Capítulo 150. Mosca y gigante
Ante el monte Etna, tumba de la raza de los gigantes, Jäger de Orión hallaba un nuevo contrincante. A pesar de la hazaña realizada, ahora aparentaba ser solo un poco mejor que el santo de Lira al que acababa de derrotar, pero era demasiado lo que se proponía hacer como para perder el tiempo en combates menores, por lo que de inmediato recurrió a la Aguja Escarlata. Siete haces de luz salieron disparados de sus dedos para acabar rozando el peto del oriental antes de que este desapareciese.
Los agudos sentidos de Jäger le permitieron notar el repentino incremento de cosmos en el momento en que aquel santo de plata había esquivado una tanda de ataques a la velocidad de la luz. Hasta para él, que vivió el final de la Edad de los Héroes, aquello le sorprendió, era como verse a sí mismo o a uno de los compañeros junto a los que libró tantas batallas. Sin embargo, pudo adivinar la trayectoria del ataque del guerrero oriental, interponiendo el brazo derecho justo a tiempo.
—Makoto de Mosca. ¿Me recuerdas, verdad? —saludó el recién llegado, manteniendo aún el puño contra el brazal de Jäger. Parecía decidido a moverlo.
—Lo cierto es que no —dijo el santo de Orión—. Nunca llegamos a enfrentarnos.
Makoto abrió la boca para preguntar con cuántos como él iba a encontrarse en su vida, pero entonces comprendió que se trataba de Ignis, el compañero de Aqua y Alexer.
—Bluegrad. Unicornio Negro.
—Cierto, había dos caballeros negros persiguiendo a nuestro cliente entonces. ¿Cómo ha llegado tan lejos una simple sombra?
Revestido de un aura virulenta, Jäger buscó encajar el puño izquierdo en el estómago del japonés, pero de nuevo este pudo esquivar el golpe dando un ágil salto.
—A Hipólita le gustaría escuchar eso, pero por ahora tendrás que conformarte conmigo.
—Ridículo —espetó Jäger, inclinando la cabeza hacia donde Fantasma de Lira yacía inconsciente—. Ya no hay santos de plata capaces de enfrentarme. El Santuario haría bien en enviar a uno de los santos de oro si quiere tener alguna oportunidad.
—Ellos tampoco podrán venir —aclaró Makoto—. Por eso te atreves a actuar ahora, ¿no? Porque sabes que no se interpondrán en tu camino.
—¿No pensarás soltarme un discurso sobre el honor en la guerra, verdad? —soltó Jäger, sarcástico, antes de acometer contra Makoto como un bólido de luz. El santo de Mosca, una vez más, estuvo listo para esquivar el ataque, pero en cuanto iba a hacerlo el santo de Orión cambió el rumbo, desviándose para darle una patada en el costado que lo hizo rodar por el suelo abriendo un surco—. No soy el mismo de hace milenios, conozco mis limitaciones, en especial en número.
Sin piedad, el antiguo guerrero saltó sobre Makoto, pisoteándole la espalda antes de que se levantara. Los ojos del Cazador brillaron, fríos como las lejanas estrellas, pero en ese momento una infinidad de diminutas luces le cubrieron el campo de visión, otorgando al santo de Mosca valiosos segundos en los que pudo apartarse.
Makoto, ya de pie, quiso hacer un comentario sobre cómo un millar de insectos voladores hechos de cosmos picaban el rostro del sorprendido Jäger, pero al abrir la boca solo escupió sangre. ¡Sí que era fuerte aquel hombre! Ni Hipólita ni Aqua podía comparársele, quizá sí que estaba al nivel de un santo de oro.
—¿¡Piensas que puedes vencer a alguien como yo con estos trucos!? —bramó Jäger con el puño alzado. La energía del antiguo guerrero se concentró en la mano, atrayendo las moscas de cosmos como si fueran polillas dirigiéndose a la luz. Y del mismo modo, una a una, se extinguieron al hacer contacto—. Absorción de energía…
—¿No pensarás soltarme un discurso sobre el honor en la guerra, verdad? —parafraseó Makoto, logrando arrancar una corta risa al Cazador—. Mejor, porque pienso recurrir a todo lo que he aprendido para derrotarte.
