Capítulo 89. Tras bambalinas

Sobre uno de los más altos edificios de la Ciudad Azul, se hallaba Alexer, su rey y protector. Cuatro estatuas de hielo se erguían en cada esquina de la azotea, de demoníacas mujeres con garras, colmillos y alas de murciélago extendidas de par en par, parte del batallón enviado por Flegetonte para apoyar a su hermano Aqueronte. Era tan perfecto el estado de congelación en el que se hallaban, que si alguien las viera creería que desde un principio estuvieron allí, como gárgolas siempre expectantes.

—El Portador del Dolor se halla a las puertas de Bluegrad —dijo una voz a espaldas del monarca—, ¿no vais a recibirle? Tus hombres están muriendo.

—Fuisteis vos la que lo dejó vivir —contestó Alexer, girándose. Ante él tenía a una recién aparecida Tetis, ya sin el velo de misterios con el que se mostró en su llegada a Siberia. Esbelta y delgada, lacios cabellos azules heredados de su padre caían como una cascada por su espalda perlada, acariciando también su frente en un flequillo recto, sobre las finas cejas que alzaba en gesto de sorpresa ahora mismo—. Nereida.

—Mi objetivo era la Semilla, no quien la acompañaba —afirmó Tetis, pasando los dedos por el costado. Allí pendían las dos dagas que habían dado muerte a la Abominación del Aqueronte. La primera de ellas—. Aun así, veo que mis acciones solo han retrasado lo inevitable: el Portador del Dolor vive y el río Aqueronte se manifiesta a partir de un bosque de muerte. ¿Por qué permanecéis a la defensiva?

Alexer volvió la vista a las estatuas, de aspecto tan terrible incluso ahora que no podían hacer daño a nadie. Keres, las perversas valkirias de los griegos.

—Entre mis guerreros azules, son muy pocos los que podrían sostener una batalla contra esos demonios. Nadia, Vladimir, Misha… —Al pronunciar ese nombre, calló un momento por respeto, sabedor de que el maestro espiritista de la guardia real había caído en combate—. Günther podría terminar a uno de un solo golpe mediante su Aceleración, pero en su combate con lord Folkell en el torneo quedó claro que esa técnica lo deja vulnerable en el tiempo previo a ser ejecutada, por no hablar del agotamiento físico que le supone, de modo que un pequeño grupo podría superarlo. Katyusha, mi sobrina, acaso sería capaz de enfrentarlos por decenas y reírse de cada herida dada y recibida, sin embargo, ¿qué ocurre si vinieran más? Cientos, miles de demonios sobrevolando la Ciudad Azul, destrozando todo a su paso con tal de encontrar el Trono de Hielo que con tantos esfuerzos hemos tratado de proteger. Ningún guerrero azul sería capaz de impedir tal calamidad, solo el Señor del Invierno tiene el poder necesario. Por eso estoy aquí. Ni una sola gota de sangre será derramada en Bluegrad.

—Hasta los mejores reyes ven morir a sus súbditos —advirtió Tetis.

—Eso no es excusa para dejarlos a su suerte —insistió Alexer—. Mientras la guerra entre los vivos y los muertos perdure, los cielos de esta ciudad serán el único campo de batalla que pise. Aquí recibiré a los demonios del Hades, a los Portadores de los ríos del infierno y hasta los Astra Planeta, si son ciertas vuestras sospechas.

Por un largo minuto, miró a la nereida, sumida en un silencio tan repentino como ominoso. No era esa la primera vez que se comunicaban. Después del duelo que esta sostuvo con el Portador del Dolor y su Abominación, persiguió por las estepas rastro de una amenaza todavía mayor que la legión del Aqueronte. Más tarde le transmitió esa historia a través de la telepatía, pidiéndole un permiso que como diosa no necesitaba para investigar la Ciudad Azul palmo a palmo. Se lo había concedido, por supuesto. Ahora los guerreros azules y la armada de Poseidón eran aliados, en nada ayudaba desconfiar el uno del otro, cuando juntos podían lograr cosas tan grandes como hacerle frente a las huestes del Hades. Por eso la nereida estaba allí, investigando.

—No he podido encontrarlo —dijo Tetis.

—Tal vez os equivocasteis —aventuró Alexer—. No ha habido una sola señal de que Tritos de Neptuno esté interviniendo en este frente.

