Interludio
El plano que a lo largo de un millar de vidas había utilizado como refugio seguía siendo tan insignificante frente a las Esferas de Crono como en los primeros días.
Siempre había sido consciente de ello; por mucho que apreciara a la humanidad, el inconsciente colectivo de aquella especie convulsa no era más que una gota de agua en el gran océano que formaban principios universales como la muerte y la vida, así como el contexto en el que ambas podían darse, espacio-tiempo y un devenir constante de acontecimientos, todo a merced de las leyes de los dioses, por supuesto. No era prudente, pues, confrontar a la gran maquinaria llamada Creación cara a cara, siendo posible ocuparse de las pequeñas piezas una a una. Esa era la obligación de los pequeños seres que en verdad querían realizar grandes hazañas: aceptar la propia debilidad, aprender a vivir con ello y, luego, escoger el camino que podían cruzar.
Él siempre vivió bajo esa regla. Cada vez que renacía, fuera para convertirse en santo, sacerdote, filántropo o el hombre de negocios que el mundo conocía como Gestahl Noah, dedicaba la mayor parte de la nueva vida que los dioses habían decidido darle para meditar el próximo paso. Nunca dio un salto al vacío, jamás quiso avanzar en una dirección que no podía ver, y sin embargo acababa de hacerlo. Con un poco de ayuda de Manigoldo de Cáncer y del odio de millones de hombres, había conectado la Noosfera, un oasis de tranquilidad en medio de la oscuridad, con el dominio de los Astra Planeta.
Pensó en una mentira envuelta en el reconfortante aroma de una verdad a medias: así ocurrió, así debía ser; ambos planos eran parte de lo mismo. Doce signos destellaban alrededor de un agujero en el espacio sobre él, como los extremos del reloj zodiacal que podía verse desde cualquier lugar del Santuario. Eran los más poderosos santos de oro, o más bien, la prueba de que semejantes seres existieron alguna vez. Una copia, como el ejército de almas heroicas que Manigoldo de Cáncer enfrentaba usando las llamas del infierno, o todos los santos de oro que el regente de Saturno había convocado de distintos mundos y épocas. Solo que no era ese gigante descerebrado quien volvió eterna la voluntad de los, por llamarlos de algún modo, dioses del Zodiaco.
—Debería daros las gracias por esto —habló el líder de los caballeros negros, asiendo Niké como el guía que un día fue para los primeros y peores elementos de aquel grupo de necios—. Así que lo haré esta vez. Gracias por protegerle.
Manigoldo murió con la sonrisa de quien no tenía nada de qué arrepentirse. Cuanto Gestahl le contó no le hizo sentir el menor remordimiento por los golpes que le dio a la reencarnación del primer Sumo Sacerdote. ¡Al contrario! No se quedó con las ganas de encajarle un par de puñetazos más, y luego cumplió con lo que tenía que hacer. El inútil rencor de los hombres sirvió para otorgar a Akasha de Virgo la ayuda y el tiempo necesarios para estabilizar el inconmensurable poder que todos habían reunido. ¡Pensar que aquel excepcional santo de Cáncer había querido malgastarlo para matarle!
—Mis queridos compañeros, manteniendo silencio estáis perdiendo la irrepetible oportunidad de decirme cuánto me he equivocado.
¿Cuándo empezó? A buen seguro en el punto álgido de la lenta campaña que había desarrollado para unificar a los guerreros sagrados de la Tierra en la que nació, como preludio a la formación de una alianza invencible entre dioses. Estaba tan seguro de que lo había logrado en el momento en que abrió el ánfora de Atenea, hacía una eternidad, que dejó de dar pasos muy bien calculados y empezó a correr solo para chocar contra el inamovible muro que era el rostro de una muchacha.
—No me estás ofreciendo tu amor —le dijo entonces, más vulnerable de lo que había estado desde hacía demasiado tiempo.
Qué afortunado fue que la santa de Virgo no pudiera verlo del todo. ¿Cómo podría, de todas formas? El Santuario nunca conservó los nombres y las pequeñas historias de la primera Guerra Santa, no por falta de recursos sino a consciencia.
Se habló de un ejército invasor, del castigo divino, de los guerreros veteranos que murieron y los jóvenes que les sustituyeron, salvando al mundo. Con leyendas sobre chicos que lucharon desarmados y una pacífica civilización que acabó creando las mejores herramientas de guerra de entre la historia humana, se ocultó el innoble pasado de los santos de Atenea. ¿Qué importaba si con ello se perdía la razón de existencia de la orden, redimir los pecados de la vieja humanidad enterrada por el diluvio universal? Nada, si con ello la nueva generación se convencía de que todo lo que tenían que hacer era proteger el mundo, lo que sea que eso signifique. Ningún mortal en la actualidad había conocido a los verdaderos padres de la orden, solo él y Oribarkon, reliquias vivas de un tiempo que era deliberadamente negado, así que Akasha no podía imaginar que era en un sentido físico idéntica a la que fue su esposa. No pudo, ni por asomo, anticipar que quitarse la máscara lo condenaría a un destino peor que la muerte: fracasar en la tarea que de forma tan meticulosa había ejecutado hasta ahora.
