Capítulo 98. Cosmos, puerta de la muerte
Icario de Boyero murió lejos de la batalla, sobre una mullida cama de hospital y acompañado de su pupila, Mera de Lebreles. Solo una vez arregló los asuntos del veterano, esta se unió al frente norteño y ahora cazaba a toda suerte de monstruos como un ejército de mil fieras guerreras enmascaradas. En ese mismo escenario luchaban Lesath de Orión y Aerys de Erídano, uno partiendo cabezas con puños de gigante, el otro escupiendo las llamas de un auténtico dragón sobre el bosque de muerte que los rodeaba, un ser viviente de maldad probada. Más allá de los gritos de dolor de las ninfas del asesinato y los aullidos de marinos y guardias, sedientos de venganza por los numerosos caídos, defendida su retaguardia por el valor Mil Manos Shiva, estaban Bianca de Can Mayor y Nico de Can Menor. Ambos tenían la forma de perros de oscuridad y como tales luchaban, con colmillos que hedían el alma y garras que desgarraban la carne de su rival, una Abominación con la forma de mujer hasta la cintura, donde empezaba una cola de serpiente. Los cadáveres de quienes le habían ayudado en esa trifulca decoraban el terreno bajo una capa amarillenta, rodeados por los restos de los hijos de la Abominación, prueba de su valentía. Solo una guerrera azul, Nadia, quedaba en pie entre todos los siberianos que habían que allí lucharon y era ella quien debía enfrentar a los otros engendros de la mujer serpentina.
Pero no todos los monstruos se quedaban en ese lado del valle de los muertos. Los que podían volar: arpías, Keres y pájaros de pico y diente metálico, cruzaban el bosque y llegaban hasta la mayor amenaza para las fuerzas del Hades, como estas ya intuían. Triela de Sagitario estaba rodeada por cuatro flechas, todas ellas consagradas a Atenea bañadas por una gota de su divino icor, por lo que no era de extrañar que los proyectiles flotaran alrededor de la de alas doradas. Sobre esta solían caer los engendros de la Abominación, mas en el momento justo sesentaiséis guerreros ciegos tomaron igual número de arcos y dispararon proyectiles envenenados. Realizaban tal acción gracias a un enlace con su ama, que llenaba sus heridos ojos de un brillo dorado, regalándoles la vista, y sus músculos comunes y armas corrientes del poder de la Edad de los Héroes. Con tales dones dieron muerte a los terribles enemigos mientras la Silente elevaba su cosmos hasta el paroxismo, siguiendo instrucciones precisas del Santuario. Al igual que los héroes legendarios y los cinco generales, la áurea arquera despertó a la Octava Consciencia, si bien de una forma tan peculiar como lo era ella.
El Trono de Hielo seguía intacto. Mithos de Escudo y Subaru de Reloj habían cumplido su labor, si bien el segundo lucía un gran cansancio. De todos los santos de Atenea enviados a aquellas tierras heladas, solo Fantasma de Lira se había tenido que retirar a la Ciudad Azul; un niño llamado Mime cuidaba de él. Mas poco podrían hacer ya estos ahora que Aqueronte empezaba a manifestarse; solo Nimrod de Cáncer, victorioso en su enfrentamiento con el Campeón del Dolor, le hacía frente con duras palabras y aun más recios puños, haciendo cimbrar el cielo pestilente.
Sneyder de Acuario y Shaula de Escorpio salían victoriosos de sus combates contra los Campeones del Olvido y la Ira, si bien con heridas que requerían ser tratadas en la Fuente de Atenea a la mayor brevedad posible. Se dirigían al Santuario desde una isla destrozada en el último enfrentamiento que sostuvieron con sus oponentes. Al tiempo, Kanon de Géminis había alcanzado las puertas del Tártaro y encaraba a tres deidades, mientras que Arthur de Libra —indemne más allá de los daños sufridos por el manto dorado—, hacía frente al rey Bolverk en un espacio aislado del universo material.
Era el frente chino donde la situación se había complicado más allá de toda expectativa. Pese a los esfuerzos de Shun de Andrómeda, presente en el monte Lu para cumplir una función similar a la de las tres nereidas en el Norte, Occidente y Oriente, Cocito había podido reunir un gran ejército de almas y cuatro espíritus de gigantes, de los que solo quedaba el cuerpo, a medias cadáver, de la Gran Tortuga. En el profundo laberinto en que se había convertido el interior de aquel ser de montañoso caparazón, luchaban con admirable habilidad las jóvenes Alicia de Delfín, Presea de Paloma, Xiaoling de Osa Menor, Elda de Casiopea, así como Margaret de Lagarto, Noesis de Triángulo, Retsu de Lince, June de Camaleón, Ban de León Menor y otros santos de bronce, cada uno acompañado con un oficial de la Guardia de Acero, como Azrael, Leda y Helena, al mando de una unidad de diez hombres y equipado con un tosco mapa del lugar. Entre los hombres de hierro que lucharon contra las hordas del Aqueronte destacaron en especial las amazonas de la recién fundada Unidad Themiscyra y Soma, si bien ninguno de ellos podía compararse a la azarosa escolta de Emil de Flecha: con Lord Folkell y sus hombres, apenas había tenido que alzar el Arco Solar hasta llegar a su destino, el corazón del gigante, donde un coloso de hielo amarillento les esperaba por sobre una hueste de espectros de Cocito y soldados de Aqueronte. Los berserkers rieron al iniciar la carga, pero Folkell miró al santo de Flecha con severidad antes de unírseles con un sonoro grito de guerra, dándole a entender que todo dependía de él.
