Capítulo 110. Recuerdos de un pasado inexistente

Desde que los primeros hombres aprendieron a navegar, el océano había sido para muchos una fuente inagotable de aventura y peligro. Los dominios de Poseidón solían ser más inconstantes y misteriosos que la tierra firme que habían conquistado y sembrado; cada día era una lucha entre las fuerzas de la naturaleza y la tenacidad e inteligencia características de la especie humana. Y como todas las veces en que se daba tal enfrentamiento, donde unos veían un riesgo a contabilizar dentro de un negocio, otros lo veían como una forma de probarse a sí mismos, de sentirse vivos.

Los santos de Atenea y las sombras, tal vez pertenecientes a la lista de los cien guerreros más fuertes del mundo, se sentían como encajados a fuerza en el primer grupo. Cualquiera esperaría que navegar por los mares olvidados, una manifestación de la cuarta dimensión, sería aún más emocionante que cualquier viaje hecho en la historia, pero nada estaba más lejos de la realidad. El Argo Navis era un barco mágico que hacía por sí solo la mayor parte de las tareas. También estaba hecho de madera bendecida y revestida de metal sagrado, así que no era necesario protegerlo de una tormenta. Lo único que su tripulación tenía que hacer era mirar el horizonte y, si querían, hacer la limpieza. Un comerciante aprobaría eso.

—Cinco monedas de aire por Makoto —exclamó Emil.

—Una lección intensiva en lengua extranjera por Soma —replicó Munin—. Si vas a apostar, hazlo con cosas reales.

A excepción de Adremmelech y Hugin, silenciosos vigilantes de lo que estaba más allá del océano, los santos y sombras se habían reunido en torno a Makoto de Mosca y Soma de León Negro. Estaban convencidos de que iban a pelear, pues todo el que se había molestado en apaciguar al hijo de Ban había acabado recibiendo una enorme bola de fuego verdoso contra la cabeza. Y Makoto y Soma tenían un asunto pendiente.

—¿Misión de rescate, eh? —dijo Soma.

—Eso he dicho —dijo Makoto—. La Suma Sacerdotisa aprecia a todos los santos de Atenea por igual, no dejará desamparada a tu hermana.

—¿Sabes? No termino de pillar para qué es este viaje. Llámame tonto si quieres, pero hacía un momento teníamos la mitad de la tripulación que tenemos ahora. ¿Hace falta tanta gente para cargar la bandera blanca y parlamentar?

—Yo también estoy un poco perdido. Qué más quisiera yo que saber por qué el Santuario hace lo que hace del modo que lo hace.

—Menudo trabalenguas —acusó Soma con ojos entornados.

—¿Verdad? —dijo Makoto, pasándose la mano para ocultar el rubor—. Según he entendido, la idea es llegar hasta donde están los Astra Planeta sin que algún elemento de la orden tan malvado como Caronte nos mate a todos.

—Eso está mejor. ¡Los dioses bendigan a quienes hablan claro!

—Que no te oiga tu jefe, ¡nadie en todo este mundo da tantas vueltas como él!

El silencio se hizo, encendiendo las expectativas de los ociosos espectadores. Por algunos segundos, hasta Makoto creyó que se había pasado.

—Touché —soltó Soma al final, riendo.

—Lo siento, no… —estaba diciendo Makoto a la vez.

—No, ¿por qué? Tu Suma Sacerdotisa incluyó al jefe en la lista de personas desaparecidas. Eso es que lo vamos a rescatar también. ¡Pensaba que lo quería muerto!

—Si lo quiere muerto, será porque ella misma lo matará.

—¿Así que es esa clase de persona la Suma Sacerdotisa? —preguntó Soma con una sonrisa amplia y pícara—. Apuesto que hay algo más allí. ¿Qué pasaría si mi jefe y tu jefa quisieran algo más que ser socios forzosos?

—Es mejor que no sigas por ahí —cortó Makoto.

Soma calló enseguida, poniéndose serio. Se notaba que quería decir algo, pero no encontraba las palabras. Tras un rato rascándose el pelo, dijo por fin:

—No te guardo rencor, ya no.

