Capítulo 82. Como la llama de una vela

Tres veces debió haber muerto el santo de Ballena, y sin embargo, tres veces se descubrió vivo, aunque dolorido. Allá donde el tigre de luz le golpeaba, los huesos acababan quebrados, la piel negra y la sangre uniéndose al aire como un vapor rojizo.

Pero todo el dolor valió la pena, incluso la pierna rota, con la rodilla reventada, cuando en la cuarta y decisiva arremetida el santo de Ballena logró adelantarse a su adversario. Sus manos lo atravesaron sin notar nada, tal y como le ocurriría si, en un ataque de locura, quisiera atrapar la luz de una bombilla justo después de encender el interruptor. Era normal, la criatura estaba formada por fotones. En su mayor parte. Antes de que sus costillas fueran pulverizadas y los órganos aplastados por un impacto para el que no quedaba defensa alguna, estando el manto de Ballena desperdigado por el amplio lomo del Leviatán, alcanzó el núcleo de la bestia. Y apretó con todas sus fuerzas.

Aun con la caída inevitable de su eidolon, incluso con el corazón bombeándole frenético por todo el esfuerzo acumulado, Ishmael de Ballena llegó a escuchar cómo el núcleo de aquel gigante crujía. Solo entonces se permitió sonreír, presintiendo la victoria.

Pero antes de terminar su cometido, la temperatura en derredor bajó hasta tal grado que ardía. Diminutos cristales de hielo se formaron en torno a los brazos ensangrentados del santo de plata, cercenándolos en el tiempo que tarda un relámpago en llegar al ojo humano. Ishmael, con los ojos muy abiertos, vio cómo el alma de gigante con la forma de un tigre de luz huía. Fue lo último que pudo ver, porque en ese mismo momento una gran mano, encarnación del más profundo frío, lo levantó por la cabeza y clavó cada uno de sus dedos en su cráneo, destrozándole los ojos y quemándole la piel de la frente.

Aun así, pudo oír las palabras de la criatura, de la Abominación que había emergido del mismo ambiente, congelando al caído Leviatán y también a la Gran Tortuga.

—¿Hasta dónde llega tu orgullo, mortal? Tus artimañas y las de tus amigos han reducido a la mitad la legión de Cocito, ¿no te basta con eso?

Apretó con más fuerza. Para cuando los discos de Auriga cayeron sobre la Abominación, siendo repelidos por su cuerpo de hielo, Ishmael ya había muerto.

xxx

Yu de Auriga fue de los pocos afortunados en escapar de la prisión de hielo que cubrió por entero el frente de Naraka, al menos allá donde ahora luchaban los santos y los guerreros helados. No lo hizo por gusto, habría preferido seguir allí hasta destruir el diamante que era el núcleo de la Gran Tortuga, no fuera que aquel gigante volviese a despertar. Sin embargo, sintió un peligro terrible donde combatía Ishmael, lo dominó aquel miedo que lo incitaba a huir en otra dirección y entonces abandonó toda duda.

Sus pies se clavaron sobre el hielo que ahora cubría al Leviatán. Se estremeció, pero fue peor la sensación que le dejaron sus discos al regresar a los brazales de Auriga. No solo no le había causado daño alguno a la Abominación, sino que además era él quien sufría las consecuencias del ataque. Maldijo entre dientes, viendo cómo el nuevo enemigo arrojaba a Ishmael a un lado como si fuera un pedazo de basura. La ira se encendió en el pecho del santo de Auriga, y todos los espíritus que todavía quedaban a su mando cayeron sobre la Abominación como una marea capaz de arrasarlo todo.

La Abominación balanceó un espadón que Yu de Auriga recordaba bien, despedazando todos y cada uno de los espíritus como si no fueran más que un banco de peces.

—¿Tú eres…? —dijo Yu, paralizado por un momento.

Una línea se formó en la Abominación, resquebrajando el hielo de su rostro.

—Soy la voluntad del rey Bolverk, presente en todo el río Cocito. He escuchado los lamentos de las almas a las que habéis liberado y he acudido.

—¡Qué generoso!

—Es tarea de un rey escuchar las penas y lamentos de sus súbditos.

La seca respuesta de la Abominación adquirió una fuerza abrumadora cuando, detrás de él, aparecía el Ave Inmortal derrotada por Ishmael hacía poco. Yu de Auriga, veloz, descargó los discos hacia la bestia a la vez que incrementaba sobre esta la presión gravitatoria, pero ni así pudo acertarle. El pájaro de fuego voló hasta él y lo envolvió con unas llamas para las que no había defensa alguna. El poco calor que le quedaba se le escapó del cuerpo en el tiempo que tardaba en respirar. Empezó a cristalizarse.

Desesperado por ese dolor que era la falta total de esperanzas, buscó un fuego en aquel rincón de su ser al que llamaba cosmos. La llama avivó su carne solo lo bastante para ver, impotente, cómo la Abominación caminaba hacia él con paso regio. Los ojos le lagrimeaban, fruto de esa mezcla de fuego y hielo que lo dominaba en ese momento. ¿Así iba a morir? ¿Ese era el rostro de la Muerte? Lo parecía, desde luego, el sonido de aquel espadón rozando el hielo era desgarrador. Pronto dejó de oírlo, dejó de ver y sentir nada, quedándose solo con el ridículo pensamiento que había compartido con Joseph y Margaret hacía un par de días. Cuando decidieron que no lucharían todos bajo el mando de Ishmael de Ballena, sino que buscarían su propia estrella.

