Capítulo 99. Dunamis, ventana a la vida
El bosque de la muerte, como era conocido por quienes allí luchaban sin descanso, recibía por fin aquello que había dado a tantos valientes: una muerte agónica e inevitable. Los árboles contrahechos se inclinaban hasta partirse y caer al suelo como miles de astillas, algunos con una rapidez inexplicable, como si un fuerte vendaval los hubiese arrancado de la tierra. Otros, para horror de los combatientes que observaron aquel fenómeno, morían con espantosa lentitud, tomando al tiempo la forma de ninfas descarnadas que supuraban salvia por todo su cuerpo y pedían piedad a gritos.
Las ninfas del asesinato eran las únicas que hablaban, pues fueron los hombres los que escogieron usar sus árboles para construir armas dadoras de muerte en tiempos pretéritos. El resto de la legión Aqueronte, infectada por la Enfermedad transmitida a través del río del dolor, solo proseguían su lamento eterno y blandían sus armas tal y como habían hecho desde un principio. La única diferencia respecto al resto de la guerra, era que quienes caían ya no eran sustituidos con rapidez por nuevos soldados cubiertos de desesperación y armados con la muerte, sino pálidas criaturas maltrechas, retorcidas sobre sí mismas, de huesos blandos que no podían siquiera sostenerlos en pie. El sufrimiento, por descontado, debía otorgarles poder, pero la Enfermedad les impedía hacer uso de él y los soldados de la Guardia de Acero estaban ya acostumbrados a dar el merecido descanso a esas huestes, así que la batalla no tardó en decantarse a favor de los vivos. En el extremo del bosque que daba a la Ciudad Azul, donde un nutrido grupo de combatientes había defendido con creces la urbe del, por llamarlo de algún modo, ejército de tierra del Hades, todos suspiraron de alivio.
Lejos de allí, las cosas eran muy distintas. La repentina ira que dominó a Bianca de Can Mayor seguía viva donde el resto de santos de Atenea miraban esperanzados cómo Aqueronte iba desapareciendo del cielo, sonriendo por el futuro que vendría. Ella no miraba al firmamento, sino a su presa, la Abominación serpentina que todavía podría engendrar más monstruos para la guerra. Ya fuera por eso o por un odio secreto hacia las fuerzas del Hades, Bianca empezó a arrancar pedazos del cuerpo de aquella criatura, ora el lado humanoide, ora el serpentino. Nico, contagiado por la rabia que su hermana destilada desde su cascarón canino, hecho de sombras, mordía también, y sobre todo desgarraba las partes del monstruo descubiertas.
—Yo también tengo cuentas pendientes con esta cosa —se quejó Nadia, sorprendida por la extraña fascinación que esa escena le provocaba. De repente, aquella madre de monstruos parecía la víctima, al ser atacada por dos bestias oscuras sin tener la más mínima oportunidad de atacarles, como hacía antes de que el bosque empezara a morir. Sin saber si era un acto de compasión o de venganza, asió Cortaúñas, el hacha mágica que la capitana Katyusha le había regalado, y dijo—: ¡Regresa con tus hijos, demonio!
El hacha, tras trazar un arco horizontal, liberó una onda de mágica energía sobre la Abominación. En un abrir y cerrar de ojos, la cabeza fue separada del pedazo sanguinolento en que había quedado reducido el monstruo, poniéndole fin.
—¡No me miréis así! —exclamó Nadia. Los canes sombríos, tras un mísero segundo de estupefacción, giraron sus cabezas hacia la siberiana enseñando los dientes—. No sé qué ha hecho el Santuario para frenar a aquella cosa de arriba, pero los monstruos son también un problema. Tenía que ponerle fin.
La capitana en funciones de los guerreros azules solo se estaba justificando. Desconocía que el propósito del Santuario había sido siempre cortar los lazos entre el Hades y el mundo de los vivos, así como que el Hambre consumía las llamas del Flagetonte más allá de su origen, de modo que ahora los monstruos que ya habían llegado a la Tierra, junto a los que engendraran la Abominación Equidna del Norte y la del continente Mu, eran los únicos miembros de la legión de Flegetonte con los que tenían que lidiar. Bianca y Nico tampoco lo sabían, no tenían rango suficiente para conocer la totalidad del plan del antiguo Sumo Sacerdote, pero al oler el aire captaron que todas las batallas habían concluido ya. La venganza que buscaban estaba servida.
Así que se retiraron del sangriento campo de batalla, Nadia y los dos canes, más mansos, entre todos los locos que siguieron a la siberiana a esa batalla suicida. Ninguno había caído sin regar el suelo con la sangre de los hijos de la Abominación, todos habían demostrado al Hades lo que significaba estar vivo; aun si ninguno de ellos podía rehuir la oscuridad del fin, a buen seguro habían brillado en las tinieblas en su último instante.
—Hasta tú —dijo Nadia, cuando la espalda de Shiva ya era visible—. ¿No piensas descansar? La lucha ha terminado —preguntó con una forzada sonrisa.