Y así era. Todo dependía de la destrucción de la joya que hacía las veces de corazón para la Gran Tortuga, alimentada a rebosar por el cosmos que los santos de Atenea gastaban para defender a sus compañeros de hierro. Mientras, sin embargo, estos solo podían seguir luchando, confiando en el buen juicio de Azrael a la hora de idear la estrategia de defensa y en los refuerzos que iban llegando. Marin de Águila, Pavlin de Pavo Real, Fang de Cerbero, Iolao de Serpiente Terrestre y sus compañeros de entrenamiento en la isla Andrómeda. Kiki, Nenya de Cincel, Fjalar de Escultor y su Batallón Gólem, venidos de Jamir, prestaban apoyo a todo grupo que encontraran desvalido. Entre los heridos que se habían tenido que retirar a lo largo de la batalla, Grigori de la Cruz del Sur, Hugin de Cuervo, Nicole de Altar, Makoto de Mosca, Rin de Caballo Menor y quienes habían heredado los mantos sagrados de Hidra, Lobo y Osa Menor, varios se pusieron en pie para regocijo de su cuidador, Minwu de Copa, quien los trataba en la villa Rodorio con todo el esfuerzo que no pudo imponer en el campo de batalla. Se habían puesto de pie, en buena medida, gracias a la habilidad del sanador, pero también por los gritos que oyeron de un compañero: Joseph de Centauro, áun con una herida en el alma que jamás sanaría, gritaba desde el mundo de los sueños su deseo de combatir y vengar a los caídos del hierro; nombró a Tiresias, el querido capitán de la guardia, y ya solo los que seguían inconscientes y graves permanecieron en merecido reposo. Los demás corrieron sin dudar desde Grecia hasta la lejana Naraka, a donde cayeron como estrellas fugaces, mensajeras de esperanza y de la vida que dos de sus hermanos de plata ya no poseían. Ishmael de Ballena y Yu de Auriga habían caído en combate hacía ya un tiempo, confrontando a la Abominación de Cocito; el manto sagrado del segundo ni siquiera existía.
Ninguna ayuda podía venir de la Torre de los Espectros, inclinada por la terrible magia de los telquines. Si bien cualquiera de los que allí luchaban habría cambiado la balanza —tal vez para mal, pues el río Aqueronte bañaba el interior de la Gran Tortuga—, no era menos cierto que el mago que todavía quedaba sobre su cima era una amenaza todavía más acuciante que una nueva Abominación, y en destruir su báculo dedicaba Adremmelech de Capricornio todos sus esfuerzos. Orestes de la Corona Boreal e Ícaro de Sagitario Negro debían estar todavía luchando con sus réplicas, las cuales no podían destruir a riesgo de perder sus propias vidas en el acto. En cuanto a Garland de Tauro, también lo distanciaba otra tarea titánica de ayudar a sus compañeros: el Gran Abuelo estaba en el río Cocito, destrozando el caparazón helado que el dios de las Lamentaciones había puesto en torno al alma de los santos de Atenea caídos a lo largo de la guerra. Una sombra del Leviatán del santo de Ballena, hecha de fríos aullantes, gritos de dolor y sollozos de infantes quiso devorarlo, pero él fue quien llevó al terrible espectro a la más pura extinción: la de todo lo existente en el Caos primordial.
Ofión de Aries también se alistaba para encarar a un dios, Leteo, el río del olvido. Ningún santo de bronce, plata u oro quedaba, pues, en el continente Mu, no a primera vista, al menos. Shizuma de Piscis, impulsada por un nuevo poder, había despachado a la Abominación de Flegetonte que respondía al nombre de Ker y ahora ayudaba de forma sutil a los cincuenta batallones que luchaban en las montañas del continente: ya fueran soldados, ya capitanes, todo hombre del mar, de Hybris y de la Guardia de Acero tuvo alguna ayuda, si bien Faetón alardearía de sus grandiosas hazañas tanto como Sorrento dudaría sobre lo ocurrido en su duro combate contra los fantasmas de Mu, a buen seguro el más intenso de cuantos se libraban en esa tierra. De no menor relevancia, empero, era la lucha de Munin de Cuervo y Katyusha contra la Abominación de Flegetonte, semejante a la mujer serpentina del frente norteño, pues los engendros de la criatura, los legionarios que ascendían por la montaña y las llamas blancas con las que pretendían arrasarlo todo dificultaban el dar muerte a su objetivo. En su favor, la santa de Piscis se ocupó de los catoblepas que iban a la vera de los legionarios, arrasándolos al frío espacio exterior donde no podrían causarle daño a nadie.
