Capítulo 146. Reencuentro

Tiempo después de que el Argo Navis se internara en los mares olvidados, Makoto se descubrió cayendo en la cuenta de que no sabía bien a dónde dirigirse. La pérdida del Santuario dejaba a la orden sin una base fija. Fue Garland quien lo convenció de empezar por lo más urgente, que era confiar a Munin y Soma a Minwu de Copa. No bien había terminado de proponerlo cuando Kiki apareció entre ellos.

—Rota —observó el maestro herrero de Jamir, picando con su bastón la frente vendada de Makoto, donde no relucía ninguna pieza de plata—. ¿Por qué no me sorprende?

—Sé que ha pasado poco tiempo… —se excusó el santo de plata, apenas recuperándose de la sorpresa—. Ha sido un viaje más duro de lo esperado.

—Los mantos de Seiya y los demás eran destruidos con frecuencia también. Si no me falla la memoria, los de Pegaso y Dragón debieron ser reparados tres veces en el plazo de un año. ¿Ya estás desafiando dioses tú también, Makoto?

—¡Por supuesto que no, señor Kiki! ¿Cómo iba yo a…? ¡Ay!

Usando el bastón, Kiki dio un golpecito en la frente para callar al japonés y otro en la hombrera para que el manto de Mosca se desensamblara, convirtiéndose en un tótem. A pesar de que los daños sufridos por el ataque de Afrodita de Piscis eran notables, la prenda lucía todavía llena de vida. No sería precisa la sangre de un santo.

—Demos gracias a los dioses —suspiró el maestro herrero de Jamir—. No es como si pudiéramos desperdiciar a uno solo de los nuestros ahora mismo.

—Creía que la guerra había acabado —observó Garland.

—Ya, bueno, sigue habiendo monstruos. Demasiados, a decir verdad. Zaon de Perseo acaba de cortarle la cabeza a una Gorgona hace tan solo cinco minutos. ¿A que es gracioso? ¡Zaon de Perseo, luchando contra una Gorgona!

—No le veo nada de gracioso.

—Claro que no, Makoto. Eres demasiado recto como para tener este sentido del humor tan desagradable que me tocó tener a mí. ¿Qué hay en esas esferas?

—Sospecho que ya lo sabe, señor Kiki.

Makoto no fue capaz de ocultar su preocupación al responder al duende pelirrojo, lo que quizá lo hizo adoptar un tono impertinente. Él sabía por qué Kiki se había convertido en esa clase de persona, estaba al tanto de que el contacto con la Esfera de Plutón le había dañado la mente tanto como la lucha prolongada contra la legión de Aqueronte había herido el alma de Ban de León Menor, agriándole el carácter que ya de por sí tenía tras recibir el Puño Fantasma de Ikki en las Galaxian Wars. Tenía que tener paciencia con ellos, sin traslucir una insultante lástima, desde luego, pero a veces no era posible.

Aun si Garland de Tauro estaba allí, el santo de Mosca se sentía responsable de las vidas de Munin y Soma. Consideraba el llevarlos hasta Minwu de Copa una misión de tanta importancia como un encargo oficial del Santuario.

—Sí, son caballeros negros —aclaró Garland tras un largo minuto de silencio en el que Kiki se limitó a atusarse la barba y mirar las esferas—. Su Santidad lo ha ordenado.

—¿Ves, Makoto? —dijo el maestro herrero de Jamir—. Todo es más fácil cuando das explicaciones. ¡Así se diferencia el general del soldado!

Antes de darle tiempo al santo de Mosca para replicar, Kiki realizó una teletransportación de área. De un momento para otro, Makoto, Garland, las esferas en las que se hallaban los caballeros negros y el propio Kiki aparecieron en el interior de una casa apartada de Rodorio, llena de pacientes entre los que era posible distinguir a santos de plata, de bronce y de hierro. Minwu daba a todos el mismo trato y no fue distinto cuando Garland depositó los cuerpos de Soma y Munin en la única camilla que quedaba libre. Raudo, el sanador del Santuario tomó con las manos un poco del agua que llenaba una copa argéntea en el centro de la estancia, tótem del manto de plata destinado a la curación, y se la dio por igual a las sombras de León Menor y Cuervo.

