Capítulo 144. Paz quebrantada
Una vez el Hades fue sellado, el mundo fue dirigiéndose poco a poco a su estado natural gracias a la ayuda del Santuario. En la Tierra, eran cazados los monstruos rezagados de los ejércitos del inframundo, mientras que las ninfas enviadas por la Suma Sacerdotisa a las cuatro entradas del inframundo la noche antes de que tierra sagrada fuera despedazada por Titania de Urano, comenzaban la laboriosa tarea de restaurar el yermo de Naraka, el estéril territorio de la extinta familia Heinstein, el gélido Bluegrad y aun el abismo en el brumoso continente Mu, a donde el grupo de las más valerosas hijas de la Tierra se dirigían con una pequeña escolta de marinos y caballeros negros a fin de crear una nueva isla a la que llamarían Reina de la Vida. De debajo, por otra parte, se ocupaba alguien con el que el Santuario no creía poder contar.
Nimrod de Cáncer, envuelto en bastos ropajes de viajero, se asombraba una vez más de lo mucho que le agradaba que la Colina del Yomi volviera a su forma original. Era, con toda seguridad, uno de los pensamientos más sombríos que había tenido desde que renació, el de contemplar aquellas filas interminables de almas ascendiendo por la montaña hasta la cima que era suma de toda desesperación humana, y pensar que era lo correcto. Creer que era bueno que la mal llamada colina tuviera esa forma, y no la de aquel caos que solo unos pocos de los que lucharon en la pasada guerra tuvieron que ver, sentirse agradecido de que de nuevo todo fuera lo que siempre fue: una tierra gris sin esperanza bajo un cielo en eterno crepúsculo, un páramo atemporal que hacía las veces de frontera entre el mundo de los vivos y el reino de los muertos. ¿Había dejado atrás su humanidad al fundirse con el Aqueronte, en la más arriesgada apuesta de sus diez mil vidas? No, eso solo le había aportado perspectiva. Sabía que las cosas eran del modo que eran y no había nada que hacer, de momento. Sabía, por encima de cualquier otra cosa, que era necesaria una frontera entre dos reinos que guerrearían por la eternidad si pudieran. Hasta un orden imperfecto era preferible al caos.
—Bueno, es tiempo de la ronda diaria —dijo el santo de Cáncer, animado. El pecho le dolía allá donde estaría un corazón si fuera de carne y hueso, un eco de la técnica de Triela de Sagitario, Enfermedad, que le llegaba desde la misma entrada al Hades—. Mientras no sienta deseos de comer almas para desayunar, todo irá bien.
Rio de su propia broma desagradable como si fuera un chiquillo, porque era su forma de negar el ansia de nuevas fuerzas. Allá en la superficie, la Guardia de Acero no había destruido todavía los cuchillos Hydra y demás armas, de modo que lo que consideró una victoria bien podría ser solo un intermedio en el eterno fluir del Aqueronte. Caminando entre espíritus a los que no podía salvar, ahora que aquel plano volvía a funcionar de forma adecuada, rememoró su descenso al río del dolor, el despertar de la Octava Consciencia y la irresistible tentación de tomar un trono vacío. No le fue posible, pues el pestilente hijo de Océano y Tetis seguía vivo, de manera que hubo de conformarse con reclamar para sí la Colina del Yomi, aprovechando que los Señores del Hades estaban centrados por completo en un futuro concilio.
—¿Quién me iba a decir a mí que los dioses eran tan diligentes? —lanzó ya cerca de la cima. Había saludado a muchos hombres que conocía, por desgracia. La Guardia de Acero debía estar tratando de ayudar a los santos de bronce y de plata a cazar los monstruos que quedaran sobre la superficie—. ¡Faltan al menos doscientos años para que puedan volver a intentarlo! ¿Tan importante es dar la bienvenida a la reina?
Ese era un asunto de importancia. Los Señores del Hades esperaban la aparición de la reina, que no podría ser nadie más que Perséfone. ¿Por qué iba a venir la esposa del dios del inframundo ahora que este estaba, si no muerto, al menos desaparecido?
Estaba dándole vueltas a ese asunto cuando llegó a la cima de la Colina del Yomi, el punto final del que no deberían salir más Campeones del Hades.
