Capítulo 106. Audiencia con el diablo

—Huyendo de las burlas de sus compañeros, una niña tropieza en el puente que une las orillas del único río del pueblo —empezó a contar Akasha—. Cae al agua. Los demás niños, cinco, de hecho, ríen al principio. Repiten a coro que nade, que no es tan hondo y que cualquiera de ellos ha saltado allí para demostrar su valor. No es hasta el final, cuando ven a la niña hundirse y no volver a salir, que comprenden que ella no era igual que ellos, ni en estado físico, ni en salud. Desesperada, falleció llevándose al Hades la risa de sus compañeros. Dime, Altar Negro, ¿cómo corregiría Hybris esta injusticia?

Gestahl Noah no tardó en responder:

—¿Te horrorizaría saber que algunos de mis hombres pensarían en matar a los niños, por haber iniciado todo? —Pronto el líder de Hybris sacudió la cabeza, indicando que ese no sería su proceder—. Otros con una mayor claridad de pensamiento considerarían que es culpa de los educadores. Los niños pueden ser muy crueles, sí, pero por eso necesitan aprender a ser compasivos tanto como se les exige saber cualquier materia. Por supuesto, ninguno actuaría sin consultarlo con un oficial y los oficiales dependen del Consejo de los Seis, que yo presido. Y mi opinión en todo esto es que la culpa no reside solo en personas concretas, sino en el mundo en su conjunto.

—Evades mi pregunta —dijo Akasha.

—Iré al grano si ese es tu deseo —replicó Gestahl—. Hybris eliminaría a todos aquellos que construyen, mantienen y protegen un mundo en que sucesos como estos ocurren, uno en el que la intención de hacer daño no beneficie a nadie y donde ayudar al prójimo sea lo natural. Un pensamiento pueril, si se lo preguntas a los titiriteros y marionetas del siglo XXI, ellos están demasiado ocupados pensando en obtener más poder, influencia y dinero como para que les importe lo que le suceda a una niña en un pueblo perdido en sus mapas. Es por eso que deben desaparecer, todos ellos.

—¿Los titiriteros y las marionetas?

—Los gobernantes que deberían estar haciendo del mundo un lugar mejor y que empero gustan de ser manipulados por quienes engrosan sus bolsillos. Los que engrosan los bolsillos de los gobernantes para solo beneficiarse a sí mismos, a costa del bienestar de los demás. Los que protegen este estado de las cosas, ya sea condonando crímenes, ya haciendo la vista gorda. Hoy en día, esto no atañe solo al poder judicial, la policía y el ejército, los encargados de informar a la gente y de unirla podrían hacer mucho bien y en cambio solo agravan los problemas con su cháchara programada.

—¿Debo entender eso como tu confesión? —cuestionó Akasha.

—Creía que hablábamos de teoría —contestó Gestahl, fingiendo sorpresa por un momento—. El precedente de toda práctica, y en estos asuntos mis muchachos son mejores en la ejecución que en la filosofía, como ya sabes.

—Nuestra alianza exigía que dejarais de matar.

—Según a quién, ¿me equivoco? Los que lucharon en el continente Mu no recibirán ningún juicio por los fantasmas que devolvieron al Hades, espero.

—Esa salida es barata hasta para ti —acusó Akasha, gélida.

—Me declaro culpable —aceptó Gestahl, mostrando sus manos abiertas—. En cuanto a nuestra alianza, creo que no veis las cosas con perspectiva. Lo que le preocupa al Santuario no es la moralidad y la ética de nuestros actos, sino el caos que podría provocar en el equilibrio del mundo que quienes conocen el cosmos empiecen a actuar en los asuntos de los hombres comunes, tan seguros de ser dueños de su destino.

—Déjame a mí decidir lo que le preocupa al Santuario.

—Adelante, decídmelo, Suma Sacerdotisa. ¿Lloraréis de verdad por los muertos del mismo modo que lloráis, noche tras noche, ante las tumbas de nuestros caídos?

Por un minuto, Akasha guardó silencio.

—¿Cuántos de los accidentes de los que hemos noticia son responsabilidad de Hybris? —preguntó al fin la Suma Sacerdotisa.

