Capítulo 105. La partida
Las luces se encendieron de forma automática, iluminando una habitación llena de libros de insólito contenido, y de utensilios y pócimas de similar extrañeza; todo estaba colocado en armarios de cristal transparente, ordenados con tanta exhaustividad como se limpiaba aquel cuarto secreto del hospital de la Fundación Graad. Al menos en días normales. Hoy, había mantas tiradas por el suelo, y la mujer que debería estar cubierta por ellas se retorcía sobre la cama con violencia.
A pesar de que ya sabía que estaba con vida, Tomomi se sobresaltó, soltando un gritito antes de taparse la boca. Antes de entrar creía que los años la habían curado de espanto, que ya lo había visto todo como miembro de Hybris, pero le bastó un simple vistazo para entender que había cosas a las que no se podía acostumbrar. Cubierta de vendas desenrolladas, la mujer había perdido una pierna y un brazo en la Batalla de Reina Muerte, además del ojo —los ojos— y la oreja que perdió cinco años atrás, por no hablar de la falta de piel en las extremidades que aún conservaba, y las quemaduras de la barriga y la espalda. Era una muerta en vida, y sin embargo, seguía respirando.
Gestahl Noah rodeó la cintura de la joven, susurrándole al oído el lamento que había arrastrado a lo largo de los siglos:
—Esto es lo que hace mi amor. —La besó en la mejilla varias veces, buscando sus labios. Pero cuando al fin los encontró, prefirió alejarse—. ¿Cómo te dio por venir hasta aquí? Este no es tu campo, deja que nuestros médicos se encarguen.
—Mi abuelo ya no puede venir aquí —dijo Tomomi—. Lo saben.
—Conocen la historia oficial —corrigió Gestahl Noah mientras caminaba hacia Hipólita—. El profesor Asamori tuvo el manto de Sagitario por trece años, más el apoyo de los estadounidenses; juntos, trataron de reproducir la mayor defensa del mundo y fallaron. No fue fortuito esperar a que Kiki creciera para iniciar la segunda fase del proyecto. Sin ese diablo pelirrojo, la Guardia de Acero sería todavía un sueño.
—La Suma Sacerdotisa me envió aquí —replicó Tomomi, masajeándose las sienes—. Azrael lo sabe todo sobre mi abuelo y no soy tan necia como para creer que no se lo ha contado a su señorita. No después de que Su Santidad me diga que quiere ver a Hipólita.
En el pasado, muchas veces insistió Gestahl Noah en que, si se descubriese el secreto detrás del profesor Asamori, que era el hijo del último alquimista de Reina Muerte, nada en el mundo podría salvarlo. Nunca se midió al advertir esa realidad, jamás la maquilló y tampoco solía mirar a Tomomi mientras la expresaba, de tan dura que era.
—Puede que sea así —concedió Gestahl Noah—, también es posible que nuestra querida Suma Sacerdotisa haya buscado a Hipólita con el Ojo de las Greas este día.
—Sea como sea, no vamos a arriesgarlo todo por ti —le advirtió la joven, girando hacia la puerta—. De hoy en adelante, cuidaré de mi abuelo y nuestro trabajo, el ejército de acero del Santuario de Atenea. Ocúpate tú de los asuntos de Hybris.
Tomomi se marchó sin mediar palabra, dejando las llaves en la cerradura. Gestahl no hizo amago de detenerla, pues hasta para él era difícil contener una sonrisa en momentos como aquellos. Bastó la mención del Ojo de las Greas para que la chica entendiera la posibilidad de que estuviesen siendo vigilados. Desde ahí actuó como toda una actriz, preparando el sendero para cualquier interrogatorio posterior, si es que de verdad Akasha seguía pendiente de lo que ocurría en ese cuarto. No podía negar que los Asamori fueron parte de Hybris, desde luego, pero sí que podría alegar desconocimiento de la Semana Sangrienta iniciada a la sombra de la guerra entre vivos y muertos.
