Capítulo 122. Registros Akhásicos

A través de los dones de Urano, Neptuno y Saturno, varios santos de oro habían sido convocados desde distintas épocas y universos para enfrentar lo que debía ser un Santuario corrupto. Un arma infalible en manos del enemigo que Arthur de Libra supo volver a su favor de la mejor forma posible: con la verdad.

Sobre la mano abierta de Adremmelech, una extensa planicie cubierta de metal dorado, doce guerreros, la mayoría desconocidos entre sí, observaban con curiosidad a Akasha de Virgo, Suma Sacerdotisa de un mundo distinto al suyo. ¿Qué realidad debían aceptar? ¿La que Titania les mostró? ¿La que descubrieron adentrándose en la mente de una joven llena de inquietudes, que se abrió paso entre errores y aciertos para proteger el mundo? Muchos ya habían decidido, mientras que otros seguían reticentes.

«¿Y qué importa eso? —se dijo Tritos, flotando a la diestra del trono de Urano. Miraba hacia abajo una imitación de la Guerra del Hijo, donde guerreros que no debían coexistir de pronto luchaban por la misma causa. Lo que Titania expuso como un plan infalible se había ido al traste en un abrir y cerrar de ojos—. Trece, vaya número.»

Sugita de Capricornio estaba allí, reflejo de un mundo que debió cambiar para sobrevivir. Entre los hombres mortales, no podía concebirse una espada más afilada.

Atlas de Aries estaba allí, primero entre iguales para los reyes de la Atlántida. La sangre de Poseidón fluía por las venas de aquel hombre nacido para el combate, pero era la justicia y la compasión de Atenea lo que acompañaba el pulsar de su alma inmortal.

Seiya de Sagitario levitaba, desplegando las alas de oro, intercambiando miradas con la mujer que los había convocado. Héroe del pasado, guía para los jóvenes del presente. Nada sabía él de rendirse o retroceder, ni siquiera ante los dioses.

Gugalanna de Tauro se alzaba cerca de aquellos tres, mirando al cielo con el mismo orgullo que lo impulsó a creerse mejor que los dioses. Era uno de los primeros santos de oro, parte del oscuro pasado del ejército que ahora Akasha lideraba.

En el otro extremo de la palma inmensa, Saga de Géminis y Afrodita de Piscis deliberaban en secreto, mente a mente. A diferencia del resto, ellos estaban en aquel lugar por voluntad propia, en busca de respuestas.

Mystoria de Acuario meditaba en silencio, alejado de todos y dominado por la desconfianza que Akasha le inspiraba. Shijima de Virgo, el hombre al que mató, luchó junto a él en la Guerra Santa contra Hades como el más fiel a la diosa.

Iskandar de Escorpio rozaba el borde de la mano con decisión. Ya una vez, enloquecido de amor, se opuso en vano al destino. Hoy no era el mismo hombre, pero estaba resuelto a proteger a aquella joven que tanto les expuso. Así era, un héroe irracional.

En el centro, casi rodeados por el resto y posicionados como un triángulo, estaba el grupo de quienes un día se consideraron parte de la única Tierra que existía. Akasha era la punta de aquella flecha, con Arthur, Shun y Orestes respaldándola.

Adremmelech completaba el insólito grupo. El decimotercero. El gólem. Un gigante, todavía de mayor tamaño que cuando combatió con Caronte, que sorprendentemente podía proteger un cuerpo de miles de metros con el manto de Capricornio. Para la mayoría, que la prenda hubiese adoptado tan titánicas proporciones era un prodigio propio de la Cámara de las Paradojas, como Titania llamó a aquel recinto de oscuros cielos y tierra plana dominada por las omnipresentes brumas del tiempo. No creían poder entenderlo, ni tenían demasiado interés en ello.

Sugita fue el único que quiso saber la razón de ese portento, pero no estaba seguro de poder discutirlo con nadie. El intercambio de información con Akasha no la volvía una conocida; Seiya, aunque con el mismo nombre, aspecto y presencia que el santo de Pegaso que él conoció, vestía el manto de Sagitario y ya le había dejado bastante claro que no era el mismo. El resto ni siquiera le sonaba, él había nacido mucho después de que Saga y Afrodita murieran. Todos provenían de mundos similares y, sin embargo, demasiado diferentes como para poder conversar de forma natural en semejante situación. Al final, como por ensalmo, cruzó miradas con Atlas de Aries, sobreviniéndole el recuerdo de cuando se encontraron en ese extraño mundo.

