Capítulo 113. Héroes olvidados
Ni siquiera se les permitió a los santos un momento de descanso.
Tan pronto fue claro para todos que la isla a la que se dirigían contenía una ciudad propia de su época, cinco cosmos se hicieron notar en el corazón de la urbe. Acto seguido, uno de ellos se apartó del grupo dirigiéndose al Argo Navis a toda velocidad.
Hipólita pudo haberlo interceptado, pero sabiéndose la más fuerte en esos momentos, decidió volar más allá, directa hacia el líder del grupo hostil.
Los demás —Makoto, Hugin, Munin y Emil— permanecieron en sus puestos y en guardia, pero no estaban preparados para la identidad de quien como un rayo había atravesado media ciudad hasta aterrizar con elegancia en medio del barco.
—Os saludo, santos de Atenea. Soy Christ de la Cruz del Sur. Aunque nos separan algunas generaciones, confío en que hayáis oído hablar de mí.
Mientras el santo de plata se alzaba, Makoto se percató de que solo conocía a un hombre que hubiese portado ese manto sagrado: Grigori, de la actual generación, quien no podía ser más distinto a aquel joven de abundantes cabellos y sonrisa confiada. También se le ocurrió que la mirada del sujeto, bajo unas cejas pobladas en exceso, se le antojaban más malévolas que decididas, pero lo achacó a un simple prejuicio y no actuó de momento, ni tampoco bajó la guardia un ápice.
Hugin, más ducho en las historias del Santuario, sí que lo reconoció.
—Me suena, me suena. Un héroe de la Segunda Guerra Mundial. Parece que los mares olvidados son más pequeños de lo que creía, je, je.
—Héroe es demasiado para alguien como yo, santo de Cuervo. Los héroes graban sus nombres en el tejido mismo de la Historia, para jamás ser olvidados.
—¿Un romántico? Je, je, je. Está bien, retiraré lo de héroe, aunque es difícil con alguien que puso fin a las vidas de tantos caballeros negros. ¿No, Munin?
El salto que dio Hugin desde la cofia estuvo tan lleno de aberturas que bien pudo haber muerto un millar de veces si Christ hubiese querido. Ni Munin ni Makoto podían decidir si aquello era una bravuconada o una deliberada provocación, sobre todo después de que, al aterrizar, se limitara a fingir que se sacudía el polvo del manto sagrado.
—Ya. Supongo que ahora que estamos perdidos, ya no tengo que seguir de vigía.
—Un verdadero santo de Atenea nunca está perdido —apuntó Christ—. Siempre encuentra el camino si es guiado por la justicia.
—¿Y estoy en lo cierto al pensar que esa justicia exige que entreguemos algo? —dijo Munin, perspicaz—. Unos cuantos dormilones, por ejemplo.
—Lo que gente de tu calaña haga poco importa —dijo Christ, frunciendo el ceño—. Me dirijo a los legítimos santos de Atenea como un mensajero de los dioses.
—¿El dios de las leyendas muertas? —espetó Munin.
—Lo que mi compañero quiere decir es que como santos de Atenea no tenemos la obligación de seguir órdenes de otros dioses —terció Makoto.
—Eso es arrogante. Atenea jamás predicó la arrogancia entre los humanos.
El semblante de Christ, tranquilo hasta ahora, se había tornado duro como la piedra.
—Te doy la razón —dijo Makoto—. Si la causa es justa, un santo no dudaría en aceptar el consejo, la guía e incluso la orden de un dios. Pero me pregunto si Atenea consideraría justo entregar las vidas de quienes le son leales. Porque a eso vienes, ¿no?
—Cuidado Makoto. Si sigues actuando así voy a empezar a pensar que no eres idiota, je, je. ¿Y bien? ¿Estamos mal? —inquirió Hugin.
—Las acciones de vuestros superiores están desencaminadas, sin duda. He venido a llevármelos para que puedan ser juzgados antes de que su soberbia corrompa el Santuario por completo. Vosotros, santos de Atenea, podréis regresar a casa.
