Capítulo 118. Siervos de un dios sin nombre
El dantesco escenario dominado por el hambre al que había viajado Arthur fue sustituido por el familiar cruce ínter-dimensional que conocía como la Otra Dimensión, el rincón de la existencia donde forjó el poder que ahora dominaba bajo la tutela del antiguo Sumo Sacerdote. Aun así, era consciente de que seguía en la palma de la mano del enemigo. Estaba enfrentando a quienes veían el tiempo y el espacio como arcilla dispuesta para ser moldeada, después de todo. Frente a ese poder, incluso el Santuario había cedido, dispersándose en diversos fragmentos a través de las dimensiones.
En el vano intento de perseguir a la fuente de la catástrofe, Arthur acabó en un páramo brumoso. Allí vagó por un tiempo indeterminado hasta que la providencia le concedió la oportunidad de contemplar cómo seis mundos eran creados por un inmenso ser, un gigante inmóvil que parecía abarcar el infinito con los siete ojos que abría de par en par. Nada más podía hacer el coloso, ya que incontables cadenas lo mantenían sellado. Debía de tratarse de alguien peligroso aun para quienes lo estaban utilizando.
—Recordad —oyó Arthur durante una larga y angustiosa espera—. Urano es la Llave y la Puerta hacia todo lugar, mas solo en Saturno hallaréis la cerradura.
La voz sonó tan lejana que tardó un tiempo en aceptar que era una advertencia de Shizuma de Piscis. ¿Estaba dirigida a él, o acaso debía llegar a otra persona y los ardides de los Astra Planeta la habían arrojado a los confines del tiempo, donde quizás él se encontraba? Lo desconocía, pero se aseguró de conservar esa frase en su recuerdo.
Mucho más adelante llegó a sentir cómo algunos compañeros eran enviados al interior de los mundos creados por el gigante, meras esferas traslúcidas sobre sus seis dedos para quien las viera desde el exterior. Reconoció entre ellos a Akasha, la líder del Santuario a quien seguía viendo como una hermana pequeña; su primer impulso fue socorrerla, pero la razón prevaleció. No solo varios de los mejores santos de Atenea habían caído en la trampa, sino también los caballeros del Hijo, Orestes y Asterión.
Decidió preparar el camino para la vía diplomática, despojándose del manto de Libra y dejando la dorada prenda en la Caja de Pandora que mantenía siempre lejos y a un tiempo cerca de sí mismo, en la Sala del Veredicto. Entonces, vestido con ropas sencillas y un abrigo que le llegaba hasta los tobillos, abrió un portal hacia el mundo donde se encontraba Asterión de Lebreles, un personaje misterioso que apareció en el círculo social de Gestahl Noah hacía poco. Aún sorprendido de que nadie se lo impidiera —le constaba que la responsable de la destrucción del Santuario estaba allí—, atravesó el portal, recordándose que el llamado Asterión era un aliado. Acto seguido, se permitió observar lo que allí sucedía antes de intervenir; dos inmensos pilares de roca se alzaban en medio de una tierra llena a rebosar de espíritus malévolos, distanciados entre sí de tal forma que parecían haber sido parte de una gran montaña en el pasado. Sobre cada uno estaba un templo del Zodiaco, Géminis y Escorpio. Frente al segundo estaban Asterión y un santo de Escorpio que no le sonaba, ni siquiera por el nombre.
Escuchó el corto discurso de Iskandar, aunque ya antes había llegado a la conclusión de que el enemigo había convocado a guerreros de otros tiempos. Esa era la única explicación para la poderosa presencia que latía en el templo de Géminis, tan parecida a la de su maestro, Kanon, y a la vez distinta, incluso inestable.
«Pelear con dos santos de oro podría ser un problema —se dijo mientras miraba abajo. Los espíritus hambrientos de aquel mundo no eran fuertes, pero sí numerosos, y con solo estar presentes devorarían sin parar el cosmos que cualquiera desplegase, a pesar de la distancia. Cuando el caballero de Lebreles y el santo de Escorpio peleasen, la situación se volvería irreversible—. El juicio tendrá que esperar.»