—Deberías.

—¿Por qué? Tú conocías mejor a Geist que yo. ¿Qué derecho tendría yo a vengarla, si al tener que quitarle la vida sufriste más de lo que puedo imaginar?

—No fue solo Geist, también Agrius y Theon murieron ese día. Tú pudiste haber muerto. No estás obligado a perdonarme por lo que hice, Soma.

—Deja ese tono lastimero, te he dicho que no te guardo rencor y es la verdad —dijo Soma, cruzado de brazos. El serio semblante empezó a agrietarse con una sonrisa dirigida a Munin—: ¿qué lengua extranjera enseñarías?

Sin esperar una respuesta de Cuervo Negro, Soma ejecutó las técnicas por las que era conocido: Rugido de leoncillo, para desorientar al rival confundiendo los sentidos, y el Bombardeo oscuro, para incinerarlo antes de que pudiera recuperarse.

La voz de Soma, potenciada por el poder de la armadura, llegó a Makoto, quien se mareó por un breve instante. Acto seguido, el caballero negro arrojó hasta cuatro bolas de fuego esmeralda que orbitaban entre sus dedos, las cuales se fundieron en un gran meteorito que cubrió a Makoto desde los pies a la cabeza. Entre los espectadores se mezclaban halagos a la sagrada madera del Argo Navis, ignífuga al parecer, y maldiciones contra quien amenazaba su único medio de transporte.

Al final, empero, todo fue mudez. No había nada en el interior de las llamas de Soma, que ya se disipaban. El caballero negro miró en todas direcciones.

Makoto cayó del cielo, golpeándole la nuca con un rápido golpe.

—Eso por hacer una broma de tan mal gusto sobre mi jefa —dijo Makoto no bien caía Soma de bruces al suelo. En un alarde teatral, tomó una a una las cinco monedas invisibles que Emil le lanzaba, para terminar con una reverencia.

—Ha sido un espectáculo regular —comentó Hipólita, dando un par de aplausos secos—. Estoy cansada de esperar. Munin, ¿vienes?

—¿Ver a la Suma Sacerdotisa en vez de a estos dos idiotas? ¡Vaya pregunta! ¿Y tú? —El caballero negro miró a Adremmelech, una estatua impasible en todo momento. Ni siquiera había movido un dedo cuando Soma lanzó tan ardiente ataque contra el barco; claro que él no era nadie para juzgar—. Ah, claro, ahora eres…

—Soy un santo de Atenea —se adelantó Adremmelech. No necesitaba dar la vuelta para hacerse escuchar; su voz, un seísmo de sonido en el cielo, parecía más peligrosa para el barco que cualquier fuego—. Hay bastantes santos abajo. Me quedo aquí.

—Chaquetero —se burló Munin.

—No tenéis audiencia —musitó una voz. June de Camaleón, invisible para los sentidos convencionales, hizo notar su presencia elevando su cosmos.

—La tendré, solo me adelanto al lento avance del tiempo. ¿O preferís un espectáculo más duradero que esta batallita? Todos contra mí, tal vez —propuso Hipólita.

Como nadie dijo nada, volteó, indicando a Munin que era el momento de retirarse.

xxx

Mientras caminaban por los pasillos del Argo Navis, Munin le fue explicando a Hipólita las más interesantes características del barco. Él había experimentado su capacidad para navegar por sí solo de forma indirecta, Hipólita jamás tuvo ese placer, por lo que fue paciente al explicarle cómo tras el camarote papal podía esperarles una estancia mucho más grande que la que podrían imaginar desde fuera.

Ni él mismo esperaba ver un mundo entero.

—¡Por todos los dioses del Olimpo! —exclamó Munin nada más entrar. Algo había crujido bajo su bota. Un hueso—. ¿Es humano?