—¿No diréis nada? —cuestionó a todos, desde Aries a Piscis. Estaba acostumbrado a que Tauro, Leo y Virgo no dijeran nada, y no quería hablar consigo mismo, así que estaba bien que Escorpio no interviniese, pero era un poco frustrante que en una ocasión así el resto permaneciera callado—. ¿No veis lo que yo estoy viendo? ¿O teméis?
Akasha flotaba sobre el regente de Neptuno. El manto de Virgo se hizo añicos y también la máscara. Por un instante fugaz, con el único ojo que tenía abierto —el otro seguía recibiendo información de Hipólita sobre el viaje del Argo Navis— pudo ver de nuevo el gesto de decepción que con tanta frecuencia hacía su esposa cada que él le insistía en tener fe a la humanidad en desgracia mientras quienes la representaban eran poco menos que animales. El ceño fruncido, las mejillas sonrosadas, la boca húmeda haciendo un mohín que pronto se transformaba en un largo suspiro y, al final, la sonrisa que a tantos conquistó; demasiados, a parecer de Gestahl Noah.
—Hermoso —sonó la voz regia de Aries, todo un genio maquiavélico en los primeros años de lucha, pero quien hablaba era la proyección del santo de oro muerto en los tiempos de Troya—. ¡Es como un rayo de luz anunciando la llegada del amanecer!
El primer Carnero Blanco tanto podía estar hablando de Brahmastra, la etérea lanza que azotaba el cuerpo entero de los regentes de Saturno y Neptuno, o del leve resquicio entre los labios de la muchacha, que se curvaron hacia arriba poco antes de aquel magnífico despliegue de fuerzas. Como él, todos los presentes habían visto esa expresión alguna vez, de una humana condenada a morir por el diluvio, con un alma manchada que no podía perdonar a los seres humanos que habían arruinado el mundo, pero que de algún modo siempre hallaba el valor de sonreír. Para aquellos hombres desesperados, era la viva imagen de la esperanza; para quien en ese tiempo era el único hombre de la Tierra llamado a sobrevivir, se trataba de un gesto forzado, una mentira muy bien actuada, pero que siempre lo conmovía, bien sabían los dioses que así era.
—Veo las cadenas del destino cerniéndose sobre vos. Eslabones de fatalidad y esfuerzos inútiles se unen ejerciendo más presión en el cuello ungido del Sumo Sacerdote —anunció Piscis, con la voz del sabio anciano que fingía ser mientras se envolvía en la falsa eternidad del Misophetamenos—. ¿Seguirás avanzando, fracaso a fracaso, hacia el futuro en el que nada has logrado, o aceptarás el miedo que te embarga y huirás?
Gestahl Noah se acarició el mentón, pensativo, mentiroso como lo era ella, siempre fingiendo bondad solo para que no temiera el futuro. Él sabía que ya no podía dar marcha atrás, del mismo modo que, hacía diez mil años, la joven con la que había tanto había compartido entendía que no podría acompañarlo más allá del diluvio. Tenía que morir como el resto de mezquinas criaturas de la Tierra para que un nuevo mundo pudiera nacer. Esa era la voluntad de los dioses. De algunos de ellos, en realidad.
—El miedo nace del pasado, oscurece el presente y destruye el futuro —afirmó, determinado—. Lo que ya he hecho no se puede deshacer.
Tenía que ayudar a Akasha, incluso exponiéndolos a todos, los caballeros negros, las Alas del Rey y el único regalo que le quedaba de su esposa: un lugar en el que podía conversar con doce seres, incluido él mismo, sobre la única vida que en realidad fue suya y no el capricho de los dioses, aunque al final todo se tratara de él dando un monólogo o ellos delirando sobre sueños que jamás cumplieron.
Ya no se trataba de Caronte, con quien estaba conectado desde antes de que se convirtiera en regente de Plutón; le estaba declarando una guerra abierta a todos los Astra Planeta. Sin embargo, no tenía dudas, ya en el pasado se negó incluso a la salvación. Eran tres en el arca: el hombre y la mujer escogidos por los dioses para salvarse y una tercera en discordia, sin siquiera un nombre para llevarse a la tumba.
La llegada de un nuevo mundo era como el paraíso del que tantas religiones hablaron, hablaban y hablarían, sonaba bien hasta que entendías lo que pasaba si un ser querido no podía acompañarte. Pudo haberla dejado atrás, pudo haber abandonado el viejo mundo y vivir una vida dichosa junto a la esposa que los dioses pusieron en su camino, Clito, futura madre de los reyes atlantes y tan digna de ser salvada como él mismo; no obstante, le dio la espalda a ese futuro. Entonces era joven e ingenuo, idealista incluso, el perfecto opuesto a la lógica que avivó entre los caballeros negros para darles una razón por la que luchar, pero ese era otro de los tantos errores de los que no se arrepentía. ¿Por qué hacerlo? Atenea lo apoyó. Fue por esa decisión que pudo haber una Guerra Santa, un ejército de animales medio tratando de comportarse como los hijos de los dioses que eran y una muchacha siempre sonriendo para todos.
