Capítulo 120. Ángel caído

La joven nació donde el tiempo no avanza, en un pueblo sencillo a la sombra de la más sagrada montaña. Fue criada por padres estrictos y abuelos consentidores, rodeada de buenos vecinos y desconociendo la existencia de la maldad humana. La última Guerra Santa había acabado el año en el que nació, el mundo no deparaba ya riesgos para el ejército de la diosa o sus humildes vasallos.

Desde que tuvo memoria, ella pasaba la mayor parte del tiempo en el local de sus padres, un lugar donde las gentes podían reunirse y comer algo. Allí la mente de los hombres se permitía volar con libertad, y unos cuantos tragos daban inicio a las más increíbles historias, pero solo las de unos pocos clientes llamaban la atención de la niña. Eran muchachos extraños, con los ojos rasgados que heredaron de la lejana tierra en la que nacieron. Quizás les tuvo miedo la primera vez, hasta que el más aterrador, con una sola línea de cabello atravesando la calva brillante, empezó a contar con entusiasmo la batalla que como santo de Atenea libró para proteger a la diosa.

Hubo muchas exageraciones aquella noche y en las siguientes, las hazañas de aquellos jóvenes guerreros se volvían cada vez más irrisorias aun para el promedio de alocadas historias que allí se contaban, pero la niña no podía discernir eso. Para ella, el entusiasmo y la determinación que los muchachos orientales imprimían en cada relato era algo increíble, distinto a la apacible paz que siempre disfrutó y, a un mismo tiempo, no dejaba de ser lo mismo; no todo el mundo era igual al pueblo en el que vivían, así que ellos se encargaban de proteger el planeta. Maravillada por la senda de los santos de Atenea, preguntó con cierta vergüenza si ella podría luchar también.

Risas enérgicas, tímidas u oscuras. Grandes y heridas manos revolviendo el corto cabello de una chiquilla de cinco años recién cumplidos. No se lo tomaron en serio, debió pensar la niña, pero al día siguiente un pícaro alquimista le hizo una propuesta.

—Si te conviertes en mi hija —sugirió Kiki, ya un adolescente de catorce años, diestro en las artes del pueblo de Mu—, tendrás la fuerza para seguirles.

Ella no pudo entender el significado de aquellas palabras, pero aceptó sin dudar. El heredero del santo de Aries obtuvo lo que deseaba: una candidata al manto de oro que pudiera disuadir a los enemigos ocultos del Santuario de tomar ventaja por la debilidad del ejército ateniense. El precio fue la orfandad de la niña: sus parientes por la sangre olvidaron ese lazo a la vez que otro se formaba entre dos almas. La mente de Kiki llegó hasta aquella elegida inesperada, escogida al azar, creando en su interior una fuerza que la mayoría de los hombres jamás podría despertar.

Poco tiempo después, Kiki la presentó al hombre designado por la diosa para regir los destinos de sus fieles. Por aquel entonces, Kanon aún no había aceptado ese rol, era un trotamundos que vagaba por la tierra en busca de una respuesta a sus inquietudes. Sin embargo, vistiera o no la sagrada vestidura del Sumo Sacerdote, como siervo de Atenea no podía ignorar lo que significaba la aparición en época de paz de alguien capaz de despertar el sentido que trasciende a los demás. Ofreció a la niña una máscara dorada, un sacrificio insignificante en comparación al que esta debió pagar para llegar allí.

Fueron duros los meses en los que contempló junto a Kanon por primera vez el mundo. La forma que el hermano de Saga escogió para desarrollar el cosmos de la pequeña fue la más arriesgada, pues de forma deliberada la ponía en peligros de los que ella debía salir airosa sin ayuda. Más de una vez, la ya aspirante a santa se quedó sola en medio de malhechores, asesinos e incluso caballeros negros renegados, mercenarios sin ley que habían sobrevivido a la derrota del Fénix, pero ella era incapaz de aceptar la maldad de los hombres y siempre trataba de arreglar las cosas sin dañarles. Esa constante desesperaba a Kanon, quien siempre acababa salvándola para luego reprenderla.

—¡Si alguien amenaza tu vida, defiéndete!

Un fuerte grito lanzado para ocultar sus verdaderos remordimientos. No estaba siendo un buen maestro. Cada vez que la niña estaba el peligro, él sentía la urgente necesidad de ponerla a salvo. Ella también le ocultaba una verdad más allá de la bondad natural que la dominaba: sentía una gran fuerza dentro de sí, pero proyectarla en el mundo le provocaba un dolor insoportable. Guardando ese secreto, no puso objeciones cuando Kanon le ordenó que le esperara en el Santuario mientras él viajaba a Inglaterra.

Ya no podía vivir en el pueblo como la niña que fue. Era la hija de Kiki, aspirante a santa. Aun así, se permitió que siguiera viviendo en el pueblo que añoraba, Rodorio, al cuidado de una mujer japonesa llamada Seika.

