Capítulo 92. Invasores

Tal y como se le había explicado a Munin, el inicio de los enfrentamientos se dio con la aparición de inmensos rostros en el cielo, todos de ancianos Mu, líderes de clanes que vivieron milenios atrás. Para ese momento, Ofión de Aries todavía estaba en la costa, observando a aquellos seres mientras los tachaban de invasores, pero no se quedó a esperar a los ejércitos que, sabía, vendrían desde lejos pronto, sino que confiando en las fuerzas de la Alianza del Pacífico en tierra, voló veloz hasta el buque insignia.

—General Sorrento, dama Dione. ¿Hay algo en lo que pueda ayudar? —preguntó el santo de Aries, solícito, nada más aterrizar—. No parece que el mal que previsteis fuera a atacar pronto —apuntó, acusando un semblante de preocupación a los marinos.

—Cocito está haciendo algo en Asia, pretende despertar a los gigantes —dijo Dione, la nereida encargada de impedir que la legión de Leteo causara estragos en el mundo de los hombres—. Flegetonte pretende incinerar todo este planeta en venganza por todos los monstruos que los héroes llevaron a la muerte en el pasado. De momento lo contienen en Germania, mas su mera presencia en este mundo basta para que los antiguos monstruos marinos renazcan en las profundidades. En cuanto a Leteo, se parece más a Aqueronte, no busca la destrucción, sino saciar un hambre que los mortales no podéis entender. Si llegara a renacer en la Tierra, no habrá guerra que luchar. La humanidad desaparecerá junto a su recuerdo.

Los ojos de la bella hija del mar no parecían ser capaces de esconder cualquier mentira. Eran claros como el cristal, tan carentes de mancha como límpido era el perfecto rostro de Dione, enmarcado en largos cabellos azules. Por eso Ofión de Aries no hizo más preguntas, sino que en lugar de ello pasó un rato estudiando los cosmos de todos los caballeros negros y marinos en tierra y en la flota, para después calcular si la fuerza sumada de la Alianza del Pacífico bastaría para todas las amenazas en el continente Mu.

—Combatir a los ríos del infierno en la Tierra no servirá de nada —aseguró Sorrento—. Es como esperar que el océano desaparezca por destruir una sola gota. Sin embargo, el verdadero cuerpo de estos se halla en el Hades. Ir a combatirlos allí supone morir, a menos que despiertes la Octava Consciencia.

Ofión abrió mucho los ojos. ¡Ese era el Gran General al que Poseidón había confiado la dirección de todo el ejército del mar! Incluso sin que dijera una palabra, Sorrento ya intuía lo que pretendía hacer. Mejor. No tenían tiempo que perder.

—Sé que es arriesgado —admitió el santo de Aries—. Leteo es uno de los cinco hijos más poderosos de Océano y Tetis, tal vez solo detrás de Estigia, la más leal aliada de Zeus. Sin embargo, el plan para derrotarlos nos pertenece a nosotros, los santos de oro.

—Derrotar a Leteo… —dijo Dione, atónita.

—En ese caso, sígueme —dijo Sorrento, también sabiendo que el tiempo era escaso—. Te abriré el camino y ayudaré hasta donde me sea posible.

—Preferiría luchar por mi cuenta —cortó Ofión—. Siempre ha sido así. El ejército del mar necesita un líder.

—Y esa será Dione —replicó Sorrento, a lo que aquella asintió, aun sin poder aceptar del todo la hazaña que aquel santo pretendía realizar—. Escúchame, la batalla que se avecina es un engaño. Los Mu eran un pueblo pacífico, por grandes que fueran los dones con los que nacía la mayoría. Pienso que Leteo los ha traído de vuelta no para que luchen, sino para que armen a los auténticos soldados de su legión. Hace diez mil años, un ejército de jóvenes derrotados marchó a este continente mientras Atlas, primer y único rey mortal de los océanos, asolaba Europa y Asia con sus ejércitos, esos jóvenes son tus antecesores, los primeros santos de Atenea. Aquí recibieron mantos sagrados y aquí podrían volver a recibirlos, si Leteo los trae de vuelta.

—Creía que los santos de Atenea estaban atrapados en el río de Cocito —objetó Ofión.

