el revuelo de Poseidón, los caballeros negros y la nueva Suma Sacerdotisa. No sabía lo que podía haber pasado y eso lo obligaba a ser dos veces más cauto que nunca. Así que caminó a paso ligero, siempre cerca del lago, escaló más de una montaña y atisbó el horizonte solo para darse cuenta de que no había avanzado ni tan siquiera una décima parte del recorrido en un tiempo indeterminado. Arriba siempre estaba la luna, inmensa y expectante; más que preguntarse cuántas horas habían pasado, Seiya empezó a asumir que allá donde estaba las horas no pasaban, nunca.

Contuvo el impulso de gritar a ver si alguien lo oía. Tres segundos después, vio por fin un cambio en el cielo. Una, dos… ¡Tres estrellas fugaces a punto de chocar con él!

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—No puede ser. No puede ser. No puede ser —repetía Caronte al observar un nuevo salón vacío. Otra alfombra sin pisadas, otra habitación con no más adorno que el polvo—. ¿Dónde estáis, señora Artemisa? ¿Dónde están tus satélites? ¿Dónde está Calixto, por todos los dioses? ¡Hay un invasor en vuestra morada!

Tan pronto el regente de Plutón cayó en el Cielo Lunar, supo lo que Seiya de Pegaso pretendía. Aquel santo de bronce por fin revelaba la auténtica cara de los santos de Atenea, nada habían aprendido aquellos con el paso de los milenios. ¿Y podría haber sucedido de otro modo, acaso? Atenea y el Hijo compartían la misma sangre, era normal que hubiese similitudes entre sus marionetas. Él tomó, pues, la resolución de actuar en consecuencia. Ya no recurriría a una fracción del poder del Hades, combatiría como uno de los Astra Planeta y cumpliría por fin su cometido.

Pero no le fue posible conjurar el alba de Plutón, y abrir una de las Esferas de Crono en la morada de los dioses sin obtener la aprobación de estos se le antojaba una blasfemia. Pensó entonces que no necesitaba de los dones divinos de Hades para luchar con un mortal más, mataría al santo de Pegaso con su propia fuerza, la del único de los Makhai lo bastante digno como para comandar uno de los nueve ejércitos del Olimpo. Y entonces, comprendió algo que debió haber comprendido desde un principio.

No había ni un solo ser allí. Artemisa no se encontraba en el templo, tampoco las divinidades menores que vivían bajo su luz, ni los ángeles que le servían, ni tan siquiera los satélites comandados por Calixto, las más capaces amazonas de la Antigüedad. Entendió todo eso en un solo instante, y aun así, incapaz de creer lo que suponía, buscó en cada rincón del Templo de la Luna dispuesto a encontrar cualquier prueba de esa verdad imposible. Lo hizo con una mezcla insólita de rapidez, meticulosidad y sigilo, de modo que el santo de Pegaso no lo percibiría ni poniendo en ello todo su empeño. Ni siquiera tenía paciencia para el pequeño juego de infundir miedo y terror en los santos de Atenea, de modo que esa huella, tan visible para cualquier ser con un alma ardiendo en su pecho como la luz de una fogata en plena noche, tampoco estaba a la vista.

Pasó el tiempo sin que nada cambiara bajo aquella noche eterna. Caronte revisó el Templo de la Luna tres veces, más veloz que el relámpago, sin encontrar ni tan siquiera un atisbo de que Artemisa y su séquito hubiesen librado una batalla reciente, lo que descartaba la posibilidad de que en los últimos trece años el Santuario hubiese enviado asesinos a matar a la diosa de la Caza. La sola idea era ridícula, desde luego, pero, ¿qué otra cosa podía pensar Caronte después de ser liberado del Tártaro con el único fin de matar a cinco jóvenes mortales? Se les tenía por hacedores de milagros, en especial el líder, el santo de Pegaso. Él tenía que esperar lo imposible de gente así.