Transcurrieron días tranquilos en los que cada tanto recibía visitas de los héroes que la inspiraron. Conoció también a otros santos y aspirantes, como Shaina, Marin, Zaon y Geist. Todos parecían tener grandes expectativas sobre quien podría ser la nueva santa de oro. Todos, con cierto ingenio, la vigilaban.

Entonces apareció él.

—Mi nombre es Azrael —se presentó el extranjero, firme como las lanzas que siempre llevaban los soldados. También era muy serio—. He venido en nombre del profesor Asamori, de la Fundación Graad, para observar el Santuario.

El hombre para el que decía trabajar era un renombrado científico que analizó durante trece años el manto de Sagitario en el vano intento de replicarlo. Todavía aquel genio seguía empeñado en lograrlo, por lo que envió a su único agente de campo para que observara a los santos de Atenea en su estado natural. Azrael pudo moverse con libertad gracias a que no había un Sumo Sacerdote que pusiera freno a tan mundanas ambiciones, así como a la relación entre Atenea y la Fundación Graad.

A pesar de la misión que Azrael decía tener, no hizo el menor intento de acercarse a los santos o siquiera a la guardia que patrullaba el corazón del Santuario. Con toda suerte de excusas, a cada cual más endeble, el llamado por todos chico de la Fundación buscaba siempre hablar un rato con la pequeña enmascarada, a quien encandilaba con relatos del exterior. La niña ya había visto algunas cosas siguiendo a Kanon, pero un ex-niño soldado que había librado batallas por todos los rincones del mundo tenía mucho que contar. Entre otras cosas, aquel santo sin cosmos, como ella lo imaginaba, le reveló la existencia de innumerables religiones, ajenas a la diosa Atenea.

—¿Eso te sorprende? —preguntaba Azrael, extrañado—. Si lo sabe todo el mundo.

Así eran las conversaciones entre ambos. Él hablándole de intrépidas aventuras, bastante endulzadas respecto a lo que en realidad fueron; ella sorprendida por los detalles más cotidianos, meras pinceladas de lo que en verdad era el mundo ajeno al Santuario. Azrael mantenía siempre un tono neutral, quizá metódico, pero nadie podía sospechar que estuviera tratando de sonsacar los secretos del Santuario para hacer algún mal. Cualquier cosa que el chico escuchara sobre los santos, hasta lo más básico, le provocaba un entusiasmo tan infantil que solo podía ser genuino. Esos momentos de curiosidad insaciable y alegría sin límite lo volvían tan claro como el cristal.

Un día, la confianza entre el chico de la Fundación y la enmascarada les llevó a compartir un helado que el primero, asándose del calor propio de la época, había comprado. Buscaron un lugar apartado donde se sentaron espalda contra espalda, cada uno con un vaso lleno de fresa, nata y chocolate. La niña, sin máscara, empezó a llorar.

—¿Qué ocurre? —dijo Azrael, nervioso. Con notable habilidad, se levantó sin mirar el rostro descubierto de la pequeña, sabedor ya de lo que ello significaba. Vio que el vaso se le había caído de las manos. El helado estaba desparramado por el suelo, junto al potente veneno que contenía—. No te preocupes, podemos comprar otro.

La niña no escuchó, no quería hacerlo. Solo el instinto, un sexto sentido que recién despertaba tras cien noches de esfuerzos, le decía que aquel frío postre podía hacerle daño. Por eso lo tiró, por eso se negaba oír todo lo que el chico de la Fundación dijera, pues en las palabras del siempre seguro soldado detectaba un temblor inconsciente: ¡no se había atrevido a dañarla de frente, pero por algún motivo debía hacerlo!

—¡Si alguien amenaza tu vida, defiéndete! —oyó en el interior de su mente, al son de imágenes de decenas de cuerpos desintegrados a manos de Kanon. ¿Eso era lo que tenía que hacer con Azrael? Tenía el poder para hacerlo. Un simple pensamiento y él desaparecería—. ¡Defiéndete! —oyó de nuevo.

Alzó la vista con decisión, pero ya entonces Azrael se había arrojado sobre ella. La abrazaba, fuertemente, mientras susurraba palabras amables.

—Parece que la próxima salvadora del mundo es algo torpe —le bromeó al oído, aliviando los temblores de la pequeña—. Necesita a alguien que la ayude.

—Tú… Tú… —trataba de decir, confundida. Seguía llorando, podía frenar la lluvia del cielo mientras viajaba con Kanon, pero era incapaz de contener esas simples gotas que le mojaban las mejillas—. ¿Eres mi amigo, verdad?

Como antes de que la tuviesen que vigilar, cuando era hija de padres normales y no la elegida de Kiki. Cuando jugaba con los demás niños de Rodorio.