—Deliras… —murmuró Jäger—. Apenas fuiste un entretenimiento para Aqua en Bluegrad, no podrías compararte con ninguno de los santos de plata de mi época, por encima de los cuales yo me alcé. Que hayas esquivado algunos de mis ataques, que sigas en pie después de recibir mis golpes, solo es un milagro que no se repetirá.
—¿Y no es la especialidad de los santos el hacer milagros? —preguntó Makoto, teniendo presente el día en que decidió que haría todo lo posible para convertirse en uno de aquellos héroes. Aquel que pudo ser el último en el que el sol brillara para la humanidad—. Admito que no es solo mérito mío haber aguantado tus golpes. Eres de verdad fuerte —reconoció, palmeando el argénteo—, antes de ser revivida gracias a Kiki y Akasha, a buen seguro no habría durado ni un segundo.
—¿Akasha? —repitió Jäger—. Tú también reverencias a esa falsa Atenea, ¿eh?
—Tanto como reverenciar… Es nuestra Suma Sacerdotisa ahora… ¡Espera! ¿Falsa Atenea? —preguntó Makoto, visiblemente sorprendido.
—Hace miles de años, los santos de oro se erigieron como dioses, ocupando el nombre y el título de los Olímpicos. Con el fin de que toda la humanidad aceptara semejante delirio, provocaron la Guerra de Troya, el inicio de una rebelión contra los cielos.
—¿Estás hablando de los primeros santos de oro? ¿De Gugalanna?
—Estoy hablando de una mujer ocupando un lugar que le correspondía al único hombre justo del Viejo Mundo. Una mujer que osó proclamarse como la diosa a la que tanto debía, llegando al extremo de enfrentarla el día en que volvió a caminar entre los hombres como si fuera una mortal. Una mujer que todo el Santuario debería recordar como el peor error que ha cometido, ¡para no volver a cometerlo!
—Entiendo que tienes problemas con las mujeres… —murmuró Makoto—. Akasha… Es decir, Su Santidad —se corrigió, sorprendido por el descuido—, es algo revolucionaria a veces, pero no la imagino pidiéndonos que la tratemos como una diosa ni nada por el estilo. Incluso en este mundo loco en el que Azrael entrenó para ser uno de los santos de oro —comentó, casi riendo—, no pasará lo que sugieres.
—Tienes razón, no pasará. ¡Porque yo mismo me encargaré de que la corrupta orden ateniense desaparezca de la faz de la Tierra!
Así, sin mayor ceremonia, Jäger se lanzó a por Makoto, quien aun teniendo buenos reflejos no pudo frenarlo a tiempo. El ataque del santo de Orión, un puñetazo a la velocidad de la luz, llegó al estómago del japonés, dejándolo sin aire por unos cuantos segundos en los que Jäger no dio tregua.
Más que un combate, aquella lucha se parecía cada vez más a una masacre. Makoto descubrió enseguida la diferencia entre un poderoso guerrero que lo subestimaba, como Gugalanna y Afrodita, y otro que parecía determinado a eliminarlo. Los golpes venían desde todas las direcciones, impidiéndole predecirlos, mucho menos esquivarlos, y ni la solidez que el manto de Mosca había alcanzado gracias a la sangre de Akasha y el ardiente cosmos que había despertado lo mantendrían con vida indefinidamente.
—¡Si al olvido condenasteis los pecados del pasado, al olvido habrán de ser condenados los hijos de esas blasfemias! —bramó antes de ejecutar la Aguja Escarlata sobre el dolorido japonés. Cuatro haces de luz lo alcanzaron de lleno, con tal fuerza que salió volando cientos de metros, en dirección al monte Etna.
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En cuestión de minutos, la aparente igualdad entre los santos de Orión y Mosca se había hecho añicos para ambos contrincantes. Desesperado, Makoto hacía un esfuerzo titánico para mantenerse en pie, incapaz ya de percibir la sangre que le manaba desde las numerosas grietas del manto sagrado. Jäger veía aquello con decepción, como si a pesar de las duras palabras que había empleado, en verdad hubiese visto en aquel joven a un guerrero a la altura de sus compañeros.