Con todo, Gestahl dejó escapar un largo suspiro, pues sentía que los dioses lo apartaban poco a poco de todos sus compañeros. Oribarkon, pese al intachable trabajo que realizaba con los nuevos mantos negros, tenía la mirada puesta en la familia Solo; Munin, Ícaro y Adremmelech habían sido citados por la Suma Sacerdotisa; y más allá de las viejas amistades, en términos prácticos los Asamori estaban ahora al servicio del Santuario en la medida que la Fundación Graad era solo el brazo económico de los santos de Atenea. Una vez más, la soledad le esperaba al final de una era. Pensando en ello, en tantos encuentros y despedidas, se dejó caer ante la cama de Hipólita. Así, de cuclillas y con las manos entrelazadas, parecía un creyente a punto de rezar. Una ironía más para los bienaventurados dioses, sus eternos vigías, sus implacables carceleros.
—Así como el malvado es esclavo de sus pequeñas ambiciones, el justo lo es de su concepto de justicia. Y aquí estoy yo, ¿el cuerdo que camina en medio de la locura, o solo un loco más? Si el profesor dice que presente el proyecto Edad de Hierro como mi idea, yo lo convierto en el único responsable de la idea, y consigo que una investigación de décadas no quede reducida a nada. Si Shun de Andrómeda me habla de respetar el libre albedrío de los hombres, soy yo el que debe protegerlo desde las sombras, porque son los propios humanos quienes limitan la cacareada libertad de la humanidad.
»A veces hace falta caminar entre las luces y las sombras. Recordar que todos los conceptos bajo los que vivimos, son solo construcciones que hicimos a lo largo del tiempo para poder sobrevivir a una realidad cruel e injusta que nos dignifica como seres pensantes. En ocasiones, una guía invaluable; en otras, solo cadenas y ceguera. Somos personas habitando un planeta entre tantos; nada más, nada menos. ¿Por qué tendemos a olvidarlo? El lado humano y terrenal de los ideales.
Conforme hablaba, las pesadillas que atormentaban a Hipólita se disipaban; el dolor mitigaba. Pronto no se escuchó más ruido en la habitación que el rutinario sonido de la maquinaria que regulaba sus pulsaciones. Altar Negro no quiso contener una sonrisa enternecida; ¡hacía tanto tiempo que no la veía en ese estado! Cuando sabiendo a sus hijos seguros, podía dejar de lado el orgullo de guerrera por una noche de paz. Conmovido, acarició su rostro, recordando los años pasados.
«Un buen hombre te dejaría descansar. En verdad pareces feliz. ¿Es porque sueñas con Ethel? —pensaba Gestahl, acaso sintiendo un aguijonazo de culpa—. Quisiera haber podido mantenerte en ese sueño más tiempo. Otros seis meses. Cien años.»
—Hipólita de Águila Negra —terminó diciendo—. ¿Servirás a la causa una vez más?
La guerrera se alzó de inmediato, con tal brusquedad que los cables que servían para monitorizar su estado se despegaron. Su único ojo estaba fijo en el hombre que la había llamado, destellando con el vivo color rosado del cosmos de Ethel. Su hija.
—Los justos prosperan y los malvados son castigados —recitó Hipólita.
Y Altar Negro no necesitó más.
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A pesar de ser de los primeros en ser reclutados por Kiki, Azrael era demasiado responsable como para dejar las cosas al azar. En Naraka, para empezar, hizo el papeleo para que toda la autoridad sobre las tropas de hierro allí destinadas quedara en manos de Leda. Juntos decidieron quién se quedaría y quién partiría en el Egeón rumbo a Rodorio, donde muchos antiguos guardianes y vigías, ahora miembros de la Guardia de Acero, esperaban encontrarse con sus familias y apoyar a sus amigos, lisiados por obra y capricho de Caronte de Plutón. Aun cuando todo estuvo decidido, Azrael todavía insistía en dirigir el viaje del Egeón hasta la villa, pues no se perdonaría que un incidente con un monstruo marino truncara las esperanzas de sus hombres, hasta que Helena le recordó que la había nombrado oficial.
