Capítulo 117. Amos del tiempo y el espacio

Puesto que consideraba a Manigoldo de Cáncer un aliado, Jäger no pudo reaccionar a tiempo para evitar las Ondas Infernales y solo le quedó maldecir a tan voluntarioso hombre mientras todo su ser era arrastrado hacia la Colina del Yomi. Sin embargo, no fue allí donde acabó, sino en el principio de toda aquella locura, donde fue invocado para evitar la corrupción del último bastión de la humanidad, el Santuario.

El santo de Orión era solo un punto en una amplia meseta de franjas y escarpadas rocas. Un semicírculo de colinas flanqueaba el territorio por el oeste. En el otro extremo, la tierra caía suavemente, como una cascada desnuda de toda agua, a través de un mar de niebla. Más allá de ese punto, destacando por sobre el negror infinito de la Cámara de Paradojas, como era llamado ese espacio ínter-dimensional, Jäger distinguió la cima de una montaña, alrededor de la cual giraban las brumas omnipresentes.

—Me habéis salvado —dijo el santo de plata con humildad.

Titania, sentada en un trono que flotaba por encima de todo, asintió. A la diestra de la astral de Urano estaba el regente de Neptuno, Tritos, quien con un chasquido de dedos hizo que todo se ondulara como rielado por una ola de calor.

Al tiempo que Jäger era elevado por hilos invisibles, franjas de tierra se hundieron y llenaron de agua, de modo que el suelo poco a poco adquiría la forma de un intrincado laberinto. Sobre cada una de las seis colinas, al tiempo, se manifestó una esfera perfecta, la mayoría mostrando un mundo de pesadilla donde los hombres eran poco menos que bestias. Solo dos se distinguían del resto, la primera mostrando la ciudad en la que Jäger y los demás habían combatido, y la otra un paisaje celestial por el que el santo de Andrómeda corría con clara desesperación.

—¿Qué es esto? —preguntó casi sin darse cuenta. Era tan grande y denso el poder que sentía en aquellos dos que no podía distinguir quién lo mantenía en el aire, paralizado.

—Sí, son mundos —dijo Titania—. Reconstrucciones de eventos extraídos de la Esfera de Saturno. —Inclinó levemente la cabeza, pensativa—. Es posible que la conozcas como los Registros Akhásicos, donde todo el tiempo es reunido.

—Pasado, presente, futuro —aclaró Tritos, para quien la mente confundida de Jäger era un libro abierto—. Lo que pudo ser, lo que podría ser, lo que jamás será. Claro que no está bien indagar en lo que está o no por venir, Casandra lo descubrió por nosotros.

En otras circunstancias, Jäger habría interpretado aquellas palabras como desvaríos, pero él había estado presente cuando santos de distintas épocas y mundos fueron convocados por quien los miraba desde el trono: una mujer, sí, pero que parecía haber sido esculpida tal cual era ahora, sin necesidad de padres. Verla era como contemplar la inmensidad del cielo nocturno, incluso la ropa que llevaba parecía haber sido arrancada del firmamento. Desde los pliegues del vestido, puntos luminosos destellaban, acaso listos para salir e incendiar con fuego sidéreo el laberinto que había debajo.

Miró de nuevo las esferas con cierta cautela. En cada una podía distinguir dos de los doce templos custodiados por los santos de oro: Virgo y Sagitario en el cielo, Cáncer y Tauro en salientes de las montañas que rodeaban la ciudad fantasma, Géminis y Escorpio en la cima de dos delgadas colinas, casi pilares, de dispar tamaño…

—Yo relacioné qué templos incluir en cada mundo —explicó Tritos, dejando claro al santo de Orión que no gozaba de ninguna clase de privacidad. El desagrado en la cara de Jäger fue evidente—. Combinaciones al azar.

—Eso no es cierto.

Incluso si aquella mujer y su pálido acompañante de túnica acuosa eran enviados de los dioses, no estaba dispuesto a que le mintieran con tanto descaro. Él estuvo allí cuando más de una docena de santos de Atenea se reunían, la mayoría desconocidos entre sí.

—Nos habéis elegido a través del tiempo para evitar lazos de camaradería —acusó Jäger, pensando en lo distinto que pudo haber sido luchar contra los aliados de los caballeros negros al lado de los mismos héroes que le ayudaron en Troya—. Teméis que haya confianza entre vuestros elegidos.

Tritos sonrió de oreja a oreja, impresionado. Titania no hizo gesto alguno, pues esperaba aquel cuestionamiento.

