Capítulo 147. Un nuevo hogar
Durante el resto de la caminata, Azrael y Makoto volvieron a tocar el tema de la Unidad Themyscira, destacando en la conversación el caso de la ciega Li. Según corroboró el asistente, los hombres cegados por Caronte no podían convertirse en Arqueros Ciegos y tampoco podían ver usando la tecnología de la Fundación, fuera el visor Corvus u otra alternativa. Era como si el poder de Caronte de Plutón hubiese separado el daño que podía repararse del que no, pero a esas alturas nada ganaban con odiar aún más a ese enemigo. Li había escogido el camino de la lucha, mientras que el resto era atendido en Rodorio por los mismos familiares y amigos que los habían despedido como a héroes al inicio de la guerra entre el Hades y la Tierra. Siendo demasiados los asuntos que Akasha tenía que decidir, había dejado esa tarea en manos de Seika, quien la aceptó con gusto.
Makoto contó a grandes rasgos su historia, a sabiendas de que Garland de Tauro haría lo propio en Naraka y que pronto todos los santos de Atenea sabrían de la supuesta paz con los Astra Planeta. Azrael fue tajante a ese respecto: era mejor prepararse para una batalla que jamás sucedería que celebrar una paz ya quebrantada. Y eso era así tanto para los santos de hierro como para los de bronce, plata y oro. Ninguno estaba listo para librar otra guerra, pero si sucedía, protegerían con sus vidas la Tierra.
—Ya no está Akasha para decirles que los santos no mueren —comentó Makoto, triste.
—Volverá —repuso Azrael—. Sé que lo hará.
Siguieron dando vueltas y charlando, aparentemente sin rumbo, hasta que se encontraron con el comedor. Allí estaban Li y Eco, además de otra amazona de fieros rasgos y brazales hechos de placas negras dispuestas en forma de cuña, más gruesos de lo habitual en la Guardia de Acero. Era Ursus Minor, un arma conectada al sistema nervioso que incrementaba los reflejos del usuario. Incluso un guardia común podría alcanzar una velocidad subsónica con eso puesto.
—Capitana Helena —saludó Makoto, tratando que no se revelara el disgusto que sentía de verla como oficial de la Guardia de Acero. Hasta que las cosas se calmaran y la Suma Sacerdotisa dejara claro que aquella dependía directamente del Santuario, tal y como ocurría con los vigías y guardianes de antaño, no dejaría de ver con dudas aquel ejército privado que, a su entender, ya había cumplido su función.
La susodicha entrechocó los oscuros puños, riendo. Conocía al santo de plata desde la Noche de la Podredumbre, hacía trece años. En aquel entonces, aun siendo ya un guardia, se negó a usar la lanza contra los soldados del Aqueronte. Luchó con los puños, como debían hacer aquellos que desearan convertirse en santos de Atenea.
—La verdad no es algo de lo que un ateniense deba avergonzarse —dijo Helena—. Sí, perdimos nuestro derecho a vestir un manto sagrado y ahora empleamos armas en contra de las enseñanzas de la orden. No pretendemos ocultarlo.
—No fue vuestra culpa. Caronte…
—Lo hecho, hecho está. Tomamos nuestra decisión. Armas como estas arrebataron al demonio las almas de nuestros compañeros por todo el mundo. Para nosotras, son tan sagradas como nuestros puños. Cuando el último soldado del inframundo caiga, pensamos quemar muchas de ellas en una gran hoguera, sí, siguiendo las instrucciones de la Suma Sacerdotisa, pero no lo haremos con vergüenza, sino con orgullo.
Makoto tuvo que recordarse que Helena se refería con toda probabilidad a los cuchillos Hydra y otras armas blancas que habían arrancado del Aqueronte las almas de guardias muertos en el pasado, no a todo el arsenal de la Guardia de Acero. No era tan ingenuo como para pensar que un proyecto así sería cerrado en cuestión de días.