—Sin tiempo para pensarlo, diría que dos terceras partes. Desde Canadá a Chile y Argentina, todo gobernante indigno del puesto que ocupaba rinde cuentas ahora a los jueces del Hades. Solo los justos, o si lo preferís, los inocentes, aunque no creo que nadie sea digno de tal título, han sobrevivido a nuestra cacería. Y solo es el comienzo —advirtió Gestahl, no con satisfacción, mucho menos con orgullo, sino como el hombre del tiempo que constata que el día de mañana habrá una tormenta.

—¿De verdad piensas que voy a dejar que sigas actuando de este modo?

—Os interesa que sea así. ¿Lo hablamos ese día, junto a Julian Solo, cierto? Necesitáis que yo guíe la sed de sangre de los caballeros negros para que el daño sea controlado y, sobre todo, útil. Oh, no usasteis esas palabras, mas pensadlo un momento. Sin lo que yo he hecho estos cinco años, la cacería sería con exactitud aquello que tanto desecháis: vigilantes que no cambian nada, una carnicería que no tendrá fin jamás, porque es más antigua que la civilización y las leyes del hombre. Sin un orden, estaríamos causando problemas al Santuario, en cambio, cuando todo es parte de un plan, cada muerte tiene valor. Comparé la cacería con un jardinero que separa la mala hierba del resto para preservar el conjunto, si recuerdo bien. ¡Estaba equivocado! La humanidad, por poseer el don de la consciencia, es más compleja que eso, como me habéis demostrado con tan apropiado ejemplo. No se trata solo de eliminar a los que impiden que los justos prosperen, porque las instituciones que el mundo necesita a pesar de todo están corruptas hasta la médula, al igual que los dirigentes. Todo debe ser saneado, desde la política a la educación, tarea que me habría resultado imposible en la Antigüedad. Hoy en día, por suerte o por desgracia, no es necesario un rey bendecido por los dioses para dirigir a las masas, basta un buen hombre con un buen manual de instrucciones.

—¿Hablas de reparar el mundo que con tus palabras abocas al caos? ¡No puedes destruir gobiernos y esperar que esto no resulte en una guerra, una guerra mundial!

—¿Estaríais satisfecha con dejar a millones de hombres padecer penurias para que el mundo disfrute de una paz aparente? Sé que no, Suma Sacerdotisa, sé que mientras yo lamento por igual los infortunios del rebaño al que llaman «pueblo» y la mediocridad de los pastores que se enorgullecen de ser llamados «líderes electos», vos desearíais poder ser juez, jurado y verdugo de todo aquel que por codicia mantiene este mundo en este estado de pobreza, guerra y violencia. Por eso ni siquiera quisisteis sospechar que los caballeros negros harían justo aquello por lo que fueron armados, porque sabéis que el mundo necesita una purga, porque sabéis que es un mal necesario.

—¿Es que no me has escuchado? Los asesinatos que ordenaste no han cambiado nada. Si alguna vida salvaste con la muerte de los poderosos, esta solo seguirá en este mundo para padecer nuevas miserias, las miserias de la guerra.

—No habrá ninguna guerra entre los hombres —aclaró Gestahl Noah, desechando con un gesto tal posibilidad—. Una vez sean eliminados todos los que planifican y declaran conflictos desde la comodidad de su despacho, otros mejores ocuparán sus sillones. Me tomó más tiempo organizar la rama política, económica y social de Hybris que la militar, lo admito, mas he tenido el suficiente para pensar en los mejores sustitutos. Como ya os he dicho, Suma Sacerdotisa, nadie gobierna con la bendición de los dioses, son solo hombres desechables escogidos por millones de semejantes que ellos mismos consideran desechables. No hay tal cosa como un líder indispensable hoy en día.

—En eso último sí que podría concordar contigo —concedió Akasha en un tono lapidario—. Nadie es indispensable, ni siquiera tú.