—Mi objetivo es detener la conspiración del Santuario para gobernar el mundo —dijo la regente de Urano—. No lo lograré creando el contexto para que surja otra. En cuanto obtenéis más poder del que merecéis, los santos de Atenea dejáis de ser de fiar.

Los ojos ambarinos de Titania se clavaron en el osado santo de Orión, quien le evitó la mirada. Por un solo segundo se sintió aún más desnudo que al sobrentender que el pálido enviado de los dioses podía leerle la mente. ¡Y cómo no sentirse así! Había pretendido juzgar a quien buscó peones a través del infinito y la eternidad.

—Lo siento, no puedo abandonar tu mente —se excusó Tritos, llegando al sorprendente extremo de inclinar la cabeza. A Jäger le pareció más humilde que cualquiera de los campeones divinos que conoció en el pasado, claro que entonces solo llegó a conocer a los autoproclamados dioses del Zodiaco, ebrios de poder tras milenios de servidumbre—. Dar consistencia material al Samsara, la técnica de Shaka de Virgo, buscar santos de oro de tiempos y universos distintos, alimentar un ciclo infinito de batallas… Es mucho el poder que estamos concentrando aquí. Si yo no estuviera presente en tu mente, joven, habrías colapsado antes de poner un pie en este lugar.

—¿Un ciclo infinito de batallas? —repitió Jäger, extrañado.

—Dime, santo de Atenea, ¿qué clase de poder percibes en mí?

Jäger estuvo tentado a asentir, pero se contuvo. Escudriñó a la mujer que tenía enfrente, superando lo insignificante que se sentía con solo arañar la superficie de una energía tan colosal. Así permaneció una eternidad, en medio de la fricción entre el microcosmos —el universo que latía en su interior— y el macrocosmos que la dama cubierta por el cielo mismo representaba, hasta que al fin lo entendió.

—Atenea —susurró, aún más atemorizado de lo que estaba la primera vez que aquel ser lo contactó—. ¿¡Eres Atenea!? ¿La auténtica? —tuvo que aclarar.

—No. Mi nombre es Titania. Y él es Tritos. —Meditó durante unos segundos antes de continuar. Jäger no pudo evitar preguntarse cuántas posibilidades podría concebir aquel ser mientras un hombre común solo hilaba un par de ideas—. Atenea encarna en la Tierra como un ser humano. En todas ellas, en realidad. ¿Qué crees que ocurre con la divinidad? Luchaste en la Guerra de Troya, debes saber de lo que te estoy hablando.

—Sí. La primera generación de santos de oro reunió más poder y conocimiento que ningún otro grupo humano, hasta el punto que se consideraron a sí mismos dioses y proyectaron invadir y conquistar otros mundos. Nunca comprendí los términos entonces, solo la necesidad de detenerlos, pero hablaban mucho sobre el multiverso.

—Los dioses no dedican su inmortal existencia a un único planeta. Ellos manifiestan su voluntad allá donde haya vida consciente, sin que los límites del tiempo y el espacio signifiquen obstáculo alguno. Todos los santos que convoqué en este lugar han conocido a Atenea, la misma Atenea viviendo diferentes vidas.

Jäger trató de comprender la magnitud de lo que estaba escuchando. Otros planetas, otros universos y una voluntad divina capaz de estar presente en todos los lugares en los que era necesaria al mismo tiempo. Sentía que la cabeza le iba a estallar.

—La divinidad no va a ninguna parte, porque nunca tuvo que moverse. Está más allá de lo que los humanos, incluso los que conocen el cosmos y sirven a los dioses, podrán comprender. Es el verdadero infinito detrás de todos los demás, y yo soy una parte de eso. Mis dones divinos provienen de Atenea, la diosa de las guerras justas.

De nuevo Tritos dio claras muestras de entender el caos que imperaba en la mente de Jäger. Se aclaró la garganta antes de intervenir, aunque no lo necesitara.

—Atenea querría que los santos tuvieran una pequeña oportunidad de victoria, así que dejamos que los santos enfrenten a otros santos en un ciclo infinito. —Chasqueó los dedos, y en cada esfera pudieron verse imágenes de los guerreros apresados en ellas y los que fueron convocados para enfrentarlos—. Si uno de los nuestros cae, otro tomará su lugar, así hasta que alcancemos la victoria.

—U ocurra un milagro —soltó Titania con aburrimiento, lo que ensanchó todavía más la sonrisa de pez que Tritos había formado—. ¿He respondido tus dudas, Jäger? ¿Accederás ahora a mi petición como la elegida de tu diosa?

