Capítulo 131. Ilión
—Regresamos a nuestra Tierra —dijo Hashmal—. En nuestra ausencia, grandes héroes pudieron actuar en libertad. Perseo, Heracles, Jasón… Demasiados semidioses.
Los pueblos aqueos se habían construido en base a esas leyendas. Habría sido muy fácil para el Zodiaco ponerlos de su parte, ya que si bien adoraban a los dioses del Olimpo con sus nombres y epítetos recibidos de oráculos fidedignos, la imagen que tenían de ellos provenía de los actos de los santos de oro en el pasado. En particular, Micenas habría sido la punta de lanza perfecta para la Revolución de los Astros, como bien le hicieron saber a Atenea sus consejeros. Esta no estaba muy convencida, ni siquiera cuando al argumento religioso se sumaron otros dos más. Muchos de los habitantes de aquellos pueblos y ciudades descendían de quienes les sirvieron siglos atrás, y estaban deseosos de volver a hacerlo, con tal de sobreponerse al dominio comercial de la opulenta Troya y alcanzar nuevas conquistas. Justo como los dioses del Zodiaco, querían romper el orden establecido que los había limitado hasta ahora.
Atenea veía más allá de las ilusiones de algunos de los suyos. Aqueos y troyanos no podían compararse con la revolución que ella pretendía iniciar. Eran solo parte del ciclo perpetuo en la historia humana en que los poderosos caían para dejar paso a otros nuevos, que también caerían con el tiempo. Ella quería ir más allá de eso, crear un cambio que perdurara a través del tiempo. Con todo, por motivos que solo ella conocía, se aseguró de estar bien informada de todo lo que acontecía en esos dos pueblos destinados a enfrentarse, averiguando de ese modo las profecías de una princesa troyana sobre el destino inevitable de Troya. Por boca de esa muchacha, apartada de la vida pública por sus padres, los sabios reyes Príamo y Hécuba, supo Atenea qué deparaban los cielos para toda la familia real, así como para las gentes que dependían de ellos. Masacres, saqueos, esclavitud… Era justo como ella había supuesto, la caída de un poder notable. Solo que, si bien no tenía mérito, ni interés, apoyar al vencedor en esa clase de conflictos mundanos, sí que podía ser de utilidad asegurar que este perdiera. Otorgar al seguro vencido la corona de la victoria. Atenea vio con tanta claridad el camino a seguir, que no fueron pocos los que se preguntaron si no había conducido los acontecimientos hasta ese punto, de algún modo. Que los troyanos les aceptaran como los dioses del Olimpo sin el menor asomo de duda alimentaba esas sospechas.
—Mi señora Atenea, ¿evitaréis la guerra? —preguntó la profetisa.
—Haré algo mejor —dijo Atenea—. La ganaré.
Tal y como se les había prometido, el Zodiaco empezó a actuar como el mismo monte Olimpo. Primero, como muestra de buena voluntad hacia la princesa troyana, trataron de adulterar el juicio de Paris. Les interesaba más que aquel chico escogiera la autoridad sobre toda Asia, o la invencibilidad en batalla, antes que el amor, que lo enfrentaría de forma irremediable a quien en otras circunstancias podría ser un gran aliado. Ninguna treta funcionó. Paris escogió el amor de la mujer mortal más hermosa de la Tierra, escogiendo con ello, además, la forma que la mujer antaño conocida como Pirra adoptaría en adelante mientras estuviera en Troya. Se transformó en Afrodita, diosa del amor y valedora de los troyanos. Solo una persona entre estos se dio cuenta de quién era en verdad, pero mantuvo el silencio, queriendo creer que cumpliría su promesa.
—Qué polifacética —comentó Lucile—. De santa de oro a Suma Sacerdotisa, de Suma Sacerdotisa a Atenea, de Atenea a Afrodita. ¿Qué será lo siguiente?
—¿Por qué tomarse tantas molestias? —cuestionó Ikki, con tanta dureza como solo él podía mostrar—. Si queríais desafiar a los dioses, ¿por qué no hicisteis la guerra contra ellos? No había necesidad de involucrar a los troyanos y traerles falsas esperanzas.
—Los humanos no pueden vencer a los dioses —aseguró Itia—. Son eternos. Nuestra existencia no es más que un parpadeo en comparación.