—No puedes ver —dijo el santo de Orión, mandando al japonés al suelo de una patada alta. La protección de la cabeza, ya muy desgastada, estalló en mil pedazos a la par de un chorro de sangre—. El resto de tus sentidos pronto te abandonará.
Aun mientras decía aquello, Jäger seguía siendo muy consciente de cuanto lo rodeaba. No volvería a caer en las artimañas de alguien como Azrael. Sentía con claridad cada lucha librada en el Egeón, que mantenía el rumbo hacia Sicilia, así como los enfrentamientos contra las bestias del mar. O más bien, la ausencia de tales enfrentamientos, pues las santas de bronce habían logrado vencer a aquellos seres de la legión de Flegetonte sin perder ni una sola vida.
El quinteto de enmascaradas no tardó en llegar a donde se encontraban. Para sorpresa del Cazador, ninguna se quedó atrás para tratar de salvar la vida del santo de Lira. Sabían que de hacerlo, él podría matarlas en un abrir y cerrar de ojos.
Caballo Menor, Delfín, Osa Menor, Casiopea y Paloma. Jäger no recordaba ninguna hazaña memorable de cualquiera que hubiese portado alguno de esos mantos sagrados, claro que era lo mismo para quienes llegaron a ser santo de Mosca. El cosmos de aquellas jóvenes tampoco servía de mucho para superar la primera impresión: era otro grupo de inútiles más; el Santuario debía de estar muy desesperado.
Con una sola mano, el santo de Orión bloqueó los Meteoros de Rin junto a los ataques de Alicia y Xiaoling. Ni siquiera se molestó en detener las cuchillas de viento que Presea generaba con cada golpe, las cuales se deshacían ante el manto de plata y la piel del Cazador sin causar el más mínimo rasguño o abolladura.
—¿Esto es todo lo que tenéis? —comentó, decepcionado.
Como si la tierra misma quisiera responderle, una erupción de magma surgió a los pies del Cazador, cubriéndole desde los pies a la cabeza. La sustancia, energizada por el cosmos de Elda, sometió el cuerpo de Jäger a un calor que no podía imaginarse ni en el mismo corazón de la Tierra, aunque la santa de Casiopea no se engañaba. Alguien que había derrotado a dos santos de plata con tanta facilidad no caería tan fácil.
—¿Le hemos ganado? —preguntó Xiaoling, provocando que Elda suspirara con irritación—. ¡Pensé que sí!
—¡Deja que piensen los que saben!
—Ya —intervino Rin—. No es el momento para discutir.
Las santas de Osa Menor y Casiopea asintieron de inmediato, pues el magma que Elda había invocado bañaba ahora el cuerpo inmutable de Jäger. El santo de Orión ya avanzaba hacia ellas antes de que la lava terminara de caer al suelo.
—Sois muy ruidosas. Morid.
A la velocidad del relámpago, Jäger estuvo a punto de golpear a las jóvenes guerreras, quienes no tuvieron tiempo ni de ponerse en guardia. Sin embargo, el brazo del Cazador, capaz de poner fin a de un solo golpe a los monstruos mitológicos, fue detenido en seco por uno solo de los dedos de Makoto de Mosca.
—Imposible. ¡Estabas derrotado! —exclamó, sorprendido, a la vez que analizaba el secreto de la técnica usada por el oriental: había absorbido la fuerza del ataque y luego empleado su propio cuerpo para contener tamaña cantidad de energía. Tan pronto entendió eso dio un salto hacia atrás para esquivar el puño izquierdo del ateniense, al menos la mayor parte—. Esto…
—No es un milagro —cortó Makoto, cuyo rostro ensangrentado lucía rígido como una roca. Ni siquiera las santas, compañeras de aquel, se atrevían a decir algo, así fuera para darle ánimos—. Solo técnica. Y no muy compleja, debo decir.
Un temblor empezó a sentirse alrededor de los combatientes y más allá. Presea de Paloma, capaz de ser una con el viento, fue la primera en darse cuenta de que toda la isla estaba siendo sacudida por algo que se movía en las profundidades.