—Si creéis que los Astra Planeta siempre actúan como lo hizo Caronte trece años atrás, apartad esa idea de vuestra mente, majestad. En ocasiones, más de las que los mortales imagináis, intervienen en el mundo sin que su presencia sea siquiera notada.

—Pero, ¿qué motivos puede tener alguien de tal poder para actuar en secreto, aquí?

—Mi dios es su dios, majestad, de él provienen los dones divinos que posee como regente de Neptuno. ¿Cómo podría justificar el ayudar a las hordas del Hades cuando los ejércitos del mar luchan en el otro bando?

—Y, sin embargo, lo está haciendo si vuestras sospechas son ciertas.

—Allá donde luche Caronte de Plutón, también lo hará Tritos de Neptuno. Mas podemos estar seguros de que no lo hará con descaro, sino que en cambio se limitará a mover la balanza un poco, a favor del Aqueronte, antes de desaparecer.

Alexer tuvo un sobresalto que no pasó desapercibido por la nereida. Hasta ahora, había tomado sus sospechas tan en serio como consideraba los más paranoicos consejos de Günther: con cautela, sin dejar que las dudas lo consumieran. Sin embargo, ese detalle sobre la forma en que actuaría el regente de Neptuno le hizo pensar en la única cosa que cambiaría el curso de la guerra en el frente norte de forma irreversible.

—Hablad, majestad —pidió Tetis.

—¿Él puede meterse en la mente de las personas, no? —cuestionó Alexer, recibiendo de la nereida un gesto de asentimiento—. Si está en la del santo de Escudo, estamos perdidos. Si escogió la del santo de Reloj, puede que estés a tiempo.

No tuvo que decir más para que la nereida desapareciera del mismo modo en que apareció. Él, de nuevo, decidió confiar en ella y ocuparse de su propia misión auto-impuesta. Esperó, paciente, la llegada del próximo enemigo a su ciudad.

«Ignis. Esta deidad dice que alguna vez fuiste un hombre de bien, creyendo en un mundo mejor, lleno de paz y justicia. ¿Por qué eres ahora el perro del Hades, enemigo de mi gente? ¿Qué esperas lograr sirviendo al rey Bolverk? ¿Poder? ¿Solo eso?»

En silencio, se recordó que nada importaba el pasado. Los aliados del ayer podían volverse los enemigos del mañana para cualquier mercenario, y él era el rey de los mejores mercenarios del mundo. Si Ignis llegaba hasta él, lo mataría.

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La forma en la que aquel hombre de canosos cabellos lo saludó, como un viejo conocido, descolocó a Ignis un tiempo que él no dudó en aprovechar.

—Saca a todos los guerreros azules de aquí. Juro por mi vida que el Aqueronte jamás pasará por este lugar —dijo Nimrod, con la vista fija en Günther.

Este estaba ya cerciorándose de que el malherido santo de Lira estuviese con vida.

—He contraído una deuda con vosotros. No es comparable, pero me gustaría cuidar también de vuestro soldado. Ha sido tan valiente como cualquier guerrero azul.

Nimrod apenas estaba asintiendo cuando Mime se acercaba a Fantasma y le ofrecía su hombro. El santo de Lira, consciente solo a medias, aceptó el ofrecimiento y encorvado empezó su andar hacia la ciudad que había estado defendiendo.

Los guerreros azules, recelosos, empezaron a buscar a los suyos. A veces despertándolos, otras lamentando en silencio el no poder compartir con antiguos compañeros sus dolores y alegrías… Solo Günther permanecía quieto en un solo lugar, sosteniendo la mirada que aquel salvador le dirigía solo de reojo.

—Si quieres pagar tu deuda, hay algo que puedes hacer. Escoge a tus mejores hombres y dirígete al portal de los santos de Atenea. No está lejos de aquí, como bien sabes. Desde allí, dirígete a Alemania e impide que nuevos monstruos asolen estas tierras.

Con un gesto de asentimiento, Günther se apresuró a coordinar la retirada de todos sus hombres, los vivos y los muertos, así como a escoger a quienes lo acompañarían.

Fue ese el momento en que el Portador del Dolor dio un paso al frente.

—Ah, ¿ya te has decidido a bailar, Jäger de Orión? —dijo Nimrod.

—¿De dónde has sacado ese nombre, anciano? —acusó el hasta entonces llamado Ignis.