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Lucile de Leo estaba a su lado. La sentía tan cerca como lejos sentía la presencia de Seiya de Pegaso y, más importante, Shiryu de Dragón, Hyoga de Cisne. Ikki de Fénix y Shaina de Ofiuco. A todos ellos, desaparecidos hacía mucho, trece años en caso de la portadora de Serpentario, los sabía vivos por mucho que fuera incapaz de localizarlos, y eso llenaba a Akasha de Virgo de una dicha empachada por la tristeza de las muertes cosechadas por tan terrible y odiosa guerra.
No sabía todo lo que pasaba en ella, desconocía las desventuras de muchos caballeros negros, guerreros azules, marinos e incluso los soldados de la Guardia de Acero que no estaban acompañados por un santo de bronce, plata u oro, pues aun si ella los consideraba también dignos santos de Atenea, envestidos por el hierro, lo cierto era que ninguno portaba un manto sagrado. Y, oh, estos hacían la diferencia más de lo que habría imaginado, ahora era capaz de sentirlo. Oricalco, gammanium y polvo de estrellas, se había dicho que esos eran los componentes de los mantos sagrados, pero estos no habrían sido creados sin un cuarto: icor, una gota de la sangre de Atenea fue vertida en la creación de esas gloriosas protecciones, mal llamadas armaduras al ser en realidad seres vivientes que luchaban junto a su portador, a su manera. Aun si ese regalo de la diosa de la sabiduría y la guerra justa había sido dado hacía milenios, de modo que no quedaba rastro aparente de la minúscula gota de sangre divina, ella lo sentía como faros que la guiaban hacia todos los que luchaban. Así sabía quién luchaba, quién había perdido la consciencia y quien ya no despertaría nunca más.
El dolor le hizo cometer una imprudencia. Si bien ahora estaba conectada a todos los mantos sagrados, pensó en el de aquella que podía servir a sus propósitos y así potenció a Shizuma, capaz de llegar a donde ella ni siquiera tenía ojos u oídos: el continente Mu. Eso fue un error, no era parte del plan de su maestro, pero no se arrepentía. De todas formas, poder era algo que le sobraba ahora mismo. El poder del Santuario, también proveniente de Atenea, fluía por su cuerpo y la hacía sentir que era capaz de cualquier cosa. Viéndose a sí misma a través de los ojos de Lucile, su leal guardiana, no estaba cambiando solo en el interior: el cabello cambiaba, adoptando el color de la plata; el cosmos, emanante de la toga papal, ya no era dorado ni de ningún otro color en específico, sino transparente, místico, tal vez divino. Si así lo habría querido en ese momento, todas sus heridas del pasado serían borradas. La muerte y la enfermedad no alcanzarían jamás el cuerpo que podría construir para su alma, una vez desechando el viejo. Por supuesto, no tardó mucho en rechazar esa tentación.
Tenía poder, un poder inmenso destinado a cumplir un propósito muy específico. No solo en los mantos sagrados había el icor de la diosa Atenea, sino también en las manos de tres personas escogidas para una gran tarea, y las de uno al que el azar había seleccionado contra toda expectativa. Eran Nimrod de Cáncer, némesis por elección del Aqueronte; Ofión de Aries, manantial de recuerdos y vidas, idóneo rival para Leteo; Kanon de Géminis, un guerrero al final, quien abandonó la toga papal con el firme propósito de librar una batalla para la que no habría vuelta atrás, y Garland de Tauro, tan misterioso como el guardián del cuarto templo zodiacal. Todos ellos tenían a buen recaudo un talismán escrito por la sangre de la anterior reencarnación de Atenea, la que fuera adoptada por Mitsumasa Kido y defendida contra tremendos enemigos por los héroes legendarios; si bien Garland de Tauro debía haberle pasado el suyo a Sneyder de Acuario, la opción evidente para el último de los ríos infernales, no había vuelta atrás ahora. Uno estaba en el mundo de los vivos, el otro estaba en el Hades.
—Triela —dijo la Suma Sacerdotisa, no a través de sus labios cerrados, ni mediante la telepatía, sino de otra forma. Una voz que reverberaba a través del enlace entre los mantos sagrados, las Ochenta y Ocho Puertas del Cielo—. Es el momento.
La Silente había diseñado la técnica, el antiguo Sumo Sacerdote había ideado un plan en torno a ella y quedaba en manos de su sucesora el que fuera ejecutado.
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La meditación de Triela acabó solo cuando el último de los Arqueros Ciegos cayó, atravesado por una lanza de tal grosor que le cubrió un tercio de la cabeza.