—La existencia de nuestras naciones es el parpadeo —corrigió Hashmal—. En cuanto a tu pregunta, Fénix, tiene fácil respuesta: Pirra, es decir, nuestra Atenea, no quería conquistar el cielo, sino liberar la tierra de su yugo. La Guerra de Troya era el momento perfecto para demostrar que lo que dispusieran los dioses no iba a cumplirse siempre. Una victoria simbólica —aceptó de antemano, callando la intervención de Itia—, pero suficiente como primer paso para nuestra revolución.
Tras el juicio, se fueron disponiendo las piezas de la guerra inevitable. Los dioses del Zodiaco, con sus mantos semejantes a las vestiduras de los dioses, cumplieron su rol. Helena fue raptada, los reyes de los aqueos se reunieron y Príamo y Hécuba decidían que hacer. Todo según lo previsto, a diferencia de lo que ocurría al otro lado del mundo.
Después de milenios de búsqueda, Deucalión encontró al fin a la verdadera Atenea, protegida por jóvenes espontáneos que adquirieron los mantos de Orión, Flecha, Lira, Escudo y Cruz del Sur, abandonados hacía siglos. De eso pudo informarles Selvaria de Acuario cuando regresó con sus únicos y verdaderos compañeros, pero el Zodiaco le negó tener audiencia con Pirra hasta que jurara que no había otra Atenea más que ella.
—La niña es una farsante —dijo Selvaria, por darles el gusto. O, tal vez, pensando que si los pocos hombres en la Tierra que la conocían de verdad iban a morir, lo justo era morir junto a ellos. Todos tenían los mismos pecados, al fin y al cabo.
La presencia de Atenea y Deucalión en el campamento aqueo fue tomada como un buen augurio, que envalentonó a las tropas desde los primeros días de batallas. Las matanzas se hicieron cuantiosas, como en las guerras del pasado, pero no determinantes. Troya contaba con tres ventajas considerables. La primera, sus muros invencibles, no era algo que ningún hombre mortal pudiera atravesar, mucho menos derribar. La segunda eran sus más capaces soldados. Los héroes no abundaban solo entre los pueblos aqueos, también en el pueblo troyano había quienes tenían en sus venas la sangre de la vieja humanidad. La familia real, en particular, pudo portar los mantos sagrados que diversos desertores habían abandonado en el pasado, cuando el Zodiaco realizó su peregrinaje a través de las Otras Tierras. La tercera, por supuesto, era que sus dioses luchaban junto a ellos. Los santos de Leo, Virgo, Sagitario y Aries, en particular, lo hacían con frecuencia, adoptando la forma de Ares, Afrodita, Artemisa y Apolo. Ellos dirigían, además, el entrenamiento de las tropas, revelando los secretos del cosmos y los sentidos, por muchos siglos ocultos como un misterio indescifrable.
En cuanto al resto, trabajaba en la sombra, lejos de ojos y oídos indiscretos. Troya no era el único escenario de la Revolución de los Astros. Las Otras Tierras, los mundos creados para los doce santos de oro, incluyendo los ausentes Gugalanna de Tauro y Deucalión de Escorpio, además de un decimotercero destinado a ser un centro de reunión, formaban parte intrínseca del conflicto y necesitaban ser dirigidos. Mientras los aqueos sitiaban la ciudad amurallada, esta recibía ayuda de aquellos trece reinos de dispar tecnología, en los que el tiempo discurría de forma distinta al punto que los diez años que duró en apariencia la Guerra de Troya fueron en realidad todo un milenio de esfuerzos, triunfos y derrotas para sus perpetradores. Aquellos hombres, dioses autoproclamados, habían pasado ya de por sí demasiado tiempo entre los vivos, y según avanzaba esa contienda interminable fueron enloqueciendo más y más. Crearon imperios muy por encima de toda aspiración humana, más allá de las estrellas, con el solo propósito de superar a los dictámenes del cielo, como preámbulo a la salvación de todos los mundos posibles. No era posible contar las vidas que sacrificaron por ese fin.
Tan solo los dioses del Olimpo pudieron ver esa realidad, más allá de la imitación de la voluntad divina que era la Guerra de Troya. La ciudad amurallada era el epicentro de todo, de los ideales del Zodiaco y de la relación comercial que unía a la Tierra y las Otras Tierras, aun así, ningún ejército humano podría conquistarla mientras tuviera una ayuda tan conveniente. Solo ellos podían ponerle fin a aquel conflicto, y lo habrían hecho, con el mismo esfuerzo mínimo que un hombre adulto necesitaría para derribar simples castillos de paja, si no hubiese habido una voz discordante entre ellos.
