Capítulo 123. Lo imposible

—Quieta, Zorra de los Cielos.

La mano de Gugulanna, insignificante frente a los dos gigantes que se hallaban frente a frente, pero aún lo bastante amplia para cubrir un cuerpo menudo, frenó a Akasha en seco. Ejerciendo la fuerza con la que los dioses le bendijeron, la empujó, alterando a algunos de los guerreros con complejo de héroe que había cerca. No le importaba.

—Quédate desde lo alto, como siempre, y observa —pidió el santo de Tauro con una amplia sonrisa en la cara barbuda—. ¡Mira cómo el lacayo al que abandonaste resuelve esta escaramuza de un solo movimiento!

Motivándose a sí mismo con aquel grito de guerra, saltó de la irregular plataforma que Adremmelech les proporcionaba, bajando hasta el suelo como un bólido de luz. La bruma lo cubrió enseguida, adormeciéndole los sentidos.

—Lo imaginaba…

Un picotazo en el pecho le hizo callar, algo lo había impactado causándole un agudo dolor, y la flecha en el corazón no ayudaba nada. Maldiciendo entre dientes al arquero plateado, trató sin éxito de arrancársela. Recibió tres ataques más mientras emblanquecía los nudillos sin lograr moverla ni un centímetro: agujas color escarlata que pasaban a través del manto de oro como si no existiera; eran diminutas, pero más eficaces que las explosiones y otras pomposas demostraciones de poder.

—Si no fuera por la maldita niebla… —se quejó, pasando en un segundo de la euforia a la rabia y luego a una calma repentina—. Tiempo, detente.

Las palabras, un mantra que solo aportaba cierto refuerzo a la habilidad que le enseñó Atenea —la diosa, no la encantadora zorra en quien encarnó después y a la que aquella Suma Sacerdotisa tanto se parecía—, hicieron ceder al mundo, incluso aquel regido por Titán de Saturno. La bruma se despejó al hallarse estáticos los componentes que la conformaban; poderes de todos los colores y efectos permanecían en el aire como una serie de fotones que no podían siquiera avanzar a un centímetro.

—¡Hasta ahí llega la velocidad de la luz! —gritó, riendo mientras avanzaba al frente dando amplias zancadas. Incluso se permitía pasar la mano por las partículas escarlata que encontraba, deshaciéndolas al mero tacto.

Llegó enseguida a un muro colosal, hecho no de roca o metal alguno, sino de algo más, algo desconocido para él. La superficie mostraba imágenes que recordaba con nitidez, las primeras batallas de los santos —cuando no eran más que críos flacuchos sobreviviendo al ejército de Poseidón y el diluvio—, la guerra contra el rey Atlas… De algún modo, no le sorprendía que la armadura de Titán pareciera estar hecha del tejido mismo de la realidad. Ya Titania les había adelantado a todos lo ajenos que eran los Astra Planeta a las limitaciones de los mortales. Era por eso que estaba allí.

—A esto no lo podemos matar —dijo, convencido—. Ni falta que hace.

Puso la mente en blanco como Atenea le enseñó en los primeros días a un oficial caído en desgracia que vagabundeaba al mando de otras bestias como él que decían ser hombres. Los pensamientos inútiles que le estancaban los sentidos dedicados al combate se fundieron en una sola masa que ofreció al olvido, aunque al final no realizó aquel sacrificio. Como otras veces solo tentaba a Caos, y como entonces, funcionó.

Los que seguían arriba debieron verlo boquiabiertos: una esfera negra tan grande como para cubrir a Titán de la cabeza a los pies. No era un portal sencillo como el que otros santos de oro podían abrir, sino una grieta en la Creación que daba paso al caldo primordial del que surgieron los dioses según las leyendas. Una vez dentro, ningún poder podía salvarte, toda existencia se desvanecía allá donde nada debía existir. ¿Para qué malgastar tiempo y energías en derribar a un enemigo imbatible?