Antes, esos desafortunados soldados a los que cegó la habían protegido no solo de los monstruos, sino también del propio Aqueronte gracias a la chispa de cosmos que les había ofrendado: viendo sin ojos, liberaban con sus flechas las almas que el Aqueronte empleaba de la misma forma que hacía la Guardia de Acero. En más de una ocasión, el brazo que Nimrod desviaba recibía decenas de saetas, todas acertando en el cuerpo creado por el dios del dolor, mientras era todavía una vulnerable masa de cadáveres flotando por aguas de muerte y enfermedad. Por cada tiro, un espíritu era liberado, mas almas era lo que más poseía al pestilente hijo de Océano y Tetis, de modo que este podía responder a los ataques y lo hacía con tal violencia que monstruos y hombres eran despedazados sin hacer diferencia alguna. Al final, los Arqueros Ciegos habían muerto y todavía quedaban monstruos en el cielo, algunos alrededor de Bluegrad y otros sobrevolando por encima de las nubes, demasiados. Triela se levantó.
Al avanzar, las alas de Sagitario se extendieron, proyectando su sombra sobre el último defensor, el último de los Arqueros Ciegos. Triela posó la mano en el hombro de aquel soldado, por toda una vida cobarde, por un día, o al menos unas horas, tan valeroso como cualquier ateniense. El cuerpo de Claudio no tardó en deshacerse.
Triela, tomando una pizca del polvo al que quedaron reducidos sus hombres, acercó el puño cerrado al corazón. Al abrir la mano, de esta salieron cuatro chispas que chocaron con el suelo, liberando una explosión de luz. Las flechas de oro, acaso reaccionando a tan brillante destello, vibraron en un ritmo uniforme antes de caer al suelo. Ni el estallido ni las cuatro grietas abiertas en la tierra generaron ruido alguno.
Como cualquier ateniense entrenado para luchar aquella guerra, Triela era consciente de lo que significaba la falta de sonido. Durante un cierto tiempo, ni ella ni nadie oiría nada, en especial el lamento constante de las almas que Aqueronte usaba para formar ese cuerpo inmenso y deforme. Y luego lo primero que oiría todo aquel que estuviese en el bosque serían sus propios gritos de dolor; el sufrimiento de miles, si no millones, de almas en pena sería transmitido a todos los que luchaban por sobrevivir.
Un sufrimiento al que ella y los Arqueros Ciegos habían contribuido, pues las flechas que sin cesar dispararon estaban impregnadas por un veneno sin par. Miró el cuenco vacío que tenía a los pies, antes lleno de agua y una única gota de un líquido que le ofreció el anterior Sumo Pontífice. Era el icor de Atenea, cargado de un poder divino capaz de expulsar a las fuerzas del Hades al lugar del que provenían. Gracias a él habían purgado algunas almas del Aqueronte, unas gotas tomadas de un río inmenso.
Si bien Triela no conocía la naturaleza exacta del líquido, por no haber pedido explicaciones, le bastaba ver el cuerpo de Aqueronte —una montaña de aire y líquido amarillento en la que incontables soldados se fundían entre sí, sin dejar de alzar sus armas contra Nimrod— para entender que el veneno lo estaba afectando. Se retorcía todo el tiempo, fallaba los golpes mientras el santo de Cáncer no perdía la sonrisa en ningún momento, como si hubiese nacido para esa batalla y supiera que iba a ganar.
Tomó por fin el arco dorado, la más temible arma entre la élite zodiacal, y le colocó una de las flechas, la Enfermedad. Nadie, ni siquiera Aqueronte, escuchó el momento en que el arco se tensó, ni tampoco el silbido de la saeta al cruzar la distancia hasta el objetivo.
—Ah… —fue todo lo que pudo decir Nimrod antes de proferir un gemido gutural de puro dolor. La flecha, disparada para alcanzar la fuente del poder de Aqueronte, había atravesado el corazón del santo de Cáncer.
Atónita, Triela contempló cómo aquel misterioso guerrero caía algunos metros antes de ser atrapado por Aqueronte, cuyo cuerpo, ya adoptando la forma de un anciano de larga y poblada barba, se retorcía. La piel, apenas formada, bullía y se ondulaba como agua hirviendo; la coraza, oscura sobrepelliz, temblaba y vibraba, como si cada uno de los fragmentos que la conformaban estuviese librando una batalla con el resto. Los ojos del dios vieron por fin a la arquera celestial, todavía con el arco en las manos, estaban desorbitados, expresando una confusión de lo más humana.
Y es que así fuera un dios, Aqueronte utilizaba almas humanas para manifestarse más allá del dominio que Zeus dispuso para él. Con el poder místico que extraía de aquellas almas, devoraba el cosmos de los santos y otros guerreros de semejante destreza, que usaba para crear cuerpos igualmente humanos. Al final, se servía de esos cuerpos para crearse uno propio, así como la armadura. Esa quimérica forma de lucha era la mayor debilidad de los ríos del infierno, como bien supo ver Kanon trece años atrás.