La muchacha que había crecido acompañando el ejército aqueo, en verdad la auténtica diosa de la guerra y la sabiduría, convenció a los suyos de no actuar. Atenea les recordó el día en que abandonaron a esos hombres a los que ahora pretendían juzgar, y entonces Apolo, de todos los hijos del ausente Zeus el más sensato, pensó una propuesta que satisficiera a la guardiana de la humanidad por derecho divino. Cada olímpico escogería a un campeón que mereciera ser dotado con dones divinos y pudiera soportar la carga de vivir por el bien de todos sin que ninguno de sus logros pudiera ser recordado. Estos adalides se encargarían no solo del Zodiaco, sino de cualquier otra amenaza que quisiera torcer el orden natural de las cosas más allá de los límites permitidos.
—¿Qué dones divinos pretendes darles, Febo? —cuestionó Atenea.
—Los que se hallan en el vientre de la Madre Tierra —respondió Apolo, previsor.
En el último año de la Guerra de Troya, el Zodiaco enfrentaba nueve conflictos de igual envergadura. Uno en la Tierra en la que nacieron, ocho en los dominios de dos terceras partes del panteón de falsas deidades. Todos luchaban sin descanso, nadie quería claudicar. Los santos de oro aceptarían gustosos la muerte por la diosa en la que decidieron creer, así no fuera más que una mujer de la que todos esperaron demasiado. Sin embargo, ocurrió que Pirra y Deucalión se encontraron tras seis mil años. Eso cambió a los esposos: la fe del hombre se tambaleó; la seguridad de la mujer se hizo añicos. Poco después, Hashmal fue vencido por la ya madura Atenea frente al ejército aqueo, si bien estos atribuyeron tal proeza a Diomedes en posteriores relatos, y Pirra, habiendo sido rechazada una vez más por Deucalión, fue herida mientras lo rescataba de una muerte segura. El sueño de invencibilidad había acabado.
—Ella quiso compensar mi fidelidad —dijo Hashmal, embargado por la nostalgia—. Me había dado todo, como al resto. Un mundo, no, un universo que era solo mío para hacer lo que me plazca. Solo le quedaba una cosa por ofrecer al falso dios de la guerra que incluso se atrevió a luchar en combate singular con Atenea. Nos unimos envueltos entre una nube oculta a los ojos de todos, incluso los de nuestros pares. Así fuera por un momento, las guerras dejaron de importarnos. Ese fue el día en que la traicioné.
—¡Qué terrible amante debió ser! —exclamó Lucile, divertida.
—No sé lo que vieron los demás en Pirra el día en que la alzamos por sobre todos nosotros. Sé que para mí era como Atenea, algo impoluto, inalcanzable y perfecto. No se trata de ser o no la diosa virgen —aclaró con una sonrisa—, había rumores, Shemhazai pasaba con ella más tiempo a solas que nadie… Al tenerla entre mis brazos ya no parecía la señora de nuestros destinos, solo una mujer a la que debía proteger.
Debieron pasar muchas cosas antes de que Hashmal se atreviera a hacer llegar a Pirra lo que de verdad sentía. En Troya murieron Patroclo y Héctor, Aquiles volvió a luchar para los aqueos y una incursión a la invencible Troya se estaba preparando. En el resto de mundos la derrota era cuestión de tiempo, el Zodiaco se había congregado en el sexto, retando a los ocho campeones divinos a un último enfrentamiento.
Ese día, Hashmal visitó a Pirra en el mundo que era solo para ella. Con la mano en el corazón, tal y como la vio rogar a Poseidón para salvar la vida de todos, el falso dios de la guerra le pidió que se rindieran. Atenea, la auténtica, podría perdonarlos si lo hacían antes de que fuera demasiado tarde. Todo sería como al principio. ¡Mejor, incluso! Con la guía de la diosa de la sabiduría y el Sumo Sacerdote, nunca más estarían perdidos.
—Entendedme. No sabía que estaba cometiendo una locura. Antes de que la guerra se encrudeciera, dominaba un mundo en el que solo yo tenía acceso al cosmos. No fui un mal dios. Según sé, algunos de mis compañeros se comportaron como canallas, pisoteando por igual a héroes y villanos, impresionando a la gente común con toda clase de prodigios: velocidad de la luz, cero absoluto, viaje ínter-dimensional, manipulación de la mente y el alma humana… ¡La mayoría pudo haber creado un ejército solo con la prole que engendraron con un sinfín de amantes! Pero no me engaño, era tan arrogante como todos, creía que podía lograr cualquier cosa.