—¿Desde cuándo? —cuestionó Géminis con serenidad. Ninguna palabra pronunciada con prisa, ni el más remoto atisbo de abierta honestidad. Él era el misterio del lejano Oriente, señor indiscutible de la falsedad—. ¿Desde cuándo mantienes viva la ilusión de que te seguiremos, cuando no existe ninguna razón para ello?
Y era cierto. Incluso ser ungido por Atenea como el hombre al que todos debían seguir no era un motivo para que el resto de santos de oro lo siguieran. Si hubo un día en que lo había abandonado todo por la mujer a la que amaba, las cosas cambiaron al conocer la infinita misericordia que podía sentir una diosa no solo por él, sino por todos los hombres. Aquella falsa sonrisa lo había conmovido, pero los sentimientos que le albergaron al recibir la ayuda de Atenea estaban más allá de cualquier lazo que pudiera haber entre un hombre y una mujer. La fe lo cambió. Decidió dedicar toda la vida que le quedaba por vivir a aquella que lo había salvado, olvidándose de quien quiso salvar. Tanta entrega fue recompensada: serviría por siempre a un bien mayor, renaciendo cada vez que muriera; ese era el resultado de querer salvar los dos mundos, el viejo y el nuevo; la brutal Raza de Bronce, padres de los santos, y la Raza de Hierro, su descendencia; la feliz falsedad de una joven y el perdón de una diosa.
Así fue siempre. Buscando como un ciego devoto a la diosa ausente durante miles de años, se olvidó de quienes debía guiar, de todos. Pero su esposa supo tomar el relevo, conocía las maneras y sabiduría del único que debió sobrevivir al viejo mundo, estuvo siempre allá donde la diosa realizaba prodigios. Gestahl nunca supo de qué manera se ganó la lealtad del resto de santos de oro, siendo ella una más; no estuvo para verlo. Simplemente, un día, después del hundimiento de la Atlántida y antes de la Guerra de Troya, su esposa era para los santos de oro la misma Atenea.
En realidad, todos se consideraban a sí mismos dioses, que en época de paz vivían como honorables ancianos para cuyos corazones un año no era más que un día, mientras que a las puertas de un conflicto renacían jóvenes y vigorosos. El resto de santos no recibieron ese don de la diosa, así que morían en las batallas y otros venían a reemplazarlos, encontrando en los santos de oro no a hermanos de armas que sangraron junto a ellos, sino a un grupo de personas con el aspecto de ser más viejos que el mundo y un poder ilimitado, inalcanzable. Al principio, el sistema funcionó a la perfección, la lealtad y obediencia de los jóvenes estaba garantizada. Con el paso de los siglos, sin embargo, el ejército ateniense fue dependiendo más y más del Zodiaco, y en nombre de esa dependencia los erigieron como seres por encima de los humanos.
—¡La seguiréis a ella! —exclamó con el dedo apuntando al sexto signo, el cual representaba a su esposa, Pirra, quien habiendo nacido para la lucha deseó ser ungida con el manto de Virgo—. Eso es lo que la humanidad ha sido desde los albores del tiempo: gente sentada alrededor del fuego, que puede ser el poder, el amor, la riqueza… Cada uno le da un valor distinto. Todos desean acapararlo.
—Nos juzgas —se quejó la joven Libra, quien se había unido a Pirra mucho después de que se hubiese marchado. Esta era, por tanto, la más joven del grupo, muy diferente a su abuelo, enloquecido con el tiempo bajo el peso de una neutralidad inhumana. Optimista como nadie, Libra era la única con la que Gestahl podía compartir una conversación amena—. Lo que me pregunto es de qué se nos acusa.
—De adorar a una diosa —contestaron a la vez Sagitario y, contra todo pronóstico, el callado Leo, rugiendo como la bestia descerebrada y obediente que Gestahl recordaba de la primera Guerra Santa. Hashmal y Shemhazai, los más fieles a Pirra.
—Os acuso de enterrar a una igual bajo el peso de vuestra incapacidad para dirigiros vosotros mismos. En otras palabras, os recuerdo lo que sois, humanos. Poderosos, sabios y glorificados humanos.
—La elevamos —dijo Capricornio con una voz fuerte y segura, proveniente del mismo infierno. Se llamaba Adremmelech, como el Caballero Sin Rostro—. La alzamos del abismo en el que tú la abandonaste por tu incapacidad para dirigirte a ti mismo.
Una risa explotó en aquel tenso lugar. Gestahl había logrado lo que se proponía: desperezar a aquellos holgazanes llevándolos por un terreno distinto al reiterativo discurso sobre lo perfecto que sería el mundo si ellos hubiesen ganado la guerra. El precio, como esperaba, fue alto. Adremmelech era llamado por todos el Iracundo, pero la furia que cargaba el aire cada vez que respiraba estaba muy bien enfocada, sabía cómo herir, causar daño o matar con el solo acto de hablar.