Todo estaba dicho. Sin dudar más, se hizo visible para asegurarle a Asterión al menos un uno contra uno, y luego esperó a que el guardián del templo de Géminis atacase, sabiéndolo la mayor amenaza que había en ese mundo. En un abrir y cerrar de ojos, fue transportado a la Otra Dimensión, donde esperaba encontrarse con el santo de Géminis.
—Agradezco que hayas aceptado mi invitación. Creo que esto servirá.
Extendió la mano hacia el horizonte delimitado por líneas perpendiculares, donde un planetoide blanco flotaba en medio de un centenar de rocas estelares, y este fue atraído por una fuerza gravitatoria irresistible. Mientras se aproximaba a toda velocidad hacia la posición de Arthur, el tamaño del cuerpo celeste parecía crecer, más grande que las montañas de la Tierra, demasiado inmenso para que la vista humana pudiera abarcarlo por completo… Hasta que un haz de luz lo atravesó, desintegrando el centro del improvisado meteorito, que enseguida colapsó sobre sí mismo.
Con aquel acto, el santo de Géminis había revelado su posición, obligándose a atacar. Como un relámpago se apareció frente Arthur, venido de la nada y cubierto por una majestuosa capa blanca; el puño del poderoso guerrero cayó hacia el pecho desprotegido del Juez, quien no se movió. No hacía falta.
El guardián del tercer templo zodiacal acabó golpeando el aire. Algo había desviado el puño lejos, hacia un punto que ejercía una atracción gravitatoria aun más grande que la que había arrastrado el planetoide. No necesitó más fracasos para entender que Arthur, todavía cubierto por ropas civiles, estaba protegido por una armadura de lo más eficiente. Aquel santo dominaba por igual el ataque y la defensa.
—Uranus Armor —dijo Arthur, imaginando lo que debía pasar por aquella mente que oscilaba entre el mal y el bien, tal y como reflejaban los dos rostros que decoraban el yelmo que portaba—. Parece que alcanzarme no es algo sencillo, ni siquiera para el hermano de mi maestro. Confieso que no esperaba haber llegado a este punto.
Saga de Géminis cruzó los brazos, permitiéndose un momento para pensar. Tal y como Arthur imaginó, el hombre que gobernó el Santuario por trece años no era una bestia irreflexiva que debía tropezar diez veces con la misma piedra antes de idear otro camino. Una cualidad digna de quien pretendió ser líder.
—¿Acaso piensas enfrentarme sin usar tu manto sagrado? No —se corrigió de inmediato, entrecerrando los ojos—, ¿siquiera tienes uno?
La respuesta no tardó en manifestarse. Proveniente de la Sala del Veredicto, aquella dimensión cerrada a cal y canto que Arthur había tenido a bien restaurar tras su batalla con Bolverk, apareció el manto de Libra como una balanza dorada, arrojando luz sobre ambos. Aun así, Arthur no dio indicios de armarse; ni siquiera la presencia de un guerrero de la talla de Saga de Géminis le haría actuar de forma irracional.
El guardián del tercer templo zodiacal asintió en gesto aprobador, para luego cuestionar:
—¿Quién es tu maestro?
Antes de responder, Arthur miró en derredor, buscando en aquel espacio, confín de todos los lugares, otra presencia enemiga. No halló nada, salvo recuerdos.
—¿No lo imaginas? Mi maestro es Kanon de Géminis, tu hermano. —La faz de Saga permaneció imperturbable ante aquella revelación—. Él me dio acceso a un lugar en el que podría experimentar todas las posibilidades del camino que elegí sin dañar el mundo que deseaba proteger. Así entrené lejos de todos para volverme el sucesor de mi maestro, pero fue Libra quien recompensó mis esfuerzos.
—Mi hermano es el santo de Géminis en tu época, y busca un sucesor. Eso solo puede significar una cosa —determinó Saga, perspicaz.
—Sí —admitió Arthur—. El hombre que conspiró para asesinar a Atenea llegó a ser su representante legítimo. No es algo que todos sepan, pocos entenderían esa decisión, pero después de todo seguimos a una diosa. Que sus decisiones escapen a nuestra comprensión es lo primero que debemos esperar. Como líder y como compañero de armas, mi maestro supo dirigirnos a la victoria hasta el final.