Solo en ese momento Makoto se permitió relajarse. Garland, a su lado, murmuró algo sobre la más o menos esperada desaparición de Kiki y le palmeó la espalda.

Makoto le agradeció el gesto con un cabeceo, pero, cuando hizo amago de salir, Minwu se le apareció como un fantasma, le deshizo las vendas y miró con suma atención las heridas de la cabeza, así como otras recibidas en la pasada batalla. El santo de Mosca habría querido explicar a su compañero de rango que ya había sido tratado en la medida de lo posible, pero Minwu no le dio tiempo de decir nada. Con increíble precisión y agilidad, trató hasta el más insignificante corte de tal modo que apenas quedaron pequeñas cicatrices como prueba de la lucha contra Afrodita de Piscis. El manto de Copa tenía un poder increíble, pero incompleto sin mediar la Fuente de Atenea.

—Es la prueba de que he podido levantarme, ¿verdad, general? —dijo el santo Mosca una vez Minwu se alejó para tomar el pulso de Soma y Munin.

—Aprendes rápido —aprobó Garland—. Ya no hay nada que me retenga aquí. Este es sitio de los que sanan y son heridos, no de los que hieren. ¿Vamos a buscar a Azrael?

—Pensaba buscarlo…

—No está aquí, Makoto. Si todavía hay batallas, debe de estar en el Egeón, dirigiendo la Guardia de Acero junto al resto de oficiales. Yo pretendo ir a Naraka. Siento muchos cosmos concentrados allí y eso no puede ser al azar, pero en el camino podría dejarte con tu amigo. ¿Por qué me miras así?

A falta de un espejo, el santo de Mosca no podía saber que tenía los ojos cada vez más abiertos, al igual de la boca. Como si Garland estuviese diciendo algo extraño.

—General, está mal que lo diga, pero… Es usted más amable de lo que parece.

Ahora que se fijaba, si no fuera por la falta de cicatrices y que tenía el pelo corto, sería la viva imagen de Gugalanna. El mismo color de piel y cabello, la misma altura y complexión física, hasta la forma de fruncir el ceño era parecida.

—Vaya, Makoto. No pensé que fueras tan prejuicioso.

El santo de Mosca pasó todo el camino hasta el puerto tratando de explicarle a Garland que no era un hombre de prejuicios, extendiéndose sobre todo en cómo había llegado a aceptar como una buena persona a alguien que hablaba de minar tierra sagrada y gasear un pueblo como modo de hacer la guerra contra el invasor.

Al llegar, por fortuna, alguien llegó para parar la incómoda conversación. Vestía un manto de bronce que tan solo protegía las partes vitales con metales tan blancos como el animal que representaba. Era Presea de Paloma.

—Señor —saludó la joven enmascarada, inclinando la cabeza en señal de respeto—. El asistente de la Suma Sacerdotisa desea verle.

La aparición tomó por sorpresa no solo a Makoto, que parpadeó varias veces como preguntándose si había oído bien, sino también a Garland. El santo de Tauro fue el primero en recordar la habilidad que distinguía a Presea por sobre el resto de santos de bronce: gracias al entrenamiento de Nicole de Altar junto a las ninfas de Dodona, había aprendido a fundirse con el viento y aparecer allá donde hubiese aire, lo que era tanto como poder acceder a cualquier lugar en la Tierra en menos de un parpadeo. Tal facultad, junto a unos sentidos bien adiestrados para percibir presencias, la volvía una mensajera y espía espléndida. Algo indispensable cuando la guerra abierta se había tornado en una serie interminable de escaramuzas por todo el mundo. Ella debía haber notado la reaparición de Makoto de Mosca en la Tierra.