Shiva tardó todo un minuto en dar la vuelta, con leves cortes en todo lugar que no estuviera protegido por el exoesqueleto Hercules, más uno más grave que le cruzaba el pecho desde el hombro a la cintura. Todavía sostenía los dos cuchillos Hydra y en sus botas podía verse con mortífera claridad la mancha amarillenta del Aqueronte, aun si sus aguas putrefactas se retiraban ya del valle de la muerte, de Bluegrad y, acaso, del mundo. En verdad era el momento de descansar. Había hecho más de lo que pudo soñar en otros tiempos, cuando no era más que Agni, un caballero negro encerrado en Reina Muerte. Más de lo que habría esperado el Pacificador cuando cortó la cabeza de su único amigo, Rudra. Pudo ser un ladrón, pudo morir intentando vengarse y pudo ser uno de los vigilantes de Hybris, pero escogió luchar, luchar y luchar, porque trece años atrás, el Santuario le dio una segunda oportunidad en la forma de un asistente un poco loco.
Sí, era el momento de descansar, pero Mil Manos Shiva se negó a bajar las armas hasta que el bosque entero se hubiese hecho polvo. El destino, empero, quiso que su cuerpo se deshiciera antes, merced de la maldición de Aqueronte. De su caída, solo tres personas fueron testigos; de sus hazañas defendiendo, nadie podría decir nada. Había liberado más almas que ningún otro hombre en el frente norte, y al final de sus días alcanzó la fuerza de aquello que siempre deseó ser, un santo de Atenea.
La Batalla del Valle, como sería llamada en el futuro, había concluido.
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Bajo la Copa de Ganímedes, Aqua golpeaba sin descanso la columna de monstruos que se le venía encima, si es que podía pensar de ese modo estando ella de pie sobre un techo de hielo, esperando a una legión que ascendía desde las profundidades.
Sin nadie que pudiera escucharla y sin voz para exclamar los desafíos que lanzaba al inicio, la santa de Cefeo se permitía de vez en vez un gemido, un sollozo. Estaba agotada. Nunca jamás se había esforzado tanto, nunca había conocido el dolor, si descontaba el día en que murió y acaso el tiempo que pasó en el Hades, ambos bien enterrados por el bendito olvido. Seguía, no obstante, invicta y sin heridas graves, por lo que sacudió la cabeza con fuerza cuando una aparición inesperada le dijo que podía marcharse. Era Akasha de Virgo, la Suma Sacerdotisa.
—Solo estoy cansada, se me pasará —aseveró, destrozando a la vanguardia de bestias con inmensos puños de agua—. ¡Podría estar así toda la noche!
—La noche ha acabado —dijo la Suma Sacerdotisa—. El amanecer te espera.
Aqua quiso responder, pero entonces se llevó las manos al vientre, donde gotas de un odioso líquido rojo le bajaban entre las grietas de su querido manto de plata. ¿Por qué era su vida de ese color? ¿Por qué no manaba icor si su padre era Nereo, el viejo dios del mar? ¿Por qué murió miles de años atrás? ¿Por qué…?
¿Podría morir ahora?
—Cómprate otro reloj, sigue siendo de noche —espetó Aqua, enojada consigo misma y pagándolo con quien debía reverenciar—. Y yo sigo pudiendo pelear.
Era sincera, a medias. En realidad, soñaba con ser apartada de ese lúgubre lugar, quería ese amanecer que la Suma Sacerdotisa le prometía. Pero no quería decepcionar a quienes habían puesto todas sus esperanzas en ella. Por lo que sabía, los santos de Atenea abandonaron Alemania porque confiaban en que dejaban la zona a buen recaudo. ¿Cómo podría mirarlos a la cara si retrocedía ahora? No sería capaz, puesto que sus reflejos seguían permitiéndole golpear a esas bestias, y su fuerza, reducida a la mitad, seguía siendo suficiente para destruir a cualquier enemigo. O eso creía.
Una vez destruyó una nueva hueste de monstruos que ni siquiera podía ver, gracias a la Gran Inundación, pareció haber paz por tres valiosos segundos. Después, un gruñido, dos ojos rojos como la sangre y una piel tan negra como la más profunda oscuridad. Tuvo que enfocar mucho la vista para delimitar al nuevo monstruo de la legión de Flegetonte, que abría unas fauces lo bastante grandes como para devorar un elefante de un solo bocado. Y aunque distinguía ya la cabeza de reptil, el humo de los ollares y los largos y retorcidos cuernos, no fue hasta percibir la silueta de dos grandes alas extendidas hasta cubrir todo el abismo que entendió lo que era.
—¡Un dragón! —gritó Aqua—. ¡No puedo con un dragón! ¡Sácame de aquí!
—Sea —dijo Akasha, antes de teleportarla de nuevo al mundo de los vivos.
Cuando estuvo sobre el sello que ella misma había ayudado a crear, recordó un último comentario de la Suma Sacerdotisa que bien podría ser solo su imaginación:
—Es solo un guiverno.
No le dio tiempo a enfadarse. Había aparecido a pocos metros de donde yacía Zaon, inconsciente tras haberle ofrendado su cosmos. La santa de Cefeo, conmovida, no pudo sino cargar a aquel hombre sobre sus hombros y llevarlo hasta los líderes de facto de los Cien de Heinstein. Tanto a Cristal como a Günther les hizo la misma pregunta antes de comunicarles la buena nueva. Lo hizo ofuscada y señalando el cielo.
—¿Alguien de aquí ve el sol?
—No —respondieron ambos—. Sigue siendo de noche.
—Ya me lo parecía a mí —dijo Aqua, molesta—. ¡Quiero mi amanecer!