Por el tono empleado por el santo de Libra, era evidente cuál había sido el destino de Kanon. Sin embargo, no fue sobre eso sobre lo que habló Saga, no parecía que le importase demasiado qué fue del hombre al que él mismo encerró en el pasado.
—¿Aún puedes decir que sigues a la diosa Atenea? Habéis aceptado una alianza con su más antiguo némesis y quien declaró la guerra a todos los dioses del Olimpo.
Desarmado por un momento, Arthur inclinó la cabeza. La ayuda que Poseidón había prestado en la guerra era inapreciable, y seguía considerando que debían mantener esa alianza por el bien de la humanidad, pero desde el principio los caballeros del Hijo solo habían traído problemas. Si alguien le hubiese preguntado, diría aquello que ningún otro siervo de Atenea se atrevería a decir: despertar a cinco santos, por fuertes o valiosos que fueran, no compensaba el peligro que ahora corrían todos, que incluso les había apartado del mundo que debían proteger. Tal y como estaban las cosas, hasta las buenas gentes de Rodorio acabarían por verse arrastradas a una guerra que no les concernía.
—Un error de juicio que estoy dispuesto a subsanar, a su tiempo. ¿Reconoces tú, Saga de Géminis, el error de no oponerte a tus propios demonios?
Con solemne lentitud, Saga dejó caer ambos brazos. Un aura dorada lo cubrió al tiempo que parte del largo cabello, rubio platino, se ennegrecía.
—No lo comprendes. Como santo de Atenea, desprecio que hayáis traicionado a nuestra diosa. Y como un traidor —añadió, empleando sin pretenderlo un tono de voz dañada, oscura—, no acepto que lo hagáis en busca de otro amo, sin tan siquiera el deseo de que sean los humanos quienes guíen a los humanos. Vivo en un mar de dudas, avergonzado —admitió, de nuevo con voz serena—, pero en esto todo mi ser concuerda. Para evitar que los dioses destruyan la Tierra, detendré vuestra insignificante ambición.
—Esperaba que pudiéramos hablar —dijo Arthur, a las claras decepcionado—. Es evidente que alguien os está manipulando. Si combinara mi fuerza con tus habilidades, podríamos llegar a la fuente de todo esto —aseguró.
—¿Eso es lo que te enseñó Kanon? —cuestionó Saga, despreciativo—. ¿A hablar? ¡Ármate! Ya que portes o no el dorado manto, seguiré viéndote como un enemigo.
Sin más rodeos, los brazales de Géminis chocaron, dando inicio al sonido magnánimo de las estrellas colapsando. Todo tembló, lejanos cuerpos celestes fueron atraídos por la gran fuerza concentrada entre los brazos de Saga.
El suelo que pisaban cedió de inmediato, desintegrándose; ambos santos de oro acabaron a merced de la gravedad que doblegaban a través de la voluntad.
Arthur, viendo cómo los bordes de aquel espacio se incendiaban, entendió que no le quedaba más remedio que pelear. Un mero pensamiento hizo que Libra lo armara desde los pies a la cabeza, justo a tiempo para afrontar la Explosión de Galaxias.
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Desde que acabó en el limbo humano, Manigoldo había imaginado que una acumulación tan desproporcionada de espíritus debía obedecer a alguna razón. En cada pedazo de la ciudad había odio, furia, desesperación… Para conocer qué o quién podía mantener vivos tales emociones más allá de la muerte, algo que impidiera el último e inevitable viaje de las almas, decidió mantener vivo el fuego que le habían ayudado a formar aun después de acabar con Adremmelech de Capricornio.
De ese modo descendió al abismo acompañado de un poder inimaginable. ¿Qué humano podía detener aquel fulgor astral? ¿Podían hacerlo los dioses? Poco le importaba, en realidad. Agudizó la vista, detectando una plataforma al final de una escalera mágica que flotaba sobre un cielo estrellado. Sobre ella, un hombre cavilaba en silencio, sentado en una silla, a pesar de que sin duda sabía lo que se le venía encima. Manigoldo sonrió, aceptando el desafío, y tan temerario como de costumbre se adelantó a la esfera de fuego fatuo que era la sed de venganza de incontables almas.
Llegó hasta el sujeto con la pierna extendida, pero este evitó el golpe de un salto, tal y como era de esperar, permitiendo que la silla estallara en mil pedazos.