Hipólita no se molestó en contestar. Cada uno de los sentidos de ambos captó la respuesta. El intenso y desagradable olor a muerte, el silencio antinatural de una tierra sin vida… Hasta el simple hecho de tener la boca abierta les hacía sentirse envenenados. Una masa de polvo y ceniza carmesí ocultaba todo lo que no estuviera a dos pasos, intoxicando el aire. Munin envió un cuervo, blanco como la nieve y la muerte.

Esperaron un minuto, dos, tres… La criatura no regresaba. Incluso ignoró el llamado, algo inaudito para un eidolon, la extensión del cosmos de un guerrero sagrado.

Avancemos —sugirió Hipólita telepáticamente.

Munin negó con la cabeza. Estaban rodeados de pequeños cráneos y huesecillos, y por ningún motivo quería volver a pisar alguno, si bien no sabía por qué: Altar Negro lo había acostumbrado desde los primeros días a andar en medio de guerras, no solo como espectador, sino usando su inestimable poder psíquico para forzarse a sentir empatía con las emociones desatadas en tales escenarios. Un par de niños muertos no era nada, nada. Se lo repetía segundo a segundo mientras se negaba a avanzar.

Escuchó un par de crujidos; Hipólita sí que avanzaba. Con gran cuidado, más ágil que veloz —no deseaba provocar un estallido sónico— se interpuso ante aquella compañera a la que aun ahora temía y respetaba. La agarró por el único brazo que le quedaba, ignorando el ilusorio, y negó varias veces. En el ojo rosado de Águila Negra pudo ver las lágrimas que estaba derramando, y ni eso le ayudaba a saber por qué.

Bajo la lupa del poder de Ethel, la única fuente de visión con la que contaba Hipólita, era fácil ver lo que se escondía detrás de la niebla roja: tierra seca y agrietada, sin el más remoto rastro de vegetación a kilómetros a la redonda, lo mismo sobre el agua; había un enorme cráter al oeste de donde se encontraban, lo bastante grande como para que Hipólita intuyera que un día fue un lago, y la multitud de construcciones que lo bordeaban, una ciudad pequeña. Resultaba extraño ver aquellos edificios intactos, más allá de algunas ventanas rotas y los inevitables efectos del paso del tiempo, con el brutal cultivo que atestaba el suelo en derredor.

Solo son muertos —dijo Hipólita, alzando la calavera de un hombre adulto frente a Munin—. Estamos acostumbrados a los muertos. A esto nos dedicamos.

No hay muerte —replicó Cuervo Negro, haciendo una mueca ante el sonido del cráneo pulverizado por los dedos de la mujer.

Hipólita asintió con desgano. Ella no era una psíquica, no podía competir con Munin en ese aspecto; por fortuna, Ethel, o lo que quedaba de ella, sí. Entre el polvo rojo que los rodeaba se podían detectar imágenes fugaces, sensaciones. Tiempo después podría decir que vio fantasmas, reflejos temporales en un divertido —al menos desde su perspectiva— color azul espectral de gente que había muerto con una tarea pendiente en el mundo físico. Ahora no había el color ni la silueta de nadie, ni siquiera la vaga forma de las almas en el Hades. El ambiente, en un sentido místico, estaba sobrecargado de las emociones que habían llenado todos los campos de batalla en los que alguna vez estuvo Águila Negra, solo que sin el fuego que encendía su alma, sin la pasión, la sed de venganza, o la satisfacción de la victoria, pequeña o grande.

Todo era tan frío.

La única mano de la guerrera, carne viva rodeada de vendas, aferró a Munin con brusquedad. Hipólita alzó el vuelo con gran velocidad, extendiendo una oleada de polvo y escombros desde el punto de salto, agujerando el cielo rojo con fuego. Ambas cosas provocaron un rictus de dolor en el semblante de Cuervo Negro, quien leía en aquellos millones y millones de granos carmesí la sangre de los que no habían muerto incluso después de haber sido asesinados. Prefirió no decir nada a la mujer que lo mantenía a nueve mil metros por encima del nivel del suelo, sin parar de subir.