—¿¡Tú estás haciendo esto!? ¡Responde, asesino! —exigió Elda.
—No lo creo —dijo Presea.
—Debe ser el alma de un gigante —comentó Alicia de Delfín—. Si usó la legión del Aqueronte contra el Egeón y la de Flegetonte contra nosotras, también debería poder usar a la legión de Cocito.
Jäger no se molestó en negar ni confirmar esa aseveración.
—Con todo lo que hicieron en la guerra como meros espíritus sin poder, ¿qué pasará si recuperan sus cuerpos? —Rin, quien tarde se dio cuenta de que pensaba en voz alta, cabeceó con brusquedad—. ¡Debemos detener a este hombre, por nuestros compañeros que están luchando! ¡Por el mundo que estos monstruos pretenden destruir!
—¡No tenéis oportunidad contra él! —dijo Makoto, cortando los ánimos de las guerreras antes de que alguna avanzara al combate—. El alma del gigante pretende hundir Sicilia. No creo que eso baste para romper el sello, pero… —Las palabras de Munin le vinieron a la mente. A la humanidad poco le importaban las Guerras Santas; al luchar en ellas y obtener la victoria, los guerreros sagrados, sin importar a qué dios sirvieran, tan solo estaban librando al mundo de problemas que ellos mismos habían provocado—. Hay gente aquí que nada sabe de los dioses y quienes les sirven, no merecen morir por batallas que ni siquiera entienden.
—Señor Makoto…
—No, Xiaoling —dijo Rin, poniendo la mano en el hombro de la guerrera china—. Él tiene razón. Si no paramos al gigante, incluso si salvamos el sello, muchos morirán.
—Y si no paramos a este gigante, todos moriremos.
Tras hacer aquel comentario, Elda dio un paso al frente, desafiante.
—Lo detendré —aseguró Makoto, quien a pesar de no poder ver el gesto de asentimiento de la santa de Casiopea, de algún modo pudo intuirlo—. No moriré, tengo una promesa que cumplir. No moriré —repitió.
Las dudas que alguna de las guerreras pudiera albergar se disiparon enseguida cuando los temblores ganaron en intensidad. Las cinco, a la vez, se dispersaron determinadas a que al menos una de ellas pudiera encontrar el núcleo del alma del gigante. Si lo lograban a tiempo, esta regresaría a las profundidades de Cocito y ya no podría impregnar a la naturaleza del odio y la furia que sentía hacia la raza humana. Por lo menos, así ocurrió con los que cayeron durante la guerra.
Jäger, para quien la velocidad sobrehumana de las guerreras no era más que el lento avance de un grupo de tortugas, volvió a intentar liquidarlas. Sin embargo, una vez más Makoto lo detuvo. Cinco veces el puño del Cazador frenó ante los dedos extendidos del santo de Mosca, quien de inmediato aprovechaba la energía robada a aquel para golpearle con la fuerza y velocidad de un santo de oro.
—¿Cómo? ¿En qué momento creciste?
—¿Crecer? —repitió Makoto, escupiendo algo de sangre. Las heridas recibidas le estaban pasando factura—. Estás amenazando todo por lo que lucho, como hombre y como santo de Atenea. ¿De verdad me estás preguntando en qué momento crecí?
—¡Sí! —bramó Jäger, colérico, antes de encajar un gancho en el mentón de aquel guerrero. Pudo conectar el golpe en esa ocasión, pero cuando quiso seguirlo de un salto y someterle en el aire, el cosmos de Makoto adoptó la forma de miles y miles de diminutas criaturas que lo repelieron con suma facilidad. De repente, la figura de Makoto ya no estaba enfrente del Cazador: no era más que un montón de insectos hechos de cosmos—. ¿¡Por qué fingís que os importa la humanidad si seguís a quienes pretenden someterla!? ¿¡Siquiera tenéis verdadera fe en los humanos!? ¡Yo no soy el monstruo que pretende destruir el mundo, soy quien busca salvarlo! ¡De vuestros amos!