—¿Qué tenemos aquí? —preguntó Nimrod, pisando la mano que sobresalía del borde antes incluso de determinar quién era—. ¡Vaya! ¿Qué es de tu vida, Jäger?
El hombre que colgaba del borde del abismo no respondió, ni siquiera con una mueca de dolor cuando Nimrod aumentó la presión de la bota sobre sus dedos. Aun desde esa posición tan desventajosa, se limitó a dirigirle una mirada llena de odio y desafío.
No era de extrañar. El santo de Cáncer lo había arrojado a la Colina del Yomi cuando los cuatro ríos del Hades la dominaban. Era todo un milagro que siguiera vivo.
—Todo un santo de Atenea —aprobó Nimrod—, aun después de traicionarla.
—¿Qué sabrás tú de la traición, Señor del Hades? —exclamó Jäger.
—Asumiré que es una pregunta retórica, porque sé muchas cosas, como que no soy un Señor del Hades. No es nada útil serlo estos días. Sus generales murieron en batalla, sus puertas están cerradas a cualquiera que desee salir y, esto te va a encantar, ¡su campeón ha sido sellado por la Suma Sacerdotisa del Santuario!
—¿Esa mujer ha podido derrotar a Caronte de Plutón? —preguntó Jäger.
—¿Ninguna lágrima por tu rey muerto? —acusó Nimrod—. Creía que solo Damon era el convenenciero, maquinando entre las sombras la resurrección de las más poderosas almas que se hallan en el Hades. ¡Debió ser de lo más frustrante ver cerrada la conexión entre la Tierra y el río Cocito, después de ver a sus hermanos caer uno tras otro! En el mismo día perdió a su vieja familia y la nueva que pensaba conseguir.
—Mientras yo viva, los dioses del Zodíaco no regresarán —aseveró Jäger, envuelto en un cosmos de plata que nada tenía que ver con el Aqueronte—. No lo permitiré.
—Ah, descuida. No volverán —aseguró Nimrod, alistándose para ejecutar sobre el vulnerable Jäger las Ondas Infernales—. Las fracturas en la barrera que separa nuestro mundo del de abajo han sido reparadas. La Tierra sana por sobre viejas heridas. Un nuevo futuro les espera a los que sobrevivieron; a los que morimos, bueno, nos resta quedarnos bien muertos. Preferiría consultar con el Santuario lo que hacer contigo —confesó, honesto—, pero no me es posible pasar más allá de la Colina del Yomi. Adiós.
Un remolino de fuego fatuo surgió del dedo de Nimrod. Las Ondas Infernales, una técnica capaz de enviar el alma de un hombre a la frontera entre el reino de los muertos y el mundo de los vivos. ¿Qué efecto podría tener, entonces, si se realizaba en la Colina del Yomi? Según el predecesor de Nimrod, sería uno que aun los dioses repudiarían: la destrucción de un alma, que quedaría fuera del ciclo de las reencarnaciones. Un buen hombre no usaría algo así contra nadie, por malvado que fuera.
Él no creía ser un buen hombre, pero aun así, dio una fuerte patada contra el rostro de Jäger antes de que la técnica lo alcanzase. El otrora Portador del Dolor cayó por espacio de un instante, clavando en el momento crucial los dedos en la piedra gris a la vez que ejecutaba una técnica para la que Nimrod no estaba preparado.
Un fino haz de luz rojiza lo golpeó en el pecho, obligándole a arrodillarse y retroceder. Tras medio segundo, se incorporó solo para ver cómo Jäger esquivaba las Ondas Infernales de un salto que lo puso a su diestra.
—La Aguja Escarlata —advirtió Nimrod—. La auténtica, no una imitación.
—Se ve que no me conoces tan bien como crees —dijo el Campeón del Hades, descargando tres de aquellos haces. Nimrod pudo esquivarlos todos, pero cuando ya le habían pasado de largo, cada uno se tornó en un millar de dardos que al punto impactaron sobre la espalda del santo de Cáncer. Una mueca de dolor se formaba en el semblante de Nimrod mientras su oponente proseguía—: El primer santo de Escorpio fue mi maestro, desarrollamos juntos la Aguja Escarlata, como una dosificación de la técnica capaz de matar a un ser vivo de un solo golpe, la Muerte. El Espino Carmesí que acabas de recibir es una variante menor, aunque eficaz. Como dijiste, mi nombre es Jäger de Orión —aceptó esta vez sin reservas, siempre apuntando a su oponente—. Un hombre vivo, al igual que tú que sigues conociendo el dolor.