Además, la otra posibilidad era más terrible. Aquella idea, presente en su cabeza desde el principio y tan insidiosa como para parasitar las memorias de Plutón durante el largo recorrido que había hecho desde entonces hasta terminar donde empezó, inclinado ante las escaleras que daban al trono vacío de Artemisa, significaba el fracaso más absoluto. Era, más que un imposible, todo lo contrario de lo que los Astra Planeta creían. No, sabían, porque la victoria de los dioses sobre el Hijo era una certeza, no una creencia. Los Astra Planeta lucharon en la Guerra del Hijo, no se limitaron a orar de rodillas y dejarlo todo en manos de una fe veleidosa, como hicieron los hombres que la olvidaron.

—Yo luché —murmuró Caronte, mirando con ira las llamas de las antorchas. No había a una diosa a la que adorar, pero el fuego seguía ardiendo, eterno, iluminando aquel asiento que esperaba solitario la presencia de una diosa—. Los demás no lo hicieron.

En la Guerra del Hijo cayeron ocho de los nueve Astra Planeta. Todos sus compañeros, desde la sabia Galatea de Mercurio hasta el traidor Oberón de Urano. También el multiforme Proteo y la joven a quien todos debieron proteger mientras crecía sana y fuerte, Tebe de Júpiter. Todos, menos él, murieron para cumplir el mandato del Olimpo, así que el único que podía garantizar la derrota del Hijo era él. Y lo hacía. ¡Mil veces lo haría si lo cuestionaban, si le exigían recordar cómo el más terrible de los enemigos de los dioses caía al Tártaro golpeado por el rayo de Zeus!

—No —gritó Caronte, dudando ahora de sus recuerdos—. El rey de los dioses lleva tiempo desaparecido, por eso existen las Guerras Santas, porque no hay una autoridad incuestionable que delimite cuál es el papel de cada uno de los inmortales.

Tuvo que serenarse antes de que la frustración que sentía le hiciera despedazar el Templo de la Luna hasta sus cimientos. Pudo lograrlo, con tiempo, aunque lo básico no cambiaba: Tritos no estuvo con él en la batalla final, ni el resto de los nuevos generales del ejército olímpico. Ellos solo asumían que el Hijo había sido derrotado porque nunca volvió a manifestarse y porque él les contó su versión de los hechos.

Fue necesario mucho tiempo de reflexión para descartar esa posibilidad, tal fue la razón por la que el astral no fue en busca del santo de Pegaso ni de quienes se reunieron con él. La posibilidad de que la Guerra del Hijo hubiese sido ganada por el dios sin nombre era insólita, pero merecía ser sopesada. Al final, como no podía ser de otro modo, terminó descartándola, porque de ningún modo un ser tan arrogante como para querer derrocar al mismo Zeus se conformaría con reinar sobre todo cuanto existe desde las sombras, mientras una nueva generación de Astra Planeta se formaba y alistaba para perseguir y derrotar a todos sus siervos. Empezó a ver el problema desde otra perspectiva, llegó incluso a pensar que solo el Cielo Lunar estaba vacío, pero por supuesto la verdad no podía ser tan sencilla. Era más bien rebuscada, como solía ocurrir cuando se trataba de asuntos divinos, pero existía.

Y, por ello, Caronte estaba decidido a encontrarla.

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Después de años de separación, Seiya se encontró con Shiryu, virtual líder de la embajada de paz, en la vacía morada de los dioses. No había cambiado nada en todo ese tiempo, era el mismo hombre contra el que combatió en las Galaxian Wars hacía un par de décadas, solo que más adulto y todavía más sabio. Más adelante podría avergonzarse de las primeras palabras que le vinieron a la mente en verlo.

—¿Tres años en el Olimpo y conservas la vista, amigo mío?

