Capítulo 97. Bolverk de Cocito

La Colina del Yomi, frontera entre el reino de los muertos y el mundo de los vivos, se estaba aproximando al caos. Los cielos de eterno crepúsculo sangraban como una bestia herida, una enorme, llenando los bordes de una cúpula imaginaria de cascadas carmesí en las que, si se ponía suficiente atención, podían vislumbrarse millones de seres dispersos por toda su colosal anchura, apenas lucecillas espectrales en medio del rojo más intenso que se hubiese visto sobre la faz de la Tierra. Eran las almas de quienes se hallaban al borde de la muerte y que, en circunstancias normales, acaso habrían tenido oportunidad de salvarse, pero las cosas eran distintas ahora que las fuerzas del Hades asaltaban la Tierra. Ahora no era seguro quién vivía y quién moría.

En ese estado de las cosas cayó Arthur de Libra sobre las tierras grises, sin dejarse avasallar por el escenario que se le presentaba. La Colina del Yomi tenía poco de colina ahora, transformada en una centena de plataformas de diverso tamaño que flotaban sobre un aire viciado, enfermizo, cada una a menor altura que la anterior. Con un rápido vistazo, el Juez notó que juntas parecían formar una espiral descendente hacia un foso inaccesible para la vista, del que nacían cuatro columnas delimitando la cúpula sangrienta que eran los cielos de ese lugar. La ira de Flegetonte y el lamento de Cocito entraban a las tierras de los Heinstein y los Señores del Invierno, mientras que su pestilente hermano, de aguas amarillentas atestadas de dolidos soldados inmortales, los acompañaba a ellos y al cuarto de los ríos del Hades: Leteo, una columna invisible que por esta ocasión quería revelarse en todo su esplendor a su observador. Diez mil máscaras, correspondientes a igual número de fantasmas del extinto pueblo de Mu, recorrían el lado de la columna que Arthur contemplaba, devolviéndole la mirada.

Arthur torció el gesto, aquejando el asalto psíquico, pero lejos de doblegarse a las voces que llenaron su mente con las imágenes del fin del mundo que las huestes del Hades pensaban traer, se repuso enseguida y contraatacó. Muchas máscaras estallaron en menos de lo que dura un parpadeo, cediendo a un aumento monumental de la gravedad que, empero, llamó la atención de las otras legiones del inframundo.

—No vine a ti para luchar contra tus esbirros, Bolverk —murmuró Arthur, alistándose de todas formas para enfrentar a las hordas que se le venían encima.

El primero en atacar fue Aqueronte. Desde cuatro flancos distintos, caudales de malevolencia fluyeron a través del aire, y encima de ellos marcharon un total de cincuenta mil soldados: lanceros y espadachines, gigantes armados con martillos, amazonas cabalgando sobre lomos de leones nacidos del Flegetonte y ninfas homicidas sedientas de la sangres de los héroes… Arthur desechó la amenaza con un revés de mano y la gravedad hizo el resto, como de costumbre. En esta ocasión había una diferencia, no obstante. Aun si a primera vista pareciera que el santo de Libra liberó sobre la legión un ataque de área, desintegrando hasta el último de los átomos en un solo golpe, nada estaba más lejos de la realidad. Hubo un ataque bien calculado para cada soldado, por insignificante que fuera, o más bien, Arthur manipuló los gravitones en torno a sus enemigos uno a uno, desconectándolos de toda atracción gravitatoria para luego convertir sus cuerpos en su centro gravitacional, uno de especial intensidad que los llevó a un colapso inmediato. Realizó aquella proeza de tal forma que no hubiese entre el Aqueronte y su cosmos el más mínimo contacto. La gravedad era, al fin y al cabo, una fuerza universal, no una energía de la que pudieran alimentarse.

Apenas medio segundo después llegaron las otras tres legiones y Arthur debió ponerse serio, pues no todos los secretos de cada río infernal habían sido descubiertos en las pasadas batallas y los que conocía eran de temer. Tuvo buen recaudo de mantener activa en todo momento la Armadura Celestial, por mucho que esta fuera ineficaz contra un probable ataque de Bolverk; no convenía hacer contacto con el Lamento de Cocito, aquella maldición que se volvía más fuerte cuanto más poderoso era el que la sufría. Pero ni ese seguro a prueba de contacto con tales seres tentó a Arthur para permitirles acercarse a más de cien metros de él. Mientras los guerreros de piel helada corrían por el aire con sus macabras sonrisas rasgándoles el rostro, el santo de Libra ejecutó el Martillo de Dios, o al menos una variante menor que actuaba en sentido horizontal. Dos tercios de la legión de Cocito, la vanguardia de la horda, fueron borrados junto a cientos de monstruos de la Antigüedad; el resto, así como un grupo de fantasmas que al punto el Juez reconoció como santos de otras eras, salió volando en multitud de direcciones a merced de una fuerza de la que muy pocos sobrevivirían.