—Por supuesto —convino Sorrento—, y es posible que el pueblo de los Mu esté en los Campos Elíseos, a pesar de que por aliarse con el Santuario ningún dios ha podido traer el juicio divino a la humanidad en diez mil años. Sin embargo, el río Leteo no contiene almas como el Aqueronte y Cocito, sino recuerdos. Todo cuanto hemos olvidado, Leteo lo posee y puede recrearlo a su voluntad. Dime, santo de Aries, ¿conserva el Santuario algún documento, una tablilla de piedra incluso, sobre las identidades de los primeros santos de Atenea? —Ofión sacudió la cabeza, si bien no podía asegurarlo—. En nuestra armada tampoco podemos recordarlos, son parte del lado más violento de nuestro pasado, la ruptura con un tipo de vida ordenada y pacífica que Poseidón tenía reservada para el Pueblo del Mar si otra hubiese sido la resolución del diluvio universal. Aun el Rey de la Magia Damon, quien dirigió una de las Guerras Santas en el pasado, como mucho recordará a los líderes de los santos de Atenea, no a los héroes que estos mandaban a morir generación tras generación.

—¿Líderes de los santos de Atenea? ¿Te refieres al Sumo Sacerdote de esa época?

—No está en mi mano hablarte de esos asuntos.

Toda intención que pudiera tener Ofión para retomar la charla terminó con grandes estallidos en el horizonte marino, donde un kraken aplastaba tres de los barcos de la flota aliada, obligando a su tripulación a saltar a las aguas. Con mirar esa franja con atención un momento, cualquiera podía divisar una serie de monstruosas serpientes marinas, de un grosor comparable al de la ballena azul y con legiones de soldados armados con sables llameantes y armaduras al rojo vivo esperando en sus fauces abiertas. La legión de Flegetonte se preparaba para asaltarlos, mientras que en tierra tenían sus propios problemas contra las legiones de Aqueronte y Leteo.

Ofión apretó los dientes. Si había argumentos capaces de hacer que Sorrento desistiera, él no encontraba las palabras. A excepción de una única persona, la misteriosa guardiana del duodécimo templo, nunca había podido entablar una auténtica conversación con un compañero ateniense, mucho menos le agradaba hablar demasiado con alguien que en cualquier momento podría volver a ser un enemigo. ¿Podía decirle, sin más, que la alianza se formó para detener a las legiones del inframundo, siendo todavía tarea del Santuario el vencer a los Señores del Hades? ¿Serviría eso para enmascarar su desconfianza hacia el ejército de Poseidón?

Lejos de imaginar las dudas que dominaban al santo de Aries, Sorrento se desprendió de la capa, dirigiéndose no a los monstruos de la lejanía, sino a su tripulación y a todos los hombres de los barcos cercanos. Sin perder tiempo en palabras vanas sostuvo la flauta mágica que encerraba la voz de la primera sirena, muerta hacía mucho, cuyo canto podía transmitir la más excelsa alegría y el más profundo de los dolores. Tal vez incluso al mismo tiempo. Así ocurrió en ese momento, cuando sin previo aviso diez fantasmas con máscaras aparecieron alrededor de Sorrento, formando pronto un remolino oscuro; Sorrento, lejos de desesperarse, empezó su tonada, transmitiendo esperanzas al ejército de los vivos sin distinción entre marinos y caballeros negros, a la vez que causaba en los fantasmas un dolor terrible que les obligaba a levantar el vuelo.

Pero no huyeron, porque el cielo era el aliado de los muertos en esa batalla. Portales se abrían en las alturas, allá donde se forman las nubes de tormenta. De estos manaban cascadas de agua amarillenta, vapores fríos y fuego líquido, una parte de los ríos del infierno que los fantasmas extraían desde la caótica colina del Yomi.

—¡Por todos los dioses! —exclamó Ofión, conmocionado al ver monstruos, soldados y guerreros de piel helada sobre las islas de cristal que iban formándose a lo largo del océano, anclando la mayoría de los barcos a esa posición, sin oportunidad de ir a ayudar a los que luchaban en tierra—. Debemos…

—Me uniré contigo más tarde —dijo Sorrento, dándole un último vistazo. Toda la tripulación de la flota aliada, animada por la melodía, se alistaba para combatir. Aun los miembros de la Guardia de Acero que no estaban en los barcos que atracaron en la costa salieron de cubierta, sosteniendo con fuerza sus cuchillos Hydra y otras armas bendecidas—. El mal presentimiento que tuve hace un rato persiste.

—Pero… —quiso decir el santo de Aries.

—Déjanos esto a nosotros —pidió Dione.

Ofión miró a ambos, todavía dudando. Que desconfiase de la armada de Poseidón no significaba que quisiera abandonarlos en tan duras circunstancias, pero contra la resolución que encontró en sus miradas sí que no había nada que pudiera hacer.

Tras hacer un gesto de asentimiento, partió al corazón del continente Mu, epicentro de las batallas que estaban por librar, como una estela fugaz.