Shiryu lo miró con seriedad el tiempo suficiente para que Seiya sopesara lo inadecuado de la broma; después de todo, él no se vio inmerso en la ceguera por capricho, sino para ayudar a sus amigos ante el temible Escudo de Medusa, acto que le sirvió de ayuda cuando en la guerra de Poseidón fue desprovisto de la vista por un general marino. Seiya estaba por pedir disculpas cuando el santo de Dragón esbozó una inesperada sonrisa y le golpeó el antebrazo extendido en signo de camaradería.

Ikki y Hyoga se permitieron reír del semblante sorprendido de Seiya, quien tardó un poco más en reconocerlos. Mientras que el santo de Cisne tenía el cabello tan corto que bien podría ser un hijo perdido del rey Piotr, acaso gemelo de Alexer, Ikki se había dejado crecer la barba en ese tiempo, al parecer más por falta de interés en la higiene personal que porque hubiese decidido aquel cambio de estilo. Seiya podía notarlo en cómo la barba apenas cubría una fea cicatriz que nacía en la mejilla, cerca del labio, e iba bajando por el cuello hasta perderse bajo el manto de Fénix. En comparación, el pequeño corte que Caronte le hizo ya no era insignificante, sino invisible.

Eso era preocupante, pero Seiya no habló de ello por el momento. La aparición tan repentina de sus compañeros, cayendo del cielo tal y como habrían podido hacerlo un trío de ángeles, si es que en los cielos regidos por los dioses adorados en la Antigua Grecia había ángeles, lo dejó tan sorprendido que tardó en comprender que sus compañeros también tenían dudas, como héroes y como personas que llevaban mucho tiempo lejos del hogar. Así que cuando salió de su estupor empezó a dar una explicación somera sobre cómo estaban las cosas en la Tierra. No tuvo mucho tacto.

—¿¡Guerra!? —exclamó Shiryu.

—No la que tratamos de impedir, creo —dijo Seiya, tratando de tranquilizarlo. También Hyoga e Ikki lucían preocupados, aunque ellos no tenían una esposa y un hijo—. Shunrei está bien y tu hijo… Bueno, no te puedo decir que no esté involucrado…

—Si lo dijeras, sabría que me estás mintiendo —asintió Shiryu—. Shoryu no escogió el camino de la lucha, pero no pude evitar que heredara mis preocupaciones. Lo eché todo a perder en esos años, después de despertar, y luego me fui.

Ahora fue el turno de Seiya de ponerse serio.

—Si tu señora esposa te oyera, te daría un bastonazo y a mí me daría tres. ¡Es tarde para arrepentimientos, Shiryu! Solo te queda acabar lo que empezaste y volver a casa.

—Sí, sí, perdóname, Seiya. Continúa, por favor.

—Los dioses del Olimpo no están involucrados en esta guerra, solo el Hades. Las legiones del inframundo quieren devolvernos nuestra incursión de hace veinte años invadiendo la Tierra, ¡como si ellos no fuesen los primeros en saltarse su frontera!

—¿Estás seguro de que solo enfrentáis a los espectros del Hades? ¿Ningún ángel ha descendido a la Tierra desde que me fui?

—Enfrentamos a los Campeones del Hades y los ríos del infierno, no a los espectros. Ellos siguen en la torre, sellados, es uno de los puntos que el ejército de Atenea defiende. Pero sí, Shiryu, estoy seguro de que no he visto ningún ángel estos años.

El santo de Dragón se apresuró a describir a los ángeles a los que se refería. Eran muy similares a los guerreros sagrados al servicio de Atenea y Poseidón, hombres poseedores de un poder notable. Solo que en el Olimpo, quienes no habían nacido semidioses antes de ascender a los cielos recibieron de su dios benefactor el néctar y la ambrosía. Ningún ángel desconocía los secretos del Séptimo Sentido, todos habían conocido la muerte y despertado el Octavo Sentido, si bien solo los mejores lo dominaban con suficiente soltura como para recurrir a él en las circunstancias apropiadas. Teseo, Odiseo e Ícaro se lo habían demostrado bien en la primera reyerta, la herida de Ikki era fruto de una lucha frenética con el segundo de los mencionados.