Justo en ese momento atacó Bolverk, pero Arthur lo esperaba. Sabedor de que la Armadura Celestial no bastaría, optó por el ataque. No se molestó en hacer cálculos, sino que guiado por su instinto descargó casi a ciegas el Martillo de Dios, retrasándose por una mísera fracción de segundo, de tal suerte que el rey y su montura, Sleipnir, lo embistieron a tiempo de evitar tan tremenda técnica a quemarropa.

—Dos veces has conocido el poder de Sleipnir y sigues sin sangrar —alabó Bolverk. Aun si Arthur pudo evitar caer de la plataforma en la que se hallaban, tuvo que apoyarse en una pierna, pareciendo por un breve instante que hincara la rodilla. El primero de los Señores del Invierno sonrió, complacido—. Es una lástima que debas morir.

—¿Esperas que muera de agotamiento? —cuestionó Arthur, ya de pie.

—Soy el caudillo de los muertos, heredero de Éxodo, ¿tienes algo que decir en contra de que use a mis ejércitos? —dijo Bolverk, sonriendo, para luego sacudir la cabeza—. Mira hacia abajo, así deberías comprender el motivo de mi retraso.

—No he dejado de estar atento a todo lo que me rodea desde que llegué aquí —aseveró Arthur, si bien no pudo contener el impulso de, así fuera de reojo, mirar al abismo.

Para disfrute del auto-proclamado caudillo de los muertos, el Juez abrió ambos ojos, siéndole difícil de creer el inconmensurable poder que sentía, no en lo más hondo de la Colina del Yomi, sino más abajo. Eran los ríos del infierno, de los que las interminables legiones de no muertos apenas eran gotas. Cada uno de los más temibles hijos de Océano y Tetis tenía el poder de destruir el mundo que protegían; si tan solo uno de ellos llegaba a manifestarse en la Tierra sin ninguna restricción, todo estaría perdido. Como el agua manando de un vaso roto, la esperanza amenazó con derramarse de la mente de Arthur, indómita para el poder de los fantasmas, mas no para Leteo, quien todavía no había empezado su cruzada personal contra Belial, allá en el continente Mu.

En un solo instante, recordó Londres barrida por las lluvias, el castigo divino arrasando la capital de un orgulloso reino del que él solo era un huérfano. En los pensamientos de Arthur, Leteo era el Támesis desatado, el gigante dormido al que, como sabría mucho después, el diluvio de Poseidón había despertado. Aqueronte eran los miles de hombres, mujeres, ancianos y niños que morían, ya ahogados, ya aplastados por los robustos edificios que caían otro tras otro. La desesperanza infinita de los que sobrevivieron a tal tragedia solo para malvivir en una ciudad abandonada por su propio país, esa era Cocito, mientras que el fuego de la rabia de unos pocos era Flagetonte. Juntos, los ríos del inframundo se tornaron en el mundo que Arthur conoció en su niñez, cuando la dureza de los acontecimientos le obligó a hacer un verdadero uso de su inteligencia, guiando a sus compañeros del orfanato hacia lo más cercano a una vida que podía existir en la inundada capital. Pero eran eso, el mundo que lo rodeaba, porque él no cedió a la ira y la tristeza, ni al olvido y al dolor; él no era la clase de hombre que huía de un pasado terrible, sino que en tal recuerdo hallaba el futuro que debía ser. El caos de Londres, abandonada por todos, solo le enseñó cuán valioso era el orden para los seres humanos.

—Impresionante —admitió Arthur una vez salió del trance. Bolverk no se había movido de su sitio—. Se necesita mucho poder para que seres así lleguen a la Tierra.

Esta vez fue el Campeón de Cocito quien torció el gesto. La declaración del Juez, llena de humildad, tenía un doble sentido que este había captado al punto. Por supuesto, los ríos del infierno eran una existencia superior a la de ambos.

—Sabes quién está detrás de todo esto —tuvo que admitir Bolverk.

—Caronte de Plutón —aventuró Arthur.

—Si uno de los Astra Planeta fuera mi enemigo, yo no estaría tan relajado.

—¿Ni siquiera aunque ese enemigo esté en una situación desventajosa? Como he dicho, hace falta mucho poder para que las huestes del Hades lleven a cabo su guerra. Eso significa que Caronte de Plutón es ahora vulnerable.