Faltaría tiempo para que eso ocurriera, algunas horas más de lo que tardaron los Cien de Heinstein en separarse. Pese a la seguridad de Aqua y que no tenían razones para desconfiar de ella, el estado del sello era precario: no había un palmo de hielo que no tuviera al menos una pequeña grieta, sobre todo después del ataque del último monstruo, fuera dragón, guiverno u otra cosa. Nadie allí podía saber del Hambre, la flecha que Triela disparó contra Flegetonte, así que por lo que a ellos respectaba, seguían teniendo que cumplir su misión para con el mundo de los vivos.
Aqua de Cefeo no se molestó en sacarlos de su error. Tomando como última misión salvar a Zaon de Perseo, se lo llevó consigo a villa Rodorio, donde Minwu de Copa se encargaría de tratarlos a ambos. La Batalla de Heinstein había concluido.
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—Lord Folkell —gritaba Hrungnir, el gigante berserker, mientras se arrancaba los cuatro espectros que se arrastraban por su cuerpo como si fueran parásitos. Las siguientes palabras se ahogaron por un grito de dolor, pues el cuarto de los guerreros de piel helada había clavado sus dedos en su cuerpo y al quitárselo perdió algo de piel y carne a la altura del hombro—. ¡Usad Balmung, rápido!
—Soy su guardián —replicó Folkell—. Venceré esta batalla por mis propios medios. ¡No avergonzaré a Emil de Alfheim con el acto de un cobarde!
Emil, que corría por las paredes de aquella estancia atestada del río Aqueronte, soltó una carcajada nerviosa. Por lo que a él respectaba, podían usar trucos de magia si querían.
El diamante que hacía las veces de corazón para la Gran Tortuga estaba a la vista, pero un coloso había frenado todos los tiros de Emil con su espadón de hielo, para luego contraatacar con ondas de energía amarillenta, a buen seguro tan mortíferas como lo era el contacto con las armas del Aqueronte. Así lo intuía el santo de Flecha, y también debían asumirlo los berserkers, pues solo Folkell enfrentaba al coloso.
—¡Yo soy tu enemigo, engendro de Hel! —gritó el Lord del Reino, dando un temerario salto hacia el espadón, por ese momento inclinado en horizontal, y usándolo para impulsarse sobre la cabeza del coloso—. ¡No vuelvas a darme la espalda!
Lo golpeó con todas sus fuerzas, quebrando el hielo de tal forma que ni los martillazos de Erik ni el zumbido de las hachas voladoras de Hrungnir y las flechas mágicas del único arquero del grupo, pudieron compararse al estallido. Lo siguiente que ocurrió, empero, fue mucho más impactante: el coloso sangró aguas del río del dolor y soldados del infierno, siendo imposible el ver a Folkell en medio de la mortal cascada.
Ningún berserker acudió en su ayuda. Ya fuera que estuvieran entregados a la batalla, ya que tuviesen sus propios problemas con las legiones combinadas de Cocito y Aqueronte, nadie, salvo Emil, estaba en posición de actuar, y el santo de Flecha tenía su propia misión. Aquel coloso sería una insignificancia en comparación a la Gran Tortuga si esta despertaba de nuevo combinando en su corazón el Lamento de Cocito y el poder de Aqueronte. Alma y carne, todo moriría merced de esa nueva Abominación si no cortaban el problema de raíz. Entendiendo eso, Emil preparó el Arco Solar y recordó aquella misión en Bluegrad de hacía una eternidad. Saltó a una precaria plataforma de hielo, a buena distancia del diamante, y contó en su fuero interno el mismo número de segundos que dedicó entonces a fortalecer el tiro. Los brazos le ardieron, el manto argénteo cimbró y, al final, liberó la flecha como un rayo de luz.
Un mero instante previo a ello, el coloso de piel helada e interior pestilente estuvo a nada de rebanar al santo de Flecha de costado a costado, destrozando además buena parte del tronco, los brazos y las piernas. Pero entonces, para fortuna de Emil, quien solo tenía ojos para su objetivo, nuevos estallidos se sucedieron por el cuerpo de la Abominación. El hielo explotaba de dentro hacia fuera, expulsando unas aguas que se vaporizaban antes de llegar al suelo, así como soldados enfermos, con la piel pegada a huesos torcidos y vientres hinchados y sangrantes. Entre tan desagradables entrañas emergió Folkell, en pie allá donde su enorme enemigo caía pedazo a pedazo.
El impacto de la saeta contra el diamante ensordeció el grito victorioso de Folkell y los aullidos de guerra de los berserkers. Toda la estancia tembló, y más adelante nadie podría decir si el techo y los muros fueron desintegrados por un pronto efecto de la Muerte o por el portentoso proyectil de Emil. De lo que sí no cabía duda, en cambio, era que ese dardo luminoso puso fin al último de los gigantes revividos por Cocito. No quedó ni el más mínimo rastro de su núcleo.
—Estás muy loco —susurró Emil, avanzando con torpes pasos hacia el Lord del Reino. Le dolía todo el cuerpo y el Arco Solar volvía a ser parte de su brazal.
—Me lo dicen a menudo —dijo Folkell, sonriendo.