—Hey —saludó el santo de Cáncer, rechazando enseguida la mano que le extendió el sujeto para que se incorporara—. ¿Eres tú el que tenía a todas esas almas encerradas? Porque si es así debiste haberte preparado mejor.
—¿Para qué?
Aquello alertó a Manigoldo, quien poniéndose en guardia miró el cielo de reojo. ¡La bola de fuego estaba estática! Alrededor de la plataforma habían aparecido tres signos del zodiaco, dispuestos de tal forma que podrían ser los vértices de un triángulo
—Cuando tres santos de oro maximizan sus cosmos para concentrarlos en un solo punto, desatan un poder sin par para los humanos. Al menos eso es lo que se dice. En realidad, si durante el tiempo suficiente varios combaten por una misma causa, la sinergia de sus fuerzas les permite acceder a un poder…
De una patada, Manigoldo logró que aquel hombre se callara así fuera solo para evadir el golpe. Fueran lo que fuesen aquellos signos, empleaban toda su fuerza en detener el fuego fatuo, el líder estaba desprotegido; no necesitaba escuchar nada más. Atacó de nuevo, con más fuerza y velocidad, pero aquel extraño sujeto se atrevió a bloquear la patada con el brazo aun sin poseer ninguna clase de protección.
—Eso dolió, peón de los Astra Planeta.
—¿De verdad? —cuestionó Manigoldo. El sujeto no se había movido, tampoco sangraba; ni siquiera había abierto el ojo que mantenía cerrado desde antes de que llegara. El santo de Cáncer creó distancia con un salto, tratando de que ninguno de aquellos signos destellantes quedara detrás de él.
—Una sombra no puede rebelarse contra el sol. Yo, Gestahl Noah, caballero negro de Altar, no deseo pelear contra un campeón legítimo de la diosa Atenea.
—Caballero negro de Altar —dijo Manigoldo, riendo—. Vaya, vaya. Es la segunda vez que enfrento a uno. ¿También tú eres el líder de esos buenos para nada?
Era parte de la información que Titania le ofreció. El Santuario no solo se había aliado con Poseidón y el Hijo, sino también con los caballeros negros, a pesar de que seguían siendo el mismo ejército de renegados de siempre.
—¿Te parezco un líder? Me siento halagado, santo de oro.
—Como sea… —Manigoldo carraspeó. No le gustaba esa situación. En realidad, no le gustaba aquello desde el momento en que fue convocado. Aun así, decidió seguir con aquel papel un tiempo más, y señaló con el dedo el sol azul que permanecía suspendido sobre ambos—. Si fuiste capaz de manipular tantas almas para crear ese lugar, al menos deberías tener el valor de enfrentarlos ahora.
—Es mucha energía la que has reunido aquí, no quisiera desperdiciarla en una batalla sin sentido. Respecto a lo que preguntaste antes, no, yo no he encerrado ningún alma. A veces un padre debe castigar a sus hijos descarriados, pero quien lo hace de forma indefinida no puede considerarse uno.
—No creo que puedas ser el padre de toda esa gente, ni siquiera pareces mucho mayor que yo. Y no importa —decidió—. A mí no puedes engañarme, cuando estas almas ardieron fueron a por ti, todas y cada una. Quise ser su guía hacia un merecido descanso, pero al final ellas me arrastraron como a un perro.
—Fueron a por mí, ¿eh? Es una lástima que mis hijos no hayan aprendido nada aun después de la muerte. —Para sorpresa de Manigoldo, el hombre parecía estar siendo sincero—. Tienes mucho que hacer y no quisiera retrasarte, así que te diré lo que creo. Esas almas pertenecen a algunos de los hombres malvados a los que los caballeros negros han eliminado a lo largo de los últimos años. Ya que en vida no fueron capaces de aceptar los errores que cometían, el mundo imperfecto que mantenían en pie, en la muerte tampoco pudieron entender la justicia que les había dado fin. No obstante, vivos o muertos carecen de la fuerza para hacer algo al respecto, así que se limitaron a hacer lo más sencillo, odiar, querían someterme a un tormento eterno sin entender que ellos mismos se estaban condenando. Supongo que debo agradecer a los Astra Planeta por darme un contexto para escucharles antes de nuestro último movimiento. Sí, ahora lo veo claro —asintió para sí—, al crear una copia de la necrópolis, Titania creó un puente entre el original y la réplica, el limbo humano que yo conozco y el otro se confundieron hasta ser lo mismo. ¡Ah, la hija es tan retorcida como la madre, sin duda!
