Capítulo 148. El último viaje de Julian Solo
Como seña de que el Trono de Hielo estaba siendo utilizado, las puertas a la sala en la que se hallaba se habían congelado por completo. Era tal el frío surgido del hielo, que diez guerreros azules, incluido aquel que había pasado por la ingrata experiencia de ser roedor por espacio de un segundo, temblaban bajo las toscas armaduras que portaban. No lo hacían solo por la temperatura, claro, pues en el otro extremo de la antecámara se hallaba un mago golpeando impaciente el suelo con el bastón, a buen seguro listo para lanzarles algún conjuro si sus respectivos señores, Julian Solo y el rey emérito, Piotr, no llegaban a un acuerdo sobre la apertura del portón.
Ninguno de aquellos mercenarios sospechaba que el enfado de Oribarkon partía de que entendía la situación. Así como él obedecía a Poseidón, encarnado ahora en el cuerpo de Adrien Solo, ellos cumplían su deber al servicio de Alexer. Debían, no obstante, respeto a los padres de ambos, pues Piotr fue durante muchas décadas rey de la Ciudad Azul, y aunque el tiempo de Julian Solo como avatar de Poseidón fuese breve y envuelto en las intrigas de los hombres, eso bastaba para darle una dignidad tan solo comparable al caído rey Atlas. En ello recaía la esperanza de resolver aquel entuerto sin recurrir a batallas innecesarias que no podían permitirse ahora que el tiempo escaseaba.
Julian Solo bajó en el preciso momento en que Oribarkon empezaba a plantearse que tanto daba perder el tiempo hablando que peleando.
—¿De qué habló con el rey emérito, señor Julian? —preguntó el telquín, intrigado.
—De dioses y de ídolos —contestó este sin dejar de avanzar. Los diez guerreros azules se apartaron de forma tan apresurada como si Piotr en persona estuviese al lado del empresario—. Es un gran hombre, Piotr, debí visitar esta ciudad hace mucho
—No tenemos tiempo para esto —acusó Oribarkon, alcanzándolo con apresurados pasos—. Señor…
—Lo sé —dijo Julian, asumiendo que el telquín se estaba refiriendo a esa visita que nunca había hecho—. Entiendo nuestra situación, Oribarkon.
—Me refiero al viaje ínter-dimensional. Hay consecuencias que no he explicado —admitió, representando la vergüenza que sentía por ello con veloces golpes del bastón sobre la calva cabeza—. Por ejemplo, si hubiera una versión suya en alguna de las Otras Tierras, sus memorias se mezclarían con las de esta. Podría olvidar lo que debe hacer antes de siquiera empezar el viaje. No sé si la bendición del señor Poseidón le protegerá de algo así, ya que su vida no correrá peligro.
—Como bien dijiste, no tenemos tiempo para esto. Debo aleccionar a tu hermano mayor antes de que alguno de nuestros aliados tenga la brillante idea de hacerle la guerra.
Oribarkon fue incapaz de ocultar su asombro.
—¡Aleccionar al Rey de la Magia!
Julian asintió sin dudar.
—Aun si puedo hacer lo que me propongo sin la venia de Damon, él tanto puede ser un obstáculo cuanto una ayuda muy valiosa. Adrien sostiene que nuestros aliados están más ansiosos de lo normal por reemprender la campaña contra el continente Mu. No solo los caballeros negros y los guerreros azules, sino también los marinos y santos de Atenea, todos sugieren que Damon está detrás de las reapariciones de monstruos y gigantes por todo el globo, lo que nos hace suponer que no lo está.
—Alguien está manipulándonos desde las sombras. Susurrando.
El telquín adoptó de pronto un aire sombrío. Julian se detuvo en seco.
—¿Tienes algo que decirme, Oribarkon?