Li y Azrael observaban la escena en silencio, decididos por distintas razones a no intervenir. Entretanto, Eco formó una sonrisa llena de milicia y llegó hasta Makoto de un salto, atrapándole ambos brazos en un ágil movimiento.
—Si te sientes mal, puedes romper tú también una norma —le susurró al oído, pícara.
—¿Sí? —Ruborizado, Makoto buscó la mejor manera de evadir tal insinuación—. La verdad es que me gustaría comer algo. ¿Aún queda carne?
—Ya pasó la hora de la comida. No desperdiciamos provisiones —dijo Helena con seriedad, adelantándose a la respuesta que sin duda Eco pensaba darle.
Sin embargo, la portadora de Draco no iba a rendirse con tanta facilidad. Aún con Makoto sometido, que estaba demasiado avergonzado como para recordar lo sencillo que sería deshacer la llave, aferró también al distraído Azrael.
—Los preparativos están completados. ¡No podríamos estar mejor preparados! ¿Qué os parece si aprovechamos bien el tiempo que nos queda antes de llegar a Sicilia? —preguntó a viva voz, presionando al par de guerreros junto a ella—. ¡Pensad en esto como una forma anticipada de celebración!
Entonces, más debido a la técnica que a una cuestión de fuerza bruta, Azrael salió de la incómoda prisión con una elegancia que impresionó a la capitana de la Unidad Themyscira. Incluso Makoto quedó sorprendido.
—No se debe vender la piel del oso antes de cazarlo —comentó el asistente al tiempo que Eco, algo decepcionada, veía a Makoto liberándose—. Y mis instrucciones se limitan a proteger el mundo hasta que la señorita Akasha llegue.
La portadora de Draco se encogió de hombros. Le bastaba con haberlo intentado.
—Es muy bueno, señor Azrael —aprobó Li, de algún modo alegrándose de que quien les dio una forma de seguir protegiendo a los hombres no era cualquier persona—. No me extraña que haya aspirado a uno de los mantos de oro.
Aquello pilló por sorpresa a Makoto. Siempre supo que Azrael aspiraba a convertirse en santo, incluso fue entrenado para ello, pero desconocía a qué manto sagrado pudo haber estado destinado. Por los últimos acontecimientos, había supuesto que pretendía ser el santo de Altar, incluso si ya estaba Nicole ocupando ese puesto.
—¿Azrael? ¿Entrenando para ser un santo de oro? —repitió, haciendo esfuerzos por no reír. Li todavía estaba afectada por lo ocurrido días atrás—. ¿Cuál?
—Capricornio —dijo Helena, alzando las cejas—. ¿Basas tu estilo de combate en golpear los puntos vitales del enemigo y no conoces los puntos cósmicos de tu amigo?
De inmediato, Makoto recordó el error que cometió con Hipólita, a quien en el calor del combate creyó nacida bajo la constelación de Águila debido a la armadura negra que portaba. Con Azrael le pasaba algo parecido: estaba tan convencido de que no llegaría a ser un santo, que nunca se había preocupado de leer el cosmos durmiente de aquel. Ahora, reforzando los sentidos de forma apropiada, podía leer con facilidad que Helena y Li estaban en lo cierto: Azrael pudo haber sido el santo de Capricornio.
—Eso es ridículo, ridículo —se dijo, hablando sin querer en voz alta. Por suerte, nadie se lo reprochó—. Pero Adremmelech es…
—Convertirme en un santo de oro me habría alejado de la señorita Akasha —terció Azrael, diciendo una verdad a medias. Aunque confiaba en los presentes, lo ocurrido en Jamir era algo demasiado personal para la santa de Virgo, muy pocos estaban al tanto de lo cerca que esta estuvo de enloquecer—. Y no estaba logrando buenos resultados, de todas formas, así que me rendí. Adremmelech es un soldado hábil.
—Más hábil que leal —comentó Helena.
