Capítulo 134. Rumbo a Hiperbórea
Una vez recuperó la voz, Orestes fue el primero en oponerse a la decisión de Sneyder de viajar solo a la tierra de los gigantes.
—Soy un caballero, no un santo —le recordó—. No tengo por qué obedeceros.
—Es lo mismo para mí —dijo Hipólita.
Sneyder ni siquiera miró a aquel par. Garland pudo haber realizado algún comentario al respecto, pero había dado por perdido cualquier intento de razonar con el santo de Acuario. Prefirió emplear las fuerzas en ayudar a quienes descansaban en el barco, sabedor de que las heridas recibidas en la Rueda de las Reencarnaciones se trasladaban al propio cuerpo. Al santo de Tauro lo sustituyó Emil, que recién salía a cubierta.
—Los que estaban más graves ya han sido curados —dijo el santo de Flecha—. En cuanto a los demás, solo están agotados. Si pudieran descansar un poco…
—Ahora podría ser demasiado tarde —cortó Sneyder, echando un vistazo al Ataúd de Hielo—. Si Tritos ha mentido, los Astra Planeta bien podrían haber iniciado ya un ataque en la Tierra para liberar a Caronte. Si dijo la verdad, queda poco tiempo.
—Puede que seas un santo de oro… —empezó Emil, muy valiente, hasta que quedó cara a cara con el guardián del undécimo templo. De algún modo, aquel hombre se las había apañado para verse aún más amenazador estando herido—. ¡Existe una autoridad superior! Nuestra Suma Sacerdotisa desea hablar con Ío de Júpiter. Irá.
—Solo estorbará.
—¿Llegarás tan lejos como para oponerte a ella?
—Es mi deber como santo de oro velar por la seguridad del representante de Atenea. Hoy, Akasha de Virgo lo es, y carece de fuerzas suficientes para combatir. En este viaje solo estorbará —repitió—. Si es digna de liderarnos, lo entenderá.
—Lo entiende. E irá, porque esta podría ser la última oportunidad de lograr una paz duradera, que no dependa del capricho de los dioses —argumentó Emil, actuando como vocero de Shun de Andrómeda; aquellas eran las palabras del héroe legendario—. Y por si no ha quedado claro, allá donde vaya Akasha… Quiero decir —se corrigió, avergonzado—, la Suma Sacerdotisa, iré yo, para tenerte vigilado.
Se mantuvo el silencio solo durante algunos segundos en los que Emil realizó un esfuerzo sobrehumano por no desviar la mirada. ¡Aquel ojo cerrado, atravesado por una cicatriz, parecía que iba a abrirse en cualquier momento para robarle el alma! Pero eso no pasó, ni Sneyder volvió a replicar lo que sin duda consideraba el necio argumento de un hombre necio. Él, tal y como había dicho, sabía que no tenían tiempo para eso.
—Emil, ¿sirves a la justicia?
—Sirvo a tu jefa, que es lo mismo.
Entretanto, Hugin veía el Ataúd de Hielo con una mezcla de curiosidad y enfado. Creía ver detrás del irrompible bloque el reflejo de Asterión, poseído por Tritos, mostrando una expresión de total desconcierto. Cuando quiso acercarse, una fuerza lo detuvo en seco; era Sneyder, quien había dejado de prestar atención a Emil.
—Si tocas eso morirás.
—Gracias, señor Sneyder. No merecía esa advertencia luego de tantos fracasos. Este es el peor —añadió Hugin, hablando ahora para sí—. Estos Astra Planeta estuvieron a punto de arrebatarme la oportunidad de enderezar a mi hermano. ¡Demonios, estoy seguro de que pretendía entrar en la mente de Munin, herida por la música de ese remedo de Orfeo, solo para descubrir que lo habían sanado! —No era una suposición al azar. Él era telépata y pudo seguir el rastro de Tritos. Viajó desde Asterión hasta Munin, para después regresar al caballero de Lebreles y terminar de matarlo—. ¡Je! Me enfurecen, de verdad me enfurecen estos campeones divinos con sus juegos de críos. —Echó una desagradable risa, como las que solía destinar a quienes interrogaba, aunque en ese momento se estaba increpando a sí mismo—. Sé lo que piensa hacer cuando termine este viaje y estoy de acuerdo. Solo pido una cosa, señor Sneyder, que me permita ser yo quien arroje a esta cosa a los mares olvidados.
