Capítulo 130. Otras Tierras
Tiempo atrás, el país de los gigantes, Hiperbórea, había solicitado la liberación de los hijos de Gea, como muestra de buena voluntad de los santos de Atenea y los reyes atlantes. Pirra de Virgo se vio obligada a ceder, debido a la difícil situación en la que se encontraba entonces, con Gugalanna de Tauro encadenado, Éxodo de Libra muerto y la cuarta guerra atlante muy reciente en el recuerdo de todos. El triple pacto, que involucró al rey Alcioneo, el rey Atlas y la Suma Sacerdotisa, se firmó dejando tras de sí más confusión que certezas. La situación se había complicado desde entonces, con Porfirión proclamándose como rey gracias al apoyo de una hermosa sacerdotisa que respondía al nombre de Equidna y decía ser esposa de Tifón, el dios de la destrucción al que los gigantes veneraban. Se sabía que allí nadie estaba a salvo. Se rumoreaba que las bestias que erraban por los caminos, los bosques y las montañas de la parte más septentrional del mundo, procedían del vientre de Equidna. Se imaginaba que un día, a no tardar, Hiperbórea declararía la guerra a la Atlántida y los santos de Atenea, rompiendo el pacto. Sin embargo, terminaron por ser estos últimos los que lo hicieron.
—Ellos habían acogido a tres supervivientes de la Titanomaquia —recordó Hashmal—. Un guerrero de gran estatura, un león oscuro y un dragón ducho en artes mágicas. La élite del rey de los titanes, que deseaba recuperar los tesoros de su señor tanto como Porfirión anhelaba la venganza y Equidna reencontrarse con su supuesto esposo.
Fue una lucha encarnizada, una invasión en toda regla, que el Zodiaco no se molestó en excusar. Ya pensaban en sí mismos como los olímpicos y creían estar luchando por el futuro del mundo. Los refugiados fueron ejecutados, los hijos de Gea fueron encadenados y devueltos al monte Etna y a los gigantes se les dio a elegir entre la sumisión y la muerte. En esta ocasión, no fue necesaria la intervención de la Atlántida para alcanzar una victoria tan aplastante. Hashmal de Leo, habiendo trascendido el llamado Límite Máximo del Rayo tras su batalla contra Ceo del Relámpago Negro, podía vulnerar incluso los cuerpos inmortales de los hijos de Gea y mandar sus almas al hondo Hades, por lo que estuvo presente en las principales batallas; las indestructibles adamas resultaron no ser tan indestructibles; aun Porfirión fue derrotado por Pirra de Virgo, a la vez que Shemhazai daba muerte a Equidna. En consecuencia, no necesitaron dejar a uno de los suyos como custodio del monte Etna, sino que encargaron tal labor al único entre los hijos de Gea que traicionó al resto. Aristeo, conocido desde entonces como el gigante que se arrodilló, vería por siempre su sino atado al volcán, incluso si tiempo después quiso congraciarse con los suyos en la Guerra de la Sangre.
—Menos mal que queríais evitar un genocidio —bromeó Lucile.
—Siempre nos comportamos como dioses —aceptó Hashmal—. Siempre.
—Solo que entonces os creísteis el cuento que contabais a vuestro rebaño —dijo Ikki, con una dura comprensión de lo que escuchaba—. Si un enemigo instaura el caos en el mundo, el deber de los dioses es imponer el orden. Sin piedad.
El primer santo de Leo asintió.
