Capítulo 133. Bandera blanca
Los argonautas habían vencido a cuatro de los más notables santos de plata en la historia conocida del Santuario, enfrentado al primer santo de Tauro y escapado de la Colina del Yomi. Cualquiera de esas hazañas, por sí solas, era digna de transmitirse a las futuras generaciones, pero ninguno tenía deseos de hablar de ello.
—Es porque hemos fallado.
Fue Makoto el primero en reconocerlo en voz alta, aun cuando no había nadie en la cubierta que lo escuchara. Todos, en el fondo, llevaban tiempo asumiéndolo. Desde que el barco regresó a los mares olvidados, resultó evidente no solo que habían perdido el rastro del sol, sino que además no podían navegar libremente. Estaban dentro de un laberinto, de paredes tan grandes que atravesaban las aguas y el cielo hasta donde alcanzaba la vista. Trataron de echar abajo los muros, por supuesto, pero ni los esfuerzos combinados de todos bastaron para siquiera hacerlos temblar.
La primera hora estuvo llena de optimismo, los que no podían aportar ideas se ocupaban de los heridos. Estaban tan concentrados en encontrar una forma de salir del laberinto, proseguir el viaje o traer de vuelta a quienes seguían en coma, que nadie se acordó de que Hipólita los había arrojado al abismo del Hades por una corazonada. Aunque todo salió bien, en otras circunstancias Makoto habría puesto el grito en el cielo por tan loca estrategia, como solía hacer cada que Azrael tenía una idea.
—¿Él se habría rendido? —dijo el santo de Mosca, que no veía su reflejo en las aguas. Tampoco le hubiera sido de mucha ayuda verse tan abatido, de todos modos—. No lo creo. A no ser que Akasha se lo ordene…
Se oyeron pasos apurados. Un par de santos, Hugin y Emil, subieron a cubierta. Makoto no necesitó voltear para saber lo que dirían. Lo había sentido.
—Soma se está muriendo —dijo el santo de Flecha—. Las heridas que le provocó Ian fueron más graves de lo que creímos.
—Munin no despierta —añadió el santo de Cuervo, quien se había apoyado en el mástil—. Je, ¿habrá alcanzado el Séptimo Sentido?
Soltó una risa corta, desganada. Ese era solo uno de los tantos fracasos que habían ido acumulando desde que inició el viaje. Frente a sus narices, las almas de los mejores guerreros del barco fueron arrancadas y enviadas a algún lugar que desconocían. El denominador común era el dominio del Séptimo Sentido, fueran santos de oro, de bronce o incluso caballeros del Hijo. Era poco probable que a Munin le hubiese sucedido lo mismo. El alma y el cuerpo de Cuervo Negro estaban unidos, lo que estaba dañado, tal vez de forma irreversible, era la mente.
—¿Cómo está Ban? —preguntó Makoto, decidido a esperar lo mejor del hermano de Hugin. Caballero negro o no, había dedicado su vida a defender a los demás.
—Las palabras que empleó fueron muy… —Emil tragó saliva—… conmovedoras.
—Basura —dijo Hugin, sin pelos en la lengua—. Es lo único que dijo al verlo inconsciente. Basura. ¡Basura! —repitió, molesto, aunque sin saber bien por quién.
—¿Aún no le perdona que se convirtiera en un caballero negro? —dijo Makoto, horrorizado—. ¿Ni siquiera lo hará después de que haya muerto?
—¿No sabes nada, eh?
De un salto, Hugin se subió al mástil. Allí creó cuatro cuervos, que enviaría a los puntos cardinales por enésima vez. Esperaba que en esa ocasión no se perdieran en el laberinto. Tenían que encontrar una salida, incluso si solo podían regresar a la Tierra.
—Makoto, ¿no te has preguntado por qué June pudo seguir luchando? —apuntó Emil, muy serio—. Ella también peleó con Ian.
—Todos tuvimos peleas difíciles. June es…
—Una santa de bronce. Destacada, pero no es una guerrera legendaria como Seiya y los demás. Contra un enemigo como Ian de Escudo, es normal que pudiera morir.
—Sigue viva, los santos no mueren —dijo Makoto, casi por instinto.
—Exacto. —Emil asintió varias veces, aunque no con la alegría habitual que expresaba para todo lo referente a Akasha. Seguía teniendo un semblante oscuro, extraño—. Eso es más que un lema, es el poder de la santa de Virgo. Lo ha tenido desde que era una niña, antes de que Caronte nos invadiera.
—¡Estás exagerando! Akasha tiene fe en nosotros, eso es todo…
Calló de pronto, recordando lo que vio cuando June cargaba contra nadie menos que Afrodita de Piscis. Sin opción de victoria, claro, solo pretendiendo ganar valiosos minutos que permitieron a Hipólita llevarles a una salida. Hasta ese momento había pensado en la Gracia como una técnica sofisticada, que empleaba la energía del cuerpo huésped para sanar heridas, pero tal vez era más complejo que eso. Al fin y al cabo, había renovado las fuerzas de los santos de Camaleón y León Menor.