Por largo tiempo se hizo el silencio. Asterión de Lebreles, el acompañante de Gestahl Noah, quiso intervenir, mirando al caballero negro de Altar con los puños alzados y una mirada acusadora. Pero ni el líder de Hybris ni la Suma Sacerdotisa le prestaban atención, enfrascados como estaban en una discusión que había iniciado hacía mucho, mucho tiempo, antes incluso de que se conocieran en las calles de Atenas.

—Os prefería entonces —confesó Gestahl Noah—, erais más decidida y sutil.

—Ni un solo día he dudado de lo que dije ese día —aseguró Akasha.

—¿Qué hay de la parte en la que me considerabais un mal necesario? —apuntó Gestahl Noah, frunciendo el ceño—. Ibais a tener audiencia con tres miembros de mi Consejo de los Seis, vuestro asistente ha apartado de mí a los Asamori y hasta Orestes de la Corona Boreal tendrá una audiencia con voz este mismo día. Todo ello sin mi consentimiento.

—¿Es que no puedes controlar a tu rebaño, pastor? —espetó Akasha, divertida.

—¡Sois en verdad perversa, Suma Sacerdotisa! Contuve al más bravo de mis caballeros negros de ir al Santuario antes de aclarar este malentendido, mas no tuve la misma suerte con Munin de Cuervo Negro y el Caballero sin Rostro. Por lo que sé, cierto duende pelirrojo los ha invitado a un viaje que dará comienzo en breve, con la llegada del Astro Rey, justo el día en que iban a reunirse con vos.

—Kiki tenía plena libertad para escoger a un miembro de cada rango de mi ejército. Oro, plata, bronce, hierro y hasta el negro que por desgracia han vestido algunos durante estos cinco años. Todos sirven a Atenea, por lo que está bien que cumplan juntos la más importante misión en nombre de nuestra diosa, ¿no crees?

—Si me hubieses preguntado… —empezó a decir Gestahl Noah.

—No necesito tu autorización —cortó Akasha, alzando la voz de tal forma que Asterión y Gestahl se sobresaltaron—. Ya no. Ahora existe una institución para acoger hasta el último de tus caballeros negros, la Guardia de Acero. Según sé, uno de tus muchachos, como les llamas, sirvió en ella durante la guerra, ¿por qué habría de ser distinto con el resto, si al final todos luchan en nombre de Atenea? ¿Y tu Consejo de los Seis? Los Asamori son leales a la Fundación, Adremmelech nunca ha dejado de ser un santo de Atenea y Oribarkon es un telquín leal a Poseidón. Hay un lugar para Munin, Ícaro e Hipólita en mi ejército si así lo desean, no tendrán que ocultarse más como sombras cuando desde un principio pudieron brillar como estrellas. Si lo pienso así, en realidad no eres tú, Altar Negro, quien es desechable, sino Hybris.

Por un buen rato, el silencio se adueñó de la estancia otra vez. Fue, por supuesto, Gestahl quien lo rompió. Manteniendo los ojos y la boca cerrados en todo momento, aplaudió con gran ánimo y al parecer sincera intención. Celebraba una declaración que a las claras lo condenaba a muerte, lo que descolocó por completo a Akasha.

—Si habéis seguido ese razonamiento, todas las migajas de pan que dejé para que el proyecto Edad de Hierro fuera llevado a último término valieron la pena —aseguró Gestahl por sobre las últimas palmadas—. Puede que vos no seáis tan brillante como podríais llegar a ser, mas admito que no os falta inteligencia. Sí, nos aproximamos al momento culminante en que cumpliré mi función, la del caballero negro de Altar.

—¿De qué estás hablando? —quiso saber Akasha.

—En verdad seré el altar de sacrificio para el nuevo mundo que vendrá —explicó Gestahl Noah—. Sobre mis hombros arrojaréis todos los males que han ocurrido y ocurrirán, para poder condonar las faltas de los caballeros negros y darles el hogar que juntos construimos para que puedan regresar, la Guardia de Acero. Al igual que en el pasado sobreviví mientras incontables almas padecían, ahora me toca a mí tomar la carga de mi descendencia, de toda la humanidad.

—Dices insensateces —espetó Akasha, siéndole imposible evitar masajearse las sienes. Aquello la superaba—. Hybris no volverá a actuar. Tienes que disolverlo. Ya.