—Es cierto —dijo Azrael, anonadado.
—Mi Unidad Themiscyra protegerá el Egeón en su regreso a casa —aseguró Helena, en un tono que no admitía réplicas—. Hasta pronto, comandante.
—¿Comandante?
—Desarrollas la estrategia, das órdenes a oficiales y formas nuevas unidades sin darte cuenta de ello. ¿Quién, si no un comandante, haría todo eso?
Arreglado aquel asunto, Azrael pudo unirse a la tripulación en la cubierta del Argo Navis, donde ya se hallaban Makoto, June y Ban.
—Shun se encuentra abajo —explicó la santa de Camaleón—. Está hojeando las cartas de navegación de Hybris, por si existe algo que nos pueda ayudar.
—No puede ser muy difícil seguir el curso del sol —observó Makoto, a quien Azrael miraba con especial fijeza—. ¿Qué pasa? ¿Tengo monos en la cara?
—¿Dónde está tu manto de plata? —preguntó Azrael, extrañado.
—En el mismo sitio donde está el tuyo —contestó Makoto.
—Yo no tengo.
—Me había dado cuenta, ¿por qué estás aquí si no eres…?
Makoto no terminó la frase, pues una aparición le dejó por momentos descolocados. Tal y como la Suma Sacerdotisa había hablado, supuso que ella no formaría parte de la expedición. Era lo lógico, tratándose de la insustituible líder del Santuario. Y a pesar de todo, ahí estaba, aparecida de la nada y saludando a Azrael, ya en posición de firmes.
Sin previo aviso, alguien cayó desde lo alto, golpeando la cabeza de Makoto justo antes de que sus botas pisaran la sagrada madera del Argo. Era Emil, cubierto por el recién reparado manto de Flecha. El santo de plata miró en derredor con una amplia sonrisa, y en cuanto vio a Akasha, se lanzó hacia ella con los brazos extendidos.
Tiempo después llegó el más inesperado de los integrantes: Hugin. El santo de Cuervo parecía tan confundido como los demás: era la mano derecha de Sneyder, el ojo vigía de la división Fénix, ¿qué podía querer Akasha de alguien como él, si bastaba un vistazo a la escena para entender que la división Andrómeda fue escogida para la misión? Hugin quiso acercarse a la Suma Sacerdotisa, pero se detuvo al ver que un compañero no se separaba de ella, por largo que fuera el rato que se quedara viendo.
Incluso Azrael terminó sintiéndose incómodo con la situación.
—Emil. Es suficiente. Hay cosas importantes que decir y hacer.
—¡Nunca!
La negativa de Emil fue un chillido inhumano, pura euforia. A excepción de Akasha, que no parecía molesta, todos los presentes compartían en mayor o menor grado la intención de separarlos. Azrael fue quien decidió actuar primero, y lo hizo de la manera en que solía encarar los problemas, sacando la pistola y disparando a quemarropa.
—Yo no soy Makoto —susurró Emil a espaldas de Azrael. Tenía el proyectil recién disparado entre los dedos, cerca de la mejilla del asistente. Puro y letal gammanium—. Te convendría recordarlo. Si la bala hubiese alcanzado a Akasha…
—Podían ocurrir tres cosas —dijo Azrael, tranquilo—. No reaccionas y la bala es aplastada contra tu cosmos. La evades y sigue su curso, pasando por encima del hombro de la señorita. O la detienes, demostrándome que tus reflejos no han mermado por la pasada batalla y que eres un miembro de esta tripulación.
—Es un psicópata —murmuró Makoto, dirigiéndose a Akasha—. Y tuvo severos dolores de cabeza durante la guerra, ¿cierto? No debería estar aquí.
—A ti también te hirieron —dijo la Suma Sacerdotisa, despertando un pronunciado rubor en sus mejillas—. ¿Eso te hace menos que los demás?
Aun si las palabras de Akasha pretendían ser conciliadoras, Makoto retrocedió. La sorpresa y el orgullo que sintió al ser escogido se disipaban poco a poco.