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Viajó a través de las brumas por demasiado tiempo, viendo ejércitos movilizándose desde cada una de las montañas que dejaba atrás. Enseguida entendió que cuanto más se adentraba en el continente, más cambiaba su percepción del tiempo; estaban jugando con su mente y eso solo podía atribuírselo a un ser dentro de la legión de Leteo.

De un gran salto, llegó hasta la Abominación que hacía las veces de sol para aquella tierra renacida. Allí, sin previo aviso, descargó un puñetazo contra Damon.

—¿Quién eres tú? —cuestionó el Portador de la Memoria con toda tranquilidad. Ni siquiera había extendido la mano o el báculo para detener el ataque; con solo mirarlo, ya tenía suficiente para inmovilizar al santo de Aries. El puño de este, Justicia de Atenea, era una luz que perdía y ganaba intensidad en intervalos irregulares.

—Ofión de Aries —respondió el guardián del primer templo zodiacal, ofreciendo resistencia. Pronto, todo su cuerpo empezó a perder color, sentía que una fuerza magnánima trataba de desintegrarlo, removerlo de la misma existencia.

—¿Quién eres tú?

—¡Ofión de Aries, el Ermitaño!

—¿Quién eres tú?

—¡El Ermitaño, guardián del primer signo zodiacal!

—¿Quién eres tú?

—¡El guardián del primer zodiacal!

—¿Quién eres tú?

—¡El guardián…! Soy… Yo soy…

Un sopor inexplicable se apoderó de él. Por un corto período de tiempo, dudó de quién era, estuvo a punto de pronunciar un nombre que no era el suyo. Pero un segundo telquín tuvo la imprudencia de atacarlo y ello lo despertó.

El puño de Aries, detenido en el tiempo por Damon, pudo avanzar por fin con toda su fuerza, chocando a quemarropa contra el Portador de la Memoria. Tanta fue la energía liberada en ese choque, que el mismo Ofión se vio propulsado hacia abajo a toda velocidad, cayendo a través del abismo en el que estarían la Montaña de Fuego y el suelo de Reina Muerte si Garland de Tauro no hubiese arrojado aquel infierno y su recuerdo al vacío primordial. El Ermitaño no pudo menos que sonreír: ese era su objetivo desde un principio, el punto en el que el río del olvido se manifestaría, y por tanto también el punto que se conectaba con la parte del Hades donde se hallaba Leteo.

No hizo ningún intento de evitar la caída. Aun cuando enemigos invisibles lo atacaron en rápida sucesión desde los bordes del abismo, Ofión de Aries dedicó apenas las fuerzas necesarias para defenderse mientras seguía el prolongado descenso.

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Desde entonces no se tenían noticias del santo de Aries. Aun después de que las batallas en tierra y en el mar concluyeran, no había rastro de la presencia del Ermitaño y eso preocupaba a Baldr más de lo que pensaba revelar a sus aliados.

Mientras el último de los fantasmas era consumido por el Escudo de Odín, una serpiente gigante abrió las fauces para tragarse no solo a Baldr, sino todo el barco sobre el que se hallaba. En el último momento, sin embargo, un relámpago de luz azul atravesó la mandíbula superior del monstruo marino, despedazó a la legión de soldados de roja armadura que salía de su garganta y cortó la mandíbula inferior en un solo segundo. Orgullosa de tal hazaña, una Katyusha bañada en sangre y con los restos de su armadura chamuscados arribó al barco de un saltito, sin mirar cómo el cadáver de la serpiente se hundía. Tan segura estaba de su fuerza, aquella siberiana.

—Eres demasiado para mi viejo corazón, valquiria.

—Mi disfraz de valquiria me lo he dejado en casa, este es el de sirena.

—No lo parece, demasiado rojo.

—Bañarse con ropa es lo mejor.

Ella sonrió y él correspondió la sonrisa.

—Lo habéis tenido difícil —comentó Katyusha, endureciendo el semblante. Muchos de los barcos de la flota aliada ardían ahora, al término de la batalla, otros se habían hundido—. ¿Cuántas bajas?

—Difícil de decir —respondió Baldr, señalando a los islotes de hielo formados a lo largo del océano. Allí habían terminado muchos de los caballeros negros, mientras que a los guerreros del mar sin navío les eran gratas las aguas circundantes—. No estuve cuando todo empezó y pasé la mayor parte de la batalla en la Colina del Yomi.

—¿¡Te has vuelto loco!? A estas alturas, ese plano de la existencia debe de estar en manos de las huestes del Hades. Podrías haber muerto.