—Yo también quería eso, ¿sabéis? —prosiguió Gestahl, sin escucharla—. Quería que parara el cielo de sangrar sobre la tierra corrupta, más por nueve días y nueve noches oí en soledad el ritmo constante de una muerte inevitable.

—Los dioses han querido acabar con la maldad en el pasado —dijo Akasha—. ¿De qué ha servido? El mal reside en el corazón de todos los hombres.

—También el bien —replicó Gestahl—. Hagamos, pues, que el bien brille con más intensidad. Todas las piezas están en el tablero, por fin. Hybris ha puesto las riendas de Occidente en mejores manos, vuestro aliado Bluegrad podría poner a Rusia de rodillas y la Fundación Graad tiene influencia en la economía de toda Asia. ¿Habrá caos? Sí, la oportunidad de cambiar el mundo y de destruirlo aparecerá para que justos y malvados la tomen, mas ninguno de ellos podrá hacerlo. Ningún mediocre que se hace llamar tirano y ningún ladrón que se dice político puede ser aceptado por este mundo, porque tienen demasiados semejantes. Ningún líder es indispensable, ¿eso dije? Bien, me equivoqué, lo que quise decir es que ningún puesto lo es, salvo uno.

—¡No seré tu peón! —clamó Akasha, alzándose del trono con un halo dorado.

—No, seréis mi señora —dijo Gestahl, acortando la distancia que los separaba y tomando con suavidad la mano que la líder del Santuario alzaba—. Soy el caballero negro de Altar por una razón, la de acometer las acciones que estas manos no deben realizar. A vos y a nadie más os he servido estos cinco años, la misma Ethel me lo pidió.

Akasha bien pudo apartar a aquel hombre. Golpearlo, incluso, aun si desconocía si podría herir a alguien a quien ni la propia Lucile podía dominar con su canto. Sin embargo, oír el nombre de Ethel la paralizó por completo.

—No pronuncies ese nombre —murmuró Akasha con voz temblorosa.

—Ella quería un mundo pacífico —dijo Gestahl—. El precio será alto, un mar de sangre inundará los cinco continentes y acaso también los siete mares, mas el Santuario podrá ayudar a los hombres a capear el temporal. Si queréis que los caballeros negros abandonen las sombras, hacedlo vos primero, libera al Santuario del velo tras el que se ha ocultado por tantos milenios y conviértelo en el bastión de la paz y la justicia. Alzaos por sobre todos los malvados y convertíos en una mesías para los justos, en una líder para el mundo, para garantizar la redención que lleva tiempo mereciendo.

—No deseo gobernar este mundo —dijo Akasha, sacudiendo la cabeza.

—Yo tampoco —aseguró Gestahl, comprensivo—. Pero ansiamos salvarlo, ¿verdad?

—Tú y tus ideales no podéis salvar nada —acusó Akasha, todavía afectada por la mención de Ethel, por los que no había podido proteger y por los que no podría proteger debido al empeño de aquel hombre. Por todo—. El mal no puede hacer el bien.

—¿Y qué vais a hacer? —dijo Gestahl, buscando con su mano la mejilla de aquella que lo miraba con tanta ira y desprecio. No se atrevió a tocarla—. Este mal no puede ser destruido por nadie que conozcáis, tampoco podéis tomar el control de mi mente mediante el Satán Imperial, como sin duda estaréis pensando ahora. Vuestra única opción es hacerme caso, dejar que me ensucie las manos por vos.

—Todo lo que soy, todo lo que el Santuario representa lo ensucias con el mero hecho de existir —decidió Akasha, presa de una cólera creciente, aunque contenida en la frágil paz de un cuerpo acostumbrado a la meditación—. Eres idéntico, ¿lo sabías? A Caronte de Plutón. No tienes la mirada, la sonrisa y los cabellos de ese demonio, más te le pareces, hablas como él. Retorciendo el sentido de la justicia a tu antojo.