Tras esa declaración, lanzó siete veces la Aguja Escarlata, a lo que Nimrod apartó de su mente los remordimientos de consciencia e invocó, de nuevo, las Ondas Infernales.
El remolino de fuego fatuo engulló los proyectiles como si fuera un agujero negro, aplastándolos con una fuerza que no pertenecía al universo material. El sonido del cosmos al romperse resultó desgarrador en los oídos de Nimrod, quien de pronto entendió por qué había dado marcha atrás la otra vez, poniéndose en riesgo como un novato. Al echarle en cara a Jäger el que Damon, uno de los compañeros en los que había decidido confiar, fuera todo lo contrario a la fe que él procesaba, confiaba en romper su determinación. Estaba seguro de que lo haría porque no era ningún embuste: los Nueve de Rodas estaban acelerando el movimiento del río Cocito para desgastarlo, un modo de proceder que solo podía tener como fin liberar a los que había en las profundidades, entre miles y miles de santos de Atenea y los mil millones de víctimas del diluvio universal. Damon quería resucitar a los dioses del Zodíaco. Era posible que eso entrara en los proyectos a futuro del rey Bolverk, incluso.
Pero lo que logró con ello no fue desesperar al que como un mercenario usó por varios años el nombre de Ignis. Todo lo contrario: le despejó la mente, le recordó que era un santo de Atenea, tal y como se proclamó al inicio de aquel último combate que sostuvieron entre las risas y miradas burlonas de Aqueronte. Entonces Lisandro se apoderó de todo él, recordándole la fe y admiración que un día aquel eterno aspirante sintió por su maestro, Jäger de Orión. No quería destruir el alma de aquel que juró poner fin a la maldad de los hombres, tanto tiempo atrás. Matarlo sería suficiente.
—Si tan solo el mundo fuera justo… —Calló de pronto, preso de un mal presentimiento. Las Ondas Infernales estaban estáticas para sus sentidos aumentados, así como el propio Jäger de Orión. Un retazo de la Octava Consciencia.
A pesar de la velocidad que esta le otorgaba, no pudo reaccionar a tiempo, en parte porque no había sitio a donde ir. De repente pareció que el cielo caía sobre la tierra con toda la fuerza de las alturas. Una presión sobrenatural estremeció la totalidad de la Colina del Yomi hasta los mismos cimientos, quizá hasta donde incontables almas aún eran atormentadas por los pecados cometidos en vida. Tal era el poder del ángel que se había manifestado, aplastando el brazo de Nimrod a la vez que borraba por completo las Ondas Infernales. Antes de que el santo de Cáncer terminara de darse cuenta, los dedos del nuevo enemigo le estaban aferrando el otro brazo.
—Cratos —dijo Nimrod—. El ángel de la Fuerza.
Vestía una armadura blanca de cuerpo completo, impoluta. Del yelmo, que le cubría por igual la cabeza y el rostro, dejando solo a la vista los ojos rojos como la sangre, caía un largo cabello del mismo color. Dos alas surgían de la espalda, destellantes de brillo y poder. Ecos de la divinidad con la que los dioses bendicen a los guerreros celestiales.
—¿También te envía Titania? —cuestionó Cratos a Jäger—. ¿Quién eres?
—¡Eres tú quien ha aparecido de improviso! —apuntó Jäger, desconfiado—. ¿Quién demonios eres? ¡Solo un Astra Planeta podría someter así a un santo de oro sin siquiera esforzarse! —aseveró, conociendo de primera mano la fuerza de Nimrod.
—¿Es que caerte al Hades te ha producido sordera? —exclamó Nimrod, orgulloso a pesar de su situación—. ¡Acabo de decir que se trata de Cratos, un ángel! Tiene tanto que ver con los Astra Planeta como el patrón y el portero.
En un abrir y cerrar de ojos, el llamado Cratos arrancó otro brazo a Nimrod y lo arrojó por el abismo. El santo de Cáncer, prudente, retrocedió de un salto. Para no deleitar al guerrero celestial con un grito de dolor tuvo que morderse la lengua.
«¿Ni siquiera sirvo como guardián de la frontera? —pensaba Nimrod con amargura.»