—Eso me excluye —murmuró Munin.
—No haré tal cosa —dijo Makoto.
Un instante después, el cuerpo del santo de Mosca volaba hasta caer del barco, impactado en el pecho por un ataque de energía que dejó un rastro de electricidad estática. Concluida la veloz técnica, Christ cabeceó negativamente.
—Qué decepción. En verdad quise creer que los dioses estuviesen errados, confundidos tal vez. ¿También tú te negarás a escuchar, santo de Cuervo?
Por respuesta, Hugin y Munin se miraron entre sí, compartiendo una sonrisa pícara. Detrás, Makoto, quien había logrado aferrarse al borde del barco en el último momento, se incorporó de un salto, indemne.
—¡Imposible! —exclamó Christ—. Mi Maelstrom es más veloz que los rayos que caen del cielo. ¡Ningún santo de plata debería poder esquivarla!
—Y no la esquivó, no-héroe.
Christ dio un violento giro hacia donde estaban los hermanos. Le sorprendió ver las alas que de pronto poseían —negras las del santo legítimo, blancas las de la sombra; una ironía desagradable—, y que pudieran volar. No era que se desplazaran gracias a una velocidad varias veces superior al sonido, ¡volaban como las arpías del mito!
—Yo también estoy sorprendido —dijo Makoto, palpándose el peto revivido por Akasha y Kiki—. Ese ataque era muy poderoso.
—Lo recibió de lleno —murmuró Christ, los ojos y la boca desencajados.
La expresión se acentuó todavía más cuando el santo y la sombra de Cuervo se alejaron del lugar, volando hacia donde estaban los compañeros de Christ, como si el santo de Mosca no necesitara ninguna ayuda para ganar esa batalla.
En un parpadeo, el rostro de Christ pasó de la sorpresa a la calma y de la calma a la furia. Maelstrom, una cruz de energía que despedía descargas eléctricas en todas las direcciones, avanzó hacia Makoto a toda velocidad, pero esta vez no llegó a golpearlo.
—Idiota —dijo Makoto, con el dedo extendido hacia donde la técnica, ya extinguida, había impactado—. Para aprender a detener el flujo del cosmos tuve que aprender a leerlo, para empezar. ¿Qué esperas que ocurra si me lanzas el mismo ataque lineal dos veces seguidas desde la misma posición?
—¿El flujo del cosmos? —repitió Christ, entre la rabia y un naciente miedo—. ¿Como el legendario santo de oro que podía leer y copiar cualquier técnica, incluso mejorándola? ¡Ridículo! ¡No eres más que una mosca!
Maelstrom volvió a destellar en el Argo Navis, descontrolado por las emociones y el orgullo herido del antiguo santo. Sorprendido de sus propios reflejos, Makoto pudo anticiparse a la trayectoria, logrando golpear los puntos cósmicos de Christ antes de que la técnica se perdiera en el horizonte como una explosión de luz.
—¿Copiar? No, eso no lo hago.
Christ de Cruz del Sur no llegó a oír aquellas palabras: en cuanto Makoto selló el flujo de su cosmos —esta vez su objetivo sí había nacido bajo la constelación que representaba su armadura—, el antiguo santo de plata cayó de bruces al suelo.
Makoto miró sus manos, sus dedos, preguntándose dónde estaba esa fuerza cuando tanto la necesitó, en el frente de Naraka donde un tigre de luz le hizo morder el polvo.
—¿Apenas ahora te das cuenta? —dijo Emil, callado y quieto como una estatua durante todo el combate—. No es que no hubieses crecido nada desde tu pelea con Hipólita, ¡es que a ti siempre te tocan los duros! Hasta ahora —acotó al final, mirando a Christ.
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Mientras aquella batalla se dio, otro santo de una época pasada se había infiltrado en el interior del barco, invisible a los sentidos convencionales y extraordinarios.
Su gran error fue suponer que podía prescindir de esa protección allí abajo.
—Buenas tardes, señor, si busca la bodega le adelantaré que solo nos queda vino ardiente —saludó Soma, el rostro alegre contrastando con bolas de fuego esmeralda que bailaban entre sus dedos.