—¿Ikki se enfrentó a…? Siento que debería saber quién es.

El santo de Fénix endureció el gesto y se llevó la mano a la herida. Shiryu, en cambio, negó con la cabeza, aquella era una historia muy larga y primero quería respuestas.

—Creo que empiezo a entender —dijo Seiya—. Habéis tenido un problema con esos ángeles y creéis que por ello vinieron a la Tierra. No lo creo. El enemigo es un grupo de Campeones del Hades, ya sabéis, gente que revivió aprovechando el caos que reina ahora en el inframundo. Y Caronte, claro, me he enfrentado con él.

Sus tres compañeros lo miraron con fijeza.

—¿Lo has traído hasta aquí, verdad? —terminó diciendo Hyoga, el único que hasta ahora no había hablado—. Eres un desastre.

—¡No lo digas muy alto! —pidió Seiya, susurrando después—: Le aseguré de que planeamos esto hace tres años. No tuve elección.

Hyoga aprovechó la ocasión para recordarle sin tapujos que lo que planearon hace más de tres años fue más bien comunicarse con los dioses antes de tener que enfrentarse a su enviado. No era una mera formalidad. Si bien lo que todos buscaban era la paz por la que ellos y Atenea habían luchado, entre los cinco había quienes también querían la verdad y quienes exigían justicia por lo acontecido con tal tenacidad, que no atendrían a razones mientras que el acuerdo al que alcanzaran con los dioses no incluyera que Caronte pagase por todo lo que había hecho al Santuario consagrado a una entre aquellos. En su defensa, Seiya solo pudo decir que actuó tal y como se esperaba de un santo de Atenea, defendiendo y no atacando.

—Shiryu, sé que quieres saber más de Shunrei y tu hijo, pero…

No fue necesario que Hyoga terminara la frase, pues con una sola mirada, los santos de Dragón y Cisne se entendieron. Seiya, un poco perdido al respecto, siguió hablando algo más de la situación en la Tierra. De cómo Shoryu trabajaba como enlace entre el Santuario y el gobierno chino para el transporte de tropas hasta la frontera de Naraka con China. Cuando estaba explicando por qué movilizaban tantos soldados en una guerra contra las legiones del Hades, Ikki le dio el alto.

—Hablaremos de eso más tarde, Seiya. Si has traído a Caronte hasta aquí, no dudo que venga a nosotros en cuanto descubra lo que está ocurriendo, y no queremos que luches contra él sin saber por qué. Créeme, es importante.

—Ya tendremos tiempo de que me cuentes las proezas de mi discípula —añadió Hyoga—. Y de Sneyder y Adremmelech —dijo un par de segundos después.

—Soy consciente de que mi discípulo no es muy apreciado —dijo Ikki, frunciendo el ceño—. Y de que habrías preferido ser tú quien entrenara al siguiente santo de Acuario.

—¡Basta! —exclamó Shiryu—. ¿Vais a empezar otra vez?

Aquel grito iracundo calló a los santos de Cisne y Fénix al mismo tiempo que dejaba boquiabierto a Seiya. Ese fue un buen comienzo para el relato que estaba por oír.

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No llegaron a ver a los dioses, a ninguno de ellos. Shiryu no consideraba importante contar ahora todo cuanto aconteció en los primeros años de viaje por tierras a cuál más magnífica, si se descontaba lo vacío que estaba todo. Se adelantó a los últimos acontecimientos, cuando la presencia de tres santos de Atenea en el Olimpo se volvió demasiado notoria como para que nadie hiciera nada. Un mismo número de ángeles se les interpuso: Teseo, rey de Atenas, hábil luchador; Ícaro, un misterioso joven nacido en Oriente, impetuoso como una tormenta, y para terminar un tercero que decía llamarse Odiseo, pero más que dar muestras de la retorcida mente del rey de Ítaca aquel guerrero celestial combatía como Aquiles, tan veloz que daba siempre el primer golpe, uno que tan solo el escudo de Dragón podía bloquear a duras penas.