Hugin apoyó la rodilla en el frío e hiriente suelo, manteniendo la cabeza inclinada.
—Oye, ¿es que no has escuchado? Si tocas eso morirás —le recordó Makoto—. Además, no sabemos si los mares olvidados bastarán para retener a Tritos. Munin está bien y… ¡No es necesario que te sacrifiques!
—¿Crees que quiero hacer esto por venganza? —dijo Hugin sin alzar la cabeza—. Je, je, je. Tal vez sea así —decidió confesar—. Estoy harto de esta gente que habla de paz y nos mete en batallas sin sentido. Munin ya ha cometido errores suficientes como para que venga uno de ellos a manipularlo como hicieron con este —espetó, ganándose una mirada severa de Orestes—. Si puedo impedirlo arrojando el cuerpo en el que ahora se encuentra, tanto me da perder las manos en el proceso. Si no, al menos tendré el gusto.
Para Makoto, aquella explicación parecía ser suficiente, pues no añadió nada más. Orestes estuvo a punto de golpear a aquel hombre habituado a recibir puñetazos por hablar demasiado, pero vio algo en su enfado con los Astra Planeta que por genuino le pareció digno de respeto. Hugin no deseaba faltar a la memoria de Asterión, sino que expresaba el miedo de perder a un hermano que había arrastrado todo este tiempo.
Al santo de Cuervo, en todo caso, no le importaba la opinión de ambos.
—Hugin, ¿sirves a la justicia?
—Siempre, señor Sneyder.
—Entonces, levántate. Debemos partir ya.
—¡Sí! —exclamó el santo de Cuervo, irguiéndose como una lanza—. Je, tendremos que seguir trabajando juntos, Makoto.
Conforme hablaba, el tono de Hugin fue bajando hasta ser apenas audible. Había algo nuevo en la expresión del santo de Mosca.
—Yo…
—Has decidido regresar a la Tierra —dijo Hipólita—. ¿Verdad?
Eso dejó estupefactos a Emil y Hugin. Quizá incluso Sneyder quedó sorprendido, aunque era difícil saberlo por su imperturbable rostro. Orestes observaba la escena en silencio, como el extraño entre hermanos de armas que en realidad era.
—He estado pensando mucho en Munin. En lo que hablé con él, sobre la forma en que los santos y las sombras luchan por el mundo.
—Ya que tú me advertiste antes sobre los peligros de tocar el más frío hielo —dijo Hugin—, yo te diré que una sola palabra a favor de los caballeros negros en presencia del señor Sneyder podría hacerte perder la cabeza. Con esto estamos en paz.
—No creo que estén en lo correcto —aseveró Makoto, temblando solo un poco al sentir, de algún modo, que Hipólita lo estaba viendo—. Pero sí hay algo cierto en lo que me dijo: impedir el juicio de los dioses no es la única forma de ayudar a la humanidad. Yo… Yo quiero defender a la gente como él hubiese querido.
—¿Cortándole la cabeza a algún político corrupto? —increpó Hugin.
—Si alguno sale del Hades, sí —contestó Makoto, dejando al santo de Cuervo sin palabras—. Pienso unirme a los demás en la Tierra y cazar hasta el último soldado del inframundo que quede. También para ganar algo de tiempo y que podáis regresar.
—¡Tú lo que quieres es volver con Azrael, pícaro!