—Parecéis mayor —había observado Atlas, mientras, como ahora, Sugita dudaba de a quién dirigirse entre tantos desconocidos. De entre los convocados, el santo de Aries era el único que pertenecía al mismo mundo que Sugita, resaltando aun entre tantos veteranos gracias a aquellos ojos, inmersos en una piel blanca como la arena de las playas que Poseidón bendecía día tras días. El izquierdo era como un sol naciente, mientras que el derecho brillaba como la luna llena. Ambos estaban fijos en él, mostrando la seguridad del antiguo rey en haber reconocido a un camarada—. No sois el mismo que luchó en la Atlántida, mas seguís siendo Sugita de Capricornio.

—¿La Atlántida? Ha llovido mucho desde entonces… —se excusó Sugita, pensando en que él no lo había reconocido a la primera, debido a lo desconcertante de la situación. Con cada gesto, dejaba más que claro a Atlas que, tal y como intuía, no se trataba del muchacho de quince años que conoció antes de ser llamado por Titania.

No tuvieron mucho tiempo para ponerse al día, pues pronto vinieron las muy necesarias explicaciones y una inusual misión que cada cual afrontó en sus propios términos. Sugita peleó contra un santo de oro de otro mundo, mientras que Atlas prefirió llegar al fondo del asunto hablando con un compañero de este. Sugita no podía sino respetar aún más al antiguo rey por su sabiduría; él había crecido, pero aún tenía mucho que aprender. Gracias a Atlas no se había visto obligado a derramar sangre inocente.

«Aunque esa Suma Sacerdotisa no dudó ni un poco… —se quejó Sugita.»

—¿Estarás bien sin casco? —quiso saber Atlas, sacando de esa forma al santo de Capricornio de sus ociosos pensamientos.

—Claro —dijo Sugita, agradecido por la llamada de atención—. ¿Solo tengo que evitar que me dé en la cabeza, verdad? —preguntó con una pequeña chispa de orgullo que el antiguo rey no censuró—. Por cierto, ¿no te parece sorprendente? —se animó a preguntar, señalando al gigantesco Adremmelech—. Los mantos se acoplan al físico del dueño, pero esto es demasiado. ¡Ese hombre sin rostro es muy, muy grande!

—Los alquimistas de Mu hicieron algo más que juntar piezas del mejor metal y darles vida —dijo Atlas, quien estuvo presente en aquel proceso y lo recordaba bien. Debía hacerlo, pues fue una de las traiciones por las que él y su pueblo debieron sufrir durante demasiado tiempo—. Cada manto sagrado tiene el potencial para servir a cualquier cuerpo, sea de hombre o mujer, un niño o un gigante.

—Él no mide dos o tres metros —insistió Sugita—. Además, mi manto reacciona de un modo extraño, tengo que concentrarme para mantenerlo conmigo.

Eso pareció interesar al santo de Aries, quien dio algunos golpecitos con el pie a la superficie en la que se encontraban: el guantelete de Capricornio.

—Tal vez —susurró, pausando unos segundos para razonar la corazonada que había tenido—. Tal vez, al invocarnos, esa mujer ha infringido alguna ley divina. Al fin y al cabo, nuestros mantos están inspirados en las constelaciones, almas que Zeus decidió inmortalizar en los cielos. Como hombres, solo tenemos derecho a una parte de ese poder, mas si media la sangre de un dios, podemos expresar la verdadera forma de la prenda que portamos —concluyó con la mano en el mentón, aún pensativo.

—¿Crees que Adremmelech ha despertado un manto celestial?

—Creo que el poder de los santos de Capricornio de distintas épocas se ha reunido aquí, tal vez siguiendo el llamado de esa mujer —sugirió, aunque en ese momento miraba a Arthur—. No me extraña. Tenéis fama de aspirar a convertiros en el más fiel guardián de la diosa Atenea, no os ha debido gustar mucho que alguien hiciera que nos enfrentáramos por algún capricho desconocido.