—Y si las circunstancias nos obligan a ello —dijo Joseph, entonces lleno de optimismo—, combatiremos junto a él, como compañeros. Como iguales.

Los tres vitorearon ante esa propuesta, como un buen grupo de imbéciles.

Algo cambió de repente. Yu de Auriga abrió los ojos, más vivo que nunca. Notaba una energía nueva extendiéndose por todo su ser, devolviéndole el calor. La gracia de los dioses, tal vez, porque no era tan insensato como para creer que había despertado los sentidos que solo les correspondían a las personas que no eran él.

Fuera lo que fuese lo que ocurría, lo aprovechó. Reunió todo ese poder que trataba de mantenerlo con vida y lo proyectó sobre el corazón del Ave Inmortal entre cuyas llamas moriría. El rubí, núcleo de la bestia, se partió en mil pedazos, revelando una piedra preciosa del mismo rojo brillante, solo que más pequeña.

En ese momento, tras la Abominación, el cuerpo de santo de Ballena se alzó, también animado por una cálida energía hacia la que él jamás tuvo en vida un gramo de fe. Pero ahora ese era el motor de su existencia y de la única acción que pudo tomar. Sin brazos con los que golpear, sin una pierna sana con la que avanzar hacia el futuro, el cuerpo que albergaba el alma de Ishmael se tornó en puro cosmos, llamando a todos los vientos del mundo. Los cielos atendieron la súplica, mandando cálidos soplos que atravesaron el frío ambiente dominado por Cocito. Uno tras otro, a una velocidad imposible, se fundieron en aquel santo de Atenea que, más que correr, volaba hacia su compañero.

La Abominación quiso detenerlo. Giró hacia el revivido santo de Atenea sin preguntarse cómo lo había hecho, mucho menos qué era ahora mismo. En lugar de perder el tiempo en tales pensamientos, cortó la masa de energía en sentido vertical, dispuesto a destruir incluso el alma de aquel hombre si con eso podía librarse de él.

Pero el espíritu de Ishmael de Ballena estaba protegido por los vientos, hijos del dios Eolo, y estos renegaban de la presencia de Cocito. La poca resistencia que podían ofrecer tales fuerzas a uno de los mayores poderes del Hades bastó para que el anhelo de Ishmael se cumpliera: su cuerpo, sus brazos y piernas, todo él se convirtió en una espada, en un nuevo Sable Celestial que cortó por igual el núcleo del Ave Inmortal y a su estimado compañero, salvándole así del tormento que lo aquejaba.

El Ave Inmortal se extinguió en ese mismo momento, barrida por un viento que arrastró también un millar de fragmentos cristalinos, los que un día fueron la carne de Yu de Auriga. Margaret de Lagarto llegó a tiempo para comprender eso.

Su hermano de armas y su comandante habían caído cumpliendo con su deber.

xxx

—Los santos de Atenea tardan en morirse —afirmó la Abominación ante el manto de Auriga, presente como un tótem que evocaba al Carruaje Celeste. Lo destrozó de un solo tajo, más parecido a un vago ademán que a un ataque—, pero mueren, al fin.

Hacía rato que Margaret disparaba con milimétrica precisión la técnica que había copiado del fallecido Ishmael de Ballena, pero su versión del Devorador de Vida no llegaba a siquiera alcanzar a la Abominación antes de ser aplastada por el aura que la envolvía. No cabía duda de que aquel ser era más que una masa de almas. Según la información que pudo recabar en el frente, debía ser el mismo enemigo al que Adremmelech de Capricornio había derrotado antes de que llegaran. ¿Podía ser una manifestación del río Cocito? ¿Era posible que las fuerzas del Hades ya hubieran dado ese paso y todo lo que habían planeado los mayores fuera en vano?

Mientras las dudas lo animaban a desesperarse, Margaret se cubría con una piel de indiferencia y arrojaba cuantas técnicas recordaba. Probó todo, desde las fútiles Agujas Carmesí hasta una variación más refinada de manipulación de gravitones característica de Yu de Auriga, pero eso le causaba a él más dolor que al imparable enemigo.

—Ah, sigues aquí. No has huido —dijo la Abominación, avanzando hacia el santo de Lagarto a pecho descubierto. No le importaba que todos los ataques de aquel nuevo oponente lo alcanzaran, por una razón—. Estoy aquí para acabar con los de manto dorado, en la Torre de los Espectros. Sal de mi vista, mortal. Ve con los de tu clase.

Margaret no hizo caso a ninguna de sus provocaciones. Siguió lanzando técnicas que sabía inútiles mientras la Abominación se acercaba más y más a él, porque no podía hacer ninguna otra cosa. ¿De qué le servía poder copiar las habilidades de otros si su poder era tan insignificante? Apenas al final, cuando a la Abominación le bastaría un movimiento para decapitarlo, se le ocurrió pensar que había dos técnicas adecuadas para ese enemigo: si lograba combinar la que Joseph había usado contra Caronte de Plutón con la base detrás de la creación de un eidolon, podría…

El espadón voló hacia las piernas del santo de Lagarto, precediendo un juego que nunca llegó a comenzar, porque un nuevo poder se manifestó en su camino.