—Si lo hubieses visto, entenderías mis razones. Del cielo desgarrado por el poder mental de los Mu no caían ya legiones del inframundo, sino Abominaciones, demasiadas como para que Sorrento y la dama Dione pudieran lidiar con ellas. Así que me ocupé de cerrar la conexión entre esta parte del mundo y la Colina del Yomi, además de destruir a los fantasmas capaces de abrir portales entre ambos planos.

Él se estaba limitando a constatar los hechos en los que estuvo envuelto, pero mentiría si dijera que saberse admirado por aquella guerrera le disgustaba.

—¿Hay algo más que deba saber? —preguntó Katyusha.

—Él mató a un dragón —respondió Baldr, señalando con la cabeza el barco que se les acercaba, el buque insignia. Tuvo que aclarar a quien se estaba refiriendo porque allí había varios caballeros negros, Eren de Orión Negro y la mitad de sus sabuesos, los que decidieron luchar en el mar—. El Gran General Sorrento.

Como para dar fuerza a tal declaración, el líder del ejército marino aplastó con su mano una pieza de jade, núcleo del gigante que había atacado a la flota desde Asia.

—¿Ese hombre venció a un dragón? —exclamó Katyusha, admirada—. ¿De verdad?

—No la clase de dragón en la que piensas —dijo Baldr—, sino uno oriental. Trazar una línea desde nuestro barco más alejado hasta la costa no bastaría para igualar lo grande que era, todo un problema si se tiene en cuenta que su único punto débil, la piedra preciosa que el Gran General acaba de romper, cambiaba de posición todo el tiempo.

—¿Un dragón oriental hecho de agua? ¿Acaso enfrentó a Seiryu?

—Nadie le preguntó su nombre. Pienso que todos estaban más preocupados en impedir que los efectos secundarios de la batalla arrasaran con las costas asiática y americana.

De nuevo, él solo se estaba ateniendo a los hechos. De verdad la lucha contra aquella última amenaza agitó los océanos, siendo la intervención de la dama Dione lo único que evitó que olas inmensas y otras catástrofes naturales terminaran afectando al resto del mundo. Sin embargo, para Katyusha debió parecer una forma de librarse de ella, porque sin mediar más palabra dio la vuelta y de un salto alcanzó el buque insignia, donde Sorrento agradecía a Eren de Orión Negro y el resto de Hybris por todo su apoyo.

—Capitana de los guerreros azules, Katyusha.

—General del ejército de Poseidón, Sorrento de Sirena.

Tras presentarse y estrechar la mano del marino, la siberiana le informó con claridad de lo acordado en la reunión, la necesidad de tropas y un último fenómeno que atraía con especial intensidad la curiosidad de Munin: una lluvia de meteoros proveniente de Alemania; según Oribarkon, era de suma importancia llegar al punto donde estos cayeron, aun si para ello tuvieran que recorrer a ciegas todo el continente.

—Ofión de Aries se adentró en las brumas —dijo Sorrento—. ¿No ha vuelto?

—No hemos tenido noticias de él —respondió Katyusha.

—Mal asunto —terció Baldr, saltando también al buque insignia. Los problemas que tuviera con la siberiana eran menos importantes que su misión en el continente Mu—. El manto de Aries puede ser muy peligroso en manos de Leteo.

—En ese caso, apurémonos, podemos organizar una misión de rescate —propuso Sorrento, con la culpabilidad entorpeciendo su determinado semblante—. Esta vez, iré. No me arrepiento de haberme quedado, habríamos sido derrotados de otra forma, pero… Debo acompañaros, dejar ir solo al santo de Aries fue un error de mi parte.

—¿Qué tal si nos explicas primero por qué es tan malo que el primer manto zodiacal contacte el río del olvido? —dijo Katyusha—. Si el Santuario lo sabía…

Baldr la calló con una mirada significativa que incluso Sorrento entendió. Los tres estaban al tanto de esa historia olvidada que bien podría resurgir junto al continente Mu: la aparición de Beta, siervo de uno de los dioses del Zodiaco, así lo anunciaba.

Para despejar esa sombra y no crear sospechas en quienes los miraban, Katyusha desvió el tema de la conversación a los giros de la batalla, dándose a sí misma una excusa para sacar una descripción detallada del famoso dragón.

—No puedo creer que me haya perdido eso —insistía la siberiana.

—Gracias a que defendisteis el campamento en tierra ahora podremos organizar nuestra próxima misión —dijo Sorrento—. Cada quien cumple su parte, así es la guerra.