—Mi antecesor se vanagloriaba de eso, según se dice —comentó Sugita, algo compungido. Él pertenecía a la primera generación de santos de un mundo que jamás volvería a recibir a una reencarnación de la diosa—. Aquí, siento como si fuera la misma constelación de Capricornio, manifestándose.

—Haced caso a vuestro instinto —aconsejó Atlas, sabedor de que Sugita, como guardián del décimo templo, sabría más que nadie lo que Amaltea les había deparado—. Sea como sea, a nuestros enemigos les costará dañar a este ser.

Ambos asintieron, observando la cabeza sin rostro del gigante que les daba cobijo, semejante a un remolino en el desierto.

Entretanto, Gugulanna se había acercado con amplias zancadas a donde estaba Akasha.

—¿Eres tú, de verdad? ¡Es imposible distinguirlo con esa máscara!

Notando con desagrado la lujuria desbordante que Gugalanna exhibía, Orestes hizo ademán de alejarlo, pero Akasha lo instó a permitirle pasar. La joven era consciente de que se hallaban en una situación precaria en la que mantener la confianza de los extraños era crucial, aunque no dudó en apartar al santo de Tauro de un manotazo cuando este, aun agachado como un perro fiel, trató de quitarle la máscara.

—Oh, por los dioses. ¡Debo comprobarlo! —exigía, relamiéndose sin el menor disimulo—. Si de verdad eres mi yegua estelar, Atenea, ¡tengo que saberlo! Todo lo que me hiciste lo puedo perdonar con algunas palabras… Y acciones…

La insinuación llegó a oídos de todos, pero solo Iskandar reaccionó. Que semejante bestia actuara de ese modo vistiendo un manto dorado hizo que la sangre le hirviera a tal punto que apenas fue consciente del puñetazo que le encajó en la mandíbula. Fue rápido, potente y descontrolado, aunque no se arrepentiría de hacerlo.

—Conoce tu lugar, viejo —dijo, con el puño aún clavado en la piel oscura, saboreando las gotas de sangre de un corte en el labio.

—¡Merezco saberlo! —insistió Gugalanna, alzándose furibundo. El despliegue de cosmos obligó a Iskandar a retroceder y ponerse en guardia—. ¡Vivimos, comimos, entrenamos, luchamos, conquistamos y gobernamos juntos! ¡Si eres tú Atenea dímelo! ¡Renovemos nuestro juramento, aplastemos a estos gusanos y reconstruyamos…!

—Creo que estás confundido —cortó Akasha, inmóvil. Podía notar quiénes veían el espectáculo con indiferencia y quiénes querían ayudarla, pero prefería actuar como si no hubiese nadie aparte de quienes ya conocía. Tenía que ser la misma que todos habían visto—. Mi nombre es Akasha de Virgo, nacida por la sangre de hierro en Rodorio, renacida por la sangre de plata en el Santuario. En el fin del siglo XX. No soy Atenea, sino su representante en el mundo y época del que provengo.

Gugalanna no tenía ni idea de qué era el siglo XX y tampoco le importaba. Con inesperada rapidez evitó al molesto santo de Escorpio y abarcó los costados de Akasha con los largos dedos, apretando como si quisiera aplastar una montaña. Sus ojos la recorrían sin mesura y la boca se le ensanchaba como si quisiera escapársele de la barba, impulsada por una mezcla de pasión y ansiedad. Por algún motivo, tal vez la sangre de gigante que fluía bajo su oscura piel, la protección de la máscara no suponía el menor efecto para sus ojos, tan llenos de deseo como faltos de vergüenza.

—El mismo cabello, la misma estatura, las mismas…

—Conoce tu lugar —dijo Iskandar, detrás de aquel remedo de santo. Apuntaba con el dedo, aguijón del escorpión, hacia la yugular del bárbaro gigante.

El santo de Tauro miró al insecto —arácnido, le habría corregido alguno de los camaradas sabiondos con los que en otro tiempo compartió sufrimientos y placeres por igual— y deseó arrancarle la cabeza de una vez. Soltó a Akasha con tanta suavidad como le era posible y se preparó para atacar, Iskandar hizo lo mismo.

Pero los puños de ambos cedieron a algo más grande que ellos mismos, una tercera fuerza que no esperaban. Habían colmado la paciencia de Arthur.