—Lo debiste sentir en la guerra. Es una chispa de cosmos diminuta, imperceptible salvo que la busques, que está dentro de cada santo con el que Akasha tuvo contacto. Solo se hace notar cuando estamos al borde de la muerte, nos permite sobrevivir. Es por eso que tan pocos han muerto en estos trece años. También es por eso que Akasha no es tan poderosa como sus compañeros, salvo que reciba apoyo de alguno de ellos.
—¡Eso es…! —Makoto estaba pensando en alguna alabanza a semejante acto de bondad, pero enseguida se dio cuenta del problema—. Los santos no mueren.
Y Soma no era un santo de Atenea, sino un caballero negro.
—Porque escogimos luchar por la justicia, no por nuestros deseos personales.
—Aun así, considerar a tu propio hijo basura es…
De pronto, un inmenso cosmos se manifestó en el interior del barco, sorprendiendo a todos. Emil iba a ver qué pasaba cuando un borrón oscuro llegó a la cubierta e impactó contra el dubitativo Makoto, que cayó de bruces contra la barandilla. Tan fuerte fue el golpe, en la frente desprotegida, que el japonés perdió la consciencia por unos segundos.
—¿¡A qué ha venido eso, Hipólita!? —oyó gritar a Emil.
—Alguien tiene que desperezar a los niños…
Hugin, ofuscado por la desaparición de los cuervos, no dijo nada, pero sí que puso atención en lo que ocurría abajo. El poder que ahora sentía no podía pertenecer a Hipólita, pues era comparable al de un santo de oro. No tuvo que esperar demasiado a que la incógnita fuera respondida: ¡Orestes de la Corona Boreal estaba ahí, despierto!
Tan pronto Emil vio al caballero, corrió abajo para comprobar que los demás estaban bien, olvidando incluso que había muchas preguntas que debía hacerle.
—He subido porque no soportaba las lamentaciones de esos dos —explicó Hipólita a Makoto, que recién se incorporaba—. Esperaba que tú estuvieses soltando algún discurso insensato sobre lo fuertes que nos hemos vuelto todos. Los niños tienen que crecer alguna vez, ¿sabes? Dioses…
Dejó de hablar, esperando algunos gritos o incluso que quisiera pelea, pero lo único que hizo Makoto fue pasarse la mano por la dolorida cabeza.
—Necesitaba esto —reconoció el santo de Mosca—. Gracias.
—Si tranquiliza tu consciencia, digan lo que digan Ban y June, a nosotros nos va a importar poco. Sabemos lo que hacemos, aunque no os lo creáis. Además —añadió, señalando la máscara—, Akasha nunca aceptará que somos basura. Sigue siendo la niña consentida de Rodorio, que espera que todo funcione tal y como en esa aldea donde todos trabajan unidos y felices —expuso entre sarcasmos, que ocultaban bien un cierto deje de respeto—. Todo el odio que ella puede sentir es para dos hombres.
Orestes, quien se había acercado al par en silencio, decidió intervenir:
—Caronte de Plutón y Gestahl Noah.
—Es una contradicción remarcable —dijo Hipólita—. Ella habla de un solo ejército para un solo mundo, pero no olvida esos viejos rencores.
—A veces… —empezó Makoto, tímido, hasta que supo que tenía la atención de Hipólita y Orestes—. Es como si algo o alguien alimentara ese odio. ¿No creéis? Quiero decir… Hablamos de la persona que sugirió que nos aliáramos con Poseidón. El dios de los mares provocó mucho más daño a la humanidad de lo que Caronte o Gestahl Noah podrían lograr. ¿Me equivoco?
—Poseidón es el dios de los mares —reiteró Orestes con especial énfasis—. No podéis comparar el juicio divino con lo que haga ningún humano o semidiós, aunque deberíais saber que nada en esta Tierra ha quitado más vidas que Caronte.
—Lo que quiero decir…
—Sabemos lo que quieres decir —se adelantó Hipólita—. Siempre fuiste muy atento, pequeño Makoto. Tal vez…
La sombra sacudió la cabeza, despejando la feliz idea de que todo fuera un juego de algún villano ocioso, oculto entre las sombras. Un ser humano capaz de amar de verdad, también podía odiar, y eso era Akasha ya vistiera las ropas de una aldeana, el manto dorado o la toga papal. En realidad, así era mejor.
—¿No vas a ver a tu Suma Sacerdotisa, pequeño Makoto? —cuestionó Hipólita.
—¡Ah! —Sobresaltado, el santo de Mosca miró a Orestes con detenimiento. Se había dado cuenta de que estaba allí, claro, pero no había pensado en lo que implicaba.
Hugin miró desde el mástil cómo Makoto bajaba, seguido por Hipólita. Orestes, en cambio, no les siguió. Parecía que algo le molestaba.
«A este lo tendré que vigilar muy de cerca —pensó el santo de Cuervo, creando no obstante un eidolon invisible—. Muéstrame lo que pasa abajo —ordenó. Acto seguido, el ave negra oculta por un velo ilusorio voló en pos de Makoto.»
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La imagen que presentaba el camarote papal dejó a Makoto conmocionado. Los daños experimentados por las almas de Shun y Akasha habían sido trasladados a los cuerpos, ambos cubiertos por los mantos de Andrómeda y Virgo. El santo de bronce lucía heridas preocupantes en el rostro, mientras que la Suma Sacerdotisa acuciaba con cansancio terrible que apenas revelaba con su dificultosa respiración. No había rastro de Asterión de Lebreles por ninguna parte; debía haber muerto.