—Soy su asistente —respondió Azrael, decidido—. Si me lo permite, quiero decir… —carraspeó, separándose con lentitud de la temblorosa enmascarada. Tenía los ojos cerrados—. ¿Puedo asistirla, para que no se le vuelva a caer el helado, señorita?

La pequeña lo miró, deseando gritar que sí lo aceptaba, creyendo que aún debía defenderse. Al final, se lanzó sobre el chico de la Fundación, abrazándolo con sus cortas manos, y este correspondió el gesto. Así permanecieron largo rato, ama y sirviente.

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Kanon regresó al Santuario al final del verano. Lo acompañaba un joven inglés que había decidido acoger como pupilo, a pesar de que ya tenía quince años. Se llamaba Arthur, un superviviente de las catástrofes que asolaron el mundo el siglo pasado.

—No te preguntaré si sigues queriendo servir a Atenea. Conozco la respuesta —afirmó Kanon, señalando la máscara que seguía ocultando el rostro de la niña—. Sígueme.

Así lo hizo, con un eficaz asistente aficionado a los helados detrás, cargando sus pocas pertenencias. Kanon no dijo nada al respecto; no era raro ver a un santo con escudero.

El entrenamiento no tuvo nada que ver con el viaje de hacía meses. Kanon fue más estricto que nunca con aquel par de novatos de quienes tanto esperaba. Les contó todo cuanto sabía del cosmos y les mostró lo que tal magnánima fuerza podía lograr. Abrió portales a espacios que ningún hombre común vería jamás, donde los discípulos tuvieron la oportunidad de entrenar sin preocuparse por el daño que pudieran provocar en cuanto los rodeaba, al tiempo que se maravillaban con los secretos del universo. Las mañanas se perdían entre un sinfín de enseñanzas, las tardes eran devoradas por largos duelos en los que Arthur siempre perdía.

Cada noche, la pequeña resumía a Azrael cómo había pasado el día mientras olfateaba la cena que estaba preparando. Ellos vivían en una humilde casa en los barracones de la guardia, lo que obligaba a la enmascarada a iniciar cada entrenamiento subiendo la montaña, pero esa era la única forma de tener cerca a su auto-proclamado asistente. Incluso si Kanon se negaba a vestir como un Sumo Sacerdote, lo era, y no cualquier persona podía vivir bajo el mismo techo que el representante de la diosa Atenea.

Azrael siempre ponía atención a las experiencias que vivía su señorita en los confines del tiempo y el espacio, interesándole sobre todo los avances de su rival, Arthur, candidato al manto de Géminis. En las primeras semanas era ella quien partía con ventaja, pero el joven inglés era avispado, demasiado, y pronto pudo entender hasta el más mínimo detalle del poder con el que la enmascarada lo había derrotado una y otra vez. Así, la niña empezó a regresar con moratones, todavía diciendo que la próxima vez lo haría mejor, absorbiendo como una esponja las palabras de ánimo que Azrael siempre tenía para ella. Más adelante, la piel morada venía con la compañía de cortes, sangre y prolongados desmayos, mientras que Arthur nunca era alcanzado por los esfuerzos de la hija de Kiki, la primera aspirante al dorado manto de su generación.

—Ya no sonríes —dijo. Llevaba en cama un par de días y tenía vendas por todo el cuerpo. No era un exceso, le dolía todo—. ¿Crees que debo rendirme?

—¿Quién salvaría el mundo si usted hiciera eso, señorita? —preguntó Azrael, a sabiendas de que los santos no se entrenaban para resolver los problemas que él conocía, los mundanos—. Solo descanse. La próxima vez lo hará mejor.

Ella pudo haber despertado el día siguiente o en otro mes, no lo tenía claro y Azrael no le dijo nada cuando le dio los buenos días, a pesar de que hacía rato que había pasado el mediodía. El asistente ayudó a la incapacitada heroína a vestirse, y luego ambos se alistaron para subir la montaña.

—¡Ya no nos visitas, hija malagradecida!

Kiki fue la primera cara que vio al abrir la puerta, apareciendo como siempre solía hacerlo, de la nada y sin avisar. Antes de que pudiera decirle algo, notó que había muchas más personas conocidas, no solo los guardias y aspirantes que eran sus vecinos, sino también Geki, Nachi, Ban… Ichi hacía vistosos malabares mientras sostenía un alargado plato con el helado más grande que había visto. Miró de reojo a Azrael, quien solo se encogió de hombros y sonreía con fingida inocencia.

—¡Si sigues haciendo gracias se te caerá! —gritó Geist, una de las pocas amazonas que pudo asistir a la fiesta.

Atrás de Geist, Hugin y Munin sonrieron como los muchachos que entonces eran, dedicando un sutil impulso de telequinesis para que Ichi tropezara. A punto estuvo de caer el helado, perdiéndose con ello los esfuerzos de Azrael para organizar la fiesta, hasta que la misma gravedad detuvo la caída del plato y el postre. El responsable recién llegaba a los barracones, después de bajar la montaña sagrada.