—Solo la diosa Atenea podría responder todas las dudas que ahora tengo —dijo Jäger, sobrepasado por la situación. La última vez que había sido parte de un conflicto tan grande estuvo a punto de desaparecer de la historia del Santuario junto a todos sus compañeros—. Y aún no puedo imaginar qué querría de mí alguien como tú.

—Tuteando. Qué descortés… —susurró Tritos.

De pronto, un hedor nauseabundo se adueñó del lugar. Jäger, tratando de aguantar el deseo de vomitar, con los labios llenos de un regusto a muerte y enfermedad, miró en todas direcciones hasta hallar, arriba, un círculo de aguas amarillentas delimitando un portal hacia Bluegrad, la ciudad en la que el rey Bolverk nació.

—Quiero que comandes un ejército —dijo Titania, mirándole con fijeza. No parecía molesta por la falta de formalidad—. Que encabeces la última Guerra Santa para ese Santuario corrompido y todos aquellos que lo ayudarían a cumplir sus ambiciones.

xxx

Asterión no tardó en recuperarse de la impresión de ser arrastrado en espíritu a otro mundo. Acostumbrado como estaba a los más alocados portentos, enseguida adoptó un enfoque práctico, analizando el escenario en el que se encontraba.

Poseía la altura de una montaña, distanciándose del suelo por un par de miles de metros, pero era más bien un enorme pilar de tierra. Allí fue donde dirigió en primer lugar su mirada el caballero de Lebreles, esperando poder reconocer el terreno. Fue imposible. Si la titánica columna estaba en medio de un llano, una pradera pelada de sinuosas colinas o un desierto estéril, no era posible determinarlo de tan numerosas que eran las criaturas que ocupaban el terreno en un asedio orquestado por el mismo Hades. ¿De dónde, si no el inframundo, podría provenir aquel mar infinito de almas insaciables? A pesar de la altura, creía poder distinguir los alaridos de aquellos miserables, siempre ansiando más de lo que tenían. Enfocó más los sentidos, potenciados por el notable cosmos que había alcanzado al servicio del Hijo, hasta que empezó a percibir, entre parpadeo y parpadeo, que a pesar de que no había huecos entre un espectro y el de al lado, los números cambiaban de forma constante. El compañero devoraba al compañero solo para ser consumido también por el que los miraba desde atrás. Eso ocurría a razón de un millón de veces por segundo, sin que la horda infinita acabara jamás. Al lado de aquello, los frentes de la reciente guerra entre el Hades y la humanidad se le antojaban una minucia.

«Claro, porque no estuviste allí —se apresuró a recordar Asterión.»

Harto de esa nefasta visión, miró hacia atrás. Solo había una cosa en la cima de ese remedo de montaña que mereciera su atención: un templo del Zodiaco. Con solo verlo, mientras la concienzuda descripción que Lesath de Orión le hizo sobre el edificio que pudo haber sido su hogar trataba de emerger desde la laguna de sus recuerdos, Asterión cayó en la cuenta de que estaba en uno de los pedazos en los que el Santuario había sido dividido por Titania de Urano. Cortado, en verdad, aunque no por el poder de un santo de Atenea que con sus puños puede cambiar los mapas del mundo, sino por algo más terrible, una fuerza primordial capaz de cortar y unir el tejido espacio-temporal.

—Escorpio —susurró el caballero del Hijo—. ¿Por qué tenía que ser Escorpio?

Pronto decidió que debía ser un capricho más de los Astra Planeta, pero siguió mirando el edificio en espera de una respuesta. Era tan extraño verlo allí, solitario, con las escaleras que lo conectaban al resto del Zodiaco terminando en un precipicio.

Asterión maldijo a viva voz. Recorrer la cima de aquella montaña que un día fue parte del Santuario lo obligó a volver a pensar en lo que había en sus faldas. Con los sentidos fijos en aquel pozo de muerte, una nueva sensación lo embargó, la de su propio cosmos pugnando por abandonarlo para ir a saciar las etéreas bocas de un millón de almas. Rio, rememorando hasta qué punto había subestimado los sermones que de niño oía sobre los pecados capitales, sobre todo cuando él, siendo un muchacho de fuerte metabolismo, escuchaba de los peligros de la gula y el destino que esperaba a quienes se dejaban llevar por ella. Tembló, desde los pies a la cabeza, ante la idea de acabar arrojado ese destino funesto. Ni siquiera con el poder que tenía se imaginaba ascendiendo toda la montaña si caía de ella; a medio camino sería un esqueleto, si acaso.