Hipólita se vio obligada a desviar el rumbo cuando la ardiente atmósfera empezó a carbonizar sus vendas a pesar de la protección del cosmos y la armadura. Las llamas llenaban el espacio celeste como una antinatural bóveda compacta que ocultaba las estrellas. En esas circunstancias, no le habría extrañado que de pronto empezara a llover lava desde las nubes-antorcha que iluminaban el bajo cielo.

Descendieron al doble de velocidad, aunque ninguno quería hacerlo. Respirar humo o quemarse en aquel infierno era preferible a la niebla roja. Sin embargo, ambos eran conscientes de que la lucha que se libraba más allá de los límites —que probablemente negó a aquel mundo un sol y una luna que lo alumbrara— estaba lejos de sus posibilidades. Hipólita chocó contra la hemorragia planetaria como un meteorito listo para traerle el ansiado fin, y entonces el poder de Ethel dio las últimas indicaciones que los caballeros negros necesitaban sobre aquel fenómeno.

La caída no fue digna de un meteorito. Ni siquiera fue el suave descenso de una maestra en el arte de volar. Solo en el último momento Hipólita reaccionó, librándose con una maniobra de dar tumbos en el suelo. Aseguró el aterrizaje de Munin mediante el poder de Ethel, un brillo rosado que rodeó a Cuervo Negro, protegiéndolo.

Estamos rodeados de cosmos —apuntó Hipólita; Munin asintió—. El cosmos de esos luchadores, contenido en la sangre… Y el poder divino del cielo debe ser… Llama al cuervo, solo así sabremos más.

No me hace caso. Este lugar lo llamó a la batalla… ¿Podemos irnos?

Más que una pregunta, era un ruego del que Munin no se avergonzaba.

Forjamos nuestros cosmos para la batalla —espetó Hipólita antes de abofetear a quien creía un camarada digno. No lo hizo con furia, pues al caer al suelo Munin conservaba la nariz—. Solo recuerda que es tu cosmos.

Dijo eso, pero por dentro Hipólita imaginaba lo que Munin pensaba. ¿El cosmos de los luchadores? Era probable que la niebla roja fuese el cosmos de aquel mundo, una muestra de la rotura de un alma que no era sino el conjunto de todas las almas de un planeta entero. Si era una ilusión, quien la fabricaba debía estar demente.

Aun tirado en el suelo, Munin miraba el mar lleno de peces muertos y los cadáveres de la costa. Muchos conservaban la carne, podrida, y algunos hasta la piel. Todos rodaban como movidos por un terremoto, aunque la tierra no temblaba en lo más mínimo.

Un rayo rugió en el centro de todo.

¿Es él? —preguntó Hipólita—. ¿Tengo que volver a llevarte en brazos?

Munin se levantó, de pronto ido, embelesado por una música que quizá solo él oía. Hasta hacía unos segundos, temía que todo estuviera perdido. La herida de aquel mundo era la prueba, ¿no? Toda familia rota, toda nación disuelta, todo grupo, animal o humano, dividido por un conflicto incansable, que no admitía momentos de paz. Sabía que estaba desesperando a Hipólita, poseída por el hacha de la Divinidad que pone fin a la unión —que puso fin a la comunión entre él y su propio cosmos—, así que no la culpaba por el golpe, pero tampoco deseaba hacer nada por evitarlo.

Sí es él —respondió en un susurro, aunque entonces Hipólita ya le había dado la espalda y avanzado hacia la batalla—. La razón por la que surgió esta alianza.

Tras sacudir la cabeza, Munin decidió seguir el trote ligero de su camarada, si bien a él no lo impulsaba la sed de lucha, ni el miedo a tener miedo. Lo que lo impelía a ir de un sitio a otro en aquella tierra sin esperanza, muerta por siempre, era la música. No dejó de oírla en ningún momento, al contrario, se volvió más intensa cuando se detuvieron.