—Tal vez tengas razón —dijo Makoto, condenando a Emil a la misma mudez que a Hugin. ¡El santo de Mosca había pasado a través de la broma sin inmutarse!—. Vosotros sois mis hermanos de armas, pero él, ese loco asistente con las ideas más descabelladas que he escuchado jamás, es mi amigo. Aunque fuera una vez, me gustaría que lucháramos codo con codo. Estoy seguro de que se las apañará para encontrar la manera de seguirle un paso a un santo de plata —añadió con algo de orgullo.
Teniendo presente el cuestionamiento que Sneyder hizo a Emil y Hugin, Makoto esperó paciente a que Sneyder dijera algo, pero no lo hizo. El santo de Acuario, al parecer, no necesitaba hacerle la pregunta, lo que sorprendió aun más si cabe a los santos de plata.
—Vaya, el polluelo abandona el barco. Y yo que pensaba enseñarle a volar…
Demasiado veloz para los sentidos de Makoto, Hipólita se acercó al santo de plata con el brazo alzado, aunque la mano que terminó bajando dio un par de golpes suaves en el hombro. Fue casi reconfortante, y solo un poco doloroso.
—Quiero aprender, no tengo edad para que me carguen de un lado para otro —aseguró Makoto, ruborizado—. Pero tendrá que ser después, cuando regreséis con la caballería. ¡Nosotros protegeremos el fuerte hasta que nos reencontremos!
—Un deseo bastante optimista.
—No es un deseo. Es una promesa —dijo, viendo a aquel variopinto grupo—. Sin duda volveremos a encontrarnos en la Tierra.
El renovado grupo, junto a Makoto, subieron enseguida al barco. Tras ellos iba Sneyder, que movió el Ataúd de Hielo hasta la cubierta, para luego devolverlo a la ausencia total de movimiento en que debía mantenerlo.
Garland les estaba esperando. Mantenía en el aire dos escudos alargados de forma ovalada que no permitían ver el contenido. Ni falta que hacía, pues para todos era evidente que en ellos estaban los inconscientes Soma y Munin. Ambos habían sido tratados por Akasha, pero no estaba de más que el maestro sanador del Santuario, Minwu de Copa, les diera un último vistazo.
—Así que ya has tomado una decisión.
—Sí —contestó Makoto—. Quisiera despedirme de Akasha y…
—Ya lo hicimos por ti —se oyó la voz de Ban, quien recién subía a cubierta.
—En ese caso, debo irme —dijo Makoto—. Esto no es un adiós, es un hasta luego —reiteró en voz alta, a lo que la mayoría asintió—. ¿Tú…?
La pregunta quedó en el aire. Los ojos de Ban estaban fijos en el escudo que protegía a Soma de León Negro. De algún modo, podía saber dónde estaba su hijo.
—Ichi solía decir… —empezó a hablar el santo de bronce—, que era bueno vivir el presente. En cualquier día, nuestros hermanos, los héroes legendarios, despertarían. Después empezarían a aparecer santos de oro de debajo de las piedras y la pequeña que tanto admiraba al lobo, el oso, el león y la hidra, se olvidaría de ellos. Nos arrancó un juramento, a mí, a Geki y a Nachi, de que cuidaríamos de ella hasta que creciera. Al final solo quedé yo para cumplir esa promesa, y no estoy seguro de haberlo hecho.
—Ella nunca os olvidará —dijo Makoto, recordando la batalla que sostuvieron Ban y June con Afrodita de Piscis—. Y no tienes que cargar tú solo con ese peso. Ella es la Suma Sacerdotisa, nosotros los santos de Atenea. Podemos ayudarla.
—Aquí no tengo mucho que aportar —admitió Ban—. La mejor forma que tengo de ayudar a Akasha es proteger la Tierra. Y a la gente que aprecia. Tú y Azrael le caéis bien —constató, seco, como si estuviera anunciando que el cielo estaba despejado—. Pero Ichi solía decir que era bueno vivir el presente. De las amenazas del mañana, nada sé, solo sé que dos hermanos se han reencontrado tras cinco años de separación, y que podrían vivir felices si cumplo con mi parte, por eso me quedaré aquí, donde nada puedo aportar. Por eso te confío el papel que yo podría jugar en la Tierra.