Conforme gritaba, Jäger perseguía al santo de Mosca, quien aprovechó el cosmos que había robado al Cazador para mantenerle el ritmo. Al principio eso parecía ser suficiente, pero la furia del santo de Orión solo iba en aumento, otorgándole mayor fuerza y agilidad sin que en ningún momento llegara a perder del todo el buen juicio de un guerrero veterano. De ese modo, cada vez lograba conectar más golpes.
—¡Si tienes que preguntar eso, es que conseguiste tu manto en el ágora! —replicó Makoto deteniendo un ataque a dos manos para luego contraatacar con esa misma energía, directo al rostro descubierto de Jäger—. ¡Los santos siempre hemos luchado por la humanidad! Yo, Hugin, Emil… El señor Shun, Akasha… Puede que hayamos cometido errores, pero eso es lo que nos hace humanos, ¿no?
—Menuda sarta de estupideces.
El último embate le había costado a Jäger serios daños en el casco. Si bien no había terminado de romperse, ya era poca la utilidad defensiva que le quedaba, por lo que el Cazador no dudó un segundo en quitárselo. Unos pocos cortes en la cara eran todo el daño que había recibido durante el enfrentamiento.
—Errar es de humanos —espetó con claro desprecio—. ¿Por qué intentar ser mejores cuando siempre podremos abrazar esa excusa lamentable? Los santos de Atenea debíamos representar la voluntad de la diosa, garante de la paz y la justicia en la Tierra. ¡No se nos permite errar! Y aun así no dejamos de hacerlo.
Veloz, el Cazador se puso a la espalda del santo de Mosca, cuyo cosmos volvió a transformarse en miles de pequeños insectos devoradores de energía. Jäger, habiéndolo previsto, alzó una mano, atrayendo a todos hasta allí para aplastarlos en el momento preciso, y con la otra descargó la Aguja Escarlata el sorprendido japonés.
—¿Dices que eres fuerte porque luchas por el mundo? ¡No me hagas reír! ¡Ni el mundo ni la humanidad necesitan de aquellos que reniegan de los dioses!
Después de haber recibido siete veces la Aguja Escarlata, cada una con más intensidad que cualquiera de las que recibió Fantasma de Lira, Makoto ya no era capaz de seguir el paso a Jäger. Presa del Cazador, pudo escuchar con impotencia cómo la sangre y el metal caían al suelo mientras él se alejaba, impulsado por los incontenibles puñetazos y patadas del embravecido enemigo.
Al final, con el peto cayéndose a pedazos, Makoto pudo detener el puño de Jäger, pero para su sorpresa, varios haces de luz le atravesaron la mano para llegar hasta el pecho, terminando de dibujar la constelación de Escorpio a excepción de Antares.
«No siento nada —pensaba el ateniense, incapaz ya de hablar. No podía captar ningún olor y le resultaba difícil respirar—. Ni el dolor, ni el suelo bajo mis pies, ni el aire… Nada. Estoy paralizado. Él… ¿Acaso me está hablando?»
—Sigues en pie a pesar de haber perdido tus cinco sentidos —comentaba Jäger para sí, seguro de que el ateniense era ya incapaz de escucharle—. Es una lástima que esa fuerza de voluntad esté al servicio de semejantes líderes.
En lugar de ejecutar la última Aguja Escarlata, el santo de Orión golpeó con un solo dedo el rostro de Makoto a la velocidad de la luz. Era una técnica que había desarrollado antes de ser entrenado por el primer santo de Escorpio con el propósito de poder matar a cualquier ser vivo, siempre que tuviera un cerebro. Por supuesto, no era nada para los infinitamente sabios y poderosos miembros del Zodiaco, lo que incluía a su maestro, pero serviría para dar a aquel guerrero oriental una muerte rápida. No creía que mereciera morir desangrándose, ni aplastado por Betelgeuse o quemado por Rigel.
El cuerpo de Makoto cayó al suelo de forma tan irremediable como antes cayó Fantasma. Jäger lo observó unos segundos, esperando que se levantara y siguiera luchando, pero nada ocurrió. Incluso para los milagros había límites.