Margaret, con los ojos muy abiertos, contempló cómo no solo la espada de la Abominación era repelida, sino también el ente. Dio uno, dos, tres pasos hacia atrás. Aun si su rostro congelado no podía revelar muchas emociones, debía de estar tan sorprendido como el santo de Lagarto, en especial ahora que la energía que se interponía entre ambos empezaba a cobrar la forma de uno de los héroes legendarios.

—No solo el oro reluce en esta era, siervo de Hades —dijo la proyección de Shun de Andrómeda, despidiendo un aura mística, sin color, y aun así, llena de poder.

—Soy la voluntad del rey Bolverk —atajó la Abominación, dando sendos espadazos al recién aparecido. A pesar de que era tan solo una proyección del santo de Andrómeda, a este le bastó una mirada para bloquear ambos ataques.

—Los siervos no tienen voluntad —dijo Shun—. Si quieres demostrarme lo contrario, ven al monte de Lu. Es hora de que yo también luche.

Se produjo un silencio en el que Margaret trató de maquinar alguna forma de ataque sorpresa que fuera productivo, sin llegar a una idea lo bastante digna como para arriesgar su vida. Al final, la Abominación se deshizo en un tornado de vientos gélidos y pedazos cristalinos que voló lejos, a mil kilómetros de donde se hallaban.

La proyección de Shun de Andrómeda dedicó una triste sonrisa a Margaret de Lagarto, como lamentando haber tardado tanto en decidirse a actuar, y desapareció.

—No —dijo Margaret, solitario sobre el coloso de hielo que hacía un momento fue la esperanza de todos en el frente, el Rey de los Monstruos Marinos—. No pienso culpar a otros de mi debilidad, no seré menos que ese bruto y ese bastardo arrogante.

Con esa confesión, desapareció del lugar, para retornar al campo de batalla.

xxx

En aquel tiempo ganado por la Abominación de Cocito, la única de las bestias que seguía activa bien pudo haber derribado la Torre de los Espectros. La mayoría de los santos en el frente estaban atrapados en una gran cárcel de hielo que abarcaba el cuerpo destrozado de la Gran Tortuga. Si bien podían liberarse, no lo lograrían lo bastante pronto como para adelantarse a un tigre tan rápido como la luz.

Por suerte, un viejo aliado apareció en el momento justo, interponiéndose en el salvaje avance de la bestia. Esta, lejos de ser solo detenida a duras penas, como cuando embistió a Ishmael de Ballena, fue repelida y empujada a cien metros de distancia ante la alegre mirada de Kiki, maestro herrero de Jamir.

—Está bien que juguemos con esos espectros de piel helada, pero en cuanto a los otros, los que visten mantos mortuorios, Atenea nos dio un par de siglos de vacaciones.

Nenya oyó la bravuconada de Kiki sin dar el suspiro de exasperación de otras veces, porque en esa ocasión, en verdad su maestro estaba a la altura de sus palabras. Cientos de Esferas de Cristal chocaban unas con otras sobre sus cabezas, achicándose con calculada lentitud para que sus prisioneros, guerreros helados, fueran aplastados por su propia fuerza. No había sido mérito exclusivo de Kiki frenar a los guerreros helados que siguieron a la bestia en su acometida contra la Torre de los Espectros, claro, Hugin de Cuervo, con alas negras a su espalda sobrevolaba entre las burbujas junto a una bandada de cuervos que había rendido cuenta de muchas de aquellas criaturas heladas, adentrándose en sus cuerpos de cristal y haciéndolos colapsar desde dentro, a costa de fuertes dolores de cabeza para el responsable, pero Hugin vestía el manto de Cuervo.

Kiki no iba cubierto con ninguna clase de manto sagrado, y aun así, quien lo viera no dudaría de que fuera el santo de Aries. ¡La protección que lo cubría desde los pies a la cabeza, la Armadura de Cristal, era idéntica al primer manto zodiacal! Solo que con la apariencia de la técnica defensiva de su maestro, Mu, en lugar del dorado del oricalco.

—Ven gatito, ven —provocó Kiki, con una gran sonrisa entre los cuernos de carnero. Un halo de cosmos lo cubrió mientras sendos hilos de sangre le bajaban de la nariz y la Armadura de Cristal empezaba a vibrar, apareciendo y desapareciendo a un tiempo.

La bestia debió oler la debilidad, porque cargó contra Kiki con toda su fuerza, como un gran rayo de luz. El maestro herrero de Jamir respondió a su salvaje oponente de la misma forma, descargando miles y miles de veloces haces contra la criatura.

Ocurrió tan rápido el encuentro, que tal imagen fue todo lo que Nenya de Cincel, discípula de aquel diablo pelirrojo, pudo captar antes de que el estruendo le hiciera trastabillar. Por un buen rato, no oyó ni vio nada, cegada por un fulgor que llenó toda la zona. Después, sin recordar haberse caído, pudo ver cómo Kiki le ayudaba a levantarse. Tenía la cara muy agotada y la Armadura de Cristal ya no lo protegía, pero no quedaba ni rastro del tigre de luz en la tierra ni de los guerreros helados en el cielo. Hasta Hugin se había marchado, sin duda más debilitado de lo que decía estar por el contacto de sus cuervos y el Lamento de Cocito presente en los guerreros helados que había destruido. Mientras notaba la ausencia del santo de Cuervo, Nenya descubrió que las Esferas de Cristal tampoco acompañaban ahora a su maestro, en verdad debía estar agotado.