El recién formado dios desapareció en el mismo silencio absoluto que había ordenado, como si todo aquel tiempo no hubiese sido más que una ilusión, el resultado de un juego de humo y espejos. Se llevó consigo a Nimrod, para sorpresa de Triela, quien no podía saber si el cuerpo del santo de Cáncer había sido destruido o solo transportado al Hades.
Las otras flechas bendecidas por el icor de Atenea, el cosmos del Santuario y, tal vez, el sacrificio de los Arqueros Ciegos, pasaron por el arco una tras otra, siendo necesario todo el poder de la Silente para tan solo tensar el arma dorada y disparar los proyectiles. Hambre para Flegetonte, fuego eterno; Muerte para Cocito, de todos los ríos el que mayor odio recibía desde el corazón de los santos; dudó unos segundos en disparar la última, la de la Guerra, que iba para aquel que se adueñaba de un sinfín de recuerdos.
Ella atesoraba un recuerdo muy vívido, el de saberse a sí misma impotente mientras su familia, una mafia de poca importancia en la ciudad de Nueva York, era masacrada por los caballeros negros. Algunos de los hombres que luchaban en el renacido continente Mu habían asesinado a su padre y a su madre, a sus abuelos y amigos…
La flecha cruzó a través del bosque maldito, que empezaba a desmoronarse. Los supervivientes del ejército aliado escucharon con claro alivio el silbido de la saeta, aunque para entonces esta ya estaba sobre las brumosas tierras de los Mu, aproximándose al nacimiento de Leteo, dios del olvido. Llevaba consigo la Guerra, que disociaría las memorias que aquel antiguo ser había devorado a través de los eones.
No había espacio en el corazón de Triela para odios inútiles. Al tomar el áureo manto, no era ya más esa niña italoamericana a la que su hermano mayor le tapó la boca durante largos y sangrientos minutos de vigía. Era más que eso. Debía ser más que eso.
Preguntándose aún por qué la Enfermedad había alcanzado a Nimrod, Triela se alzó a los cielos de un gran salto. Allí, aún le esperaban las Keres y otros monstruos del pasado, llenos de ira y una insaciable sed de sangre y venganza.
Por el bien del mundo, todos debían ser aniquilados.
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Con solo estar frente a uno de aquellos seres encapuchados, Kanon ya habría entendido de sobra que no tenía la menor posibilidad de sobrevivir. Bajo el embozo, donde los cabellos, unos más largos que otros, brillaban con el mismo tono ardiente del Flagetonte, podía detectar un poder que empequeñecía al de los espectros de Hades. Con toda probabilidad, cualquiera de aquellas mujeres habría pulverizado a los tres Jueces con solo mirarlos desde donde ahora estaban, a las puertas del Tártaro.
Él estaba frente a las tres Erinias, llamadas Benévolas para no despertar la ira de la más antigua encarnación de la justicia. Eran hijas de Urano, al igual que la primera ninfa de los fresnos y los gigantes, y se decía que solo respondían ante Hades.
—Soy consciente de mis faltas —se adelantó a decir, pues el solo hecho de saberse observado por las diosas lo asfixiaba. Si alguien le hubiese arrancado el corazón ahora, no lo habría notado, ni siquiera podía oír los latidos—. Pero no es el momento de pagarlas, hay algo que debo hacer primero.
Mostró el sello marcado por la sangre de Atenea, el mejor escudo que tenía ahora mismo. Las Erinias no mostraron el menor atisbo de sorpresa, mucho menos miedo. La más alta, Tisífone, chistó, sacando a relucir un látigo capaz de destruir el cuerpo y el alma de cualquier mortal, así como de dar tormento eterno a quienes no podían morir.
Kanon se preparó para luchar, lo que hizo que la menor de las Erinias soltara un extraño gemido, a medias risa y a medias compasivo, como lamentando la testarudez de los hombres. Los brazales de Géminis chocaron, liberando la música de los soles al morir.
Y entonces una de las flechas de Triela, el Hambre, cayó a los pies mismos del Tártaro, donde fluía la sangre de aquel abismo primordial. Para asombro de las Erinias —Kanon asumió que era asombro, pues desviaron la mirada hacia atrás, casi olvidando que él estaba allí—, el fuego eterno del infierno fue atraído por el dorado proyectil, que empezó a devorarlo sin sufrir el más mínimo de los daños.
—No por mucho tiempo —acusó Kanon, quien ya cubierto por el cosmos que había despertado para librar una batalla imposible, recordó el delicado procedimiento que seguía para abrir un portal a la Otra Dimensión. Lo invirtió, sello en mano, y empezó la ejecución—. ¡Es hora de que los vivos y los muertos se separen! ¡Gran Implosión!
Las letras del sello brillaron con tal intensidad que ahogaron el insignificante destello que pudiera emitir el manto de Géminis. Las Erinias, para fortuna del guardián del tercer templo, no pudieron atacarle en ese momento.
Usando la flecha de Sagitario como punto de apoyo, Kanon cerró para siempre el nexo que unía a la Tierra con el río Flagetonte.