—Orestes discutió sobre esto no bien despertaron —explicó Hipólita—. Hasta a Akasha le exigió respuestas, olvidando su supuesto vasallaje, pero nadie sabe nada.
Pero Makoto no tenía espacio en su mente para el ex-santo de plata ahora. Delante, recostados en una camilla que debía ser en realidad una mesa, nada cómoda para convalecientes, estaban Soma y Munin. Uno durmiendo un tétrico sueño, tal vez eterno, el otro retorciéndose mientras las manos de una inesperada curandera sanaban sus heridas. Makoto no pudo ocultar su asombro de ver a Akasha, la Suma Sacerdotisa, tratando a una sombra cuando con toda seguridad debía necesitar un prolongado descanso. ¡El propio Ban, recostado en la pared, lucía sorprendido! No habría sido extraño que el viejo león de bronce derramara lágrimas en cualquier momento.
—No me dejes atrás —pedía June, entre susurros, a Shun de Andrómeda. Ella también necesitaba ser atendida; apenas seguía de pie por aferrarse a su compañero. Sin embargo, no pensaba entregarse al sueño reparador y la misericordia de Akasha hasta estar segura de que Shun se despertaría en el barco—. ¡No lo hagas otra vez, por favor!
El grito sobresaltó a Makoto, quien pensó si no era prudente recordarle a aquella valerosa guerrera que ya no había vuelta atrás. Shun se adelantó a cualquier decisión que este pudiera tomar, tranquilizándola con suaves gestos y dulces palabras antes de indicarle que ambos tenían mucho que contar a los presentes.
Resultaría imposible, en circunstancias tan apremiantes, describir con exactitud todo lo que habían experimentado. De por sí, June solo había oído la discusión entre Orestes y los otros dos que, como él, fueron transportados a la Esfera de Saturno. Por ello, Shun dio una explicación somera, centrándose sobre todo en la negativa de Tritos de permitir a Akasha hablar con los dioses, el regreso de los tres al Argo Navis tras entrar en la Esfera de Saturno y el particular estado de Arthur. Este luchó con Titán en cuerpo y alma, por lo que no pudo volver con ellos. Llegó, no obstante, hasta el lugar en el que los Astra Planeta habían transportado el Santuario. En cuanto a Adremmelech de Capricornio, su capacidad para reconstruirse se había puesto a prueba en la batalla contra Titán de Saturno. Había sido un apoyo fundamental en esa lucha, no obstante, era muy improbable, si no es que imposible, sin más, que pudiera volver a ayudarles pronto.
—El Caballero sin Rostro es todo un personaje —observó Makoto, rascándose la cabeza—. Aunque posee el Séptimo Sentido, no cayó inconsciente, sino que desapareció del Argo Navis para ir en auxilio de la Suma Sacerdotisa. —Shun lo miró con fijeza, como queriendo decir algo al respecto, aunque al final solo sacudió la cabeza—. No es de los que se dan por vencido. No me extrañaría que nos lo encontremos más adelante como si tal cosa, tratando de recuperar el Santuario. Quiero decir, si es que podemos recuperar el rumbo… —concluyó, preocupado.
—Ten por seguro llegaremos a ese lugar —dijo Shun—. Me dio la sensación de que alguien quería que sobreviviera y llegara hasta allí. Me llamaban, lo sé.
Una vez descrita aquella aventura, y tras que Makoto informara de cómo un salto de fe con barco incluido al inframundo los llevó de regreso a los mares olvidados, Shun dio una explicación en nombre de Akasha, quien ya para entonces había terminado de curar a Soma. Con cierta reticencia, el santo de Andrómeda contó la razón por la que los Astra Planeta los asediaban con tanto empeño: querían el ánfora de Atenea, donde Caronte de Plutón había sido sellado. Si se la entregaban, los dejarían en paz; si no, solo los dioses sabían a qué estaban dispuestos aquellos campeones divinos.
Todo el cuerpo de Akasha tembló en ese momento. Había sido duro para ella permitir que todos vieran hasta qué punto era responsable de lo que había pasado. De lo que pasaría. La Suma Sacerdotisa se centró, no obstante, en Munin.
Pasó un minuto, dos, tres y hasta cinco. Makoto no terminaba de decidir qué opinar al respecto. Emil se acercaba y alejaba de Akasha, sin llegar a decir nada.
—Que se joda Caronte —espetó Hipólita, encogiéndose de hombros.
Makoto y Emil la miraron. Tenían los ojos como platos.
—Vio, vino y perdió —explicó Águila Negra, en un tono solo un poco más respetuoso—. Ahora, que se aguante la temporada de sueño, como hicieron seres de mayor poder y relevancia antes que él. ¿O la armada de Poseidón habría podido obtener el ánfora de Atenea solo mandando al Gran General Sorrento a pedirla por favor?
Fue ese el momento que escogió Hugin, observador de todo, para revelar a su eidolon.