—Nos estáis avergonzando a todos. ¿Es que no entendéis la clase de enemigo al que nos enfrentamos? —cuestionó el santo de Libra, a un paso de la cólera.

—No entiendo la clase de aliados que tengo hoy —replicó Iskandar. Veía a Saga, Afrodita, Mystoria y Seiya, quienes ni siquiera habían puesto atención a aquello. Sugita, Atlas y el séquito de la joven, a parecer del santo de Escorpio, no eran mejores: estaban preocupados por la situación, sí, pero no intervendrían. Lo sabía—. Si él deja de actuar como un animal quizás me plantee tratarlo como algo parecido a una persona.

Arthur esperó a que Iskandar acabara el alegato antes de increpar a Gugalanna. No hubo palabras, solo la clase de mirada que parecía poder reducir a alguien a cenizas.

—¡Al infierno con todo! —bramó el santo de Tauro, poniendo fin al espectáculo de un violento ademán. Estaba por alejarse cuando dejó escapar un último comentario por encima del hombro—: Ya arreglaremos cuentas tú y yo después de esto.

—Ya lo he dicho. No te conozco, no pertenezco a tu época —insistió Akasha. Aunque Gugalanna no volteó, sabía que le estaba escuchando—. Todos…

—Hermanita —dijo Arthur, interrumpiendo las palabras que, sabía, la santa de Virgo pretendía dedicar a todos antes del inicio de la batalla. Así era ella, siempre queriendo resolver todo uniendo a la gente—. Yo, quería…

—¿Sí?

Para Akasha resultó extraño. No recordaba la última vez que Arthur dejaba una frase a medias o dudaba en decir cualquier cosa, porque estaba segura de que eso no podía ocurrir. ¡Era el Juez! El más implacable de la élite del ejército de Atenea, el compañero inhumano frente al que tan insignificante se sintió durante los entrenamientos. Era la clase de guerrero en el que muchos santos aspiraban a convertirse. Y aun así ahí estaba, callado, mirándola en silencio por largo rato.

Alguno de los santos presentes carraspeó, quebrando el incómodo mutis.

—Lo lamento —dijo al fin Arthur, cabeceando como si acabara de despertar de un sueño—. Si hubiese actuado antes, no habrías tenido que matar a Shijima.

Esa sencilla disculpa sí que captó la atención de todos. Mystoria, en especial, aguzó el oído, preguntándose qué tipo de reacción tendría aquella joven. El camino que la había llevado hasta ese punto no bastaba para convencer al santo de Acuario: era un hecho que el odio que sentía por los Astra Planeta, los seres que los habían reunido en aquel extraño espacio, podía nublarle el juicio. Como guardiana del sexto templo podía disculparla, como Suma Sacerdotisa le parecía un insulto a la orden.

No te preocupes, hermano mayor. Disfruté mucho asesinar a ese desconocido. Porque no soy más que una belicista sedienta de sangre que no podría ver una alternativa pacífica ni aunque la tuviera enfrente.

—¿Qué demonios? —dijeron varios de los reunidos.

Las palabras parecieron provenir de Akasha, incluso la voz fue idéntica hasta el más mínimo detalle, pero el responsable no tardó en aclarar la situación. La sombra de la santa de Virgo bulló como agua hirviendo y de allí surgió Tritos de Neptuno, divirtiéndole la pequeña broma que les había gastado, aunque pronto se detuvo al constatar, decepcionado, que la afectada ni se molestó en dar la vuelta.

—Estabas encerrado —dijo Akasha con sequedad.

—¿En el cabo de Sunión, verdad? —soltó Tritos con aire distraído, guiñándole el ojo. Después, con fingida indignación, señaló a Afrodita y Orestes—. Te mandé a la Colina del Yomi para que te ocuparas del barco, no para que trajeras a ese metomentodo.

—¿Perdón? —dijo Afrodita, encogiéndose de hombros.

—No me subestiméis, astral —espetó Orestes—. También yo sé lo que es viajar entre distintos mundos. Sabiendo en peligro a aquella a quien he jurado apoyar, habría acudido presto aun sin el rastro de las rosas impregnando el tejido del espacio.

—Desequilibraste la batalla —acusó Mystoria, en un tono tan vago que tanto Orestes como Tritos alzaron la ceja—, teníamos la ventaja hasta que interviniste.