Se remontó al fin del más largo de los viajes, cuando tras seis mil años de búsqueda encontró a Atenea como nunca imaginó verla: una humana. ¡Qué necio había sido! Lo que siempre quiso fue pedir consejo a aquel ser excepcional que tanto les enseñó. ¿Cómo debía ser el mundo? ¿Qué papel debían tener ellos para con el resto de hombres? Ya que no tenía una respuesta para aquellas preguntas, no se sintió digno de ser Sumo Sacerdote, ni deseaba luchar más como el santo de oro de Escorpio sin una buena razón para ello. Ayudó a todo el que lo necesitaba, por supuesto, esa era la naturaleza del único que debía sobrevivir, más aún, eso era lo que un padre debía hacer con sus hijos, pero siempre miraba al sol, porque lo que estaba buscando tenía que encontrarse en los cielos. Craso error; debió imaginar que los dioses podían aparecer en la más humilde de las formas para poder observar a los hombres tal cuales eran.
Fueron días muy extraños para él, aun entonces hombre de fe. Donde por milenios esperaba una maestra inmortal se encontraba una niña, muy vivaz eso sí, respaldada por cinco jóvenes proscritos. Le hizo muchas preguntas que no obtuvieron respuesta, solo vagos comentarios sobre que los hombres yerran y aprenden. Ni siquiera le dijo si había bajado a la Tierra otras veces. Al final, lo único que sacó en claro era que las acciones de los santos de oro habían dado inicio a una guerra que incluso los hombres comunes llegarían a conocer, así fuera en forma de leyendas. Atenea, de carne humana y espíritu divino, no tuvo necesidad de preguntarle si quería unírseles. Él mismo se lo rogó.
—Yo sí le daba algo de valor al haber sido llamado santo de Atenea, compañeros míos. Seguir al ídolo que construisteis habría sido un insulto a quien nos salvó.
—Todos le dimos valor a nuestro pasado —contradijo Selvaria, con una voz gélida como el peor de los inviernos. En sus días como Sumo Sacerdote, rara vez interactuó con aquella salvaje del lejano norte—. ¿Por qué si no permitiríamos que ella se hiciese llamar Atenea? ¿Por qué seguirla si todos éramos dioses de nuestro propio mundo?
—Porque teníais miedo a vuestra mortalidad —aventuró Gestahl—. Necesitabais algo firme a lo que agarraros si todo lo demás fallaba. Necesitabais a la razón de nuestra victoria, Atenea, al igual que yo, por eso hicisteis de Pirra, vuestra amiga, su encarnación, y cuando apareció la auténtica renegasteis de ella.
La Guerra de Troya no fue algo tan glorioso como lo que se contaba en la Ilíada, ni mucho menos el conflicto alejado de lo sobrenatural que algunos historiadores actuales esperaban descubrir. Los dioses que apoyaron al bando troyano eran en realidad santos de oro con milenios de experiencia, mientras que detrás de los logros del ejército aqueo solo se hallaba Atenea. Para la mayoría de los hombres, aun en aquella época, la línea entre una deidad y un santo era difícil de ver. Ni siquiera los héroes, con algunas excepciones, entendieron la magnitud de lo que estaba ocurriendo.
A Deucalión no le importaba, en realidad. Caminó a la diestra de Atenea dando algún que otro consejo, cosa bastante difícil teniendo hombres de la talla de Odiseo y Néstor cerca. Decidió transmitir a los jóvenes santos todo lo que sabía del cosmos en cuanto supo que la diosa ya no tenía intención de enseñar a los hombres a combatir. Pasó los diez años del conflicto entre esos dos mundos: el de asesor de una joven que crecía en altura, fuerza y sabiduría a partes iguales, volviéndose de nuevo inalcanzable, y el de un maestro más bien torpe que llevaba seis mil años sin dar siquiera un puñetazo.
—Pudiste habértela llevado —dijo, para mayor sorpresa de Gestahl, Gugalanna de Tauro. La presencia de aquel inmortal en ese espacio era lo que más le sorprendía. Mil años antes de Troya ya había dejado de ser parte de aquel falso panteón, cuando Gilgamesh lo derrotó con la ayuda del traidor Enkidu. No tenía nada que ver con la guerra, como mucho se rumoreó alguna vez que el rey de Uruk encontró finalmente la inmortalidad y se unió a la causa. No obstante, estaba enterado de todo—. Podías haber destrozado las puertas del palacio de una patada, correr hasta el más alto trono y raptarla para llevarla lejos. ¿Por qué no lo hiciste, mendigo de las olas?
—El tiempo te sentó bien —dijo Gestahl, evadiendo la pregunta—. Un poco más y habrías llegado a convertirte en algo parecido a una persona.