El resto de la narración, más que cualquier otro fragmento, llegó a los oyentes como algo más que palabras. La sensación que tuvo Hashmal entonces cargó la atmósfera. Pirra lo miró de tal forma que no pudo guardar ni el más vergonzoso de los secretos. Luego, sin siquiera moverse del trono, lo aplastó. No hubo grandes fuegos artificiales ni una lucha que mereciera ser recordada. Hashmal de Leo simplemente acabó ahogándose en un charco de sangre antes de que siquiera parpadease. No quedaba ni rastro del manto celestial que con tanto orgullo exhibió durante las pasadas batallas. Ni siquiera le quedaba el menor atisbo del poder que por milenios atesoró, se había esfumado. Cerró los ojos, agotado, mientras era arrojado hacia el mundo que gobernaba.
¿Culpó a Pirra por aquello alguna vez? No. Era eso lo que el Zodiaco quiso construir desde un principio. Necesitaban creer en algo que los mantuviera unidos aun en el día en que no creyeran ni en los mismos dioses. Fue por eso que cada santo de oro le hacía llegar los resultados de su búsqueda personal de poder, para que ella siempre estuviera un paso por delante y pudiese detener a los traidores. ¿Se arrepintió de algo entonces? No. Luchó siempre por lo que creía. Había vivido más de lo que cualquier mortal merecía vivir. Amó y fue amado. Estaba bien morir en ese punto.
Solo Atenea vio la caída del falso dios. Ella, al igual que otros olímpicos, ya había escogido a un campeón. No obstante, una idea peligrosa cruzó por la mente de la deidad: ¿podía concebirse una orden de los más grandes campeones divinos, si ninguno de ellos estaba consagrado a Zeus, de todos los dioses el más poderoso? Segura de la respuesta a esa pregunta, posó un solo dedo sobre el pecho del moribundo, y este empezó a respirar con violencia. Sin darle tiempo a recuperarse, le dijo que tenía una misión que darle, una que lavaría todas sus faltas: encontrar a quien no podía ser encontrado, un dios que había dejado de ser inmortal para volverse eterno, trascendente.
Hashmal, que ya no deseaba seguir viviendo, se negó a esa orden creyendo que Atenea, la auténtica, lo mataría. Pero esta hizo algo más doloroso que eso.
Le contó que tenía una hija.
—¿Y? —dijo Lucile, impaciente, tras un rato de incómodo silencio.
—Nuestro tiempo acaba —confesó Hashmal—. El viaje para encontrar a Zeus fue largo y me hizo entender muchas cosas, como el proceso que empleó Pirra para crear aquellos mundos entre las tinieblas adyacentes al universo material. Gracias al conocimiento acumulado y la Máquina de Rodas… —Calló unos segundos, rascándose la cabeza—. Rayos y truenos, eso ya lo había mencionado antes. Descubrí que al crear mundos para nosotros, Pirra acortó la distancia más grande y más pequeña imaginable, la que separa un universo de otro. El puente que recorrimos al finalizar nuestro viaje en pos de ella es una buena metáfora, ya que Pirra unió nuestro mundo con un multiverso infinito.
—Por eso estamos aquí —entendió Itia, conmocionado.
—¿Cuál es el punto de todo esto? —cuestionó Ikki, ceñudo—. ¿Por qué buscas justificar cambiar de bando en el último momento, si fue la existencia de tu hija y no la orden de Atenea lo que te animó a levantarte? Eres un hombre, Hashmal, nada malo veo en ello para que tengas que avergonzarte a estas alturas.
Hashmal sonrió a su homólogo de otro universo, aunque no por eso su semblante lució feliz. Más que vergüenza, sentía pesar, nostalgia y algo parecido a la soledad.
—¿Estoy mal si asumo que todo esto tiene algo que ver con el Hijo? —apuntó Lucile.
—En absoluto —dijo Hashmal—. Fue nuestra responsabilidad que esa guerra pudiera ocurrir, en parte. Al fin y al cabo, como ya dije, estábamos siendo manipulados. ¿Desde cuándo? Eso no lo sé. —Con un encogimiento de hombros, dio ese tema por zanjado, así como la búsqueda de Zeus—. Creo que ya os hacéis a la idea de lo que he querido contaros, pero permitid que muestre el final de nuestra rebelión. Prestad atención.
Con un repentino aplauso, Hashmal llenó el templo de Leo de una luz pura y brillante. Cuando Lucile, Ikki e Itia pudieron ver de nuevo, estaban en la sala del trono de Virgo, una amplia estancia, tan blanca que parecía haber sido hecha de aquella luminosidad.