—Eres osado —aprobó Bolverk.

—Solo tengo sentido común —dijo Arthur, desechando el halago.

Bolverk volvió a la carga, dando por terminada la conversación. La intención del rey era embestir de lleno al santo de Libra y arrojarlo al abismo, y lo logró, en parte, pues Sleipnir le permitía viajar a una velocidad, más que sobrehumana, sobrenatural, ajena a los límites de los mortales. Sin embargo, la mente de Arthur era ajena al mundo de los hombres y se estaba habituando incluso a lo imposible. Llegó a moverse algunos centímetros antes de recibir en el hombro la embestida del semental, permitiéndose el elegir hasta dónde caería y en cuanto tiempo.

La tercera plataforma por orden de altura le esperaba en cuestión de nanosegundos, pero el camino le reservaba un nuevo asalto de las huestes inmortales, soldados del Aqueronte que corrían a través de caudales de su río madre, junto a unas criaturas verdosas de enorme boca e innumerables tentáculos que se dejaban caer desde la plataforma que acababa de abandonar. Si bien Arthur no quiso emplear demasiadas fuerzas en ocuparse de tan bajos oponentes, tuvo que hacerlo, pues los fantasmas de Mu habían dejado de atacarlo a él y ahora dirigían desde buen recaudo sus poderes mentales en alterar los gravitones en su contra. Un intento pueril, desde luego; el espacio-tiempo requería tanto de poder como de inteligencia para ser moldeado, pero una distracción era una distracción. Aplastó a los soldados armados con la muerte mediante calculadas implosiones; dejó que la Armadura Celestial desviara el fétido aliento de los extraños monstruos, que al caer sobre los soldados los tornaban en tullidos, locos suicidas, niños confusos y estatuas de piedra, según el capricho de los dioses. A un coloso de hielo que emergió de la derrotada hueste lo golpeó con el Martillo de Dios, pero no de frente, sino que se aseguró de que el tremendo impacto le diera en la espalda para apoyarse él, todavía en caída libre, y darse un impulso. La estrategia fue tan audaz que le salvó de una cuarta embestida del rey Bolverk, para cuya montura atrás y adelante, a la derecha y la izquierda, arriba y abajo, eran tan solo unas pocas de las infinitas direcciones que podía tomar. Arthur llegó a su destino a salvo, aunque rodeado de enemigos.

Durante un tiempo indeterminado, más del que estuvo Caronte combatiendo en el Santuario, la batalla prosiguió del mismo modo. Las legiones del inframundo caían sobre Arthur sin dar un solo respiro y Bolverk cabalgaba a veces tras su espalda y otras al frente, cuando los muertos del Aqueronte se unían en masas de cadáveres y los guerreros de piel helada, aun reducidos a partículas subatómicas, se transformaban en un frío gélido que daba nacimiento a un ser colosal. Abominaciones que lo atosigaban en lances suicidas a fin de que los males del dolor y las lamentaciones cayeran sobre el invicto Libra, quien contra todas las expectativas de las legiones infernales, lidiaba con tales enemigos sin perder ni una pizca de concentración.

Y es que Arthur era muy consciente de la irrelevancia de aquella lucha. Las huestes del Aqueronte eran inmortales, y al parecer, destruir los cuerpos cristalinos de la legión de Cocito solo abría las puertas a la manifestación de un coloso más problemático, similar a Bolverk en forma y apariencia. No podía, pues, matar a sus enemigos de forma definitiva, ni liberar sus almas como lo hacía Nimrod de Cáncer, ni mucho menos destruir los ríos, divinos en esencia. Así que tampoco lo intentaba, ni siquiera prestaba más atención a las hordas del Hades de la necesaria: sus puños destrozaban los cuerpos de las Abominaciones, los monstruos y fantasmas de antiguos santos; su mente arrebataba a los fantasmas de Mu el control de los gravitones y los dirigía por igual a la legión de Cocito y los soldados del Aqueronte. Al manto de Libra le legó la dura prueba de resistir los envites de Bolverk, una única línea velocísima que, navegando entre una miríada de planos existenciales, siempre lograba acertarle, si bien nunca en el mismo punto. A ello dedicaba el Juez la décima parte de su capacidad, mientras que el resto estaba enfocado a una tarea más ardua e interesante: predecir la senda del rey Bolverk.