—Estás defendiendo a la misma mujer que manipuló al ejército de Atenea para liberar a Poseidón —habló el cuervo, usando la voz de Hugin. Todos los presentes, salvo Akasha, lo miraron con ganas de desplumarlo, pero los ojos del eidolon estaban clavados justo en ella, demasiado humanos para pertenecer a un ave.
—Vuelve —susurró Akasha, pegando la frente dorada a la de Munin, bañada en sudor—. Sigue mi luz. Vuelve con nosotros.
Ningún cambio se dio en un principio, pero era tal el silencio que imperó en el camarote que todos pudieron escuchar la respiración de Munin. Era la de un hombre que descansaba. A todos les pareció un buen augurio.
Sobre todo a Hugin. El cuervo voló hasta la camilla y picoteó a la sombra.
—Líder, autoridad —graznó, evitando la mirada de Akasha—. No autoridad, no líder.
Akasha quiso acariciar al eidolon, pero este gritó en ese momento:
—¡Las paredes están cayendo!
El cuervo se deshizo en una explosión de plumas. Emil ayudó a Akasha cuando esta estuvo a punto de caer en su intento de salir a cubierta, dando a entender con la mirada que no pensaba abandonarla ahora. Tampoco Ban, mirando desde lejos el cuerpo recuperado de su hijo, iría; y tanto Shun como June necesitaban ser curados, en mayor o menor medida. Makoto miró a Hipólita.
—Siento haberte hecho bajar de nuevo para nada.
—A veces, estamos tan acostumbrados a lo que tenemos, que olvidamos apreciarlo.
Esas palabras, pronunciadas por la sombra de Águila ante las puertas del camarote, hicieron que Makoto girara una última vez. Hacia Akasha, que había demostrado velar por igual de los santos y caballeros negros, hacia la Suma Sacerdotisa que había querido alejarlos de la muerte con todas sus fuerzas, aun a pesar de los fracasos.
—Nadie más morirá —oyó decir a Akasha, a quien Emil sostenía—. No permitiré que nadie más muera. No dejaré que Azrael muera.
Con un estremecimiento, Makoto siguió su camino.
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—¡Las paredes están cayendo, por Atenea que están cayendo! —bramaba Hugin desde el mástil, soltando toda la frustración que lleva rato callándose. Uno de los cuervos que había enviado estaba frente a uno de los muros, que empezaba a agrietarse. Makoto, Hipólita y Orestes agudizaron los sentidos y, guiándose por el eidolon de Hugin, pudieron detectar que en efecto las paredes que los habían mantenido estancados desde hacía varias horas al fin cedían—. ¡El laberinto de los dioses está cayendo!
—¿Qué es eso? —preguntó Makoto.
—La última defensa del Santuario. Un tesoro que Atenea otorgó al primer Sumo Sacerdote del que se tienen registros, Odiseo. ¡Esos despreciables Astra Planeta no dejan de utilizar los recursos del Santuario! Es imposible escapar de él —aseveró Orestes—. Según las leyendas, ni siquiera los dioses podrían salir.
—Alguien no debe de estar muy de acuerdo con eso —apuntó Hipólita que, divertida, señaló el muro inmenso antes de que terminara de pulverizarse.
Lo que vieron en el horizonte libre de obstáculos les impactó sobremanera. ¡Era el cabo de Sunión! Había hielo por todas partes, incluido el mar, en el que se había formado una improvisada orilla. Sobre ella les esperaban Sneyder y Garland.
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El Argo atracó en un hueco con forma de u, al parecer hecho a propósito para tal fin. Los tripulantes no habían bajado del barco cuando empezó a invadirles un frío más intenso del que podría haber en los más helados rincones del planeta. Sin embargo, nadie se atrevió a quejarse, no por el estado en que se encontraba el santo de Acuario —había perdido la mano izquierda y un corte no muy profundo le atravesaba el rostro—, sino porque la mayoría sabía a qué atenerse con Sneyder.
Garland, por supuesto, los recibió muy animado, preguntándoles si eran parte de alguna misión de rescate. Makoto habló del completo fracaso que había sido la embajada de paz, logrando, sin pretenderlo, que con cada frase Hugin inclinara más la cabeza frente al impertérrito Sneyder. ¡Poco le faltaba para darle un cabezazo al suelo helado!
—No pasa nada —dijo el santo de Tauro, que pasó las manazas por las cabelleras del par de santos de plata—. Si tiene que haber guerra, que la haya. Como si no hubiésemos salido victoriosos de una hace nada. ¿Al menos habéis rescatado a todos?
—Su Santidad está aquí —apuntó Sneyder. Caminó hasta tocar la quilla del barco, dejando detrás al servil Hugin—. También Andrómeda. —Ni nombró ni miró a Orestes, pues hacía como si no existiese. Era lo mismo por parte del caballero, el cual, sin embargo, no podía evitar sentir que Sneyder podía oler lo cobarde que había sido en la pasada batalla. No porque le leyera la mente o algo por el estilo, solo lo sabía.
—Es un alivio. Ya hallaremos la forma de traer a los demás de vuelta. Arthur, Lucile, Shaula… Todos debemos estar juntos en esta batalla. Ya lo creo que sí.