—Como dice la Abominación —dijo el ángel con claro desprecio—, mi nombre es Cratos, aquel que excede la fuerza de todos los mortales.
Jäger sintió compasión por el santo de Cáncer solo el tiempo que este tardó en regenerar los brazos perdidos. Al igual que las cabezas de la hidra, sendas extremidades surgieron de los muñones ensangrentados de Nimrod, envueltas en un líquido amarillento que apestaba a muerte y enfermedad. Su primera impresión había sido acertada, incluso si el viejo se lo había negado. Nimrod ya no era un hombre, ni siquiera un Portador del Dolor como él lo fue. Se había convertido en aquello que buscaba ser desde que renació a la luz de la Égida y vistió el cuarto manto zodiacal.
—Aqueronte —espetó Jäger.
—No es más que una Abominación —replicó Cratos.
—Podéis seguir llamándome Nimrod —dijo el santo de Cáncer—. Un santo de Atenea listo para enfrentar a sus enemigos. Sí, no me mires así, Jäger. Atenea y los santos son uno y son lo mismo —recitó, evocando las palabras que los soldados del más bajo rango del ejército del Zodíaco pronunciaron más de una vez durante la Guerra de Troya.
La respuesta despreciativa que daba Cratos entonces, aun si por un solemne juramento luchaba al servicio de Pirra de Virgo, se repitió ahora.
—Tanto como lo son el sol y la sombra de los gusanos.
—Sí, todos fuimos como gusanos esa noche maldita —admitió Nimrod con un cabeceo—, no merecíamos el perdón de nuestra diosa, mucho menos su amor, pero obtuvimos ambos. Por eso permaneceré aquí como el guardián de la Colina del Yomi, un gusano que nunca más verá la luz del sol, para que otros puedan disfrutarla. ¡Esa es mi razón de ser, mi deseo, tras diez mil fracasos!
No había terminado la frase cuando ya cargaba contra Cratos, quien más rápido que el relámpago se adelantó para encajarle un puñetazo en pleno rostro.
—¡No es posible! —exclamaron a un mismo tiempo Cratos y Nimrod, ambos de nuevo en el punto de salida, como si no hubiesen dado ni un solo paso.
Por ser un espectador externo, Jäger fue el primero en notar a la enmascarada que había allá donde los oponentes estuvieron a punto de chocar. Reconociéndola como una santa de oro, no dudó un instante en disparar catorce veces la Aguja Escarlata, siendo todos los ataques infructuosos. Todos pasaron a través del manto de Piscis sin causarle daño alguno, como si se tratara de un fantasma de la legión de Leteo.
—No puede ser eso —decidió Jäger—. Mi cosmos la habría dispersado si se tratara de un fantasma. Entonces, ¿qué demonios…?
—No está aquí —afirmó Cratos, quien por cautela no había intentado acercarse a la ungida por Piscis—. No siento ningún cosmos en ella.
—Yo estoy en todas partes —corrigió Shizuma Aoi—. Y ahora estoy aquí. Para evitar que deis muerte a quienes aún deben vivir.
El tono neutro de la Dama Blanca descolocaba a Jäger, acostumbrado a saber interpretar a cualquier mortal. Solo había necesitado verlos para saber que los dioses de Troya eran falsos, ¿y ahora no podía estar seguro de nada sobre aquella santa de oro?
Cratos estaba igual de confundido, aunque sabía ocultarlo mejor.
—No es muerte lo que traemos, sino la voluntad de los dioses.
—El Santuario solo reconoce la voluntad de una entre los inmortales —dijo el santo de Cáncer, acercándose hacia su compañera. Ya no vestía las ropas de antes, mil veces agujereadas por el Espino Carmesí, sino el resplandeciente manto de oro que le correspondía—. Sabes que no puedo irme contigo, ¿verdad?
—Todos cumplimos un papel, por el bien de nuestra señora —respondió Shizuma—. Ni el vuestro ni el mío es luchar ahora, sino escuchar.
Tanto Jäger como Nimrod mostraron asombro por esas palabras. Sabiéndose enemigos, ¿cómo no iban a combatir? El santo de Orión, quizá el más confundido de los que allí se hallaban, esperó a que Cratos clarificara en algo la situación.