Era consciente de que los santos de Aries, Tauro y Sagitario lidiaban con ejércitos del inframundo, si bien no podría imaginar dónde se originaban. ¿Se trataba de Damon, Portador de la Memoria? ¿O era ese otro ardid de los ángeles de la Fuerza y la Violencia, del que sería responsabilizado? Aun desconociéndolo, eso jugaba a su favor. No podría romper el sello del monte Etna si tenía que luchar ahora con un santo de oro. Ese momento llegaría, claro, pero después. Debía seguir el plan paso a paso.
«Él dijo que las notas en Bluegrad eran discordantes —se descubrió pensando el santo de Orión—. Aqua, Terra, Alexer. Todos están allí. Debo darme prisa.»
Revivir a los gigantes. Tomar la Máquina de Rodas. Reformar el mundo.
«¿Y las personas? —se cuestionó—. ¿Qué hay de la gente?»
La gente era parte del mundo que iba a salvar.
—Dioses… —soltó al sentir una chispa de cosmos cerca. No tuvo ni que fijarse para imaginar que se trataba de Makoto—. ¿No sabes cuándo rendirte?
La carne era débil. Esa era la primera verdad que cualquier santo aprendía. La segunda, era que dentro de un cuerpo endeble hay todo un universo esperando ser despertado. En la época de Jäger ya eran pocos los que lograban dominar el Séptimo Sentido, aquel que les permitía controlar la energía infinita que llamaban cosmos. En el tiempo actual, por lo que él sabía, ningún santo de plata lo había logrado.
—He sido demasiado indulgente —se recriminó, apuntando a aquel cuerpo vacío de vida que se levantaba desafiando toda lógica—. Eso se acabó.
Disparó la última de las quince Agujas Escarlatas, Antares, seguro de que ese sería el fin. Sin embargo, el cuerpo de Makoto se había envuelto en aquel cosmos plateado que zumbaba como si estuviera hecho de insectos, el cual afectó a la velocidad de la técnica lo suficiente como para que el guerrero apenas consciente pudiera esquivarla.
«Muévete, muévete, muévete —había rogado Makoto todo aquel tiempo. Desconectado del mundo y a un paso de la muerte, solo le quedaba él mismo. Esa fuerza con la que había contado en tantas ocasiones, la esencia misma de la vieja humanidad—. Muévete, muévete, muévete. Prometiste que no morirías, así que muévete, ¡muévete!»
Esos gritos, provenientes del alma de Makoto, lo habían mantenido con vida incluso después de que Jäger le apagara el cerebro. Fue un milagro propio de las historias que escuchó sobre Seiya y los demás en el Santuario, por un momento todo fue oscuridad para él y luego las sombras fueron dispersadas por una luz pálida, como venida de una luna espectral que no podía ver. El mismo brillo del manto que lo protegía.
Y no solo la mente respondía. El cuerpo esquivaba con veloces movimientos algunos de los ataques de Jäger, mientras que los más potentes los detenía, absorbiendo hasta la última onza de energía en un brazo para liberarla con el otro en un feroz puñetazo.
El Cazador no se permitió caer de nuevo en la nostalgia. Tampoco temió el repentino incremento en la fuerza del guerrero, ni siquiera cuando el manto de Orión empezó a agrietarse. Cada vez con mayor frecuencia era capaz de encajar un golpe al escurridizo guerrero, con tanta potencia que incluso la sangre que aquel perdía era desintegrada en pleno aire, así como el manto sagrado y aquellos insectos hechos de cosmos.
«Muévete —seguía diciendo Makoto, deshaciendo la desesperación que amenazaba con envolverlo otra vez. Se vio de nuevo en el coliseo del Santuario, perdiendo la batalla por el manto de Hércules. Se vio convertido en un guardia más, conociendo a la persona más irritante que debía existir en toda la historia de la orden ateniense, y luego contempló cómo ambos acababan formando parte de una terrible batalla—. Muévete. ¡Nos dieron la oportunidad de luchar, maldita sea!»
Mientras Jäger le encajaba un rodillazo en la columna, la voz de Akasha, a la edad de seis años, le sugería que podía volver a intentarlo. Podía convertirse en santo.