Tener tan presente aquel riesgo, con las demenciales peticiones de las almas en pena llegando a sus oídos y amartillándole la mente, le impidió darse cuenta de que un lazo de puro cosmos carmesí se le enroscaba en el brazo.

—No me andaré con rodeos —dijo una voz desde el umbral del templo de Escorpio—. Vuestro antiguo Sumo Sacerdote fue parte de las filas de Poseidón, a quien liberó provocando un cataclismo global. Atenea le perdonó —tuvo que admitir el hombre según avanzaba, revelándose como el guardián del octavo templo zodiacal—, pero en cuanto ascendió al Olimpo, Kanon de Géminis recurrió a todas las tretas posibles para obtener poder. Formó una alianza con Poseidón, con el líder genocida de los caballeros negros de tu época y con un dios de a saber qué cosa que al parecer es enemigo de todos los dioses, antes de ceder el trono papal a una chiquilla. ¿Me olvido de algo?

—De presentarte —dijo Asterión—. Entre otras cosas.

—Iskandar de Escorpio —dijo el guerrero de largo cabello rubio, incrementando la presión del lazo—. Y tú eres Asterión de Lebreles, un traidor.

El ex-santo de plata no necesitó leer la mente del enemigo para saber lo que pretendía. Ya estaba ideando una contramedida cuando algo insólito ocurrió.

La sorpresa reinaba en los rostros de Iskandar y Asterión, demostrando que ninguno de ellos era responsable de lo que había desviado el lazo carmesí desde su centro. Era como si una fuerza invisible estuviera repeliendo el cosmos del santo de Escorpio. Y entonces, sin dejar tiempo para formular teoría alguna, cayó sobre la técnica rota el responsable de tal fenómeno, vestido con las ropas de un civil.

—Recomiendo que os apartéis —dijo Arthur.

El Juez no habló con un tonto autoritario, sino cordial. Aun así, el par accedió de inmediato cuando el largo abrigo se alzó revelando cuatro orbes transparentes, los cuales pulsaban una energía tan inmensa como concentrada.

Habiendo pausado el combate, Iskandar y Asterión fueron capaces de escuchar cómo miles de seres ascendían por la montaña. Debía atraerles el cosmos que aquellos tres guerreros poseían, y la única razón por la que tardaban tanto en llegar a la cima era porque luchaban por ganarse un primer lugar y apartar a la competencia.

—Se alimentarán de tu energía. ¡Desiste! —pidió Asterión, a pesar de no tener certezas al respecto, había aprendido a confiar en su instinto más que cualquier otra cosa.

Arthur sonrió, un gesto que debía ser tranquilizador, y proyectó los orbes por los cuatro rincones de aquel infierno. Aunque los mismos viajaron a la velocidad de la luz, la fuerza gravitatoria que poseían atrajo a todos los seres que escalaban la montaña y a los millones que esperaban al fondo. Torrentes de cuerpos se concentraron en cuatro grandes masas que solo podían seguir el camino trazado por la técnica del santo de Libra; tan grande era el poder que los atraía, que desde el primer instante, pequeño aun para aquellos guerreros, la carne, los huesos y la sangre ya se habían desintegrado.

Tera Graviton. El cosmos puede ser empleado para ataques indirectos. Altero un poco los gravitones y mi mejor aliada hace el resto —explicó Arthur, con una fría tranquilidad que contrastaba con la brutal destrucción que acaba de desatar—. Empezar a luchar en un escenario tan desfavorable no dice mucho de vuestra sensatez.

Iskandar echó un vistazo al recién llegado, cuyo enorme cosmos lo distinguía como santo de oro, incluso si no llevaba encima manto alguno. Pronto notó que no se parecía a ninguno de los convocados por Titania de Urano, lo que solo podía significar una cosa: tenía que ser uno de los traidores a los que debía ejecutar.

—Cuidado —dijo Arthur.

La advertencia llegó después de que el santo de Escorpio hiciera su movimiento: un veloz puñetazo con el que lo pretendía sacar al santo de Libra de la montaña. El ataque falló, en el último momento el puño se desvió del objetivo y la inercia llevó a Iskandar a pisar el último peldaño de una escalera incompleta, que daba a donde debía estar el séptimo templo. Oír entonces las palabras de aquel sujeto lo enardeció.

—Tenéis poco tiempo —dijo Arthur, sacándose el polvo de la capa de forma despreocupada—. Y yo no voy a poder ayudar.

