Capítulo 121. Revolución
El traidor yacía en el suelo con parte del manto de plata destrozado, revelando la piel quemada desde el lado derecho del pecho hasta la totalidad del brazo. El santo, más allá de algunos daños menores, estaba de pie y listo para pelear otros mil días. Aquel hecho, claro como el agua cristalina, de algún modo calmaba las dudas de Iskandar.
«Tenía que haber saltado —se dijo. Fuera cual fuese el secreto tras la Legión de Fantasmas del caballero de Lebreles, le había dado una cantidad exorbitante de blancos para la Tormenta de Furia, que de por sí cubrió de sobra toda la cima de la montaña. Le sorprendía que el templo de Géminis no hubiese recibido daño alguno, parecía que alguna fuerza lo estaba protegiendo—. ¿Atenea? No se siente del todo como el cosmos de Alisha… Estos líos de épocas distantes y mundos paralelos me van a volver loco.»
—¿Vas a levantarte después de eso?
Una mirada de parte del santo de plata glorificado bastó para contener el deseo de Iskandar por devolverlo al suelo de un puntapié. Podía ser un traidor, pero luchaba por una causa en la que de veras creía. Se le veía en los ojos, cargados de una determinación de la que muy pocos hombres podían alardear. Con evidente dificultad, Asterión se alzó de nuevo, haciendo grandes esfuerzos por no tambalearse.
—Tu ser sigue siendo un libro abierto para mí —aseguró el caballero, poniéndose en guardia—. No volveré a caer en el mismo truco.
—Por supuesto que no, ni que fueras idiota. —Iskandar estaba cruzado de brazos, extrañándole que no volviera a invocar aquel ejército de fantasmas, ilusiones, clones o lo que fuera. ¿Necesitaba más fuerzas de las que disponía ahora? Si era así, si las copias implicaban dividir el poder del ex-santo de plata, era una técnica patética—. Bueno, supongo que de algún lado tendréis que sacar la fuerza para ir a nuestro ritmo.
—Veo que la arrogancia de los santos de oro existe en todas las épocas —acusó Asterión, recordando el día en que descubrió horrorizado que, siguiendo a hombres como aquel, actuó en contra de los auténticos defensores de la diosa Atenea.
—Es inevitable —admitió Iskandar sin titubear—. Nos entrenamos para ser la élite del ejército de Atenea, diosa de la guerra. ¿Cómo no íbamos a sentir orgullo por ello, luego de tantos esfuerzos y sacrificios? No esperes que alguien te lleve siempre de la mano.
Asterión placó al santo de oro como un toro embravecido. Este, sereno, se limitó a interponer la mano para detenerlo, debía ser suficiente, pero Lebreles dio un desvío a tiempo y acabó pateándole el costado, haciéndole trastabillar. El caballero aprovechó aquel momento de ventaja para arrojar una andanada de puñetazos, cada uno un perro sediento de la sangre de los fuertes. Los guanteletes, brazales y el peto de Escorpio vibraron mil veces, azotados por la implacable fuerza de Asterión, antes de que Iskandar pudiera recuperarse y alejar al enemigo de una patada alta.
—¿Lo ves? —exclamó Asterión, ocultando bien el temblor que le recorría el brazo hasta llegar al puño, en carne viva y sangrante—. Sigo teniendo ventaja. Nada ha cambiado.
—Da igual —soltó Iskandar, restándole importancia a aquello con un gesto—. No vas a vencerme con las técnicas de un santo de plata. Y como dices, nada ha cambiado. No tengo que evitar que leas mi mente o mis movimientos, solo hacer algo que no puedas impedir, lo sepas o no. Tu olfato de perro de caza no cambia que estás acabado.
Mirando con el rabillo del ojo el firmamento, donde Arthur de Libra se había esfumado, Asterión cargó de nuevo, evitando los golpes y las técnicas de Iskandar con una facilidad que irritaba al santo de Escorpio, a pesar de lo que había dicho.
La fuerza de uno y la habilidad del otro eran la semilla de una batalla de mil días, pero el mundo del hambre devoraba incluso el tiempo de los hombres. Los espíritus que habitaban el lugar, espectros con la apariencia de cuerpos decrépitos que eran casi un envoltorio de piel sobre los huesos, estaban a punto de llegar a la cima luego de una criba. Millones habían sido expulsados durante el ascenso, demasiado débiles como para tener derecho a alimentarse del cosmos de los héroes, mientras que miles se habían ganado un pasaje hacia los cielos que la montaña rozaba. Eran quienes se alimentaron de los restos de la Tormenta de Furia, el ataque de un santo de oro genuino. Para esos seres miserables, consumir esa energía fue como masticar estrellas, y aun así querían más. Más, más, más… Jamás estarían saciados, nunca tendrían paz.