Contrario a tales expectativas, el ángel se limitó a avanzar hacia los santos de Piscis y Cáncer, acompasados sus pasos por la voz de una mujer enumerando nombres.
—Jaki, Damon, Deríades, Casandra, Alexer, Terra, Jäger, Aqua, Palas, Bolverk, Mithos. Once Campeones del Hades, trece años. ¿Nunca habéis pensado en eso?
Acaso como muestra de buena fe, el cosmos del guerrero celestial disminuyó junto a la presión que atosigaba la Colin del Yomi. Las alas se tornaron en un fuego resplandeciente por un momento, antes de desaparecer, revelando lo que se ocultaba tras la sombra del ángel. Aunque apenas la cabeza salía de la superficie, como si el resto del cuerpo fuera uno con la tierra, ya esto fue suficiente impresión para Nimrod y Jäger: el pelo del color de las hojas de los árboles, las orejas puntiagudas, la lengua rosada pasando a través de los colmillos y los dientes llenos de puntitos rojos a medio limpiar… Bía, Madre de Demonios, como ella misma se presentó; Bía, ángel de la Violencia, como Cratos la anunció después.
—Es la tercera Campeona del Hades —añadió el ángel de la fuerza—. Yo soy el segundo. Nada tenemos que ver con el inframundo al que tanto deseas enfrentar, Abominación, salvo el hecho de haber regresado de allí.
Desconcertados por la revelación, tanto Jäger como Nimrod guardaron silencio.
—Qué callados estáis… —lamentó Bía, en otra vida ángel del Olimpo, ahora una de los trece Campeones del Hades, mientras empezaba a levantarse. En el proceso, los brazos parecieron por un momento hechos de piedra y de cintura para abajo lució como una sombra oscura que hubiese tomado forma humana—. Quizá debería quedarme entre las sombras, siendo una con la Colina del Yomi y no una visión que llena de espanto y extrañeza los semblantes de dos curtidos guerreros.
Expuso tal duda con un tono compungido, aunque en los ojos ambarinos podía intuirse un brillo lleno de deseo por seguir bebiendo de aquella fuente ilimitada de dolor.
—No.
La respuesta de Cratos, tan espontánea como seria, hizo que Bía riera. No vestía una gloria común, de tonos claros, sino que la suya era una armadura negra como el cielo nocturno; las hombreras tenían una apariencia que recordaba a la luna en cuarto creciente, mientras que líneas de plata emergían desde el pecho hasta diversas direcciones, como si fueran los rayos de un sol plateado. A primera vista, parecía ligera en comparación con la de Cratos, pero el observador Jäger había notado cómo la gloria del ángel de la Fuerza había perdido en robustez al replegar las alas. Sin lugar a dudas, ambas armaduras eran igual de sólidas en este momento.
—Asumo que todavía no toca luchar —comentó Nimrod, a lo que Shizuma respondió con un cabeceo—. Si en los próximos cinco minutos no escucho una buena explicación para que estén en mi territorio, no respondo de mí.
—Queremos el ánfora de Atenea —dijo Bía, sin más—. Dádnosla y nos iremos.
—Solo la Suma Sacerdotisa puede decidir eso —aseguró Nimrod de Cáncer.
—No está disponible —insistió Bía—. Se encuentra en los mares olvidados junto a muchos de los vuestros, tratando de recuperar el Santuario que los Astra Planeta le arrebataron. Nos gustaría resolver este asunto antes de que regrese.
—De ser necesario —aportó Cratos—, realizaremos un solemne juramento de no abrir el ánfora de Atenea durante un tiempo acordado por el santo de Altar.
Antes de que Nimrod pudiera terminar de sorprenderse de los acontecimientos que le eran revelados, ninguno de los cuales fue refutado por Shizuma, Jäger intervino, fuera de sí. Lucía irritado, cansado e incluso furioso, mientras a viva voz reclamaba a los ángeles y los santos de oro su indolencia respecto a un tema de vital importancia.