Miró hacia donde estaba Iskandar, quien lo retaba, y más allá. Distinguió, embargado de curiosidad, el cosmos que emitía el templo que encabezaba otra montaña —otro trozo del Santuario que los Astra Planeta habían arrastrado hacia aquel lugar—; por supuesto, solo esa persona se atrevería a ejecutar una técnica de tal magnitud a esa distancia. A pesar de que imaginaba lo que pretendía el guardián, no se molestó en evitar el ataque. Un uno contra uno sería un escenario menos caótico que la lucha grupal que esperaba.

El espacio fue rasgado alrededor de Arthur, quien se vio envuelto en un espacio limitado por infinitas líneas entrecruzadas. Ser presa de la Otra Dimensión en un lugar como aquel le trajo gratos recuerdos del día en que obtuvo el manto de Libra, aunque dudaba que fuera de eso de lo que quisiera hablar su contendiente.

Así, el Juez desapareció en la brecha dimensional, a donde, sabía, no tardaría en dirigirse el ejecutante de tan característica técnica. Acto seguido, la grieta se cerró.

—¿Huyó? —masculló Iskandar, aún preguntándose cómo había podido fallar de esa forma. Una barrera, suponía, aunque demasiado eficiente: ni siquiera llegó a haber un choque de cosmos—. No. Ese hombre se encargó de él.

Miró hacia abajo en busca del templo de Géminis, pero acabó viendo el efecto colateral de la técnica del santo de Libra. Un surco inmenso se extendía desde la falda de la montaña sobre la que estaban hasta más allá de donde alcanzaba la vista, y el cielo por encima de aquella destrucción lucía como si acabara de partirse en dos. Era lo mismo en el este, el oeste y el norte; efectos desproporcionados si la intención era librar a su aliado de la amenaza de unas cuantas almas en pena. Pero no podía discutir el resultado.

—Parece que nuestros aliados nos han abandonado.

—No es mi aliado —dijo Iskandar, quien recordaba demasiado bien a sus compañeros. Ni el santo de Géminis que la mujer trajo de quién sabe dónde ni el santo de Libra que dominaba la gravedad tenían nada que ver con él, incluso si servían a la misma diosa en otro mundo u época—. No vivimos en la misma manzana.

—¿Manzana? —repitió Asterión, confundido—. Bueno, Arthur de Libra y yo somos aliados circunstanciales, por el momento. Y nada cambia que nuestro sino es matarnos. ¿No, esclavo de los dioses?

Iskandar no se dejó llevar por la pulla, no tenía razones para hacerlo. Asterión no se había molestado en refutar ninguna de las verdades que Titania de Urano le había contado y hasta mostrado, para convencer a los tercos como él. El caballero de Lebreles tampoco tenía paciencia para explicar su historia a un completo desconocido.

«Él es un santo de oro —se dijo este último, advirtiéndose a sí mismo que no debía subestimarlo—. Yo soy un caballero del Hijo, también he despertado el Séptimo Sentido. Un combate igualado entre ambos sería como una Batalla de Mil Días, pero el escenario es reducido y no sabemos cuánto tardarán en aparecer más de esos devoradores de cosmos. Debo acabar esto rápido.»

Una sonrisa alargada le llenó el semblante cuando comprobó que podía leer incluso la mente de aquel guerrero de élite sin alertarlo. Buscó allí las estrategias que el santo de Escorpio estaba ideando —ninguna; veía en su enemigo a un santo de plata traidor con aires de grandeza, un pelele al que despacharía en un momento—, luego fue más al fondo, donde pudiera encontrar los defectos de las técnicas de Iskandar. No podía arriesgarse a creer que solo dominaba la Aguja Escarlata y la Restricción.

Iskandar no se quedó esperando. Fue de frente con una patada alta directa al mentón del caballero, quien la frenó al punto.

—Aún estás a tiempo de rendirte —dijo Iskandar, ejerciendo presión—. Traidor.

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Shun sentía que llevaba una eternidad dando vueltas, aunque no por culpa de las siempre fiables cadenas de Andrómeda. Se había empecinado en retrasar lo más posible el encuentro con el santo de Sagitario que era idéntico a Seiya —que era Seiya, se corrigió de inmediato—. Solo la desaparición del cosmos de Akasha lo incentivó a dejar de rehuir lo inevitable, aunque igualmente tardó un tiempo en tomar una decisión.

Más del que Seiya estaba dispuesto a esperar.