Santo y caballero eran conscientes de eso, razón por la que la principal estrategia que tenían en mente era hacer caer al adversario. Eso les ahorraría el trabajo y les permitiría afrontar lo que siguiera. Ninguno de los dos pretendía agotar todas las opciones en esa lucha, porque sabían que era una más entre una serie de enfrentamientos. Así, cuando se abrió de nuevo la grieta dimensional en el firmamento, llenándolo todo de la luz y el calor de un sol muerto que había devorado un sinfín de planetoides, tanto Asterión como Iskandar supieron que todo estaba decidido; fuera quien fuera el que había ganado el combate en la Otra Dimensión, determinaría qué bando ganaría el suyo.
«Hay demasiado en juego —se dijo Iskandar, acallando lo poco de sí que hablaba del honor. Intuía el futuro que le deparaba al mundo si no hacía nada para remediarlo—. Ese tal Saga pensará igual. Estoy seguro.»
El choque final de fuerzas en la Otra Dimensión llegó al mundo del hambre sin importar la distancia cósmica que los separaba. Muchos de los espíritus que estaban cerca de la cima se dejaron caer, extasiados por las ondas de energía que azotaban el aire y hacían cimbrar la tierra entera. La montaña y el templo de Géminis aguantaron, por supuesto, así como la otra, que servía de base al templo de Escorpio; ambos pedazos del Santuario estaban protegidos por un poder por mucho superior al de los santos de oro.
Cuando la luz se dispersó, devolviéndoles a todos la noche y los gritos extasiados de una horda de hambrientos, Iskandar y Asterión pudieron ver a Arthur descendiendo con lentitud. Señor de la gravedad, el guardián del séptimo templo no solo estaba enfundado en el manto de Libra, intacto, sino que con la mano derecha sostenía una espada.
—Parece que nada os detiene, ¿eh? —cuestionó Iskandar, extrañándole que no hubiera sangre en el filo de la espada de Libra. Solo podía entender una victoria tan aplastante entre dos santos de oro si el vencedor había usado una de esas poderosas armas desde un principio—. No pienso ponéroslo fácil.
—Tampoco nosotros nos contendremos —aseguró Asterión, concentrando un gran poder en ambos puños—. Sé lo que pretendías hacer si hubiese sido el otro…
—Lees la mente. Lo he pillado —cortó Iskandar con hastío—. Perdóname por anteponer la salvación del mundo a los delirios sobre el honor y tus traumas de santo de plata frustrado —se burló, sabiendo que tal vez sería lo último que dijera.
Las botas de Arthur resonaron al llegar al suelo. Era el sonido de la muerte inevitable. En silencio, el Juez caminó hacia donde Iskandar le esperaba, indicando a Asterión con un gesto que él no tenía que intervenir.
—Es porque los santos de oro creéis todo lo que os dicen que mi vida entera se convirtió en una deshonra. ¡Muchos de mis compañeros murieron por creer en una élite de necios! —gritó con resentimiento, más que dispuesto a apartar a Arthur del camino. Quería ser él quien venciera a Iskandar, así tuviera que pagarlo con la vida. Pero lo detuvo un repentino aumento de la gravedad.
—¿Últimas palabras?
Arthur sostenía la espada con ambas manos, dejando una línea de sombra sobre la cara de Iskandar. El santo de Escorpio hizo el amago de escupirle, una finta que terminó en un gancho alto hacia el mentón del Juez.
Iskandar falló. El fuerte puño en el que había confiado decidió desviarse a otro lado, a merced de la Armadura Celestial. Y no fue lo único que cambió el rumbo.
—¿Por… Por qué…?
Las palabras se atragantaban en la garganta de Asterión, quien se ahogaba en sangre mientras veía la espada de Libra clavada en su abdomen. Había bajado la guardia hasta tal punto que el arma mítica lo había atravesado limpiamente.
—Porque eres culpable.
Tres palabras, una sentencia. En una fracción de segundo, Asterión comprendió todo. Cuál era el mal del que los santos de oro provenientes de otros mundos y eras acusaban al Santuario, cómo Arthur había decidido deshacerse de todos los siervos del Hijo, desde él y Orestes hasta Gestahl Noah, cómo cambió de opinión al entender la clase de enemigo con el que pronto tendría que combatir… Todo el proceso le llegó en un mero destello, demasiado frío para ser el razonamiento de un hombre en lugar del cálculo de alguna máquina despiadada. El siguiente instante, acompasando el ritmo de la sangre que le bajaba por la herida, la boca y la nariz, predijo el destino que Arthur le deparaba: la espada de Libra consumiría su cuerpo como un agujero negro. Desde fuera hacia dentro, metal, carne y hueso serían succionados por la fuerza gravitatoria que el Juez manipulaba a placer, desintegrándolo en ese espacio de tiempo tan breve y fugaz en el que la luz recorre la más diminuta de las distancias.