La seguridad de Garland era tan grande que enseguida contagió a los santos de plata. Hasta Hugin halló fuerzas para erguirse, aunque acabara trastabillando cuando volvió a encontrarse con la indescifrable mirada de Sneyder.
Pronto los argonautas supieron que no eran los únicos con una historia que contar. La desaparición de Tritos de Neptuno, el rapto del cabo de Sunión y el posterior traslado forzoso de Garland y Sneyder a uno de los seis mundos del renacimiento, el de las bestias. Todo ello sin mediar la más mínima explicación. En aquel plano, el Gran Abuelo y el Pacificador enfrentaron a los santos de Aries y Capricornio de otro mundo.
—Debieron ser muy poderosos —dijo Hugin con voz trémula. Era difícil no ver la cicatriz que marcaba el rostro de Sneyder, tuerto del ojo derecho, o el muñón sobre el que hacía tan poco había visto una mano capaz de destruir a cualquier enemigo—. Para hacerle algo así al señor Sneyder, debieron ser dioses.
—Había un semidiós —dijo Garland en cuanto notó que Sneyder no pensaba contestarle a Hugin—. Pero ese me tocó a mí y no hablamos mucho. Primero todo fue algo melodramático. ¡Si hubiese querido un mundo ordenado bajo un gran poder, no habría traicionado a mi padre! Así habló el rey Atlas, muy digno él. Por fortuna, también sabio. Hablamos largo y tendido sobre por qué creen que queremos gobernar el mundo.
Nadie, a excepción de Sneyder, podía seguir la perorata del santo de Tauro. ¿El rey Atlas, santo de Aries? ¿El Santuario queriendo gobernar el mundo? Por fortuna, Garland acabó de contar todo a detalle. La existencia de universos alternos, la visión que Titania mostró a los santos de oro que había convocado, el empeño de Sneyder de pelear con Sugita de Capricornio sin atender a razones solo porque dijo la palabra equivocada… El guerrero de oscura piel puso mucho énfasis en eso último, sin lograr alterar al santo de Acuario. Quedó en manos de los oyentes unir esas piezas con las que Shun les había suministrado en el camarote papal hacía poco.
En ese momento, lo que más importó a estos, sobre todo a Orestes e Hipólita, fue la visión. Era muy simple. Una conversación entre Gestahl Noah y Akasha sobre cómo el Santuario tomaría las riendas del mundo una vez Hybris acabara con sus corruptos líderes, desde presidentes, jueces y otros políticos hasta las empresas bajo cuyo son bailan todos los demás poderes. Solo el desprecio que Akasha profesaba por Altar Negro impidió a Sneyder unirse a los otros dos y cortar a Garland en pedazos.
—Estoy seguro de que habrías hecho eso —explicó Garland.
—Atenea es la justicia —dijo Sneyder, con la desbordante pasión de una montaña del Ártico—. Ella creyó en el antiguo Sumo Sacerdote. Yo creo en él y en sus decisiones.
A nadie le extrañó que no mencionara a Akasha.
—Porque crees en Atenea —entendió Garland—. ¿Qué pasaría si te encontraras con ella? ¿Acaso le preguntarías si sirve a la justicia?
—Sí.
—¡No has necesitado ni cinco segundos para contradecirte!
La discusión murió en cuanto Sneyder dejó de responder, permitiendo que todos pudieran intercambiar la información que poseían. Makoto, Hipólita y Hugin hablaron de la ciudad fantasma, los santos de plata legendarios, Manigoldo de Cáncer y la batalla en la Colina del Yomi, mientras que Orestes pudo contar los eventos que él, Akasha, Shun y Arthur debieron afrontar. Fue más detallista que el santo de Andrómeda, pero en honor a la verdad, tampoco Makoto había querido contar demasiado en el camarote papal, de tanta impresión que le provocaba el estado de todos.
El caballero estaba luchando contra la vergüenza que le suponía describir lo que ocurrió frente a Titán de Saturno cuando alguien apareció de improviso, justo sobre el mascarón de proa. Orestes no tardó en reconocer el cuerpo como el de Asterión de Lebreles, si bien con la armadura roja de su propia sangre y más heridas de las que un hombre mortal podía recibir sin entrar al Hades. Orestes frunció el ceño: detestaba ver a un compañero siendo marioneta del enemigo.
—Poseidón… —decía con dificultad—. Poseidón…
El caballero de Lebreles tropezó, cayendo de bruces contra el duro suelo. Allí se retorció balbuceando incoherencias entre las que solo podía entender el nombre del dios de los mares. Todos se pusieron en guardia, detectando el peligro.
—¡Controlar a un siervo del Hijo es un incordio! —clamó una voz, resonando en las mentes de todos los presentes—. ¡Cambio de cuerpo!
Mientras la presencia que dominaba al caballero desaparecía, Hugin hizo una mueca de espanto, presa de un temor repentino. Orestes quiso aprovechar ese momento para socorrer a su compañero, aunque antes de lograrlo, Asterión volvió a levantarse.
—Ah, qué remedio —dijo la entidad que había poseído el cuerpo del caballero, forzando una sonrisa tan amplia que volvió más notorio un punto de luz aguamarina en el ojo—. Yo, Tritos de Neptuno, usando el cuerpo de este sabueso que, juro por los dioses, ya se estaba muriendo antes, he venido a informaros de que Poseidón se marcha.