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Ilión había sacado de un saco las ropas que le permitirían caminar entre los habitantes de la Tierra. Se vistió viendo con el rabillo del ojo a quien le hizo tan inesperado regalo: Hashmal. El otrora santo de Leo, quien con la guía de Atenea y una mezcla de ingenio y perseverancia pudo realizar la increíble gesta de encontrar a Zeus, convirtiéndose en el único discípulo del rey de los dioses, poco caso le hacía. Toda su atención estaba en el bebé de azules cabellos que reía cada vez que pasaba las manitas por la espesa barba.
—Venciste a Pirra de Virgo y Shemhazai de Sagitario y vives para contarlo —comentó Ilión—. En verdad el poder de los Astra Planeta es ilimitado.
Hashmal no pudo menos que reír, rascándose no por primera vez el contorno del ojo que había perdido. Ni siquiera le quedaba un párpado para ocultar el oscuro hueco.
—Los Astra Planeta no son más que otra orden de soldados. El más poderoso de todos ellos, Astreo, nos manipuló con el único fin de que los dioses tomaran la decisión que le permitiría convertirse en el regente de Saturno, quebrantando las leyes que rigen el devenir del tiempo. ¿Cuándo empezó todo? Puede que viniera con esos titanes de otro universo, puede que estuviera manipulando la Atlántida hasta que descubrió que nosotros éramos el caballo ganador. Supongo que nunca lo sabré.
Aun después de haber traicionado a los suyos, el campeón de Zeus no se sentía parte de la orden a la que Apolo había decidido llamar Astra Planeta. Todavía no. Eran muy recientes los días en los que obedecía con fe ciega a un falso ídolo que él mismo ayudó a crear, de modo que sentía la manipulación de Astreo como algo personal. Creía sentir, incluso, un ataque de celos sobre la razón que llevó a aquel ángel, miembro de la todopoderosa Raza de Oro, a una derrota tan aplastante.
—¿Pueden los ángeles enamorarse como los humanos? —dijo Hashmal, más para sí que para el expectante Ilión—. Para Astreo, Pirra tenía que ser un instrumento para alcanzar sus fines, pero anheló ser uno con ella al final de esta guerra. No, puede que desde un principio, cuando la acompañaba invisible en ese trono elevado sobre un puente hecho de nuestras experiencias, la Esfera de Saturno, ya hubiesen decidido ambos fundirse en un solo ser. Iban a convertirse en una auténtica divinidad por propia cuenta, capaz de hacer uso del dunamis de Crono. Y ahora los dos están muertos.
—Los dioses son —afirmó Ilión—. No se hacen.
—Eso es algo que nos costó seis mil años aprender.
La hija de Hashmal y Pirra no entendía nada de lo que se estaba diciendo. Quería acercarse al hombre de pelo blanco que le recordaba a su madre. En el futuro, Hashmal le consentiría muchos caprichos a la pequeña, pero ese no.
—¿Cómo lograste la victoria?
—Deus Ex Machina —contestó Hashmal, riendo enseguida. Ese sujeto no tenía por qué conocer aquel concepto—. Usé los dones divinos de Júpiter para detener a Saturno. Pirra y Shemhazai murieron con él. Luego volví a convertirme en mortal.
Ilión escuchó con atención ese escueto resumen, desconcertado. Los Astra Planeta eran la sublimación de una existencia mortal, no creía que volver atrás fuera algo fácil, y estaba en lo cierto. Ningún astral, contemporáneo o posterior a Hashmal, soñaría siquiera con volver a ser humano. No podían. Y si pudieran, los dioses no lo permitirían. Un campeón divino debía morir siéndolo. En cualquier caso, Hashmal vestía ropas sencillas y era posible sentir su cosmos, así que era sincero. Un obsequio del rey de los dioses para con su único alumno, tal vez.
—¿Me miras a mí o a Titania? Te advierto que falta mucho para que este padre celoso consienta que tenga una cita —dijo Hashmal muy serio—. Y bien, ¿qué harás? Yo regresaré a mis dominios, Hiperbórea. Ahora que la guerra ha acabado, hay muchos monstruos que querrán tener un lugar en el que vivir. En esta Tierra, en Midgard y en todos los otros mundos que sobrevivieron a la cólera de los dioses.
En ese momento, Hashmal contaba diez, incluyendo una Tierra pacífica en la que el mal no tenía cabida. Pirra la había creado para que fuera su hogar, pero sobretodo, para poder compartirla con su esposo ausente, Deucalión.