—Es cierto… Yo no estuve a la altura. Tal vez sería mejor que me quedara en el Santuario. Hay otros santos más capaces y en mejores condiciones que podrían… ¿¡Vosotros no estabais peleando!?
De pronto, Emil y Azrael habían pasado de amenazarse mutuamente a conversar como dos amigos de toda la vida. El asistente halagaba, cómo no, el tiempo de reacción de quien denominaba el francotirador del Santuario —un término bastante propio de él—, mientras que el santo de plata resaltaba el sentido de la estrategia del otrora chico de la Fundación. ¡Nadie diría que uno acababa de dispararle al otro!
—Todos sois indispensables —aseguró Akasha—. Kiki fue sabio al escogeros, no podría prescindir de ninguno de vosotros.
—¿Eso significa que habéis cambiado de opinión? —preguntó Emil, esperanzado—. ¿Volveréis a viajar junto a nosotros? Polizones incluidos —añadió entre susurros.
—Cuando dice que todos somos indispensables —terció Hugin, parafraseando a Akasha—, ¿me estáis incluyendo, a un hombre del Fénix?
—Creía que esas distinciones habían sido abolidas con el ascenso de nuestra Suma Sacerdotisa —preguntó una voz que todos conocían bien—. Porque todos somos leales a la misma diosa y a los mismos ideales, ¿no fueron esas las palabras que escuchamos?
—Señor Shun —musitó Hugin al verlo subir a cubierta, envestido por el manto de Andrómeda y una lustrosa capa blanca, listo para dirigir y combatir. Ya que todos asintieron y la misma Akasha aprobó la intervención de Shun, el santo de Cuervo tuvo que medir sus palabras a la hora de dirigirse de nuevo a la Suma Sacerdotisa—: Je, je, me he explicado mal. La división de Andrómeda viaja en busca de las reliquias y las tierras de la era mitológica, mientras que la división de Fénix caza a los enemigos del Santuario, del mismo modo en que Cisne y Dragón custodian los sellos de Poseidón y los Espectros, y Pegaso asegura la protección del Santuario. Así funciona nuestro ejército, je, je. ¡Y yo elegí al Fénix desde que fui nombrado santo de Cuervo!
—¿Por qué me dices todo eso a mí? —preguntó Akasha—. Estás mostrándole la espalda a tu superior en esta misión.
—¿Mi superior…? —Varias veces miró a Shun y Akasha, como sin creerlo—. ¿Él? ¿Estando vos presente? —insistió, incapaz de entender lo que ocurría.
—Me temo que mis funciones me impiden acompañaros en vuestro viaje —lamentó Akasha, dirigiendo la mirada a un alicaído Emil—. Mas no podía negarme el despediros y daros mi bendición, así sea como una proyección astral.
—Ya decía yo que el tacto era diferente —se atrevió a musitar Emil.
Hecha esa aclaración, todas las miradas se centraron en Shun de Andrómeda.
—Tú, Hugin de Cuervo, serás nuestros ojos y oídos en los mares olvidados. Guiarás el Argo Navis hacia el Jardín de las Hespérides, siguiendo la trayectoria del sol.
—Je, ¿mis criaturas quedarán reducidas a ser la brújula de unos niños perdidos? Je. Está bien, señor Shun, no tengo problema en seguir las órdenes de alguien tan respetable.
—La fuerza, velocidad y el poder de esta división serán representadas por mí y dos miembros que aún no han llegado —prosiguió Shun—, cualidades formidables, dignas de guerreros formidables. Pero eso no siempre basta en la batalla. La guerra es la máxima fuente de crueldad, injusticia y deshonor, y en ocasiones, para salir victoriosos de ella, necesitamos de artes distintas del poder bruto. Makoto, Emil, June y Ban, vuestras habilidades podrían marcar la diferencia. Confío en que así será.
—Baal Zebub estará a la altura de sus expectativas —aseguró Makoto, mirando a Azrael con clara intención—. No puedo decir lo mismo de esos… esos…
—Robot. La palabra que buscas es robot —dijo Azrael, divertido.