Makoto, quien no esperaba escuchar tantas palabras del león de bronce, asintió, enérgico. Desde la oscuridad de su alma, herida desde la Noche de la Podredumbre, aparecía un Ban que jamás llamaría a su hijo basura, cualquiera que fuera la razón. Estaba ante un padre listo para dar la vida por el bien de su familia.
—Lo que dije antes, no lo pensaba. Díselo, por favor —pidió el santo de bronce.
—Serás tú quien se lo diga, junto a Shaula —repuso Makoto.
Sin ánimo para discutir, Ban se dirigió hacia donde se encontraba el santo de Acuario. Puesto que ambos conversaron mediante telepatía, nadie supo qué trataron, ni si Sneyder había sido capaz de cuestionarle lo mismo que a los demás.
Makoto, desde luego, preferiría no saberlo. El santo de Mosca anduvo hacia Garland, recibiendo por el camino una palmada en el hombro de parte de Emil y una mirada de aprobación del apartado Orestes. Hugin estaba ya sobre el mástil e Hipólita en su espacio natural, el aire. En todo el barco se respiraba un ambiente de renovada esperanza, a pesar de los pasados fracasos.
—No pude hacer nada por Su Santidad —dijo Garland—. El alma es distinta a la materia, no deseo afectar a los cambios que en ella se producen. En cuanto a Shun, la sangre de Atenea repele mis habilidades, tendrá que conformarse con la ayuda que le ha prestado la Suma Sacerdotisa, me temo.
—Si están graves, podría llevarlos con Minwu —propuso Makoto.
—No, no. Akasha solo necesita descansar y Shun, bueno, estoy seguro de que ha salido bien librado de combates peores. Además, tal vez es lo mejor que no pudiera ayudar.
—¿Por qué?
Garland no respondió de inmediato, sino que señaló al estoico guardián del Ataúd de Hielo. La conversación entre los santos de Sneyder y Ban ya había acabado.
—Hace mucho tiempo, luché una batalla que no soy capaz de recordar. En ella aprendí a entender el tiempo como una sucesión de eventos que podía detener e incluso borrar, en eso se basa mi Tabla Rasa, bastante buena cuando se trata de destruir, no tanto si el objetivo es reconstruir. —Por un momento, Garland observó a Makoto. Las heridas del cuerpo habían sido tratadas en la medida de lo posible mientras Akasha, Shun y Orestes se hallaban en manos de los Astra Planeta, pero el manto de Mosca tardaría en repararse—. Lo que no te mata, te hace más fuerte. Las heridas que recibimos, los daños que sufren nuestros mantos sagrados en el combate, son experiencia que queda grabada en nuestras almas, nos permite crecer. Sanar nuestros cuerpos o reparar o revivir estos magníficos mantos no niega los combates que debimos librar, mi poder sí lo hace. Yo soy capaz de negar eventos que ya han ocurrido. Ese es mi secreto.
Como para dar fe de ello, aunque sonara contradictorio, hizo amago de intentar usar tan prodigiosa técnica sobre Makoto, quien rechazó la oferta. Acto seguido, gustoso de que el santo de Mosca lo entendiera, Garland giró hacia Sneyder.
—Si vuelves a hacer daño a esa chica, definitivamente te mataré, Pacificador.
No hubo cambio alguno en la expresión del santo de Acuario, pero vientos huracanados golpearon de lleno a los dos, que cayeron del barco junto a los cuerpos que Garland transportaba. Tras recuperar el equilibrio sobre el suelo helado, el santo de Tauro alzó la guardia, solo conteniéndose al sentir que Makoto estaba tranquilo.
—Usar palabras tan fuertes solo te hacen parecer débil, Gran Abuelo.