La cadena redondeada giró veloz alrededor de Shun, bloqueando una infinidad de haces de luz: el Trueno Atómico, una variante más rápida de los Meteoros.

El ángel dorado descendió en picado desde las alturas sin dejar de atacar. Luego de varios segundos de inútil asedio, se detuvo; el solo batir de las alas generó un fuerte viento que Shun resistió, estoico y firme como una piedra.

—Eres tú —musitó el santo de Andrómeda, casi tartamudeando. Las cadenas se replegaron, inquietas por el peligro que el hombre de dorado manto representaba.

—Eres tú —dijo Seiya, quien lo miraba con dolorosa determinación. Tenía los ojos húmedos—. Cuando me dijeron que eras parte de esto, que éramos parte de esto —corrigió, confundido de estar diciendo algo así—, no quise creerlo. No podía creerlo.

—¿Parte de qué? ¿Qué te han contado? ¿Y cómo obtuviste el manto de Aioros?

—Vengo de otro universo —fue la única explicación que Seiya pretendía dar—. De un mundo en el que llegaste a convertirte en médico.

«Otros mundos —pensó Shun, rememorando la información que trajo Shaula y cuanto Orestes les había mostrado—. ¿Como en la Guerra del Hijo?»

—En él sigues siendo mi compañero, mi amigo, que debe hacer aquello que más odia, luchar, por el bien del mundo y no por ambición personal.

—¿Ambición? Si en verdad eres Seiya, así no seas el de mi mundo, sabes que no me mueve la ambición. ¡Ni siquiera me he atrevido a soñar más con una vida normal porque sé que mi sino fue marcado por las estrellas! Soy Shun, santo de Andrómeda, y tú… —No continuó. Superado por la situación, señaló las alas que mantenían a Seiya sobre los cielos—. No comprendo lo que ocurre. Quién eres, quién crees que soy.

—Recibí este manto de oro de Atenea. Nuestra diosa, ¿recuerdas? —acusó, severo—. Aquella a la que el Santuario debe rendir cuentas antes de aliarse con un genocida y el dios que ha sido su némesis desde la era mitológica.

—¡Para salvar el mundo!

—Sí —aceptó Seiya. Calló unos segundos; necesitaba reunir fuerzas para seguir—. Dices que no tienes ambiciones personales, pero sé que siempre has deseado un mundo en paz. Si alguien te tentara con la idea de obtenerlo, tal vez… Solo tal vez…

Apretó los puños con fuerza, quizá luchando por no volver a atacar a su amigo. Porque no fuera necesario hacerlo.

—Te han engañado, Seiya. No sé si estás aquí por el Hijo o los Astra Planeta, ni siquiera sé si eres real o una muy elaborada ilusión —mintió; sabía que no lo era—. Pero no pertenezco al Santuario corrompido que un día debimos enfrentar. Lucho por mantener la paz que tanto nos costó lograr. ¡Estoy seguro de que Atenea lo aprueba!

—¡Lo he visto, Shun!

Aquel grito estremeció al santo de Andrómeda. Desesperación, furia, decepción. No eran emociones que esperaba ver en quien era la viva encarnación de la esperanza, el hombre que menos sabía de rendirse en todo el universo.

Un irreconocible Seiya ejecutó de nuevo el Trueno Atómico. Shun pudo haberlos detenido, por supuesto, la Defensa Rodante era lo bastante sólida como para eso y más.

Pero en lugar de defenderse, atacó. Como un trueno, la onda triangular atravesó la lluvia de estrellas, extinguiendo la mayoría en su camino hacia el rostro de Seiya.

—El Shun que conocí no habría hecho esto —dijo el santo de Sagitario. De milagro pudo desviar la cadena, sufriendo solo un corte en la mejilla—. Cuando Hades te utilizó, tú mismo ofreciste tu vida para evitar ser el enemigo de la humanidad.

A salvo tras la perfecta defensa de la cadena redondeada, Shun suspiró, entristecido. ¿Le habían mostrado a Seiya un futuro en el que seguía siendo el avatar de Hades? ¿Eso era suficiente para poner a su amigo, su hermano, en su contra?

—Debe haber otra…

Seiya no pudo terminar la frase, pues Shun sonreía. Era la sonrisa más desoladora que jamás llegó a ver; le dolió.

—Parece ser que ya no soy el Shun que conociste —dijo el santo de bronce. Golpeó de lleno una de las alas de oro con la Onda del Trueno, haciendo que Seiya retrocediera unos metros—. Tal vez nunca lo fui.