—La mujer que habéis sentado en el trono papal ha sellado a un miembro de los Astra Planeta. El más poderoso de los Campeones del Hades pretende revivir a los dioses del Zodíaco. ¿Es que solo yo entiendo lo que ocurre? ¿Nadie más ve la amenaza que supone el camino hacia atrás que están realizando los hombres, para que el cielo y la tierra vuelvan a entrar en guerra? ¡Si de verdad estuvierais a la altura de vuestras prendas, el manto de quienes luchan para lavar las faltas de la humanidad, la gloria de quienes lo hacen para defender el universo, no estaríais aquí conversando como dos clanes de maleantes que regatean para ver quién se queda con una reliquia! ¡Estaríais en pie de guerra, como debe ser, ante el Rey de la Magia, si es que el discurso de este viejo cangrejo no fue desde el principio un embuste con el que quiso probarme!
—Quise probarte —admitió Nimrod, rascándose la cabeza—, pero con la verdad.
Bía rio. Cratos gruñó, hastiado, cortando la risa de la ninfa.
—Ni siquiera los cinco unidos bastaríamos para vencer a Damon ahora —explicó el ángel de la Fuerza—. Solo uno de los Astra Planeta puede. Dadnos el ánfora de Atenea e intercederemos para que os presten ayuda.
—Hacedlo rápido —añadió Bía, sonriente—. Dentro de doce horas, la Tierra será un mundo vedado a los Astra Planeta y los siervos del Hijo. Así lo dispondrá Poseidón, quien en este momento reescribe las leyes del cosmos.
Negociando. Dos ángeles del Olimpo estaban negociando cumplir lo que tendría que ser su deber. Desde su posición, Nimrod supo leer que en cualquier momento Jäger explotaría, atacando por igual a seguros enemigos y probables aliados. Sintiéndose culpable por haber encendido ese fuego, dio un paso a fin de detenerlo, pero Cratos se le adelantó. Con esa velocidad terrible que ni un santo de oro podía seguir, apareció a la espalda del santo de Orión y le dio un golpe seco, dejándolo inconsciente.
Antes de caer al suelo debió oír, no obstante, las últimas palabras de Cratos.
—No tenemos por qué ser vuestros enemigos, santa de Atenea.
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—Ah, ¿no? —dijo Alexer, una vez supo concluido el relato—. ¿No tienen nada que ver con que sigan apareciendo más y más monstruos en lugares que el Flegetonte nunca alcanzó, a pesar de los esfuerzos de los santos de Atenea por erradicar a los remanentes de la guerra entre vivos y muertos? ¿Ni con las catástrofes imprevisibles a lo largo de Europa y Asia, en regiones donde por ventura los santos de Atenea han encontrado almas de gigantes a medio despertar y espectros de Cocito como custodios? Todo mientras las naciones rebuscan en la Historia razones para guerrear entre ellos. Hybris en Occidente, Bluegrad en Rusia y la Fundación Graad en el Lejano Oriente, todos hemos tenido que poner un lazo a quienes se creen dueños de este mundo para evitar que lo destruyan justo ahora que no hay un Santuario en la Tierra. ¡Justo ahora que la mayor parte de los santos de oro se hallan quién sabe dónde! —La cólera del monarca se manifestó en unos ojos que bien podrían matar a un hombre. A Jäger le costó no desviar la mirada—. ¿Quieren que me crea que todo esto es una casualidad y no un ardid de estos ángeles para buscar ese maldito recipiente? ¡Si así lo creen, se llevarán una sorpresa! Que vengan, que se atrevan a venir a mí para que comprueben quién es el más fuerte de los Campeones del Hades —maldijo, todavía dominado por la cólera.
—No tienen interés en la Ciudad Azul —dijo Jäger, firme como un auténtico guerrero azul que ha de sobrevivir a la intemperie en plena tormenta. Si bien le habría gustado haber escuchado lo suficiente como para estar seguro de eso, intuía que Cratos y Bía estaban siendo sinceros en cuanto a que todo su interés radicaba en recuperar el ánfora de Atenea—. No os harán ningún mal.
—Callad a este insensato —ordenó Alexer.
Ni Aqua ni Terra le debían obediencia, pero fue tal el tono imperioso de la voz del Señor del Invierno, que el par rodeó al santo de Orión, poniendo cada uno una mano en el hombro de su amigo. «Cálmate —le decían sin palabras—. No te matará.»
—Ahora soy parte de una alianza que abarca el mundo entero. Una amenaza para el Santuario es una amenaza para la Ciudad Azul. ¿Siempre tienes que escoger las peores compañías? Primero el rey Bolverk y ahora estos ángeles intrigantes.