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La mayor parte de los barcos atracó a lo largo de una cosa que debió ser modificada a consciencia. Solo cinco navíos simbólicos, todos pertenecientes al ejército marino, permanecieron fuera bajo el mando de Dione. Ella se encargaría de los próximos monstruos marinos que aparecieran en lo que duraba la siguiente operación.

En cuanto a esta, estaba dividida en dos misiones. La primera, que estaba a cargo de Munin de Cuervo Negro, consistiría en viajar hasta el punto tocado por el Flegetonte, muy adentro del continente. Oribarkon insistió en que debía venir, arrastrando el misterioso cofre al que no había recurrido durante la pasada batalla. También Baldr, Katyusha y Sorrento se interesaron en acompañarlo como paso intermedio al rescate del santo de Aries, por lo que no fue necesario que nadie más se sumara.

La segunda misión requería una muestra de confianza todavía mayor que las que marinos y caballeros negros debieron dar hasta ahora. Tenían que formarse pequeños grupos siguiendo todo lo acordado en la previa misión estratégica, equilibrando fuerzas de tal forma que estuvieran preparados para cualquier cosa. El ciego Polifemo, Agenor, Egeo y los mejores oficiales de Hybris, entre los que Munin no dudó en destacar a Eren, Dorer y otros héroes de la última batalla, se erigieron como líderes al mando de escuadrones de lo más variados, donde nunca faltaba por lo menos un cíclope y una pareja de Reyes Sombríos, como eran llamadas en Hybris las duplas de caballeros negros de Cefeo y Casiopea, habituales expertos en control mental. Por si eso fuera poco, cuando empezaron a venir soldados de la Guardia de Acero desde el frente norte y el occidental, surgió la posibilidad de elevarlos al rango de capitanes.

—Fui a Bluegrad como tirador y a los diez minutos ya estaba luchando a la antigua usanza —había dicho Faetón, para compensar el hecho de que los marinos habían aprobado a uno de los Heraclidas como jefe del último grupo.

—Entonces, ¿podrás hacer que un cíclope siga tus órdenes? —dijo Munin, dejando boquiabierto al antiguo jefe de vigías—. No te preocupes por los fantasmas, tengo un pequeño truco para reforzar tu resistencia mental y defenderte de eso.

—Bueno, mis hombres…

—Tus hombres se repartirán entre el resto de escuadrones. Mira, todos los jefes de grupo tenían su propia forma de hacer las cosas, y a pesar de eso han pedido a sus subordinados que se pongan a las órdenes de otros. Luchamos contra todo un continente, no podemos atacar como un solo ejército, tardaríamos una eternidad.

—Sí, sí, puedo ver por qué ese vejestorio de Cáncer decía que hacíamos más falta aquí que en el norte. Bien, si al resto le parece bien, estoy de acuerdo.

Munin dedicó una sonrisa al guardia. Aun sin usar Hijos de Mnemosine con él, ya sabía que le podía más el orgullo de ser capitán de guerreros diestros en el cosmos que el desprecio con el que tendría que estar tratando a uno de los líderes de los caballeros negros. En cuanto las cosas mejoraran, recordaría el sitio que cada uno ocupaba y pensaría que los de Hybris deberían estar todos al servicio del Santuario.

Estrechó la mano de Faetón pensando en que eso no tenía demasiada importancia, los caballeros negros no hacían lo que hacían para ser amados. Tenían un mejor fin.

«Para que el Viejo arregle este mundo —pensaba—, hará falta que lo protejamos hoy.»

—¿De verdad piensas acompañarnos? —preguntó Baldr, estudiando el estado en el que se hallaba la capitana de los guerreros azules—. Deberías descansar.

—Estoy segura de que si traigo la cabeza del robot, los marinos me compensarán con buen alcohol —contestó Katyusha, animada—. Necesito algo para el dolor de cabeza.

—No darse puñetazos en el cráneo ayuda.

—Estoy segura de que sí.

—Hace falta tiempo para volverse fuerte —comentó Baldr tras un rato de silencio.

—La Alianza del Pacífico no tiene tiempo —afirmó Katyusha, bajando la voz—. Vamos a lanzar pequeños batallones contra los Mu en las montañas, muchos podrían morir en esa misión, por no hablar de los heridos en las batallas en el continente, el campamento y en el mar. La nereida tiene pocos barcos y aun así es en estos donde estarán todos los que no están en condiciones de luchar, ¿qué hará si nuevos monstruos atacan? —cuestionó la siberiana con dureza.

—En ese caso, acompáñala. Serás de ayuda allí y podrán tratarte mejor que ese mago. Hay cinco caballeros negros de Copa, uno por cada barco al mando de la dama Dione. Entre ellos se encuentra el mejor médico de Hybris, Aeson de Copa Negra.