De trece plataformas llegó a derribarlo el caudillo de los muertos antes de percatarse del embuste y cambiar la táctica. En el decimocuarto choque, Bolverk no se contentó con impactar sobre el santo de Libra con toda la fuerza súper lumínica de Sleipnir, sino que de inmediato generó una gran esfera de azulado resplandor y la disparó sobre el Juez. En derredor, toda existencia se vio envuelta en un caparazón de cristal a Cero Absoluto, y ese parecía ser el destino que Arthur iba a ocurrir cuando, sin más, desapareció.

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Quedaría en manos de Baldr el resolver el problema de las Abominaciones de la Colina del Yomi, traídas a la Tierra por los fantasmas de los Mu en su renacido continente. Entretanto, el santo de Libra perseguía a Bolverk a través del espacio-tiempo, desechando los sentidos convencionales y acudiendo solo a aquel que trascendía los siete anteriores, que ahondaba en su alma y le permitía saltearse algunas leyes cósmicas. Sin los límites habituales del hombre, la segunda parte de su enfrentamiento fue tanto más encarnizada como indescriptible. Desde la Colina del Yomi hasta las tinieblas subyacentes al universo material, pasando por limbos, agujeros de gusano y espacios extraños, el áureo manto y la bella armadura cristalina del rey sufrieron golpes incontables, de aquellos capaces de destruir las estrellas y hacer temblar las galaxias. Que tales protecciones sobrevivieran estaba lejos de ser un milagro: era el poder de sus portadores lo que mantuvo siempre los átomos de sus vestiduras en su lugar.

Pero eso no podía durar para siempre. Sleipnir suponía una ventaja tremenda en esa clase de batalla: Arthur tenía que pensar a dónde iba, Bolverk no. En eso confió el caudillo de los muertos, cayendo por segunda vez en el engaño del santo de Libra, quien también en esas duras circunstancias desviaba una parte de su mente a un plan a futuro. Ocurrió cuando Bolverk empezaba a preparar sus ataques desde un plano conectado a todos los demás que habían recorrido, el mismo en el que, más adelante, Baldr se refugiaría de la ira de Belial en más de una ocasión. Aprovechando los momentos de descanso entre el anterior ataque y el siguiente, tan insignificantes que parecían no existir, Arthur pasó de poder predecir el camino que Bolverk seguía a lo que había querido entender desde un principio: cuándo iba a atacar, desde qué dirección y con qué fuerza. Lo logró antes de lo esperado, en realidad, y así pudo atrapar al rey y su montura en un espacio que ninguno conocía en el pasado, la Sala del Veredicto.

Ni siquiera alguien como Bolverk pudo diferenciar el agujero de gusano abierto por Arthur de cualquiera de los que atravesaron combatiendo. De un momento para otro, se halló en una dimensión sellada en la que ninguna conexión con el exterior tenía cabida.

—Tus legiones no acudirán al llamado aquí —advirtió Arthur, a no poca distancia del monarca. Se hallaba de brazos cruzados sobre un suelo liso y oscuro que parecía extenderse hasta el infinito en todas direcciones—. Bienvenido al Verdict Seclusion.

—¿La Sala del Veredicto, eh? —Bolverk, muy lejos de impresionarse, volvió a elevar la real mano como en tantas ocasiones hizo durante el duelo en la Colina del Yomi, pero ningún soldado, espectro, bestia o fantasma acudió, tal y como Arthur había dicho—. Tú has escogido este destino, heredero de Éxodo, no yo.

De nuevo, una gran esfera de intenso tono azul apareció sobre la mano de Bolverk, todavía alzada. Nada fue congelado, pues nada había entre el monarca y el santo de Libra, pero este último sabía lo peligrosa que podía ser una técnica que cargaba con el Lamento de Cocito. Se preparó para el ataque, instando a su cuerpo a recordar todo lo que había aprendido sobre el modo de actuar de Bolverk. Tenía que esquivarlo.

—Mi voluntad me hizo salir del mismo Hades, ¿qué es tu jaula de pájaros en comparación al inframundo? —Contrario a las expectativas de Arthur, Bolverk no lo atacó a él, o al menos, no fue el santo de Libra su único objetivo.

La gran esfera, técnica insigne de los Señores del Invierno conocida como Impulso Azul, se convirtió en un billón de veloces haces que se proyectaron a cada dirección posible. Más que saetas disparadas con sobrehumana puntería, se comportaron como seres inteligentes para las que ningún engaño, ilusión o manipulación serviría. Si la Sala del Veredicto fuese una prisión laberíntica destinada a confundir el cautivo, aquellas mensajeras de la voluntad de Bolverk hallarían la salida sin lugar a dudas, del mismo modo que lograron sortear la Armadura Celestial a pesar de que no poseían la misma velocidad de Sleipnir, obligando a Arthur a lidiar por su propia cuenta con los pálidos rayos que cayeron sobre él. Mientras se ocupaba de ese obstáculo, el resto se extinguía en la oscuridad sempiterna del horizonte, para no regresar jamás.