—Nosotros fuimos los primeros en el negocio de invadir mundos ajenos, Astra Planeta —mintió, a sabiendas de que para cuando Pirra y los demás iniciaron aquella campaña él era el prisionero inmortal de un rey muerto, atado por cadenas indestructibles—. Cometisteis el grave error de subestimarnos.

Pero la alegría duró poco. Diez agujas escarlata estuvieron a un centímetro de atravesarlo y tuvo que evitarlas de un salto poco pensado que lo dejó a merced de otro ataque igual de terrible. Mientras recordaba que la manifestación del Vacío en el mundo debió haber devuelto el flujo del tiempo a su cauce, el santo de Tauro ya estaba a merced de un sinfín de hilos. La Marioneta Cósmica del juez Minos anuló todos sus movimientos, presionando hasta el último hueso.

«Volveré a detener el tiempo —decidió. No le quedaba más remedio, había fallado. Titán seguía allí, atacándole con un cosmos que no era el suyo sin necesidad de convocar a quien lo ejecutaba—. Maldita sea…»

El mundo no le obedeció esta vez. El flujo del cambio lo ignoraba, como a una piedra en el camino de un río que solo lograba que este se desviara. Pronto entendió la razón: miles y miles de guerreros de armaduras coloridas no paraban de emerger del muro hecho de antiguas historias. Aunque él no sabía lo que eran —guerreros del tiempo al servicio del dios Saturno, del mundo de Seiya de Sagitario—, sí que le era claro que estaban asegurando el avance continuo de los eventos.

Ese momento de duda fue suficiente para que la Marioneta Cósmica de Minos lo atrajera hasta Titán, a aquel extraño muro que era una de las botas, imaginó Gugalanna. El santo de Tauro no tuvo tiempo de buscar una salida. Tan pronto vio que el espectro responsable de su derrota no era más que un brazo emergiendo desde la superficie en la que se retorcía, de una desagradable calidez, otras extremidades de más esplendoroso color aparecieron, rodeándole. Eran los santos de oro que lucharon contra el ejército del dios Ares, cada mano sosteniendo una de las doce armas de Libra.

Ni siquiera se molestó en ofrecer resistencia cuando empezó a ser cortado.

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—¡Debe de ser una broma!

El desconcierto y la indignación de Iskandar eran mayúsculos. ¿Había llevado demasiado lejos la reprimenda a Gugalanna? Sí. ¿Tenía sentido rescatar a ese animal en celo por muy santo de oro que fuera? No. Y aun así tenía a Akasha, la principal perjudicada, pidiéndole que lo salve.

—Necesitamos toda la ayuda posible —repitió la Suma Sacerdotisa.

Nadie podría negarlo. Hacía escasos minutos, del cuerpo de Titán surgió una docena de ataques, cada uno respaldado por un cosmos que alguno de los presentes pudo reconocer. Así, todos a excepción de Gugalanna unieron fuerzas para levantar la mayor defensa de la que eran capaces, terminando por arrojar la ofensiva de Titán, ya mermada, a la Otra Dimensión de Saga de Géminis. Titán no había vuelto a atacar, como si esperara a que el primer intento fuera fructífero. Al parecer, las cadenas que lo rodeaban no eran de adorno, no enfrentaban a un enemigo con demasiada iniciativa. Y esa era la única ventaja con la que podían contar.

—Debemos atacar —insistió Akasha—. Todos juntos.

—Ah, está bien, está bien —terminó por aceptar Iskandar, preguntándose si Astrea, la santa de Virgo de su generación, era igual de mandona—. Emprenderé la importantísima misión de salvar a la princesa de Tauro, señorita enmascarada.

Mediante un gesto de asentimiento, Akasha dio al joven héroe el permiso que no necesitaba. Iskandar se arrojó con el mismo valor y entrega que el inmortal Gugalanna, sin un ápice de temor empañando su alma. Lo envidiaba.

—No creo que podamos esperar a que rescaten a ese necio —intervino Saga, quien ya no podía retener mucho más tiempo la forzada apertura de la Otra Dimensión—. Debemos atacar ya. Una lucha de desgaste no nos conviene.