Arthur había dicho que lo mataba porque era culpable, pero eso era una mentira. Lo estaba ejecutando para salvar a su hermana, para que los perversos caballeros del Hijo no corrompieran a la Suma Sacerdotisa. De algún modo, el santo de Libra había visto la reunión entre Akasha y Gestahl Noah. Una vez más, el Segundo Hombre había estropeado las cosas entre los santos de Atenea y quienes servían al Hijo.
Reuniendo todas las fuerzas que le quedaban, se echó hacia atrás, riendo y llorando. ¡Así iba a acabar, desechado como un pedazo de basura! Una vez dejó de estar unido por la espada dorada, trastabilló ante la mirada intemperita de Arthur y el asombrado semblante de Iskandar. Sin esperanzas, herido en el cuerpo y el alma, Asterión no pudo recuperar el equilibrio y cayó montaña abajo, donde los esperaban los demonios del hambre. Su último pensamiento fue que al menos ellos eran sinceros en sus deseos.
Pocos minutos después, tras un silencio que ni el Juez ni el sorprendido Iskandar quisieron romper, un portal se abrió frente al templo de Géminis.
xxx
Shijima observaba con expectación el titánico duelo que se libraba en el horizonte. Sin importar cuánto se alejara Seiya, la cadena triangular siempre lograba alcanzarlo, mientras que la cadena circular tanto podía proteger al santo de Andrómeda como abarcar áreas inmensas con tal de detener los ataques del enemigo: un número tan grande de meteoros que ni él mismo era capaz de contar por mucho que se concentrase.
—Que un simple santo de bronce llegara tan lejos —musitó, planteándose si debía unirse a la batalla. A Sagitario quizás no le gustaría, pero no podían permitir que la visión que les mostró Titania se hiciera realidad. ¿De qué había servido luchar contra Hades si el mundo, doscientos años después, acabaría reducido a eso?
Como un cometa, Seiya se arrojó de frente hacia Shun, quien de inmediato comandó a las cadenas para que formaran una red. El santo de Sagitario fue detenido en seco. Fue un milagro que no acabara apresado, aunque por lo poco que había visto de ese hombre, pareciera que hacer milagros en pleno combate fuera el pan de cada día.
—Aun así, él no es nuestro único enemigo.
Con decisión, aunque sin apresurarse, Shijima anduvo en dirección al templo de Sagitario. El combate entre santos se había encrudecido; las cadenas de Andrómeda, de extensión tal vez ilimitada, podrían alcanzarle en cualquier momento. Era insólito, lo bastante para considerar la vieja leyenda de que Andrómeda podía ofrecer a quien la aportara la posibilidad de tocar las estrellas, así estuviesen a mil años luz de distancia.
Oyó pasos detrás, pero no se giró. No necesitaba la vista para confirmar que quien salía del templo de Virgo era Akasha. Silencioso, Shijima se dirigió a la mente de la joven.
—Aunque eras un ángel, caíste del cielo por tener malos pensamientos. Te ofrecí la respuesta de Buda cuando tu destino era el infierno.
—Me ofreciste una pregunta. Yo decidí la respuesta. Vida.
Notando que Seiya había logrado al fin golpear al santo de Andrómeda, aunque pronto las cadenas lo rechazaron, Shijima giró con cierta lentitud. El único daño que Akasha había sufrido, al menos en lo aparente, fue la máscara; una de las esquinas se había roto, revelando el brillo aguamarina del ojo derecho.
—Es un tesoro muy valioso el que tienes ahí. Ni la más segura prisión ni el más profundo de los infiernos sería suficiente para que reflexiones.
—He reflexionado —dijo Akasha, alzando la voz y la espada, Brahmastra—. Toda mi vida. No pienso estar dudando siempre de mí misma cuando otros confían en mí.
Los cosmos de ambos se elevaron. Los dorados mantos resonaron en distintas frecuencias, como tratando de iniciar una melodía. Un himno digno de un funeral.
—La vida es solo una de las etapas que preceden a la muerte. Tu respuesta… ¡No!
El grito de Shijima, aun a través de la telepatía, sonó débil. Adremmelech había aparecido tras el santo de Virgo de improviso, enterrándole el puño en la espalda que había descuidado. Horrorizado, sintió que aquel simple golpe hacía vibrar todo el manto sagrado. No, ¡todos los átomos que la conformaban!
Adremmelech, protegido por el manto de Capricornio, resistió el despliegue de cosmos con el que Shijima pretendía alejarlo y volvió a atacar. El puño se detuvo a un par de centímetros del santo de Virgo.
—¿Qué pretendías conseguir con la mera fuerza bruta?
—¡Neutralizar!
El inhumano grito de Adremmelech estalló sobre la barrera que Shijima había levantado, iniciando en ella un temblor creciente que terminó por desaparecerla. El santo de Virgo, sorprendido por aquel extraño poder y percibiendo que Akasha pretendía atacarlo por el aire, decidió dejar de contenerse. Invocó el Tesoro del Cielo.