—Ahora es cuando puedo escucharos —dijo el antiguo Sumo Pontífice, dejando escapar el sello. Este se volvió cenizas, las cuales se impregnaron en el nocivo aire que había en el lugar, cerrando la brecha abierta hacía tanto tiempo—. No mentía al decir que soy consciente de mis faltas.
Las Erinias se miraron, extrañadas por la rapidez de los acontecimientos, y luego se volvieron a la vez hacia el santo de Géminis.
El látigo de Tisífone restalló con furia.
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Tras un millar de combates contra completos desconocidos donde esperaba ver a los amigos de antaño, Garland llegó ante la faz de Cocito tal y como esperaba estar. Casi derrotado, cubierto de escarcha y tiritando, no por el frío, sino por las numerosas heridas que le habían infringido. Eran superficiales, sí, pero no cerraban, no en el infierno, y al fin y al cabo venían cargadas con el Lamento de Cocito.
Lanzó al rostro inmenso de Cocito una mirada desafiante, aunque no pudo evitar un estremecimiento. En la Tierra, los ríos del infierno podían ser enfrentados por los santos de oro, en el Hades, en el lugar del que nacían, la situación era muy distinta.
La mayor paradoja de todo aquello era que solo en el lugar donde eran invencibles, los dioses del dolor, la furia, el lamento y el olvido podían ser derrotados.
En eso había radicado la gran estrategia de Kanon, un golpe maestro que pudieron ejecutar a medias. Cuatro santos de oro seguían a los ríos a través de la brecha que usaban para entrar a la Tierra, viejas grietas en el mundo abiertas en el pasado para conectarlo con el reino de los muertos. Protegidos por un sello de Atenea, debían distraer a auténticos dioses en su dominio el tiempo suficiente para que Triela disparase la flecha de Sagitario, regalo de la diosa Atenea, sobre cada uno de ellos. Habían tenido algunos tropiezos, como que fuera él y no Sneyder el que llegara a Cocito, y que fuera Nimrod y no Lucile quien tuviera que ocuparse de Aqueronte, pero no siempre en sentido negativo. La alianza con Hybris les había granjeado no una flecha, sino cuatro.
Garland se vio tentado a suspirar aliviado cuando, antes de ser atravesado por lanzas de hielo creadas por el mismo Cocito, una flecha le impactó en la frente espectral, fulminándola en un instante. La Muerte, sin duda.
«Debo ser rápido —se dijo, bañado en sudor, mientras sacaba el sello que Kanon le había dado. Este brilló, ofreciéndole una calidez única, divina—. A los dioses no les gusta nada eso de morirse, en especial cuando se mueren.»
Un destello cubrió la totalidad del Cocito, tanto el tormentoso camino recorrido por Garland, lleno de guerreros sagrados, cuanto más allá. Al santo de Tauro le gustaba pensar que en las profundidades, donde mil millones de almas seguían atrapadas desde los tiempos del diluvio, también sintieron esa divina calidez. Le reconfortaba solo imaginar que su gente tendría al menos un poco de paz.
Cuando terminó el corto ritual y el papel se deshizo en cenizas, que se unieron a los fríos y fuertes vientos del último círculo infernal, Garland cayó, abatido, sonriendo.
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Ofión de Aries, aun siendo consciente del plan ideado por Kanon, no tenía forma de saber que los demás hubiesen tenido éxito. Estaba en un plano distinto al de la Tierra, mientras que el Tártaro estaba tan lejos del Muro de las Lamentaciones como los Campos Elíseos. Aun Cocito, debido a la influencia del dios que lo dominaba, era insondable para los prodigiosos sentidos del santo de oro.
Así que lo mejor que podía hacer era continuar el desigual enfrentamiento contra aquel que regía el olvido. Con no poco esfuerzo, esquivando una infinidad de ataques apareciendo y desapareciendo en uno u otro lado, logró encerrarlo en un cofre gigante de apariencia similar a la del Muro de Cristal. Aquella prisión, Arca de Cosmos, no cesaba de emitir vibraciones que solo podía escuchar el prisionero, en medio de violentas corrientes energéticas que habrían de sorberle la fuerza vital.
Lo normal era que quienes caían presa de aquella técnica acababan, si no agonizantes, al menos lo bastante debilitados como para que el siguiente ataque fuera letal, pero la expresión de Leteo tras las paredes cristalinas era de total indiferencia.
—¡Maldición! —gritó, observando un sutil movimiento en el aire frente al Muro de los Lamentos. Justo en torno al hueco, algo se estaba formando.
Estaba a punto de incitar la explosión del Arca de Cosmos cuando la última de las flechas sagradas disparadas por Triela le pasó por encima del hombro. Tan implacable como su dueña, el proyectil se clavó, no en el ser atrapado en la prisión energética, sino en la brecha abierta en el pasado por los santos de oro.
—¿El Muro de los Lamentos es el cuerpo de Leteo? —se preguntó Ofión, con los ojos muy abiertos. No parecía tener sentido, hasta que cayó en la cuenta de que el río del olvido era la única vía hacia los Campos Elíseos. Si la pared que lo separaba del resto del reino no era el cuerpo de Leteo, al menos debía ser una parte de él.