Como antiguos discípulos del Santuario, tanto Munin como Hipólita tenían sentidos lo bastante agudos como para saber que las nueve presencias que había a un par de kilómetros, en el centro de un bastión natural que recordaba a la fortaleza de Atenea, eran los únicos seres vivos en todo el lugar, quizás en todo aquel planeta. Ocho guerreros con armaduras semejantes a los mantos sagrados de los santos rodeaban a un hombre de ropas negras, a excepción de una camisa roja como la niebla que cubría aquel mundo. Los guerreros alzaban los puños y el cosmos, un cosmos de oro; el hombre miraba una manzana dorada con deleite, sin emitir cosmos alguno.

—Sabéis que es inútil —dijo este, un susurro que paralizó a Munin e Hipólita—. Hemos ganado. El falso Rey caerá, y el Olimpo prevalecerá, como debe ser.

Los petrificados espectadores reconocieron a Orestes y Asterión. También las armaduras de Capricornio —un anciano alto y barbudo que por alguna razón cargaba un libro— y Lira, cuyo portador, por supuesto, era el responsable que la música que había hechizado a Munin. Los demás, una mujer sin máscara y tres guerreros cubiertos por un manto de llamas oscilantes, permanecían en la retaguardia, formando un segundo círculo que terminaba de cortar toda salida para Caronte de Plutón.

—Podéis luchar con vuestros antiguos amigos, si os place —dijo, anunciando el levantamiento de cadáveres que Munin había visto kilómetros atrás, en la costa.

Mientras la niebla roja se arremolinaba —no podía atravesar las fronteras de la réplica del Santuario—, y los sentimientos desapasionados de las almas combativas inundaban todo, Orestes gritó. Fue más el alarido de una bestia que una palabra, pero el acto que precedió fue bastante humano. Un rayo de luz emergió desde la palma del micénico, cubriendo por completo a Caronte y yendo más allá. La lanza solar no vaporizó a los caballeros negros por poco, aunque sí que los obligó a retroceder: la roca bajo sus pies se derretía, tornándose en lava para luego desintegrarse al igual que todo el suelo bajo el ataque. Lejos de los combatientes, una explosión arrasaba con la costa y el mar.

—Ha llovido mucho desde Troya, hijo de Agammenón —comentó Caronte, apareciendo de entre el fulgor de la técnica, ileso—. No siempre se está en el bando ganador. Creo que tus compañeros opinarán igual. Diez.

Orestes volvió a gritar. Munin logró contar sesenta mil haces surgiendo del luminoso cosmos del micénico. Notó que Hipólita se preparaba para alzar el vuelo, aunque no imaginaba a donde querría ir. Si Orestes arrasaba con todos los cadáveres de aquel mundo, es decir, toda la superficie de aquel planeta, no habría lugar al que escapar. Todo sería fuego, el fuego más frío y desolador que la humanidad podría imaginar.

—Nueve —dijo Caronte, arrojando al cielo la manzana, y dando inicio al combate. Aun sin parpadear, Munin e Hipólita perdieron de vista a los ocho. Solo Orestes seguía visible, lanzando rayos en todas direcciones.

Por fortuna, los ataques del micénico ascendían primero media atmósfera y luego descendían en un amplio arco, así que no hubo peligro para los caballeros negros. Estos hicieron amplios esfuerzos por seguir la batalla, pero era imposible. Todos luchaban a la velocidad de la luz, como poco. La única guía del combate eran las fluctuaciones de cosmos y el conteo de Caronte; segundos para el fin de aquel mundo.

—¿Cómo pueden pelear con él? —soltó Hipólita, tragando el veneno del cosmos de los muertos. Ocultó bien las arcadas que aquello le produjo, así como ocultaba el miedo irracional que le invadía cada que pensaba en acercarse a ese ser.

No pelean —sugirió Munin a través de la telepatía—. Creen que pelean, pero saben que ya no hay nada que hacer… Una idea que Caronte les ha debido introducir en pasadas batallas. «Soy inmortal, nadie me puede ganar.»

Terminó el conteo sin que se dijera nada más.

—Cero. —Caronte dio el último paso sobre aquella tierra, con la expresión de quien sabe que está pisando el cadáver de un mundo.