—El objetivo del tercer hijo del señor Poseidón y la dama Clito nunca fue que el ánfora de Atenea fuese abierta, sino alejarla de los santos de Atenea hasta que nadie relacionado con el Hijo siguiera pisando la Tierra. Con tal de lograr ese propósito no le importó demasiado que invocara a Leteo para deshacer el sello, hasta que entendió que pretendía abrirla. Entonces, cuando él variaba de retorcidos argumentos a amenazas de muerte, yo estaba convencido de que decidí abrirla por mi propia voluntad. Ahora no estoy seguro. Recuerdo los pensamientos que tuve en ese momento con una voz que no es la mía, como que en realidad Tritos de Neptuno no podía hacerme ningún daño y que de darle a él el ánfora de Atenea era posible que Poseidón no volviera a manifestarse en este mundo de locos. También viene a mi memoria otra palabra que se repetía una y otra vez antes de que Tritos de Neptuno empezara a negociar conmigo.
—¿Cuál era?
—Es real. Esa es la auténtica ánfora de Atenea.
Nada más añadió Oribarkon por el momento, pues solo era una vaga sospecha que había arrastrado a lo largo de medio año. Julian, con todo, consideraba que era importante. Alguien que sabía del sistema del ánfora real y el ánfora falsa animó al que cuidaba una de ellas para decidir que era la auténtica, lo que no tuvo demasiada importancia debido a que Akasha de Virgo no optó por abrirla en ese momento. Ese alguien quería poner a prueba la integridad de los santos de Atenea, en el mejor de los casos. En el peor, buscaba asegurar una nueva Guerra del Hijo, aunque esto era poco probable.
«Poco probable es distinto de imposible —se tuvo que recordar Julian Solo—. Debo viajar a las Otras Tierras antes de que sea demasiado tarde.»
Con un gesto, indicó a Oribarkon que procediera. Los diez guerreros azules vieron boquiabiertos cómo, ante tres golpes del bastón del telquín, el hielo a cero absoluto que cubría el portón se transformó en un soplo de aire cálido. Este no duró mucho, desde luego, pero las puertas ya se estaban abriendo antes de que la escarcha lo impidiese, dando tiempo suficiente al mago y el empresario para entrar a la sala del trono.
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En comparación a aquella estancia, en la antecámara hacía verano. Sin la bendición de Poseidón, Julian Solo habría perdido las piernas desde el primer paso, pues todo en ese lugar estaba recubierto del mismo hielo que a buen seguro volvía a cubrir la entrada. Paredes diamantinas se elevaban allá donde se mirase, aún más sólidas que los muros eternos de Siberia; columnas de menor grosor se unían al techo, del que pendían carámbanos tan grandes y afilados como para aplastar a un gigante. El salón del trono de Bluegrad siempre había sido una cueva, no una parte del castillo que se construyó después, pero era ahora que recuperaba del todo el carácter salvaje que tan solo conocieron los padres fundadores de la Ciudad Azul, creadores del Trono de Hielo.
Parte del cosmos de Bor de Osa Mayor y los demás latía en el sitial del invierno, así como el del rey Bolverk y todos los guerreros azules que comandó a lo largo de su en exceso prolongada vida. También los descendientes del monarca y los vasallos de estos; el primer Sumo Sacerdote y el rey al que este depuso; los teócratas que sucedieron al primero y los hijos gemelos del segundo, el que construyó el castillo de Bluegrad y el que acabó siendo coronado como rey de Midgard; hasta hombres despreciables como Hrafnkell, el último gobernante de la Hierocracia, y García, responsable del desastre de 1812, tenían un lugar allí porque murieron siendo guerreros azules. Poco importaba que unos se hicieran llamar con otro nombre, si a fin de cuentas actuaban como tales. Señores de Invierno, guardias reales y soldados, todos estaban atados al trono. El arma más poderosa de la Tierra. Sentado en él, siendo parte de toda aquella fuerza reunida a través de los siglos, Alexer presentaba un aspecto temible, como si en cualquier momento pudiera apagar el sol con un simple capricho.
Quizá era por eso que a Julian le incomodaba verlo temblar de sobreesfuerzo bajo la armadura que lo cubría, la cual vibraba asimismo, llena de escarcha.