De un momento para otro, los tres guerreros se vieron rodeados por murales con motivos budistas, las enseñanzas que varias generaciones de santos de Virgo decidieron seguir. Akasha reconoció la técnica por historias que escuchó hace tiempo, pero eso no evitó que acabara cayendo al suelo con los cinco sentidos neutralizados. Cerca, el manto de Capricornio permanecía de pie pieza a pieza, sin nada en el interior.
—Es inútil —aseguró Shijima, dirigiéndose a la mente de la inmovilizada Akasha. El cuerpo de Adremmelech no se había terminado de formar a la espalda del guardián del sexto templo cuando ya le había anulado el tacto, paralizándolo.
Percibió que aquel ser sin rostro se volvía arena, dispersándose por el viento para reconstruirse en algún otro lugar. ¡Qué terrible debía ser el santo de Capricornio si era capaz de crear un gólem con tanta facilidad! Shijima concluyó que no tenía sentido preocuparse de un ente sin alma. De por sí, anular a dos santos de oro de una sola vez había agotado gran parte del cosmos que había acumulado por largo tiempo.
—Ahora detendré tu corazón, hija de Pandora. Espero que puedas pagar tus faltas en la próxima reencarnación.
Con la calma que lo caracterizaba, abrió los labios que por propia decisión mantenía sellados desde que empezó a entrenarse. Cuando Adremmelech se interpuso, ni siquiera tuvo que volver a anularle sentido alguno: el gólem fue desintegrado por completo debido al poder que Shijima había liberado.
Y de ese modo, el gólem, cumplió su cometido.
Los murales budistas desaparecieron tan pronto las primeras gotas de sangre fueron derramadas. Brahmastra había cercenado de un limpio tajo la yugular de Shijima, quien tratando de contener con las manos la cascada carmesí que manaba incontrolable desde el cuello abierto, acabó tendido en el suelo hecho de nubes. Mientras hacía esfuerzos sobrehumanos por levantarse y no desfallecer, vio frente a él a Akasha, la astuta guerrera que había sobrevivido al Tesoro del Cielo.
—¿Cómo? —preguntó sin palabras, solo moviendo los labios.
—La técnica de los santos de Virgo es infalible —le aseguró Akasha con voz queda antes de alzar la espada de luz con la que acababa de cortarle el cuello—. Pero cuando uso a Brahmastra, mi alma no se encuentra en el interior de mi cuerpo. Incluso si todos mis sentidos son sellados, seguiré existiendo.
—¿Expones tu alma cada vez que atacas? ¿Por qué? ¡Si fuera destruida, ni siquiera podrías reencarnar! —Shijima le dijo a través de la telepatía.
—Es el único camino que los dioses me permitieron para ser fuerte. Este es el alcance de mi determinación. Esto es lo que soy.
Aun diciendo tan severas palabras, Akasha sentía cierta admiración por el arrojo del santo de Virgo, quien ya se estaba levantando henchido de cosmos. Era una vida noble, podía perdonarle que se hubiera convertido en un peón de los Astra Planeta, pero en comparación con las seis mil millones de almas que dependían de su misión…
—No eres nada —sentenció, y Brahmastra atravesó el manto dorado, debilitado por Adremmelech, y el corazón del santo de Virgo.
—¿Qué… qué clase de… santo…? —trató de expresar Shijima. La mente, la vida y el cosmos se le desvanecían.
—Como dijiste, mi destino es el infierno. ¿Qué esperabas?
No obtuvo respuesta, Shijima había muerto. Nunca sabría si existió alguna posibilidad de hacerle entrar en razón, pero no se permitió dudar de la decisión que había tomado.
—¿Estás bien? —musitó, guiada por la costumbre de luchar junto a seres de carne y hueso. No necesitaba voltearse para notar que el manto de Capricornio seguía en pie, a pesar de que no había nada en el interior—. Gracias.
Las piezas de metal dorado se diseminaron en busca del cuerpo de su portador, que debía estar formándose en algún lugar. Akasha dio un último vistazo al cadáver de Shijima antes de ponerse en marcha: Shun estaba teniendo problemas.
xxx
—Incluso después de hablar tanto, así has acabado.
—Esto no es nada, Seiya —dijo el santo de Andrómeda. Firme a pesar de estar consciente de que recibir más golpes podría hacer trizas el manto que durante tantos años pareció indestructible, un símil de las vestiduras del Zodiaco. Incluso si las grietas no eran visibles, era un hecho que los Meteoros habían debilitado cada pieza que cubriera alguna zona vital—. Recibimos más daños en el pasado.