A la luz de las llamas, Soma vio la cara habitual de un veterano de guerra: siempre dirigiéndose a los demás como si fueran inferiores a él. El impresionante escudo del brazal izquierdo delataba su condición de santo y la constelación que representaba, pero el rostro adusto y el largo cabello negro dejaban claro que no se trataba de Mithos.
—Aparta, cachorro, vuelve a los brazos de tu madre. Nada puede hacerle una hormiga a Ian de Escudo como para que sea necesario aplastarla.
—¿Aplastar no es eso que hacen los luchadores? Ya sabes, los que no se esconden.
De un simple ademán, Ian envió a Soma contra la pared del otro lado del corredor.
—Digno de un santo de plata —murmuró Soma mientras caía, escupiendo sangre. Cerró los ojos un momento; al abrirlos tenía a Ian de Escudo enfrente.
—No estás en edad para entender cuántas guerras pude impedir gracias a mi habilidad. Es muy posible que tus padres nacieran gracias a mis acciones.
—Seguro, pero a mí qué me…
Ian pateó el estómago de Soma. Este, sintiendo que algo dentro de él se partía, llamó a ese supuesto potencial del que Gestahl Noah solía hablar y desató un remolino de fuego. Las llamas no tardaron en engullir al santo de Escudo junto a todo el corredor.
—Ridículo —dijo Ian desde el incendio esmeralda, alzando el escudo en contraste con sus palabras de desprecio—. Creer que esta herencia de la Guerra de Troya sería necesaria para bloquear un ataque tan débil. ¡Creer que un niño podía ser Héctor encarnado, así como el santo de Mosca pareció poseer la invulnerabilidad de Aquiles!
—Si te sirve de consuelo, yo tengo más de Héctor que Makoto de Aquiles.
León Menor Negro aprovechó el desconcierto de Ian para lanzar otra llamarada, esta vez más una distracción que un ataque. En cuanto logró hacer distancia, lanzó sendas bolas de fuego hacia donde debía encontrarse Ian.
—¿No temes quemar el barco, cachorro? —dijo el santo de Escudo, quien se encontraba a espaldas de Soma.
A León Menor Negro ni le dio tiempo a girarse. Ian le agarró el brazo derecho y se lo rompió como quien rompe una ramita. La armadura negra de León cedió a la sola presión de los dedos de aquel santo legendario. Soma hizo esfuerzos por no gritar.
—El Argo es… ignífugo… indestructible…
—Bueno es saberlo.
Le rompió el otro brazo con aún más facilidad, para después empujarlo varios metros hacia atrás. Soma no había ni parpadeado cuando la bota del santo de Escudo ya estaba sobre su cabeza libre de lágrimas, aunque no de signos de dolor. Lo derribó.
—Sigues siendo una hormiga que nada me ha hecho. Nada puede hacerme.
Ian pasó de largo y anduvo hacia donde sentía el mayor cosmos. Sin duda allí debían estar los cuerpos de los traidores, protegidos por un renegado más. ¿Qué le podía esperar después del niño? ¿Bebés en pañales de bronce? La sola idea le insultaba.
Incluso cuando Soma se volvió a levantar y nuevos ataques golpearon su espalda, Ian de Escudo no volteó, tampoco apuró la marcha. Él, que por décadas protegió el mundo. Él, que murió creyendo que era justo pagar por el crimen de poner en duda la legitimidad del Sumo Sacerdote, y revivió sabiendo a tal villano una pobre alma llena de ambición y locura. ¿Por qué un hombre así tendría que lidiar con infantes?
—Quebrantahuesos —dijo Soma. Los brazos colgando de un lado a otro como pesos muertos, el dolor contenido en unos ojos enrojecidos, pero firmes y vivaces.
—¿Qué has dicho?
—Quebrantahuesos. Mis compañeros eran aficionados a las películas de espías. Ya sabes, ¿podrá la malvada organización enfrentar a los . y la URSS y gobernar el mundo? —bromeó. La broma más dolorida que jamás había dicho.