Ninguno podía rebatir eso. Después de todo, Adremmelech fue el único santo de oro que se unió a Hybris, dificultando su caída. Aun ahora, que los caballeros negros eran aliados del Santuario, muchos no podían olvidar esa traición de parte de uno de los guerreros más fuertes del mundo. Makoto se cuidó de decirles que ahora vestía el manto de Capricornio, siendo dos veces traidor. No quería poner el dedo en la yaga y de por sí él no sabía dónde se hallaba ahora mismo. Solo intuía, de algún modo, que estaba vivo.
«Azrael de Capricornio —pensó Makoto, sonriendo para sí—. Qué cosas…»
Se oyeron pasos metálicos en la lejanía, por lo que todos giraron en aquella dirección. Enseguida notaron a un quinteto de santas de bronce —Caballo Menor, Delfín, Osa Menor, Casiopea y Paloma—, portadoras de inmaculadas máscaras y de un poder sobrehumano que empequeñecía el de cualquier miembro de la Guardia de Acero.
—Azrael… —empezó Makoto, dubitativo. ¿Debía hacerle notar lo absurdo que era reunir más de cien amazonas en un lugar en el que ya había cinco santas? Sin importar quiénes llegaron primero, seguiría siendo una mala decisión, no solo a nivel estratégico, sino también ético. Era como recordarle a cada soldado que habían fracasado, mostrándoles lo que pudieron ser—. ¿Ella es la hija del Juez? —preguntó al final.
Rin de Caballo Menor, quien estaba al frente, asintió con energía. Muy lejos quedaron los días en los que se preguntaba cómo un santo de oro tan recto como Arthur de Libra había roto la regla no escrita de que un santo no debía formar una familia. Contrastando eso con su parecer sobre la Guardia de Acero, Makoto se dio cuenta de la más obvia realidad: ¿por qué se molestaba tanto de que las tradiciones del Santuario estuviesen siendo dejadas de lado, si el responsable de la justicia del Santuario se las saltaba sin pestañear? Lo peor era que eso le había ayudado antes de la guerra, cuando necesitó que el Juez salvara a Akasha de la ejecución. Ese era un buen ejemplo de que no siempre se actuaba con justicia por seguir las reglas al pie de la letra.
—¿Ya está bien, señor Azrael? —dijo Presea de Paloma, baja y ligera como ningún otro guerrero ateniense—. ¿No ha habido más desmayos?
—¡Claro que sí! —exclamó Elda, de fuerte complexión, mientras palmeaba el hombro del asistente—. ¡Ya sabes que nuestro padre es duro como una roca!
—Azrael aguanta mucho, sí… Un momento —se interrumpió a sí mismo Makoto, dedicando unos segundos para mirar a todos, estupefacto—. ¿¡Vuestro padre!?
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—¿Todo eso ha ocurrido? ¡Demonios, Garland! Se supone que era una embajada de paz, no una declaración de guerra. ¡No podemos permitírnosla!
—Estoy seguro de que Titania de Urano considera haber actuado con diplomacia, Nicole. En cualquier caso, ni Shun ni la Suma Sacerdotisa regresarán antes de al menos intentar arreglar este asunto. El mundo tendrá que conformarse con nosotros.
Así terminó la larga discusión entre el Señor de la Tempestad y el Gran Abuelo, aquel último lo bastante viejo como para permitírsele tutear al líder en funciones del Santuario. Eso simplificó las cosas, siendo Garland de Tauro el que más debió hablar. La situación del mundo previa al desmembramiento del Santuario la tenía más o menos clara, en especial en lo referente a apariciones de monstruos y el habitual deseo de los hombres por enriquecerse en una situación problemática, aun si eso suponía que otros se vieran envueltos en guerras ajenas. La presencia de la legión de Cocito ya era más problemática, en la medida en que esta había sido aniquilada por completo, gracias a la Muerte de Triela de Sagitario. Mientras Nicole de Altar le contó de los gigantes que amenazaban con despertar y los guerreros de piel helada que solía haber en esas zonas, Garland no podía dejar de mirar su puño cerrado, de un dorado muy vivo. ¿Habrían podido los discípulos de Kiki resucitarlo si el Lamento de Cocito hubiese seguido allí? Lo dudaba. El dios de las lamentaciones en persona lo había herido de muerte.