—¡Infeliz! —Orestes acometió como un bólido de luz contra el astral. A este le bastó una mirada para paralizarlo en el aire—. ¿¡Qué pretendes!?
—Rendirme —contestó el enemigo. Tras chasquear los dedos, Tritos hizo que Orestes retrocediera cuanto había avanzado, provocando que el resto avanzara hacia él—. ¡Dije que me quiero rendir! ¡Olvidé la bandera blanca en lugares misteriosos!
De todos los que los que bien podrían golpear ahora mismo al astral, era Orestes el que más furia despedía desde sus ojos regios.
—Salid del cuerpo de mi compañero. ¡Ahora!
—Ojalá pudiera… —dijo Tritos, de repente cruzado de brazos. Parecía haber recordado que la superioridad numérica no era significativa. Un gesto suyo bastó para que Orestes perdiera el sentido del gusto, enmudecido—. Poseidón se marcha. De la Tierra. Del universo. ¡Se marcha, sin dejar atrás ni un solo avatar!
—¿Por qué íbamos a creerte? —intervino Garland, compadeciéndose de los santos de plata e Hipólita. Notaba el miedo que sentían. Era normal. Tritos podría parecer un payaso, pero seguía siendo uno de los invencibles Astra Planeta. Él, que nada temía, sería quien lo increpara—. ¿Qué es lo que pretendes decir, para empezar?
—Poseidón se marcha —repitió Tritos—. Y dejó una orden muy clara: Ninguno de los Astra Planeta dañará la Tierra, jamás. Ni siquiera se les está permitido pisarla si tienen esa intención. ¡Él nos ha cortado las alas y luego se ha puesto a hacer las maletas! ¿Un dios tiene que hacer las maletas? —Puso las manos sobre la cabeza y se masajeó las sienes, destrozando el casco de Lebreles.
—¿Es que no te das cuenta de que nadie se creerá semejantes mentiras? —cuestionó Garland, diciendo una verdad a medias. Podía oler la esperanza en el corazón de Makoto, hasta Hugin podría llegar a creer en esa promesa, aunque era mucho más reticente—. Solo estás diciendo locuras. ¡Márchate de una vez!
Locura. Esa era la mejor forma de describir el estado actual de Tritos. Empleando el cadáver de Asterión, el astral caminaba por el aire como si este fuera sólido, de abajo a arriba, de lado a lado. Negaba con la cabeza y murmuraba sin parar.
—No sentimos la presencia de Poseidón cuando se abrió el ánfora. ¡Claro! ¿Cómo íbamos a sentirla? Él no se manifestó en la Tierra, sino mucho más lejos. ¡Selló el Portal del Tiempo para que no pudiésemos ver cómo imponía restricciones a nuestros dones divinos desde la misma Esfera de Mercurio! Oh, no debió tomarse tantas molestias, no es como si pudiéramos oponernos a la voluntad de Poseidón. Nadie podrá de aquí hasta que el planeta expire por sí solo. ¡Cualquiera que tenga por objetivo causarle un daño irreversible al mundo que tanto aprecia, se ganará como enemigo al destino mismo! No habrá más Guerras Santas. Se acabó. ¡Se acabó! El único dios que sigue en la Tierra se retirará una vez haya añadido una nueva ley a este universo, la que impedirá que errores como el cometido por Caronte se repitan de nuevo.
Centrado en aquellos pensamientos incontenibles, Tritos no se dio cuenta de que la humedad del aire en derredor estaba bajo el control de Sneyder, quien lo aprisionó entre varias lanzas del más grueso y sólido hielo que podía crear. El mero contacto hizo que los restos del manto de Lebreles se deshicieran junto a la sangre seca.
—Escucharemos tu mensaje —dijo el santo de Acuario, quien apuntaba a Tritos con la mano derecha. Al bajar el brazo, hizo que el hielo y el tranquilo prisionero bajaran a la superficie—. Habla ahora. Hazlo con la verdad.
—Os lo he dicho ya. Por la voluntad de Poseidón, nuestra presencia en la Tierra se volverá non grata en cuanto se marche. Y ahora mismo no me apetece nada enfurecerlo, por lo que tampoco me conviene ir y tomar el ánfora de Atenea por la fuerza. Se acabó, los Astra Planeta no volveremos a molestaros.
—¿Así sin más? —preguntó Garland, desconfiado.
—Es lo que hacen los dioses, ¿no? Deciden algo y la realidad se amolda a esa decisión. El límite está en el hecho de que no solo existe un dios y una verdad sobre el mundo. Poseidón no detuvo sin más la invasión de las fuerzas del Hades porque esta es parte del orden natural de las cosas, venganza y retribución, algo sabéis de eso —apuntó, guiñando el ojo a Hipólita—. Pero los Astra Planeta somos una orden antinatural que existe para reparar desastres antinaturales… ¡Es complicado! ¿Por qué no lo dejamos en que todo lo que tenéis que hacer ahora es proteger vuestro insignificante planeta que tanto desearía visitar ahora mismo?