—Si vas a decir tonterías preferiría que siguieras con tus chispas.
Ian retomó la marcha, pero fue inevitable seguir escuchando al caballero negro.
—La realidad supera a la ficción. Si en el cine se necesitó de espías para proteger la estabilidad del mundo, ¿qué se necesitó aquí? Solo había rumores. Huesos rotos en Berlín, huesos rotos en Nueva York, huesos rotos en Moscú, un santo errante protegiendo el mundo del comunismo…
—Rumores —masculló Ian, lo más cercano a la rabia que aquel severo hombre podía estar. Estaba enfrente de la cámara papal—. ¿En eso me he convertido? ¿En un rumor?
—Si te digo la verdad. Quebrantahuesos suena mejor para un matón de la calle. Para un santo que no sea un chiste... No, no queda. —Rio.
—Deberías agradecer el espacio cerrado en el que nos encontramos. Es por esto que nunca conocerás en vida la realidad detrás de la leyenda.
Ian giró con parsimonia. Su cosmos, inmenso aun para un santo de plata, no solo calló la risa de Soma, lo paralizó por completo.
—Nuestros mantos sagrados están vivos, ¿sabías? —dijo el santo de Escudo mientras andaba hacia Soma—. Mi técnica no solo rompe huesos humanos, eso lo puede hacer cualquier matón de la calle. Lo que mi técnica destruye son mantos de plata. Incluso mi Rho Aias, que no podrías rasguñar ni tras mil años de fuego continuo, se desharía ante el Quebrantahuesos de un solo impacto.
Terminó de hablar justo al encontrarse frente a Soma. Un golpe le bastaría para dar muerte a aquella hormiga que nada podía hacerle, pero que le había dicho demasiado.
—¿Qué tengo que hacer para que dejes de incordiarme con tus chispas? ¿Arrancarte los brazos? ¿Destrozarte las piernas y convertirte en un gusano que se arrastra por la tierra?
Por toda respuesta, la temperatura del lugar se incrementó de pronto. Primero más allá del punto en el que el agua se evapora, y luego más allá del punto en el que el acero y la roca se derriten. Una columna de fuego esmeralda cubrió a Ian por completo, al tiempo que un sonriente Soma retrocedía algunos pasos.
—¿Mis brazos? ¿Qué importan estas minucias? Yo no creo fuego con mis manos, y tú no «rompes los huesos» de un manto de plata con tu fuerza bruta. Nuestro poder está más allá de eso —dijo, como embargado de adrenalina. El dolor que sentía se había convertido algo natural en él. No por mucho tiempo, sin duda.
Soma dejó que las llamas se dispersaran por el mero placer de ver lo que ocultaban. Él podía mantenerlas del mismo modo que Ian le habría arrancado la cabeza en condiciones normales; un poco de fuego no era nada para un santo de plata legendario.
Claro que un poco de fuego y el látigo de otra santa veterana presionando el cuello del susodicho, podría ser que sí hiciera algo.
—¿… por la espalda? —gritó Ian, apenas un chillido debido a la presión en su garganta.
—Parece que no eres el único que se esconde para hacer sus buenas obras —bromeó Soma, agradeciendo infinitamente la ayuda de June detrás de esa máscara de sobre-confianza—. Solo que no caza comunistas, a menos que tengas algo que contar, Ian.
—¿Qué dices, cachorro? Soy un santo Atenea. Solo los humanos luchan por un bando o un color, ¡yo luchaba por el mundo!
Soma volvió a encender el fuego, esta vez sin intención de apagarlo.
«Siempre que cubra todo el cuerpo, ese escudo no le servirá.»
—A mí me pareces muy humano, santo de plata legendario —se burló el caballero negro. Un comentario efímero, la forma bestial en la que el hombre se revolvía entre las llamas, y el cosmos apenas suprimido por el poder de June, lo empujarían al temor y la parálisis de nuevo si no terminaban rápido.
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El aterrizaje de Hugin y Munin no fue en absoluto agradable.