—Criminales… Cortarle la mano a un ladrón, matar a un asesino… ¿Eso es todo? —Manigoldo no tenía mucho que decir al respecto. No vivió como un hombre virtuoso y como santo de Atenea luchó por dar a la humanidad una oportunidad de vivir, sin molestarse en juzgarles. Si acaso, el hablador Gestahl Noah estaba sobrestimando aquella forma de ver la justicia, como si fuera él quien la hubiese inventado. Podría considerar que estaba demente, por todo ese asunto de originales y réplicas que solo entendía a medias, pero en el ojo de ese hombre veía una preocupante lucidez. No, Gestahl estaba cuerdo. Sabía lo que había hecho hasta ahora. Y también lo que haría.
—Los justos prosperan y los malvados son castigados. Los caballeros negros nunca han pretendido extender el sufrimiento de esas almas. Solo crear el escenario propicio para que inicie un mundo en el que quienes quieran vivir en paz puedan hacerlo. No importa si un hombre incumple una ley, importa el daño que provoca a los demás, que los limita, los corrompe y les impide tener sueños o aspirar a algo que no sea causar daño a otros. El ilimitado potencial de los humanos lleva demasiado tiempo estancado.
—Dioses… —maldijo Manigoldo antes de responder del único modo que podía. Sin miramientos, le encajó a Gestahl un puñetazo en la cara, deseando reventarle aquel tranquilo semblante o al menos mandarlo al suelo. Lo único que causó fue un corte leve en la frente, del que bajaron hilos de sangre—. ¡Hay millones de almas aquí arriba! ¡No digas que no sois responsables de esto!
—Sí, eso es verdad —admitió Gestahl—. Incluso cuando he aceptado que el bien de unos depende de la muerte de otros, como padre, no, como quien ha aceptado que el mundo puede cambiar, no debo engañarme.
La sangre que caía de la herida empezó a moverse de forma antinatural al tiempo que el corto cabello se alzaba. De ese modo, once símbolos carmesí se formaron en la frente, como una corona homenajeando a un Zodiaco sin león. Manigoldo no pudo evitar ser empujado por aquella fuerza que estuvo a punto de expulsarlo fuera de la plataforma. Cuando volvió a mirar a Gestahl, solo quedaba el signo de Cáncer en la frente, brillando con luz dorada en medio de unos cuantos mechones de pelo rebelde.
—Vaya, ¿Hashmal intervendrá en todo esto? —preguntó Gestahl, dirigiéndose a nadie en particular—. Si hasta la réplica del león prefiere mantenerse al margen, significa que la Esfera de Júpiter volverá a ser regida por el primer campeón de Zeus.
—Como vuelvas a hablar de copias y originales… —Manigoldo calló la amenaza sin concluirla, pues jamás en toda su vida había sentido un poder tan terrible como el que emanaba de Gestahl Noah. Ni siquiera podía compararlo con Sage, su maestro, a pesar de que ahora empleaba solo la fuerza de Cáncer. ¿Cómo sería si recurría al de los otros signos? De algún modo, fue un alivio que Leo no respondiera, por la razón que fuese.
Altar Negro, además, prosiguió su discurso como si la cuestión de los signos se hubiese esfumado. No era ese un tema que quisiera discutir con Manigoldo, después de todo.
—Los que sobrevivan no pueden ver como héroes a aquellos que les salvaron. No pensarán que esto es justicia, si no, cada vez que hubiese un problema todos recurrirían a la misma solución. ¡El ciclo de violencia sería eterno! Cuando el derramamiento de sangre no sea necesario, podrán encaminarse conmigo a una nueva misión, la última que todos habremos de cumplir. Compensaré su sacrificio con mi guía.
—Muy listo —tuvo que aceptar Manigoldo—. Les das poder para cumplir sus deseos sabiendo que al final no tendrán más remedio que servirte. ¿Es a propósito que siempre hablaras de lo que hacen los caballeros negros y no de lo que haces tú?