—¿A qué has venido, Julian Solo?
—Tengo un asunto que tratar con Damon —respondió este, negándose a mostrar el menor titubeo—, antes de que cometas una locura.
—¿Qué clase de locura? —dijo Alexer con una sonrisa llena de cansancio.
—Luchar solo contra el Rey del Magia, al que incluso los primeros santos de oro debieron vencer con engaños y traiciones.
—Se ve que tú los conoces, Julian Solo. Háblame de ellos.
El empresario sopesó la idea de negarse. Había llegado hasta allí porque aliarse con Alexer era la mejor manera de llegar hasta Damon sin recurrir a su carta del triunfo; no esperaba que aquel estuviese ya en pie de guerra contra el Portador de la Memoria, de tal suerte que no podría convencerlo de enviarlo a donde estaba y cerrar la salida, centrándose en cuidar de su pueblo y del mundo. Al final, empero, decidió que el Rey de la Magia no era más que un medio para llegar a un fin, que era la salvación de las Otras Tierras, tanto de la influencia del Hijo cuanto de la purga a la que los Astra Planeta las someterían de considerarlo necesario. Estaba tan dispuesto a sacrificar a Alexer para ello como a sí mismo. Dio la orden a Oribarkon de explicar contra qué pensaba enfrentarse el último Señor del Invierno, si es que no lo hacía ya.
Este estuvo encantado de contar la historia, quizá demasiado. Habló de la Guerra de la Magia, el bucle espacio-temporal en el que sucedió, la Máquina de Rodas y la traición de último minuto de Zemus de Cáncer. Cuando Oribarkon estaba extendiéndose sobre cómo el único mortal en conocer las nueve artes, simplificadas por los hombres vulgares como magia a pesar lo diferentes que eran unas de otras, decidió regalar tan preciado conocimiento a la más infame mujer que jamás hubo servido Atenea, Julian tuvo que carraspear, callándolo a media maldición sobre la ineficacia de las máscaras.
—¿Apruebas el Ocaso de los Dioses? —preguntó Alexer de repente. Seguía cansado, aunque con una admirable determinación marcando el semblante.
—Desconocía que estuvieras al tanto de eso —tuvo que admitir Julian Solo—. ¿Cuándo, me pregunto? ¿Firmaste una alianza con el Santuario sabiéndolo?
—Dejaré que te quedes con la duda. No hay tiempo.
—No lo hay.
—Algunos dirían que ese plan es terrible —retomó Alexer—. Algunos, sí, nos acusarían de traicionar a la humanidad por el solo acto de apoyarlo.
—Es necesario —apuntó Julian—. No hay otra salida si queremos dar a la humanidad la oportunidad de recuperar la fe que los dioses tuvieron en los mortales en el amanecer del tiempo. Debe llegar el día en el que todos los seres nos reunamos en un único lugar, más allá del infierno y el paraíso. Aunque aún parezca algo lejano, debe llegar.
—¿Es la voluntad de Poseidón?
—Es el deseo de mi hijo, Adrien.
Alexer asintió, comprensivo, pero pronto los dos desviaron la mirada al escuchar golpes de bastón. Sin atreverse a decirlo en voz alta, Oribarkon les recordaba lo urgente que era atajar ese problema antes de que no pudieran salir de la Tierra.
—¿Sabes lo que va a hacer tu hermano, mago? —cuestionó Alexer.
—Una idiotez —repuso Oribarkon—. El señor Julian se encargará de este asunto.
—No podrá matar a Damon sin mi ayuda —acusó Alexer.
—No pretendo hacerlo —terció Julian Solo—. Voy a decirle lo que ha de hacer de ahora en adelante. Eso es todo.