—Sí, podría ayudarla. También podría acompañar a cualquiera de los grupos que enviamos a una muerte probable. Sin duda los salvaría.

—¿Pero?

Antes de responder, Katyusha dirigió la mirada hacia Munin de Cuervo Negro.

—Tú, Oribarkon y Sorrento tenéis vuestros propios intereses, no podéis acompañar a ese hombre durante el transcurso de su misión. Cuando le abandonéis, necesitará que alguien le eche una mano, yo seré esa mano.

Baldr asintió, no porque comprendiera el sentir de la siberiana, sino porque veía una utilidad práctica en la ayuda que esta le prestaría al comandante de las fuerzas de Hybris en el Pacífico. Los asaltos a las montañas no pretendían ser determinantes a corto plazo, el objetivo era distraer a la raza de los Mu para que no jugaran con sus mentes mientras viajaban al punto tocado por el Flegetonte. Una vez estuviera allí, Munin tenía la misión de acabar con lo que Oribarkon había denominado Abominación Equidna, fuente inagotable de monstruos que bien podrían cambiar todo el curso de la guerra. Destruirla era, pues, indispensable si querían obtener una victoria sin demasiadas bajas, lo que no bastaba para que gente como el propio Baldr y el Gran General Sorrento dejaran de atender la amenaza real en ese frente: la posibilidad de que el manto de Aries y Leteo se encontrasen, despertando un mal milenario para el que nadie vivo estaba preparado.

—Te cae bien el chico —terminó diciendo Baldr, a pesar de todo.

—Es divertido —aceptó Katyusha—. Como el mago, pero sin dar bastonazos.

La corta risa de aquellos extraños personajes llegó hasta Sorrento en medio de su conversación con Egeo por algunos segundos, hasta que este le palmeó el hombro.

—¿Crees en lo que dices? —preguntó el Oceánida, entre susurros—. ¿Ves a Leteo capaz de crear un nuevo Santuario, reproduciendo las almas de los Mu y los santos?

—Pienso que esa es la intención de Damon, en realidad —confesó Sorrento—. No pienses demasiado en ellos, todavía no sabemos si la legión de Leteo incluye a los antiguos santos del pasado. Mejor dime, ¿de qué forma te agasajaron tus hijas para que no golpearas el rostro de Cuervo Negro cuando propuso a un humano común como líder de marinos y caballeros negros? No pareces tú.

Con mucho esfuerzo, Egeo se contuvo de reír a carcajadas, limitándose a sonreír.

—Ah, muchacho, creo que confundes esta era con aquella en la que los reyes atlantes dirigían nuestra armada. Cuando Atlas, aconsejado por los telquines y acompañado por las nereidas, tenía a su mando no solo siete generales, sino también un comandante por cada mar que hubiera en el mundo. En esos tiempos sí que valía llamarnos a tales oficiales Oceánidas; ahora, en cambio, el título es honorífico, no somos como las hijas de Nereo. Nacimos mortales, conocimos la muerte en el océano y la misericordia de Poseidón nos trajo de vuelta con una pizca del poder de los océanos. ¿Me explico? Somos mortales tocados por un poder divino, pero mortales al fin y al cabo.

—¿No dirías eso delante de tus hijas, verdad?

—Desde mi punto de vista, mi cuerpo pasó de ser de una carne destinada a perecer a convertirse en una parte del océano que en ocasiones regresa a las formas de antaño. Esa es la clave, yo tengo recuerdos de un antes, ellas no. Nacieron como son.

—Eres más humilde que muchos de tus compañeros, Egeo.

—No soy humilde, solo uso un poco la cabeza. Si esos humanos comunes pueden liberar las almas del Aqueronte, tanto mejor para mí, mis hijas y mis compañeros. ¡Menos tiempo pasaremos fundidos con las aguas de ese río inmundo!

Esta vez no dudó en prorrumpir en carcajadas, llamando la atención de todos. Según entendía Sorrento, era la forma de enmascarar lo duro que debía serle el entrar en contacto con Aqueronte; él empleaba, después de todo, solo una parte de un poder que aun entero seguía siendo inferior al de cualquiera de los ríos del inframundo. Sorrento ni siquiera habría pensado en convocar a los Hijos del Mar, como él, si desde un principio hubiese habido más soldados de la Guardia de Acero en ese frente.

Con todo, lo andado no podía ni debía desandarse. La armada de Poseidón seguía teniendo efectivos por los siete mares y necesitaban todo el poder militar con el que contaban para llevar a cabo con éxito aquella operación.