—Hay una explicación —llegó a decir Nicole, notando la pregunta que Garland no llegaba a formular—. Bluegrad nos ha transmitido una información muy interesante.
No era un decir, en verdad aquella información cambiaba todo. Garland ni siquiera pestañeó al descubrir que Nimrod de Cáncer estaba en la Colina del Yomi, intuía que ese viejo no se avendría a morirse del todo salvo que viniera el mismo Hades a cortarle la cabeza. Respecto a los otros personajes que estaban en la frontera entre el reino de los muertos y el mundo de los vivos, hizo más preguntas, recibiendo escuetas respuestas. Los ángeles Cratos y Bía afirmaban conformarse con el ánfora de Atenea, pero era demasiado conveniente que dos Campeones del Hades se hubiesen mantenido al margen de todo y que ahora en la Tierra siguieran apareciendo monstruos además de la legión de Cocito, sin ninguna explicación. En comparación, el antiguo Portador del Dolor era más honesto, presentando una animadversión hacia el actual Santuario que rozaba el fanatismo. Eso tendría que volverlo más previsible, pero si bien fue encontrado en Bluegrad por Aqua de Cefeo, desapareció tiempo después y ahora la tercera más fuerte entre los santos de plata yacía inconsciente sin señal alguna de haber batallado.
Eso sumaba tres Campeones del Hades, cuatro, si se contaba a Damon, aunque Nicole fue bastante persistente al indicarle a Garland que no podían guerrear contra él, como si ya varios se lo hubiesen sugerido. El Rey de la Magia se hallaba en la única extensión del dios del olvido que quedaba sobre la superficie, la cual parecía convertir la bruma del continente Mu en un arma. Todos los intentos de caballeros negros y marinos por explorar esa tierra renacida acabaron con hombres adultos que hablaban y se comportaban como críos de pecho. Los intentos de alcanzar la base de Damon por aire no tuvieron consecuencias tan graves, pero hasta una guerrera con la experiencia de Marin había regresado esa mañana a la costa de Mu sin recordar si siquiera había levantado el vuelo, a pesar de que ya era la tercera vez que lo hacía.
Tantos eran los problemas con los que Nicole debía lidiar, que Garland no pudo seguir ocultando un detalle del que no se fiaba del todo, justo después de que el líder en funciones del Santuario le contara por encima una misión en la que Caballo Menor y otras cuatro santas de bronce se habían embarcado, para su disgusto. El santo de Altar no dejó de fruncir el ceño en todo momento; un miembro de los Astra Planeta ofertaba la paz el día después de que otra partiera en pedazos el Santuario, devolviendo uno de esos pedazos, el cabo de Sunión, a la Tierra como prueba de buena voluntad. Fue ridículo para Garland de Tauro y también lo fue para Nicole de Altar.
—Sin embargo —debió aclarar este último—, es cierto que Julian Solo hizo un viaje, hacia Bluegrad. Eso debe de tener algún significado.
—Los caminos de los dioses son inescrutables —convino Garland—. Parece que aun habiendo escogido al hijo, Poseidón sigue teniendo planes para el padre.
Cuáles eran esos planes era algo que quizás ninguno de los dos llegarían a descubrir, por lo que el santo de Tauro no pudo darle vueltas a ese tema mientras Nicole le increpaba sobre los previos acontecimientos a la oferta de Tritos. Él pudo referir la entrada del cabo de Sunión a los mares olvidados y la lucha de Sneyder y Sugita de Capricornio en medio del mundo de las bestias, pero respecto a los demás, era un tercero que solo repetía, con detalle, eso sí, lo que había oído. Ahí fue cuando más tenso se puso el santo de Altar, como si cada palabra pronunciada por Garland fuera el anuncio de una guerra inminente contra ocho enemigos de la talla de Caronte de Plutón. Nicole fue, en todo caso, un hombre a la altura de su título de Señor de la Tempestad, y si bien alzó la voz al final, no perdió los estribos en ningún momento. Mientras salía del edificio, Garland pensó que la Suma Sacerdotisa había sido sabia al escogerlo como líder en funciones, incluso si por tradición no tenía alternativa.