Una vez más, los reyes de la Atlántida vieron mal este comportamiento y se lo hicieron saber a Atlas. Los santos de oro se estaban comportando como si fueran los dioses del Olimpo, dando con ello una fama de lo más vulgar a los ordenadores del universo. El primero entre los reyes atlantes dudó. Habían sido ya muchas las veces que se habían enfrentado los ejércitos del mar y la tierra en cinco milenios, ora siguiendo la batuta de Damon, ora por orden de Atlas, por los injustificados enfrentamientos que los santos de Atenea entablaban con los pacíficos espíritus de los ríos y los lagos. Eran hombres viles, por descontado, a los que no les importaba que una nueva guerra asolara por entero Europa y Asia porque uno de ellos se encaprichó de una nereida. No obstante, aun si la Atlántida no aceptaba que los dioses invasores que el Zodiaco derrotó fueran en verdad los titanes, era indiscutible que el poder de tan mítico reino palidecía en comparación con ellos, por no hablar de que ahora la supuesta encarnación de Atenea contaba con las armas y el poder de una entidad acaso tan fuerte como su padre, Poseidón.
A falta del tercer hijo de Clito y el dios del mar, quedó en manos del gemelo de Atlas despejar las dudas del monarca. Según él advirtió, los santos de Atenea se habían servido de una ayuda venida de los cielos, acaso de los que como ella se asientan en el Trono de la Creación por descender del rey de los dioses. Además, los invasores venían de otro universo, en el que tal vez la diferencia entre creador y creación no estaba definida. Como tercer motivo, al ver que ninguno de los anteriores convencía a Atlas, por lo poco claros que eran, le recordó que el Zodiaco acababa de pasar por dos Guerras Santas, una de las cuales duró toda una década. Si querían tener alguna oportunidad de vencerles y salvar al mundo de la tiranía de los falsos dioses, debía ser ahora.
De este modo se decidió la quinta guerra atlante, la más terrible de todas, en la que hasta el último soldado del océano se unió a la armada. El hundimiento de la Atlántida y la destrucción del continente Mu atestiguan la crudeza de aquel conflicto.
El más grande de todos los países que el mundo vería en diez mil años regresó a los mares con un terremoto que en nada venía de su dios, sino de los eternos enemigos del Pueblo del Mar. Al tiempo que ambos bandos libraban la última batalla, los líderes se encontraban en el punto más alto de la isla. No conversaron, no necesitaban tal cosa para entenderse. Pirra se despojó del manto celestial y de la Gran Hoz que heredó de la pasada batalla, a lo que Atlas, asintiendo, reveló que tras su regio ropaje no se hallaban las escamas de Tritón. No existe hombre en la Tierra que viera el combate que se sucedió después, ya que marinos y terrestres abandonaron la Atlántida mientras se hundía, pero es bien sabido que Atlas murió con su reino.
Mientras que Ikki mantenía un semblante imperturbable y Lucile estaba a salvo bajo la máscara dorada, Itia no pudo evitar transmitir la inquietud que aquella historia le provocaba. Hashmal, notándolo, interrumpió el relato para preguntar, paciente:
—¿Tienes algo que decir, heredero de Éxodo?
—Siento náuseas —espetó Itia—. Creía que los santos de Atenea eran garantes de la paz y la justicia en la Tierra, que los ejércitos del mar eran tan dignos de nuestra piedad como los espectros del inframundo, pues ambos desean el fin de la humanidad. Ahora veo que era solo un pueblo de buenos hombres que anhelaba vivir en paz.
—Nos invadieron —dijo Lucile—. Dos veces.
—Atenea es la diosa de la guerra defensiva —apuntó Ikki, meditabundo—. Mas creo que estando en el lugar del Pueblo del Mar, de la Atlántida, habría hecho lo mismo. No podría quedarme en un rincón pacífico del mundo mientras el resto es arrasado.
El santo de Libra asintió con convicción. Lucile, en cambio, se encogió de hombros.
—Si querían decidir sin problemas quién es el malo y quien el bueno en esta historia, debisteis buscar a otro para contárosla —acusó Hashmal, aprobando no obstante las opiniones de sus oyentes—. Como primer santo de Leo, puedo pensar en mí y los míos como un grupo de insensatos, pero no puedo condenarlos, pues incluso si su condición de diosa encarnada era una pantomima, Pirra supo hablar como la representante de Atenea que en verdad era cuando Poseidón apareció para matarnos a todos.