—A ver si dejas de dormirte en los laureles, hermanita. —Arthur llegó hasta la sorprendida niña en un instante. Sobre una mano flotaba el plato con el contenido intacto, la otra le revolvía el pelo castaño—. Estoy seguro de que Shaina y Marin habrían querido estar aquí también.

—Alguien tiene que vigilar el Santuario mientras otros practican la pereza —comentó Hugin a la vez que su hermano asentía. Ambos rieron, nadie les hizo caso.

Guardias entraban y salían de las casas trayendo bebidas y comidas que dispusieron sobre el suelo pétreo, con el helado en el centro. A la niña no le sorprendió que Arthur pudiera mantenerlo frío; un prodigio como él debía ser capaz de todo.

La fiesta duró hasta que llegó la noche. Relatos inverosímiles, chistes llenos de picardía y jugosos manjares convirtieron las horas en fugaces minutos y de repente todos se fueron, algunos para dormir, otros para cambiar el turno de guardia. Solo la enmascarada y el asistente se quedaron al final, sentados espalda contra espalda y terminando lo que quedaba del helado.

Aquella fue la víspera del fin de la paz.

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Gestahl Noah había fracasado en iniciar una alianza con el Santuario, y el asesino que envió para matar a la futura santa de oro, señalada por la constelación de Virgo, llevaba ya varios meses sin volver a contactarle. Ese fracaso obligó a los siervos directos del Hijo a actuar sin más representante que ellos mismos. Orestes de la Corona Boreal contactó al Sumo Sacerdote con una propuesta que no podría rechazar: liberar a los héroes de la Guerra Santa del castigo de Hipnos, dios del sueño.

Si bien el extraño cumplió su palabra, al apartar a Kanon del Santuario dejó la tierra sagrada vulnerable al ataque de un terrible enemigo. Caronte de Plutón atacó a los fieles de Atenea empleando a quienes sirvieron a la diosa en el pasado. Fue necesaria la plena cooperación entre santos, aspirantes, guardias y amazonas —más cierto asistente con ideas descabelladas— para proteger lo que un día fue una fortaleza inexpugnable, pero hubo pérdidas. Muchos murieron, incluyendo a los santos de Hidra, Oso y Lobo, y Shaina había desaparecido junto a los tesoros que Atenea les había confiado.

La niña sentía que aquel día nefasto era uno más de sus fracasos. ¡Ella era la señalada por Virgo! ¿Cómo fue que no pudo hacer nada para salvarles? Arrojó esos sentimientos de culpa sobre Orestes, el hombre que los había puesto en tan terrible situación, y Zaon de Perseo cumplió con su deber petrificando al caballero por trece años.

Pero eso no alivió el dolor. Ni siquiera las palabras de Seiya, el héroe legendario que salvó al mundo, pudieron reconfortarla. Ella solo podía pensar en las últimas palabras de Ichi: vivir la vida en nombre de los dos, como si fuera dos veces santa. Determinada a cumplir con esa promesa, rogó a Pegaso que la ayudara a ser fuerte. No seguiría entorpeciendo el entrenamiento de Arthur con su debilidad, pero no estaba dispuesta a rendirse, ahora más que nunca quería vestir el manto de oro.

¡Si tan solo la simple voluntad bastara para hacer realidad los deseos! Seiya no estaba hecho para ser maestro, menos aún después de salir de un largo sueño en el que vivió como si nunca hubiese llegado a ser santo, pero le sobraba pasión. Tenía una desbordante energía, optimismo puro, que día a día inculcaba en la niña y Makoto, un joven guardia a quien ella casi había obligado a volver a entrenarse.

Estaba por acabar el año cuando Kanon, desde la pasada invasión aceptado como Sumo Sacerdote en todos los sentidos, obligó a Seiya a desistir. De otro modo, aquel guerrero impetuoso nunca se rendiría, pero era un hecho que el camino del santo de Pegaso no era el mismo que la heredera de Virgo debía seguir.

Y ese solo era el segundo de siete intentos fallidos de entrenarla. Siempre acompañada por Azrael y obedeciendo cabalmente la voluntad del Sumo Sacerdote, la niña buscó los secretos del alma en Reina Muerte bajo la tutela de Ikki, se sumergió en las profundidades del cosmos —el Séptimo Sentido— en la isla de Andrómeda que Shun dirigía, trató de absorber la noble verdad del Cero Absoluto que solo Hyoga conocía… Inútil, todo era inútil. La pequeña era incapaz de aprehender las técnicas que tan notables héroes le transmitían. Por muchos meses, años incluso, que pasara en aquellos lugares solo veía frustrada cómo otros dominaban el Séptimo Sentido antes que ella: Sneyder, Shizuma Aoi, Shaula… ¡Hasta una más joven e inexperta lograba lo que para ella se había convertido en un imposible!