Mientras se le escapaba un suspiro de alivio al sentir que la Guerra estaba reteniendo al dios —enfrentando entre sí los innumerables recuerdos que este había consumido—, Ofión sacó el sello de Atenea. Pero antes de poder liberarlo cayó de rodillas, preso de un gran dolor que se extendía por los cuatro rincones de su mente; un momento antes de caer inconsciente vio cómo la forma de Leteo se deshacía en un gran mar, que devoraba la totalidad de la estancia, desde el Arca de Cosmos hasta su propio cuerpo.
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El mismo destino estaba corriendo Belial, guardián de aquel pequeño reino en el plano astral que eran las memorias de todos los santos de Aries. Hasta el momento había librado una batalla interesante con Leteo, exigiéndole tantos esfuerzos que no parecían sobrarle fuerzas para luchar en condiciones en el exterior. Claro que era difícil saberlo, pues el dios se limitaba a bloquear con sus cadenas, recuerdo exacto de las del santo de Andrómeda actual, todas las técnicas y ardides que su orgulloso oponente conocía.
—¿Hasta cuándo piensas jugar, diosecillo? —cuestionaba Belial, airado.
—Eres mortal —respondió Leteo, como quien dice que el sol saldrá por el este—. No puedo tomarte en serio, sería cruel de mi parte.
—¿Por eso Shizuma de Piscis sigue viva?
—He olvidado quién es.
—¿Acaso me dirás que también olvidaste a Ofión de Aries, tu rival?
—Creo que eres tú quién ha olvidado quién es su rival.
Así hablaba el dios, con un tono tan tranquilo que ni siquiera podía saberse si le estaba gastando una broma. En verdad, no parecía estar tomándose nada en serio.
Todo cambió cuando la flecha de Triela se clavó en el Muro de los Lamentos. Las cadenas se deformaron en una sustancia a medias líquida, a medias sólida que ató a Belial y su trono de forma irremediable. Desde ahí, el primer santo de Aries solo pudo ver cómo el amplio salón era llenado con la verdadera apariencia del río Leteo; resultaba extraño recordar que el dios era justo eso, un río como los que abundan en el mundo de los hombres, solo que hecho de recuerdos y con una consciencia particular.
—¿Qué habéis hecho? —cuestionaban aquellas aguas, haciéndose oír por sobre el sonido de un millar de muros al derrumbarse. Uno tras otro, los pasados de todos los santos de Aries peligraban a la vez—. ¿Es esto lo que Damon…?
—Soy un dios —le interrumpió Belial, harto de juegos. La vasta fuerza de sus pensamientos se puso a prueba, haciendo retroceder el río, alzando paredes de consistencia cristalina allá donde las auténticas habían caído—. Abandona mi reino, usurpador, y perdonaré tus crímenes. Prosigue y perecerás.
—Eres arrogante.
—Como corresponde a mi naturaleza.
—Hasta el más insignificante de los inmortales está por encima de un falso dios.
—¡Nadie que se considere insignificante puede ser llamado dios!
Por última vez, Belial quiso tomar el control de aquel río desbocado, pero las ondas telepáticas de su cerebro eran devoradas por las aguas, presentes en toda la estancia salvo en las cercanías de su trono elevado. Y pronto hasta ese sector seguro volvió a ser sobrepasado por Leteo: como una simple capa uniforme de líquido color azul oscuro, avanzó hacia el asiento, rodeó las botas, las piernas y la cintura del autoproclamado dios ya de pie y lo paralizó. Belial solo pudo gruñir antes de que tal sustancia llegara hasta sus mejillas. Para entonces, todo el salón era propiedad de Leteo.
—Antes de que Damon se apodere de esto, lo destruiré, ¡debo destruirlo!
—Te equivocaste.
La voz que interrumpió la repentina locura de Belial conmocionó todavía más al río del olvido. En esta ocasión, por escasos instantes, fue él quien detuvo toda acción.
—Eres tú el que olvidó con quién peleaba —dijo Belial, empleando una voz que no era suya, antes de que el rostro del primer santo de Aries pasara a ser el del último de aquellos, Ofión—. Ya nos preocuparemos nosotros de Damon, a su tiempo.
—Te recuerdo —confesó Leteo con infinita tristeza. Un millón de rostros aparecieron por el salón del trono, todos antiguas formas que aquel dios había tomado, pero solo la cara de Shun habló, dolorido—. Te recuerdo a ti y a Aoi.
—Yo también —dijo Ofión de Aries, ocupando el trono del pasado. Las aguas del olvido seguían pegadas a él, aun mientras alzaba el brazo que sostenía el sello de Atenea—. Creo que yo también te recuerdo, Leteo. Creo que lo recuerdo todo.