—La manzana nunca cae lejos del árbol —dijo Gestahl Noah sin un asomo de vergüenza—. Yo más que nadie sé que la justicia que siguen mis muchachos es primitiva e imperfecta, por eso confío en que vos completéis nuestra obra. De la muerte haréis surgir la vida, en un camino allanado con la matanza, vuestra voz se extenderá por el mundo y todos conocerán el mensaje del que hablasteis aquel día, en Atenas.

xxx

Sobre las olas del mar Egeo, el Argo Navis volvía a navegar. Las velas eran henchidas por la bendición de Eolo, y remos invisibles golpeaban las aguas con constancia; de estos últimos, Hybris decía que representaban la voluntad de quienes un día zarparon hasta tierras lejanas con ese barco, dándole nombre a su leyenda. Ninguno de los que ahora pisaban la antiquísima madera que lo componía podía esperar un mejor navío.

Si el Argo podía esperar mejores tripulantes, era otro cantar.

—¿Has terminado de babear por tu manto nuevo, Makoto? —dijo Emil, molesto.

—Sigo teniendo el mismo manto de siempre —aseguró, cerrando y abriendo el puño una y otra vez frente a Emil. El brazal y el guantelete cubrían más que antes, además de ostentar una mayor solidez—. Akasha y Kiki lo restauraron, eso es todo.

—¿Querrás decir Su Santidad, no? —corrigió Emil—. Me pregunto si volveré a ver a mi sirena. ¿No es la armada de Poseidón aliada del Santuario? ¿Por qué no…?

—La última vez que vimos sirenas mientras navegábamos en este barco, estábamos rodeados y en peligro de muerte —recordó Makoto—. No es algo que quiera repetir.

—¡Está amaneciendo! —exclamó Hugin, quien ocupaba la posición de vigía en el mástil—. ¡Agarraos a algo, par de críos!

Solo ellos tres quedaban en cubierta. Shun seguía revisando las cartas de navegación de Hybris, acompañado de Azrael y June, mientras que Ban había obtenido permiso para reposar un tiempo en su camarote. Makoto estaba a la expectativa de los nuevos miembros que Kiki haría aparecer en el barco, Emil lamentaba su suerte mirando al mar y Hugin refunfuñaba en el mástil, recordando el golpe que recibió por hacer lo que siempre hacía con la venia del Santuario: juzgar las decisiones y actos de otros.

—Si te disculparas con él, el viaje sería un poco menos aburrido —sugirió Emil.

—¿Disculparme? —repitió Makoto, ofendido—. Akasha, quiero decir, la Suma Sacerdotisa, tuvo un noble gesto al usar su propia sangre para revivir el manto de Mosca, ¿cómo puede él pisotearlo y tratar de niña a quien ahora nos lidera? ¡Es Hugin el que tendría que disculparse, no yo!

—Hugin es un bocazas. Y nuestro compañero. Tendremos que hablar con él, al menos para preparar las futuras batallas. ¿Por qué no romper tensiones ahora?

—«Nuestra Suma Sacerdotisa es tan, tan buena, que regala su sangre a quienes se portan bien con ella. ¡Espléndido! ¡Aplaudid, por favor! ¿Quién necesita una líder atenta a los asuntos del mundo teniendo a una buena samaritana en el trono papal?»

—No es lo mismo sin sus «je, je» —apuntó Emil—. Oh, vamos. Hugin ha dicho cosas peores, en especial cuando es vocero de Sneyder. Yo también aprecio a Akasha y nunca criticaría sus acciones. A no ser que le diera por matar gatitos y bebés; quiera Atenea que nunca haga eso —divagó—. Y me puedo permitir tanta lealtad porque tengo compañeros que se ocupan de ver las cosas desde otro punto de vista.

—¿No era Su Santidad, Emil?

—¿Ves? Te queda mejor ser el puntilloso del grupo. ¡Makoto de Mosca, pesado como una…! Ay, olvídalo. Estoy sin inspiración.

—Se nota, Emil.

El sonido de unas botas a los pies del mástil hizo que ambos voltearan.

—Así que te has dignado a bajar —dijo Makoto, ceñudo—. ¿Vas a disculparte por fin? Un momento, ¡tú no eres Hugin!