—Es lo mejor —susurró Seiya, hundiendo los hombros bajo el peso de los cielos. Sin ser consciente de ello, hizo suyas las palabras de la mujer que lo convocó—. Mi indecisión provocó demasiadas muertes. La humanidad estuvo a punto de desaparecer solo por haberme apiadado de una niña —explicó en un vano intento de convencerse a sí mismo. En realidad, estaba seguro de que volvería a cometer ese error.

—Seiya. Salvaremos el mundo como siempre hemos hecho. Si para lograrlo tengo que luchar contra ti, no dudaré.

—Eso ya me lo has dejado claro.

Callando más verdades de las que ambos podían imaginar, los hermanos empezaron una batalla que les removía en lo más hondo de sus almas.

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Jäger contemplaba todas aquellas batallas imposibles entre guerreros que el orden natural del universo jamás habría reunido. Incluso él, que en otra vida se atrevió a retar a los santos de oro, se estremecía al observar tan extraño fenómeno.

—Arthur de Libra también desapareció de nuestro campo de batalla —dijo Tritos, desanimado—. Nos esforzamos mucho para darles un contexto en el que pelear y ellos nos lo agradecen huyendo. Las Ondas Infernales, las Cuatro Puertas de Buda, la Otra Dimensión… ¿No puedes frenar las técnicas de esos santos de oro?

—Sabes que sí —dijo Titania, cuya atención estaba sobre todo centrada en la lucha de Seiya y Shun—. No importa a dónde vayan, porque solo hay un sitio al que pueden regresar. Deberías recordarlo, ya que ese fue tu único aporte.

—Mi gran aporte —replicó Tritos—. ¿Quién más que yo podría enviar las mentes de hombres que dominan el Octavo Sentido y se hallan perdidos en los mares olvidados? No fue una tarea fácil.

—Con mi ayuda, debió serlo. Yo soy la llave y la puerta a todos los mundos, así que no tienes ningún obstáculo y solo tienes que localizar a los objetivos que yo te señalo. ¿No son bastantes ventajas como para que no confundieras el cabo de Sunión con el resto del Santuario? —cuestionó, atravesando a Tritos con una mirada relampagueante.

Tritos se quedó sin palabras, o bien prefirió evitar que el reproche de Titania se convirtiera en un severo castigo: había dejado una vía a los santos para regresar a la Tierra, después de todo; si hallaban el cabo de Sunión, dejarían de sentirse vulnerables y derrotados como para aceptar, ahora sí, claudicar ante ellos y evitar la guerra entre la Tierra y los cielos. En eso había pensado la regente de Urano al trasladar ese pedazo de tierra sagrada a la Esfera de Neptuno, pero Tritos, un poco molesto con Acuario y Tauro, sus carceleros, los envió a uno de los seis mundos de la Rueda de las Reencarnaciones sin consultar primero a Titania lo que reservaba para ellos.

Con un gesto, el regente de Neptuno hizo que la niebla se dispersara. Aquello sorprendió a Jäger, que estaba seguro de que no cualquiera podría hacer eso con las brumas del tiempo. Conmocionado, a su pesar, por el vasto poder que Tritos empleaba, desvió la mirada hacia la lejana montaña ahora descubierta.

Era tan extraña como la última vez que él y los otros santos de plata y oro convocados la vieron, pues ya entonces eran capaces de distinguir infinidad de líneas, acaso letras e imágenes en relieve, de épocas más viejas que el hombre, por sobre la oscura superficie. La cima era más pequeña que el resto, como si alguna fuerza hubiese erosionado los alrededores, y aun así seguía siendo más grande que la meseta sobre la que estaban. Además, los siete salientes que sobresalían en el frente, junto a los diez picos que la coronaban, dispuestos en intervalos demasiado regulares, dejaban la impresión de que alguien había tallado aquella elevación natural.

Tritos no pudo evitar una carcajada justo en ese momento. Jäger, que no comprendió la reacción, tampoco halló una respuesta en la indiferente Titania.

Seis mundos. El infierno, el reino de las bestias y el del hambre. También estaba el dominio de los guerreros insaciables, el de los hombres atestado de emociones y el cielo, perfecto e inmaculado. La explicación de Titania a los santos convocados fue mucho más extensa, pero aquel era un buen resumen. Como campos de batalla imposibles para combates imposibles, se habían creado nuevas dimensiones.