—Estoy de acuerdo. ¡Hacedlo! —Con un gesto amplio, Arthur, delante de Akasha y el callado Shun, abarcó al resto de santos—. Dadnos algo de tiempo, por favor.

—Creía que debíamos atacar todos —acusó Sugita.

Arthur estudió con detenimiento al santo de Capricornio, un guerrero japonés ya veterano en los combates. Notó enseguida que todo él, desde las extremidades hasta el largo cabello rojo recogido en una cola de caballo, estaba afilado. Tan solo percibir aquel cosmos maduro parecía poder cortarle si se descuidaba. El Juez esbozó una leve sonrisa: era la clase de compañeros que necesitaban ahora.

—Alguien tiene que defender la fortaleza —puntualizó el santo de Libra—. Y da la casualidad de que nosotros somos perfectos para eso. Mi dominio es sobre la gravedad, así como nuestra Suma Sacerdotisa controla la quintaesencia de la materia, que mantiene unidos los átomos que nos conforman. Juntos representamos dos terceras partes de las fuerzas fundamentales de un universo más viejo que nuestros enemigos.

—Estás exagerando Arthur. ¡Esa cosa ni siquiera nos toma en serio! —hizo notar Akasha, guardándose para sí que Brahmastra tenía más que ver con el mundo espiritual que con el universo material, pues seguía habiendo una conexión entre ambos.

—Y por eso perderá —sentenció el Juez—. Porque él se esconde en una supuesta superioridad y tú sostienes tu propia alma en tus manos con tal de luchar.

—No tenemos tiempo para la autoestima de una niña —espetó Saga, molesto. Era claro que cada segundo de paz que tenían lo estaba pagando con creces.

—La estrategia es muy simple. Abrirás la Otra Dimensión aquí, frente a nosotros.

—¿¡Estás demente!? —exclamó Saga, empapado en sudor. Las venas de la frente estaban hinchadas por el esfuerzo sobrehumano que hacía.

—La necesitamos abierta. Manipúlala para que pueda usarse como vía hasta Titán. No te preocupes, nuestra Defensa Perfecta no solo bloqueará todos los ataques, pensamos apropiarnos de todo el cosmos que aquí desperdicien aliados y enemigos. Si alguien quiere prestarnos apoyo es libre de hacerlo, pero cuanto más seáis, más posibilidades tendremos —aseguró Arthur, mirando a todos. Había escogido ese nombre para la barrera que combinaba Brahmastra y su Armadura Celestial con toda intención de subir por igual los ánimos a los aliados y a la propia Akasha, sobre cuyos hombros estaba la mayor parte: solo ella había usado Almagesto, solo ella podía procesar la energía conjunta de trece guerreros como los allí reunidos.

Aun sin entender la totalidad del plan de Arthur, Saga accedió, habiendo aprendido a confiar en aquel genio al menos para la batalla. Con un gesto, dio a entender a todos que lo que fuera que fuesen hacer, debían acometerlo dentro de escasos segundos.

Atlas pasó cerca del santo de Géminis, con la vista fija en la joven Virgo pero avanzando hacia donde estaba Orestes, el más callado del grupo.

—Nos serías muy útil en esto —aseguró el santo de Aries—. Vuestra fuerza es notable.

—Debo proteger a la Suma Sacerdotisa, en el nombre de la alianza que nos une.

Solo un loco no tendría miedo de esa cosa —le dijo Atlas a través de la Lengua de Plata, inquietándole—. La mayoría prefiere ignorarlo, mas es evidente que no tiene cosmos, de algún modo es ajeno al poder que todos poseemos.

Estamos en la Esfera de Saturno. No hay nada que pueda hacerse ya.

Yo lucharé. Vos, caballero de un dios innominado, protege bien a esta muchacha.