Nueve de los diez reyes de la Atlántida habían muerto, el otro estaba prisionero. La victoria del Zodiaco sobre el Pueblo del Mar parecía por fin completa, pero existía la posibilidad de que los caídos regresaran. Así se los hizo saber Zemus de Cáncer a todos, actuando como el mensajero de Pirra de Virgo. Esta ya había decidido sellar las almas de Atlas y sus hermanos en el ánfora de Atenea, un tesoro sagrado que Deucalión dejó atrás antes de marcharse. Desprendiéndose de ese recuerdo, la falsa diosa abrazaba por fin la fe que todos le profesaban sin dudas. En opinión de muchos, Pirra cortó ese día los lazos que la unían con quien la había abandonado, reconociéndoles a todos y cada uno como las únicas personas dignas de su confianza.
—Éramos idiotas —admitió Hashmal—. No nos lo tengáis en cuenta.
Ese adjetivo aplicaba a todos, incluida la propia Pirra. Sellando a los más queridos hijos mortales de Poseidón, atrajo la cólera del dios del océano.
—Fue la primera vez en mucho tiempo que nuestra Atenea debió pedir las cosas por favor —dijo Hashmal—. Yo estaba allí, también Shemhazai, pero creo que ni siendo doce nos habríamos sentido seguros teniendo enfrente a Poseidón en gloria y majestad. Surgió como un coloso desde el mar Egeo, apuntándonos con el tridente como si no fuéramos más que un trío de hormigas delirantes.
—Lo lamento por los que murieron por vuestra secta… —murmuró Lucile, arrancando una carcajada a Hashmal. Eso era bueno. Que riera lo hacía parecer humano, vulnerable.
—¡Nuestra Atenea fue excepcional! —dijo aun riendo—. Habló con la mano en el corazón. No hubo engaño en el discurso, sino la innegable verdad de que en la guerra todas las partes son responsables. ¡Nunca me sentí tan seguro de que ella debía ser nuestra diosa encarnada! Como muestra de buena voluntad, entregó a Poseidón los regalos que había recibido del rey de aquellos dioses de oscura piel y ojos rojos.
Del mismo modo que no se atrevió a describir el discurso de Pirra, tampoco osó tratar de imitar la portentosa voz del dios del océano. Muy por encima, Hashmal explicó a sus oyentes que Poseidón reconocía la Gran Hoz como el arma de su padre, Crono, y la aceptó como ofrenda de paz, pero no podía hacer lo mismo con el dunamis. Así fuera absurdo que un dios legara su poder a una mortal, seguía siendo fruto de la voluntad divina y nada podía hacerse para cambiarlo. Ya que estaba tan a gusto con ser llamada diosa, Pirra de Virgo tendría que vivir poseyendo algo a lo que no podría dar ningún uso, pues no era este un universo en el que una mortal pudiera usar el poder de un dios.
A Hashmal y Shemhazai todo eso se les antojó un disparate. Si los dioses que enfrentaron eran en verdad los titanes regidos por Crono, Poseidón valía por los doce unidos. La razón de esa diferencia se les escapaba, claro, bien podría ser por venir de universos diferentes, bien porque la antigua generación de dioses no podía brillar ahora que la no tan nueva gobernaba sobre la Creación, con Zeus a la cabeza. Fuese del modo que fuese, no había sentido en que alguien tan poderoso no pudiera quedarse con el dunamis durmiente en el alma de Pirra de Virgo, siendo esta quien se lo ofrecía de buen grado. Poseidón, empero, así lo decidió, y por tanto, así ocurrió.
Otra decisión, más estrambótica, se hizo realidad. Si bien las palabras de quien asumía la identidad de Atenea salvaron las vidas de todos los santos, ella misma no podía quedar impune. Empleando su tridente, agitó no la tierra, ni el espacio-tiempo, sino la realidad misma para enviar a quien ostentaba un poder de un universo ajeno a donde pertenecía. Después, sin mediar ninguna explicación, se marchó.