—Oh, vamos a proteger nuestro insignificante planeta —convino Garland—. Pero no te creo ni una sola palabra. Si Poseidón ha desaparecido, quizá vosotros tenéis algo que ver —acusó, severo. La única razón por la que no le sacaba la verdad a golpes era porque reconocía el poder en Tritos. Incluso usando el cadáver de Asterión, ya sin armadura, permanecía de una pieza frente al poder de Sneyder.
—Dije que Poseidón se marchará, no que ha desaparecido. Es diferente. Imagino a dónde irá: a las Otras Tierras en las que las Alas del Rey han puesto todas sus esperanzas. También es probable que pretenda ir más allá, a los restos de la Creación que llamamos multiverso. Si con ello obra a favor o en contra del Hijo, lo desconozco.
—En verdad debo decírtelo —dijo Garland, casi sintiendo lástima por Tritos—. No te creo. No te molestes en ofrecerme visiones, viajes en el tiempo o lo que se te ocurra. Quizá tú hayas olvidado que te presentaste a nosotros como un maestro en todas las artes de la Raza de Plata, pero yo no. Si no tienes más que decir, vete.
—¿Dices que tengo que mostraros más de lo que ya habéis visto? —preguntó Tritos. El astral estaba tan molesto que ya no pudo quedarse quieto y, con solo dar un paso, rompió las lanzas de hielo como si estas fueran de cristal—. ¿Quién creéis que destruyó el laberinto de los dioses? ¿La providencia? ¡No! Sin Poseidón, soy yo el que debe proteger el Mar de Tetis de la batalla entre Titán y el Zodiaco. Y lo hago a la vez que peleo junto a Titania contra un ejército tan numeroso que de solo verlo correríais a esconderos bajo la cama. ¡Pongo todo mi ser en proteger este lugar del que tanto os habéis servido, para salvaros la vida! Exijo un poco de respeto.
—Me retracto —dijo Garland—. No es solo que no te crea, es que ni siquiera entiendo la mitad de lo que cuentas. Márchate de una vez. Si lo que dices es cierto, si los Astra Planeta ya no van a entrometerse en nuestros asuntos, idos y no volváis.
Tritos recorrió las miradas de todos; unos temían, otros desconfiaban. El astral suspiró, encogiéndose de hombros, y entonces percibió que Makoto quería decir algo.
—Parece que alguien va a hacer una pregunta.
—Vamos a regresar a la Tierra, la defenderemos, la salvaremos. —Tritos asintió alegremente tras cada frase—. Pero varios de nuestros compañeros siguen fuera. Quisiéramos traerlos también. Si es posible.
—Me pides algo difícil. Como te dije, empleo mis fuerzas en tareas muy importantes y delicadas, no estoy en mi mejor momento. Veamos, Neptuno es la Esfera de los Vivos, así que debería poder detectarlos. ¡Y pude! ¡Qué afortunado! Todos se encuentran en la tierra de los gigantes, Hiperbórea. —Sin que nadie le dijera nada, Tritos pasó la mano por las aguas de los mares olvidados, provocando que estas burbujearan. El fenómeno se extendió hasta más allá del horizonte, como una mancha blanca en medio del océano, marcando un camino hasta el lugar en el que supuestamente esperaban Arthur y los demaás—. Viajamos a Hiperbórea, recogemos a los niños perdidos y regresamos a la Tierra felices y contentos. O, si seguís empeñados en realizar vuestra embajada de paz, podemos partir desde allí a los dominios de nuestro comandante, Ío de Júpiter. No solo es un hombre sabio, ¡también fue un santo de Atenea! Os llevaréis bien, creo.
De forma distraída, el regente de Neptuno se acercaba paso a paso a donde estaba Orestes. Era evidente que tenía que morir, todo lo que sirviera al Hijo debía desaparecer. Sin embargo, cuando llegó hasta él notó un cambio en cuanto lo rodeaba. Todo estaba detenido, excepto el santo de Tauro, que esbozaba una maliciosa sonrisa.
—Mi poder es vulgarmente denominado manipulación temporal. Yo prefiero considerarlo como un control relativo sobre el flujo de eventos, un truco que aprendí hace mucho. En este momento, el mundo está descansando. Ahora, descansa tú.
Tan pronto detuvo el tiempo de Tritos, quien poseía a un cadáver sin una gota de icor en las venas, Garland volvió a poner en marcha el del mundo e indicó a Sneyder que se apresurara. Casi dio un suspiro de alivio al ver que el santo de Acuario se saltaba la irritante pregunta. De un momento para otro, había un Ataúd de Hielo aprisionando al astral. Cada átomo de aquel cuerpo estaba detenido, el alma se hallaba sometida por un frío sin par que solo Sneyder dominaba entre los mortales. Similar al Lamento de Cocito, si no es que era un residuo de aquel poder maldito, enterrado en el Hades.
Ni Makoto, ni Hugin, ni Hipólita tenían claro si debían sentirse aliviados. Los santos de oro tampoco daban una respuesta clara, pues no quitaban un ojo de encima al Ataúd de Hielo, buscando ese destello mágico del color de los mares que resaltaba en quienes Tritos poseía. ¿Seguía dentro de Asterión o había logrado marcharse?
—Está haciendo demasiadas cosas a la vez —dijo Garland—. Necesita un ancla a la que aferrarse si todo lo demás se viene abajo. Esta debe ser.