—Nos hemos usado mutuamente —fue todo lo que Gestahl quiso decir al respecto—. Te propongo ese mismo trato, santo de oro.
—¿Utilizarme? —dijo Manigoldo, listo para pelear—. No soy ese tipo de hombre.
—Gente muy preciada para mí está en peligro —dijo Gestahl, de nuevo con aquella inesperada sinceridad. Como un acto instintivo, acercó la mano hacia el ojo que mantenía cerrado, el cual recibía todas las imágenes que Hipólita captaba—. Yo no puedo ir a auxiliarles, pero con tu guía y algo de… pólvora espiritual, alcanzar a los Astra Planeta debería ser posible para unos amigos míos.
—No querías desperdiciarla —dijo Manigoldo, mirando el sol azulado de reojo.
—Por supuesto que no. Incluso si el odio de mis hijos te llevó hasta mí, no será suficiente para abrir un pasaje hacia los Astra Planeta. Hay barreras que deben caer, hay un laberinto imposible que solo a ti, un guerrero convocado, te permitirá pasar.
—¿Y si me niego?
Concentradas con el fuego fatuo, las presencias tras los signos dorados no habían hecho nada para defender a su señor, amigo o lo que fuera para ellos Gestahl Noah, mientras que este último, si bien aguantaba los golpes con entereza, no los respondía. Para Manigoldo era evidente lo que tenía que hacer. Sin permitirse tener dudas, desató sobre aquel molesto hombre las Ondas Infernales, ¡si la muerte era el destino que preparaba para aquellos a los que llamaba hijos, muerte le otorgaría!
Y mientras la espiral azulada avanzaba inexorable, los tres signos dorados pasaron a ser diez, los mismos que habían aparecido en la frente de Gestahl, excepto Cáncer. Cada uno de ellos vibraba, como enviando un mensaje, y de repente había algo en la mano derecha que Altar Negro había extendido, un báculo dorado.
—Maldición… ¿Qué demonios eres tú?
Las Ondas Infernales fueron detenidas por el arma que Gestahl Noah había convocado. La victoria de Atenea. Niké.
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Iskandar de Escorpio había perdido la cuenta del tiempo que llevaba combatiendo con quien debería ser un santo de plata. Era extraño admitirlo, pero el caballero de Lebreles no solo contaba con la velocidad de un santo de oro, también podía aguantar los golpes de uno y le sobraba la fuerza para responderlos.
«Si solo fuera eso… —pensó, tratando infructuosamente de atacar al enemigo por un punto ciego. Como las otras mil veces, Asterión ya lo tenía previsto.»
Al principio pensó que el caballero veía el futuro, pero conforme el combate avanzaba le pareció cada vez más evidente que le estaba leyendo la mente. Los movimientos de Asterión, aunque siempre prevenían los suyos, no daban la impresión de ser parte de una estrategia especialmente elaborada; eran respuestas simples, aunque efectivas, para el problema del momento, y ocurría siempre después de que Iskandar pensara en una nueva estratagema para superar aquella supuesta clarividencia.
Saber aquello cambió las cosas. Poniendo la mente en blanco, Iskandar pudo encajar algunos golpes, ninguno lo bastante efectivo como para mellar la notable protección del caballero, en todo superior a los frágiles mantos de plata. Fueron unos pocos segundos de ventaja en los que Asterión pareció estar perdido, hasta que empezó a reír.
—Has tardado en descubrir mi habilidad. Tus amos no te informaron bien.
—¿Informar? —dijo Iskandar, molesto—. No estaba de humor para escuchar a quienes me arrastraron a una batalla que no me concernía.
—Siempre es así con los dioses. ¡Lo único que nos está permitido es obedecer!
Impulsado por aquel grito de batalla, Asterión tomó la iniciativa. De pronto había decenas de enemigos rodeando a Iskandar, quien respondió desatando hilos de luz escarlata sobre todos ellos. La Lluvia de Furia fue inútil; los caballeros no solo evadieron con facilidad cada ataque, sino que al mismo tiempo cargaron contra el santo de Escorpio con gran fuerza, dispuestos a sacarlo de la montaña.