El santo de Sagitario, elevado sobre los cielos como un ángel del juicio final a punto de dictar sentencia, desplegó las alas y cayó en picado. Shun alzó de inmediato la Defensa Rodante reservando la ofensiva para cuando fuera preciso, pero el ataque de Seiya fue más rápido de lo que había esperado. Del puño del guerrero convocado no emergieron meteoros, sino una fina red de infinitos hilos dorados que con pasmosa facilidad cortaron cada uno de los eslabones de la cadena circular, despedazándola por completo. La portentosa técnica no se detuvo allí, sino que incluso neutralizó la Onda del Trueno al tiempo que golpeaba el cuerpo de Shun incontables veces, a una velocidad frente a la que él mismo fue incapaz de reaccionar.
—Esta técnica… ¿Cuándo?
—No podrías saberlo —dijo Seiya, observando con pesar cómo el casco, las rodilleras y gran parte del peto de Andrómeda estallaban. El resto del manto no estaba en mejores condiciones, con abolladuras y grietas ahora visibles, todas manchadas por la sangre de una docena de heridas abiertas—. Es la técnica que heredé de Aioros.
Por supuesto, Shun no cayó ni emitió el menor grito. Guardaba el dolor, insignificante en comparación a las batallas que debió librar en el pasado, para sí. Él debía saber, así como Seiya llevaba tiempo teniendo en mente, que donde las cadenas de Andrómeda habían fallado solo quedaba una opción.
—Dijiste que incluso lucharías conmigo para salvar el mundo —recordó Seiya, expresando las últimas palabras con especial desagrado. Pasó la mano por el abdomen, donde la sangre brotaba del único agujero que pudo abrir la cadena triangular antes de ser desintegrada por el Trueno Atómico—. Pero sigues siendo el mismo. Te contienes. ¿Qué clase de ser te está manipulando, Shun?
—Nadie —aseguró el santo de Andrómeda con decisión. Ni la voz ni el cuerpo le temblaban, tampoco el cosmos, fulgente aura rosada que aún lo cubría con brío—. Todo cuanto he pensado y hecho, todo lo deseo hacer, no es cosa de nadie más. Más bien me pregunto quién pudo haberte lavado el cerebro para luchar contra tu propio hermano.
—¿Hermano? —repitió un sorprendido Seiya, lamentando tener que alistarse para ejecutar un nuevo ataque—. Sí, yo también te considero un hermano. Es por eso que tengo que detenerte antes de que el Santuario te arrastre a ese maldito futuro.
Lo que Seiya dijo evocaba una vez más que no provenía del mismo mundo que el santo de Pegaso que conocía, aunque eso no cambiaba nada. Seguía viéndose igual que el muchacho junto al que venció al Santuario, Poseidón y Hades. Seguía doliéndole siquiera tener que pensar en luchar con él de esa forma para avanzar. Seguía sintiendo que, de tener que atacarle con todo, jamás se lo podría perdonar.
—Aun así, debo hacerlo. Si no, la Tierra…
—Basta.
Akasha de Virgo llegó a tiempo de evitar que Shun hiciera el primer movimiento, pero Seiya no se contuvo. Con terrible resolución, rompió el aire de un puñetazo dando inicio al Trueno Atómico. Una infinidad de rayos cubrieron a la santa de oro, quien no se movió, tampoco habría podido debido a la imposible velocidad del ataque. Solo sostuvo Brahmastra y le confió hasta la última chispa de sus fuerzas.
—¡Imposible! —exclamó Seiya, quien no salía de su asombro al ver que el Trueno Atómico había sido absorbido por la espada de la recién llegada. Fue muy rápido: primero la red luminosa se rompía en un billón de fotones imperceptibles, y luego estos eran atraídos por el poder de la santa de Virgo—. Ni siquiera has podido verlo.
—Mi entrenamiento comenzó junto al hombre que domina una de las fuerzas fundamentales del universo, la gravedad. Eso marcó mi camino —dijo Akasha, recordando la vida de fracasos que Shijima de Virgo le obligó a mirar con otros ojos.
—¡No tengo tiempo para escuchar tus explicaciones! —exclamó Seiya, con una severidad que Akasha no imaginó ver nunca en quien conoció como un joven entusiasta. El santo de Sagitario se armó de inmediato con el arco.
—¿¡Cómo podéis creer a los Astra Planeta con tanto fervor!?
—Incluso en el Santuario tenemos una técnica diseñada para doblegar la voluntad de la gente —dijo Shun, poniéndole una mano en el hombro.
El gesto debía ser tranquilizador, pero desde antes de interrumpir aquel duelo fratricida, Akasha ya había visto el estado de quien conocía como uno de los hombres más fuertes del mundo. Si Seiya podía destruir el manto de Andrómeda con tanta facilidad. ¿Hasta qué punto podía ella enfrentarlo? El cosmos del santo de Sagitario no hacía más que crecer y concentrarse en la punta de la flecha que ya había puesto en el arco.
—Ha sido un honor serviros en vuestro corto mandato, Suma Sacerdotisa.
—No permitiré que te sacrifiques por mí.