Bolverk gruñó, reconociendo por fin que el Juez había sido sincero. No había forma de salir de ese espacio salvo, quizás, acabar con su creador.

Así fue como el monarca comandó a su montura que cargara contra el santo de Libra, quien los esperaba con la guardia alzada. Ya que el viaje ínter-dimensional estaba vedado, Arthur pudo hacer algo más que intentar evitar la poderosa acometida: atacó, tornando su puño en el centro de gravedad entre él y su oponente para adquirir así la misma potencia de Sleipnir. Su puño, por descontado, acertó en el pecho del semental, pero solo logró hacerlo parar en seco, no destruir al eidolon. Además, justo en ese momento Bolverk dio un veloz ataque que a punto estuvo de decapitar a Arthur, pues el brazo que empleó era de un filo terrible, como una espada legendaria, y el santo de oro se vio obligado a retroceder. El rey, quizá considerando de temer el poderío de su rival, no le dio tiempo de recuperarse: ordenó a Sleipnir que cargara de nuevo, generando con cada paso un mar de fuego a lo largo del suelo. Las llamas no tardaron en elevarse como olas, cortando cualquier retirada, obligando a Arthur a lanzarse en una nueva acometida.

Su puño chocó contra el cráneo de Sleipnir, frenándolo a duras penas. Todo el manto de Libra tembló por la fuerza remanente, y aún fue mayor la vibración del metal cuando fue la poderosa mano del rey, semejante a un martillo, la que frenó el segundo ataque del santo de oro. Entretanto, Sleipnir no cesaba de lanzar desde sus cascos y hollares auténticas llamaradas solares, que con todo no frenaban el ímpetu del bravo santo.

Alfheim —dijo Bolverk, tras largos minutos de intenso combate.

Imágenes de pesadilla inundaron el cerebro de Arthur. Vio el mundo bañado por el Aqueronte, con seis mil millones de muertos al servicio de Caronte de Plutón. Vio las llamas quemándolo hasta dejar solo polvo estelar entre Marte y Venus. Vio una esfera de hielo avanzando hacia el corazón de un sol que moría por la mera cercanía de lo que fuera la Tierra. Vio la nada más absoluta y la olvidó, y pareció que del mismo modo olvidaría todo lo demás, aun quien era, pero Arthur terminó limitándose a sacudir la cabeza. A esas alturas, no pensaba ceder ante ninguna fuerza psíquica.

—¿Ha fallado…? —cuestionó Bolverk.

—Si me muestras el futuro que podría ser, no importa lo bien construidas que sean tus ilusiones —aseguró Arthur—. Serán solo una posibilidad.

Bolverk asintió, como aceptando la lección, pero luego extendió la mano hacia el santo de Libra, quien se acercaba paso a paso. Al cerrar el puño, Arthur quedó paralizado en pleno movimiento, o al menos su cuerpo. Su alma estaba justo enfrente de Bolverk.

Helheim.

El cuerpo espiritual del santo de Libra abandonó el físico y fue directo hacia la mano del monarca, fuente de un frío tan intenso que todo el fuego del infierno liberado por los cascos y el aliento de Sleipnir se esfumó en menos de un parpadeo.

—Esto no es suficiente —aseguró el santo de Libra, cuyo espíritu, poco a poco cubierto de un hielo proveniente del Hades, estaba envestido por el alma de su áureo manto.

—Lo he visto —admitió Bolverk, caudillo de los muertos, Portador de las Lamentaciones—. Como yo, posees el Octavo Sentido, aquel antiguo conocimiento por el que Rómulo y Remo pelearon a muerte. Mientras que los primeros seis nos sirven para ver nuestro entorno, el resto existen para captar nuestro interior. Primero el cosmos, la parte del universo que cada ser carga dentro de sí; después el alma, la chispa divina que fundamenta nuestro espíritu, y finalmente… Solo los dioses lo saben.

—Tal vez exista un Noveno Sentido —dijo Arthur—, pero yo no lo necesito. Me basta con conocer mi alma para trascender las limitaciones del universo material.

—Es una lástima —dijo Bolverk, cuyo rostro estaba reflejado en el hielo que ya cubría el alma entera de Arthur—, porque mis poderes no se limitan a la materia.