—Me gustaría decir que lo primero que hicimos fue pensar en rescatarla —acotó Hashmal—. Había sido para nosotros todo lo que necesitábamos y más. Nuestra líder. ¡Nuestra diosa! —rio sin alegría, añadiendo después, sombrío—: Nuestra correa.
Hubo discusiones. Hubo enfrentamientos. A la hora de plantear un sustituto, el primer nombre en sobresalir fue el de Hashmal, el más querido por los soldados. Era venerado como un dios y había usado el poder del rayo contra titanes y gigantes, ¿por qué no podría convertirse en Zeus encarnado? Alguien, empero, señaló a Belial como la mano derecha de Atenea cuando se trataba de dar órdenes y hacer planes en lugar de golpear muy fuerte. Se formaron dos bandos, que a no tardar se convirtieron en nueve, porque Mateus sentía tan poco aprecio por gobernar como por ser gobernado por iguales. Adremmelech era de la misma opinión: a nadie más que Atenea rendiría pleitesía. Tan solo Sousuke permaneció ajeno a las trifulcas, generando en todos la sospecha de que estaba manipulándolos para que se destruyeran los unos a los otros y poder quedarse con la Tierra. Lo que quedara de ella, si el Zodiaco entraba en guerra civil.
Lo cierto era que el santo de Géminis comprendía como nadie lo mucho que necesitaban a Atenea, así que repasó toda la información que reunió junto a Zemus y ella sobre el multiverso y empezó a preguntarse cómo podía encontrarla. No por devoción, mucho menos por lealtad, sino por conveniencia. Según realizaba avances, iba pidiendo la ayuda de otros dioses del Zodiaco. Algunos la rechazaron de inmediato, por considerar que jugar con esas cosas había provocado todo aquel desastre, otros se sumaron por el deseo de encontrar a Atenea y desde luego hubo también quienes buscaban por encima de todo ampliar su amplia gama de conocimientos. Sousuke tuvo en cuenta todos esos factores y los condujo con la habilidad de un maestro titiritero hacia la consecución de un proyecto mucho más interesante que pelearse por el dominio de un único planeta. Antes de que el Zodiaco pudiera comprender hasta qué punto les habían manipulado, ya existía un método seguro y eficaz para viajar a través del multiverso.
—¿El multiverso? —Itia, quien hacía ya tiempo que dudaba de que aquellas batallas pudieran ser parte del pasado de su Santuario, fue el primero en interesarse—. ¿De verdad es posible para los hombres mortales viajar a otros universos?
—No es la primera vez que lo menciono —dijo Hashmal, mirando a Lucile de reojo—. A decir verdad, me estoy tomando algunas libertades, porque aunque siempre ha existido ese mar de infinitas posibilidades que los humanos del siglo XX denominaron multiverso, los miembros del Zodiaco que se interesaban en esos temas no lo llamaban así —explicó, evitando con toda intención responder a la pregunta del santo de Libra.
El evidente entusiasmo que Hashmal sentía por aquella aventura, que le devolvió la sensación de ser solo un muchacho en un planeta muy grande, contrastaba con lo escueto que era al relatarla, como si estuviera bajo el peso de una especie de tabú.
Tal y como hizo Deucalión en el pasado, el Zodiaco dio la espalda a los hombres que defendían por buscar a Atenea, la que ellos habían creado a través de una fe ciega y cobarde. Solo una de ellos no formó parte de esa búsqueda frenética por desentrañar los secretos del tiempo y el espacio, Selvaria de Acuario, la encargada de transportar y custodiar el ánfora de Atenea. Fueron siete los santos que la acompañaron hasta el lejano norte, mientras que el resto siguió sin preguntar la senda del Zodiaco.