—Pequeño Abuelo, si no te importa —pidió el santo de Cáncer.

—Responde —exigió el Portador del Dolor.

—¿Te dice algo el nombre de Lisandro?

—…

—Piensa un poco. ¡Vamos!

—Un guardia del Santuario. Quería convertirse en santo de Atenea. Fracasó.

—No quisiste entrenar a otro discípulo después de él. Te dolió mucho que no lo lograse.

—¿Qué importa eso? Fue hace mucho tiempo. Y tú, anciano, no te le pareces en nada.

—Tú sabrás eso más que yo mismo, ya que velaste por mí siempre como el mejor amigo que pude tener. Ah, qué afortunado fui, discípulo del héroe Jäger de Orión.

—Deja de repetir ese nombre.

—Oh, ¿prefieres a Ignis, Campeón de la Pestilencia? —cuestionó Nimrod, divertido.

—¿Quién eres? ¡No eres Lisandro! ¡No eres nadie que conozca! —aseguró el Portador del Dolor, cargando hacia ese viejo taimado con toda su furia y poder.

Chocaron los puños en un veloz envite, mientras los guerreros azules se marchaban en dos direcciones distintas: unos a la ciudad, otros al exterior, con Günther como cabeza. Jäger no tardó mucho en entender que aquel hombre estaba distrayéndolo de ese hecho.

—Si no te gustan los apodos cariñosos —empezó a decir el guerrero de cabellos canos, en un momento de equilibrio en el que las manos de ambos estaban entrelazadas—, llámame Nimrod. Nimrod de Cáncer.

Después de esa presentación, le dio un cabezazo con tal fuerza que ambos vieron sus frentes sangrar. Luego, con una habilidad inaudita, Nimrod soltó las manos de Jäger y le dio un golpe en el estómago, empujándole lejos de la Ciudad Azul.

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Jäger recuperó la consciencia solo tres segundos después del impacto, lo que seguía siendo demasiado. ¿Cómo podía ese viejo ser tan fuerte?

Ni él ni su adversario vestían armadura alguna. La lucha tenía que ser rápida.

Betelgeuse. Brazo del Gigante. Rigel. Espada de Orión.

Los brazos invisibles buscaron a Nimrod de Cäncer sin dificultad, pues este atacaba de frente. No fue ninguna sorpresa que Betelgeuse no pudiera frenar su acometida más de segundo y medio, pero ese tiempo fue todo lo que Jäger necesitó para infundir a esa técnica del fuego solar de la segunda, ejecutada al mismo tiempo. Doce veces, Rigel golpeó aquel cuerpo desprotegido con un terrible ardor, o al menos así debía haber sido, pero en el momento decisivo el santo de oro desapareció para aparecer a la espalda de Jäger y tratar de encajarle un nuevo puñetazo, esta vez en la cabeza. Él reaccionó a tiempo de detener el envite, siendo aquel el inicio de un arduo duelo.

No usaban las piernas, moverse hacia atrás o hacia adelante parecía fuera de lugar. No recurrían al cosmos, Betelgeuse era destrozada por la fuerza y habilidad del santo de oro como si no fueran más que una docena de ramitas invisibles, y Rigel tenía un tiempo de ejecución muy largo para una batalla tan frenética. Todo lo confiaban en los puños, bloqueando y atacando según cambiaba la suerte del otro, porque sabían que ninguno podía arriesgarse a recibir demasiados ataques sin llevar encima ninguna protección.

Pareció que llevaban allí horas, pero era más probable que tan solo hubiesen transcurrido algunos minutos. En ese tiempo, un centenar de Keres llegó desde Alemania para asolar la Ciudad Azul, regresando al territorio de los Heinstein como tan solo un grupito de ocho; Alexer las había destrozado, haciendo valer de ese modo su juramento de proteger Bluegrad durante toda la guerra. Nimrod de Cáncer no pudo menos que silbar, admirado, por el poder de un hombre capaz de matar a toda una horda del Hades sin siquiera moverse del sitio en que estaba, cualquiera que fuese. Jäger aprovechó ese momento para encajar su puño en el mentón de su adversario, quien sonrió de vuelta y lo empujó de un codazo en el plexo solar.

—¿Cuándo piensas hacer valer tu título, Campeón de la Pestilencia?