Lo cierto es que no se enfrentaron desde el principio. El santo de Dragón pudo ver sabiduría en Teseo de Atenas, suficiente para al menos mitigar el ansia de lucha del misterioso Ícaro. Pero este estaba obsesionado con combatirles, tratándolos de siervos del Hijo y asesinos de dioses. Hyoga, por su parte, estaba cansado de errar por los cielos de los inmortales, veía claro que la lucha era inevitable; podía comprender que Shiryu escogiera la vía de la paz, si, pero la completa indiferencia de Ikki ante los acontecimientos le llevó a hacer una comparación con el hombre que ejecutó a tantos durante la Pacificación, la Espada de Hielo que él ayudó a forjar recogiendo a un sucio y desnutrido huérfano perdido en Alaska. Eran iguales, en opinión de Hyoga, Ikki y Sneyder: carentes de alma, despiadados. De algún modo, ese choque terminó desencadenando una batalla de tres contra tres en la que todos corrieron el riesgo de morir. Aun si hubiesen contado con Shun y Seiya habría sido una dura lucha, porque el poder que la sangre de Atenea les otorgó en las profundidades del Hades estaba dormido en la morada de los dioses y no podían despertarlo por mucho que quisieran.

Ikki habló de cómo Teseo se saltaba todas las normas del combate y aprovechaba los ataques de aliados y enemigos para llevar la batalla a su terreno sin tener que gastar energías; era un rival admirable, en su opinión, aunque la forma en que combatía provocó que el santo de Fénix terminara midiendo fuerzas con el rival de Shiryu.

Antes de eso, el santo de Dragón había hecho un notable esfuerzo por alcanzar Odiseo, sin éxito. Aquel ángel no solo era rápido y fuerte, sino que además era cubierto por una barrera capaz de reflejar tanto Excalibur como el Dragón Naciente. Más que una batalla, pareció un juego en que Odiseo estudiaba a su adversario. E hizo otro tanto cuando acabó frente a frente con Ikki, mientras que Shiryu era interceptado por Teseo y ambos desaparecían del campo de batalla un tiempo.

Si Hyoga hubiese podido terminar su particular duelo con Ícaro a tiempo, tal vez, cooperando juntos, los santos de Cisne y Fénix habrían podido superar al en apariencia imbatible Odiseo. No obstante, Ícaro era tenaz, un relámpago viviente al que ni la más baja temperatura podría paralizar. De modo que las dos batallas prosiguieron, descompensadas, hasta que Ikki fue herido de gravedad y debieron retirarse. Pudieron hacerlo porque el propio Teseo, ayudando a Shiryu desde la sombra, les había asegurado una vía de escape y hasta el mejor médico del Olimpo, Asclepio, quien se tomó la molestia de darles algunas explicaciones en el Templo de Apolo.

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Puesto que Seiya no hizo preguntas sobre cómo estaba organizado el lugar en el que ahora se encontraban, Shiryu no se detuvo a hablar de ese tema ni tampoco a describir paisaje alguno. El tiempo escaseaba, eso lo sabía bien el santo de Dragón, pero era necesario hacer énfasis sobre la dura contienda con aquellos tres ángeles para que su compañero recién llegado entendiera todo lo que aconteció después.