—¡Dos contra uno es trampa! —exclamó Tritos, frunciendo el ceño y los labios mientras movía un dedo de izquierda a derecha. Después, riendo, relajó el semblante—. Es broma, es broma, en el amor y en la guerra todo vale. Por ejemplo —acotó, carraspeando—: evitar una batalla perdida contra Orestes de la Corona Boreal, buscando el más grato trabajo de capturar un barco donde solo un puñado de santos de bronce y plata seguían conscientes. Esa fue una elección inteligente de tu parte, sabiendo lo que los que allí duermen pretenden hacer. Habría sido, además, una elección fantástica si la hubieses realizado. Es terrible ser alérgico al bronce, ¿eh, Acuario?

Mystoria abrió la boca para protestar, recordando que había sido Tritos el que le propuso destruir el barco, cansado del orgullo de Afrodita de Piscis y la pereza de Gugalanna de Tauro, pero la última acusación le hizo callar. Ante ese ser capaz de horadar la mente de los hombres hasta lo más profundo, Mystoria bien podría estar desnudo. Avergonzado, se replanteó lo que pensaba sobre aquella joven Suma Sacerdotisa de otro mundo, quien con encomiable entereza debió aguantar mientras otros veían en su interior con la misma impunidad.

—Habéis sido muy considerados esperando tanto tiempo —agradeció Arthur, entendiendo que Tritos podría deshacer lo logrado sin siquiera hacer uso de otra arma que no fuera su lengua—. ¿No será malo darnos tanta ventaja?

—Si no arregláis vuestras diferencias, esto acabaría demasiado pronto —dijo Tritos—. Eso es lo que diría si quisiera mentiros, lo cierto es que los caminos de Titania son inescrutables incluso para mí. ¡Mucho me he tenido que esforzar para que me permita ser algo más que sus ojos y oídos! Soy el mensajero, ya que ella es algo aburrida, ¡no imaginas cómo me reprendió por cambiar un par de peones de casilla! Ella…

—Me he cansado de escuchar vuestros mensajes, mensajero, mientras fraguáis el fin del mundo bajo palabras de seda —cortó Akasha, sin siquiera mirarle.

—Por un lado, estáis vosotros —dijo Tritos, ignorándola—. Un caballero del Hijo, un santo de bronce, tres santos de oro y unas cuantas copias desobedientes. Y en el otro extremo está el creador de todo esto, Titán de Saturno.

Chasqueó los dedos y la bruma que imperaba en el lugar pareció obedecerle, descubriendo ante todos lo que ya habían imaginado tras la destrucción de los seis mundos por una sola mano. Frente a ellos se hallaba un gigante aun más grande que el Santuario que todos, con la notable excepción de Gugalanna, conocían.

—Sé lo que hizo Arthur de Libra para poneros en nuestra contra —afirmó Tritos, dirigiéndose ahora solo a los convocados—. Sé cuáles son vuestras inquietudes así que permitidme que os aclare la mente. ¡Lo que os dijimos es verdad! ¡Lo que ellos os dijeron también es verdad!

—Para poneros en nuestra contra os la apañáis bien vosotros solos —intervino Iskandar—. Nos sacasteis de nuestras vidas para hablarnos del futuro de un mundo que no es el nuestro y hacernos luchar por él. Si esperabais lealtad con ese tipo de trato no debéis ser muy inteligentes. ¿Qué haces?

Tritos movía un único dedo formando un corto arco, indicándole al santo de Escorpio que erraba. Si no saltaba a borrarle la sonrisa de la cara era porque todos los presentes estaban expectantes, cautelosos incluso. Era normal: el regente de Neptuno ocultaba una fuerza extraordinaria, por encima de la de los hombres.

—Caronte rige la Esfera de Plutón, que representa todas las facetas de la muerte. Yo, por el contrario, gobierno la Esfera de Neptuno, origen de toda vida. A Titania le corresponde la Esfera de Urano, el espacio-tiempo. Así pues, ¿qué le queda a él?

Dejó la pregunta en el aire, como esperando que alguno de los presentes respondiera. Parecía decepcionarle que todos estuviesen tan callados, sabedores de que alguien así trataría de manipularles si le prestaban demasiada atención.