Aunque con objetivos distintos, los dos hermanos habían desarrollado técnicas psíquicas en forma de cuervos. Desde crear un eidolon que hiciera las veces de vigía o mensajero, hasta usarlo para expresar su poder, fuera en la estructura interna de la materia, fuera en la mente humana. Por supuesto, el eidolon no estaba vivo, era pura energía, pero eso no quitaba que pudiera ser sólido, de modo que a ambos se les terminó ocurriendo la posibilidad de agenciarse alas para sí mismos.
Con eso en mente, a ninguno les quedó duda alguna de que el cosmos detrás del ataque que los había desplumado era grande, al menos equivalente al que cada uno usaba.
Sin nada que los mantuviese en el aire, los hermanos cayeron al suelo sin remedio, pero manteniendo el equilibrio y con los sentidos alerta. Así pudieron ver de dónde habían venido los hilos de luz que desgarraron sus alas: una lira, acariciada con suavidad por las hábiles manos de un santo de plata salido de una leyenda.
—No es posible —dijo Hugin.
—¿También lo conoces? Hermano, ¿estás temblando?
El joven envestido por el manto de Lira siguió con la melodía como si nada pasara, y aquella resultó una perfecta representación del mundo al que habían ido a parar.
Los hermanos ya lo veían desde el barco para cuando el estirado Christ arribó. Una ciudad contemporánea atestada de edificios demasiado grandes. Sin embargo, conforme se fueron acercando la imagen no resultó más clara, sino que se difuminó hasta parecerse al fantasma de todas las ciudades del mundo.
Asumían que aterrizaron en un puerto únicamente porque el mar lo rodeaba. Personas iban y venían, como olvidándose en el último momento de lo que debían hacer, o quizá conformes con la sola visión de las aguas. Era difícil saberlo: nadie tenía expresión alguna, de hecho, ni siquiera la forma de los cuerpos podía distinguirse del todo.
A la vez, Hugin y Munin decidieron que aquel lugar no era el fantasma de una ciudad, sino el cascarón vacío que sería un mundo humano sin voluntad.
—Me suena —dijo Hugin.
—Estaba encima del sub-espacio que unía los frentes durante la guerra —se apuró a decir Munin, tardando en recordar que el Santuario seguía sin saber demasiado sobre la base de Hybris—. Es el limbo humano, donde las almas esperan rehuir el Hades.
—Cuán necios pueden llegar a ser los hombres —advirtió el santo de Lira, atrayendo la atención de los hermanos—, siempre desafiando a los dioses, siempre fracasando.
—Eres el santo legendario, Orfeo —dijo Hugin con temor reverencial—. Se dice que tu fuerza supera a la de los santos de oro.
—Orfeo —repitió Munin.
Ese nombre había sido mencionado en la cámara papal, correspondía a uno de los caballeros que lucharon junto a Orestes contra Caronte de Plutón.
—Cierto es que así me llamo, amigos míos —dijo el joven de suaves facciones—. Y mi fuerza es grande, como supo la orgullosa Roma, que ingenua como era creía poder asir a los dioses. Aun los césares aprendieron a temer estas humildes manos, mas os diré que jamás me he comparado con los más excelsos campeones de la diosa.
Él hablaba con una voz calmada y tranquila, un acompañante apropiado para la música que ofrecía, aunque molesto a parecer de Munin. A Cuervo Negro poco le importaba la historia de aquel hombre, lo que quería era volver a escuchar el réquiem que tocó en aquel mundo desolado ante el malvado Caronte.
«Tu arte está más allá de mi comprensión, en cualesquiera mundos que visites. Pero, Orfeo de Lira, ¿por qué tocar ahora sobre el dolor? ¿Por qué no hablan tus dedos de la más cierta de las esperanzas, el seguro fin de toda maldad?»
Se sintió tan ridículo con aquellos pensamientos de poeta frustrado —prefería no considerarse un joven enamoradizo—, que el rostro se le enrojeció.
—¿Y a ti qué te pasa? —acusó Hugin.