Como reaccionando a la voz de Sneyder, la orilla hecha de hielo empezó a quebrarse. Pedazo a pedazo, aquella construcción fue tomando la forma de una escalera de cristal pegada a la pared rocosa del cabo de Sunion.
—¿Lo viste venir? —preguntó Garland a Makoto mientras oía los pasos de quienes se retiraban, Orestes y Sneyder—. ¿Puedes entender a Sneyder?
—Puedo entender que hay gente que piensa distinto a mí —contestó el japonés—. Es algo que he aprendido en este viaje. Solo tengo fe en que a pesar de nuestras diferencias todos luchamos por lo mismo. Creo en la gente.
—Como Akasha —observó Garland.
El barco ya estaba de nuevo en movimiento. Emil, alegre, les despedía de forma exagerada; Hugin se pasaba la mano por el rostro, avergonzado; y Ban fijaba la vista cansada en una de las barreras que flotaban a los lados de Garland.
—Juro que no le pasará nada en la Tierra. Lo cuidaré hasta de sí mismo.
—Entonces yo también haré un juramento, Gran Abuelo. Que traeré a mi hija de regreso a casa. Es por eso que estoy aquí. No más, no menos.
Aquellas palabras, oscurecidas por la herida que tenía en el cuello desde hacía trece años y que ahora se había agravado, serían las últimas que el santo de León Menor pronunciaría jamás. Garland, aun intuyéndolo, se limitó a desearle buena suerte.
Poco después, el barco se alejó de la influencia del santo de Tauro, quien los había aislado del resto del universo como precaución a que el extremo de la senda marcada por Tritos desapareciese con el paso del tiempo. Eso era lo último que Garland podía hacer por los argonautas, el resto corría a su cuenta.
—¿Cómo harás para llevarnos de vuelta? —preguntó Makoto.
—No hará falta —dijo Garland—. El cabo de Sunión volverá a formar parte de la Tierra, si Tritos de Neptuno dice la verdad. Si no —sopesó, preocupado por el poco tiempo que tardó en sonreír—, tenemos a nuestro lado a alguien capaz de navegar por estos mares olvidados, ¿no? Sea como sea. Volvemos a casa.
Estaban de nuevo en medio del más grande de los mares, sin que sentidos convencionales o extraordinarios pudieran determinar dónde estaba el límite. La mayoría descansaba en los camarotes, incluso el vigilante Hugin, que mantenía un eidolon tan lejos como era posible, observando la luminosa senda que atravesaba el océano, se permitió cerrar los ojos por algunos minutos.
¡Cómo habían cambiado las cosas desde la batalla en Reina Muerte hasta ese día, en el que sombras, santos y un caballero debieron luchar codo con codo para sobrevivir! Ahora todos podían confiar la vigilancia en alguien como ella y descansar.
—No es como si les fueras a traicionar —dijo una voz conocida, cálida como un día de verano, que resonaba en su mente gracias al poder de Ethel—. Tú no, al menos.
—Gestahl Noah, sombra de Altar —saludó Hipólita, quien paseaba por el barco como si no estuviera hablando con el ser al que más odiaba su capitana—. Has estado ausente todo este tiempo. ¿O no es así? He oído que la ayuda que recibió Akasha fue muy conveniente… Y ese animal que usaba el manto de Tauro…
—Escogemos a nuestros enemigos, no a nuestros amigos —evadió Gestahl, aún en el refugio de Hybris, con el báculo Niké en la mano y un ojo cerrado, a través del cuál podía comunicarse con Hipólita—. Ya que estáis todos a salvo, supondré que me escucharon. Me alegro, en verdad. El final está cerca.
—¿Podemos fiarnos de Tritos? —dijo Hipólita, viendo de lejos el Ataúd de Hielo. Entendía que esa era la única pregunta que Gestahl le respondería sin evasivas.