El plazo acabó al mismo tiempo que Atlas terminaba de hablar. El espacio frente a todos se cuarteó precediendo el advenimiento de un sinfín de rayos, haces, agujas y otras formas de energía cósmica; todo lo que arrojó Titán en el primer ataque vino sobre ellos como una tempestad sobrenatural. Un tercio del grupo alzó la defensa que habría de ser imbatible, y el resto se arrojó al ataque, aunque no todos de frente.

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Ante al ejército más caótico y variopinto que había visto jamás, conformado por soldados marinos, esqueletos de Hades y caballeros negros, entre otros, Iskandar supo de inmediato que la diplomacia no le iba a servir de nada. El enemigo no reuniría a fieles de tantos dioses si no estuvieran manipulados o en medio de una ilusión.

—No diré que me gustaría poder ser compasivo —dijo, honesto—. Tenéis la mala costumbre de aparecer solo para destruir el mundo o empeorarlo.

La Lluvia de Furia cayó sobre la armada, dando muerte a cientos de enemigos. Para Iskandar era un alivio que Titán hubiese decidido —si es que el grandullón decidía algo— mandarles a un montón de tortugas cojas. Era fácil acertarles un golpe letal y aún más lo era correr entre ellos; ni siquiera tenía que molestarse en esquivar los arpones, hoces, flechas o mazas, pues no le alcanzarían ni en mil años.

Una vez vislumbró el cuerpo de Gugalanna ardiendo en una antorcha blanca, las cosas se complicaron un poco. Los guerreros del tiempo, con una mayor variedad de armas que el resto de soldados, trataron alentarlo recibiendo por respuesta el inmutable hecho de la velocidad de la luz. Partió cabezas y reventó corazones hasta que estuvo frente a la princesa en desgracia: un mastodonte de piel oscura rodeado por los legionarios del dios Marte, seres a los que nadie en el mundo de Iskandar conocería jamás.

—No parecen fuertes —comentó sin dejar de abrirse paso entre molestos guerreros del tiempo y feroces satélites, arqueras cubiertas por armaduras negras como la noche—. Pero ese fuego parece dolerle a la princesa de Tauro. Un poco.

La broma no le hacía gracia ni siquiera a él. Casi todo el manto de Tauro había quedado reducido a pedazos de metal desperdigados por el camino que separaba al portador de un muro enorme, lleno de imágenes relacionadas con santos y guerreros del mar. ¡Había más sangre en el suelo de la que todo el ejército que dejaba atrás podía tener en las venas! Y aun así, ahí estaba Gugalanna, regenerando la piel quemada una y otra vez solo para que los legionarios siguieran tratando de destruirle.

Luego de partir por la mitad a un legionario gigante de unos seis metros, Iskandar convirtió el cosmos del puño en un lazo escarlata con el que decapitó a los peores verdugos del mundo. Fue algo extraño incluso para el santo de Escorpio: ¡los legionarios no gritaron! Siguieron avivando el fuego blanco incluso un par de segundos después de ser decapitados, con una entrega que era hasta admirable.

Oyó una algarabía de ruidos, botas metálicas, gritos de guerra y órdenes de capitanes. Era la gente que había dejado atrás, pero también provenía del frente: ¡el muro, parte de Titán, expulsaba más soldados de dioses que Iskandar ni siquiera conocía! No tenía sentido luchar más ahí, así que cargó a Gugalanna, libre de las llamas, y dio uno de los mayores saltos que recordaba haber dado, pasando por encima del ejército. Iba a dar otro para llegar hasta Adremmelech cuando notó un pinchazo en el hombro.

—¿También santos de oro? ¿¡En serio!?

Extendió el Lazo Carmesí para bloquear siete ataques más. Le resultaba fácil, el cosmos detrás de aquellas agujas le sonaba por alguna razón y podía predecir el trayecto de todas ellas, hasta que a Titán se le ocurriera mandar otra cosa. Los soldados de a saber cuántos dioses marchaban hacia él, como si no acabaran de ver lo inútiles que eran.