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Una vez terminaron los preparativos, el ejército se desplegó en cuarenta grupos de lo más heterogéneos. Ninguno era tan numeroso como el que recibió a las legiones de Aqueronte y Leteo en la costa, pero estaban mejor preparados para lo que tales ríos podían ofrecerles. Con todo, Munin se aseguró de desear buena suerte a todos los capitanes, recordándoles que si todo salía mal era mejor la retirada a una muerte honorable, sobre todo hizo énfasis en que nadie fuera tan necio como para querer morir con honor. Algunos, como Miguel y Sham, lloraron de la emoción, mientras que otros trataron a Cuervo Negro como niñato, pero le dieron un abrazo de todas formas.

—Vámonos —dijo Munin, cuando solo su grupo quedaba en el campamento.

—¿No quieres dejar a nadie vigilando? —preguntó Katyusha.

—No serviría de nada, todo lo que levantamos fue arrasado en el combate, salvo ese cofre… ¿En serio tienes que llevar eso, Oribarkon?

—Ya me lo agradecerás.

El telquín no añadió nada más, todavía empecinado en no dar detalles sobre aquel baúl que referenciaba a las siete escamas principales del ejército marino. En un principio, Munin había supuesto que era objeto de culto para el Pueblo del Mar, como un amuleto de buena suerte, pero le costaba un poco seguir pensándolo cuando Oribarkon iba de pie sobre él, haciéndolo volar como una alfombra mágica.

—Tenía entendido que los primeros grupos regresarían aquí una vez se asegurara un área de diez kilómetros a lo largo de la costa —comentó Baldr.

—Espero que vuestros barcos aguanten hasta entonces —dijo Katyusha, mirando a un sorprendido Munin—. ¿Nunca pensó en los barcos, señor comandante?

—Si se acerca al enemigo, huirán —terció Oribarkon, irritado e impaciente—. Yo mismo les he dado esa orden, por si acaso. ¿Están conformes con eso?

Por una vez, el asombro fue compartido por Munin, Katyusha y Baldr. ¿El mago había ordenado huir a los barcos? Solo Sorrento no quedó perplejo por la declaración del mago, pues él mismo le había pedido hacerlo, por precaución.

Los cinco atravesaron el continente a velocidad endiablada. Sorrento, Baldr y Katyusha, corriendo, Oribarkon flotando sobre su preciado cofre y Munin volando a la usanza de los pájaros, con sendas alas de blanco plumaje naciéndole de la espalda.

Fue extraño el no encontrarse a la legión de Leteo patrullando entre las brumas, eso los alertó de ir disminuyendo el ritmo conforme se acercaban al punto en el que, según los cálculos de Munin de Cuervo Negro y la intuición de Oribarkon, había caído el meteorito. A un par de kilómetros de lo que a primera vista parecía un volcán, se detuvieron y Munin convirtió las alas en dos cuervos del mismo color. Uno lo envió hacia la montaña de humeante cima y el otro a un punto todavía más alejado, desde donde pronto recibió imágenes de una ciudad en ruinas.

—Los Mu no construían ciudades —objetó Oribarkon, todavía flotando.

—Sé lo que veo… ¡Miento, no tengo ni una maldita idea de lo que estoy viendo! —exclamó Munin, con los ojos muy abiertos—. Es imposible.

—Dinos —pidió Sorrento—. Lo que sea que nos digas, sabremos que es verdad.

Katyusha y Baldr no dijeron nada, pero permanecieron tan expectantes como el Gran General. Antes de hablar, Munin tragó saliva. Si él fuera a oírlo, no lo creería.

—La montaña es el punto tocado por Flegetonte —explicó Cuervo Negro, para empezar por lo más tragable—, un río de fuego baja por su ladera y ha formado un lago de magma en la base, desde donde no paran de salir monstruos. Hombres con cabeza de toro, bueyes gigantes, soldados con espadas de fuego, mujeres con garras de bestia y leones… bueno, tienen cabeza de león, pero el resto del cuerpo es de otros animales.

—Minotauro, catoblepas, legionarios de Marte, Keres y quimeras —enumeraba Oribarkon, sacudiendo la cabeza—. ¿En la cima hay una mujer?

—Yo no lo llamaría así —repuso Munin—. Tiene la piel de fuego, y el vientre, sobre la cola de serpiente, está tan hinchado que ni siquiera puedo ver los brazos.

—¡Ese es nuestro objetivo! —dijo Oribarkon—. La Abominación de Flegetonte.