—Ja, como si eso fuese a cambiar algo —dijo Shun, afable. Los ojos húmedos eran protegidos por la sangre que le caía desde los cortes de la frente—. Aún tengo mucho que hacer. Si queremos vencerle vamos a tener que darlo todo.
—¿Vencerle?
—Solo mírale —respondió, sonriendo con pesar—. Tarda tanto en disparar una simple flecha. Puede que yo haya sido compasivo, pero no me cabe duda de que él desea que esto se resuelva sin que ninguno de los dos muera.
—Eres fuerte, Shun.
—Ahora mismo no lo parezco.
Ambos santos escucharon con expectación cómo el arco de Sagitario se tensaba. Decididos, se alistaron para retomar el combate cuando un fuerte grito se escuchó a través de todo aquel cielo. Una voz que los dos conocían demasiado bien.
—Os habla Arthur de Libra desde uno de los seis mundos. Me acompañan Saga de Géminis e Iskandar de Escorpio, es gracias a ellos que puedo comunicarme con todos vosotros, santos de Atenea. Confío en que esa sea prueba suficiente de que mi palabra no es la del Santuario corrompido del que creéis que provengo, sino la de tres hombres que solo comparten la dicha de servir a la diosa Atenea, aun habiendo nacido en distintos universos. —Hizo una pausa, tal vez esperando la réplica de alguien o para que todos pudieran sopesar lo que estaba ocurriendo. Ni Seiya, ni Shun, ni Akasha dijeron nada—. Dicho esto, permitidme empezar por lo evidente. Me dirijo ahora a todos los que fuiste convocados por Titania de Urano: Sois idiotas.
xxx
Iskandar podía escuchar en silencio lo que Arthur decía, porque nada en toda la repentina misión más allá del mundo en el que nació le gustaba. Ni siquiera corrigió el hecho de que él y Saga se bastaron para conectar los mundos. Iskandar, aunque fuerte y seguro de poder luchar con cualquiera de ellos, nunca se había especializado en el funcionamiento del tejido del espacio y las dimensiones que contenía.
Que lo llamara idiota ya no le hizo mucha gracia. Tampoco a Saga, que no pudo evitar dar un bufido, pero Arthur iba preparado. El Juez sabía la estrategia que Titania había empleado para convencer a tantos santos de oro de luchar contra sus iguales: aseguró estar mostrándoles el pasado y les dio todas las facilidades imaginables para discernir lo que veían de cualquier clase de ilusión. Bien, él les mostraría algo mejor.
—Esta es mi… —se corrigió de inmediato, deteniendo una de las costumbres que más tenía arraigadas—. Ella es nuestra Suma Sacerdotisa. Viste el manto de Virgo en ausencia de un campeón que resguarde el sexto templo, pero que eso no os confunda. Es ella quien nos dirigió durante la última Guerra Santa contra las fuerzas del Hades.
Envió a las mentes de todos los santos convocados la imagen de la joven enmascarada, quien cabeceaba de un lado a otro, confundida. Durante un minuto, el silencio reinó en cinco de los seis mundos, los únicos a los que tenía acceso. El sexto se le había resistido incluso con la ayuda de Saga de Géminis. Era un último descanso para que todos pusieran las cosas en orden, para darles a entender que no pretendía atosigarlos con verdades contradictorias, pero también para pedirle a Akasha un favor.
—Acepto —contestó la santa de Virgo de inmediato, aunque tartamudeando. No era poco lo que había aceptado. Akasha entendía que si al principio Arthur no se dirigió a las mentes de los santos convocados fue para que sus compañeros no actuasen de forma imprudente. El mensaje que tenía era para los supuestos peones del enemigo.
—A quienes me seguís escuchando —volvió a hablar Arthur con voz de trueno—. Os mostraré la verdad de nuestro Santuario. Con mi poder y el consentimiento de nuestra líder, abriré para todos un camino hacia el corazón de aquella a las que habéis prejuzgado como una amenaza para el mundo. Descubriréis lo que yo ya sé: que todas las decisiones que hemos tomado, incluso las más arriesgadas, han sido por la causa que a todos nos une sin importar el tiempo y el espacio.
Tan pronto acabó de hablar, las mentes de ocho santos de oro se conectaron con el alma de Akasha, quien avergonzada sintió cómo aquellos desconocidos hurgaban en los más profundos secretos que había guardado a lo largo de diecinueve años de vida.
Desde luego, no se interesaron en cuanto había hecho como una simple humana, algunos incluso quedaron conformes con contemplar la invasión que Caronte —uno de los Astra Planeta— había liderado no solo sobre el Santuario, sino también hacia Rodorio, un pueblo habitado por gente buena e inocente, y el mundo. Otros, desde los que más convencidos quedaron con la visión que Titania les mostró, hasta quienes estaban dispuestos a hacer sacrificios por un bien mayor, examinaron con especial interés el largo camino de la muchacha, las razones para formar cada alianza. La vieron débil y fuerte, titiritera y marioneta, segura de la justicia que defendía y dispuesta a ser juzgada por la misma vara con la que medía el mundo que ansiaba unir y proteger.