El santo de Libra no pudo responder. Su espíritu se hallaba atrapado en un ataúd de hielo impregnado por el Lamento de Cocito, y su cuerpo sería pronto destruido por los cascos de Sleipnir, como una simple piedra en el camino. Al menos, esa era la intención del caudillo de los muertos cuando miró donde debía estar Arthur y no encontró a nadie. Tampoco había nada dentro de su prisión helada, en la que solo pudo ver el reflejo de su rostro endurecido. Por supuesto, siendo Arthur el creador de aquel espacio, tenía sentido que pudiera entrar y salir de él a su antojo. Además…

—El Octavo Sentido permitió a la pasada generación sobreponerse a las leyes del Hades —dijo Arthur, apareciendo de improviso, indemne—. Podría dejarte aquí encerrado para siempre. Lo he pensado. No obstante, creo que hallarás un modo de escapar en cuanto dejes de creer que existe un futuro en el que ganas esta guerra.

—La victoria es mi compañera —aseguró Bolverk, antes de blandir su brazo como si fuera un auténtico sable. De tal movimiento surgió una onda de energía azulada que chocó a medio metro de donde Arthur estaba, partida en dos por una espada dorada.

El ataque, empero, no se detuvo ahí. Las dos hojas en que se vio dividida volvieron a caer sobre Arthur, quien desplegó más armas de Libra, flotando alrededor de la Armadura Celestial como auténticas guardianas. Una y otra vez, la energía liberada por Bolverk fue repelida, pero nunca de forma definitiva. Siempre quedaba una chispa con, al parecer, ánimo de contraataque, y la situación empeoró cuando Bolverk volvió a ejecutar la técnica. La segunda Espada de la Victoria se unió a los mil fragmentos independientes de la primera, y a ambas pronto se sumó una tercera y una cuarta, suficientes para mantener entretenidas a las armas de Libra.

Arthur mantuvo la serenidad en todo momento, pero en su fuero interno estaba corroborando lo que desde un principio había supuesto: el que tenía enfrente era un oponente a considerar. Ninguno de los santos de oro tendría una victoria clara ante alguien así, por eso era él quien lo había desafiado. Él no podía conformarse con superar a la pasada generación, como el resto persiguió a instancias del antiguo Sumo Sacerdote, él buscaba derrotar a Caronte de Plutón, la amenaza por la cual el Santuario se había armado. Desde ese punto de vista, el caudillo de los muertos era solo un obstáculo más. ¡Pero qué obstáculo era! Allí sobre su montura, orgulloso pese a haber caído presa de tres embustes, ya había ejecutado una técnica capaz de llevar la batalla por sí sola: como la mítica arma de Frey, la Espada de la Victoria seguía confrontando a los doce tesoros del Juez, aumentando en número de hojas por cada choque hasta que el campo de batalla era como el cielo estrellado: cuajado de luces azul pálido.

Miró de reojo cada par de armas doradas, todas empezaban a perder brillo y cristalizarse, el Lamento de Cocito se adentraba en su interior y Bolverk ya preparaba un nuevo golpe con el otro brazo, hasta ahora en reposo. Rayos emergieron de su puño alzado mientras el caudillo de los muertos rezaba un nombre lleno de poder.

—¡El Martillo de los Dioses hará añicos tu jaula de pájaros, heredero de Éxodo!

Miles de fragmentos azulados golpearon todas las armas de Libra desde cada dirección posible, negando a Arthur más defensa que la que él mismo podía aportar. Pero él no pensaba defenderse, sino atacar en la misma dirección y con la misma intensidad.

El Martillo de Dios chocó contra la inmensa ola de rayos de frío brillo liberada por Bolverk. Nunca antes la Sala del Veredicto había conocido tal poderío. La energía llenó por completo aquel espacio en apariencia infinito, semejante a una nova aniquiladora de toda existencia, mientras en su corazón se daba la auténtica lucha.

Y es que en el último momento, cuando las fuerzas estaban igualadas, Arthur ordenó a sus doce armas golpear a Sleipnir, a mayor velocidad de la que nunca habían alcanzado.

Cuando el negror volvió a adueñarse de todo, solo parecía quedar en pie Arthur frente al mismo río Flegetonte manifiesto. ¿Cómo si no podía describirse a aquel caudal flamígero, de un blanco puro, que caía sin descanso contra él? Con su brillo cegador, iluminaba las innumerables grietas que decoraban el manto de Libra, víctima del último choque. Con su color, bien podría destruir el preciado metal si su portador cedía aunque fuera una pizca ante la venganza de Sleipnir. Él había visto el último momento de su audaz ataque: las armas de Libra hirieron al semental, como si fuera un ser vivo y no una entidad de cosmos, y de los cortes brotaron llamas destinadas a destruirlo.