Pasó esa época alejada de las batallas que el Santuario libraba contra la orden de caballeros negros que precedió a Hybris. Hasta donde ella sabía, ningún santo de oro intervendría en esas escaramuzas. El Sumo Sacerdote se había tomado muy en serio el plazo dejado por Caronte y se negaba a armarlos con el manto zodiacal por el mero hecho de dominar el Séptimo Sentido. Debían ser más fuertes que ningún otro en el pasado, tenían que convertirse en la generación más fuerte, que pudiera servir de bastión para la amenazada humanidad. La niña, pronto una adolescente, entendía esa necesidad, pero pensando en los trágicos acontecimientos del pasado, quiso poner un granito de arena para ayudar a los santos de bronce y plata que ya luchaban.

Debió pasar algún tiempo antes de que se descubriera que cada vez que la chica contactaba a un santo, así fuera el simple gesto de darse la mano, este recibía una chispa del cosmos que albergaba, la Gracia, la cual se mantendría oculta siempre a menos que la vida del bendecido estuvieran peligro. En realidad, ella ya había impedido la muerte de otros antes, fue eso lo primero que llamó la atención de Kanon hacía ya tanto tiempo, pero fue después de la invasión que se esforzó en controlar tan extraño don.

El penúltimo maestro fue Shiryu, el más sabio de entre los cinco héroes. De él, más allá de los útiles consejos sobre la defensa personal y las artes marciales —técnica y habilidad por encima del poder—, recibió guía. Si quería estabilizar el cosmos que latía dentro de sí y la hería cada vez que lo proyectaba sobre el mundo, debía encontrarse a sí misma, saber quién era y qué deseaba realmente. El santo de Dragón parecía seguro de que lo lograría; sin embargo, ella quiso creer en ello también.

Azrael también había empezado. Luego de años viajando a los peores rincones del mundo, ardientes como el infierno o fríos como la muerte misma, el otrora chico de la Fundación había encontrado un maestro que podía respetar. Apenas habían empezado con algunos duelos mano a mano en los que por supuesto el desbalance era evidente, pero cada derrota le hacía desear saber más, lograr más. Estaba feliz, la chica podía verlo, así que ocultó el dolor que le provocaban los entrenamientos cada vez más duros. Ignoró el crujir de los huesos, los mil martillos golpeándole la mente y los frecuentes temblores que parecían ondularle la piel como si esta fuera agua; hizo un esfuerzo sobrehumano para durar medio año más de lo usual, hasta que colapsó.

—Vas a morir.

Aquellas tres palabras fueron lo primero que oyó desde hacía mucho tiempo. Había dormido demasiado, sumida en un sueño hecho de dolor, y ahora despertaba suspendida en medio de una cueva. Cadenas invisibles, forjadas por la poderosa mente de su captor, la mantenían quieta. Pensó que se trataba de un enemigo hasta que se percató de su verdadero estado: tenía más vendas cubriéndole el cuerpo que cuando perdió la consciencia luchando con Arthur. Debajo de ellas, sabía, solo encontraría piel cuarteada por el cosmos afilado del que Shiryu de Dragón le hablaba durante las charlas.

—Vas a morir —repitió Kiki, despiadado. El contacto con la Esfera de Plutón lo había roto hacía años. No le quedaba paciencia para ser compasivo—. Me equivoqué contigo. Eras una aldeana común y aun así te di un lugar en mi mente. Romperé nuestro trato y tal vez puedas vivir unos años más como una persona normal.

Tras Kanon, Seiya, Ikki, Shun, Hyoga y Shiryu, aquel era el séptimo fracaso. El definitivo. Su auténtico primer y último maestro la estaba abandonando.

—No —dijo la aspirante en desgracia, un susurro que expresó sin querer como un grito—. ¡Dijiste que si me convertía en tu hija podría servirles!

—Ya, bueno… Tengo una nueva hija.

Un cosmos de oro llenó el espacio que un instante antes ocupaba Kiki. De haber tardado un poco más en desaparecer, el último herrero de Jamir habría sido desintegrado.

—Dice que si la sueltan, el mundo será destruido —aclaró Azrael, la única persona en el mundo que podía calmar la furia que había dominado a la chica, heredera de siete amargos fracasos—. A los santos os gusta demasiado exagerar.

—¿Terminaste tu entrenamiento? —pudo preguntar la joven luego de varios intentos. Tenía la voz quebrada y los ojos llorosos. Tal y como estaba, ni siquiera necesitaba una máscara—. ¿Qué constelación te bendijo?

—Ninguna —contestó Azrael, que la miraba del mismo modo que la había visto siempre—. Como asistente no podría perdonarme dar un paso que mi señorita aún no ha dado —aseguró con total sinceridad.