No podía decirle la verdad a ese gigante enamoradizo. Era una de las pocas personas, si es que aquellas imitaciones podían ser llamadas personas, con las que podía hablar de un tiempo que ya nadie recordaría jamás. ¿Qué sentido tenía estropearlo diciéndole que durante la Guerra de Troya ni siquiera había tenido el deseo de volver a ver a su esposa? Fuera de las murallas de Ilión era donde estaba algo doblemente insólito para el más viejo de los trotamundos que pisaba la Tierra: Atenea, de nuevo entre los hombres, creciendo como una humana. Allí quería estar, el corazón de la ciudad invencible solo le importaba en la misma medida que la culpa lo atormentaba, una mentira que se decía a sí mismo para ocultar que agradecía a los santos de oro, los que conoció y los que no, la oportunidad que le brindaban. Estaba ciego, encandilado.
—Creo que habéis hablado todos —comentó a modo de broma. Así funcionaba el Zodiaco cuando quería sacarlo de quicio. Cada uno intervenía una vez, lanzándole un puñetazo verbal, y luego todos callaban, esperando que sacara alguna conclusión evidente. Les gustaba tratarlo como un estúpido—. No, no, faltas tú.
Apuntó a Cáncer durante un largo, largo rato. El viejo y malévolo Zemus no dijo ni una sola palabra. ¿Para dejarlo en evidencia? No, por supuesto. Podían ser un grupo de hombres mezquinos, la mayoría con un serio complejo de Dios, pero no eran niños. Eran, de hecho, ancianos que sabían demasiado sobre él y lo mucho que le exasperaba el silencio, sobre todo el de aquellos a quienes esperaba escuchar.
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En el décimo año de la Guerra de Troya, dejó de permitírsele seguir a Atenea a todas partes. Ni siquiera los ya no tan jóvenes santos de plata sabían a dónde iba la diosa ni qué les impedía seguirla. Atormentándole que aquella situación lo regresara a los pasados milenios de soledad que apenas pudo aliviar ayudando a otros, trató de infiltrarse en los muros de Ilión. Fue apresado antes de siquiera intentarlo, no por los aqueos o los troyanos, sino por los falsos dioses.
Allí estaba él con un nombre que había arrastrado a lo largo de seis mil años. Deucalión, un viajero que se conformaba con los harapos que vestía, el bastón que usaba para fingir debilidad y la larga barba que no se cortaba por pura desidia. En muchos de los asentamientos que visitó, desde humildes pueblos hasta los grandes imperios del pasado, fue recibido como un sabio. ¡Incluso Gilgamesh le pidió consejo! Allí, rodeado entre iguales, se sintió el ser más insignificante que hubiese pisado la Tierra.
A buen seguro hubo muchos reproches ese primer día, pero no los conservaba, no podían ser muy importantes. Tampoco podía hacerse una imagen de la sala del trono o cualquier parte del palacio o lo que fuera que usaba el Zodiaco como residencia. Cuando pensaba en esa época convulsa en la que todo cambió, tan solo podía ver a una hermosa mujer de cabellos blancos y ojos violeta, envuelta en extrañas prendas del color de la sangre. Le habría resultado imposible ver en las delicadas manos y la piel impecable a Pirra, a quien siempre recordaba cubierta por la suciedad y heridas propias de los mortales que vivían de la lucha, si no fuera por la sonrisa.
Los labios casi rozándose, curvados levemente. Ese gesto era toda la prueba que necesitaba para saber que se encontraba ante una nueva mentira. Pirra, la falsa Atenea, decidió engañar al mundo entero. ¿Por qué? ¿Quería que fuera feliz? ¿Cómo? No podía imaginarlo, pero sabía que él había hallado lo que buscaba con la Guerra de Troya, así que una vez más la impía mujer a la que amó consiguió conmoverlo, consciente o inconscientemente. En ese momento se dio cuenta del ser miserable en que se había convertido, primero abandonando a quien todo le dio y luego ignorando el mundo al que quería guiar, siempre poniendo como excusa la búsqueda de Atenea. No pudo soportarlo ese día; desfalleció y fue devuelto a los pies del muro.
Mientras las más gloriosas batallas del mundo antiguo se llevaban a cabo, él visitaba con frecuencia el falso Olimpo, donde su esposa era llamada Atenea a pesar de que aqueos y troyanos por igual la consideraban Afrodita. Esos días fueron más bien confusos hasta que entendió que el juicio de Paris era una farsa más; al decidir, aquel joven había elegido la identidad que Pirra emplearía, eso era todo. No le dio importancia en cuanto la inmortal de blancos cabellos le pidió que la llamara por su nombre.
Fueron largas e intensas las charlas que sucedieron el primer desafortunado encuentro. No sobre el pasado. El porqué de la ascensión de Pirra lo iría descubriendo en medio de airadas discusiones con signos parlantes, lo que no le agradaba especialmente admitir. Hablaban, sobre todo, del futuro, las dudas que él tenía cuando empezó a viajar: ¿qué debían hacer por el mundo? Pirra lo desarmó noche tras noche, echando abajo la fe ciega que tenía en la compasión de la diosa con la aplastante realidad de una humanidad que no terminaba de mejorar, solo aprendía a mentir mejor, como hacía ella. Con una gran convicción, la esposa del único hombre que debía sobrevivir lo redujo a un simple aprendiz, más torpe como discípulo de lo que fue como maestro.