—¿El asistente del Sumo Sacerdote? —dijo Garland—. ¿Te refieres a tu maestro?

—No, señor —se apuró a decir Presea, empleando un tono todavía más formal que el que usó antes—. El asistente de la Suma Sacerdotisa, Azrael.

—Azrael ha sido el asistente de Akasha desde siempre —le explicó Makoto a Garland, quien estaba algo confundido—. Sin embargo, la mano derecha de un Sumo Sacerdote debe ser el santo de Altar. ¿Se le ha olvidado a ese cabeza hueca?

—Una Suma Sacerdotisa puede tener dos asistentes —dijo Presea, apresurándose a añadir después—: Es lo que él dice.

Makoto no sabía si reír o llorar, así que se limitó a golpearse la frente. ¡Por supuesto que Azrael, sin ser un santo, se atrevería a intentar apropiarse de las funciones del santo de Altar! Y ya que Nicole estaba ahora mismo ocupando el puesto de la Suma Sacerdotisa, no debía tener tiempo para hacerlo entrar en vereda. ¿Cuántas leyes ancestrales cambiaría aquel loco asistente hasta que todo volviera a estar en orden?

—Ve, muchacho —dijo Garland—. Querías ir allí desde un principio, ¿no?

—Sí —asintió Makoto—. Aunque pensaba esperar a que Kiki...

El instinto le hizo mirar en todas direcciones al pronunciar ese nombre, alertándolo de que algo se estaba teletransportando en ese mismo momento. Tras mirar en todas direcciones, acabó viendo por casualidad cómo el manto de Mosca caía pieza a pieza desde el cielo, ensamblándose en su cuerpo justo antes de llegar al suelo. Estaba como nueva, incluyendo la protección de la cabeza, de la que colgaba una sencilla nota.

«¡Cuídala mejor!»

—Voy a tener que concordar con el duende pelirrojo esta vez —dijo Garland, tomando la nota antes de que lo hiciera Makoto—. Tu manto sagrado se quedó en el cabo de Sunión y tú no parecías en absoluto preocupado por ello.

—Primero tenía que ocuparme de Soma y Munin, después me asaltó Minwu y al final estaba ese malentendido, por no hablar de… —Dándose cuenta de que Garland jugaba con él, calló aquellas excusas y dijo sin más—: ¡Sabía que Kiki iba a repararla allí!

—Como digas, muchacho, pero no vuelvas a abandonarlo. Él no lo haría.

—¡Yo no he abandonado nada!

Resultó difícil determinar si Garland había oído ese último grito, pues la imagen residual que dejó la estela que ya cruzaba los cielos hasta Naraka apenas formaba una sonrisa. Él no dedicó mucho tiempo a dilucidar ese misterio, de todas formas. Giró hacia Presea, quien le dio instrucciones precisas de dónde se encontraba el Egeón —ya que solo ella tenía la facultad de fundirse con el viento, no podía transportar a otros consigo— y puso rumbo al mar Jónico. A toda velocidad.

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Egeón, un buque de guerra creado para servir de fortaleza móvil, la máxima obra de la Fundación para la guerra entre vivos y muertos. Frente a la veintena de cazas experimentales con los que contó entonces, ahora presentaba un centenar de aviones de rastreo, de menor tamaño, potencia y durabilidad que los Pegasus, pero con la misma capacidad de surcar los cielos sin necesidad de piloto. Eran los Equuleus, referentes por igual a la constelación de Caballo Menor y a los cien brazos de la criatura mitológica en honor a la cual fue nombrado el Egeón. Estos, junto a la ominosa presencia del inmenso navío en el océano, era toda la semejanza entre este y el centímano, pues la forma del mismo recordaba más bien a otra clase de bestia: el Leviatán.