—¿Por eso luchas contra mí? ¿Esperas derrotar al Aqueronte, matándome?

—¿Cómo podría matar yo a mi amigo y maestro? —preguntó Nimrod.

—Sigues con esas tonterías… —A media frase, Jäger cayó al suelo de rodillas, cubierto de un aura amarillenta. De un momento para otro, la armadura destruida por los guerreros azules reapareció sobre su cuerpo, transmitiéndole un dolor inimaginable, el de toda la legión del Aqueronte. Quiso hablar, pero no pudo hacerlo.

Nimrod de Cáncer observó, desanimado, cómo Jäger de Orión, quien se hacía llamar Ignis y cargaba sobre sus hombros el indigno título de Portador del Dolor, desaparecía en un destello al que cualquier mortal habría apartado la vista.

Cualquier mortal, excepto él, por supuesto.

—Cocito se convirtió en el arma del rey Bolverk, Flegetonte lucha a la par de Deríades, Leteo deja a su aire Casandra… ¿Por qué no puedo ser como mis hermanos?

Sin nadie que lo viera en esa tierra ennegrecida, Nimrod tensó todos los músculos del cuerpo, desapareciendo todas las heridas recibidas. Jäger de Orión no era el más experimentado combatiente, pero pegaba como pocos, el muy bastardo. Sonrió por esa corta lucha y maldijo a los cielos por no permitirle un rato más para hablarle no solo de Lisandro, sino de muchos otros que tanto lo admiraban a él y sus compañeros. Tal vez podría haberle hecho entrar en razón, o al menos aprender qué había movido a uno de los fundadores del Santuario a luchar en el bando del Hades. Ahora era tarde, Aqueronte lo había reclamado cómo núcleo a partir del cual se manifestaría en el mundo de los vivos. ¿Era ese el destino de todos los Portadores, ser piezas de ajedrez para el infierno?

—Bueno, de los otros tres que se encarguen los demás —dijo Nimrod, tronando los puños. Ya sentía al dios del sufrimiento justo en el lugar donde no debía estar, a escasa distancia de la entrada trasera de la Ciudad Azul—. Mi tarea es ocuparme de Aqueronte, por eso nací, bien podría morir también por ello.

El manto de Cáncer lo cubrió en el momento en que abandonaba las estepas ennegrecidas, rumbo a los amarillentos cielos sobre el Bosque del Hades.

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Tan pronto Alexer había abandonado el salón del trono para cumplir su papel como defensor de las gentes de Bluegrad, tal recinto había sido aislado de toda conexión con el exterior, de manera que los defensores del Trono de Hielo, Mithos de Escudo y Subaru de Reloj, no se desconcentraran y mantuviesen siempre en su mejor forma la barrera con que defendían aquel arma ancestral de todo contacto con el Aqueronte. Tenían que mantenerse firmes, fuera que estuviesen ganando, fuera que la derrota fuese una certeza para el resto de sus compañeros. No importaba, su papel seguía siendo fundamental. A Subaru le parecía que esto era así porque Alexer tenía intención de usar el Trono de Hielo como carta del triunfo en el peor de los casos, y así se lo hizo notar más de una vez a su compañero, Mithos, entre charla ociosa y charla ociosa.

—Lo que no sé es cuándo tomará la decisión —dijo Subaru, de repente—. ¿Cuando Aqueronte aplaste su ciudad con un puño hecho de un millón de cadáveres?

—Deja de desconcentrarme —se quejó Mithos—. Tengo trabajo que hacer.

—No ha venido nadie en mucho tiempo.

—Estoy preocupado por lady Shaula.

—¿Me estás escuchando?

—¡Eso me pregunto yo!

Una vez más, Mithos de Escudo encaró a su compañero con gesto huraño.

—¿Ocurre algo? —preguntó Subaru, con los ojos muy abiertos.

—Llevo mucho, mucho tiempo pidiéndote una predicción —contestó Mithos, esforzándose por no zarandearlo de los hombros—. Una sola.

—Ya te dije que Shaula sobrevivirá a la guerra.

—Lady Shaula.

—Estamos entre amigos, no creo que hagan falta formalismos.

—¡Tú siempre te diriges a lady Shaula como señorita Shaula, de todos modos!

—Bueno, está bien, la señorita Shaula nos estará esperando cuando todo esto acabe. Y, si te esfuerzas lo suficiente, te recompensará.