—¿Y qué pretendes con todo esto? —cuestionó. Ya no era un andrajoso viajero. Lo habían afeitado, vestido y acicalado como correspondía a quien podía conversar con una diosa. Él lo permitió, no porque creyera en la divinidad que le atribuían, sino por el deseo de otorgarle un poco de felicidad—. ¿Destruir a los malvados para que los justos prosperen? —La frase le vino de la nada, pura inspiración.
—Lo que quiero es destruir el mal —replicó ella—. Lo que llamamos orden natural. El mundo no está bien tal y como está, tenemos que hacer algo para cambiarlo.
Lo dijo tan segura de sí misma que por un momento deseó abrazarla. ¡En verdad ella había recibido todo lo que él fue, incluido la ingenuidad! Era claro que la guerra con Atenea, encarnada como humana y creciendo, la estaba agotando. Si enfrentara al monte Olimpo sin duda sería aplastada junto a todos sus sueños.
Pero no lo hizo. No la abrazó. No dijo ni una palabra. Solo se fue. Ella lo permitió.
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No regresaría más hasta que los aqueos empezaron a construir un caballo de madera. ¿En qué mundo estaba? ¿El viejo, donde él y Pirra nacieron, que debía ser destruido? ¿El nuevo, donde debía primar el perdón que Atenea, la auténtica, profesaba? Sentía la fe tambalearse sobre la base de la mortalidad. Por un pequeño instante dejó el altar de la diosa que custodiaba dentro de sí. Pensó en otra persona. No le permitiría morir por una mentira. ¿Eso era todo aquello, no? Un engaño muy bien planeado. Nadie estaría tan loco como para aseverar que todos los dioses estaban equivocados.
—Estaba muy seguro de la decisión que había tomado —oyó decir. Era la voz de Escorpio, la única que podía alcanzarle mientras estaba inmerso en sus recuerdos—. Y, cuando oí el llamado, dudé.
Fue en la sala del trono. Todavía Pirra no acudía. No había ningún santo de oro. De hecho, no podía sentir la presencia de nadie salvo los sirvientes que lo prepararon para la audiencia. Pasados algunos minutos, luego de mucho tiempo de silencio, escuchó que la diosa le pedía que huyera. Estaba preocupada. ¡Por él!
—No soy Atenea —dijo una voz, haciendo que cayera al suelo como un niño asustado—. No soy Atenea, solo Pirra.
Apareció de improviso, cubierta por el manto de Virgo, que tan bien reconocía. El pelo seguía siendo blanco, pero ahora con los nudos ondulados de siempre, enmarcando una piel cubierta de polvo estelar donde ya no había ninguna sonrisa. El único rastro de divinidad era un aura transparente, etérea. Había sangre en las uñas de la mujer, y algo más, que él no pudo ver en un primer vistazo a pesar de lo evidente que era.
Pirra tenía un bebé en brazos.
—No soy Atenea —repitió, como para convencerlo. Él se apuró a levantarse—. No soy Atenea, solo Pirra.
Volvió a decirlo una última vez mientras caminaba hacia él. El bebé, de un extraño cabello azul, herencia de la falsa divinidad de aquella que le dio la vida, aceptó gustosa estar en los brazos de Deucalión. Parecía intuir que a su madre le gustaba que fuera así. Él, padre de la humanidad, sintió ganas de reír: ¡era la primera vez que abrazaba a un recién nacido y ni siquiera era hija suya, en ningún sentido! Pero la pequeña se le adelantó, porque no necesitaba de una razón para reír. Aún no.
Estaba tan distraído con la criatura que no notó la mano de Pirra sobre la mejilla, desviándole el rostro hacia donde ella estaba. Tenía tantas preguntas. Muchas indiscretas —quién, cómo—. Estaba seguro de que no habían pasado nueve meses desde que se reencontraron. Al final, prefirió el silencio, por primera y única vez algo agradable. Los labios húmedos de Pirra se unieron a los suyos mientras él descubría que todas las mentiras se habían acabado. La de los santos de oro que se hicieron llamar dioses y la del huérfano de la diosa que se hacía llamar Sumo Sacerdote.
Aquel beso fue el remanso de paz en el que cimentaría el resto de la eternidad. Buscaría esa felicidad en toda mujer que pudiera amarle, aunque sabía que nunca podría recuperarlo. No, la oportunidad de tenerlo para siempre la perdió hace tiempo.
El hombre cerró los ojos.
El peón los abrió, tendido a los pies del trono. La niña no estaba en sus brazos, Pirra estaba muerta y sin protección alguna. Tenía una sola herida: el vientre abierto.
—No…
Le faltaban las palabras. Se arrastró, olvidando que poseía la fuerza de un semidiós. Porque no quería llegar a ella. Mientras no la tocara, podría dudar de lo que veía.