—El ejército es una distracción —dijo Gugalanna en cuanto el rostro se recuperó de las quemaduras. No estaba del todo sano, la increíble capacidad regenerativa con la que contaba no servía para heridas previas a ese don—. ¡Maldito sea el Olimpo! Me cortaron en pedazos, me frieron como un animal y ahí sigue esta… esta…

Trató de quitarse la flecha de Emil. Empleó de nuevo toda la fuerza que tenía hasta volver blancos los nudillos y notables las venas del brazo descubierto. No servía, claro que no. Tendría que seguir luchando con esa molestia en el corazón.

—Así que tenemos que ocuparnos a la vez de la carne de cañón y ataques que tienen toda la pinta de ser técnicas de algún santo de oro desconocido —dijo Iskandar, deteniendo con el Lazo Carmesí un repentino soplo gélido—. ¿Algo más?

—Sí. Lo que llamas carne de cañón es infinito.

El ejército ya había llegado, con toda una legión de casi cinco mil legionarios decidiendo imitar la caída de Sodoma y Gomorra. El cielo se llenó de fulgor blanquísimo que, al descender, chocó contra una montaña hecha del más frío de los hielos, sostenida por el cosmos del recién llegado Mystoria.

—Ya no estás herido —apuntó Gugulanna.

Era cierto. El cuerpo de Mystoria ya no lucía las heridas que Orestes le había infligido en el pasado combate, si bien por ahora los agujeros en el manto seguían presentes.

—Parece ser que si seguimos vivos durante al menos una hora regresamos al mismo estado en el que fuimos llamados. Parte del juego de esa gente.

—¿Ya llevamos una hora luchando? ¡Cómo pasa el tiempo cuando se goza!

La lucha entre el Muro de Hielo de Mystoria y el fuego de Marte que invocaban los legionarios terminó en un claro empate, con el fulgor extinto y la fría pared desintegrada. Iskandar dio un manotazo a Gugalanna, que estaba empecinado en seguir ese combate inútil, sin ver el terrible destino que les acechaba.

—Me estás ignorando, Titán —dijo una voz acompañada del exquisito aroma de los jardines del Santuario. Él percibía la Fragancia Profunda que estaba a punto de incapacitar al trío de inconscientes. Podía ser invisible, podía no oler a nada, pero el día que no pudiera sentir cualquier clase de veneno dejaría de ser llamado Afrodita de Piscis—. Ignorarme a mí es ignorar toda la belleza de este mundo.

Cientos de Rosas Diabólicas atravesaron el cielo, impregnándose de la Fragancia Profunda para luego caer sobre la vanguardia del ejército. Legionarios, marinos, caballeros negros… Todos por igual murieron de inmediato, mientras que Mystoria captó bien el mensaje y levantó un nuevo Muro de Hielo, más alto aún, para protegerles.

—Basta de estupideces —pidió Iskandar, aunque sonó más a una orden—. Nos vamos, tenemos una batalla que ganar.

—No.

—¡Ya nos hemos preocupado bastante por ti solo porque esa chica tiene el corazón más blando que una nube! —gritó Iskandar, cansado. Pensaba en el Sumo Sacerdote al que él debía obedecer, un viejo zorro, duro como el acero.

—Hasta el invencible Aquiles tenía un talón vulnerable.

Extendió el brazo hasta que los gruesos dedos tocaron el Muro de Hielo. De cintura para arriba no tenía protección alguna, ni siquiera ropa, pero nadie podría dudar del poder que expulsaba con cada tronar de músculos. Gugalanna cerró la mano con fuerza, dando inicio a una descomunal implosión. El Vacío se había abierto en el corazón del ejército, devorando no solo a miles y miles de soldados, sino también la notable defensa que Mystoria había levantado. ¡Todo era consumido por la oscuridad y arrojado al Caos!

—Nosotros bastaremos para tumbar a esa cosa. Tenemos que bastar.

—Si se reunieran tres cosmos de oro, es posible —propuso Afrodita, alarmando al recto Mystoria. Iskandar, proveniente de un mundo en el que ese secreto había sido guardado bajo llave hacía siglos, no entendió por qué Piscis olvidaba que eran cuatro.