—Podría decir lo mismo.
—¿Crees estar en posición de cuestionarme? —exclamó Alexer.
—Pienso que habéis dejado de ver las cosas con perspectiva, majestad —respondió Jäger—. Caballeros negros, guerreros azules, marinos y santos de Atenea, aliados por la voluntad de una mujer que no conforme con vestir el manto de oro por primera vez en tres milenios ambicionó sentarse en el trono papal. ¡Decidme, majestad, que no visteis las señales el día en que accedisteis a aliaros con el Santuario! ¡Dímelo, Alexer!
Por un momento, pareció que aquellos dos dejarían atrás las palabras e iniciarían un enfrentamiento más que anunciado. Alexer sacudió la cabeza, desechando esa opción.
—Debes aprender a dejar atrás el pasado —dijo el Señor del Invierno, empleando un tono menos formal y autoritario. Más cercano—. Así lo hice yo.
—Me pides imposibles, Alexer —dijo Jäger, rememorando que los años en que fueron compañeros—. Mi misión es la que es.
Alexer no respondió, sino que dio media vuelta y salió de la cueva. Terra y Aqua, animaron a Jäger a seguirle con mudos gestos, aunque no era necesario. De algún modo, en ese día, los tres volvían a seguir sin remedio los pasos del ahora Señor del Invierno.
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Anduvieron todavía medio kilómetro más en medio de una tormenta que poco a poco amainaba, hasta detenerse en una estatua de cristal que no tenía nada de natural. Jäger fue el primero en reconocer al hombre al que Alexer había cristalizado desde los pies a la cabeza. Era una versión más joven de sí mismo, cubierto con el manto de plata que tantas veces le salvó la vida durante la Guerra de Troya. Enfocó la mirada, tratando de dilucidar a qué época pertenecía incluso antes de plantearse si era posible lo que estaba viendo, pero lo único que sacó en claro fue que ese Jäger de Orión cristalizado no era un Campeón del Hades, sino otra cosa muy distinta.
—¡Dos Ignis! —exclamó Aqua, dando un brinco.
—Jäger —aclaró Terra, a lo que la nereida asintió no muy convencida.
—Cazador —concluyó Alexer—. Le viene bien ese título. Ha estado buscando el ánfora de Atenea por todo el mundo, hasta que tu despertar lo ha impelido a viajar hasta aquí y matarte. Dos personas idénticas no pueden compartir el mismo tiempo.
Jäger suspiró, hastiado. ¿Otro peón de los Astra Planeta, como Cratos y Bía? Le resultaba inconcebible que cualquier versión de sí mismo buscara ese recipiente estando tanto en juego. A menos que pensara que la liberación de Caronte de Plutón fuera la única forma de deshacerse de quien podría revivir a los dioses del Zodíaco, como habían establecido los ángeles. Al final, todo desembocaba en lo mismo.
—El ánfora de Atenea —repitió el santo de Orión, molesto.
—¿Por qué no acudiste a mí? —dijo Alexer—. En los seis meses que pasé como príncipe heredero, ¿por qué buscaste a Bolverk y no a mí?
—Sabes la respuesta —contestó Jäger, sin poder apartar la mirada de su reflejo—. Bluegrad tenía lazos con el Santuario, lazos que tú reforzaste cuando tenías la oportunidad de poner límites. Yo necesitaba poder para cumplir mi misión. Estaba dispuesto a cualquier cosa para obtenerlo. Todavía lo estoy.
—El Trono de Hielo —bufó Alexer, meneando la cabeza—. Querías el mayor tesoro de mi pueblo para usarlo contra el Santuario. ¿Así esperas excusarte?
—No tengo excusa. Mi propio aliado sigue la senda que lleva a la ruina del mundo. Tú no los conoces como yo, Alexer. Si los dioses del Zodíaco resucitan en esta era, nada podrá impedir que el juicio divino caiga sobre los hombres.
—No resucitarán.
Tan firme fue la afirmación de Alexer, que Jäger desvió la atención de la estatua sin siquiera darse cuenta. Al tiempo, la cabeza de su cristalizada réplica fue cercenada y cayó al suelo, donde rodó por un manto níveo hasta sus pies.
—Si vas a enfrentar a Damon, déjame ayudarte —pidió Jäger.