Notando que algo estaba mal, Emil sacó fuerzas de la flaqueza y corrió para ofrecer su hombro a aquel valiente norteño. Solo entonces, cuando lo tuvo cerca, notó los temblores de quien había sentido por igual las aguas del Aqueronte y de Cocito. Había perdido color, le castañeaban los dientes e incluso el cabello pintaba ya canas en las sienes, pero el muy bastardo sonreía, satisfecho con haber pagado ese precio.
Un súbito temblor sacudió la totalidad de la estancia, anunciando el pronto derrumbe del cuerpo de la Gran Tortuga. La Muerte estaba ejerciendo su efecto sobre la legión de Cocito: los guerreros helados caían por centenares sin que los embravecidos bersekers los tocaran siquiera, como jarrones de cristal demasiado frágiles para resistir siquiera el roce del viento; el hielo que recubría las paredes se licuaba, tornándose en torrentes y cascadas que no tardarían en inundar todos los recovecos del laberinto. Hasta la maldición que aquella legión infernal había desatado sobre incontables guerreros fue afectada por la saeta que Triela disparó sobre el dios de las lamentaciones, mermando sus efectos. Así Emil se explicaba el que Folkell siguiera vivo.
—¿Qué ha hecho el Santuario? —preguntó el Lord del Reino, admirado.
—Esa parte no me la contaron —contestó Emil, buscando sin éxito una salida—. Digamos que usaron magia. Sí, lo hizo un mago.
Folkell asintió como si hubiese dicho algo con sentido, pero luego abrió mucho los ojos, así como lo hicieron Hrungnir y el arquero cuando, de repente, los berserkers abandonaron aquel estado de descomunal musculatura que tan bien les había servido durante las pasadas batallas. Emil miró al líder del grupo, lanzando una pregunta muda.
—No, no es tan fácil que el estado berserk se deshaga. ¿Esto también lo hizo un mago?
—Una maga, más bien.
Emil dio esa respuesta con la más amplia sonrisa. En sus ojos se reflejaba la figura traslúcida de Akasha, a quien pronto los norteños también divisaron. La Suma Sacerdotisa les señalaba el camino, como hacía con otros muchos por todo el laberinto. Había sido un acierto que hubiese un santo de Atenea por cada grupo de combatientes.
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La Batalla por la Torre de los Espectros concluyó en la cima de aquel edificio, justo mientras santos, guardias y norteños atravesaban pasillos donde el agua, fría aunque ya sin la influencia del infierno, les llegaba a la cintura, en busca del portal más próximo. Adremmelech de Capricornio fue el encargado de dar ese mensaje, si bien Ícaro y Orestes, por haber visto desaparecer a sus oscuras réplicas, ya lo daban por descontado.
—Lo del Caballero sin Rostro es cosa del pasado —afirmó Ícaro tras un silbido—. A partir de hoy serás Adremmelech Matamagos.
—Mi identidad no depende de los enemigos que mate, sigo siendo un caballero y sigo sin tener rostro —repuso Adremmelech, en cuya mano las pocas astillas en que había quedado reducido el báculo del último telquín se desintegraron.
—Como quieras —dijo Ícaro, encogiéndose de hombros—. ¿Y ahora?
Adremmelech no contestó. Orestes, por momentos distraído en el horizonte ennegrecido por la magia de los telquines, murmuró una maldición.
—¿Ha ocurrido algo malo? —quiso saber Ícaro.
—La legión de Cocito ha sido derrotada —contestó Oretses sin el menor alivio—, mas en este estado, si la Torre de los Espectros vuelve a ser atacada...
En un impulso, Ícaro miró en derredor, descubriendo la nada novedosa noticia de que ninguno de los rostros que flotaban en el cielo seguía allí. Habían sido derrotados.
—Creía que eran tres magos.
—Eran nueve. Y el peor de ellos sigue en este mundo.
—Damon.
—¿Por qué no atacáis, Rey de la Magia?
Nadie respondió a la pregunta de Orestes de la Corona Boreal, pero aun sus compañeros, que tan poco sabían sobre Damon, entendían que abandonar la torre a una amenaza de tal calibre echaría por tierra todas las victorias obtenidas.
Así que ninguno de ellos intervino en los últimos combates de la guerra.
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Quienes combatían en el continente Mu tenían si cabe mayores motivos para temer al Rey de la Magia, pues en todas partes, fuera el bando de los muertos o el de los vivos el que tuviera ventaja, los fantasmas pasaron de una repentina locura a una inexplicable atracción por el sol que alumbraba aquellas tierras del pasado.
No hubo tiempo para digerir el cambio. A diferencia de la Enfermedad, el Hambre y la Muerte, la Guerra solo generó un conflicto en el propio Leteo, no cortó las legiones que él trajo al mundo, ni las debilitó. Si acaso, puso a unos fantasmas contra otros el tiempo que tardó Damon en tomar las riendas, tal y como el dios del olvido había vaticinado. Entonces los Mu y antiguos santos ascendieron a los cielos, dejando a merced de la Alianza del Pacífico los monstruos que poblaban el continente y las maltrechas hordas del Aqueronte, más dignas de lástima que de miedo. En cuanto a las armas de guerra que los fantasmas emplearon, ya un coloso de metal semejante a un gladiador, ya un gólem que podía medir desde metro y medio hasta trescientos, tuvieron finales azarosos. Unos fueron abandonados, otros ascendieron; entre los primeros, era imposible predecir si se quedarían inmóviles, se derrumbarían o si proseguían la lucha, por lo que nadie cesó de combatir mientras hubiese un enemigo a la vista.