Descubrieron muchas cosas. La existencia de un grupo de ángeles, un tercio del ejército del Olimpo según los rumores, al servicio del Hijo; la omnipresencia del miedo en los corazones de los ángeles desde que los crueles actos de Fobos durante la Guerra del Hijo, a favor de uno y otro bando, provocaron su expulsión del mundo de los hombres; la verdadera identidad de Odiseo, quien no era otro más que Aquiles, un hombre de pronta ira que en sus peores días llegó a maldecir a los dioses por haber negado al verdadero rey de Ítaca y artífice de la victoria sobre Troya la entrada al Olimpo, tan solo por haber servido como un santo de Atenea y Sumo Sacerdote en el ocaso de su vida. Poco a poco, los santos de bronce y sus oponentes limaron asperezas, siendo Ikki e Ícaro los más reacios. Ambos acabaron batiéndose en duelo y regresaron en medio de un silencio ominoso. De aquello, lo único que Ikki había dicho a los demás era que Ícaro había perdido los recuerdos y deseaba recuperarlos. Por eso luchaba con tanto denuedo, para que los dioses le concedieran esa petición.

Pero ni siquiera los ángeles se habían comunicado con los dioses desde hacía mucho, mucho tiempo. Eso hacía que el clima fuera cada vez más y más tenso, ahora que se tenían noticias de que uno de los Astra Planeta perseguía a un grupo de mortales ayudados por el Hijo. Fuera de Teseo, Aquiles, Ícaro, Asclepio y otros compañeros confiables, el ejército del Olimpo no veía con buenos ojos la presencia de los santos de bronce, por lo que estos debieron viajar con sumo cuidado. Se separaron un tiempo, incluso, aprendiendo cada uno a su manera los secretos que los ángeles conocían sobre el cosmos, y buscando la forma de resolver el misterio: ¿qué había ocurrido con los dioses? ¿Estaba el Hijo involucrado? ¿Qué ángeles le eran fieles y cuáles no?

Al final fue Hyoga quien llegó a una respuesta inesperada, si bien gracias a las tensas visitas que Shiryu, en compañía de Teseo, hacía a los más célebres guerreros del cielo no llegó a darse la invasión a la Tierra que estaba en boca de todos. Ningún ángel servía al Hijo, eso era de hecho lo que aquel dios al que todos temían esperaba que creyesen, para que se destruyeran unos a otros. El santo de Cisne llegó a teorizar, para escándalo de muchos, que tal sino pudo haber acaecido sobre los dioses del Olimpo. La razón estaba en la semilla de discordia plantada justo en el momento en que los santos de Atenea y los ángeles se encontraron por primera vez. Desde ese momento, Hyoga había estado pensando que el miedo no solo habitaba los corazones de los ángeles, sino en los cielos por completo, que lo manipuló a él, a Ikki y acaso también a Shiryu, para que unos actuaran con imprudencia y otros se estancaran sin llegar a ninguna solución.

En eso, el santo de Fénix tuvo que discernir. Él había tenido su propia búsqueda, en parte tratando de ayudar a Ícaro a recordar quién es, en parte buscando a Fobos. Eso les trajo muchos problemas a los demás, porque lo obligó a librar más de un combate imprudente, pero le sirvió para entender que el Hijo no estaba al tanto de lo que le ocurría a él. No era necesario que lo supiera, al menos, porque en verdad el dios del miedo bastaba por sí solo para causar todo ese caos. Cada vez que ejecutaba el Puño Fantasma, lo veía: más que un cuerpo, más que una mente y un espíritu, era una fuerza viva, presente en todos y tal vez en todo. Una fuerza que apuntaba no a la mutua destrucción de los ángeles, sino a la eliminación de todos aquellos que dudaran de que la invasión de la Tierra y la aniquilación de la raza humana era el mandato de los desaparecidos dioses. ¿Por qué el Hijo querría tal cosa? No tenía razón para ello, debiendo ser su prioridad liberarse de la prisión a la que lo confinaron, el Tártaro. En cambio, Fobos sí que podría tener un gran interés en que los cielos de los dioses y el mundo de los hombres se encontrasen, si eso significaba volver a estar en la Tierra.