Puesto que Makoto no llegó a visitarlo nunca durante la guerra, ahora escuchaba las animadas explicaciones que la tripulación en cubierta daba sobre la fortaleza. Un portaaviones titánico, capaz de albergar a la totalidad de la Guardia de Acero y defenderse, mediante los Equuleus y el único Pegasus que quedaba, de cualquier ataque enemigo. Makoto mencionó que nunca había visto un barco tan negro y una entusiasta oficial se extendió sobre cómo el buque estaba revestido de gammanium. Ese fue el punto en que el santo de Mosca decidió dejar de decir nada ni nada, antes que el enésimo insulto a los valores de la orden ateniense lo animara a arrojar a Azrael por la borda en cuanto volviera a verlo. Cortando cualquier conversación con respuestas cortas y monosílabas, fue hacia abajo, quizás demasiado rápido.

El interior del buque, en comparación al Argo, era increíblemente complejo. Pasillos y más pasillos que se cruzaban unos con otros formando un laberinto en el que todo parecía ser igual, la misma iluminación y las mismas paredes de un gris metálico. Solo dos miembros de la Guardia de Acero escoltaban al apurado Makoto, vistiendo el uniforme reglamentario de aquel ejército privado: un peto rectangular que cubría buena parte del torso, sobre ropas oscuras y ajustadas, más protecciones para las extremidades y los puntos vitales, incluyendo una falda al estilo de las armaduras griegas. Las dos eran mujeres, como también lo eran todos los soldados con los que Makoto se encontró durante la caminata. Soldados que creía conocer.

Sin mediar palabra, las mujeres guiaron al santo de plata más allá del comedor, del que provenía el exquisito olor de la carne recién hecha. Ocultar el hambre que aquello le provocó supuso para Makoto un gran esfuerzo, de modo que no notó el letrero sobre la única puerta en la base que no tenía vigilancia: «Campo de Entrenamiento.» Poco después, las escoltas se detuvieron.

—¿Azrael está en la enfermería?

Mientras esperaba que una u otro soldado respondiera, Makoto se fijó con más atención en ellas. De algún modo ambas le resultaban familiares.

—Desde que inició el viaje de la Suma Sacerdotisa, el señor Azrael sufrió varios desmayos —explicó una de las mujeres, con un escudo sobre un brazo. Draco, el arma que la Fundación había desarrollado inspirándose en la armadura de Dragón; la lanza, retráctil, debía estar oculta en el otro brazal—. Incluso el señor Minwu desconoce la causa. Lo único que ha podido hacer es estabilizarlo.

La otra, de rasgos asiáticos, no dijo nada. Tenía medio rostro cubierto por un yelmo negro como las alas de un cuervo, el visor Corvus. Donde deberían estar los ojos, dos luces rojizas parpadeaban, captando las imágenes que tenía enfrente para enviarlas directamente al cerebro. La joven era ciega.

—Tú eras aspirante —dijo al fin Makoto—. Pero…

—En la batalla contra Caronte, muchos fueron heridos —dijo la portadora de Draco, frunciendo el ceño—. Ese demonio rompió nuestras máscaras y nuestro orgullo. Al mismo tiempo cegó a todos los hombres presentes, y a Li.

—¡No quería que los matara! —exclamó la afectada, sobresaltando por igual a Makoto y la amazona—. Lo siento.

El santo de plata se sintió cohibido. Demasiado preocupado por su propia incompetencia durante la guerra, nunca se había parado a pesar en lo mal que otros debieron pasar: la dignidad de las amazonas fue pisoteada por el capricho de Caronte, al igual que el orgullo de todos los santos de hierro que no deseaban formar parte de la Guardia de Acero, sino luchar como siempre lo habían hecho. Mientras él se preguntaba si había estado a la altura del manto de plata que vestía, dos mil buenos hombres sobrevivían como tullidos en Rodorio. Hasta ese momento, nunca se había parado a pensar en que los estuvo evitando. Seika, la alcaldesa, había prometido ayudarlos a todos; él, un santo de Atenea, tenía otras batallas que librar.