Alexer prorrumpió en carcajadas de repente. Cualquier temblor en el cuerpo desapareció ante los muy abiertos ojos de Oribarkon y la aprobación de Julian. Resultó evidente, al fin, que el Señor del Invierno no estaba todavía enfrentando a Damon, ni siquiera había accedido a la Máquina de Rodas, donde él se hallaba. En todo momento, desde que se encerró en la sala del trono y dispuso diez guardianes para que nadie muriera intentando abrir las puertas, había estado habituándose ante un cosmos que ningún otro mortal había ostentado en miles de años. Acababa de conseguirlo.
Todas las dudas que Julian Solo pudiera tener de aliarse con ese hombre se disiparon por fin. Antes, por las palabras de Oribarkon y lo poco que pudo conversar con el rey emérito, Piotr, había temido que fuera una víctima más de aquel ser que manipulaba a todos desde las sombras, pues una conversación con el proscrito Jäger de Orión le bastó para decidir dar muerte al Rey de la Magia. Ahora, viéndolo doblegar el sinnúmero de voluntades que formaban el Trono de Hielo, tenía claro que ese nunca sería el caso de Alexer. El último Señor del Invierno era fuerte de cuerpo, mente y espíritu, como debía ser, y no iba a actuar de forma imprudente, sobre todo si era una voz desconocida la que lo animaba a hacerlo. Sin duda, él podría resistirse a las promesas de Damon, lo que era el primer paso a dar en los dominios del más poderoso mago de la era mitológica.
—Tus palabras han amenizado una espera que empezaba a resultarme eterna —dijo el rey de Bluegrad sin un asomo de vergüenza. Una sonrisa regia era todo lo que quedaba en su semblante tras la risa triunfal—. Como agradecimiento, te reuniré con tu empleado, empleador. Aunque te advierto que lo que espera Damon es una falsa diosa.
—Tendrá algo mejor —declaró Julian Solo.
Como avatar de Poseidón, Adrien había depositado en su padre el dominio sobre el dunamis de los mares olvidados, obligando a Tritos de Neptuno a dejarse de intrigas y dedicarse a sostener la dimensión en la que se cruzan todas las eras. Esa era la carta del triunfo de Julian Solo, el as en la manga, que pensaba usar solo cuando fuera necesario.
Ambos, Julian y Oribarkon, se acercaron al rey de Bluegrad con paso firme. El mago usó el bastón para tocar el brazo izquierdo del trono, mientras que el empresario tocó el derecho con la mano desnuda —sin congelarse debido a la protección de Poseidón—. La magna fuerza del sitial del invierno los envolvió con un nimbo blanco como la nieve antes de transportarlos, junto al cuerpo astral de Alexer, a la Máquina de Rodas, la gota del río Leteo de la que Damon se había apoderado para cumplir sus sueños a costa de los de toda la humanidad. Allí, el rey habría de combatir, el mago habría de guiarlos y el que un día fue un dios, en cambio, tendría que recordar a Damon a quien debía lealtad.
Pues sería él, Julian Solo, el avatar de Poseidón en las Otras Tierras. Por el bien del mundo en que su hijo había puesto sus esperanzas, así habría de ser.
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—¿Hijas adoptivas?
—Sí, hijas adoptivas.
Cuando Elda de Casiopea llamó padre a Azrael, quien para la mayoría no parecía tener nada más que hacer que seguir a Akasha allá donde fuera, Makoto no supo qué pensar. ¿Alegrarse de que el que tal vez fuera su único amigo tuviera una vida más allá del trabajo? ¿Enloquecer ante la idea de que pudo haber tenido hijos solo para que estos cumplieran su sueño frustrado de ser santo?
Entonces, como solía ocurrir cuando se trataba del alocado asistente, la realidad superó con creces la limitada imaginación del santo de Mosca.
—Éramos huérfanos de guerra. Distintos países, mismas razones sin sentido para haber acabado así. La Fundación Graad nos recogió, ofreciéndonos un propósito…
—Elda —interrumpió la santa de Delfín, alta y de bien cuidados cabellos rubios—. Estás siendo muy directa. Fíjate, el señor Makoto está pálido.