—¿Por qué no se van los monstruos también? —preguntaba Munin de Cuervo Negro en ese momento, aplastando con el poder de su mente a una docena de legionarios.
—Son inmunes a la abducción —aventuró Katyusha, partiendo en dos a una de las Keres. Ambas mitades, congeladas al momento, fueron pateadas por la siberiana contra las llamas blancas, sin que ello produjera el menor descenso de la temperatura—. Estamos en problemas, ¿verdad?
Munin no tuvo que responder. Avanzar hasta la Abominación andando era imposible debido al fuego blanco, inextinguible sin importar los intentos de Katyusha y las muertes que Cuervo Negro cosechaba entre los legionarios, conjuradores de tan portentoso poder. Intentarlo por el aire, en contraste, los ponía a tiro de los monstruos que llenaban el cielo, mismos que la Abominación podía generar sin descanso. Estaban metidos en una trampa que no parecía tener más salida que una muerte honrosa.
—¡No soy un hombre honorable! —gruñó Munin, mientras trataba de abrir una brecha en las llamas con el poder de su mente. No cedieron ni un ápice.
—Yo tampoco soy una mujer honorable —admitió Katyusha con una sonrisa de lo más extraña—. ¿Confías en mí?
—Eso lo decían en una película…
—¿Confías en mí?
Ante la insistencia de la siberiana, Munin no pudo sino responder, y lo hizo sacudiendo la cabeza. ¿Había confiado en ella hasta ahora? Era probable, por algo luchó a su lado por tanto tiempo. ¿Confiaba en una persona que sonreía ante una muerte segura? Eso le costaba un poco más. Pero, de cualquier forma, su opinión no contaba en realidad.
Porque Katyusha hizo justo lo que pretendía: golpeó con fuerza el suelo, la cima de una montaña que tembló por entero antes de que una grieta se abriese hasta la base.
—¡A volar! —gritó Katyusha, saltando al mismo tiempo que todo empezaba a caer, justo sobre un muy sorprendido Munin—. ¡Volemos!
—Estás loca —exclamo Munin, obedeciendo de todas formas. Las alas de blanco plumaje que nacían de su espalda los impulsaron a ambos sobre la cima de la montaña un momento antes de que esta los devorase.
La mayoría de sus enemigos no tuvo tanta suerte. Los soldados, la Abominación y sus últimos engendros pudieron haber sobrevivido al derrumbe, pero no al fuego blanco. Y eso era justo lo que abundaba en la montaña: para cortarles cualquier retirada, los legionarios de Marte los rodearon de un arma que podía destruirlos a ellos también. Las Keres, en lugar de perseguir a quienes habían acosado con tal empeño hasta ahora, trataron de arrancar a la Abominación del flujo de roca líquida, pero solo lograron caer presa también del sagrado fulgor que estaba consumiendo a su madre.
Aun para Munin, acostumbrado como estaba a toda clase de fenómenos increíbles, aquella escena fue sobrecogedora. Como un volcán que se consumiese a sí mismo, la montaña se hundía hacia adentro en una avalancha de magma, luz blanca y rugientes sonidos. Así se fue empequeñeciendo, hasta que nada quedó de ella.
—Estás loca —repitió Munin, apenas entendiendo ahora la estrategia de la siberiana—. Muy, muy, pero que muy loca.
—Me lo dicen a menudo —contestó Katyusha—. Hasta cuando estoy sobria.
Tras esa broma, Katyusha relajó los músculos y dejó que Munin de Cuervo Negro la guiase al grupo más cercano, el de Sorrento de Sirena y Oribarkon. Allí pasarían lo que restaba de la primera campaña del continente Mu.
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Las legiones del Hades habían caído. Los ríos del infierno estaban sellados. Era el momento de actuar, de abrir las Ochenta y Ocho Puertas del Cielo.
—Almagesto —susurró Akasha, con una voz que reverberó a través de todos los mantos sagrados, pues estos respondían a la legítima líder del Santuario, la reconocían como tal.
En un principio, había actuado como conducto para el poder contenido en tierra sagrada, alterando la realidad con sutiles cambios. Las habilidades de Shizuma se habían intensificado, los que luchaban en Naraka pudieron encontrar la salida justa en el momento justo y Aqua de Cefeo no tuvo que sacrificarse… Pero no le habían confiado el poder de las constelaciones para salvar esas vidas, eso lo había decidido ella por sí misma. No deseaba más muertes, no ahora que conocía el peso exacto de la identidad de Nimrod de Cäncer: el Pequeño Abuelo jamás esperó sobrevivir a su batalla; iría al inframundo a tapar el agujero que le asignaron, usando su vida mortal como peaje.
—Cuando tres cosmos de oro se unen en un solo punto, se alcanza lo que los mortales consideramos infinito —le explicó Kanon de Géminis a su sucesora—, pero nuestros enemigos no son hombres, sino dioses. Entonces, ¿cómo podemos derrotarlos?
—Si tuviéramos los tesoros de Atenea —murmuró Akasha.
—Los tenemos. Algunos. —Durante medio segundo, Kanon mostró una sonrisa triunfante. Tal gesto desapareció tan deprisa que bien pudo ser imaginado, regresando el antiguo Sumo Sacerdote a su serio semblante de siempre—. La sangre de Saori Kido, contenidas en un vial y cuatro talismanes, nuestra diosa era previsora.