—Me estoy esforzando —se quejó Mithos—. Todo lo que puedo.

—A las mujeres no les gustan los que se quedan de porteros, tienes que salir a la calle y meter algún gol —explicaba Subaru, de repente entusiasmado—. Por ejemplo, si usaras el poder del Trono de Hielo para detener al Aqueronte, ella te daría un beso.

Se hizo el silencio. Mithos miró a su compañero con los ojos entornados, rememorando rarezas como aquellas últimas palabras. Una predicción condicional. Lo que Subaru decía se cumplía siempre, ¿cómo podía cumplirse siempre algo así?

—¿Qué pasa? —preguntó Subaru—. ¿Ya se han besado?

—¿Quién eres? —dijo Mithos, tratando de separar la barrera que sostenía de quien, ahora sabía, no era su compañero. Pero antes de lograrlo, una inmensa fuerza se apoderó de su cuerpo, mente y espíritu, paralizándolo de tal forma que no pudo mover ni una sola pestaña mientras era elevado sobre el suelo y desprovisto de su manto de plata.

Pieza a pieza, el manto de Escudo se convirtió en un tótem bajo los pies del falso Subaru, quien también flotaba sobre el aire. Una imagen se sobrepuso encima de él.

—Tritos de Neptuno —se presentó el ser, hablando al tiempo con los labios de Subaru y los de la forma etérea que aparecía encima—. Me encantaría explicarte el momento en el que me introduje en la mente de tu amigo para evitarme la molestia de romper tu barrera por la fuerza y que todos notaran mi presencia, mas mi tiempo escasea. Pese a todos mis esfuerzos por ser sutil, alguien no deseado sabe que estoy en Bluegrad y más me vale acabar mi parte del trabajo antes de que me encuentre.

Con un chasquido, una capa de líquido amarillento apareció en torno al tótem de Escudo, deslizándose luego a través del suelo. Buscaba el Trono de Hielo.

El terror se adueñó de Mithos de Escudo, quien en vano quiso oponerse a ese poder ominoso en los valiosos segundos que tardó el líquido en avanzar a su destino.

—Un consejo para la próxima —dijo Tritos, mientras Mithos solo calculaba en su mente el tiempo que le quedaba a los del frente norte—: ¡Por muy sólida que sea una barrera, no sirve de nada si el enemigo ya está dentro cuando la levantas!

—Me lo apunto —dijo una voz desconocida, a la vez que el aire en rededor temblaba.

Si el líquido conjurado por Tritos había tocado, aunque solo fuera un roce, el Trono de Hielo, Mithos no lo sabía. Solo pudo tener fe en que la daga que salió volando desde una grieta en el espacio-tiempo se clavó en el agua amarillenta a tiempo, evaporándola por completo y frenando el desastre. Tal esperanza era alimentada por la pálida cara que puso Subaru —poseído por Tritos—; incluso antes de que una hermosísima mujer saliera del portal y apuntase a su cuello con una segunda daga, él ya estaba asustado.

—Vendrás conmigo —dijo Tetis, pues no era nadie más que ella.

—No metas a papá en esto, ¿quieres? —pidió Tritos—. Solos tú y yo.

—Soy una nereida —le recordó Tetis—. Si solo fuéramos tú y yo, no tendría oportunidad con el más poderoso entre los siervos de Poseidón.

—Gran halago —aprobó Tritos—. Si le añades un «¡En el nombre de Poseidón, sal de este cuerpo!», te seguiré hasta el fin del mundo.

Tetis no le siguió la broma. En cambio, clavó la daga en el cuello del poseído, sin cortar por ello la carne, sino el cuerpo astral. Tritos de Neptuno abandonó el cuerpo de Subaru como un fantasma que todavía seguía como un rehén de la nereida.

Mithos cayó al suelo en el mismo instante en que ambos desaparecieron y la grieta del espacio tiempo se cerró. Primero buscó la daga y las aguas del Aqueronte, sin encontrar rastro de que alguna vez estuvieron ahí, más allá de un olor desagradable. Después, con un rubor tiñendo sus avergonzadas mejillas, por no haber cumplido la única tarea que le habían encomendado, corrió hacia Subaru. Nunca se lo confesaría a aquel molesto profeta, pero en verdad sintió un gran temor al verlo tirado en el suelo, tan pálido como lo estuvo Tritos de Neptuno en esos pocos segundos de inexplicable temor.