Pero él no podía caer, no contra ese enemigo. Un halo dorado lo cubrió por un momento y sus manos actuaron a la par de su rápida mente. Más que contener, moldearon el torbellino infernal hasta volverlo una esfera y, finalmente, nada.

—¿Qué clase de hombre eres, heredero de Éxodo? —cuestionó la voz de Bolverk desde el fuego restante, una columna del tamaño de un hombre a través de la cual podían verse sus rasgos. Las armas de libra, de una mortal palidez en sus bordes mil veces golpeados, servían de frontera al fuego—. Te he golpeado con mi espada y mi martillo, he hendido tu mente y he arrancado el alma de tu espíritu, ¿qué más puede hacer un rey para destruir a aquel que amenaza su reino? ¿O acaso no he luchado contigo, sino con una proyección de tu ser, un niño sonriente y cruel fuera de la jaula de pájaros?

—No eres ningún pájaro, rey Bolverk —contestó Arthur, sacudiendo la cabeza. El yelmo que la cubría se tornó en polvo estelar con ese movimiento—. Es posible para mí actuar del modo que dices. No obstante, un enemigo de tu altura se sobrepondría enseguida. Todo fue real, salvo el momento en que ejecutaste Helheim; no puedo permitirme luchar como un alma contra un rival como tú.

—¿Por qué razón?

—El Séptimo Sentido nos permite controlar nuestro cosmos, cuanto más nos acostumbramos a él, más fácil nos resultará emplearlo.

—¿Dices que ni siquiera tú, heredero de Éxodo, puedes decir lo mismo del Octavo Sentido? ¿Después de miles de años, el Santuario no ha aprendido nada?

Solo en ese momento Bolverk abandonó las llamas, revelando su estado. La armadura estaba agrietada en su mayor parte y tanto la hombrera como la protección del puño al que llamaba Martillo de los Dioses ya no estaban. En cuanto a heridas físicas, solo conservaba la primera que Arthur le había hecho. Más allá del ojo siempre cerrado, se diría que el caudillo de los muertos era tan invulnerable como un dios.

—No es una materia que me interese.

—Entonces eres un necio.

—O conozco algo mejor.

—Eso sería peor, heredero de Éxodo, eso llevó a los hombres del Santuario a atraer la cólera de los dioses sobre la Tierra. Siempre querían más, siempre.

—Nada sé de esos hombres —dijo Arthur—. Solo puedo hablarte por mis compañeros. Conocemos las virtudes del alma humana tanto como un recién nacido conoce su cuerpo, porque así estuvo dispuesto desde el principio.

—Esa es una comparación inexacta —objetó Bolverk—. Porque el hombre que descubre que no hay límites, que es posible ser más rápido de lo que nadie imaginó y que aun en el ambiente donde todo movimiento atómico ha sido reducido a cero puede andar, querría seguir aprendiendo. ¡Aprender está en la naturaleza humana!

—Y aprendemos —insistió Arthur—. Que no debemos abusar de una forma de combate que nuestros cuerpos no pueden seguir. Solo hacemos uso de este conocimiento cuando hay alguien que del mismo modo recurre a él. O tiene una montura especial.

Bolverk sonrió. Fue un gesto tan oscuro como el de los espectros de Cocito, si bien la piel no se cuarteó. Niebla, humo e hilos de fuego se arremolinaron alrededor del monarca, o más bien de su mano, cerrada de la misma forma que estaría sobre un arma.

—No he renunciado a destruir tu jaula de pájaros con Sleipnir, heredero de Éxodo.

—Tampoco yo cejaré en impedírtelo, rey Bolverk.

—Solo como un alma libre de las ataduras del cuerpo podrías tener esperanzas contra mi Asgard —advirtió Bolverk—. Y aun de esa forma, yo puedo llevar tu espíritu a una eternidad de sufrimiento. No puedes ganar esta batalla.

—Si debemos hablar de imposibles —dijo Arthur, más analítico de lo que daba a entender con sus palabras. Con Asgard, Bolverk no podía estar refiriéndose al arma que formaba en su mano re-utilizando la esencia de Sleipnir, sino una cualidad que estuvo siempre con él. Una barrera a cuerpo completo—, tú no puedes ver el futuro. Dejaste a quien podía hacerlo a su suerte.

El arma terminó de formarse antes de que Bolverk contestara. Una lanza magnífica, hecha del fuego de Muspelheim y el hielo de Niflheim.