—Bueno, mientras este grupo de valientes lucha codo con codo en pleno campo de batalla, yo y mi Fortaleza de Luz os cuidaremos las espaldas —dijo Emil.
—Lo mismo digo —dijo June—. Agradezco la confianza que deposita en mí. Dedicaré a esta misión hasta la última chispa de mi cosmos, puede contar con ello.
—Oh, no es necesaria tanta formalidad —comentó Shun, sorprendido en especial por el repentino estoicismo de su compañera. Miró hacia Akasha, recordando los tiempos en que la división Andrómeda fue fundada, cuando ella era una santa de oro exiliada a la que él dio nuevas responsabilidades—. Ban, este podría ser un viaje complicado. Si quieres despedirte de Soma y Shaula, todavía hay tiempo.
—No —dijo Ban, sin titubeos. Sus labios formaron el esbozo de una sonrisa—. No necesito decir adiós a quienes veré antes de que acabe el día. Hacerlo sería como creer que no voy a volver, como desconfiar de mis compañeros y mi comandante.
Escuchar eso de aquel hombre era todo un alivio. Como hermano de Shun de Andrómeda y el resto de héroes legendarios, le había pesado el no poder llegar tan lejos como ellos, no haber sido lo bastante fuerte como para salvar a Nachi de Lobo, Ichi de Hidra y Geki de Oso en la Noche de la Podredumbre. Veinte años de experiencia como guerrero y maestro lo habían convertido en el segundo más fuerte entre los santos de bronce que quedaban en la Tierra, pero eso no tenía demasiado significado cuando él distaba tanto de alcanzar el Séptimo Sentido como un astrónomo de alcanzar las estrellas que admira con tanta devoción. Y el tiempo de mejora se había agotado, como reflejaban las hebras blancas de sus cabellos; desde la Noche de la Podredumbre arrastraba una vejez antinatural, impropia de quien conoce los secretos del cosmos. La muerte era, para él más que ninguno entre el ejército ateniense, una cercana certeza.
Sin embargo, no se arrojaría al foso del Hades sin lucha, todavía tenía esperanzas.
—Bien dicho —dijo Emil a destiempo—. ¡Ahora dilo como si fueras humano!
—¿Por qué hemos sido elegidos? —cuestionó el siempre perspicaz Hugin—. Rodeos y cursilerías aparte, ¿no son esos tripulantes que esperamos santos de oro? ¿No dirige usted, señor Shun, quien desafió a Hades y Poseidón, este barco? Los que estamos aquí ni siquiera somos los mejores entre los santos de plata.
—Con tal de quejarse, es capaz de llamarse a sí mismo inútil —susurró Emil.
—Soy realista. Tú no habrías derrotado al mago y el gigante sin la ayuda de Aerys y Lesath. Y ni cinco santos, incluyéndome a mí y Makoto, pudimos derrotar a Hipólita. Ninguna de esas amenazas es comparable a las que el señor Shun enfrentó en el pasado. ¿Acaso estamos aquí para hacer de adorno? Me atrevo a sugerir que Su Santidad cree que nuestra victoria en la guerra ha sido absoluta, cuando no es así. Sigue habiendo problemas en el mundo y sigue haciendo falta gente como nosotros para resolverlos.
Durante un rato, Akasha esperó a que Shun replicara, pero en esta ocasión el santo de Andrómeda le cedió el turno. La crítica estaba dirigida a ella, después de todo.
—Hace veinte años, Saga de Géminis jamás habría imaginado que cinco santos de bronce podrían lograr lo que no logró Aioros, lo que ni Mu de Aries ni Dohko de Libra parecían atreverse a hacer. Es por eso que entiendo tu falta de fe, Hugin de Cuervo.
—Esta generación es lenta de entendederas, Akasha —dijo Emil—. Hay que hablarles fuerte y claro, y lento, muy lento, no sea que se les escape algo.