Cuando la tocó, aún estaba cálida. ¿Acababa de morir? ¿Podía hacer algo? Solo tener esos pensamientos provocó que el cuerpo se moviera. Una ingenua alegría lo embargó, precediendo a la más pura desesperación. ¡Una oscuridad sin fin nacía del vientre!
—¿Qué… eres… tú?
El ente que había surgido de Pirra no respondió. Tal vez no podía. Era una sombra alargada, de vaga forma humanoide. Sobre la supuesta cabeza del ser, dos orbes violáceos se movían con exasperante lentitud, recorriendo toda la habituación en busca de algo. Lo encontró al mismo tiempo que Deucalión: el bebé los miraba a ambos con grandes y expresivos ojos ambarinos; no encontraba a su madre.
—¿Quién eres tú? —exigió saber. Habló como el santo de Escorpio seis mil años tarde, pero pudo interponerse entre la sombra y la niña, rápido como la luz.
En el dedo, extendido, concentró todo el poder que tenía. Por cada hombre al que salvó, por cada historia del sufrimiento que imperaba en el mundo, había una mancha de maldad en su alma un día pura. Era posible que no hubiera hombre en la Tierra más corrompido que él. Con la fe como escudo y envestido por la más detestable apatía, estuvo a salvo de sí mismo hasta que Pirra echó abajo todas sus defensas. Ella era la mentira que necesitaba para reconocer la suya propia.
—Yo soy Ilión —dijo el ser—. Y tú debías ser mi padre. Llegaste tarde.
—¿Tu padre? —preguntó Deucalión, anonadado.
—Pertenezco a los makhai. A través de las guerras de los hombres, los de mi raza encarnan en este mundo, mas yo elegí nacer de tu semilla implantada en el vientre de esta mujer. Me has fallado y ahora tendré que tomar lo que necesito de otra forma.
—¿Fallarte a ti, sirviente? ¡Yo soy Deucalión, Sumo Sacerdote de los señores de esta ciudad! Vete, demonio, o desaparece junto a todo el mal de este mundo.
Bajo los orbes del ser se abrió una línea levemente curva, una vulgar imitación de la falsa sonrisa de Pirra que hizo hervir la sangre de Deucalión. Del mismo color y aún más ardiente fue la energía que se formó sobre el dedo, pura fatalidad hecha cosmos, el precedente de la Aguja Escarlata de los santos de Escorpio. Muerte.
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—¿Qué es lo que deseas, Deucalión? —Virgo, la que siempre se hallaba en lo más alto, fue la última en hablar. Ella era Pirra, la falsa reencarnación de Atenea que inició la Guerra de Troya—. ¿En qué podemos ayudarte?
Gestahl Noah no contestó de inmediato. Oír aquel nombre que ya no era suyo le hizo evocar la primera vez que murió, que lo perseguía reencarnación a reencarnación. Ilión le hizo creer que los brazos que de él emergían iban a matar al bebé, pero en todo momento aquel miembro de los makhai lo apuntaba a él, quien debía haberlo engendrado. Cada célula de su cuerpo, restaurado luego de un millar de vidas, todavía recordaba cada zarpa arrancándole un pedazo de carne, alma y cosmos. El perverso demonio se apropió incluso de la técnica que ejecutó, la hizo suya porque aún no estaba vivo como para pensar en morirse. Y al final de todo, donde los falsos dioses cayeron nació el que estaba llamado a convertirse en el perro de presa del Olimpo. Ilión, quien con el tiempo se convertiría en Caronte de Plutón, pisaba por primera vez el mundo.
—He vivido mucho, así que no tengo un único propósito en la vida. Perdonadme si mi avaricia es demasiado grande, compañeros míos.
»Deseo que los caballeros negros, mis hijos, logren su cometido. A ellos les he encomendado las dudas de un pobre y ciego inmortal. Las acciones de mi ejército serán recordadas como monstruosas, porque le quitarán al mundo ese velo de falsa felicidad hasta que ya nadie pueda engañarse. La humanidad se verá a sí misma tal cual es y tendrá que actuar en consecuencia o desaparecer.
»Quiero venganza, destruir a los asesinos de Pirra. Incluso si estos Astra Planeta no son los mismos que dieron muerte a los falsos dioses de Ilión. Los cielos no pueden juzgaros, compañeros míos, si emplean a seres que actúan de la misma manera.
»Necesito que llegue el día en el que Ilión, Caronte, deje de existir. Sé que él no mató a Pirra. No le guardo rencor por el modo en que me marcó. Pero ha caminado sobre la Tierra, todas ellas, durante demasiado tiempo. No —dijo, cabeceando—, anhelo destruirlo, con mis propias manos si es posible.
»Pretendo liberar al Hijo en honor al pacto que me une con las Alas del Rey, el medio por el que puedo recordar cada una de mis vidas con más claridad de la que los hombres solo recuerdan una. Cuando él esté aquí, en el mundo que los dioses han abandonado, terminará la necesidad de las Guerras Santas. Nacerá un nuevo futuro, sin mancha, que Atenea apruebe. O revelaremos a la diosa que estamos condenados. No tengo expectativas para el resultado, la verdad es la senda que escojo recorrer.