—Voy a matar a Damon —corrigió Alexer, mirando al horizonte, donde se elevaban orgullosas las montañas que rodeaban la Ciudad Azul—. Tú no puedes acompañarme. Tienes muchas preguntas que responder. No, no a mí. La guerra es el negocio de mi pueblo, sería un hipócrita si te matara dos veces por haber sido nuestro enemigo, sobre todo sabiendo cuáles son tus motivaciones. Los que escucharán tus explicaciones no se cubren con el azul y el blanco del invierno, sino que visten mantos dorados como la luz que baña las tierras del sur. Tienes de dónde escoger. Triela de Sagitario está aquí. Ofión de Aries se encuentra en Alemania y Shizuma de Piscis está presente en el continente Mu, por lo que sé. Escoge a cuál de esos hombres quieres rendir cuentas.
—En realidad —terció Aqua, recuperando la entereza—, nuestro líder ahora mismo es Nicole de Altar. La Suma Sacerdotisa lo puso al mando antes de partir.
—Sea —concedió Alexer—. Llevad a este insensato a Naraka y aseguraros de que no vuelva a esta ciudad. La guerra es el negocio de mi pueblo —reiteró, endureciendo la voz—, pero no por eso olvidamos a los que nos hacen daño.
Así se marchó el rey de Bluegrad. Durante un tiempo, antes de que se perdiera en la tormenta, Jäger tal vez pudo tratar de arreglar las cosas, pero no dio el paso decisivo hasta que fue demasiado tarde. Terra le aferró el brazo antes de que hiciera una locura.
—Renací al igual que tú, Ignis —exclamó el inmenso hombre de empañadas lentes—. Deseoso de ser partícipe de un nuevo imperio, consideré poca cosa ser el confidente del señor de una ciudad que no deseaba nada más. Por eso me uní a la corte del rey Bolverk. ¿Sabes qué obtuve con ello? ¡Ser una pieza en el retorcido tablero de ajedrez de Caronte de Plutón! ¡El peón de un peón, porque eso son los Astra Planeta! Peones que los dioses del Olimpo usan para castigar el orgullo de los hombres que olvidan ser nada más que simples mortales, por grandes que sean su fuerza, sabiduría y riqueza.
En todo momento, Jäger quiso librarse de la presa de su insospechado captor, pero seguía débil y Terra era un hombre más fuerte de lo que cabía esperar. No pudo hacer oídos sordos al sermón del Campeón del Hades, que poco a poco entendía.
Él era solo un hombre. No la persona que iba a salvar el mundo, sino un hombre. Tal vez, solo tal vez, había revivido para poner a Alexer sobre aviso.
—Apuesto a que lo mató sin preguntarse si era el verdadero —apuntó Aqua, sosteniendo la cabeza. Estaba tan helada que las manos de la nereida temblaron por el contacto—. Tuviste mucha suerte… ¿¡Qué!?
La cabeza de la versión pasada de Jäger se retorció sobre sí misma, al igual que el cuerpo decapitado. Aqua tuvo apenas tiempo de lanzar al aire aquella cosa antes de quedar paralizada, como una ninfa danzarina que arroja agua por doquier.
Todo se detuvo alrededor de Jäger. Aqua, Terra, la tormenta… Era posible que también Alexer y la Ciudad Azul entera estuvieran estáticos, aunque el santo de Orión ya no podía pensar en nada más que aquel cuerpo cristalizado retorciéndose sin que el hielo sufriera fractura alguna. El espacio en sí mismo se contrajo hasta que el cadáver formó los contornos de un ojo que lo miraba directamente a él.
«Astra Planeta —comprendió Jäger de Orión.»
Notas del autor:
Shadir. Ya es el sexto volumen, el sexto arco si contamos el preludio, pero aquí seguimos. ¡Con más sorpresas y renovadas energías!
Me llevo una alegría, porque es esa la sensación que quise representar en este encuentro entre estos dos desde que me propuse a incluir no solo a un nuevo avatar para Poseidón, sino uno que coexistiría con el antiguo, su padre, Julian Solo. Consideré importante que ambos tuvieran este encuentro antes de lo que está por venir y estoy satisfecho con el resultado ahora que lo veo por fin publicado.
Ojalá pueda sobrevivir al bache, por todas las personas que hemos pasado por esta página, ya como escritores, ya como lectores.