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De todos los pétreos edificios que se habían levantado a lo largo de Naraka, aprovechando los restos de la Gran Tortuga, el de Nicole era el más grande, lo que no hacía menos admirable el trabajo realizado en esa tierra de muerte los últimos días. Más que campamentos, pequeños poblados se levantaban en un área circular, semejante a un anillo, cuyo interior distaba diez kilómetros de la Torre de los Espectros, al igual que el exterior no coincidía con exactitud con las fronteras que decían los mapas, por no provocar de momento la ira de las naciones colindantes. Si bien el Santuario podría ordenar a cualquiera de estas respetar el que la Guardia de Acero de la Fundación Graad hubiese reclamado una tierra cuya existencia negaron durante siglos, el clima ya estaba bastante agitado entre los países como para crisparlo más sin motivo.
En el futuro, Naraka sería la base terrestre de la Guardia de Acero, así como Egeón era la base marina. Ya tenía, incluso, un nombre, Titán, lo que sacaba a Garland una sonrisa irónica cada que lo oía de los guardias que hablaban en uno u otro lugar. Además del brazo de hierro del Santuario, esa región sería además el hogar de una parte de las ninfas de Dodona, las que habían accedido a restaurarla por petición de la Suma Sacerdotisa. La Guardia de Acero tenía tanto el deber de marchar allá donde sus superiores les ordenasen ir cuanto defender a las hijas de la Tierra en su nuevo hogar. Una vez Naraka reviviese, la presencia de la Torre de los Espectros no bastaría para que algún temerario no decidiera ingresar en ella buscando aventuras; incluso si las naciones seguían negándose a fijarla en los mapas, el mundo reconocería su existencia.
—Pobres muchachas —se lamentó Garland. Tan pendiente estaba en el paisaje, buscando cada brote de hierba fresca que salía con dificultad del suelo, yermo los últimos dos mil años, que acabó pisando uno de los bordes del abismo que separaba el infierno de los santos del infierno de hierro, como fue denominado durante la Batalla por la Torre de los Espectros. Oía risas abajo, de ninfas de los árboles jugando con hermanas de los ríos, mandadas allí desde la armada de Poseidón. ¿Cuánto tiempo podrían disfrutar hasta que empezaran a venir los sátiros de fuera?—. Desde luego, la Fundación Graad ha creado un ejército muy disciplinado. Ni un solo incidente.
Todos en la Guardia de Acero se comportaban con caballerosidad. Hasta un patán como Faetón lo hacía, quizá porque le pesaba demasiado haber sobrevivido en un mundo en el que ya no estaban Icario y Tiresias, quizá porque no quería quedar atrás de los otros oficiales, Leda, Helena y el manco capitán de los Heraclidas, Garan, quien ocupaba el puesto del finado Shiva. Fuera como fuese, el caso era que quien como jefe de los vigías arrastraba tras de sí toda suerte de burlas, ahora era saludado con respeto, porque se había convertido en un gran capitán, mejor de lo que Garland fue en el pasado.
—Como si eso fuera difícil —espetó el santo de Tauro, todavía oyendo las risas de abajo por sobre el sonido de colinas derrumbándose al frente. Los santos de bronce que no estaban especializados en combatir dedicaban esfuerzos a dar forma a un proyecto de Nicole, en el que Naraka estaría bañado por hasta tres ríos llenos de islotes. Picapedreros, les llamaban en broma los de la Guardia de Acero que lo veían todo desde donde estaba Garland. El gigante prorrumpió en carcajadas y todos salieron huyendo, creyendo que les estaba recriminando algo—. Ser mejor que yo es un juego de niños.