—Si es así —dijo Sneyder, quien mantenía el bloque de hielo a Cero Absoluto—, me servirá como garantía hasta llegar a Hiperbórea.
—¿Señor Sneyder? —Hugin, el primero en entender a qué se refería, no pudo evitar hacer la pregunta—. ¿Piensa ir a Hiperbórea con nosotros?
El santo de Acuario echó un vistazo a los argonautas, estudiando lo que podrían aportar a lo que estaba por venir. Recordando lo que habían aportado hasta ahora.
—Iré solo.
Notas del autor:
Ulti_SG. Hay algo instintivo en los seres humanos que nos dice que escoger el modo fácil, aunque mejor para nuestra salud, es como hacer trampas.
Pero dejemos de hablar de videojuegos, porque la escena de vídeo ha acabado y llega la hora de pulsar botones como si no hubiera mañana. La última guerra duró más o menos cuarenta capítulos, sesenta si contamos desde que Bolverk dio las buenas noches en Heinstein, así que más le vale a Hashmal tener un buen plan para abortarla antes de que empiece, por el bien del mundo y de la esperanza de vida de los lectores. Itia es Sumo Sacerdote, tiene experiencia a ver las cosas con perspectiva, aunque en la franquicia los Papas tienen tendencia a tomar las peores decisiones. (Shion por no matar al espíritu maléfico, Dohko por solo dejar a la suerte que Atenea se salvara del ahogamiento, y el Papa de Next Dimension, que es tan tonto que ni se atreve a dar un nombre por el que lo puedan buscar.). Originalmente, no, el poder de Lucile partía de su voz, pero me pareció curioso en su momento y seguí adelante, sin dudar. No por nada es la Bruja. La habilidad para transformar a la gente que pretende usar más adelante sí que la tenía desde un principio, pero no había tenido oportunidad de demostrarla. ¡Escribiendo historias de Saint Seiya uno descubre por qué solían tener de una a tres técnicas!
Con toda probabilidad, de haber mantenido los poderes de Júpiter esta historia no habría tenido lugar, así que si él no lo lamenta, lamentémonos nosotros en su nombre. La mezcla de los recuerdos es una característica del universo de Okada. Cuando el hombre quiso jugar con el multiverso, expuso que si viajas a otro universo tus memorias se mezclan con las de tu otro yo. Ikki (Episodio GA) es un asesino muy capaz de asesinar a versiones diabólicas de su ser más querido, muy distinto a aquel Ikki que vimos en el arco de Hades, que en el último momento no se atrevió a matar a Shun antes de que Hades lo poseyera del todo. Sin embargo, al mezclarse sus memorias con las de Ikki (La Última Guerra Santa), todo cambia, para fortuna de Lucile. (¿Y desgracia del mundo?). Mufasa VS Nala & Simba, ¿qué podría salir mal? Aparte de todo.
Ah, las escenas que pasan en paralelo a otras escenas. No importa lo bien que procure cuadrarlas, siempre permanece en mí la idea de que hay algo que no encaja, pero creo que esta vez no es el caso y pudimos ver un poco más de ese grupo de héroes.
Definitivamente, Mufasa es el Rey León. (Bueno, en realidad no, el Rey León es Simba, pero quedaba bonito decirlo así… Y creo que pararé con las referencias a Disney.).
Si algo nos ha enseñado la ficción, es que aunque los brujos están más rotos que jugar un GTA con trucos, terminan perdiendo frente a alguien muy, muy fuerte. E Ío es tan fuerte como cabría esperar tras tanto tiempo encumbrando a los primeros santos de oro. La Gracia de Akasha, tan conveniente, salvó el día. ¿O no? Un tanto pícaros esos dos para cómo deberían ser los santos de Atenea, pero uno es muy antiguo y Lucile es única en su especie, como hemos aprendido en todos estos capítulos. ¡No podía resistirme a usar el cliché de Ikki regresando de las cenizas! Puede que haya pasado muchas veces, puede que incluso me haya quejado de lo repetitivo de Saint Seiya, pero es parte de su esencia, es lo que uno espera ver. Al menos de vez en cuando. Aparte, aunque no esté seguro de haberlo demostrado a cabalidad, Ikki (Episodio GA) también es una bestia. Ah, mira, esa es otra cosa que nos enseñó la ficción. Puede que matar a ese mago con menos HP y DEF sea cosa simple, sin embargo, si por ello los dejas para el final mientras gastas tiempo en vencer a sus compañeros, más fuertes y con más HP y DF, quizá te encuentres con una sorpresa. ¡Los estados alterados son la vía más rápida hacia una derrota inesperada y frustrante! Aunque en honor a la verdad, los RPG suelen hacer a los jefes totalmente inmunes a ellos, así que demos a Ío el beneficio de la duda. En realidad, la parte en la que Pirra llama a Ío se debe a cuando los falsos dioses se reúnen en la Esfera de Saturno para contener a nuestro gran, de verdad gran amigo Titán. Siento que no haya quedado claro, todo se vuelve raro cuando está Lucile. Cosas misteriosas ocurrieron y Lucile se salvó por un pelo, un pelo de pollo gatuno.