—Debiste decírmelo —dijo Arthur, sin temor a ser escuchado por todos—. Lo del ánfora de Atenea. Te habría apoyado.
—¿De verdad? —cuestionó Akasha—. ¿Aun sabiendo que prefiero morir a manos de cualquiera de los Astra Planeta a liberar a Caronte?
El santo de Libra no dudó un instante en asentir, dándose cuenta de que la mayoría lo estaba haciendo a la vez. Miró a Saga de reojo: él le había revelado el último encuentro entre Gestahl Noah y la Suma Sacerdotisa, que todos los convocados vieron palabra por palabra, aunque no podía asegurar que todos le hubiesen prestado atención. Excepto tres personas, el mismo Saga y los santos de Acuario y Sagitario, todos dieron la prueba por válida y prestaron ojos y oídos a todo lo Titania de Urano les dijo sobre el seguro futuro al que aquel Santuario corrompido estaba abocado. Saga, además, conocía otra clase de información que omitió ofrecerle en el último momento, ni siquiera fue él quien le propuso matar a Asterión como prueba de confianza. Eso lo pensó Arthur por sí solo.
Porque el Juez tenía una confianza plena en Akasha, decidió que el problema estaba en Gestahl Noah, Asterión y Orestes. A través del relato de Saga de Géminis pudo hacerse una idea de la reunión sostenida entre Altar Negro y la Suma Sacerdotisa, no solo de lo que se dijo, sino también lo que con toda probabilidad su querida hermana debía haber estado pensando sobre la oferta del líder de Hybris para gobernar el mundo. Ahora que él mismo había visto los pensamientos y recuerdos que Akasha tenía al respecto —consideraba impertinente observar cualquier otra parte de su vida, como el resto de necios—, no pudo evitar sonreír: había acertado de lleno. Solo el detalle del ánfora de Atenea se le había escapado, la pieza del puzle que explicaba el repentino empeño de Titania de Urano por llevar al Santuario y todos los que lo habitaban a la más pura desesperación. Exigiendo, ¿qué?, ¿la liberación de quien estuvo a punto de arrasar el mundo entero con las legiones del inframundo? Era ridículo.
—Habrías aceptado la muerte por liberar a Poseidón, ¿por qué crees que cualquier santo de Atenea estaría dispuesto a entregar a quien es ahora nuestro peor enemigo? —dijo Arthur—. De nada nos sirve una tregua que garantice una guerra en el futuro próximo, lo que buscamos de los Astra Planeta es una paz, si no eterna, duradera.
—Nunca habrá paz allá donde camine Caronte —sentenció Akasha, con tanta seguridad como si supiera que todos los santos de oro la habían aceptado ya.
Arthur, desde luego, lo sabía, por eso cortó la conexión sin mucho tacto.
—¿Ya habéis tenido bastante? —preguntó Arthur por mera cortesía. Siendo duro con aquellos desconocidos compensaba el no haber podido ayudar más a Akasha en ese momento tan incómodo—. Espero que sí, porque pronto todos podríamos morir.
xxx
Los seis mundos, orbes traslúcidos sobre los dedos inmóviles de Titán, empezaron a deslizarse con lentitud hacia abajo. Tritos miraba sin parar aquel fenómeno y a Titania, quien no parecía en absoluto sorprendida por la estratagema de Arthur. Incluso podía aventurar que era parte del plan que eso ocurriera. Por fortuna, Jäger se había marchado antes de que aquel santo de Libra jugara la carta del sentimentalismo.
—No imagino la hecatombe que debe estar padeciendo toda esa gente —mintió Tritos. Sí que lo sabía. Él podía ver todo lo que allí ocurría, con la única salvedad del mundo de la guerra. Ni siquiera él se inmiscuiría en el patio de juegos de Ío de Júpiter—. Bueno, son lugares de castigo para los mortales, después de todo.
En un silencio contrario al cataclismo que estaba por ocurrir, las esferas llegaron hasta el centro de la mano inmensa. Acto seguido, el puño de Titán se cerró, aplastándolas a la vez que todo cuanto contenían era consumido por el alba de Saturno.
—Qué decepción… —lamentó Tritos, hundiendo los hombros.
—Te adelantas a los acontecimientos —dijo Titania—. Mira.
Entre los enormes dedos de Titán, el aire fue hendido por una fuerza cósmica, abriéndose un portal del que surgieron trece cosmos. Tanto los santos, convocados por Titania o al servicio de Akasha, como el caballero de la Corona Boreal sobrevivieron, entrelazando sus cosmos a través de los mundos y dejándose tele-transportar por los hábiles Saga de Géminis y Arthur de Libra, maestros en el viaje ínter-dimensional.