—Estamos cerca del punto al que se dirigía Ofión de Aries, ¡lo noto! —intervino Sorrento—. La suerte nos sonríe, al parecer. No hará falta que nos separemos.

A Munin no le fue posible contener una risa nerviosa.

—Sí, bueno, Gran General, sobre ese asunto de nuestra buena suerte… Hay un ejército diez, no, cien veces más numeroso que el que nos atacó. Hay un gólem por cada uno de nuestros efectivos en todo el continente solo contando la primera línea, también detecto muchísimos colosos de bronce, solo que además de un espadón llevan escudo. Los flancos están protegidos por monstruos y la retaguardia… ¡Dioses! No sabría describirla, es como si fueran sombras, al igual que nosotros, pero a la vez son diferentes. No están vivos y no creo que pueda considerarlas almas en pena, son algo más. Cuando trato de entender el qué, mi mente choca contra el velo azul pálido que los cubre desde los pies a la cabeza y se fuerza a olvidar dónde los había visto.

Mientras hablaba empezó a sentirse un auténtico tonto, porque sabía bien qué eran aquellos seres. El punto al que Ofión de Aries se dirigía coincidía con el rincón del Pacífico donde alguna vez estuvo la isla más cercana al infierno. Entonces, aquellas sombras debían ser una representación de las memorias de Reina Muerte, matriz y tumba de todos los caballeros negros.

—Son los primeros santos de Atenea —dijo Sorrento.

—¿Qué? —exclamó Munin, sorprendido—. ¿Cómo puedes saberlo?

—Si te parece que tener a guerreros de hace diez mil años a su servicio es algo imposible para Leteo, es que subestimas a nuestro enemigo —se quejó Oribarkon.

—¡La legión de Leteo no es la parte imposible del asunto, sino quién la comanda! —exclamó Munin—. Es Ofión de Aries. ¡Ofión de Aries está dando órdenes a Beta!

En concreto, le aconsejaba ordenar a cada fantasma el fundirse con un gólem de bronce clase Talos, para que no bastara destruir el punto débil en el tobillo para derribarlos. Daba tal consejo mientras miraba a un punto muy concreto del cielo, aquel desde donde el eidolon de Munin lo estaba observando.

Notas del autor:

Shadir. Oh, sí. En cuanto a extensión, este es el frente que implica más territorio y como estamos viendo la legión de Leteo tiene mucho (malo) que ofrecer.

Creo que es tan improbable como una victoria definitiva en la sempiterna batalla entre el bien y el mal. Y lo digo pensando en los dos bandos. Puede ser que caiga la República y surja el Imperio, como pudo ser que el mal quedara abocado al olvido por mil años, pero al final las tornas siempre cambian. Mientras haya vida, habrá esperanza. Y también desesperación. Es inevitable.

(Aunque puede que Neil Gaiman tenga una respuesta diferente a la mía.).

Ulti_SG. Desde siempre he sentido que Jäger de Orión tenía que venir de una época muy lejana, por lo fuerte que era a pesar de ser de plata y por lo poco que supimos en la película de Eris. Y mira: antiguo como la misma mitología, ¿quién lo diría?

Parece ser que este es el capítulo de las revelaciones. Sí, Nimrod de Cáncer nació de la primera de las muchas trampas de Aqueronte, en la Noche de la Podredumbre.

Esperemos que a Lesath le vaya mejor que al maestro, del maestro, del maestro, del maestro… del maestro de Lesath. Por el bien de la tropa que dirige. Pero, ¿qué digo? ¡Tratan con el Aqueronte, nunca nada va bien cuando se trata de Aqueronte!

Se ve que a los ríos del infierno les encanta eso de tener un as bajo la manga. ¡Que alguien llame a un exorcista!

Adiós, Ramsay. Siempre te recordaremos por ser la víctima del frente del Pacífico.

Traté de que cada legión tenga sus cosillas para que esta guerra no se sintiera muy reiterativa, excepto por el hecho de que las fuerzas del infierno son tramposas como villanos ochenteros. Lo peor es que sí veo a Katyusha haciendo eso si no hay nadie para impedírselo. Las mujeres soviéticas están hechas de otra pasta. (Para más información sobre la nacionalidad de Katyusha, buscad: URSS, Simpsons, en Youtube.).

Es tal como dices: los buenos sacan una habilidad útil para el enemigo y el enemigo saca otra habilidad, ¡parece Bleach, esto! Pero a esa escala bélica que Tite Kubo nos prometió y prometió sin cumplir del todo. Mucha suerte para nuestros héroes.

Van seis vasos de whisky, ¡este fanfiction se está levantando!