Tanto el grupo de santas como las guerreras de la Unidad Themiscyra y el propio Azrael lo notaron. El japonés quedó quieto y mudo como una piedra por un minuto, apenas parpadeando cuando Helena, Eco y Li pidieron permiso para retirarse.
—Al final resultará que tenías razón, Alicia —reconoció Elda, acercándose al ido japonés en busca de algún signo de cordura—. Me he excedido.
—¡Elda admitiendo ser culpable de algo! ¡Inaudito!
La santa de Osa Menor, una joven china, habló con voz estridente, aunque enseguida retrocedió cuando Elda giró hacia ella. Era bien sabido que la fuerza de la santa de Casiopea era tan grande como su furia, comparable a un volcán en erupción.
Rin y Alicia, acostumbradas a lidiar con esos roces, intervinieron de inmediato. La primera revolviendo el cabello de Xiaoling, que estaba recogido de algún modo bajo las dos piezas principales de la diadema, parecidas a las orejas de un oso. Alicia de Delfín prefería la diplomacia a esas incómodas invasiones del espacio personal, pero enseguida Elda le indicó que no era uno de esos días. No estaba enfadada.
—Me gusta molestar a nuestro eslabón más débil, eso es todo —dijo encogiéndose de hombros—. ¿Algún problema?
—Lo cierto es que… —empezó a decir Azrael.
—¿Tú adoptaste a esas chicas? —interrumpió Makoto, quien miraba al asistente con ojos entornados. Una a una, las nombró mientras las señalaba—. Elda de Casiopea, Alicia de Delfín, Xiaoling de Osa Menor y Presea de Paloma.
—Sí —contestó Azrael—. Rin es hija de Arthur y Seika, como ya sabes. Pero accedió a ayudarnos en esta misión —explicó, a lo que la santa de Caballo Menor asintió, agradecida—. No obligamos a nadie.
—Si tú eres el padre legal, ¿quién es…? Oh, por Atenea. No respondas. Ya me lo imagino. Ella siempre fue algo particular, pero no imaginé que se prestara a esto.
—¿Ella? —repitió Azrael, confundido—. Makoto, creo que…
El puño de plata del japonés golpeó la pared cercana tan rápido que nadie pudo verlo. En un instante, como si el interior del Egeón estuviera hecho de papel cartón, el brazo de Makoto se había enterrado hasta la altura del codo.
—Mucho mejor —dijo mientras sacaba el brazo—. ¿Podrías hacer algo sensato por una vez, Azrael? Acabo de imaginarte yendo de orfanato en orfanato con una… con nuestra… ella fingiendo ser tu… tu… ¡Y luego los dos cuidando niños para ser soldados! Suena… ¡No! ¡Es horrible! ¿Qué tienes en la cabeza?
—Veo que conoces muy bien a nuestro padre —dijo Elda, prefiriendo no confirmar ni negar nada—. Otros no pueden aguantarse las ganas de darle un puñetazo.
—¡Elda! —exclamó Alicia, a lo que la susodicha solo le restó importancia con un gesto—. Los demás no saben lo que significa ser paciente. Él es un santo de plata.
—Y lo conozco bien. Estoy acostumbrado a tratar con Azrael —aseguró Makoto—. Es fácil y no se olvida. Como montar en bicicleta. Solo que las ruedas están en llamas, todo está en llamas porque es el infierno.
De pronto, Presea, a veces tan invisible y silenciosa como el aire con el que se fundía, empezó a reír. Poco a poco, desde Rin y Xiaoling hasta Elda y el propio Makoto, se contagiaron de aquella risa refrescante. Incluso Alicia las acompañó poco después..
En otras circunstancias, aquel grupo habría permanecido así algo más de tiempo, pero enseguida la sombra de la guerra se extendió sobre aquellas almas dichosas. Makoto, extrañado de que la situación fuera tan grave, preguntó sin más qué ocurría. Ya había oído que el Egeón ponía rumbo a Sicilia, una región que hasta donde recordaba no sufrió ningún percance durante la guerra entre los vivos y los muertos.