—Parecías tan feliz. Sé que ibas lograrlo, sentí…

—Soy feliz, señorita —dijo Azrael—. Perdóneme, mis palabras ahora deben sonar egoístas, pero debo decirlo. Incluso si no soy capaz de caminar a su lado, haré todo lo posible para seguirla, para ayudarla en todo lo que necesite, para impedir que se le caiga el helado —bromeó sin pretenderlo—. Si mi cosmos fuera una carga para estar a su lado, entonces simplemente lo dejaré tirado en algún lugar y volveré aquí. Porque ese es el tipo de vida que escogí. Eso es lo que yo entiendo por felicidad.

El herido cuerpo de la joven era del todo incapaz de expresar las emociones que sentía. Solo el alma, oculta por la débil carne, podía bullir de una cierta alegría, un grito que no era transmitido en forma de sonido y aun así anhelaba ser escuchado.

—¡Qué intensa vitalidad para quien ya ha sido condenada a muerte! —exclamó una joven Lucile vestida de blanco, apareciendo tras Azrael a la velocidad de la luz—. Bueno, siendo Kiki quien lo dijo debe de ser mentira.

Papá no miente —comentó una niña, más joven que la señalada por Virgo, tan pronto se teletransportó hasta aquel lugar. Llevaba el pelo recogido en trenzas, y una máscara le ocultaba el rostro—. Tú sí. A menudo.

—Oh, ¿dejarás que nuestra amiga se muera entonces, aspirante al manto de Hércules, Ethel? —cuestionó Lucile, divertida.

—Sabes que no haré eso.

Extrañándole la situación que se presentaba ante ella, la prisionera buscó el auxilio de Azrael, quien asintió esbozando una sonrisa llena de confianza.

—Tenga fe, señorita. Ellas la salvarán.

—¿Cómo no hacerlo si me lo pides con tanta insistencia? —dijo Lucile, con la mano sobre el pecho de Azrael. El corazón del asistente latía con vigor, traicionando el tranquilo semblante que este trataba de mantener—. Y también tú, Akasha, futura vecina. ¿Cómo podría ignorar tus emociones desbordadas cuando ya reinan sobre Jamir? Nos salvaste del aburrimiento. Yo te salvaré del aburrido pronóstico de Kiki.

La leona de oro hacía parecer todo como lo más fácil del mundo. En realidad, para la que siete veces fracasó en convertirse en santo, fue un proceso doloroso en todos los sentidos imaginables. Si logró salir viva de las sesiones fue gracias al apoyo de todos: Lucile cantaba a viva voz, como una habitante del mismo Olimpo, otorgando luz a las oscuras emociones que había desarrollado desde el día en que Kiki le ofreció ser algo más que una niña en una apacible aldea; Ethel, de menos palabras, se introdujo en su mente del mismo modo que tiempo atrás hiciera el padre psíquico de ambas. Una reparaba las heridas del alma y otra las de la mente, otorgándole la estabilidad que necesitaba para entrar en comunión con el cosmos que por demasiado tiempo había sido un enemigo invisible. Ella se centró en esa fuerza primordial que los santos dominaban, lo hizo por muchas razones: por los héroes que admiraba, para que Kiki se tragara sus palabras, para ayudar al mundo en el que vivía, y por sobre todo, para que las esperanzas que Azrael había puesto en todo aquello no fueran en vano.

A Kiki le faltaron palabras para terminar de disculparse cuando vio Akasha recuperada, cubierta por el aura celestial de una guerrera del Zodiaco. Ella ya no le guardaba rencor, porque no quería malgastar el espacio que podía dedicar al afecto que sentía por sus salvadores, con quienes compartiría los mejores días de su vida. Trató a Ethel y Lucile con la misma confianza que tenía para con Azrael, entre agradecimientos interminables llegó a contarles sus inquietudes sobre el futuro a la vez que escuchaba con atención las de la leona de oro —arma secreta del Santuario para detener los ejércitos de Caronte— y la futura leona de plata, Ethel, quien la consideraba una amiga.

Aquel tiempo de paz, posterior a primera guerra con los caballeros negros, terminó con una terrible brusquedad. Ethel tuvo que marchar al Santuario para competir por el manto de Hércules. Su rival, Tiresias, había sido entrenado para llegar a ser el más fuerte de entre los santos de plata, mientras que toda la fuerza de Ethel estaba en su mente. Akasha tenía fe en que lo conseguiría; también Lucile, aunque esta no lo decía abiertamente. Tenía que mantener la fachada de hija carcomida por la envidia que Kiki imaginaba ver. La lucha por el manto sagrado, sin embargo, nunca concluyó.