—Por fortuna, conozco el motivo por el que fuisteis escogidos entre tantos y tan valientes compañeros. El verdadero motivo —reiteró Akasha, acaparando la atención de todos—. Bajo las circunstancias apropiadas, todo santo al servicio de Atenea, sea de bronce, de plata o de oro, es capaz de hacer expandir su cosmos más allá de lo que podemos imaginar. Ese es el Séptimo Sentido que tanto admiras y temes, Hugin; el descubrimiento del pequeño universo que todo ser humano contiene en su interior.
—El señor Shun y sus hermanos son casos excepcionales —balbuceó Hugin—. No los llamamos héroes legendarios por nada.
—Eso no es cierto —dijo Shun—. Soy solo un santo más al servicio de Atenea, como todos los que me precedieron y los que ahora forman parte del Santuario.
—Algunos alcanzan ese descubrimiento a temprana edad, porque nacieron para ello. Otros, lo hacemos en el fragor de la batalla, y lo templamos a través de la experiencia —explicó Akasha, rememorando su duelo contra Sneyder durante la Pacificación—. Dime, Hugin, ¡decidme todos! Si cinco santos de bronce llegaron conocer y dominar el máximo cosmos, ¿por qué no podríais vosotros hacer lo mismo? ¿Qué impide que todos los santos de nuestra generación despierten el Séptimo Sentido?
Allí estaba ella, nuevo pilar del Santuario, ofreciendo lo imposible a quienes pronto tendría que dejar marchar hacia lo desconocidos. Ellos, de pronto tan silenciosos como Triela y los extintos Arqueros Ciegos, reaccionaron de toda clases de formas. Algunos, con gran ánimo y optimismo; otros estaban confundidos, llenos de las mismas dudas que habían estancado su potencial desde hacía ya un tiempo; y luego quedaban Hugin y Makoto, demasiado boquiabiertos, incapaces de decir algo que tuviera sentido.
—Esa es la razón por la que estáis aquí. Esta generación no se formó para que solo unos pocos brillen como las estrellas que nos iluminan. Si queremos proteger este mundo, cada uno de nosotros deberá dar todo de sí. ¡Todos tenéis que volveros más fuertes!
—¡A Kiki le gusta esto! —exclamó el duende pelirrojo a la vez que aparecía.
Ni siquiera hubo tiempo para sorprenderse. Tras la repentina aparición de Kiki, la Caja de Pandora de Mosca cayó sobre la cubierta, para alegría de Makoto.
—Esta no la rompas —advirtió un sudoroso Kiki al oriental.
—¿No se romperá si pone todo su esfuerzo, verdad? —dijo Hugin, sarcástico y agresivo, acaso ocultando el deseo de que las palabras de la Suma Sacerdotisa fueran realizables—. Bah, nunca fue nuestro destino ser grandes.
—Pues sé un mediano —sugirió Kiki—. No quiero restar mérito a mis amigos, ni mucho menos, pero el camino hacia el Séptimo Sentido no está hecho de rosas.
—¿No? —intervino el santo de Andrómeda.
—Bueno, el de todos no… ¿Has hecho una broma? —dijo Kiki, sorprendido—. Como decía mi maestro Mu, una batalla no es definida por el color de la armadura, sino por quién haga arder más su cosmos. Sin embargo, somos humanos, no dioses; necesitamos la protección de nuestros mantos sagrados. Esto último es de mi cosecha.
—Ninguno de vosotros fue escogido al azar, Hugin —dijo Akasha—. Este hombre y sus discípulos, legatarios de quien reparó en varias ocasiones los mantos sagrados de quienes llamamos héroes legendarios, han reparado el bronce y la plata con los más selectos materiales. A través de las artes de los Mu y la sangre de oro, todos podréis sobrevivir a una batalla a la velocidad de la luz, no seréis arrojados a la muerte.
—¿Estás diciendo que el señor Sneyder…? —empezó a decir Hugin.
Akasha miró a Kiki y a Shun, esperando la venia del primero y disculpándose en silencio con el segundo por tomar la batuta. ¡Ella, que solo había venido a animarlos, hablaba como si fuera a dirigir el viaje! Tal vez deseaba hacerlo.