—Los registros akhásicos —gruñó Gugalanna.

El santo de Aries fue el único que reaccionó de forma distinta al desconcierto general. Haber nacido para ser rey de la Atlántida, una antigua civilización en contacto directo con un dios, le había otorgado acceso a conocimientos que otros solo soñaban, si bien muchos de estos se habían perdido a lo largo de un prolongado encierro.

—Tienes un bonito nombre, ¿nunca te lo han dicho? —cuestionó Tritos, empecinado en que Akasha dejara de darle la espalda. Nada logró—. En resumen, Titán es el registro de todo lo que existe, lo que podría significar que en él podemos descubrir todo lo que no existe. ¡O no! Es un tema algo complicado —admitió—. No tengo que decir que cuando hablo de todo lo que existe me refiero a todo lo que es, fue, será, pudo ser…

—Basta —dijo Orestes de repente, ganándose la atención de varios—. Solo trata de ganar tiempo y confundirnos mientras invocan a más enemigos. ¡Ataquemos!

Nadie se unió al brío de Orestes, ni siquiera Akasha y quienes la protegían. Arthur estaba a las claras interesado en lo que Tritos diría. Shun, herido como estaba, se mantenía cerca de la santa de Virgo a la vez que echaba un ojo a Seiya de Sagitario, que en ningún momento parecía haber dejado de desconfiar de ellos.

—Haces bien en tratar de engañarlos, Ala del Rey, pero la verdad siempre persevera —aseguró Tritos con un cierto dramatismo—. Titán no solo es el registro de todo lo que existe, también puede reproducir todo aquello que se le pida. Un suceso, un escenario o unas cuantas copias desobedientes.

—¿Qué has dicho? —cuestionó Akasha, girándose con lentitud. Sostenía Brahmastra ya no como una espada, sino como una lanza que alargaría tanto como fuera necesario para alcanzar al enemigo—. ¿Copias desobedientes?

Era la segunda vez que describía así a los convocados, no podía ser al azar.

—Si debo pensar en un ejemplo tranquilizador para tu sanguinaria noción de embajada de paz, diré que Shijima de Virgo nunca abandonó ese universo en el que un santo de Cáncer acaba como una pelota de fútbol. Somos los campeones del Olimpo, ¿cómo íbamos a sacar a alguien relevante del mundo y época al que el destino le arrojó, arriesgándonos a que se mueran solo para aleccionar a una líder insensata?

—¿Es insensato querer impedir el fin del mundo que he jurado proteger?

—Eran las fuerzas del Hades las que amenazaban ese planeta diminuto, no nosotros.

—Caronte fue quien los dirigió. ¿No?

—Él habría aplastado por sí solo el ejército de los muertos —aseguró Tritos—. ¡Dioses! Si pedirle ayuda te desagradaba pudiste acudir a mí, yo habría resuelto vuestra guerra con un pensamiento. Así soy yo. Hago chas y todos tus problemas desaparecen.

—Caronte nos arrebató los tesoros que la diosa Atenea nos confió. Causó la muerte de muchos y no fue a peor porque estaba limitado. ¿Cómo esperabais que perdonase, no, que confiara en esa clase de aliado? —dijo Akasha, desafiante. Tritos, sabiendo que esa era la clase de pregunta que solía hacerle al regente de Plutón, no supo qué contestar aparte de algún discurso sobre el bien mayor que ella no escucharía—. Tu compañera, Titania, no puede perdonarme el que no desee entregarle el ánfora de Atenea.

Con los ojos como platos y la boca muy abierta, Tritos aplaudió. Ese era un buen punto.

—Solo fallas en un detalle —aclaró el regente de Neptuno—: En todo este tiempo has creído que entregarnos el ánfora de Atenea supone que Caronte será liberado pronto. Eso no tiene por qué ser así. Si nos escucharas…

—Por lo que a mí respecta, ese asesino no verá jamás la luz del sol —cortó Akasha—. Hablaré con cada uno de los Astra Planeta hasta encontrar a uno que sepa ver por el bien mayor del que tanto cacareáis. Si no hubiera ninguno, estoy dispuesta a ir hasta el monte Olimpo y negociar la paz con los dioses, una paz que mis pares ganaron tiempo ha en la pasada Guerra Santa y que todos, astrales y caballeros, parecéis empeñados en despreciar en nombre de vuestras rencillas personales.