—Julian Solo ha iniciado un viaje a Bluegrad. Empleará el Trono de Hielo para reunirse con Damon y poner punto y final a esta guerra entre vivos y muertos. Eso es todo lo que sé, de momento, aunque puedo garantizarte que Tritos no se atreverá a contravenir la voluntad de Poseidón, sea cual sea, y que Titania está demasiado ocupada enfrentando a los ángeles caídos como para dirigirse a la Tierra —se detuvo un momento al notar confusión en la mente de Hipólita, decidió que debía dar algunas explicaciones—: Guerreros celestiales que se pusieron de parte del Hijo. Se dice que durante la guerra, un tercio de las fuerzas del cielo se unió al bando del dios sin nombre. Los que sobrevivieron al conflicto aún sueñan con alcanzar la victoria.
—Un ejército que haría que nos escondiéramos debajo de la cama, ¿eh? Siento que es nuestro final el que está cerca.
—Los que sirven al Hijo y los caballeros negros son dos grupos independientes que están aliados por las circunstancias. No deberías preocuparte demasiado por lo que suceda con ellos —aseguró Gestahl—. Además, conforme pasa el tiempo, menos arrepentido estoy de haber usado mi carta del triunfo contra los Astra Planeta. Si aún no han convocado a los nueve ejércitos es porque no pueden hacerlo.
—¿Nueve ejércitos?
—Todo lo que existe y tiene poder en el infierno, los mares y los cielos puede ser comandado por Plutón, Neptuno y Urano. Por otra parte, las fuerzas de la destrucción, el balance y la creación están sometidas a Marte, la Tierra y Venus. No solo hablo de espectros, marinos o ángeles, sino de todos los espíritus que interceden entre los mortales y quienes moran en el Olimpo.
—Cuento seis.
—Quienes son derrotados por un regente de Júpiter, quedan ligados a la Esfera de la Ley y los Héroes por un contrato que solo un dios puede romper. Y ya que Saturno puede reproducir todo lo que es posible desde el principio hasta el final del universo, solo quienes son más viejos que este pueden servirle. La Raza de Oro. Esto es solo una hipótesis, ya que los primeros hombres acabaron siendo tan sabios y poderosos que dejaron atrás cualquier ambición, actúan para reparar daños, no para causarlos.
—Van ocho. ¿Y Mercurio?
—No lo sé —admitió Gestahl—. Tampoco es como si necesitaran más. Este planeta no podría albergar ni siquiera a uno de los nueve ejércitos, no digamos ya soportar tal cantidad de poder. El ejemplo paradigmático durante la Guerra del Hijo fue la vanguardia adamantina de Venus, autómatas creados por el dios herrero para honrar a la diosa del amor, capaces de adaptarse a cualquier circunstancia. Eran irrompibles e imperecederos, uno solo de ellos…
—Sí que quieres que me esconda debajo de la cama, ¿eh? —se burló Hipólita antes de dar un amplio salto, a tal velocidad que despertó sin querer al somnoliento Hugin. Se quedó flotando a mil metros del barco, donde podía moverse con relativa libertad.
—Respondo a quien me pregunta —dijo Gestahl.
—A veces —contraatacó Hipólita.
—Eres muy dura conmigo… Pero no debes temer. Los Astra Planeta tenían soldados para librar las pequeñas batallas, cada regente contaba con un grupo de guerreras satélite que estaba a su entera disposición, incluso para transmitir un mensaje. A pesar de eso, ahora hablan directamente y luchan contra todo enemigo que se les presente en persona. Tal vez Tritos no se atreve a concertar una reunión entre Akasha y los dioses porque no sabe dónde se encuentran. Si eso es así, significa que este es el único momento en el que los Astra Planeta pueden caer. Todos ellos —advirtió, siéndole imposible ocultar la ansiedad que esto le producía.
—Los dioses del Olimpo descuidando el trabajo de gobernar el universo, ¿eh? ¿Qué hay de Atenea? ¿También ha apartado la mirada de la desgracia humana?