Gungnir siempre alcanzará su objetivo —aseveró Bolverk—, a través del espacio y el tiempo. Hay un futuro para mí, heredero de Éxodo, pues yo salí del infierno por mi propio pie. Para los tuyos, que se han arrojado a las fauces del inframundo, no habrá mañana. Guárdate de hablar de la suerte de otros sabiendo la tuya incierta.

Como para dar forma a sus palabras, blandió Gungnir de arriba abajo. El peto del alma de Libra estalló a pesar de que no hubo contacto, justo a la altura del corazón.

La mente de Arthur, más veloz que su alma y aún más que su cuerpo, relacionó la situación con un viejo mito, el de Siegfried. ¿Podía ser la invulnerabilidad del rey una técnica que mantuviera su cuerpo a salvo de cualquier daño, salvo una parte del mismo? Su ojo fue cegado, sí, pero antes de que iniciara la batalla y por la misma decisión del monarca, quien había decidido atraer para sí el daño que en otro caso habrían sufrido los miembros de su corte. Bolverk, adivinando sus pensamientos, sacudió la cabeza.

—La leyenda de mi descendiente sucedió mucho después de que yo muriera —advirtió Bolverk, adivinando los pensamientos de Arthur—. No es en él en quien inspiro mi técnica, Asgard, sino en Baldr, a quien ninguna criatura o arma podía dañar por orden expresa de la reina de los dioses. No hay puntos débiles en mi barrera, heredero de Éxodo, ¿puedes decir lo mismo de tu jaula de pájaros?

Tras lanzar ese desafío, el rey apretó Gungnir y le transmitió aún más poder del que había desplegado en su Martillo de los Dioses. La lanza, fuego y hielo entremezclados, se tornó de un color imposible de mirar, el perfecto opuesto a toda materia, a toda existencia. Una pizca del Ginnungagap, tal vez. Y si contaba con la misma cualidad que la Espada de la Victoria, como temía, partir el arma solo multiplicaría el problema.

«El mito de Baldr —se dijo Arthur—. Él se creía invulnerable, no obstante, murió por desconocer que había algo que pudiera herirlo.»

Era una terrible forma de resumirlo, pero en eso halló la respuesta a cuanto debía hacer justo en el momento en que el rey estaba por ejecutar su más poderosa técnica.

Por encima de todo, no debía permitir a alguien así regresar a la Tierra.

Notas del autor:

Shadir. Esperemos que esta vez no meta la pata. Kyoka Suigetsu se sale un poco de las habilidades características de los Piscis (digo un poco porque Afrodita también tenía una habilidad para ocultarse), pero justo por eso es tan agradable de escribir, me alegra de haber podido transmitir bien en qué consiste.

Pienso que el Sumo Sacerdote del Santuario debe ser listo por necesidad, ya que dirige ejércitos humanos contra las huestes de los dioses. Me influyó mucho Lost Canvas.

Seph Girl. Ya ves, Belial 1, meme The End 0. ¿O no?

En algún lugar del infierno, Estigia asiente, satisfecha de que Ofión ganó experiencia con su Side Quest y ahora puede acometer la Quest principal. Y de que aprenda a no pecar ni de pensamiento, que para algo es todo un santo de Atenea.

Sería aburrido que todo les saliera como planearon. Aburrido y eficiente. Lo malo es que en esta historia de repente los enemigos también tienen planes propios y trampas.

Podría adoptar la forma de cualquiera de los cinco protagonistas, que olvidaron su vida normal y corriente del Sueño Eterno, pero de algún modo Shun es la única que siento que funciona. No me cierra imaginarlo con la apariencia de Hyoga, por ejemplo. Oh, sí, la reina del inframundo… ¡Más misterios sumándose a la lista!

Una disculpa por eso. No siempre logro explicar bien esas locuras cósmicas.

Irhen. ¡Bienvenida de vuelta! Yo como lector siento debilidad por las historias largas, pero entiendo que una cosa es una historia larga y otra una que ya va por los cien capítulos. Me alegra tenerte de vuelta y espero que la disfrutes.

La idea de mostrar cómo sería la vida de los protagonistas si no hubiesen sido santos de Atenea es, creo, la primera que tuve respecto a esta historia. Me venía llamando la atención el tema desde que vi el Tenkai Hen Overture y más aún con una escena clave de la obra original, que prefiero no mencionar por ahora, y aquí está el resultado. ¿Buena caracterización? Es bueno leer eso, porque en lo personal, creo que lo que hace grande a Saint Seiya son su rico universo y sus personajes.