—Estás bien —murmuró Mithos, al ver que Subaru tenía pulso. En un ataque de enojo, le dio un golpecito en la mejilla y el santo de Reloj abrió los ojos con mucha lentitud—.

¡Estás bien, gracias a los dioses! ¡Estamos los dos bien!

—Ah, la señorita Shaula se abraza a Sneyder en una isla y Mithos se me abalanza en una cueva sin su manto sagrado. Las parejas infieles son las mejores.

Mithos de Escudo, arrebolado, le dio un puñetazo en la nariz al descarado santo de Reloj. Ese, ese era el Subaru que recordaba, el que siempre vaticinaba cosas para molestar. Y por eso era tan inimitable, hasta para uno de los Astra Planeta.

Se puso de pie, ignorando los quejidos del santo de Reloj. El tótem de Escudo, pieza a pieza, se fundió de nuevo con él mientras ideaba la forma de mejorar la barrera, hacerla a prueba de ataques a la mente y el espíritu del mismo modo que lo era a ataques físicos. Tenía que mejorarla para ese momento, por si un nuevo ataque sucedía, y para más adelante, cuando de nuevo pudiera ser el escudo de Shaula de Escorpio.

Subaru nunca llegó a saber por qué no podía ayudarle en eso, como hacía antes.

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Adrien Solo paseaba sobre la cubierta de un barco atracado en la costa siberiana cuando Tetis apareció ante él, sosteniendo la espectral figura de Tritos de Neptuno. A su pesar, mostró preocupación por si el astral hubiese tenido tiempo de actuar. La hija de Nereo lo tranquilizó con un gesto negativo, sin dejar de presionar con la daga el cuello del cautivo más sonriente que se hubiese visto jamás.

De entre todos los frentes escogidos por el Santuario, Adrien había decidido que este sería el lugar en el que Tritos haría su aparición. No es que tuviese razones para ello, era más bien una intuición, pero como recipiente del dios de los océanos más le valía tener fe, por lo que con todo el cuidado del mundo hizo los arreglos para viajar hasta Siberia en los mismos barcos que transportarían a la Guardia de Acero. Allí se mantuvo alejado de la tripulación, contactándose mediante telepatía con Tetis hasta que el astral hiciera su jugada. Con todo, terminó siendo Alexer el que les diera la pista que les faltaba. Se aseguraría de darle las gracias cuando todo acabara. Bluegrad era importante para los planes de su padre y Poseidón, después de todo. No podía dejar que cayera.

—Hola, papá, te veo joven —dijo Tritos, callando solo en el momento en que Adrien clavó en él su mirada. Tan intensa fue esta, que hasta Tetis se sintió objeto de alguna clase de condena, por lo que dejó de amenazar al regente de Neptuno y retrocedió.

—¿Qué estabas haciendo? —demandó saber Adrien, sin tiempo para explicarle a Tetis el malentendido.

—Esta guerra es justa, papá… ¡señor! —exclamó de repente Tritos—. Los vivos invadieron el reino de los muertos, tenía que suceder a la inversa.

—Los asuntos del infierno corresponden a los Señores del Hades y el regente de Plutón, ¿posees tú alguno de esos títulos? —cuestionó Adrien. Tritos sacudió la cabeza—. En ese caso, no vuelvas a desequilibrar esta guerra entre los vivos y los muertos.

—¡Vuestra presencia la desequilibra por sí misma, señor! ¡No podéis negarla!

—¿Osas desafiarme? ¿Osas desafiar a Poseidón, tu dios, del que provienen tu fuerza y tu autoridad? ¡Y tu sangre además, tercer hijo de Poseidón y Clito!

Mientras gritaba, una gran ira iba llenando el pecho de Adrien, sin alterar por ello el semblante que mostraba al regente de Neptuno. Su ceño no se fruncía, sino que toda la cólera era transmitida por la dureza de las palabras y una mirada inflexible.

—El mundo no sobreviviría a una lucha entre vos y yo —aseveró Tritos, con un valor incluso admirable—, ni yo tampoco. Ordenad y yo obedeceré, como siempre.

—Eres el regente de Neptuno, el primero de mis siervos —recordó Adrien, con un tono más calmado—. Habla de la forma en que desequilibrio esta guerra.