—Atenea también tendrá que tomar una decisión —aseveró Gestahl, en otra vida el primer Sumo Sacerdote de la diosa de la sabiduría—. Cuando vea el verdadero rostro de la humanidad, podrá al fin decidir si vivir entre nosotros o liberarse de esa antigua promesa de salvación. Ese día está más cerca que nunca.
—Tu mundo dorado más allá del bien y del mal —dijo Hipólita, revoloteando por el aire como una auténtica águila—. Donde los justos prosperan. Y no hay malvados.
—Quiero ver ese mundo contigo. No temas, no te escondas. Se acerca una era en la que todos podemos caminar libremente. ¿Me acompañarás en ese último viaje?
—¿Dices esas cosas después de negarte a hablar de tu pasado? —Hipólita no pudo evitar soltar un carcajada, lo que debía haber llamado la atención de Hugin si era la mitad de listo de lo que parecía—. ¡Qué descaro!
—El pasado está atrás. El futuro, delante.
—Puede que el futuro te obligue a buscar a otra acompañante.
—Estoy demasiado viejo para seguir buscando sin encontrar. Y cansado, muy cansado. Soy el último de un grupo de necios mortales que vivieron más de la cuenta. Yo no deseo la muerte —aclaró—, pero sí una vida de recompensa luego de tantos castigos.
Hipólita se guardo para sí una respuesta. Impulsándose a una increíble velocidad, llegó al barco, justo frente al mástil donde Hugin por poco se caía de la impresión.
—Si vuelves a dormirte te arrancaré los párpados.
Dejando boquiabierto al santo de Cuervo, Hipólita aterrizó. Se había despejado lo suficiente y también ella quería reposar al menos un poco. Pero antes de bajar, recordó una última pregunta que quería hacer.
—¿Munin sobrevivirá?
—La música de Orfeo de Lira lleva a la locura y la muerte a quienes lo escuchan. No imagino cómo Akasha pudo salvarlo, siendo que no es tan experta en las artes curativas como Minwu de Copa. Tal vez reunir todo el poder de las constelaciones la cambió.
Hipólita sonrió. Munin, sombra de Cuervo, habiéndose ganado el paradójico sobrenombre Cuervo Blanco, era el mejor recurso de Hybris. Ningún otro del Consejo de los Seis, salvo quizás el propio Gestahl Noah, era tan importante para los planes de la orden, pues sin los Hijos de Mnemosine la matanza que habían estado llevando a cabo no sería nada más que eso, una carnicería más en la historia de la humanidad. A pesar de todo eso, Gestahl Noah había pasado enseguida de hablar sobre uno de sus leales subordinados a alabar a quien tanto lo odiaba. Por alguna razón, esa nueva faceta de su amante, tan vulnerable en quien todo lo tenía calculado, le resultaba encantadora.
—Hay algo más —dijo Gestahl Noah mientras Hipólita bajaba las escaleras.
—¿Sí?
—Hay algo en este viaje que no me gusta. La muerte de Asterión de Lebreles tiene un significado, lo intuyo. Quizá los Astra Planeta no sean el único enemigo.
—No tengo el poder para hacerlos regresar.
—Nunca te pediría un imposible. Además, es bueno que no haya demasiados santos de oro mientras realizamos nuestro movimiento. Solo los estrictamente necesarios.
—¿Entonces?
—Solo, protégelos. Cuida de ellos.
—Les echaré un ojo…
Con esa broma, Hipólita suspendió la conexión.
«Cuida de Pirra —dijo Gestahl para sus adentros, muy lejos de los mares olvidados—. Hasta que el Ocaso de los Dioses comience y un nuevo mundo nazca.»
Notas del autor:
Shadir. Imagino que fueron buenas películas y una buena serie. Bienvenida de vuelta.
Sí, desde luego está a la altura de su signo, en la línea de Escanor, otro león orgulloso.