Los rasgos, la altura, la complexión… En todo era idéntico a Hugin, a excepción del color del cabello y los ojos, tan negros como el manto que lo cubría de los pies a la cabeza. La sombra de Cuervo, Munin, estaba en Argo Navis.

Por instinto, Makoto buscó al hermano del santo negro. Seguía en el mástil, quieto como una estatua, aunque temblando. Sus rubios cabellos eran acariciados por una mano vendada, y tan pronto el santo de Mosca se sintió observado por aquel ojo de iris rosado, la presencia de Munin dejó de importar. Hipólita estaba ahí, más poderosa que nunca y con un nuevo manto de Águila Negra; le sonreía.

—Vosotros… —musitó Makoto, confundido. Sabía que Munin había luchado a favor de los vivos en el frente del Pacífico, pero de Hipólita nadie había tenido noticias en meses. ¿Querría venganza?—. ¡Un santo de oro está por venir!

—No me peguen, que tengo amigos más fuertes que yo —se burló Soma de León Negro, sobre la base del mástil.

—Tu padre también está aquí. Verte de nuevo con esa armadura lo va enfurecer —dijo Makoto, a lo que el León Negro se encogió de hombros.

—¿Será rival para mí? —preguntó Hipólita, una vez saltó a cubierta—. Tal vez si la Mosca, el Cuervo y la Flecha lo ayudan tendrían alguna oportunidad.

Tan pronto había acabado de hablar, Águila Negra apareció frente a Makoto. Cada paso que daba hacia adelante hacía que el santo de Mosca retrocediera dos. Mantenía una postura de combate, nada más; no se atrevía ni siquiera a dar un puñetazo. Munin y Soma rieron al ver lo que un santo de plata tenía que ofrecer, y estallaron en carcajadas cuando Hipólita clavó el puño en el estómago de Makoto.

—Tú… Tú… ¡A Icario y Mera!

Envuelto en un cosmos de plata, Makoto agarró el único brazo de Hipólita, previniendo un segundo golpe. Puso todas sus fuerzas en ese gesto, presionando el brazal con la intención de romperlo; lo único que lograba era ralentizar el curso del ataque.

—El pequeño Makoto se ha vuelto muy valiente. —Una fuerza invisible se aferró al cuello del santo de Mosca, dificultándole el habla y la respiración—. Aunque sigue siendo despistado. ¿Ya te aprendiste bajo qué constelación nací?

Hipólita lo alzó por encima de cubierta, como planteándose si tirarlo al mar. Entonces, para sorpresa de los expectantes Soma y Munin, sendas flechas cortaron el aire que separaba a Hipólita de Makoto. Al tiempo que Águila Negra soltaba un quejido, fue visible un brazo demasiado largo para ser humano, compuesto por una sustancia líquida color azul claro, más oscuro en la parte de las garras bestiales que todavía apresaban a Makoto. Aquella extraña extremidad nacía desde el hombro derecho, sustituyendo a la que perdió en la Batalla de Reina Muerte, en el duelo contra Icario.

—Uf, creí que no sucedería nada, pero parece que ese brazo místico también está conectado a tu sistema nervioso —dedujo Emil—. ¿Ocurriría lo mismo si le disparo a tu pierna izquierda? —Apuntó a la misma, donde podía verse una pierna de carne y hueso, cubierta de vendas y negro metal—. Una ilusión así no engaña a un santo de plata. Pero no pretendías engañarnos, ¿verdad?

—La idea era aseguraros una visión menos incómoda.

De un brusco movimiento, Hipólita lanzó a Makoto contra Emil, aunque el santo de Mosca supo recuperar el equilibrio antes de chocar con el peliblanco. Con admirable celeridad, Makoto giró, de nuevo alzando los puños.

—¿Alguien puede recordarle a este cabeza hueca que somos aliados? —dijo Munin—. La papisa dio un emotivo discurso y todo.