—¿Negociar con los dioses? No digas esa clase de locuras —advirtió Tritos con una seriedad impropia de él—. La gente dejará de tomarte en serio…

El regente de Neptuno dejó de hablar de forma tan repentina que pareció haber dejado la frase a medias. Algo le escamaba. Podía aceptar que el séquito de la Suma Sacerdotisa se quedara en silencio mientras ella hablaba, una muestra de respeto y de simple y llana pereza, sin embargo, lo que no era capaz de entender era la falta de asombro, desconcierto, furia u al menos impotencia en las caras de los convocados.

—Si a mí me dijeran que soy la copia de otro estaría un poco molesto —murmuró entre dientes, rozando las yemas de dos dedos—. Un poco, poquito.

—¿Por qué razón? —dijo Atlas, transmitiendo lo que los ocho llevaban pensando desde que Tritos empezó a revelarles el terrible secreto—. Si la Esfera de Saturno reúne todo lo que existe y nosotros pertenecemos a ese lugar, significa que existimos. No hay tal cosa como una copia de Atlas, santo de Aries, hijo de Poseidón y la dama Clito.

—Somos quienes somos —añadió Sugita con una arrolladora seguridad—. Convocados desde distintos universos o del lugar en el que todo se recopila, eso no va a cambiar. Si estás siendo sincero, debería dar lo mismo. ¿No?

—¿De qué están hablando? —dijo Gugalanna, que se rascaba la mejilla con claro aburrimiento—. La diosa del tiempo y el espacio nos dijo de dónde nos sacaron.

—Sí —apoyó Mystoria, haciendo que a Tritos se le olvidara lo que iba a decir. También Akasha, Arthur, Shun y Orestes estaban confundidos, por lo que a ellos se dirigió el santo de Acuario—: La muerte de Shijima no tendrá peso en mi mundo, quizá nuestro tiempo ya pasó. No juzgo el daño que causaste, sino el hecho de que nunca trataste de evitarlo. Eres la Suma Sacerdotisa y aun así actuaste como un soldado más.

—Todos cometemos errores —intervino Iskandar—. Hasta el Sumo Sacerdote que conozco, imagino. ¡Hasta la encarnación de Atenea que conozco lo hace, demonios! Y no habléis por mí, yo no estoy muy a gusto con que me llamen copia desobediente.

Seiya, Saga y Afrodita se guardaron sus impresiones, aunque era claro que también sabían la naturaleza del proceso por el que fueron invocados. Extrañándole la situación, Tritos se teletransportó hasta el trono de Urano que Titania ocupaba en silencio.

—¿Habías previsto esto?

—Sí —dijo Titania, con una voz que pudo llegar a todos—. Todo ocurre de acuerdo a mis deseos. Es por eso que fui honesta con ellos.

—No se parece nada a lo que propusiste en la reunión —se le escapó a Tritos, descolocado—. Si sabías que este era el resultado de convocar a santos de oro pudimos reunir a otros mejor dispuestos. Espectros, Generales del Mar, Apóstoles Sagrados… —enumeró pensando en los oponentes de cada uno de los convocados.

—¿Y por qué tendrían que obedeceros? —dijo Sugita.

—Puedo hacer que me obedezcan —aclaró Tritos, mirando hacia abajo—. Si quisiera, podría sumergiros a todos en una ilusión tan perfecta que ni siquiera podríais distinguirla de la realidad.

El sonido de un arco al tensarse anunció a la perfección hasta qué punto Tritos había metido la pata. Presumir de la capacidad de crear ilusiones a quienes una desconocida logró convencer con una visión fidedigna, dejaba la puerta abierta para que en medio de tantas verdades hubiera un sutil engaño. Para Seiya, el más afectado por lo que una mala decisión podía provocar, esa pequeña esperanza fue el tirón que llevaba tiempo buscando para disparar a aquellos que le habían hecho combatir con un amigo.

—Estoy quedando como un estúpido, ¿verdad? —dijo Tritos, mirando a Titania—. Podías haberme avisado de que ya lo sabían. Cruel, eres en verdad cruel.