—Es directo cuando quiere —musitó Elda—. Estamos reemplazando a Aqua de Cefeo.
—¿Reemplazando a Aqua? —repitió Makoto, intrigado.
—Eso dije —exclamó Elda, un poco alterada—. Esa espontánea que pisoteó nuestro entrenamiento con su fuerza venida del cielo, literalmente —acotó, carraspeando—, está durmiendo a pierna suelta en Bluegrad, ¡después de convencer a Fantasma de Lira para creerse su cuento de que alguien pretende liberar a los gigantes! Pues bien, esta vez seremos nosotras las que hagamos el trabajo, no ella.
La santa de Osa Mayor asintió, aprobando el espíritu de su compañera. El resto supo mantener la compostura. Todas recordaban sentirse desplazadas por la sobrehumana eficiencia de la santa de Cefeo, pero unas le guardaron menos rencor que otras.
—¿Seguís con eso? Aqua es la más fuerte de los santos de plata —dijo Azrael—. Vosotras aún tenéis mucho margen de mejora.
—Sí que tienes tacto, papá —susurró Elda, cabizbaja.
—¿De qué hablas, Azrael? Mithos es el más fuerte desde que se unió al ejército y Aqua se unió después —dijo Makoto, quien de hecho había presenciado la estrambótica ascensión de la nereida—. Aqua nunca llegó a ser la más fuerte.
—No considero que Mithos y Subaru puedan calificarse como santos de plata —replicó Azrael, envolviéndose en el extraño cambio de tema con una naturalidad que sorprendía a las expectantes enmascaradas—. Ellos y Shaula son como un solo guerrero.
—¿Qué es lo que estoy notando? —preguntó Makoto con no poca malicia—. ¿Acaso es la envidia de quien entrenó para ser santo de Capricornio?
—Solo un poco.
—Eres… —Makoto necesitó de todo el auto-control que había conseguido en los últimos meses para medir las siguientes palabras—. Eso fue demasiado sincero.
—Ya que mis hermanas no van a interrumpir esta entretenida comedia, tendré que hacerlo yo —dijo Elda—. Sí, Aqua de Cefeo tiene tanta fuerza en los músculos como aire en el cerebro, si volviera a ofrecerme ayuda le daría un buen puñetazo, pero… ¡Demonios, ella vivió la era mitológica! Si dice que la tumba de la primera generación de gigantes es importante, deberíamos creerla, ¿no? Al Santuario no le sienta nada bien estar disperso. Nada bien. Ojalá regresen pronto la Suma Sacerdotisa y el Juez.
A fin de explicar la reacción de Elda a Makoto, Presea le informó muy por encima de la situación en la que se encontraban, tanto de las batallas que libraban las fuerzas aliadas alrededor del mundo, como los probables enemigos con los que tendrían que lidiar más tarde o más temprano. En menos de cinco minutos, Makoto se enteró de que Nimrod de Cáncer estaba en la Colina del Yomi, donde junto a Shizuma de Piscis mantenía bajo vigilancia a dos ángeles del Olimpo; que estos aseguraban no querer combatir, siempre que les entregaran un objeto que ni el propio Nicole de Altar, líder en funciones del Santuario, sabía dónde estaba —Makoto señaló en ese momento que era la voluntad de Akasha el no entregar el ánfora de Atenea a los Astra Planeta—; que el Portador del Dolor estaba vivo en alguna parte y que las naciones humanas estaban más agitadas de lo normal, debido a una serie de accidentes demasiado numerosos y convenientes.
—Por eso nos decidimos a Sicilia —terminó Presea, como si Makoto no estuviera mirándola boquiabierto—. Al monte Etna.