«¡Es porque fuiste demasiado lento! —pensó Tritos, amartillando el aire. El vasto poder psíquico del regente hizo que una onda de choque cayera desde donde estaba hasta el puño de Titán, alcanzando incluso a los guerreros que a toda prisa escapaban. Todos acabaron cayendo hacia las brumas del tiempo—. Creo que me excedí.»
—¿Tanto te cuesta ser solo nuestros ojos y oídos? —acusó Titania.
Mientras Tritos preparaba una disculpa, un gran cosmos surgió detrás, atrayendo la tierra y la roca de montañas lejanas para dar forma al cuerpo de un gigante a la par del regente de Saturno. El astral de Neptuno volteó, curioso, solo para encontrarse viendo un puño cerrado, enfundado en oro, frente a una enorme cabeza sin rostro.
La mano de Adremmelech se abrió, revelando a una docena de notables guerreros que tenían mucho que decirles.
Notas del autor:
Ulti_SG. ¡Suena a título de telenovela! Pero no puedo negar que sea culpa mía.
Es de esos capítulos que no estaban planeados. Aún recuerdo escribirlo de corrido, movido por la inspiración, sin saber si quedaría bien. Hoy en día siento que es una guía muy oportuna de los eventos de esta historia. ¡Gracias, yo del pasado!
Así es, de no ser por esos santos de bronce, Akasha no llegaría a santo femenino. ¿Quién nos diría que esos personajes llegarían a tener tal relevancia? De no haber estado presentes ellos y sus historias, Kiki no habría tenido que borrar la memoria de unos padres decentes que de seguro hasta pagan sus impuestos, Kanon no se habría frustrado al sentirse mal maestro por justo querer entrenar a una persona de buen corazón y Azrael nunca habría conocido a su señorita… ¡Un momento, eso último no es bueno!
Es tal y como recuerdas, Azrael estaba ahí como asesino enviado por Gestahl Noah. ¡Qué sangre fría la suya al envenenar un helado! Aquí lo que parecía una desventaja en su santa senda, resultó una virtud; Akasha perdonó a su asesino y obtuvo un asistente.
Me remonto al torneo infantil de Dragon Ball, arco de Bu, en que un par de adolescentes muy creídos reciben la paliza de sus vidas de unos niños. Así de loco es el shonen. Pero aquí las tornas terminaron cambiando porque después de tanta pompa Arthur no podía ser un cualquiera. Sí, después de esa fiesta es que pasa todo el asunto de Orestes y la Noche de la Podredumbre, para ese momento Akasha tenía seis años recién cumplidos y muchas ilusiones… Después tuvo eso y un hondo rencor que hasta ahora conocemos.
Buena cosa. Como lector de fanfiction de antaño, me habría chirriado tener una protagonista que se limitara a copiar las técnicas del protagonista anterior.
Para escoger el orden de entrenamientos de Seiya, Ikki, Shun y Hyoga, tuve en cuenta las edades de los discípulos a los que también entrenaron estos maestros: Makoto, Sneyder, Shizuma y Shaula. Sí, acertaste, la santa de Escorpio entrenó en Siberia. Divertida forma de describir la Gracia de Akasha, que a tantos ha salvado. Como nota aparte, si en algún punto olvido el orden de los entrenamientos, sé que puedo acudir a este review sin necesidad de re-leer el capítulo. ¡Gracias por la ayuda!
Se había dejado caer en el final del primer arco que Azrael tenía madera para santo. Aquí podemos ver en qué quedó eso.
Cosa rara que un misterio de esta historia se resuelva en el mismo capítulo en que se presenta, pero aquí vemos en qué quedaron los dolores que Akasha venía sufriendo desde su primer entrenamiento. Como los santos de Atenea no tienen estatuto de los trabajadores, Kiki prefirió recurrir al despido que pensar en soluciones…
… Y ahí es donde entran en escena Lucile y Ethel, sumándose a la larga lista de personajes a los que debemos el protagónico de Akasha.
No podría estar más de acuerdo, la lealtad de Azrael no conoce límites.
El duelo entre Sneyder y Akasha ya se había mencionado, me parece, en el pasado arco, en torno a cierto árbol destacado. La Rebelión de Ethel es un misterio aún que poco a poco, muy poco a poco en realidad, se va desentrañando.
Me alegra mucho que te guste tanto este capítulo, porque es de esos que al releer antes de publicar, me deja enteramente satisfecho, de principio a fin.
Excelente, no solo bueno, ni genial. ¡Excelente! Ojo al dato.
Shadir. ¡Gracias! Las Cuatro Puertas de Buda es de los temas que más me llamaron la atención de Next Dimension, tan dilatado en el tiempo y tan rocambolesco de repente. Poder aprovecharlo para este capítulo me ha dejado satisfecho por dos veces: al escribirlo y al verlo hoy publicado. Una oportunidad para que Akasha recuerde quién es, y que nosotros, testigos externos, la conozcamos también un poco más.