Belial de Aries, Sousuke de Géminis, Zemus de Cáncer, Hashmal de Leo, Sephiria de Libra, Shemhazai de Sagitario, Adremmelech de Capricornio y Mateus de Piscis iniciaron el viaje en busca de Atenea al mando del ejército más poderoso de la Tierra. Desconociendo que alguien, una presencia invisible a sentidos mundanos y extraordinarios, los estaba manipulando, viajaron a través de mundos cada cual más increíble, versiones paralelas de la Tierra donde no hubo dioses, ni falsos ni auténticos, que limitaran sus posibilidades. En unos la magia y las más fantásticas criaturas eran el pan de cada día. En otros, los pueblos de Mu, la Atlántida y la humanidad supieron entenderse, logrando avances impresionantes en todos los ámbitos. Incluso anduvieron entre las futuras naciones humanas, algunas tan decepcionantes como cabía esperar, otras que lograron incluso alcanzar las estrellas, donde en lugar de los horrores con los que el Zodiaco combatió hallaron maravillas inimaginables.
Cuando el éxodo terminó, muy pocos quedaban del numeroso grupo inicial. Con cada mundo que dejaban atrás perdían hombres llenos de dudas: ¿qué estaban haciendo? ¿Por qué habían luchado todo este tiempo? ¿Por qué murieron miles de jóvenes en el pasado? Abandonaban el manto sagrado y decidían vagar por tierras desconocidas donde morirían sin obtener respuesta alguna. Para el Zodiaco había sido cada vez más difícil no intervenir en los más mundanos asuntos, pues los santos no podían viajar por aquellas tierras sin hacer nada y siempre que veían problemas querían resolverlos. Como héroes fueron recibidos y premiados en humildes pueblos e imperecederos imperios. Y cada acto los acercaba más a la diosa, hasta que al fin la encontraron.
Era un mundo distinto a todos los demás, compuesto por un único y alargado puente que pendía sobre la más espesa bruma. Al cruzarlo, los fieles constataron que este no estaba hecho de metal, madera o piedra, sino de retazos de las experiencias que habían vivido todos los viajeros, incluidos aquellos que quedaron atrás. En el fin de este último trayecto, sentada en un trono que reflejaba las vidas de los primeros santos de Atenea, les esperaba una muy distinta Pirra. Más fuerte, menos humana.
Hashmal no quiso transmitir el discurso con el que aquella inmortal les sedujo. Se limitó a resumir la idea: hasta entonces, el Zodiaco había sido tratado como dioses, ahora empezarían a serlo. «Decidí no regresar del exilio —confesó—. Porque desconocía las alternativas al mundo que estábamos construyendo.»
Conforme escucharon las palabras de la mujer, entendieron que nada fue casualidad. Cada mundo que visitaron fue escogido por quien tenían enfrente. ¡Más aún! Gracias a la Máquina de Rodas, así como los conocimientos aprendidos durante las guerras contra los telquines, los horrores allende las estrellas y los titanes, quien fuera la mortal Pirra de Virgo había podido crear un mundo para cada uno de los que sabía sus fieles. Y aunque eso no lo sabían en ese entonces, escucharon con la misma adoración cómo aquella a la que siguieron hasta los confines de la realidad les hablaba de darles más de lo que nunca habían imaginado. El infinito. La eternidad.
¿Qué más prueba necesitaban de que ella era de verdad su diosa? Se arrodillaron, entregando todo al fin, y quien un día fue Pirra, esposa de Deucalión, les sonrió.
—Tiempos extraños —recitó Hashmal, aún conmovido por el recuerdo de aquel discurso que se negaba a decir en voz alta—. Ella creó los mundos que recorrimos en aquel largo peregrinaje, sin embargo, no ejerció el menor dominio sobre ellos, porque no pretendía que fueran suyos. Uno tras otro, los santos de oro, debimos ingeniárnoslas para que quienes habitaban las Otras Tierras nos vieran como sus dioses. El camino para convertirnos en los dioses del Zodiaco fue muy largo y muy duro. Algunos lo lograron a través de la inteligencia y la astucia, otros en base al carisma y la admiración, y el resto mediante la fuerza y el terror. No obstante, todos logramos dar el primer paso.