—No, qué te pasa a ti. ¿No le tienes miedo a la Suma Sacerdotisa y te aterra un santo de plata? —cuestionó Munin, aunque enseguida cayó en la cuenta de que si aquel era uno de los caballeros del Hijo, como poco dominaba el Séptimo Sentido.
«Estamos muertos. Muy, muy muertos.»
—Él es el santo de Lira —explicó Hugin, extrañado—. Bajó al Hades mismo y permaneció allí durante años. A ti te encandila su música, a mí me preocupa su poder.
—Decís muchas cosas sin sentido —dijo Orfeo, y de un movimiento convirtió los hilos en la misma luz mortífera con la que segó las alas de los hermanos antes.
Fue rápido. A buen seguro más rápido que el Maelstrom de Chris. Los hilos rodearon a Hugin y Munin desde los pies a la cabeza, exprimiéndoles con una presión monstruosa. La armadura negra de Cuervo no tardó en resquebrajarse, mezclándose con la sangre manada de más de una docena de heridas.
—Así que… tienes… miedo… —decía Munin, tratando de provocar a su hermano sin perder la lengua en el intento.
Aquel estaba en su misma situación. En cuanto los hilos terminasen de destruir el metal, cortarían la carne y los huesos de Hugin de Cuervo sin ningún problema.
—A ti que has apreciado mi música, te compensaré con el mejor regalo. ¡Escuchar el clímax de mi Réquiem de Cuerdas, al que jamás nadie ha sobrevivido!
Los dedos bailaron en la lira. La tristeza y melancolía de la música se transformaron en muerte. Rodeado por una docena de hilos que brillaban como el diamante, Hugin de Cuervo acabó despedazado por completo en un instante. La cabeza, al caer sobre la red de luz, fue cortada una y otra vez; solo el polvo llegó a tocar el suelo.
—¡Maldito seas…!
El grito se prolongó más de lo que hubiese querido. Los hilos que aprisionaban a Munin vibraron, cercenándole un dedo de la mano izquierda.
—¿No agradecerás mi gesto? ¿No alabarás mi Réquiem de Cuerdas antes de morir?
Munin, un líder para Hybris, un camarada de asesinos despiadados y un fiel subordinado del hombre destinado a organizar el mayor genocidio de la Historia Universal, se encontró con el bello rostro de Orfeo de Lira sabiendo que jamás había visto tal grado de maldad. ¿Podía ser él el héroe que admiró?
«No —decidió el caballero negro—. Él no haría latir el pétreo corazón de Hades.»
—Estás loco —dijo al fin, apareciéndose en su mente el recuerdo de un emperador que quemó Roma en nombre de su arte. Aquel Orfeo parecía ese tipo de hombre.
—La humanidad está loca. Mi mal, en cambio, es producto del castigo que padecí durante milenios por protegerla. Me odias por la muerte de tu hermano, me temes por el dolor que te infrinjo y te enfurece la impotencia a la que te someto. ¿Cómo crees que acabarás si no te hago el favor de matarte?
—¿Quién tiene miedo?
Escuchar la voz de Hugin sorprendió más a Orfeo que a Munin. El santo de Cuervo, que debía haber muerto bajo el Réquiem de Cuerdas, estaba a unos cuantos metros. Dos alas negras surgiendo de su espalda desnuda lo mantenían en el aire.
—¿Una ilusión? —preguntó a Cuervo Negro con una sonrisa de desprecio—. Para un santo de plata eso no es…
Orfeo calló al ver que los pedazos del supuesto cadáver estallaban en forma de plumas negras. Incluso el cosmos del santo de Cuervo surgía de aquel guerrero alado sin manto, era descabellado pensar que fuera una ilusión de Munin.
—Suicídate —dijo Orfeo, casi suspirando—. Si no lo haces cortaré cada dedo de tu hermano, y si no muere por la pérdida de sangre yo mismo licuaré sus órganos ante tus ojos, vulgar carroñero.
—No lo creo.