—Parecía tan fácil cuando mi maestro Mu lo hacía —dijo Kiki, divertido, antes de vomitar a un lado. Tuvo la delicadeza de hacerlo donde Nenya no pudiera verlo, pero esta, preocupada, dio la vuelta y contempló un charco de sangre—. La Revolución de Polvo Estelar, ¿genial, no lo crees? Si no fuera por mi pequeño problema… —acotó, golpeándose la frente con los nudillos—, podría ejecutarla tres veces en un abrir y cerrar de ojos. ¡Y mírame! Una vez y parece que me voy a morir. ¡Bah!

Nenya sintió ganas de agarrar a aquel diablo pelirrojo por el cuello y acallar esas duras palabras que soltaba con tanta ligereza, pero al final prevaleció un arrebato de compasión por quien un día fue un niño lleno de esperanzas en un alto destino.

—Vamos —dijo la santa de Cincel—, la victoria no espera a los perezosos.

—Ya, ya, solo estaba esperando a Fjalar —aseguró Kiki, aceptando empero el hombro de su discípula para apoyarse un rato. Estaba mareado.

El santo de Escultor apareció a su diestra cuando estaban a medio camino de la Gran Tortuga. Y no estaba solo, sino que lo acompañaban los cien soldados hechos de roca, tierra y barro que estuvo haciendo en el sub-espacio, mientras Kiki y Nenya ultimaban la reparación del manto de Tauro. A aquellas creaciones de metro y medio las llamaba gólem, y estaba muy orgulloso de ellas, asegurando que el arte para hacer un gólem no estaba el alcance de todos. Dónde lo aprendió, eso era un misterio, al menos para Kiki.

—No esperéis que aguanten frente a los guerreros de Cocito. Como mucho nos servirán contra la legión de Aqueronte —comentó Fjalar, tratando de desviar la mirada de su maestro. Kiki, ahora un poco mejor, debía estar listo para avasallarlo a preguntas.

—La próxima vez que vayáis al monte Olimpo, ¿me llevaréis?

—Podríamos, maestro, pero… ¡Oh, demonios!

—¡Eso ha sido muy estúpido, Fjalar!

—Parad, hijos míos, Fjalar solo… Un momento, ¿habéis estado en el Olimpo? ¿¡Es ahí donde os escapabais!? —Kiki miró a sus discípulos de hito en hito, y estos hicieron lo mismo, sorprendidos de que el maestro herrero de Jamir hubiese acertado el secreto que guardaban con tanto celo solo diciendo algo al azar—. ¡Era una forma de hablar, por todos los dioses! El Olimpo… Necesito una explicación…

—No es el momento —dijeron a la vez los dos santos de bronce.

Los tres eran conscientes de que no lo era. Seguían en medio de una guerra.

—Me lo diréis cuando todo esto acabe —dijo Kiki, ceñudo—. No admitiré excusas.

Solo hasta que llegaron a la garganta cubierta de hielo a la que había quedado reducida la cabeza de la Gran Tortuga, Nenya se dignó a dar una pequeña esperanza a su maestro. Y a sí misma, aunque no pensaba decírselo.

—Si sobrevivís, padre —pronunció la santa de Cincel con severidad—, os contaremos todo. Solo tenéis que hacer eso. Sobrevivir.

Kiki no dijo nada, acaso entendiendo lo que la petición de su discípula implicaba. Mirando la capa de hielo que tapaba la entrada, la golpeó con el poder de su mente, al que se unieron sendos ataques mediante telequinesis de los santos de Escultor y Cincel. El hielo resistió tres segundos antes de resquebrajarse.

Los pasos de los soldados de Fjalar resonaron con fuerza, anunciando la llegada de aquellos tres. Pero eso poco les importaba a esas alturas.

xxx

La incursión de Kiki y sus discípulos no sería la única ayuda que recibirían los santos atrapados, pero a diferencia de aquellos, la Guardia de Acero necesitaba prepararse primero. Eso era lo que habían acordado al encontrarse todos en el sub-espacio, abarrotando por un corto período de tiempo los caminos de piedra bajo la ciudad fantasma. La retirada había sido un éxito a medias, muchas vidas se habían perdido y aun entre los que se salvaron, la mitad debió retirarse al Egeón, mientras que la otra esperaba paciente a que sus generales, Azrael y Leda, trazaran una estrategia junto a Kiki, Fjalar, Nenya y Garland de Tauro. El Gran Abuelo, ya con el segundo manto zodiacal cubriendo su enorme cuerpo, tomó por sí solo la decisión de perseguir a la Abominación que había causado tantos problemas. No le dejaría regresar.

Azrael observó, frenético, cómo parte de las operaciones planeadas se llevaban a cabo. Podía hacerlo porque la serie de portales secundarios que conectaban diversos puntos de Naraka seguían activos, incluso si la mayoría estaban enterrados bajo el hielo. Desde el más alejado pudo ver, borrosa, la imagen de Kiki atacando a un tigre de luz; el que correspondía al campamento central que estaba a su cargo reflejaba el contenido del gran pilar de hielo que unía a la Gran Tortuga con el Leviatán, ya una mera estatua vacía de todo contenido, y en el que estaban atrapadas Alicia, Elda y Presea. Garland de Tauro pudo ser visto en todos los demás portales, como una estela de luz dorada, acaso una estrella fugaz, pero los ojos inquietos de Azrael no trataban de seguirlo, sino de captar dónde había más santos atrapados y fabricar un mapa mental.