—Sea como sea, los demás ya han empezado a atacar —aclaró Mystoria.

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El puño de Adremmelech apareció de la nada, rompiendo el mismo tejido del espacio antes de chocar con el millar de Muros de Cristal que protegían el pecho de Titán, por sí solo comparable a medio Santuario. Aquella defensa imposible aguantó bien el golpe y las vibraciones resultantes; un terremoto sacudió cada barrera, pero ninguna cedió hasta que un cuerpo extraño llegó corriendo desde la Otra Dimensión, usando el alargado brazal de Capricornio como plataforma, y saltó hacia ellas.

Como el primer santo de Aries del mundo en que nació, Atlas quizá no conocía el Muro de Cristal, pero sí que sabía mucho del cosmos y las técnicas defensivas. Así como toda materia tenía al menos un punto de quiebre, levantar un escudo suponía la existencia de alguna parte más vulnerable que el resto, sobre todo si este era demasiado grande. Ese principio volvía claro lo insensato de crear barreras una junto a otra: podía otorgar protección para un ataque masivo, pero bastaba con atacar a una sola de ellas para atravesarlas todas. Así lo hizo, placando el Muro de Cristal con tanta fuerza que incluso los cuatro que lo rodeaban se vieran afectados, estallando todos al unísono.

En cuanto llegó a la cálida superficie de la armadura de Titán —una forma inapropiada de describir una serie infinita de imágenes de toda suerte de Guerras Santas—, terminó la ocasión de idear estrategias. El regente de Saturno de algún modo sabía la clase de ser que lo invadía, así que de inmediato aparecieron brazos de oro sosteniendo las más temibles armas del ejército ateniense.

Atlas esquivó el lance de un tridente y dos escudos que estuvieron a punto de golpearlo a la altura del cuello. Siguió avanzando hacia arriba, a donde Titania y Tritos se habían trasladado, dejando atrás el zumbido de una docena de armas legendarias, solo para descubrir que adelante le esperaban otras más. Usó el vasto poder psíquico que por ascendencia poseía para frenar la espada y la barra triple, y un segundo después los brazos que las sostenían fueron cortados, deshaciéndose en polvo al caer.

—Las armas de Libra son más problemáticas que quienes la sostienen —dijo Sugita, quien se había tomado tiempo para sumarse al ataque.

El santo de Aries hizo un gesto de asentimiento, retorciendo mediante telequinesis los brazos que no paraban de emerger en derredor. Sugita hacía lo suyo, avanzando en zigzag con la mano extendida, lista para exterminar toda extremidad que Titán decidiera convocar. No le sorprendía que pudieran aparecer tantos: sería ingenuo pensar que las armas de Libra fueron utilizadas pocas veces aun en el mundo en que nació, y Titán podía acceder a cualquier época de cualquier mundo, reproducir cualquier hecho.

¡Atlas, cuidado!

La advertencia llegó a tiempo, permitiendo al semidiós abandonar la lucha contra seis espadas doradas antes de ser alcanzado por un arco de pura luz cortante: Excálibur, la técnica legendaria que Sugita dominaba. No se trataba de la copia de algún santo de oro, estaba seguro de haber sentido el cosmos del oriental en ella. Para Sugita, lidiar con su propia espada fue sencillo, aunque eso no le impedía estar preocupado.

Tras un intercambio de miradas inquietas, Sugita sugirió en silencio que como incursión preventiva aquello bastaba, pero Atlas negó con la cabeza. A la derecha, una explosión generada por Saga interrumpía la Ejecución de la Aurora, mientras que a la izquierda flechas doradas chocaban entre sí de forma intermitente. Cuando el par estuvo a la sombra de una especie de saliente dorado, la única parte de Titán que no estaba hecha de imágenes, la suerte quiso que se vieran rodeados por el mismo Muro de Hielo que Mystoria había generado a los pies del gigante. Sugita dio un giro de 360 grados, rebanando la prisión con Excálibur, y pudo ver cómo la onda cortante era engullida.