Un giro de muñeca. Eso fue todo lo que Hugin necesitó para que las manos de Orfeo volvieran a tocar el arpa, pero no para cumplir su amenaza. Al contrario: los hilos brillantes dejaron caer a Munin de bruces, a la vez que rodeaban el cuerpo del santo de Lira con aún más fuerza y violencia que en los pasados ataques. Habiéndose apoderado de los músculos y nervios de Orfeo, Hugin tenía toda la intención de dar a aquel hombre orgulloso y vil el destino que se merecía.
—¿Qué te parece recibir un poco de tu propia medicina? —preguntó Hugin, observando cómo Orfeo era herido por los hilos que él mismo comandaba—. Je. Me ha gustado esa idea de cortar a alguien dedo a dedo. Por desgracia, no tengo ganas de interrogarte. ¿Munin, puedes usar Hijos de Mnemosine con un cadáver?
Sin saber si debía admirar o temer a su hermano, Munin asintió. Con un giro de mano, quizás una mera floritura, el santo de Cuervo ordenó a su eidolon que moviera los dedos de Orfeo en la dirección que asegurara su suicidio.
Los dedos de Orfeo no obedecieron.
El santo de Lira forzó a su brazo contra la voluntad de Hugin, presionándolo contra el Réquiem de Cuerdas. Los dedos, la mano y la muñeca de Orfeo, todo fue cercenado una y otra vez en un espectáculo sangriento que sin embargo no provocó cambio alguno en el rostro de este. Él seguía en calma, inmerso en una tranquilidad inmutable mientras pasaba la mano restante sobre la lira, que ahora levitaba.
Miles de hilos de luz cortaron el puerto entero.
Hugin y Munin volaron cuan veloces eran, el segundo con unas alas recién formadas. De las heridas de Cuervo Negro no se derramó sangre hasta que el puerto pareció ser un montón de piezas de juguete cayendo al mar debido a la altura. Y aun así el cúmulo infinito de edificios bordeando aquel laberinto de calles seguía sin poder ser captado con un solo vistazo. Los ojos de ambos no bastaban ni para ver la mitad.
—¡La ciudad es enorme! ¿La recordabas así de grande?
—No creo que sea una ciudad, je. ¿Y bien? ¿Entendiste mi indirecta?
—Usé los Hijos de Mnemosine antes de que ese loco se cortara la mano, pero…
—Somos hermanos. Si estamos juntos, nuestros cosmos funcionan como uno solo. Creí que eso bastaría para superar el de ese farsante, je, se nota que me equivoqué.
—¿Y por qué a mí me debería ir mejor?
—Primero porque si se corta la cabeza, pierde —dijo Hugin con impaciencia—. Mira en lo que ha convertido su Réquiem de Cuerdas. Está desesperado. Me acercaré lo suficiente para que me ataque y entonces tú harás que toque nuestra canción en el último momento. ¡Si no se lo espera, no podrá reaccionar!
—¿Volver ahí?
Munin ni siquiera podía medir aquellos hilos, que cortaban una y otra vez pedazos de la ciudad fantasma. ¿Cientos de metros, kilómetros? Llegaron a perseguirles incluso más allá de las nubes, las cuales destruyeron por completo.
—Te repararé el dedo si me ayudas —dijo Hugin, señalando el puño que Munin cerraba sobre la pieza que le cortaron—. Siempre quise ser médico.
—¡Yo quería ser médico! —replicó Munin.
Ambos descendieron en picado. Hilos hechos para rodear montañas y destazarlas trataron de atrapar a dos hombres de mediana estatura y más rápidos que cualquier bala. Resultaba más sencillo de lo que Munin había supuesto, aunque las piruetas que se veían obligados a hacer los retrasaban demasiado.
—Y pensar que creí que eras el legendario Orfeo de Lira que ayudó a los héroes legendarios en la Guerra Santa. ¡Tú, con ese cosmos que no le llega ni a una sombra!
—El más poderoso de todos los santos le espera a tu demoníaca compañera.