«El antiguo Sumo Sacerdote es en verdad hábil —reflexionaba Azrael mientras daba a Shoryu, presente entre ellos incluso en tan duras circunstancias, la orden de buscar papel y lápiz—. Aunque el terreno sobre el que fueron creados se elevó, ninguno de los portales dimensionales ha cambiado de posición.»

Pero ahora no podían contar con el santo de Géminis, quien atendía el frente occidental, en Alemania, esperando su turno para enfrentar al río Flegetonte. Tenían que valerse por sí mismos, con lo que tenían. Tomó unos folios y el carboncillo que Shoryu le otorgó, rescatados por algún guardia encargado de los suministros de su campamento, y esbozó el mapa que tenía en su cabeza, el cuál era copiado por Shoryu con gran habilidad. Al congelarse, la Gran Tortuga se había convertido en un laberinto lleno de callejones sin salida. Los santos que luchaban allí podían vivir con ello, tenían el poder de derribar los más sólidos muros de un puñetazo y partir el suelo a patadas, sobreviviendo al derrumbe consecuente, pero la Guardia de Acero, incluso después de liberar a miles de almas de su tormento y adquirir su fuerza, seguía siendo vulnerable, demasiado.

Y, sin embargo, tenían que intervenir. Azrael lo había entendido mientras separaba con un solo vistazo los portales que podían usarse de los que no servían de nada. Los santos de bronce y de plata llevaban bien la lucha contra los guerreros helados, pero debían estar tan concentrados en esta que no quedaba espacio para que sus sentidos captaran la forma en que su energía acababa siendo devorada por el Aqueronte, presente entre las grietas del hielo. Lo sabrían con el tiempo, desde luego, cuando el azul pálido de la cristalizada Gran Tortuga se tornara en un característico tono amarillento y el frío extremo del ambiente ya no bastara para ocultar el mal olor de la zona.

Cuando sería demasiado tarde para hacer nada.

Una vez Azrael terminó los mapas, burdos, pero prácticos, empezó a repartirlos entre los hombres que consideraba tenían voz de mando, incluyéndose a sí mismo y a Leda. A cada uno le dio la misma instrucción, pese a que por lo alto que hablaba la mayoría debió oírlo más de una vez: habría tantos oficiales como santos atrapados en el hielo, los cuales tendrían que escoger diez hombres que hubiesen liberado cada uno a un centenar de almas, o cien que hubiese atravesado a decenas de soldados del Aqueronte con sus cuchillos Hydra y otras armas bendecidas, que por supuesto debían conservar. El resto permanecería allí, en el sub-espacio, para mandar tropas de refresco cada vez que fuera necesario, siempre tratándose de los más capaces entre la Guardia de Acero, porque la misión que iban a llevar a cabo no tenía nada que ver con la estrategia original. Lucharían en el mismo campo de batalla que los santos de Atenea —que el resto de santos de Atenea, precisó Azrael—, arriesgándose a morir en cada segundo que estaban cerca de un envite entre estos y los guerreros de Cocito. Sin embargo, no era su cometido apoyarlos en esa lucha, ninguno, por bueno y afortunado que se considerase, debía luchar contra los seres de piel helada; sus objetivos seguían siendo los soldados que solo ellos, hombres comunes con la bendición de Nimrod de Cáncer, podían derrotar de forma permanente. Vencerían a la legión de Aqueronte antes de que esta pudiera reformarse, o en el peor de los casos, antes de que pudiera despertar a la Gran Tortuga. Dio esa información a los mejores, lo que incluía a dos personas que no consideraban estar al mando de Azrael.

—Por mí, perfecto —asintió Folkell mientras Erik, su lugarteniente, tomaba el mapa—. Siempre y cuando me mandes la tarea más dura de todas.

—¿En ese estado? —cuestionó Azrael, desconfiado. Lord Folkell parecía muy vivo, pero ni el olor ni la palidez de su piel podían ocultarla ninguna sonrisa.

—Permíteme que me presente, amigo mío. Soy Folkell de la Casa de Benetnasch, portador de la Summerbrander y Lord del Reino. En la muerte es cuando estoy más vivo —aseveró el líder de los berserkers, siendo vitoreado por estos.

Azrael no veía que aquel hombre sacado de alguna leyenda nórdica llevara ningún arma digna de mención, pero le dedicó un gesto de asentimiento y le dio un mapa. La instrucción que Lord Folkell recibió era distinta a las demás, siendo comentada en susurros que solo los bersekers, por estar cerca de ambos, pudieron escuchar.

—Haz que todos tus hombres carguen un cuchillo Hydra, no me importa si tenéis armas mejores, debéis estar preparados por si os topáis con soldados del Aqueronte.

—Pero no nos mandas a enfrentar a esos soldados inmortales, ¿verdad?

—No. Tu misión, si eres tan fuerte como empiezo a sospechar, será la de destruir el núcleo de la Gran Tortuga. Es como una piedra preciosa, con otra más en su interior.