—¿Eso es todo lo que deseas? —preguntó Virgo.
—No, hay más —dijo Gestahl, casi avergonzado. Había hablado desde la fe y la falta de fe, como un soldado del mundo antiguo y un viudo irracional, pero no como esposo—. Si es verdad lo que todos imaginamos. Si la caída de Hades ha permitido a Pirra renacer en este mundo, quisiera que fuera feliz. Os pido que la ayudéis a serlo.
Al terminar de hablar, se sorprendió dándose cuenta de que el único hijo que lo había traicionado, Azrael, el chico al que crió, vivía para hacer exactamente eso. ¡Qué ciego seguía estando! ¡De qué necio peón se habían apropiado los dioses!
Notas del autor:
Primero que nada, aviso a todos los lectores que el próximo lunes, 20 de junio de 2022, no habrá nuevo capítulo. ¡Descanso de fin de arco!
Ulti_SG. Después de tanta promoción, ya era hora de que salieran.
Hoy en día es muy difícil sorprender a la gente con muestras de poder, porque la ficción se ha vuelto muy, muy loca. O por Internet somos más conscientes de lo loca que estuvo siempre la ficción. Por eso me alegra haber podido retratar la fuerza de este personaje tan mencionado en pasados capítulos. ¡Flecha 0, Falsa diosa Atenea 1! Y como esta historia no puede revelar un misterio sin sacar otro más, ahí queda el misterioso pasado del primer santo de Géminis. Sí, Titán puede ser el tramposo más grande del multiverso y parte del extranjero, dejando a Aqueronte como un principiante, pero a todo tramposo hay algo que se le resiste. ¡Siempre hay un rival más poderoso, según dicen!
Es el estigma de los personajes súper poderosos. No pueden salir siempre, porque si no el resto, protagonistas incluidos, estarían de adorno. Para muestra, un botón: Secuestros Locos, Saori Kido. No pediré disculpas por haberme metido con ella en el pasado, pero escribiendo de Saint Seiya uno empieza a entender mejor a Kurumada y TOEI. Shun, como Seiya y compañía, también carga con esa cruz, aunque ya era habitual en la historia original que el muchacho no revelara sus colores hasta momentos cruciales.
Cuando parecía que doce santos de oro legendarios iban a darle a Titán la lección de su vida, resulta que unos cuantos tenían planes. ¡Típico!
Me alegra leer eso. Les tengo mucho aprecio a esos personajes y con un plantel tan vasto (santos de Atenea, ángeles, marinos, caballeros negros, guerreros azules, ríos del inframundo, Campeones del Hades, Astra Planeta…) cuesta hacerlos distintivos.
Ya ves, no a cualquiera la confunden con Atenea. En este universo, al menos.
De forma accidental fueron los dos santos de oro del ELDAverse los responsables de abrir el camino. Qué cosas, qué grandes esos dos. Y qué temerario Seiya. Aunque no me gusten los ascensos, quedé satisfecho con tomarlo como santo de Sagitario aprovechando el crossover. No había mejores opciones en la serie de la que salió, de todos modos. En general, estoy satisfecho con el resultado, me fue bien cuando dejé de preguntarme si tal escena era coherente con los fuertes que eran esos personajes en sus historias y empecé a solo dejarme llevar. ¡Demasiados universos distintos!
Confiemos en que las grandes hazañas de este insólito grupo de aliados inspire a aquellos a los que han salvado el…, ejem, a Akasha y compañía.
Tiene pinta de que Titania volverá para hacer un remake. Es la moda.
Desde el borrador que ha sido tu favorito y se ve que eso no ha cambiado. ¡Menuda racha de capítulos geniales y excelentes llevamos! Y, ojo, este no es solo un buen arco dentro de una buena historia, es un arco sublime. ¡Ojo gente, que la diferencia cuenta!
¡Salud!
Shadir. Solo los dioses saben la cantidad de problemas que habrá causado esta señorita. El mito de Belerofonte es muy apropiado para hablar de los pecados de este misterioso grupo. No podemos descartar que fueron sus acciones las que alertaron a los dioses de lo problemáticos que pueden ser los humanos que quieren volar demasiado alto. En lo personal, lo uso para darle trasfondo mitológico a la constelación de Mosca, a sabiendas de que esta fue descubierta muchos, muchos siglos después.
Oh, sí, Shun es muy poderoso y eso es algo que he querido mantener. Por desgracia, las películas se empeñaban en representarlo como alguien que debía ser rescatado en todas las batallas (¡incluso de una que originalmente había ganado!) y una gran parte del fandom se quedó con esa imagen de uno de los santos de Atenea más poderosos.
Para evitar confusiones, reitero aquí lo que digo al principio de las notas: El lunes 20 de junio de 2022 no habría nuevo capítulo.