La máscara de Ethel se rompió frente a los ojos de Lesath y Tiresias. Ethel huyó, motivada por un terror que solo ella conocía, y días después empezó a controlar las mentes de los habitantes de Rodorio, desde civiles hasta guardias, aspirantes y santos. Akasha, al tanto de la rebelión, dudaba, no porque el Sumo Sacerdote había prohibido a los santos de oro intervenir en conflictos menores —eso poco le importaba a esas alturas—, sino que tenía que elegir entre su amiga, quien le salvó la vida, y su gente. Ella nació en Rodorio, ella fue criada allí y vivió muchos años entre aquellas personas ahora gobernadas por un poder que con toda seguridad desconocían.

Al final se decidió a intervenir, tarde, pues Ethel ya había sido ajusticiada por Lesath. Castrar al santo de Orión le produjo el mismo vacío que observar la petrificación de Orestes, aunque esta vez sí pudo hacer algo bueno por quienes sobrevivieron. Enfrentó a Sneyder de Acuario, primer santo de oro que veía armado, decisión que la hizo digna de vestir el manto de Virgo. Tras tantos fracasos, desconociendo cómo ejecutar las técnicas de tantos maestros, halló la forma que deseaba darle al poder que Kiki le permitió poseer: su alma se manifestó ante los ojos de todos como una espada de luz, Brahmastra, que podía adoptar la forma de cualquier arma, así como proteger. De ese modo salvó la vida de las víctimas de Ethel; no condenó a los guardias como traidores o mártires, sino que los llamó santos de hierro. Ese fue el único modo que tuvo para que recompensar aquella fiesta amena antes de que Caronte destruyera todo.

«Miento —pensó Akasha de Virgo—. Fue porque me sentía culpable.»

Y no sería la primera vez. La Rebelión de Ethel dividió al Santuario, muchos aspirantes desertaron a favor de la renacida orden de caballeros negros. Reiniciaron entonces las batallas de la pasada guerra de guerrillas, ahora en contra de un ejército que cazaba a quienes consideraban un estorbo para el mundo que pretendían crear. El Santuario se dividió en cuatro divisiones para utilizar mejor los recursos de los que disponían.

Años después, Lucile perdió el control en una misión. Cansada de percibir las emociones contradictorias de miles de pusilánimes, obligó a dos bandos a dejar las armas. Cuando el Santuario le ordenó arreglar el desastre que había creado, afectando directamente la política de dos grandes potencias, Lucile vertió sobre los ejércitos una furia bestial que terminó en un baño de sangre. Esta vez, aun sabiendo lo que ocurriría, Akasha no dudó en ir a ayudar a Lucile, para calmarla e impedir que fuera ejecutada por los asesinos que el Santuario envió: Sneyder, Triela y Arthur.

Logró que Lucile saliera con vida de eso, si bien no pudo hacer nada para que no la encerrasen; ella misma acabó exiliada del Santuario. Junto al amable Shun, fundó la división Andrómeda, donde iban a parar todos los santos sobre los que caía alguna penitencia. El punto álgido de esa nueva vida fue obtener el Argo Navis y el Ojo de las Greas, el primer paso hacia la cadena de acontecimientos que los llevaron hacia ese lugar y momento. ¿Cuánto de todo aquello había estado previsto desde entonces?

Conocer a Gestahl Noah, el único hombre al que podía odiar tanto como a Caronte. Pactar con Julian Solo, avatar de Poseidón. La misión en Bluegrad, el castigo de Sneyder, las batallas en Reina Muerte y Heinstein por el ánfora de Atenea. La propuesta de Tritos de Neptuno, que desoyó al permitir la posibilidad de que Poseidón fuera liberado. El reencuentro con la guardia en la taberna, donde todos pudieron recordar a Ethel. La Guardia de Acero, el magnífico canto de Lucile en el hotel, la reaparición de Caronte. La alianza entre Hybris, Bluegrad, la armada de Poseidón y el Santuario. Su ascenso como Suma Sacerdotisa, inicio de la guerra entre los vivos y los muertos que tantos dolores y sacrificios supuso para todos. La frágil paz y su final, demasiado pronto, cuando la voluntad de Titania de Urano despedazó el Santuario.

¡Tanto había ocurrido en tan poco tiempo! ¿Cuántos años había desperdiciado entre dudas, para luego perseguir con tanto ahínco un castigo para cada decisión precipitada que tomó? Con un ojo veía los ejércitos de Atenea, Poseidón, Hybris y Bluegrad unidos por el bien del mundo, tal y como quería; un barco tripulado por distintos grupos, antaño enemigos, que viajaban con el mismo fin. Al otro, el Ojo de las Greas, llegaba un millón de razones por las que debería dejar que el juicio divino llegara. Como un odioso vigilante, un ángel cruel, veía cada acto malvado que los hombres ejecutaban, juzgaba, estuviera despierta o dormida, los males de la humanidad. Porque ya no había sueño que le permitiera descansar de la permanente pesadilla que tanto buscó.

—Estoy cansada. Tan cansada.