—¿Temes que esa bestia despierte?

—O algo peor. Si el santo de Tauro cumple su papel, la cabeza del río Cocito no regresará y así resulta imposible predecir qué propósito buscarán los guerreros helados. Es solo un presentimiento, pero… Siento que los ríos del dolor y las lamentaciones podrían fundirse en una sola Abominación, más poderosa que las demás.

Azrael tenía intención de dar más detalles a aquel hombre, de cuya fuerza y valor le habían llegado noticias desde los supervivientes de la defensa del campamento central; podía haber algo de exageración en los comentarios de estos, como que Lord Folkell estaba respaldado por gigantes cuando se unió a las amazonas, pero les creía cuando decían que el líder de los berserkers despedazaba a los soldados del Aqueronte de cien en cien. Sin embargo, después de especificarle lo que era una Abominación y lo que significaba una mezcla entre el Aqueronte y Cocito, uno letal para la carne, el otro veneno del alma, Folkell exigió saber a dónde debía marcharse. No había tiempo para explicaciones, decía, cuando un compañero podía estar muriendo en ese momento.

Así que Azrael indicó a Folkell el portal al que él y sus hombres debían dirigirse, para luego encontrase con la mirada hostil de Helena. Si no le fallaba la memoria, le dijo a la líder amazona que esperara órdenes hacía unos cinco minutos.

—¿Qué autoridad tienes para darnos órdenes, asistente? —cuestionó la amazona, sosteniendo empero el mapa que Azrael le había dado.

Eso le dio el impulso necesario para no titubear.

—¿Eres una santa?

—No, soy tan amazona como el resto de mis compañeras.

—¿No eres de bronce, de plata o de oro?

—Como ya he dicho, no soy santa de Atenea, no necesito engañarme para ayudar a los demás con mis puños… con mi voluntad —se corrigió la líder amazona, recordando el peso de las espadas que colgaban de su cinto.

—Entonces eres de hierro. Y tengo autoridad sobre todos los santos de hierro por obra y gracia de la señorita… —Azrael carraspeó—. Ejem, de Su Santidad. ¡Así que apresúrese, capitana de la Unidad Themiscyra, Helena! ¡Tiene una batalla que librar!

Dijo aquel nombre sin pensarlo, y por ello, Helena quedó sorprendida y sin forma de replicarle. La ahora capitana marchó tras asentir, rumbo al portal más cercano a donde June de Camaleón y algunos santos de bronce sobrevivían a duras penas.

Azrael hizo otro tanto, regresando al portal que conectaba con el campamento central. La mitad de las amazonas, al mando de Eco, lo acompañaban.

xxx

El techo de uno de los miles de pasillos que había en el interior del caparazón de la Gran Tortuga se derrumbó por una gran explosión. De la nube de vapor resultante emergió Ban de León Menor, con la armadura corporal Nemea anulada por todos los golpes que había recibido de los guerreros de Cocito. Esa ocasión estaba por ser aprovechada por una veintena de soldados, emergidos del Aqueronte en medio de un silencio mortal, cuando Soma apareció de improviso en la retaguardia, lanzándoles una gran bola de fuego. Las llamas redujeron a cenizas a los soldados y quemaron la castigada espalda de Ban, quien giró con violencia hacia su vástago.

Dos cosas le sorprendieron: la primera, que no iba solo, sino que lo acompañaban diez guardias del ejército de acero, todos armados con cuchillos Hydra; la segunda, que el propio Soma iba cubierto por un exoesqueleto en lugar de la armadura negra, el de tipo Chamaleon. ¿Qué estaba pasando ahí?

—¿Qué hay de nuevo, viejo? —preguntó Soma, jugueteando con su propio cuchillo mientras el que debía estar al mando de esa unidad desistía de poner al caballero negro bajo sus órdenes y se dirigía al resto.

—¿Desde cuándo eres parte de la Guardia de Acero? —dijo Ban, acercándose a su hijo con amplias zancadas. Los recién llegados, salvo Soma, pasaron a sus costados hasta el punto donde los soldados del Aqueronte se estaban regenerando. Los acuchillaron con un silencio y meticulosidad de lo más profesional.

—¿Es genial mi nueva armadura, verdad? Puedo hacerme invisible.

—Responde a la pregunta.

—Responde tú a la mía. Te acabo de salvar la vida.

Ban, no muy paciente, zarandeó a quien consideraba el mismo chiquillo de siempre.

—Sigo siendo un caballero negro —repuso Soma, dedicándole una mirada desafiante a su padre—. ¿Qué quieres que te diga? Tu Suma Sacerdotisa habla bonito, pero sigo pensando que patear delincuentes por todo el mundo es mejor que rascarse el culo en una montaña hasta que llega el siguiente apocalipsis.

—Así que esa armadura de acero es una especie de… ¿Qué? ¿Un disfraz?

—¡No queréis luchar en el mismo frente que los caballeros negros! ¿Es tan difícil crees que quiera echarle una mano a mi viejo, ¿eh?

Desde luego, lo era, al menos para Ban. Sin saber qué decir, apartó las manos de su hijo, quien se cruzó de brazos y empezó a silbar. Su superior, lo estaba llamando desde el otro lado del pasillo, debían avanzar ahora que los soldados del Aqueronte en esa zona habían sido liberados. Pero Soma no era de los que obedecían órdenes de cualquiera.