Ouroboros —dijo una voz que era como el derrumbe de una montaña. Lo que pareciera uno de los salientes sobre el enorme cuerpo de Titán empezó a moverse, arrastrándose. Sugita saltó sobre aquello sintiendo que la vida se le escapaba.

Adremmelech llevaba todo aquel rato tratando de romper los Muros de Cristal, pero el enorme puño que poseía resultó ser una carga para ejecutar un ataque concentrado. Atlas y Sugita ya estaban a la altura del cuello cuando el gigante dorado lo logró. Tenían vía de escape de Titán, un ser que podía reproducir incluso las estrategias que otros usaban para atacarle, un coloso que generaba su propio campo gravitatorio, gracias a lo cual el dúo de santos pudo andar sin problemas en vertical.

Tenemos que replegarnos —dijo el santo de Capricornio—. Solos no podemos con esto. ¡Ni siquiera tú podrás!

Sugita saltó hacia el brazal un instante antes de que Adremmelech volviera el puño hacia atrás, viéndose obligado a ver cómo Atlas seguía empecinado en ascender. El portal de la Otra Dimensión se cerró sin dejarle opción de regresar.

Los ojos de Titán parpadearon cuando Atlas, decidido, le pisó la nariz, un monte inclinado en el que los espectros de Hades luchaban y morían contra los santos en una Guerra Santa que Seiya, espectador de aquello, conocía muy bien. El santo de Sagitario decidió hacer un último favor a Atlas antes de retirarse: tensó el arco dorado con firmeza y disparó, arrojando no solo el proyectil que había puesto sino también otros seis que aparecieron alrededor del primero.

De la gran explosión que sacudió el colosal rostro de Titán, saltó Atlas con un valor que rozaba peligrosamente el suicidio. El santo de Aries cayó sobre la cabeza del regente de Saturno. Arriba estaba Titania, indiferente señora del trono más alto; enfrente tenía un templo de aspecto griego y al lado, el hombre al que había venido a buscar.

—En el nombre del dios Poseidón, vuestro padre, os insto a que detengáis esta locura. ¡Ya! —gritó el rey de la Atlántida, cuyas manos se aferraron con gran fuerza el cuello delgado de aquel con quien un día compartió la mesa, Tritos.

—Es por respeto a nuestro padre que no intervengo —dijo el regente de Neptuno con una voz demasiado clara para alguien que debería estar asfixiándose—. Nuestros dones divinos provienen de Poseidón y Atenea, dioses aliados, así que no se nos permite matar santos; solo Titán de Saturno, campeón de Apolo y Artemisa, es apto para este trabajo. Y ya que mencioné a Atenea y los santos, te pregunto, ¿qué indecente proposición te hizo la diosa de la guerra para que aceptaras traicionarnos?

La sola insinuación ofendió en gran manera al santo de Aries, quien aumentó la presión tanto como pudo. Empezaba a razonar que ese pálido sujeto no tenía que ser el mismo hermano al que conoció y debió matar.

—Es que siempre eras tan recto y leal. No creo que ayudaras a los humanos de entonces por lo justas que eran las sociedades que construían.

—¡Basta! ¡Detened esta locura o morid! —exigió Atlas, sumando a la prodigiosa fuerza que poseía el poder mental del más notable atlante.

«No, el segundo. Él es…»

Era tan parecido al hermano que conoció que costaba pensar otra cosa. Pálido y flacucho, pero más listo que nadie, experto en todas las posibilidades que otorgaba el poder de la mente. Gracias a eso pudo rivalizar con él en un duelo psíquico.

—Akasha puede detenerlo, no yo. ¡Ni siquiera Titania quiere! Mírala, mi hermano me está ahorcando y ella parece a punto de dormirse en la palma de la mano. Tan encantadora ella —bromeó, cínico. La presa de Atlas no le impedía hablar con libertad.

—Permitid que ella hable con los dioses —dijo, soltándole—. Os lo pido por la sangre que nos une. Sabed, hermano, que mi palabra y la de Poseidón no difieren.