Un nuevo rayo descendió del cielo. El poder de Ethel mostró a Hipólita que un cuerpo humano —humanoide— estaba en su interior.

La tierra se resquebrajó. El Santuario colapsó sobre sí mismo, derrumbándose. La niebla roja empezaba a mezclarse con las llamas del cielo, devorándolas.

Siete cosmos de oro destellaron, preparándose para la última carga.

Más allá del horizonte, sesenta mil explosiones de fuego solar consumieron los restos de un millón de conflictos. Orestes cayó agotado al mismo tiempo, ya sin fuerzas.

Todos estos colores y hechos fueron captados por Munin, Hipólita, y el resto de espectadores. Quizá por el reflejo del shock que vino luego, Cuervo Negro era el único que estaba preparado para esto: él había escuchado el réquiem de Lira. La desesperanza que es en verdad la esperanza perdida de Pandora.

Primero todo se volvió gris, blanco y negro. Y después, cuando el alba cubrió a Caronte y la Esfera de Plutón fue expresada sobre el mundo muerto, todo se extinguió.

Las luces y las tinieblas se extinguieron, incluso la oscuridad primordial desapareció, y un color inhumano hirió las frágiles mentes de todos.

Toda existencia había sido reducida a la nada.

xxx

En la cámara papal, el cosmos solar de Orestes se apagaba como una vela. Hipólita y Munin entendieron enseguida que todo había sido una visión del micénico para la Suma Sacerdotisa, quien era incapaz de ocultar el temblor de sus manos.

—No he sentido un poder así desde… —Shun titubeó. La imagen del alba de Plutón rehuía las cadenas de su mente, esquivaba el recuerdo. Un negror profundo, casi un agujero sobre el tejido de la realidad. Solo algunas líneas de plata, semejantes a las venas y arterias de un cuerpo humano, escapaban de la monotonía—. Elíseos.

Orestes asintió.

—Y esos caballeros… Orfeo de Lira… No puede ser, él desapareció en el Hades hasta que Seiya y yo…

—El tiempo no fluye del mismo modo en todos los mundos —sostuvo Orestes—. Lo que para nosotros es un parpadeo puede significar el nacimiento, la vida y la muerte de un universo. ¿Y bien? ¿Comprendéis ahora mis palabras?

Nadie dijo nada. Todos seguían angustiados por la fuerza que habían sentido más allá de aquella visión, conscientes de que ningún humano podía albergar tanto poder.

—Él no fue quien destruyó por igual el cielo y la tierra —terció Asterión, al tanto de los temores de la sala, los suyos incluidos—. Fue Hades.

—La diferencia entre un dios y un astral actuando como su avatar es la eternidad. En el peor de los casos, podemos acogernos a la suerte y el capricho de Niké, mas no creo necesario el riesgo si ahora está encerrado. Debemos destruirlo.

—¿Destruirlo? ¿A Caronte? Tú y tus amigos no parecíais estar por la labor —se burló Hipólita acercándose a los caballeros.

—Nosotros combatimos, mujer. Vos os paralizasteis solo por mirarlo.

—¿Quién me dice que no veía una ilusión?

—No era una ilusión —terció Munin, todavía con el bello réquiem retumbando en su torturada mente—. Era verdad.

—Expresé en este espacio una parte de mis recuerdos —explicó Orestes—. Una prueba de la honestidad de mis palabras, y una aproximación de las Esferas de Crono. La diferencia es… Dioses, ¿cómo explicároslo? Muerte y vida, tiempo y espacio, leyes universales, cosmos, magia… Todo en la naturaleza procede del dunamis, y en plenas condiciones un astral tiene acceso a esa fuerza. ¡Trascendió mi recuerdo y llegó hasta vosotros como una fuerza inimaginable, no podéis negarlo!