Cuando las Otras Tierras estuvieron aseguradas y los enemigos que habían ido generando por el camino no eran más que polvo, los dioses del Zodiaco se reunieron una vez más ante el trono de su señora, quien, por descontado, no tuvo que mover ni un solo dedo para pacificar su reino. Para ella, querer y poder eran uno y lo mismo. Ante ella, rindieron informes algo embellecidos respecto a la situación real, reflejada en el extraño asiento. Todos atesoraban las promesas que se les realizaron, tan maravillosas como para hacerles volver a ese lugar después de saborear lo que significaba ser reyes de sus propios mundos, sin nadie que estuviera por encima de ellos.
—¿Cuándo? —preguntó Adremmelech, el único que aún podía hablar sin problemas en su presencia—. ¿Cuándo iniciará nuestra rebelión contra el monte Olimpo?
Los labios de la autoproclamada diosa se curvaron.
—Esto no es una rebelión, amigo mío. Es una revolución. La Revolución de los Astros.
Notas del autor:
Pido disculpas por el retraso, circunstancias personales me impidieron publicar en el acostumbrado lunes, pero aquí tienen el capítulo semanal. ¡Espero que lo disfruten!
Shadir. Esa es una imagen muy nostálgica.
Una de las cosas que más me ha gustado hacer mientras escribía esta historia, por sí misma tan larga, es explorar el pasado de los santos de Atenea, pues el universo y el lore de Saint Seiya es al tiempo lo que más me atrapa de esta franquicia. Cómo fue su origen, cómo fueron las Guerras Santas anteriores a la generación de Seiya y los demás, cómo intervinieron en conflictos humanos como lo fue la guerra de Napoleón… Aunque este último ha sido sacado de la continuidad oficial por la Final Edition de Saint Seiya, esta historia ya partía de varias discrepancias así que no hay problema.
Ulti_SG. Quién nos iba a decir que Lucile era familia de un Celestial. Después de que Caronte la dejara callada hace un par de arcos, de seguro siente que solo con oír su nombre los Astra Planeta tiemblan como las hienas. (Ya que mencionas al Rey León.). Solo los dioses saben qué tendría que decir Titania al respecto.
Para las historias largas momentos como estos son todo un reto. No solo debo contar la escena, sino tener en cuenta que pasa en paralelo a algo que ya ocurrió y evitar problemas cronológicos. Ikki le resume así nomás el arco que tardé medio año en publicar. ¡Grande, Ikki! Es que si Shun está metido, el plan no puede ser tan malo, nadie es más bueno que Shun… Y nadie es más hermano de Ikki que Shun, ni siquiera sus otros hermanos, eso también hay que decirlo. Lucile Ketchum de Pueblo Humildad elige a Moltres para esta batalla de la Liga Urano. «¡Ikki, Llamarada!»
Lucile está muy rota, de ahí su ego inflado como Snorlax después de comer. También tuvo suerte de que le tocara Ikki, así no tuvo que pasar por los problemas que pasaron sus compañeros en el arco anterior. Eso de meterse en las redes sociales me mata, en parte porque se lee gracioso, en parte porque Itia de Libra murió siglos antes de que se inventara Internet. Y otro de los afamados primeros santos de oro entra en escena, ¿cómo será Hashmal de Leo? ¿Solemne como Belial de Aries? ¿Salvaje como Gugalanna de Tauro? ¿Lleno de confianza como Pirra de Virgo?
Por lo pronto, sabemos que es fuerte, fuerte. Y que le gusta contar relatos. A lo largo de esta historia hemos tenido vistazos al pasado mitológico de este mundo, vimos la perspectiva de Oribarkon y la de Gestahl Noah, entonces Deucalión de Escorpio, ¿cómo será escucharla de uno de los primeros santos de oro?