«Batallas que no le importan al mundo en lo más mínimo —reflexionó Makoto, haciendo eco de las palabras de Munin—. Si no hubiera Guerras Santas, para empezar, los santos de Atenea no tendríamos ningún papel en la historia. Pero, ¿no es eso lo normal? ¿No es el destino del Santuario desaparecer cuando deje de ser necesario?»

Sacudió la cabeza, desechando esos pensamientos sombríos. Ahora mismo sí que era necesario, consideró; había alguien, una compañera de nombre Li, que a duras penas ocultaba el temblor de su cuerpo. Avanzó un par de pasos para tranquilizarla, pero la portadora de Draco, que ahora reconocía como la amazona Eco, solo que con el pelo más corto, se le adelantó. Lejos de soltar palabras amables o darle un abrazo, le palmeó la espalda con mucha fuerza. Eso pareció funcionar mejor.

—¿No vas a entrar? —dijo Eco—. El señor Azrael te espera.

—Esto es incómodo —tuvo que apuntar Makoto—. Azrael no puede ser el asistente de la Suma Sacerdotisa, ese puesto le corresponde al santo de Altar.

—¿Y? —Eco se encogió de hombros, como si le divirtiera lo apegado a las normas que era aquel santo—. Pertenecemos a Themyscira ahora, una unidad de élite de la Guardia de Acero fundada en la Batalla por la Torre de los Espectros. Nuestra capitana, Helena, nuestro comandante, Azrael —informó, muy seria.

Makoto abrió grandemente la boca para protestar, pero al final desistió. En silencio, entró a la habitación donde reposaba aquel problemático aliado.

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La estancia, tan bien equipada como el piso del hospital de Bluegrad destinado a guerreros azules, era bastante más espaciosa que la casa en la que Minwu de Copa tenía que trabajar, aunque era posible que le diera esa impresión porque no estuviese atestada de pacientes. Es más, de todas las filas de camas que llenaban la enfermería, solo una estaba ocupada. Makoto ya sabía de quién se trataba antes de que Azrael, apresurado, se levantara para hacer un saludo militar sin siquiera ver quién había llegado. Uniformado como estaba, cualquiera diría que acababa de llegar de una misión y no que llevara un buen rato en enfermería, de no ser por las vendas en la cabeza.

A primera vista, lucía tan entusiasta como siempre. Makoto, que lo conocía más, notó un cierto desánimo, apenas perceptible. ¿Había esperado que Akasha también hubiese regresado? Durante más de trece años, Azrael había sido la sombra de la actual Suma Sacerdotisa, muy rara vez se separaba de ella, aun contando la reciente guerra. ¿Los desmayos podían deberse a la actual situación? ¿O acaso un mal presentimiento?

—Está bien —dijo Makoto, expresando los caóticos pensamientos que tenía—. Quiero decir, Akasha está bien, así que tranquilízate, ¿sí?

—Estoy tranquilo.

—No lo estás —aseguró Makoto, cruzado de brazos. Fingiendo molestia, añadió—: Sé que esperabas a una linda chica, pero tendrás que conformarte conmigo.

—¿Una linda chica? —repitió Azrael, confundido—. ¿Quién?

—Akasha —dijo Makoto—. ¿Quién va a ser? ¿Tan fuerte te diste en la cabeza?

—No, es que…

Como si acabara de darse cuenta de las vendas, Azrael empezó a quitárselas. No tenía más heridas visibles que una cicatriz en la frente, tratada hacía poco.

—Me sorprendió que te dirigieras a la Suma Sacerdotisa así —dijo Azrael, dejando a Makoto sin palabras—. Linda chica. Incluso dirigirse así a un superior es raro, y la señorita Akasha es la Suma Sacerdotisa, así que…

—Solo estamos nosotros aquí.

—Pero…

—Es una broma.

—Y yo sigo la broma.

—¡Por eso! ¡Ríete…! Espera, ¿qué?