Según lo que Jäger había entendido, Tritos enviaba las mentes de los santos culpables a cinco de los seis mundos, mientras que el resto —los que aún no dominaban el Séptimo Sentido— quedaban atrapados en el limbo humano, que ya ni siquiera existía. Manigoldo lo había arrasado con fuego fatuo. El santo de Orión no pudo evitar alegrarse de que ese matón lo hubiese traicionado; no habría sobrevivido a aquellas llamas.

Titania, la campeona de Atenea, era la llave y la puerta. Así se definía, como alguien que puede escarbar en las profundidades de cualquier lugar en el tiempo-espacio.

Eso significaba que ninguno de ellos había creado los seis mundos.

—No lo hicimos —contestó Tritos, que jugaba imprudente con la bruma del tiempo, formando figuras divertidas que bien podrían estar provocando catástrofes en el otro extremo del universo—. Tampoco os creamos a vosotros.

—Recuerda, Jäger de Orión, que no eres el mismo hombre que luchó y murió en Troya —dijo Titania—. Eres una reconstrucción de ese hombre.

—¿Decís que no soy humano? —cuestionó Jäger, tratando a duras penas de no parecer hostil—. Eso es imposible. Me siento…

—¿Sabes el cataclismo cósmico que podríamos provocar con solo sacar a uno de vosotros de la historia de una era, un mundo? ¿Todo lo que implica? Es por eso que necesitamos a alguien que guarde un registro de todos los eventos de la existencia, para que nadie pueda trastocar el delicado equilibrio de… ¿Te aburres, Jäger?

Superado por lo que escuchaba, el santo de Orión bajó la mirada. Respondió, no obstante, a la interpelación de Titania:

—Creía que vosotros erais los amos del tiempo y el espacio.

Tritos volvió a reír. La bruma regresó a su lugar, ocultando la lejana montaña.

Pero no antes de que en esta se abrieran los ojos de un gigante. Uno bajo cada saliente. El intercambio de miradas con el santo de Orión ni siquiera duró una milésima de segundo, y eso fue suficiente para hacerle entender lo pequeño que era en el juego de los auténticos campeones de los dioses. Tritos, el viajero, Titania, la llave y la puerta…

Titán de Saturno miró a aquel pequeño hombre y a sus hermanos con uno de sus ojos, mientras que el resto observaba la Colina del Yomi, la Otra Dimensión, la Puerta de la Vida y los falsos infiernos que había creado por petición de la regente de Urano. Todo el espacio-tiempo era una sola cosa para su guardián.

Notas del autor:

El personaje de Iskandar de Escorpio pertenece al fanfic Némesis Divino de Killcrom. Todos los derechos le corresponden a él. ¡Muchas gracias por su aporte!

Shadir. Es el sino de los santos de Atenea. ¡Las batallas nunca cesan!

Bien se dice que hay de todo en la viña del señor. Los hay que en una situación tan alocada necesitan prueba y los hay que les da igual.

Estuve buscando y tampoco encuentro dónde reclamar en estos casos. Imagino que si el problema no es solo de esta historia, sino general de la página, debería de solucionarse, porque es un verdadero incordio, sobre todo en publicaciones irregulares.

Ulti_SG. Me gustó poder darle un uso a Shijima de Virgo y esa barrera, ofreciendo una respuesta distinta a la que dio Suikyo de Copa en Next Dimension. Puede ser que sí tengan el mismo significado, puede ser que sea porque Pandora fue la primera mujer.

¿Quién lo diría? Escribo el personaje más salvaje y primitivo posible para resaltar lo distintos que eran los primeros santos de Atenea y me sale simpático.

Sí, en esta historia los inmortales salen de debajo de las piedras.

Y digo que Gugalanna (Gugs para los amigos) debe diferenciarse de los santos de Atenea que conocimos, pero, a mor de ser sinceros, Emil es un tanto único. Me divierto escribiendo de él, aunque puede que no sea recíproco en este caso. ¡A esos muchachos siempre los estoy metiendo en líos! Ahora con un discípulo de Atenea, nada menos.

Unos dirán cliché, yo diré tradición.

Todos empezamos leyendo las más alocadas historias hasta que empezamos a pensar que nosotros podríamos escribirlas también. ¡Ánimo, Titania! Ah, no, espera…

A falta de montañas, buenas son ciudades. No dudo que se vería bien animado, aunque temo que en nuestros tiempos abusarían mucho del CGI. Cuando escribía todo no me daba cuenta, pero sí, Adremmelech tiene una suerte terrible en las batallas.

¡Claro que me gustan! Y son un buen. Gracias de nuevo.