—Tú elegiste ese rol. Yo solo te pedí que observaras. Ahora, sigue cumpliendo.

La flecha de Sagitario pasó por encima de Tritos, que nada hizo por detenerla. Seguía dándole vueltas a la manera de reparar el error cometido. Atrás, el proyectil de la esperanza había alcanzado a Titania, en concreto el dedo alzado de la mujer, sobre el que ejercía una presión arrolladora.

—¿Estás segura de que no quieres reconsiderarlo, Akasha? —intentó Tritos una vez más, sin ganas. Empezaba a cansarle ser diplomático—. Un chasquido de dedos y la mitad de tu improvisado ejército desaparecerá.

—No voy a hacer eso —aclaró Titania. La flecha seguía empujando, gastando todo el cosmos que Seiya había impuesto en aquel tiro, pero ni tan siquiera lograba hacer mella en la yema del dedo, menos doblarlo o herirlo—. Les permitiré llegar al final.

—¿Final? —preguntaron, al unísono, Akasha y Tritos.

—Sí.

La saeta dorada empezó a fracturarse, destellando en cada una de las grietas. El mismo Seiya estaba sin palabras. ¿El arco de Sagitario le había fallado?

—El fin de todos los sueños e ilusiones que nosotros representamos.

Aquel epitafio, gélido como el espacio que Titania encarnaba, precedió el estallido de la flecha, reducida a una nube de las más diminutas partículas. Un punto abierto en la piel del dedo, una sola gota de sangre, cayendo despacio desde el trono de Urano hasta el puño de aquel que regía Saturno. Eso era todo lo que se había logrado, pero para muchos era suficiente: quien sangra, puede morir.

Tritos no pudo sino preguntarse si aquello también formaba parte de los deseos de Titania, cuyos caminos le parecían ahora más misteriosos que nunca.

Cuando la sangre de la regente de Urano llegó a Titán, los siete ojos de este se abrieron con la misma violencia inusitada con la que rugió. Un bramido descomunal que estremeció la totalidad de aquel espacio infinito.

En comparación, el grito de guerra de Akasha fue un susurro apenas audible en medio de tamaño estruendo, pero en el corazón de la Suma Sacerdotisa era clara una cosa.

Que la determinación de todos los que la siguieron no habría de ser subestimada.

Notas del autor:

Primero que nada, aprovecho para aclarar que tanto Atlas de Aries cuanto Sugita de Capricornio pertenecen a El Legado de Atena, de Seph Girl/Ulti_SG, publicado en SSF y FFnet. ¡Muchas gracias por prestármelos para esta aventura!

Shadir. Como toda buena revolución.

Lo peor es que me puedo imaginar al santo de Libra en ese plan…

Estuve muy, muy tentado a poner esa intervención tal cual, pero creo que en ese caso Mu se levanta de la tumba para tirarme de las orejas. Oh, no sé mucho de ese juego. Me parece muy interesante. Sabemos poco del entrenamiento de Shaka.

Por ahora se ha ganado el rencor de nada menos que trece guerreros sagrados. ¡Eso es lo que pasa cuando juegas con el multiverso!

Ulti_SG. Ojo, ojo, ojo, que el capítulo es genial, no solo bueno. Y dicho sea de paso, ese es el mejor título alternativo para un capítulo hasta ahora.

En un solo momento, Asterión conoció el cielo y el infierno. Pobre hombre.

Más de cien capítulos para matar a su primer oponente. ¿Eso debe ser un récord en cuanto a protagonistas de Saint Seiya, verdad? ¡Hurra por Akasha!

Este capítulo está lleno de giros inesperados. Uno pensaría que en batallas de dos contra dos, el que gane una de las dos batallas determinará el curso de la otra, pero parece que esa regla no aplica siempre y todo puede ocurrir.

A nadie le gusta que le llamen idiota a la cara. Bueno, quizás a la pareja de tsundere en la intimidad les guste, pero… ¡Cambio de tema!

Sí, hackearon a Akasha, pero con consentimiento, no como con TOEI Animation.

Lo que pasa es que Titania, como todos al principio, no podía conformarse con una historia sencilla para ganar experiencia. Ella quiso ir directa a un multicrossover. ¡La sombra de clásicos como La Leyenda y Fundamentos de Poder sigue presente!