Aun sin una sonrisa en el serio rostro de militar, el santo de plata supo ver que estaba jugando con él. ¿Desde cuándo? Tal vez desde el principio, cuando creyó que alguien como Azrael no sabría de antemano si Akasha había regresado o no.

—Me alegra volver a verte, Makoto —dijo el asistente, sabiéndose pillado.

En el momento justo, un médico apareció entre ambos. Se quedó con las vendas de Azrael, que hasta ahora este seguía sosteniendo, y le entregó sus pertenencias: una carpeta llena de documentos relacionados con el proyecto Edad de Hierro.

—¿Nos vamos?

Antes de que Azrael llegara a abrir la puerta como si no hubiera pasado nada, Makoto, una vez más, se dio cuenta de que conocía al médico.

—¡Eres un sanador! ¡Atiendes a los santos en la Fuente de Atenea!

—Atendía —dijo el hombre de bata blanca, acomodándose las lentes que en realidad no necesitaba—. El Santuario desapareció, junto a la Fuente de Atenea. Aun así, nuestro deber para con los santos no ha cambiado. El señor Minwu no puede con todo el trabajo solo y no es decente incordiar demasiado a la buena gente de Rodorio.

—Azrael no…

«No es un santo de Atenea —dijo Makoto para sus adentros.»

—Es un favor especial del señor Minwu a Su Santidad.

Para entonces, Azrael ya había abierto la puerta, así que Makoto dejó así las cosas y le siguió. ¡Solo había necesitado un día para poner todo patas arriba, aquel asistente!

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De nuevo en el laberinto interminable de pasillos, Makoto miró de un lado a otro en busca de Li y Eco, pero parecían haberse marchado.

—¿La Guardia de Acero puede hacerse invisible? —preguntó el santo de Mosca, preparado para cualquier sorpresa.

—Nadie en la Unidad Themyscira usa Chamaleon.

—A veces se me olvida que desarrollasteis un arma para cada constelación.

—No hubo tiempo —dijo Azrael, casi disculpándose, mientras iniciaba la marcha—. Solo logramos llevar a la fase final un tercio de la primera fase del proyecto. ¿Ya conociste a la Unidad Themyscira? ¿Qué opinas de ellas?

La repentina pregunta coincidió con que el dúo se cruzara con un grupo de cuatro mujeres protegidas hasta los dientes —visor Corvus, collar Leo Minor, la armadura reglamentaria y espadas de alta frecuencia—. Estas, estoicas como miembros de la guardia de la Reina de Inglaterra, ni se dieron por enteradas.

—Pienso que más de cien mujeres que habían jurado fidelidad a Atenea ahora son parte del ejército de… ¿quién, exactamente? —Azrael no contestó—. ¿A dónde va a parar este proyecto, para empezar? La guerra ha terminado.

—Para la primera fase esperamos completar setenta y dos prototipos. Veamos —dijo, abriendo la carpeta. De esta extrajo un dossier antes de volverla a cerrar, aunque ni siquiera lo miró antes de continuar—, doce armas, doce armaduras, doce dispositivos, doce vehículos… Draco, Chamaeleon, Corvus y Pegasus son buenos ejemplos.

—No es eso lo que quiero saber.

Pero Azrael, lejos de escucharle, le puso el dossier en las manos. Cauteloso, el santo de Mosca le echó un vistazo a aquellos papeles: no entendía lo que leía, demasiados tecnicismos; en cambio, sí que podía ver el diseño de un robot con el nombre de una de las constelaciones zodiacales, Leo, encima del detallado dibujo.

—¿Qué es esto? ¿Quieres construir un robot? ¿De verdad?

—¿No le dicen mecha en tu tierra? —dijo Azrael, tal vez sabiendo que eso solo molestaría más a Makoto—. Es la segunda fase del proyecto Edad de Hierro, aunque también es la fase cero. ¿Sabes la historia de los primeros tres miembros, no? La intención de la Fundación es volver a realizar el experimento. Es bastante costoso, pero valdrá la pena. Sería una vía rápida para reducir el arsenal nuclear de la Tierra.