«¿Cuál es el real? —se preguntó mientras bloqueaba los ataques de tres guerreros, todos idénticos a Asterión de Lebreles hasta el más mínimo detalle. No podía ser un efecto óptico por la velocidad, él no caería en una treta así. Debía tratarse de alguna clase de ilusión—. ¿El que se queda en la retaguardia, tal vez?»
Cabeceó con violencia. ¡Le estaba leyendo la mente! ¡Pensar era lo último que debía hacer en aquellas circunstancias! Con un esfuerzo sobrehumano, alejó de sí todas las dudas y avanzó, descargando una andanada de puñetazos sobre todo aquel que se le pusiera enfrente. El instinto de mil batallas libradas en el pasado lo guio a través de ese sabueso capaz de olfatear en sus propios pensamientos. Así, poniendo en cada ataque toda la fuerza que podía expulsar, actuando como lo haría un animal irracional, hizo que cada Asterión saliera volando por los aires hasta que solo quedó uno.
—No solo en la mente hay pensamientos —dijo el caballero de Lebreles, quien había detenido en seco el puño de Iskandar—. Tu estrategia habría sido espléndida para un santo de plata, pero yo, que he recibido un mayor poder, no podía seguir siendo el mismo. Tu instinto es otro rastro más que este lebrel puede seguir.
—Me parece bien.
Con una sonrisa llena de satisfacción, Iskandar agarró el brazo de Asterión con la mano libre. El caballero respondió tal y como esperaba: pateándole para arrojarlo al abismo, donde una vez más los demonios del hambre se congregaban. El santo de Escorpio no opuso resistencia al ataque y salió de la montaña como un pájaro sin alas, sí, pero todavía apresando al sorprendido enemigo.
Aun mientras atravesaban el cielo, los guerreros intercambiaron innumerables puñetazos a cual más potente, valiéndose de ese impulso para acabar aterrizando sobre la montaña coronada por el templo de Géminis. Una nube de polvo llenó el nuevo campo de batalla en lo que santo y caballero se reponían del duelo.
—Ya lo creo que te han dado poder —dijo Iskandar, con un dejo de sarcasmo. Era Asterión el que había salido herido de aquel alocado plan, así fuera solo un labio partido—. ¿No podías haber sido así de fuerte cuando servías a Atenea, la diosa que defiende a los humanos? Es algo cansado que de ochenta y ocho santos seamos siempre nosotros quienes carguemos con las peores batallas.
—Servir a un dios es aceptar una verdad sobre el mundo. Es lo que yo hice, es lo que estás haciendo tú —dijo Asterión—. He decidido rechazar a los dioses que no hacen nada para cambiar el estado actual del mundo. Defender o castigar a los humanos solo son los dos lados de una misma moneda desgastada hace tiempo.
—Creo que hablas con el santo de oro equivocado. Soy demasiado simple como para que tu discurso me pueda interesar —cortó Iskandar. Sí que había sido avisado del tipo de pensamiento que defendían los seguidores del Hijo—. Puedes leer mi mente…
—También el cuerpo —advirtió Asterión—. Todo lo que vayas a hacer, lo sabré. No volverás a tener la oportunidad de alcanzarme, escorpión.
—Eres todo un sinvergüenza, lebrel —dijo Iskandar, sonriente—. Ya que sabes lo que haré, te lo diré. Voy a destruirlo todo.
—¿Qué? —Asterión trató de mantener la calma, pero cuanto más crecía el cosmos del santo de Escorpio más difícil era—. ¿Pretendes suicidarte, escorpión?
—¿Sacrificarme para impedir la guerra que pretendéis iniciar? Suena bien, heroico incluso, pero creo que no soy tan bueno.
Debido a la intensa luz que él mismo estaba emitiendo, acaso un sol trayendo el día a aquel infierno, Iskandar parpadeó. Al abrir los ojos se vio rodeado por al menos un centenar de guerreros idénticos a Asterión: a la izquierda y a la derecha, detrás y enfrente, incluso sobre el templo de Géminis y tal vez en el interior. El caballero había llenado la cima de la montaña, aunque no se atrevía a dar el primer paso.