—Si tanto te molesta verme con armaduras ajenas, jubílate y dame tu manto de bronce. Estás muy viejo para estos trotes, ¿qué tal si pasas a segunda división?

—El Santuario no ha durado tres mil años regalando mantos sagrados a los hijos de sus soldados —acusó Ban—. ¿Cuántos guardias han venido hasta aquí?

La razón se caía de madura. Ahora que no estaba luchando, Ban podía sentir con claridad la presencia del Aqueronte, incluso si estaba muy en el fondo de aquel hielo omnipresente, fluyendo con una lentitud de lo más exasperante.

—Por cada santo, Azrael mandó a un grupo de apoyo personal. Mira, creo que es hora de que nos vayamos —dijo Soma, cuando su sargento ya estaba por gritarle.

—¿A patear delincuentes del Hades?

—Más bien a ocuparnos del apocalipsis de hoy.

El hijo sonrió, el padre se limitó a soltar un bufido. Ambos cruzaron el pasillo por el lado que no estaba taponado por las rocas, listos para continuar la batalla.

Y sería una batalla larga, en verdad, porque la legión de Cocito había mermado en gran medida a un ejército de santos que de por sí no estaba en ventaja numérica contra el enemigo, en absoluto. Con el tiempo, varios de los que se retiraron pudieron volver a la batalla, gracias al arduo trabajo de Minwu de Copa en la villa de Rodorio, incluso recibieron refuerzos del frente occidental y el norteño, pero hasta ese momento, solo unos pocos tuvieron que mantenerse con vida, una tarea harto difícil.

Gracias al valor de todos esos hombres, santos, guardias, amazonas y el voluntarioso maestro herrero de Jamir, el grupo de Folkell pudo avanzar por la caverna sin tener encima a miles de guerreros helados. Su avance, empero, no fue un camino de rosas. Poco después de abandonar la zona del portal, bajo una muy fina capa de hielo a modo de techo de una caverna, se encontró entre un centenar de guerreros de Cocito y doscientos soldados del Aqueronte. Él, decidido, se lanzó contra los de piel de hielo, mientras que sus hombres hicieron honor a su título: clavaron sobre sus pechos mangos de cuchillos sin filo, despertando un poder dormido que avivaron en su juventud mediante duros entrenamientos y pócimas de hierbas que solo existían en el Reino. Los cuerpos de Erik y los demás crecieron, hinchándose los músculos hasta que bien pudieron ser confundidos con gigantes por quienes desconocían el estado berserk.

Con esa nueva fuerza, las armas de mithril y los cuchillos Hydra, rindieron cuenta de los soldados del Aqueronte en el mismo segundo en que Folkell cercenó a todos sus oponentes, salvo uno. El único de los berserkers que no había despertado aquel salvaje aspecto disparó al último guerrero helado en la cabeza, con saetas de viento supersónico que la reventaron como una fruta lanzada al suelo desde una gran altura.

—Por todos los dioses del Valhalla, me estoy haciendo viejo. Buen trabajo, amigos.

Miró al arquero y a sus berserkers con admiración y preocupación a partes iguales, porque en ese campo de batalla mantener aquel estado sería vital, y cada minuto exigiría una presión en sus cuerpos con la que solo podrían lidiar por su juventud y vigor. Era su responsabilidad guiar a aquellos valientes de nuevo al hogar, o a una muerte gloriosa.

Entonces, el techo cuarteado por los estallidos sónicos de la batalla, se resquebrajó, cayendo no solo uno de los hombres que acompañaban Folkell, el inmenso siervo de la casa Phecda, sino también un elfo vestido con los argénteos ropajes de un santo.

—Primero, no soy un elfo —se quejó el santo de Atenea—. Segundo, ¿qué hacéis aquí? ¡Este grandullón apareció de repente diciéndome que se había perdido!

—Hrungnir es bueno machacando enemigos, no orientándose —bromeó Folkell, arrojando no obstante una severa mirada a quien por ahora era su subordinado. El barbudo gigante inclinó la cabeza, aceptando la crítica—. Bien, ¿podríais indicarnos el camino al… núcleo, noble habitante de Alfheim?

—¡En eso estaba cuando el grandullón este se me abalanzó! —se quejó Emil—. Ahora no sé por dónde estaba yendo… ¿El norte, puede ser? ¡Diablos, qué son esas cosas!

—Los del Reino de Midgard debemos recurrir a artes indignas, a diferencia de los nobles habitantes de Alfheim —dijo Folkell a modo de disculpa, causando en el llamado Emil una extraña confusión—. Pero no os preocupéis, seguimos siendo diestros en la batalla y podemos oler la victoria. ¡Vamos, mis berserkers!

Emil no entendía nada de nada, ni siquiera cuando el arquero con el arma más rara que había visto le indicaba, mediante gestos, de que era mejor no insistir. Él quería una explicación sobre aquellos hombres de cuerpos hinchados y aquel gigante que había destrozado a tantos guerreros helados con esas hachas mágicas, pero no parecía que nadie fuera a dárselas. Todos estaban gritando al son de su líder, ansiosos de batalla, y su líder lo miraba a él como si fuera una suerte de deidad menor.