Lo que Makoto recordaba de la reunión en la que hablaron sobre la recién creada Guardia de Acero, era que se usaron bombas nucleares para compactar un asteroide hasta formar un campo electromagnético de alta densidad. Esa fuente de energía, virtualmente ilimitada, era el resultado de trece años de investigación sobre el manto de Sagitario por parte del profesor Asamori, quien había recibido instrucciones de replicar de algún modo el poder de los santos. Tenía sentido entonces, cuando Atenea vivía lejos de un Santuario corrompido por la locura del santo de Géminis, ahora, en cambio, que aquello se volviera a intentar era solo la enésima idea descabellada de Azrael.

—¿Cómo pasas de crear tres súper-armaduras a construir un robot?

Leo será muy superior a Hercules, Perseus y Cepheus. Serán necesario más material del que se empleó para crearlas si queremos obtener el resultado empleado.

—Quieres reducir el arsenal nuclear de la Tierra creando armas…

—Pienso que es la mejor forma de lidiar con la industria de las armas. Le damos trabajo a mucha gente, así como un proyecto al que destinar el dinero y otros recursos, públicos, privados y sucios, a la vez que prevenimos daños irreparables al planeta en el que todos vivimos. Podría decirse que es un engaño a los hombres y organizaciones que viven de la guerra, aunque…

—Basta, basta —le interrumpió Makoto, molesto, mientras le estampaba el dossier en el pecho. Supo que lo hizo con demasiada fuerza porque Azrael dio un traspiés, casi cayendo de bruces al suelo—. Mejor di que quieres dominar el mundo, directamente.

—Yo soy un soldado, no tengo ambiciones políticas.

Si Azrael se había molestado por el golpe, no lo dio a entender de ninguna forma. Seguía sereno, como si estuvieran hablando de los cafés que se habían tomado en la mañana o alguna otra cosa sin importancia.

—¿Soldado de quién?

—Protejo el mundo en nombre de la señorita Akasha, como siempre.

—¿Y es lo mismo con el resto de la Guardia de Acero? Eres el comandante general, dicen. ¡El líder de un ejército que recluta aspirantes a santo! —De nuevo, Azrael evadió la pregunta—. Deberías luchar por Atenea.

—La señorita Akasha sirve a Atenea.

—¿Qué pasa si deja de servirle? ¿Qué ocurre si se convierte en enemiga del Santuario?

No era una pregunta que tuviera sentido a estas alturas, cuando las dudas de la orden respecto a Akasha no solo se habían disipado, sino que esta se había convertido en Suma Sacerdotisa. Era posible, desde luego, que hombres como Sneyder de Acuario y Hugin de Cuervo siguieran esperando que cometiera un error, pero no era el caso de Makoto, ni siquiera la vehemencia con la que los santos de pasadas épocas los atacaron en aquella ciudad fantasma hizo mella en la confianza que ahora tenía en la líder del Santuario. El problema venía ahora, que se daba cuenta de que por alguna razón Azrael tenía en sus manos un ejército que envidiarían incluso las potencias del mundo. ¿Seguía siendo la Guardia de Acero parte del Santuario, como se suponía que iba a ser, o…?

—Entonces tendrías que detenernos, creo.

—¡Pero no lo digas como si fuese algo normal

Gracias a los dioses, Makoto tuvo el sentido común de preguntar en el momento en el que no hubiera nadie escuchando. Era tan bueno que lo vieran cuestionando a la Suma Sacerdotisa como que oyeran a Azrael diciendo semejante cosa.

—Veo que la segunda fase del proyecto no te convence —dijo Azrael mientras volvía a meter el dossier en la carpeta—. En cualquier caso, no es algo importante a corto plazo. Tendremos que aprovechar lo que tenemos para proteger este mundo. Por la señorita Akasha… Y por Atenea —añadió el asistente un par de segundos después.

—Sé que lo haces a propósito. Lo sé.