—Eso no es posible —aseguró Tritos visiblemente molesto, quizá atemorizado—. Me pides que elija entre la familia y los amigos. ¡Eres mezquino, hermano! Y fuerte, muy fuerte —añadió acariciándose el cuello, intacto—. Lamento decir que no lo bastante. Permíteme el cliché: de todos nosotros, Titán de Saturno es el más poderoso, y solo va a empeorar. Por ejemplo, te ha ido bien con las armas de libra, pero… ¿Podrás sobrevivir diez veces a la Explosión de Galaxias con tu fuerza reducida?

Atlas enmudeció, dando a Tritos tiempo para teletransportarse. En todas direcciones, a la sombra de cada uno los diez picos que bordeaban el cráneo de Titán a modo de corona, apareció un portador del manto de Géminis: Saga y Kanon, Aspros y Defteros, Paradoja e Íntegra, Caín y Abel, Albert, Licaón. Una veintena de brazos chocaron entre sí iniciando la música de las estrellas al morir, pero el rey de la Atlántida solo podía escuchar la Sinfonía Mortal del general de Sirena, que llenaba todo aquel lugar.

Notas del autor:

Ulti_SG. Ojo gente, que este capítulo es genial, no solo bueno. ¡Ojo al dato!

Todavía recuerdo que al principio solo iba a ser Sugita de Capricornio, pero más adelante me di cuenta de lo curioso que sería incluir a Atlas considerando que uno de los Astra Planeta es uno de sus hermanos. ¡Me sentó como anillo al dedo la identidad que quisiste darle al santo de Aries! (Aunque tremendo spoiler estoy dejando para los que lean esta historia y aún no leyeron ELDA.).

Sería la pesadilla de (casi) cualquier casa animadora. Y eso que apenas hemos empezado. Hay que seguir las formas y nada como unas cuantas presentaciones para ponernos al día. ¿Orestes era Dewey todo el tiempo? ¡Vaya! Pues sí, es muy curioso todo el asunto, en absoluto planeado, porque el origen del conflicto radica en que Mystoria sabe muerto a su compañero Shijima. Desconozco cómo es la relación entre esos dos en Next Dimension porque Kurumada es muy lento avanzando su historia, pero doy por sentado que como poco hay los mínimos lazos de camaradería.

El meme de qué habría pasado si Cassios conseguía el manto de Pegaso alcanzó un nuevo nivel. Sobre ELDA II: Han pasado muchas cosas, soy inocente hasta que se demuestre lo contrario…

Con Gugalanna trato de mostrar en todo su desvergonzado esplendor mi idea de unos primeros santos de oro que no eran precisamente los héroes a los que estábamos acostumbrados. Sin entrar en spoilers sobre Némesis Divino, de siempre he sentido en Iskandar ese aire de caballero de brillante armadura que no consentiría esa clase de actos. Qué afortunados son los dos de que los Astra Planeta sean de la vieja escuela de RPG por turnos y no de la frenética era del ARPG. En este contexto tan loco, la mención a Arthur como juez con su martillo me remonta a las locuras de los tribunales de Phoenix Wright, ¿no podrían arreglar sus diferencias los santos y los astrales en un juicio de esos? Como dijiste tiempo ha: ¡No le digas al clon que es un clon!

Aunque historias como Él y Ella, de Eduardo Castro, y Crisis Universal, de Asiant, supieron manejar personajes de diversas continuidades sin destruirlas en el proceso, para esta historia no quería tener esas ataduras. ¡Bendito seas, Titán! ¿Biblioteca con patas e impresora 3D? Bueno, le he dicho cosas peores a este gigante.

Algo tienen los Astra Planeta que siempre lo complican todo, empezando por Caronte y su oferta de paz con invasión zombi de preludio. ¡Los santos de Atenea están hechos de otra pasta! Lo que para otros es un drama, para ellos no es más que un martes.

¡Malo sería que con tanto capítulo publicado nos cancelaran ahora!

Sí, ¡se viene la batalla más esperada por todos!