—Digo que Shun y Shaula serán el escudo que protegerá vuestro crecimiento. —June y Ban, menos dados a participar que el trío de plata, se tensaron al escuchar aquel último nombre—. Kiki tenía que escoger a dos santos de oro y decidió que Shaula tenía las cualidades necesarias para este viaje. ¿Es un problema, Ban de León Menor?
—Todo lo contrario. Es todo un honor que mi hija reciba tal reconocimiento.
Puesto que la identidad del segundo santo de oro causaría revuelo en el navío, Akasha prefirió que sus últimas palabras fueran de ánimo. Aun si quedaba media hora para el amanecer, el barco tenía que ponerse en marcha ahora mismo si querían alcanzar a tiempo el mejor lugar para adentrarse en los mares olvidados. Así se lo dio a entender, mediante telepatía, Shun de Andrómeda un momento antes de que se proyectara en aquel navío. Viajar por los mares olvidados tenía mucho de azar, era cierto, pero en el tiempo en que Hybris poseyó al Argo había descubierto alguna que otra fórmula útil.
Así que se despidió de todos, no uno por uno, pues cada minuto que pasaba la animaba más a quedarse, sino con un gesto amplio, sin hacer distinciones. ¿No decía, no pensaba, en que todos eran iguales? Vio a Makoto disculpándose con Azrael por lo de antes, a Hugin mirando con resolución el mástil y Ban sonriendo por una broma sucia que Emil les soltaba a él y a June, y pensó que todo estaba bien, lo lograrían.
—Cuida de ellos —se atrevió a pedir Akasha.
—Va a ser difícil. Es una misión diplomática y has hablado como si fuéramos a otra guerra —se quejó Shun, el único que oyó las palabras de la Suma Sacerdotisa, directas a su mente—. Kiki ha hecho un buen trabajo, todos ellos tienen un gran potencial.
—¿Y qué hay de los que vienen, eh? —dijo Kiki, uniéndose a la comunicación telepática—. ¿Dirás lo mismo de esos tres, arruinando tu imagen delante de Hugin?
La respuesta que Shun diera al duende pelirrojo, Akasha no la conoció. Tampoco sintió necesidad de corregirle con que serían cuatro y no tres los nuevos tripulantes, en parte porque no deseaba menoscabar más la autoridad de quien dirigiría el viaje y quien lo organizó, en parte porque ella misma tenía que dejar de tentarse con la idea de acompañarlos. Tenía, como había dicho, deberes a los que no podía faltar.
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En cuanto la proyección astral desapareció del Argo Navis, los sentidos de Akasha volvieron a centrarse en los aposentos papales. Entre el encuentro con Bianca y su más reciente idea había descansado apenas unas horas, poca cosa frente al esfuerzo acumulado en los últimos días, pero suficiente para quien fuera parte del Zodiaco.
Rauda, se vistió y procedió a atravesar las cortinas del Gran Salón, momento en que se detuvo a contemplar la castigada estancia. Sin puertas y con grietas visibles aquí y allá, era evidente que había sido el escenario de una dura batalla, pero no una que bien podría haber desembocado en la destrucción del Santuario. Esto no se debía a los diligentes miembros de la guardia, todos destinados a la guerra, sino a los obreros más insospechados. La Suma Sacerdotisa y el santo de Libra habían entablado enseguida conversaciones sobre el estado de las cosas y el rumbo a seguir, pero no siempre en torno a un trono. En ocasiones, sobre todo el primer día, hablaban mientras empleaban sus poderes y conocimientos para reparar el templo papal, hacerlo presentable.
Una sonrisa se asomó en el rostro de Akasha. Recordaba una chanza que se le escapó a Arthur mientras taponaban el abismo en el suelo con grandes piedras. Sin un ápice de vergüenza, preguntó quién la asistía de un modo más diligente.
—Azrael —respondió ella sin dudar.
—Entonces —dijo Arthur mientras trabajaba—, ¿por qué no lo traes aquí?