Sorprendido por las pesquisas de sus compañeros, Shiryu se esforzó en conciliarlas y presentarlas debidamente al líder de los ángeles. Este no era Teseo, ni Aquiles, ni otros que los persiguieron con exacerbado ahínco, como Agamenón y Príamo, sino alguien de mayor poder y altura que cualquier héroe de la Antigüedad, salvo Heracles. Fue muy difícil llegar hasta tal personalidad, incluso después de arrancar rumores aquí y allá sobre su existencia. Debieron convencer hasta cien guerreros del cielo, entre aqueos, troyanos y argonautas, de que no eran enemigos entre sí, como lo fueron cuando vivían entre el resto de mortales, sino que eran todos aliados y debían luchar por la misma causa. Más todavía, tuvieron que mentirles, diciéndoles que solo unidos podían lograr traer a los dioses de vuelta, cosa que ninguno de los santos de Atenea podía saber. Muchos ángeles, entendiéndolo, tacharon a Shiryu de un digno heredero del zorro de Ítaca y hasta le preguntaron si no era el nuevo Sumo Sacerdote.

Pero lo lograron. A veces fue necesaria la paciencia de Shiryu, otras la mente fría de Ikki, en ocasiones solo Hyoga, acostumbrado a la dura situación de enfrentarse a un ser querido, podía comprender a los que más renegaban, a veces hasta aleccionarlos con duras palabras. Pero lo importante fue que dieron fin a la invasión de la Tierra incluso antes de que iniciara, salvando a la humanidad sin que nadie, ni tan siquiera el Santuario, lo supiese. Y estaba bien que así fuese. Shiryu, Hyoga e Ikki, para ese entonces, no pensaban regresar antes de cumplir su misión. Confiaban, de hecho, en que ni Shun ni Seiya les siguieran, porque no consideraban que otro más hubiese cambiado las cosas. Con la seguridad en que nada cambiaría en mucho tiempo, fueron a hablar con el líder de los ángeles del Olimpo, Narciso de Venus.

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—Repite eso, santo de Dragón —dijo una voz que tan solo Seiya reconoció.

Shiryu, Hyoga e Ikki miraron en su dirección. Por la velocidad a la que había llegado desde el Templo de la Luna, sin darles tiempo siquiera a sentirlo, solo podía ser una persona. Y el aura que emanaba, de terror puro, lo confirmaba.

Caronte de Plutón estaba allí, frente a ellos.

Notas del autor:

Shadir. Es bastante pesado, sí, por eso tuvo que venir Seiya para mandarlo a volar.

Creo que lo solucioné. FFnet me da muchos problemas últimamente y la mitad de las veces no sé bien por qué. Algunos capítulos me los dejaba en cursiva y tuve que empezar a copiar los documentos originales en otros, sin formato, para que se solucione. Igual te agradezco que avises de cualquier problema.

Ulti_SG. Oh, sí, puedo ver al fandom de un hipotético anime de esta historia emparejando a esos dos. Ambos se tienen una manía que traspasa fronteras.

Ya ves. No siempre pueden ganar los héroes.

No hay botella de whisky lo bastante grande para el historial de ese hombre.

¡Sorpresa! Cierto que había sido un duro golpe para todos esos personajes que se sacrificaron el que Caronte lo deshiciera todo porque quería, porque le apetecía y porque podía, pero ahí viene Nimrod al rescate. Tan misterioso ese santo de Cáncer que genera preocupación a nuestro amigo Caronte… ¿O serán los veinte mil litros de whisky que lleva encima? «El Reino que pudo ser y nunca será.» Bien dicho.

Don Seiya también está bien dicho, siendo el protagonista de la historia original y el que da nombre a la franquicia, le queda. Creo que era hora de que estos personajes tan celebrados por los originales de la obra mostraran de qué pasta estaban hechos… Aunque también se siente raro no narrar que Seiya cayó al suelo al menos una vez.

¡Cuidado, Akasha! Ahora que eres figura pública todas tus palabras pueden ser sacadas de contexto y ponerse en tu contra.