La voz de Orfeo ni siquiera provenía de sus labios, Hugin pudo saberlo a pesar de la distancia. Los hilos vibraban con cada sílaba que el santo demente pronunciaba, amplificando el sonido hasta que parecía que un gigante estuviese hablando.
—¿Ese cosmos que siento en el norte? ¡Al lado del señor Sneyder es solo un insecto!
—Lástima que el señor Sneyder no esté aquí.
Una música estridente resonó en todo aquel campo de mortales hilos, los cuales lograron atrapar el cuerpo de Hugin y despedazarlo. Los restos ensangrentados, empero, no tardaron en convertirse en una bandada de cuervos que bajaron, suicidas, cien metros antes de desaparecer por los filos de luz.
Para Munin fue extraño ver a su hermano «morir» una y otra vez. Ilusiones aparecían en uno u otro lugar mientras que él estaba estancado a unos cuatro o cinco kilómetros del objetivo. No encontraba la manera de bajar sin morir, así que Hugin necesitaría desesperar a Orfeo de otra forma, con una inmortalidad aparente.
—¿Cuánto tardó Atenea en hacer ejecutar a alguien como tú? —gritó a todo pulmón otro falso de Hugin antes de ser partido por la mitad.
—Mi determinación no tuvo parangón entre mis compañeros. Me ofrecieron riquezas, mujeres, tierras, ¡un imperio! Y yo rechacé todo, jamás me desvié de mi misión.
—Eres como el escritor que quiere ser alabado por tener una buena ortografía, ¿eh?
Movidos por distintas emociones, Orfeo y Munin abrieron grandemente los ojos al ver a Hugin envestido en el manto de Cuervo y rodeado por cientos de criaturas tan negras como sus alas. Ninguno pudo oír lo que dijo en aquel maremágnum de ruido, pero los dos decidieron que debía ser el original.
Hugin y su bandada descendieron una última vez más. Movimientos en zigzag bastaron para esquivar las fintas de Orfeo, y Munin, desde lejos, maldijo no poder avisar a su hermano de la trampa en la que se había metido.
Todos los cuervos fueron cortados uno a uno. Orfeo, saboreando la victoria, fingió gustoso que le costaba acabar con esos blancos fáciles.
—Esto es por vuestro bien. La maldad debe ser erradicada. Si un héroe como yo fue juzgado, ¿por qué no juzgar a los enemigos de hombres y dioses?
Solo. Sin sus criaturas o su hermano cuidando la retaguardia. Sin un compañero que pudiera auxiliarle sin ser hecho pedacitos y un molesto dolor de cabeza debido al ruido desgarrador, Hugin solo pudo pensar en una cosa al ver a Orfeo.
«¿Cómo demonios se toca la lira con una mano?»
—Este es el final. ¡Que el clímax de mi Réquiem de Cuerdas llegue a estos hermanos, la luz y la sombra! —En ese momento, los miles de hilos de luz se abalanzaron sobre Hugin y Munin. No había escapatoria posible.
Notas del autor:
Shadir. ¿Quién nos diría que el niño travieso que veíamos en la película de Eris se convertiría en alguien tan confiable? Se cuenta y no se cree.
Me alegra mucho leer eso. Hoy en día tanto el fandom como la franquicia de Saint Seiya parecen querer hacer borrón y cuenta nueva con esa ley. Yo decidí darle su lugar en mi historia y mundo, pesase lo que pesase. ¡Y aquí estamos!
Ulti_SG. Voy a admitir aquí en público que nunca se me pasó por la cabeza lo disparatada que es la sospecha de Emil, considerando la diferencia de poder bruto que siempre hubo entre Hybris y el Santuario. ¡Bien visto!
¿Por primera vez Piscis haciendo algo con el mar? ¡Blasfemia! ¿Dónde están las rosas?
¡Viva el capitán Makoto!
Bonita forma de empezar la embajada de paz… misión de rescate… ¡Lo que sea! Una nueva aventura inicia para nuestros héroes, los que duermen y los que no.
¿Edificios? Faltaría que los hubiesen mandado de vuelta a casa.