La mente es un lugar más, esa era una importante lección que Shizuma Aoi le había enseñado, así había podido traer el preciado sello hasta el plano astral. Pues Leteo, río del olvido, no era más poderoso en el hondo Hades, sino entre los recuerdos de los hombres. Era, por tanto, allí donde debía ser derrotado.
—Creía que eras Belial, el falso dios de Aries —dijo Leteo mientras las aguas se retiraban, dejando un mundo todavía rico en recuerdos.
—Y lo soy —aceptó Ofión—. Soy Belial, Neoptólemo, Avenir, Shion, Mu y muchos otros que me precedieron. Es por eso que soy yo quien te combatió.
—Ningún otro habría podido —dijo Leteo—. Has sido un rival astuto.
Ofión de Aries abrió los labios para decir que solo había tenido suerte, pero los cerró al punto. Uno a uno, los rostros de Leteo desaparecían, pronto también lo haría aquel que usaba para hablar, el que era idéntico a Shun de Andrómeda.
—Damon de la Memoria no dejará que la legión de Leteo regrese al Hades, la tomará para sí y yo ya no podré impedírselo. Cuidaos de él.
—Así lo haremos.
—Volveremos a vernos, en otro lugar y con otra forma —prometió el dios.
—Con el debido respeto, espero que eso no ocurra —dijo Ofión, sincero.
Al final de una guerra, los hombres merecían un período de paz, él lo necesitaba. Pero los hombres poco saben del futuro y el destino como para replicar nada a los dioses.
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Al despertar, lo primero que hizo Ofión fue mirar en derredor, cerciorándose de que tanto el Arca de Cosmos cuanto Leteo habían desaparecido por completo.
Tal y como ocurrió en el Tártaro, Cocito y el Aqueronte, la grieta en el tejido de la realidad que permitía a uno de los señores del Hades entrar a la Tierra se cerró. Sin embargo, contrario a las expectativas del santo de Aries, el Muro de los Lamentos no volvió a la forma original que estuvo a punto de aplastar las esperanzas de los héroes legendarios. ¡Al contrario! Lo que quedaba de aquella pared, que materializaba toda desesperación humana, se volvió transparente e intangible, similar a un fantasma.
Una energía estática recorría cada palmo de la muralla espectral. Por un momento, rechazó aquella visión y volvió a buscar a Leteo, ¿de verdad lo había derrotado?
—Parece imposible… —se dijo, confuso. Se suponía que la flecha de Sagitario afectaría a las legiones del inframundo, a la vez que mantendrían quietos a los ríos infernales el tiempo suficiente como para aplicar el sello. Habían usado herramientas divinas para sellar dioses, pero aun así la victoria lograda le sentaba extraña, como un sueño—. Uno que recordaré durante toda mi vida, pues nunca más cederé mis memorias al olvido.
Tan arrogante promesa se vio rota en el preciso momento en que regresó la mirada al muro. Olvidó, presa del divino influjo de su oponente, cualquier otra cosa que no fuera el nuevo monumento, en el que un rey solemne miraba hacia abajo, a una diosa que sostenía entre las manos el mundo de los hombres. Un mundo inundado.
Se quedó ahí quieto a través de los segundos y los minutos, sin poder ya recordar la forma original del Muro de los Lamentos. Tardó mucho en pensar que había un riesgo que correr luego de una estrategia tan osada: habían sellado cualquier entrada al infierno desde el interior, encerrándose a sí mismos; el icor de Atenea, que bien pudo haberlos salvado, fue empleado con un fin más altruista, el de salvar a toda la humanidad.
—A todos los seres vivos —se corrigió Ofión, clavando los ojos no en el rey y la diosa, sino en el mundo que esta parecía estar mostrándole al primero.
Y entonces, reflexionando, decidió que había peores formas de morir que contemplando esa maravilla. Se quedó allí, sin pensar en nada más, volviendo a dejar atrás todo lo pasado, pues el olvido, como todos los dioses, es eterno y no conocerá jamás la muerte.
Notas del autor:
Shadir. ¡Esas batallas son las mejores! Llevaba mucho tiempo dejando caer lo fuerte y hábil que es Arthur, este es el momento de trasladar las palabras a hechos.
Ulti_SG. De algo tenía que servirle ser el caudillo de los muertos por delegación. Así es, Arthur recuerda la máxima del uno contra uno que hizo grande a Saint Seiya y tiene la técnica más apropiada para lograr eso. ¿Será un duelo a muerte con cuchillos?
Explorar el pasado de los personajes en plena batalla también es muy del estilo de Saint Seiya. Y ser optimista también, ¡la esperanza es lo último que se pierde!
Tuve mis problemas con FFXV, pero a pesar de todo me gustó y también me encanta el estilo combativo de Noctis. Tenía que hacerle un homenaje. ¡Habría sido genial ver algo así en ELDA! Ah, pues nada de duelo a muerte con cuchillos, porque Bolverk es lancero como buena unidad de caballería. No importa, sigue siendo un duelo a muerte y eso es lo que importa. La pregunta que todos nos hacemos es: ¿quién engrosará el contador de muertos entre estos dos contendientes?