—Aun así —insistió Akasha, ya para ese momento conocedora de la técnica de Triela y del uso que Kanon pensaba darle—, ¿cómo resistirán las flechas de Sagitario el viaje hacia el Hades? Estamos hablando de dioses, ¿no podrían destruirlas?
—En eso, la alianza que ganasteis para nosotros con esos carroñeros de Hybris nos será de mucha utilidad —apuntilló Kanon—. El Argo Navis ha navegado por los mares olvidados, no te extrañará saber que en esos viajes obtuvo algún que otro tesoro interesante, como una flecha especial, que solo Atenea en persona podría detener. Todavía no me explico cómo encontraron no solo la que se perdió en el pasado remoto, sino otras tres. No obstante, por ahora podemos sentirnos agradecidos por este regalo.
Akasha asintió entonces, despejadas las dudas que había tenido sobre el plan del Santuario para poner fin a la guerra venidera. Ahora que estaba, precisamente, a las puertas de ese final, sabía que habían hecho lo correcto, no como un pensamiento emocional, sino como una conclusión lógica. Por cada uno de los ríos del infierno había una flecha irrompible, contenedora de tres cosmos de oro: el de los santos de Cáncer, Géminis, Tauro y Aries, portadores del sello; el de la santa de Sagitario, impulsado por Almagesto, y el de quien estaba envestida por el poder sagrado del Santuario, ella. Por sí sola, aquella energía en apariencia infinita no bastaría para contener a cuatro dioses, por mucho que fueran más semejantes a númenes que a los doce del Olimpo, pero si algo habían aprendido de la batalla de los héroes legendarios en los Campos Elíseos era que un cosmos inmenso, en sintonía con la sangre de una diosa, podía hacer milagros.
Esa situación en la que estaba era solo la mitad de lo que tenía que hacer, según Kanon, y un tercio si tenía en cuenta sus propios planes. Había dado poder a Shizuma y Triela, ahora era el momento de pedir, de extraer fuerza de todos los mantos sagrados. Solo le bastó un pensamiento para sentirse en sintonía con la Tierra, el infierno y acaso el lejano cielo, ese inaccesible rincón de la existencia donde Seiya y los demás debían estar enfrentando a Caronte de Plutón. Apartó eso de su mente y miró hacia abajo, donde en un solo vistazo abarcó el mundo entero antes de seguir profundizando hasta el hondo Hades. Allí, con las manos inmateriales de su mente magnificada por el poder de Almagesto, tocó cada una de las flechas de Triela de Sagitario.
«Técnica, todo es cuestión de técnica —pensaba Akasha, rememorando la proeza de la Silente y la demostración de Kanon. Había sido empleado muchísimo poder para contener a los hijos de Océano y Tetis, pero ni la fuerza ni la sangre de Atenea habrían bastado sin un último ingrediente: el uso que se le daba a tal grado de energía cósmica. Triela de Sagitario era la única entre los doce que había desarrollado una técnica lo bastante específica como para lograr lo que se proponían, era tan esencial para el plan de Kanon como quien ocupara el trono papal y ejecutara Almagesto. Ahora a ella le tocaba aprovechar lo que otros habían logrado, tenía que dar uso a la energía de los sellos sin desperdiciar ni una sola gota—. Tu Gran Implosión no fueron solo fuegos artificiales, ¿verdad, maestro? Era tu última lección.
Tras ver y entender el funcionamiento de aquel sellado dimensional, Akasha ordenó a las manos inmateriales tirar, con calculada delicadeza, del poder de cada flecha. Desde el Tártaro y el Muro de los Lamentos, desde el río Cocito y las profundidades del Aqueronte, donde los restos de Nimrod de Cáncer ya habían sido consumidos hasta los huesos, todavía atravesados por la flecha de la Enfermedad, hilos de un color imposible surgieron, rodeados de unos rayos que acaso aludían al padre de Atenea. Estos hilos fueron arrastrados por los túneles que los ríos del infierno habían abierto hasta la Tierra, avanzando en espiral hasta llegar a la superficie. Allí, de forma tan veloz que resultaría imperceptible para cualquier mortal, estallaron, liberando un poder de otro mundo.
El abismo de Heinstein, Naraka, Bluegrad y el sector del continente Mu donde alguna vez estuvo Reina Muerte, brillaron con un fulgor que no era de bronce, de plata o de oro. Transparente, el aura divina llenó los campos de batalla dando paz a los muertos y nuevos bríos a los vivos, al tiempo que se cerraban las grietas dimensionales en la superficie, la última parte del plan de Kanon de Géminis.
—El inframundo debe ser sellado —aseveró el antiguo Sumo Sacerdote—, tanto por el lado de los muertos como por el de los vivos.
—¿Qué hay de los deban bajar? —preguntó Akasha.
—Nuestro objetivo es impedir que nada salga del Hades. Es el infierno, los hombres caen en él al morir, para no regresar jamás. Así son las cosas.
—Los santos no mueren.
Esa fue la respuesta de Akasha entonces, y seguía siéndolo.