Terminó decidiendo seguir su camino hacia el diamante. Todavía le pesaba no haber podido dar el tiro decisivo antes de que todo se congelase y estaba ansioso por reparar ese error. Si otros le seguían, tanto mejor. Toda ayuda sería buena.

—¡Que la gloria sea para el mejor de nosotros! —gritaba Folkell.

—Sí, sí, como sea —se quejaba Emil entre murmullos.

De esa forma avanzaron por las cavernas de cristal, llenas de demonios de helada piel y soldados de carne inmortal. Como tantos otros en esa larga y dura batalla.

xxx

Durante miles de años, el Monte Lu había sido un lugar de leyenda para los hombres de aquellas tierras. Se llegó a considerar, incluso, que la cascada que lo caracterizaba, indetenible, provenía de las mismas estrellas.

Pero bastó que un ser pusiera los pies sobre la montaña para poner fin a cualquier leyenda. Las aguas se congelaron en un instante junto a la roca y la casa en la que Shiryu de Dragón y su familia vivieron por muchos años. El responsable, la Abominación de Cocito, no perdió tiempo en presentaciones y blandió la espada contra quien ahora guardaba ese lugar, Shun de Andrómeda. Fue como si el más bravo de los hombres comunes hubiese pretendido derribar una montaña: dio el golpe, sí, pero no hizo mella alguna en el rosado manto del santo de bronce.

—Sangre. Sangre de Atenea —dijo la Abominación—. A mis hermanos Aqueronte, Leteo y Flegetonte les detienen tres nereidas. Y mi voluntad estaba siendo truncada por un mero mortal. Ahora entiendo por qué, ahora lo comprendo.

El aura helada del ser se extendió por el aire, mostrando imágenes de cada combate que se libraba a mil kilómetros de ese lugar. Dos legiones marchando juntas, aun sin un general, contra los cada vez más agotados santos de Atenea y sus frágiles aliados de hierro, para exterminar el único obstáculo que les impedía liberar el sello sobre los jueces y espectros. Entre medio, durante apenas una milésima de segundo, reveló los estragos que habían causado las almas de los gigantes que había invocado en forma de huracanes, terremotos y erupciones imposibles. Un daño terrible, que empero habría significado la completa destrucción de China si Shun de Andrómeda no hubiese obligado a la legión de Cocito a desviarse lejos de la civilización, a Naraka.

Por ello, Shun no se permitió dudar de su decisión. Sí, muchas vidas estaban en juego, pero las de los santos de oro, plata, bronce y hierro se habían preparado para ese momento. Él no tenía intención de robárselo, no insultaría el valor ni del más débil de todos aquellos soldados. Tan solo tenía pensado luchar contra aquella amenaza que no correspondía a los demás enfrentar. Y hasta esa decisión era dura de tomar.

—Ahora te entiendo, santo de Andrómeda, ahora lo comprendo —afirmó Cocito, quien con un brusco movimiento de espada hizo desaparecer todas las imágenes—. Quieres usar el milagro de Elíseos contra el regente de Plutón, que también recibió la bendición de los dioses. Los santos de Atenea seguís siendo tan arrogantes como siempre. El rey Bolverk aprecia eso, el dios de las lamentaciones lo condena. ¿Qué he de hacer yo?

La espada brilló, más oscura que la noche, reclamando el alma del santo. Sin embargo, fue otro quien acudió al llamado, siendo nadie menos que el santo de Tauro. Garland sostuvo sin miedo la hoja de Cocito, deteniendo el terrible ataque.

—Sé que no confiáis en mí —le dijo al santo de Andrómeda mientras combatía el intento de la Abominación por partirlo en dos—, pero déjame a este.

—Confío en ti —replicó Shun, sereno—. Porque Atenea cree en ti, yo también lo haré.

Tras asentir, el santo de Tauro alzó todo el poder de su cosmos, tratando de remover de la existencia aquella Abominación. Esta se opuso al manifestado vacío, fundamento de todos los planes existenciales, con su propio poder proveniente del inframundo, de modo que tiempo y espacio fueron aplastados por ese terrible choque.

En un instante, tanto Garland como la Abominación fueron engullidos por un abismo que habría de enviarlos a las profundidades de la Creación, donde el dios de las lamentaciones, Cocito, había atormentado durante diez mil años a la antigua humanidad.

Y también a sus herederos, los santos de Atenea.

Notas del autor:

Shadir. ¡Estupendo! Así debe dejarnos la acción, como en aquellos días que disfrutábamos de las peleas de los Caballeros del Zodiaco. Y como entonces, lanzaré la pregunta habitual, ¿podrán nuestros héroes salir airosos de tan duro conflicto?

Ulti_SG. Ah, pues sí que queda la referencia, sí.

Es lo que tiene guerrear con el reino de los muertos. Nunca vas a tener ventaja numérica, ni en guerreros, ni en poke… digi… ¡Betas!

Le pasaría como a Lesath con sus amolar por aquí, amolar por allá.

Por fin el estirado de Ishmael tiene la oportunidad de demostrar el título del santo de plata más fuerte antes de que salieran otros santos de plata más fuerte, como suele ocurrir. Ya ves, la velocidad de la luz es negocio serio, como se suele decir. Ishmael ya está acostumbrado a que le roben cosas, por desgracia para él.

Seguimos con solo un vaso de whisky. Parece que este fic es para abstemios.