Una eternidad antes, ella luchaba contra el santo de Virgo de otro mundo. Shijima le ofreció todos los destinos que aguardaban a los hombres: la enfermedad, la vejez, la muerte… Ella escogió la vida, y por la vida fue que anduvo recordando todo el dolor del pasado, presente y futuro. En el horizonte de ese tiempo revivido, las figuras de Caronte y Gestahl Noah parecían inalcanzables. Se reían de ella, de la marioneta que habían manipulado con hilos de odio y falsas promesas de paz.

—Soy tan débil… —murmuró entre las tinieblas, el lienzo que hasta ahora había pintado de recuerdos. Se dejó caer de rodillas. La presión del lugar, o más bien de sí misma, fragmentó la máscara a la altura del ojo derecho.

Quería mirar atrás. Si lo hacía, tal vez encontraría a Azrael listo para aconsejarla, asistirla. Se odió por tener ese anhelo. ¡Fue ella quien lo alejó, porque la misión que tenían era demasiado peligrosa! Deseaba tenerlo a su lado, pero no quería que muriese. No se merecía morir luego de haberla ayudado tanto.

—Soy tan débil —repitió con resentimiento. Parte de la máscara estalló. El ojo derecho brillaba con un tono aguamarina que no le pertenecía; el tesoro de las Greas que desde un principio había unido a su propio cuerpo—. Débil, débil.

Se alzó, enérgica, solo para tropezar de inmediato con la nada. Mientras el Ojo de las Greas buscaba una salida, ella caía sin remedio hasta chocar con algo. Con alguien.

—¡Tú!

Un único grito, espontáneo. Su cabeza estaba apoyada en el pecho de un hombre sin rostro envuelto por un desgastado uniforme militar. Las manos de Adremmelech la sujetaban con una inesperada suavidad.

—Has bajado hasta el infierno de la vida solo para buscarme —dijo Akasha, sin saber si debía sentir vergüenza o sorpresa por eso—. ¿Me sacarás de aquí, a pesar de que he sido condenada? ¿Qué eres tú, que ignoras el juicio de los dioses?

—Adremmelech, Rey Demonio —contestó el santo de Capricornio, una voz que resonó a través del infinito como un terremoto capaz de devastar los cielos.

—Sí, lo eres. ¿Y yo? ¿Qué soy yo?

A eso se reducía todo. Una cadena de desafortunados acontecimientos de la que ella no era prisionera, sino impulsora y partícipe. Buscó ser parte del sueño que la maravillaba, hizo todo lo necesario para hacerlo. Siete fracasos no le impidieron seguir intentándolo, leyes ancestrales no la detuvieron para firmar una alianza que los héroes del pasado repudiarían —repudiaban, como Shijima le había demostrado—. ¿Qué era ella? ¿Quién era Akasha de Virgo como para pretender jugar de esa forma con el destino?

Adremmelech no necesitó tiempo para pensarlo.

—Mi Suma Sacerdotisa.

Notas del autor:

Ulti_SG. Como bien dijiste en el pasado, otro santo de Tauro que sigue la tradición.

Es parte del encanto de estas series japonesas, los villanos que se vuelven aliados inesperados. Por suerte no es como en el JRPG, donde el malo que tenía vida infinita al pasar a ser uno de los buenos ve disminuidos sus estadísticas.

Habilidades rotas, habilidades rotas por todas partes.

Cuando estaba viendo qué habilidades darles a los santos de plata, que más allá de un par de excepciones Kurumada dejó más bien en la estacada, supe que la constelación de Flecha estaba relacionada con Apolo, por lo que se me ocurrió esta técnica. Probablemente en el canon la mentada saeta era algún tipo de arma secreta.

Si se muere este toro inmortal, ya sabemos que en su siguiente vida será abogado. ¿Lo imaginan? Una comedia sobre abogados, con Gugalanna de protagonista.

Está bien que tengas comezón porque aparte de lo que nos enseñó la serie, yo en esta historia hago mucho énfasis en la diferencia entre los que tienen el Séptimo Sentido y los que no lo tienen. Aquí quise aprovecharme un poco de la tendencia de los santos de oro a subestimar a la gente, el apoyo de Akasha y la capacidad de los santos de Atenea para hacer milagros. ¡En este caso, el milagro es sobrevivir!

Este Orestes que siempre aparece de forma oportuna para salvarlos a todos, aunque luego todos le tengan tirria. Bravo por él, pena por Mystoria.

Shadir. Estoy seguro de que lo habrían hecho si los tuvieran a mano.

Sí, es sorprendente todo lo que este muchacho puede lograr. Qué bueno que no se dejó avasallar por un primer fracaso y volvió a intentar el entrenamiento.

Se me ocurre tratar de buscar las historias en el buscador y armar un documento indexado, aunque es algo pesado estar comprobando si han actualizado o no si no lo hacen de forma regular.