Volvió a reencontrarse con Geist en Hybris, a temer que pudiera convertirse en un caballero negro si seguía sirviendo de espía. En ese momento, aquellas dudas que le invadían no parecían nada. Quería proteger a la gente, eso era todo. Ni el Santuario ni la orden de Gestahl Noah estaban en sus pensamientos ahora.
«Nunca llegué a alcanzarte, Seiya —admitió para sí cuando de algún modo volvió a ser capaz de percibir el mundo. Estaba hecho pedazos, no le quedaba ni una sola placa del manto de plata a excepción de las botas y lo poco de piel que no estaba cortado o quemado eran minucias. Ni siquiera podía entender cómo aquellos brazos destrozados se seguían moviendo para bloquear los ataques de Jäger—. Mi manto no brillará como el oro. Mis puños no desafiarán a los dioses. ¡Pero…!»
—¿¡Qué!?
Cuando había acabado con el último de los insectos de cosmos y estaba a punto de atravesar el corazón de aquel tenaz guerrero, una increíble fuerza empujó a Jäger varios metros hacia atrás. Las botas del Cazador dejaron hondos surcos en la tierra, pero pronto todo el suelo fue desintegrado por un estallido de cosmos platinado.
—¡Mi vida protegerá a la humanidad!
Aquel grito fue como el sonido de un trueno. Todo había sucedido mucho antes de que cualquiera escuchase la voz de Makoto de Mosca.
Con el manto de Orión aún entero, solo había una forma de derrotar al Cazador de un solo golpe. Él mismo lo había hecho posible al desprenderse del casco.
—Esto… Esto es…
Las palabras de Jäger se atragantaron en borbotones de sangre. Los dedos de Makoto, con una velocidad y potencia tremendas, le habían destrozado la yugular, llenando el interior del cuello de un cosmos ardiente.
—Esto… —dijo Makoto, respirando agitadamente—… Esto sí es un milagro…
Sacó la mano del cuello del enemigo solo para golpear otra vez, terminando de destrozar el hueso. En el último momento, a Makoto le pareció que Jäger sonreía.
Al final, incluso aquel poderoso guerrero cayó muerto.
—He… No… No ha…
Le costaba hablar, la garganta le ardía como si fuera a él a quien se la hubiesen destrozado. Incluso caminar era difícil. Sentía que el impulso que le había permitido luchar hasta ahora se estaba desvaneciendo. Aun así…
—Me… Me necesitan…
Dando pasos torpes, tropezó con el cadáver de Jäger y, al no ser capaz de recuperar el equilibrio, terminó rodando por el suelo ensangrentado. El temblor que durante los últimos minutos le pareció inexistente ahora le estaba destrozando la cabeza.
¿Podrían Rin y las demás con el gigante? ¿Estarían bien los del Egeón? ¿Y Azrael? Todas esas preguntas le golpeaban una tras otra, sin piedad.
—Me necesitan…—repitió, tratando de levantarse—. Fantasma, debo ayudar a Fantasma. —Logró ponerse de rodillas, pero al palpar la tierra notó un líquido demasiado viscoso y abundante como para ser sangre. El color amarillento tampoco ayudaba a que lo confundieran con aquel líquido vital, aunque en un primer momento Makoto lo atribuyó a que tenía los ojos llorosos—. No… No es… No es posible…
Primero sintió que la débil vida de Fantasma de Lira se apagaba de improviso, merced del mortal acero del Hades y las aguas impías del inframundo.
Luego buscó el cuerpo de Jäger, pero no le sorprendió ver que ya no estaba él, sino una masa de agua amarillenta con la forma del Cazador y el tremendo cosmos que ostentaba. Era el Aqueronte, una parte de él al menos, alimentándose de un poder digno de romper el sello del monte Etna.
Alrededor de Makoto, la tierra se convertía poco a poco en un gran lago de enfermedad y muerte. Cuando los cosmos de Fantasma y Jäger terminaron de ser devorados, setenta mil soldados de la legión de Aqueronte emergieron, más poderosos que nunca.
Era el fin.