Y así nació un nuevo ship, el Ikkile… Nah, genial imagen. ¡Muy apropiada!
Solo el asterisco te salva de un… ¡Diablos, señorita!
Suena a que Clito salió ganando.
«Lo leería sin dudarlo.» ¡Lo tendré en cuenta! Los santos de oro son un grupo de lo más particular, tienen de todo. Un Mu, un gigante, un extraterrestre…
Fue muy poco tiempo, pero no quería que pasara demasiado entre el diluvio y la construcción de los mantos sagrados. Así es, ni siquiera la poderosa Pirra de Virgo pudo con el primero entre los reyes atlantes. Me pareció lógico y apropiado, pues en parte por mi afán mitológico, en parte por lo que vi en ELDA, pienso en Atlas como en alguien muy fuerte. No bastaba que ganara por tener escamas y luchar contra gente desprotegida, tenía que vencer de buena ley y que hubiera una razón por la que santos y atlantes vivirían en precario equilibrio por miles de años. Por cosas como Next Dimension y Lost Canvas sabemos que los santos son malos perdedores, de milagro aquí no viajaron en el tiempo para anular la derrota de su campeona. A Anferes le fue tan bien como a su madre, a despecho de sus miles de años como rehén real.
Por las leyes del multiverso, debe haber al menos una Tierra en la que Deucalión escogió quedarse con Clito y el Pueblo del Mar. ¿Y la abandonaría para ir a buscar a Poseidón mientras Atenea lo atormenta como si fuera Hera picando a Hércules? ¡Ese hombre es todo un caso! Aquí vemos el paralelismo con nuestra estimada protagonista que tanto incomodaba a algunos personajes en pasados arcos, con Pirra convirtiéndose en Suma Sacerdotisa. Porque la palabra nepotismo aún no se había inventado… Y porque ella era eficiente y supo cumplir con las expectativas del cargo, por lo que nos cuentan en el pasado interludio y por todo el tiempo que sabemos que estuvo al mando. Seis mil años sin Internet, ni televisión es mucho tiempo.
Me pareció interesante que en un principio existiera al menos la opción de que esos dos bandos estuvieran aliados, ya que ambos quieren lo mejor para el planeta. (Otra cosa es que cada uno tenga su propia visión de lo que es mejor para el planeta y acaben enfrentados peor que demócratas y republicanos en plena campaña estadounidense.). El camino al infierno está lleno de buenas intenciones, dicen, y aunque Tritos y Gugalanna creían estar haciendo lo mejor para sus bandos, en realidad echaron por tierra un futuro en que la Atlántida y los santos de Atenea pudieran entenderse.
Se ve que la historia de las Guerras Santas en Saint Seiya está destinada a ser cíclica, haya o no dioses de por medio. Aunque si hace miles de años Damon creía que había que crear otro mundo, no me extraña que lo pensara de nuevo en la actualidad. Tonterías, tonterías por todas partes, amén de cómo tratamos la naturaleza hoy en día. ¡Alienígenas VS Santos! ¿Quién lo diría? Suena a historia humorística, pero no tuvo nada de cómica. No profundizo en ello, pero lo que pasó con Éxodo fue que enloqueció.
No he llegado a ver Stranger Things, pero sí, nunca es bueno jugar con el multiverso. Lástima que entonces no existiera el streaming para que los dioses del Zodiaco pasaran las tardes viendo Breaking Bad, Stranger Things, The Boys y demás series populares. El mundo sería un lugar mejor, aunque no me hago cargo de lo que ese grupo haría con la pobre gente que se encuentre con ellos en las cajas de comentarios.
Sí, diez años, tal cual la Titanomaquia que nos narra Hesiodo. Gigantes, magos, extraterrestres y ahora enemigos de otras dimensiones. ¿Qué puede venir después de eso? ¡Estos santos de oro enfrentaban de todo!
Ojo gente, que este no es solo un buen capítulo, sino que también es informativo.