Muchas veces tuvo ese pensamiento y el Ojo de las Greas le mostró el buen trabajo que realizaba Azrael en Naraka, ejerciendo una autoridad que ni su compañero en rango ni Shoryu, el enlace entre la Guardia de Acero y el gobierno chino, podían discutir. Entonces pensaba que el asistente estaba moviéndose en su terreno y se contenía de darle cualquier razón para dejar de hacer lo que le gustaba. Tal y como había dicho en el Argo Navis, cualquier santo de Atenea debía tener la oportunidad de crecer sin que el miedo a un rango superior e inalcanzable coartase su potencial. Era por eso que aceptó de buen grado que Kiki pensara en Azrael como representante del hierro. A los nuevos argonautas les vendrían bien sus consejos, y al propio Azrael le sentaría bien tener la aventura que su condición de asistente le había negado por trece años.
Viendo las cosas con retrospectiva, era posible que Arthur hiciera esa broma con una intención más bien seria, la de librarla de la culpa por atender con tanto empeño los asuntos del mundo que empezaba a olvidar a quienes siempre estuvieron a su lado.
—Si la gente te conociera de verdad, Arthur, dejarían de llamarme a mí la Tejedora de Planes —dijo Akasha, evocando las palabras que dirigió a Arthur días atrás.
Un poco más tarde, dos hombres ingresaron al Gran Salón.
El primero era un completo desconocido, a pesar de que vestía una réplica perfecta del manto de Lebreles. En un primer vistazo, Akasha asumió que se trataba de un nuevo tipo de armadura que Oribarkon había creado, pero en cuanto percibió el poder latente del sujeto, se le antojó una posibilidad remota que se tratara de un caballero negro. Pensó en Orestes de la Corona Boreal, con quien esperaba reunirse más adelante; algo le decía que eran similares, el micénico y aquel visitante, pero su atención pronto se desvió a quien acompañaba. Alguien que, por el contrario, conocía demasiado bien.
Vistiendo con un modesto traje del color de la nieve, Gestahl Noah realizaba un sencillo saludo mientras se acercaba a la Suma Sacerdotisa. Era él quien esta esperaba, aun si no lo había convocado, incluso si no era probable que estuviese al tanto de la apuesta harto arriesgada que Kiki había hecho con su autorización tácita. Desde que pensó en la idea de deshacer Hybris y devolver a sus miembros a donde pertenecían supo que tendría que lidiar muy pronto con él. Que llegase antes que el mismo Astro Rey era solo un detalle.
—Bienvenidos —saludó Akasha con seco formalismo—, Gestahl Noah y…
Bajo el arco sin puertas, el primero de los visitantes se presentó:
—Asterión de Lebreles, de las Ochenta y Ocho Alas del Rey. Su Santidad, he sido enviado para defender la honra de los que servimos al Hijo, mancillada por este hombre.
—Calla, carcelero —dijo Gestahl Noah, sin mirarle—. Tú no le importas.
—¿Crees saber lo que me importa? —cuestionó Akasha.
—Oh, sí —contestó Gestahl Noah, deteniéndose a tres metros del trono papal—. La redención de este mundo en el que sufren los justos y triunfan los malvados.
Notas del autor:
Pero bueno, ¿qué fundamentos son estos, Rexomega? ¡Desde el año pasado que no publicas nada! Y eso que sales de un mes de vacaciones, nada menos. ¡Sinvergüenza!
(Tenía que hacer la broma, era inevitable, según dicen los Astra Planeta.)
Reiterando mis buenos deseos a todos los lectores de esta historia, aquí volvemos con más Juicio Divino. Confío en que lo disfruten y pueda seguir contando con todos vosotros en esta aventura. ¡Felices fiestas!
Shadir. ¡Con uno de esos estrenó su papado! Curiosa coronación esa, en la que nuestra querida Shaula de Escorpio estaba convencida de que a su vecina de Virgo la iban a ejecutar, solo para descubrir después que iban a ascenderla a Suma Sacerdotisa.
Quizá sí que sea bueno que reciba otro, para relajarse un tanto.