De un salto, sobrevoló aquella tierra en la que la piedra era moldeada por las manos desnudas de los jóvenes. A todos ellos, le pareció, les iría bien la ayuda de los que luchaban fuera, y a él no le sentaría nada bien esperar una amenaza en aquel Nuevo Santuario. Si había monstruos y gigantes más allá, él los mataría a todos.
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Anochecía cuando Garland de Tauro regresó, preocupado. Cada vez que localizaba a un santo de Atenea, este le indicaba que el gigante había desaparecido como por ensalmo, junto a los guerreros de helada piel que custodiaban su núcleo. En un par de ocasiones, tras dar vueltas al azar por todo el globo, llegó a ver el proceso que hasta entonces solo le habían descrito. Un tornado arrasaba un pueblo en ruinas, ya evacuado por el santo de Lagarto; tan pronto lo vio, desapareció, cayéndose entonces las casas, árboles y materiales que había arrancado del suelo. Un volcán dormido despertó de improviso; Garland y la santa de Pavo Real estaban desarrollando una estrategia para que la lava no alcanzara a la población circundante cuando la erupción se esfumó, sin más, junto a la lava que bajaba por la montaña. Aun después de ver tales portentos, tuvo que darle muchas vueltas a la cabeza para entender la razón, descartando para empezar que estuviesen luchando todo este tiempo con ilusiones de un simple prestidigitador.
—Miedo —advirtió al santo de Cruz del Sur, el cual estaba agotado después de tres horas de batalla bajo tierra contra espectros de Cocito—. Nuestros miedos se están haciendo realidad. Todos los que lucháis contra los engendros del río de las lamentaciones combatisteis en el frente de Naraka, ¿es que nadie se ha dado cuenta?
Aquel hombre le recordó, con ciertas reservas, que él había luchado cara a cara con Cocito. Nadie más que Garland de Tauro debía temer a los ejércitos del dios de las lamentaciones, en opinión del santo de Cruz del Sur, pero el Gran Abuelo tenía respuesta hasta para eso: él no creía que la legión de Cocito pudiera seguir existiendo sobre la superficie. Ese rato que pasó mirando el manto de Tauro, tan vivo, lo convenció de que ningún guerrero de piel helada y ningún gigante podían existir. Por eso desaparecían si él estaba cerca, en parte porque no creía en esa posibilidad, en parte porque esa falta de creencia era alimentada por su técnica de negación de eventos.
—Fobos —estuvo gruñendo en el viaje de regreso. Había matado muchos monstruos, pero los santos de Águila, Perseo, Triángulo y Lince le advirtieron que otros surgirían con el paso de las horas, como si una nueva Equidna los estuviera pariendo en algún rincón del mundo—. Tiene que ser Fobos. Pero, ¿por qué ahora? ¿Por qué actuar ahora que los Astra Planeta no pueden intervenir en este mundo? ¿Es para hacerles el trabajo sucio? ¿O acaso es porque ahora no están aquí los únicos que pueden detenerle?
La segunda opción se le antojaba la más probable. Cuando aterrizó en la más elevada colina de Naraka, haciéndola temblar, ya pensaba en ella como una verdad irrefutable. Por esa razón maldijo, como el auténtico gigante que muchos compañeros veían en su ceñudo semblante, a Fobos, Deimos y todos los hijos del dios de la guerra.
—¿General? —dijo una voz femenina modulada por la máscara. Garland tuvo que voltear para reconocerla como Yulij de Sextante—. ¿Ocurre algo?
—Estamos siendo manipulados por un dios de la guerra —respondió el santo de Tauro, con un enfado que fue suavizándose conforme notaba el escándalo que había hecho. Rascándose la cabeza, trató de pensar una buena disculpa, pero al final se decidió por lo más importante—. Díselo a Nicole, quiero decir, al santo de Altar. Los espectros de Cocito y los gigantes son una pista falsa. Que nadie la siga salvo que esté yo presente.