El nombre evocó a Makoto historias que todo santo de Atenea debía conocer. Eran cuatro los principales enemigos que la diosa de la guerra y la sabiduría enfrentó para proteger a la humanidad: Poseidón era un aliado, Hades había caído en la pasada Guerra Santa, y aunque hubo algún rumor de que Ares estaba detrás del levantamiento de las fuerzas del inframundo, el Hades fue sellado sin que aquel belicoso dios, desaparecido hacía milenios, diera muestras de su existencia. El cuarto era Tifón, la destrucción encarnada a la que en varias ocasiones los gigantes habían buscado dar un nuevo cuerpo. En la actualidad, los cuerpos inmortales de aquella raza violenta estaban sellados en las profundidades del monte Etna. En opinión de Makoto, Aqua no había dicho ninguna insensatez a la hora de proponer la defensa de esa región; no se explicaba por qué solo el loco de Azrael, sus hijas, Rin y Fantasma le habían hecho caso.
—Tal vez yo me he vuelto tan loco como ellos —murmuró el santo de Mosca.
—Lo que no me explico —terció Alicia de Delfín—, es cómo pretende el enemigo, sea el que sea, resucitar a los gigantes. A diferencia del Aqueronte, Cocito no pudo dar un cuerpo a las almas que traía a la superficie, estas se manifestaban como partes de la naturaleza. Una montaña, una tormenta, la tierra misma de Naraka… Si un dios del inframundo no puede revivirlos, ¿quién podría?
Las cinco intercambiaron miradas, siendo claro que todavía no habían hallado una respuesta a esa pregunta. El propio Makoto no estaba en mejor posición. Se le ocurría que Hades sería capaz de una hazaña así, pero si resultaba que el dios del inframundo estaba detrás de todo este asunto, bien podrían darse por muertos. No quería ni siquiera convertir en palabras un pensamiento tan funesto.
—Tal vez puede —intervino Azrael—, solo que necesita que la barrera caiga primero. Según me habéis explicado, el monte Etna está sellado por la diosa de la guerra en la misma medida que lo estuvo el ánfora de Atenea donde Poseidón dormía. Cocito no es como el dios de los mares, es un numen, una divinidad de un lugar concreto, más poderoso en el inframundo que en la superficie. Necesita hacer contacto con los cuerpos de los gigantes para revivirlos, aun si él mismo puede liberar sus almas.
—Y las almas contienen el Lamento de Cocito —dijo Makoto, quien por una vez pudo concordar con el buen juicio del asistente. Ya hasta se le había olvidado preguntar por qué razón estaban yendo a Sicilia con un buque de guerra que bien podría ser considerado por el gobierno como una intrusión hostil en el mar territorial. Si las naciones estaban tan inquietas como había dicho Presea, quizá no era buena idea provocarlas de forma gratuita, incluso si el Santuario debía haber realizado las oportunas comunicaciones desde antes de que iniciara la guerra entre vivos y muertos, que no parecía haber terminado. ¿Valía la pena correr tantos riesgos?—. Sí. No luchamos con enemigos que presten atención al movimiento de tropas humanas.
Todos asintieron, dejándole claro que había acertado.
—Es bueno tenerte a bordo, Makoto —dijo Azrael—. La misión que estamos llevando a cabo es de suma importancia. Bluegrad ya ha ayudado bastante al informarnos de Cratos, Bía y Jäger, los santos de oro no pueden permitirse abandonar a las ninfas de Dodona y es fundamental que el Gran General Sorrento mantenga vigilado el continente Mu. Tal vez sería prudente pedir la ayuda del caballero negro de Sagitario.
Makoto lo descartó con un ademán.
—Tienes a seis luces aquí, Azrael —expuso Makoto—. Olvídate de sombras y llévanos a nuestro destino. ¡Detendremos la nueva gigantomaquia antes de que empiece!
Notas del autor:
A todos los lectores que se mantienen fieles a esta historia, les deseo que pasen una feliz navidad junto a todos sus seres queridos. ¡Felices fiestas!
Shadir. Bienvenida de vuelta.
Así es, han pasado unos cuantos capítulos desde su presentación y al fin lo vemos haciendo de las suyas. ¿Con qué propósito? Solo lo podemos saber leyéndolo.
Confiemos en que los santos de Atenea y sus aliados lo lograrán una vez más.