—¿No es evidente? —dijo Tritos—. Habéis pactado con el Santuario, señor. Un dios del Olimpo, pactando con una mortal. ¿Por el bien de este mundo? ¿Los ejércitos del mar y la tierra unidos contra las hordas del infierno? ¡Paparruchas! Lo que la nueva Suma Sacerdotisa espera de vos, señor, es que hagáis por ella el trabajo sucio. ¡Y podríais, señor, ya lo creo que podríais, con vuestro tridente hecho por las más laboriosas manos que hubo visto jamás el universo! Con él fulminaríais a Caronte de Plutón en un combate digno de ser recitado por las nueve hijas de Mnemosine, mientras los mortales, como siempre, se lavan las manos. ¡El Hijo estaría encantado!

—Si esa era la intención de Akasha de Virgo, ahora representante de Atenea en la Tierra, no me lo ha dicho —aseguró Adrien—. Nuestros ejércitos se han aliado para defender el planeta al que ambos pertenecen. Esa es la naturaleza de nuestro acuerdo.

—¿Lo juráis, señor? —dijo Tritos, tapándose pronto la boca.

Lo hizo demasiado tarde. Adrien, mirándolo con fijeza, dictó una sentencia lapidaria:

—Tritos de Neptuno, en esta Guerra Santa no hay lugar para los Astra Planeta. Que Caronte de Plutón y los santos de bronce bendecidos por la sangre de Atenea arreglen sus diferencias en el Olimpo. Yo nada tengo contra él y tú nada tienes contra ellos. Ninguno ha de intervenir a favor del bando contrario, para que la conclusión de esta guerra sea tan justa como lo es su naturaleza según tu parecer. —El astral, sorprendido por las palabras de Adrien, abrió la boca tal vez para darle las gracias, pero este alzó la mano, deteniéndolo de hacer cualquier interrupción—. Para asegurarme de que no incumplirás mi mandato, designo a Tetis como tu carcelera hasta que acabe la guerra.

El astral quedó paralizado y boquiabierto, apenas consciente de que la nereida tomaba las manos de su etéreo ser con una fuerza más bien excesiva. De ese modo terminaron las andanzas de Tritos de Neptuno en la guerra, teniendo solo tiempo para escuchar unas últimas palabras de Adrien Solo antes de marchar a su temporal encierro.

—¿Servir yo a la causa de un bastardo de Zeus? Jamás. Tu compañero lamentará haberse vuelto enemigo de Atenea. En cuanto a ti, perderás los dones que te he concedido si vuelves a traicionarme. Primero entre mis siervos, pero siervo al fin.

Notas del autor:

Shadir. Fue el primer jefe de arco de esta historia (ya que en el preludio no hubo en el sentido más convencional de la primera) y aquí vuelve para darlo todo. ¿Quién pondrá fin a las interminables travesuras de este divo infernal?

Imaginar al dios del dolor como un elefante enorme me ha sacado una sonrisa. Como diría Son Gohan mientras da palmadas: ¡Bien hecho!

Ulti_SG. Lo mandaron a conquistar el Trono de Hielo… ¡Y el forro se queda dormido! Estos empleados del Hades son unos vagos. Esos dioses del Zodiaco sumándose a los mil y un misterios de esta historia, ¿por qué nadie contará el chisme completo? Aparte de por mi culpa, quiero decir. Mucha suerte para Jäger, porque Damon es un hueso duro de roer y él fue el más apaleado por Orestes al inicio del arco.

¡En la Rusia soviética, los invasores son los invadidos!

Inevitable acordarse de ese manga. Tuvimos que pagar por un buen de litros de sangre para grabar las escenas, aunque sobró un poco para Spike.

Este Mime siempre quedándose huérfano. Hurra por todos los músicos de esta franquicia, que siempre están rotos. ¡El universo es música! Ya lo decía Gwildor en aquella antigua película de He-Man, Masters of Universe.

Así es. De todas las versiones del nombre del santo de Orión de la película de Eris (Yaga, Jaguar…), Jäger es la que más me gustó.

Qué irónico que al dios más tramposo del Hades le moleste que le hagan trampas.

Puedo dar fe de que Misha (el guerrero azul al que le atravesaron el cerebro) está muerto y requeté muerto. Con esto, el engaño de Cristal queda saldado.