Aun si muchas vidas se habían perdido en la guerra, no por ello pensaba abandonar a tres compañeros a su suerte. Así que, mientras cerraba el Hades para siempre, en el momento justo en que las heridas en el tejido espacio-temporal se cerraban, la Suma Sacerdotisa se comunicó con Shizuma Aoi, la santa de Piscis.
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Si Akasha no hubiese estado tan concentrada en salvar vidas, tal vez se habría dado cuenta de un detalle que Bolverk de Cocito estaba por descubrir.
Armado con Gungnir, el monarca bien habría podido probar suerte luchando con el santo de Libra, pero prefirió deshacerse de aquel deshonroso encierro y arrojó la lanza. Su rival era, al fin de cuentas, nada más que un santo de oro, sería atravesado de lado a lado y en su vientre abierto podría ver el fondo de la Sala del Veredicto cayéndose a pedazos. Estaba tan convencido de que ese sería el resultado, que empleó en el ataque todo su poder, confiando la defensa solo a Asgard.
Arthur de Libra detuvo la lanza, empleando ambas manos para frenar su punta.
—Imposible —exclamó Bolverk.
—Es la especialidad de los santos de Atenea —repuso Arthur, invisible por el intenso brillo de Gungnir—. Hacer posible lo imposible.
Bolverk sacudió la cabeza, sin comprender el repentino incremento del poder de su adversario. Pensó un momento en buscar su espalda y arrancarle el corazón, así corriera el riesgo de que Gungnir lo golpease a él, pero pronto desechó la idea. La lanza, como había dicho, siempre acertaba, y él la había arrojado no sobre el santo de Libra, sino a su Sala del Veredicto. Así que tras no más de tres segundos tratando de avanzar contra las manos del Juez, se liberó en una explosión sin parangón.
La energía se dispersó enseguida por todos los rincones de aquel espacio uniforme, de modo que Bolverk, aun cegado por el resplandor, no dudó un solo segundo en cargar contra Arthur de Libra y decapitarlo de una vez por todas. A un mismo tiempo, descargó el Martillo de los Dioses sobre el santo de oro y la Espada de la Victoria sobre su cuello. Se oyó el restallido de un millón de rayos alrededor de los combatientes, la hoja de pálida energía se partió mil veces contra la piel descubierta de Arthur y Bolverk gritó al término del envite sin comprender por qué. El Juez ni siquiera se había movido, había atacado después de recibir a quemarropa dos de sus técnicas, realizando al término de estas un contraataque sin demasiado ímpetu. Un simple puñetazo que, empero, había atravesado Asgard, la agrietada armadura y su estómago.
Un gemido de dolor después, mientras Bolverk se apresuraba a apartarse, todo cobró sentido. Recuperó la vista solo para descubrir que en un irónico giro del destino, había obtenido la libertad a costa de perder cualquier opción de vencer.
—Te dije que había conseguido algo mejor —le recordó Arthur de Libra. El resplandor de Gungnir ya no lo cubría, sino que llenaba el horizonte con un blancor mortífero, devorando la Sala del Veredicto como una auténtica plaga. Sin embargo, bien podía seguir haciéndolo, pues un aura magnánima ocultaba el rostro de Arthur, así como la nueva forma que había adoptado su manto sagrado—. Así que esto es el milagro de Elíseos, por todos los dioses que es agotador.
El guardián del séptimo templo zodiacal dio un paso y volvió a ser el mismo de siempre, habiéndose esfumado la forma divina del manto de Libra como si tan solo fuera una ilusión. Bolverk, ignorando el ardor que sentía en el vientre, acometió contra su oponente con un puñetazo al rostro, tan inmune a los lances del duelo. Arthur tomó el puño con una sola mano y usó el que tenía libre para asestar un nuevo golpe contra las entrañas del monarca. Este, herido de gravedad, escupió sangre en un intento de maldecirlo, a lo que el Juez se limitó a sacudir la cabeza.
—Esta batalla estaba decidida desde que te herí en Heinstein —afirmó Arthur—. En ese momento, sangraste, fuiste herido. Eso no tendría importancia si me hubieses causado el mismo daño, no obstante, ni una sola vez lo lograste.
—La sangre de Atenea… —gruñó Bolverk—. Tú…
—Tu técnica había alargado esto demasiado tiempo —cortó Arthur—. Se acabó, rey Bolverk. Fuiste un rival formidable, habrías sido la perdición para muchos de mis compañeros, pero no para mí. El oponente por el que me entrené es…
—¡Silencio! —gritó Bolverk, furibundo, al tiempo que ejecutaba a quemarropa el Impulso Azul. La temperatura descendió en un momento al Cero Absoluto, hiriendo por igual al monarca y el manto de Libra a pesar de que se apartaron en cuanto pudieron.
Frente a frente, en un mundo entre la eterna oscuridad y la luz que le daba fin, Bolverk y Arthur se desafiaron en silencio a un último duelo. El primero tenía el rostro cubierto de hielo y un brazo inutilizado, por no hablar de la herida en el vientre, del que mandaba sangre en abundancia; en cuanto al santo de Libra, solo lo envestía un peso muerto. El séptimo manto zodiacal estaba cristalizado por completo y su portador no se sentía con fuerzas para despertar de nuevo su auténtica fuerza. Al parecer, él no era como aquellos héroes legendarios, hacedores de milagros. Todavía.