Desde los pies del caballero negro, ardió una llama blanca que ni quemaba ni ofrecía calidez. Solo bailaba en torno a Munin, débil, como si pudiera apagarse en cualquier momento. De aquel fuego místico surgieron grandes alas, las cuales arrastraron el aura de Munin hasta el firmamento. Poco a poco, la columna de llamas blancas se fue achicando hasta convertirse en un cuervo. La criatura de cosmos graznó, y los cielos dieron paso a imágenes en tiempo real de un extenso llano, para extrañeza de todos.

—He superado mi problema con el mar —dijo Makoto—. No necesito ver tierra, sobre todo si esta va a aparecer en el cielo.

—Sí, será un problema seguir el curso del sol con eso ahí —comentó Emil, para luego gritar—: ¡Hugin, dile a tu hermano que deje de hacerse el gracioso!

El santo de Cuervo lo miró horrorizado, sin decir nada.

Tras intercambiar miradas confundidas, Makoto y Emil buscaron alguna respuesta en Soma, Hipólita y Munin. El primero parecía estar igual que ellos, Águila Negra cerraba los labios en una fina línea y el que fuera comandante de las tropas de Hybris en el Pacífico estaba pálido como un cadáver. Ni hablaba, ni les prestaba atención.

—Ya que os escandalizasteis tanto al verme —empezó a explicar Hipólita, dando un amistoso golpe a Makoto—, Munin quería gastaros una broma mostrándoos a ese santo de oro que estaba por venir a darme una lección —aclaró, sonriendo por un breve instante—. Los tres imaginábamos que estaría en el Santuario por una cita pendiente.

—Eso no explica por qué nos muestra un páramo rocoso —dijo Makoto, frunciendo el ceño—. Yo no veo el Santuario por ninguna parte.

—Ese, ese, ese… —repetía Munin, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Ese es el problema! El Santuario no está donde debería estar. Ha desaparecido, todo. La montaña, los templos del Zodiaco, el monte Estrellado, el coliseo, la Fuente de Atenea… ¡Todo!

El terror que dominó a Cuervo Negro desde el principio paralizó a los santos de Flecha y Mosca, pero no a la sombra de León Menor, quien logró preguntar:

—¿Y qué hay de los que estaban dentro? ¿¡Qué hay de mi hermana!?

—No los siento —respondió Munin, apesadumbrado—. No siento a nadie en ese lugar, ¡hasta mi conexión con el Viejo se ha cortado! ¿¡Qué demonios ha ocurrido!?

Sin poder nadie ofrecer una respuesta, el silencio no tardó en adueñarse del barco.

Notas del autor:

Ulti_SG. El secreto oculto de esta historia: la sala donde se reunieron los Astra Planeta a planear sus cosas de Astra Planeta tenía adornos navideños. ¡Hasta árbol tenían! Bueno, Caronte le diría árbol, los demás prefieren pensar en ella como Dafne.

Supongamos que todos tenían cosas mejores que hacer. Como Rin, que después de la guerra pudo tener un tiempo para su particular familia.

Sin lugar a dudas, el nombre le queda que ni pintado. Aunque tiene buen fondo.

El dúo dinámico de esta historia. Kiki sabe cómo subir los índices de audiencia.

Solo contamos a los que tenían nombre, que entre los santos de hierro hubo muchas bajas. Pero, tratando de meterme en la cabeza de esta Suma Sacerdotisa tan sufrida, con toda probabilidad cada muerte le debe pesar un montón.

I want you for the Argo Army!

Todo salió de acuerdo al plan.

Algunos lo hicieron bien en la guerra, así que quién sabe hasta dónde puedan llegar. No, Makoto, no te estoy mirando a ti, a ti te derribaron treinta capítulos antes de que acabara.

Sí, es él, una vieja idea que tuve al ver que en la historia original, a diferencia de la serie que todos vimos y amamos, nunca resuelve qué fue de Asterion. Años después de escribirlo supe que había una tumba con su nombre y ya no me apeteció cambiarlo. Digamos que es uno de los cambios de Juicio Divino, como Bluegrad e Hipnos.

Shadir. Como en la vida misma, los poderosos usan a los débiles como piezas de ajedrez para lograr sus metas. ¿Hacia dónde nos llevará esta enrevesada tela de araña?