—La guerra nunca acabará —replicó Ilión. Una verdad que ambos conocían demasiado bien. Había amenazas menores, como los alquimistas renegados de Mu o el país de los guerreros azules, pero además era claro que los dioses nunca perdonarían esa rebelión. Las Guerras Santas serían, desde ese momento hasta el fin de los tiempos, una constante—. Caminaré por la Tierra en la que naciste hasta el día en que pueda poner fin a las vidas de todos los santos de Atenea.
—¿Para vengar a tus padres? —cuestionó Hashmal. Sabía qué era Ilión, el espíritu que representaba la Guerra de Troya y que había usado los cuerpos de Pirra y Deucalión para crearse uno propio—. Enternecedor.
Ilión dio media vuelta, ignorando la provocación. Caminó hasta la salida del salón y, antes de atravesarla, miró a aquellos dos por encima del hombro. Con un revés de la mano derecha, obsequió a Hashmal con un parche hecho de la más pura oscuridad.
Este lo agarró al vuelo, sorprendido.
—Estamos en paz, Ío de Júpiter.
Notas del autor:
Ulti_SG. Parece que los dioses del Zodiaco estuvieron a la altura de su fama.
Hay episodios en la mitología que es difícil imaginarlos con los dioses que concibió Kurumada. Por supuesto que sería divertido adaptarlos al estilo de Saint Seiya, pero como esta historia no trata de la mitología…, no, en serio, escogí esta opción en la que las partes más salvajes son inspiradas por un grupo de humanos muy fuertes y viejos. Incluso la Titanomaquia de Hesíodo se basa en la guerra del Zodiaco y los titanes, según considera el cuentacuentos favorito de grandes y pequeños.
Debió ser muy tensa la relación de esos dos líderes. Creí oportuno a que fuera Pirra la que lo enfrentara, después de todo lo que había pasado.
Aun en Saint Seiya Poseidón es un dios clásico, de los que castigan a los malvados con un diluvio, pero en este contexto debió ayudar a los dioses del Zodiaco que lo que ocurrió fue el resultado de una guerra que la Atlántida empezó, incluso si tenían sobradas razones para ello. A la vez, Pirra trata de cumplir el mismo rol que Atenea durante el diluvio universal, solo que ella tuvo que hacer regalos, ser humilde y además acabó exiliada. Es paradójico, pero Hashmal entendió al revés esta situación, quizá todos lo hicieron. No es el momento en que Pirra demostró ser digna de ser considerada Atenea, sino en el que debieron tener claro que ella no lo era, ni podía serlo. Por no poder verlo, los dioses del Zodiaco debieron afrontar su caída más adelante. Sí, como se suele decir, todo lo que sube tiene que bajar.
Después de insistir tanto en que era Pirra la responsable de tener a todos esos locos unidos, fue divertido observar aunque fuera un momento qué sería de ellos si no estuviera. ¡Guerra civil! Por supuesto, si era Géminis, tenía que ser manipulador, Saga y Kanon estarían orgullosos. Al menos cuando eran mala gente. ¡Multiverso de la Locura: Una historia de Saint Seiya! Apenas ahora caigo en la cuenta de los paralelismos entre los frecuentes arcos de rescate para Atenea en Saint Seiya y este viaje en que un grupo va recorriendo diversos mundos, en lugar de templos, para buscar a Pirra. No fue de forma intencionada, pero es divertido. ¿Quizá todo fue cosa de mi subconsciente?
Rescaté ese título, Revolución de los Astros, de una vieja historia. No puedo evitar sonreír al pensar quién lo dice y su relación con quien lo dijo originalmente.
Shadir. Tuve que buscar información sobre el barón, ¡muy interesante! Sí, desde luego que Pirra y los suyos tienen una larga, larga lista de hazañas que contar.
¿Canicas espaciales? Ahora tendré que imaginarme a los primeros santos de oro como los extraterrestres del final de Men in Black. ¡La galaxia se encuentra en el cinturón de Orión! Puedo juzgar desde mi posición las acciones de los primeros santos de oro, pero si me pongo en su lugar, se difícil sorprenderse. Con toda la fuerza y el conocimiento que reunieron al vivir miles de años, con mundos sobre los que regir que eran suyos… Se entiende, aunque no se justifica, que actuaran de la forma en que lo hicieron.
Citando al conde Dooku en Star Wars III:
«Si el orgullo es doble, doble es la caída.»