Pero de todas formas, era un santo de Atenea y tenía un deber. Correspondió el desafío del monarca con sus puños. Sin más técnica que la destreza marcial de ambos, los oponentes lucharon sin tregua ni descanso. Poco importaba que ahora Bolverk estuviese, en verdad, ciego, pues la Octava Conciencia fundía el resto de sentidos en una percepción cósmica inimaginable para quienes desconocían aquel estado. Veía tanto como Arthur podía hacerlo y luchaba con tal violencia y temeridad que ni la pérdida de un brazo le hizo ceder ante la habilidad del racional santo de Libra.
Fue entonces, durante el final de ese duelo, que Arthur aceptó para sí que Bolverk bien pudo haberlo derrotado, si tan solo hubiese empleado los poderes del Hades que con tanto orgullo desechó. Pues aun sin ellos logró combatir hasta que sus huesos se revelaron rotos entre la carne quemada y la armadura quebrada, y todavía después de ello siguió luchando, no como un hombre con un corazón que latía, sino como un alma con una fuerza interior temible que arrastraba un cadáver a pura fuerza de voluntad.
Para cuando esa batalla sin palabras tocó a su fin, el cosmos de otro santo de Atenea había dejado de sentirse en el mundo, aunque eso Arthur no lo sabía. Aún.
—La guerra ha acabado —dijo el santo de Libra entre los restos de su Sala del Veredicto. La presión que le supuso abusar del Octavo Sentido y utilizar el manto divino lo había agotado; el mundo de su alrededor se movía con lentitud. Los átomos que restaron de Bolverk flotaban como luciérnagas para sus ojos, de una percepción en verdad sobrehumana—. La guerra ha acabado. Por fin.
Fue entonces cuando lo sintió. Un poder imposible de ocultar, manifestándose en el Santuario y cubriéndolo una vez más de tinieblas y acaso muerte. La auténtica amenaza por la que se había preparado estaba a su alcance, pero no podía moverse.
En medio del blanco en que había sido reducida la Sala del Veredicto surgió un inmenso círculo dorado, el iris ambarino de la mujer que se dirigió a su mente:
—Si empleáis el milagro de Elíseos contra los Astra Planeta, nosotros responderemos con toda nuestra fuerza. ¿Qué harás, santo de Libra?
Arthur calló. No tenía una respuesta y cualquier pregunta que pudiera lanzar a la mujer, como cuál era su identidad, se le antojaba pueril. Indefenso por primera vez desde hacía mucho, el Juez no pudo más que confiar en Akasha y los demás.
Notas del autor:
Shadir. Desde hace muchos años que me hace ruido ver siempre que la mayor guerra de todos los tiempos, donde el destino del mundo está en juego, en realidad solo es una batalla en una ciudad importante. Entre esa inquietud y el deseo de escribir del Santuario como si de verdad fuera un ejército, surgió esta guerra entre los vivos y los muertos, donde he hecho todo lo posible para que todos importen.
Fue satisfactorio escribirlo, y todavía lo es más verlo publicado, después de tanto tiempo. ¡Uno no le hace la guerra al reino de los muertos solo con fuerza y voluntad! Hacían falta planes, recursos, conveniencias… ¡Milagros! Y sí, fuerza y voluntad.
Por desgracia, todavía queda un gran obstáculo para nuestros héroes.
Ulti_SG. ¡Ojo! ¡Ojito, gente, que este no es solo un buen capítulo, ni siquiera un capítulo excelente, sino un capitulazo!
Sí, Icario murió de vejez. Cosa extraña en el Shonen, pero así fue.
No me extraña que las guerras en las películas de fantasía y superhéroes tiendan a consistir en una batalla masiva en una ciudad. Estar atento a lo que pasa en diversos frentes de forma simultánea es toda una odisea, máxime si, como en toda guerra que se precie, median no solo batallas individuales sino también tácticas y espíritu de equipo. Yo mismo quedé confundido más de una vez, teniendo a mano mis notas, así que me pareció oportuno darles un resumen de todo lo que estaba pasando. Espero que se haya sentido natural. De paso vemos qué ha estado haciendo Akasha todo este tiempo, qué bueno que no se limitara a esperar a que alguien suba las Doce Casas.
¿Quién nos diría que ese muchacho que se reía del destino truncado de Akasha acabaría teniendo una muerte heroica? O trágica, porque recordemos que es uno de los mutilados por la Silente. Sea como sea, se suma al contador como un campeón. También, como dices abajo, representa con orgullo a los sesenta y seis caídos.
Así como en las series de antes, Aqueronte puede ser todo lo malo, tramposo, cruel, tramposo, pestilente, tramposo que quiera, que por ocupar un rol de villano le tiene que tocar pagar tarde o temprano. Sus hermanos no le van mucho a la zaga, aunque se ve quién es el que más te ha gustado ver sufrir, así que les toca a los cuatro marcharse a casa a pensar en lo que has hecho. Dato curioso: la técnica basada en los cuatro jinetes del Apocalipsis originalmente iba a pertenecer a un santo de Cáncer muy distinto a nuestro buen amigo Nimrod; no me arrepiento de que Triela se la quedara. ¡Me alegra que te haya gustado! Escribir una guerra como mandan los dioses era uno de mis objetivos al hacer esta historia; cerrarla bien era, por tanto, un deber.
¿O será que no acaba aún no acaba?
Pues mira, todo puede ser. La familia de Triela era una mafia italoamericana.