«Eso no sirve —le decía una vocecilla burlona, eco de un pasado más salvaje—. Existe la posibilidad de que la legión de Cocito surja en la superficie, liderada por uno de los ángeles. Además, si los santos de Atenea no acuden a la batalla, ¿quién va a proteger al mundo de los engendros del Hades que no han sido devueltos a casa?»
La joven enmascarada asintió, ajena a los pensamientos de quien debía ver como nada más que el general de la división Dragón. Si lo temía, ya sea por sus recientes gritos, ya por esa apariencia de hombre poco amable de la que habló Makoto, no lo demostraba.
—Eres valiente —aprobó Garland.
—En absoluto, general —respondió Yulij—. Yo no combato como los demás.
Eso era cierto. El manto de Sextante no había sido construido para la batalla. En realidad, muchos tenían otras funciones: Cincel y Escultor para la reparación de otros mantos sagrados; Altar para las labores de gobierno; Copa para la sanación; Brújula y Octante para la navegación de los mares, en un tiempo en el que Poseidón no permitía al hombre ni plantearse tal cosa; Quilla, Popa y Vela para la formación del Argo Navis. Las circunstancias habían obligado a los portadores de varios de ellos a combatir, no obstante, el cual no era el caso de Yulij. En cuanto Garland mostró interés, esta le indicó que había sido entrenada por el antiguo Sumo Sacerdote para leer las estrellas. Nada más. E incluso esa actividad solo la pudo realizar una vez antes de que iniciara la guerra entre los vivos y los muertos. Había tardado días en hallarle un sentido que pudiera expresar con palabras, y ahora no había monte Estrellado en el que buscar confirmación, ni Suma Sacerdotisa a la que comunicárselo. ¡Menuda santa de Atenea estaba hecha!
—No todo en la vida es pelear —dijo el santo de Tauro, poniéndole una mano en el hombro—. Se necesita más que combatientes para ganar una guerra.
—Lo sé, señor —asentía Yulij—. Es solo que ahora me siento impotente. Odié las estrellas por mi propia dificultad para leer algo en su curso, y ahora que creo haberlo entendido, las extraño como viejas amigas. ¡Es ridículo!
—La verdad es que sí —reconoció Garland—. No tú, mujer, sino lo que dicen las estrellas. Siempre hay una nueva Guerra Santa en el horizonte. Siempre.
Yulij meneó la cabeza, negando la aseveración del santo de Tauro.
—No, general. Esta es la última guerra que libraremos, solo que aún no ha acabado.
—Lo veo, mujer. Lo veo.
La temperatura descendía por todo Naraka. La santa de Sextante temblaba de frío. Con un ademán, Garland le indicó que se marchara a dar ese mensaje a Nicole de Altar, aunque dudaba que importase a esas alturas.
En la frontera que separaba el Nuevo Santuario de China empezaron a surgir espectros de Cocito. No pasaría mucho tiempo hasta que también aparecieran los gigantes que atacaron esa tierra muerta, si alguno de los santos de Atenea que la habitaban pensaba en ello. En eso radicaba todo, en creer y en no creer. Garland de Tauro tenía que acabar con aquel reciclado ejército de enemigos antes de que pasaran a ser reales del todo.
Se preparó para dar un nuevo salto en esa colina agrietada por el último aterrizaje. Pensaba impulsarse con tal fuerza que aquella elevación se vendría abajo, imposibilitándole el cambio de rumbo hasta que llegara hasta el enemigo, pero no le importaba. No sabía contra cuántos tendría que luchar, si serían cientos o los miles que lucharon en Naraka durante el primer día de guerra, pero eso tampoco le importaba.
Porque había decidido creer en el vaticinio de Yulij. Esa era la última Guerra Santa contra Hades, y haría que valiera la pena, por eso saltó, dejando atrás una avalancha de rocas y un estruendo semejante a una tormenta.
Quienes vieron a Garland luchar esa noche llena de truenos y amaneceres, no pudieron sino recordar la leyenda según la cual Zeus se había convertido en toro.
Tal era el brío del toro dorado al aplastar las legiones del infierno.