—Destruiré lo único que nos impide acabar entre esos amigos —dijo, señalando abajo. Allí, millones de espectros hambrientos chocaban entre sí para tener la oportunidad de escalar la montaña, que ya empezaba a temblar—. Llenaré este lugar con mi mejor técnica, así que no tendrás más remedio que recibirla o saltar al vacío.
—Tú caerás, y yo… —Con el rabillo del ojo, Asterión miró hacia arriba, donde una montaña más alta se alzaba para dar sustento al templo de Escorpio.
—En el aire no tendrás movilidad suficiente para esquivar mis ataques y de todos modos caerás. He admitido que puedes adivinar todo lo que yo haga, así que solo me queda una opción: hacer algo para lo que no tengas ninguna solución perfecta.
—¡Será inútil! —gritó Asterión a través de un centenar de bocas. Cien cosmos de plata se encendieron, cubriendo el sol que era ahora Iskandar de Escorpio.
—Bueno, eso lo veremos enseguida.
Terminado el tiempo de las palabras, todo ocurrió a la vez. La Legión de Fantasmas convocada por Asterión saltó al unísono como una jauría de perros rabiosos. El aura de Iskandar cambió el tono solar por un destello escarlata, como el atardecer que precedía la larga noche de una muerte inevitable. Detrás del guerrero, indetectable aun para los entrenados sentidos del caballero de Lebreles, se manifestaba su amada y ángel protector, Selina, con el largo y espeso cabello flotando a merced de los vientos huracanados que se arremolinaban en torno al santo de Escorpio. Acto seguido, la energía cósmica del ateniense se liberó en un ataque omnidireccional.
Tal y como Iskandar advirtió, la Tormenta de Furia cubrió por completo la cima de la montaña, como un tifón escarlata que quemaba por igual la tierra y el cielo. Y aun en medio de aquella tempestad cósmica podían escucharse los atronadores golpes que allí intercambiaban dos guerreros entregados por entero a la batalla, que nada querían saber de las hordas demoníacas ascendiendo por la temblorosa roca desde las profundidades del infierno. Ni tampoco de la inmensa grieta en la bóveda celeste que otro titánico duelo, en el confín del tiempo y el espacio, había provocado.
Notas del autor:
Shadir. Bueno, lo envían a Bluegrad así que de seguro encontrará ese hielo. ¿Bastará para quitarle el dolor de cabeza? Eso ya queda en manos de los dioses.
Un verdadero duelo de titanes.
Esperemos que hagan algo. ¿Porque hay gente a cargo de FFnet, no?
Ulti_SG. Sí, Jäger es listo, tanto por entender ese pequeño detalle cuanto por olvidarse un poco de sus prejuicios en esta ocasión tan tenso. Por ahora conocemos a Tauro (Gugalanna, Original), Géminis (Saga), Cáncer (Manigoldo, Lost Canvas), Virgo (Shijima, Next Dimension), Escorpio (Iskandar, Némesis Divino) y Sagitario (Seiya, Omega). Ya de por sí es un curioso grupo, así que podemos esperar cualquier cosa.
Como siempre me ha gustado el género crossover, me pareció muy divertido poder explorar los distintos universos de la ya entonces extensa franquicia Saint Seiya. Así es, los personajes secundarios deben ganarse el pan haciendo algo, aunque sea lavarse los dientes. Crucemos los dedos por los que están en la Tierra.
Hasta en esta historia que tiende tanto a las luchas masivas recordamos las buenas tradiciones. ¡Gran trabajo, Arthur! Nada como un buen uno contra uno.
Desde hace bastante tiempo que los protagonistas ascendiendo como santos de oro es una idea que me hace ruido. Aunque sea canon ahora, no lo encuentro natural, razón por la que estoy conforme con haberlos mantenido en sus respectivas constelaciones. (Plus, si no lo hubiese hecho, Lucile, Arthur, Akasha, Triela y Sneyder no existiría. ¡Traten de imaginar Juicio Divino sin ellos!). Sin embargo, mientras pensaba en qué personajes podían cubrir cada puesto, vi la posibilidad de tener a un Seiya en todo ese asunto y la tomé. SSO nos hizo un gran servicio, aunque quizá Shun no esté de acuerdo.
El personaje empezó como un gigante de cinco metros, si no me falla la memoria, y míralo ahora. Él sí que es aterrador de ver, ¿cómo será enfrentarlo?