Le queda muy bien un estilo de lucha tan agresivo. Aunque en el Episodio GA es así, fungiendo como un asesino enviado por el Santuario, mientras escribía esta batalla tenía presente sus apariciones en las películas clásicas. Era un cliché verlo matar al villano de turno como si solo fuera carne de cañón, pero, ¡qué cliché! Creo que se complementaron bien, solo que esta vez los leones jóvenes no pudieron ganarle al león viejo. ¡Es una bestia, ese Hashmal de Leo! La excepción que confirma la regla.
Sí, batalla, tras batalla, tras batalla. ¡Menos mal que era una embajada de paz!
Seph Girl. Tras 84 años, el reencuentro llega al fin.
A la muchachada les pasa de todo. Ni en los momentos de descanso pueden descansar. Por eso los recuentos son tan útiles, ¡hasta para el autor! Las consecuencias del cuarto arco de esta historia se van revelando con despertares y desapariciones. Juro sobre la Constitución, que el barco no come gente antes de medianoche. ¿Qué hora…?
Bueno, la hora y los hábitos alimenticios de los barcos milenarios no es lo importante, lo que sí importa es todo lo que estos grupos tienen que contarse, como la política del Santuario de no negociar con los Astra Planeta. Nunca. En ese sentido no ha habido muchos cambios desde el papado de Kanon. Y cae el Laberinto de los Dioses. Adiós Laberinto de los Dioses, que la Fuerza te acompañe. Siempre te recordaremos por haber salido en Next Dimension para nada más que introducir una referencia mitológica. (Este es un momento tan bueno como cualquier otro para aclarar que de ahí viene.).
¡Más reencuentros! Esta vez en el cabo de Sunión. Sí, Sneyder es de esos personajes que de algún modo se vuelven más intimidantes cuando pierden algo. Ese capítulo especial en que debiste adaptarte al estado de salud, ya presentado en el borrador, de los combatientes. ¡Gracias por el esfuerzo! Creo que quedó bien implementado.
¿Ves? Dije que el barco no come gente antes del mediodía… Dije eso, ¿verdad? Tritos como de costumbre siendo único en su especie. Como dice la canción: ¡Y se marchó y a su barco lo llamó libertad! Puede parecer una broma, pero los dioses del Olimpo cobran salarios estratosféricos para salir en fanfiction, por eso son tan abundantes los dioses de cristal que se mueren si tan solo respiras muy fuerte delante de ellos. Son sustitutos más baratos, malhablados y tiránicos. Conociendo a Tritos, me temo que no hizo lo de los calzoncillos porque no se le ocurrió, no porque fuera vergonzoso. Don´t mess with Poseidón! Que él sí se hace respetar. La diferencia entre tener que lidiar con Astra Planeta hechos y derechos, y hacerlo contra presuntos enviados, es lo bastante grande como para que podamos aplaudirle por esta vez al dios de los océanos.
Como diría Don Jorge, de Te lo resumo: ¡Ja! Aunque en defensa de los santos de Atenea, la primera propuesta de paz que recibieron vino después de que una invasión zombi llegara al Santuario. A los Astra Planeta les urge un curso de Marketing.
¿Quién sabe? A lo mejor en el fondo del mar, Tritos es bueno. Solo le faltaba rescatar él a los santos de Atenea perdidos y llevarlos a todos a la Tierra con una sopa caliente y recuerdos de su loco viaje. Pero, ¿qué es la vida sin un poco de aventura? ¿Y qué es la diplomacia si no pasas por la apasionante experiencia de ser congelado? Así tiene algo en común con el ex-petrificado Orestes, cuya suerte, a estas alturas, es legendaria.
Un meme muy apropiado para describir el arrollador coraje de Sneyder. Unos pierden la mano y se vuelven más vulnerables, romanceando con Lucifer de paso. Él pierde la mano y se vuelve más rudo de lo que ya era. ¡Qué suerte tiene Deríades de estar muerto!