—No lo hacemos —dijo Shun, enfrentando la tensa mirada de Orestes—. Más bien, nos preguntamos si es posible que los acontecimientos que relatas fueran fortuitos cuando hablamos de un dios que sabía del pasado, el presente y el futuro de nuestro mundo. Tres mil años después de salvarte del sueño eterno, tú, uno de los pocos supervivientes de su derrota, quizá predestinada, ayudarías a despertar a cinco guerreros del mismo castigo, a cambio de que se unieran a un dios ajeno.

—Tal mezquindad es sólo propia de los hombres. ¡Vuestro concepto de lo que es un dios está torcido! —aseguró un escandalizado Orestes.

—Algo sabemos de los dioses. Ellos no obtuvieron la inmortalidad, siempre fueron eternos. Son más antiguos que mi mundo y el tuyo, así que no tienen por qué regirse por la ética y moral humanas. Tu dios permitió el final del mundo que creó.

—¡No fue así! —bramó Orestes, apretando los puños—. Él impidió que se desarrollasen armas de gran alcance, mas el mal anidó en cada ser desde el comienzo de la invasión. Lo que visteis no fue provocado por un cataclismo global como el diluvio y el eclipse que afectó la Tierra el pasado siglo, la guerra duró hasta la única paz que puede existir cuando todo está enfrentado entre sí: la muerte, el cadáver de un planeta, el corazón muerto de un universo muerto. ¿No compartimos eso, acaso? Ese demonio siembra destrucción allá donde va, y hasta hoy, siempre ha salido impune.

«Tú trajiste a Caronte al Santuario —pensó Shun, sabiendo que el mismo pensamiento rondaba la cabeza de Akasha desde el inicio de aquella conversación—. Tú y tu dios creasteis el escenario en el que nuestros objetivos convergen.»

—Matadle —pidió Orestes—. Arrojad el ánfora de Atenea al Tártaro, si no es por el mundo que me acogió, hacedlo por vuestro Santuario dos veces mancillado. A cambio obtendréis algo más duradero que las bendiciones del Olimpo. No solo mi fuerza será vuestra, Suma Sacerdotisa, sino la de todos mis compañeros. Con nuestra ayuda, ninguna amenaza volverá a poner en riesgo la Tierra y la humanidad.

Notas del autor:

Shadir. ¡Gracias! Era la idea que fuera así. Un episodio inédito de la mitología…, un tanto entrecruzado con los crossover de toda la vida.

Es lo que pasa cuando te metes con Atenea. Sales mal parado.

¡Horrible, absolutamente horrible, y fascinante!

Los Hados no me dejan verlo. Según, lo presenta en tiempo real y luego lo saca de Youtube, como cuando teníamos que esperar a que el episodio saliera en TV.

Ulti_SG. Ahora que lo dices, eso es totalmente cierto. ¿Qué pasó contigo Orestes?

¡Un hechicero lo hizo! ¿Tal vez? No he podido ver Encanto.

El Hijo pagó las clases de marketing a los caballeros. Es la única explicación razonable que no deja a los entrevistadores como un par de despistados. (O que les da igual si el Hijo es más bueno que el pan bimbo porque no piensan aliarse con él.)

Puedo dar fe de que el Hijo es hombre, descendiente de un dios, o una diosa, del Olimpo, pero él es varón. Una de dos, o aún no se ha animado por ningún nombre que suene tan bien como que se dirijan a él como El Hijo, o el Olimpo ha metido manto en todas las oficinas de documento de identidad para que no pueda tener un nombre. ¡No le des ideas! Sabemos que Akasha, tiende a ser un poco rencorosa, solo un poco.

Eso suena 100% verídico. Teníamos a la lectora de fanfiction Titania y ahora tenemos al autor del fanfiction El Hijo. ¿El ship que vencerá al Akasha x Caronte/Gestahl Noah?

Muy buena pregunta y mejor meme.

Es posible que haya dado algunas referencias veladas, pero sea como sea, ahora sabemos por qué Orestes sabía tanto de todo ese asunto.

Oh, sí, todo pudo haberse resumido así:

—¿Hay alguna forma de ganarle a los Astra Planeta? —preguntó Akasha, intrigada.

—No —respondió Orestes, siendo Orestes.

Fin.