Capítulo 151. Soldados de la diosa

Makoto abrió los ojos esperando encontrarse al Barquero, con la mano extendida, requiriendo la moneda que simbolizaba que había aceptado la muerte.

Sobre las aguas que lo rodeaban no había ninguna barca, aunque el olor fuera tal vez el mismo que captaría si estuviese muerto. Una densa neblina ocultaba todo lo que estuviera más allá de dos metros, desde los miles de cuerpos que permanecían sumidos en un profundo sueño hasta las batallas que se libraban a lo lejos: hordas de soldados blandiendo la muerte y compartiendo un monótono lamento, las antiguas amazonas tratando de abrirse paso entre ellas.

—¡Me necesitan! —gritó, levantándose de improviso. A pesar de que alguien había parado el sangrado e incluso le había puesto vendas, el dolor que le supuso tal esfuerzo lo hizo caer al suelo—. ¿Cómo hiciste esto?

Con el rabillo del ojo pudo ver a Azrael, vestido con la armadura reglamentaria de la Guardia de Acero. De algún modo, el asistente se las había apañado para descender entre decenas de miles de soldados, neutralizarlos y atender sus heridas antes de que volvieran a ser un problema. Todo aquello sin sufrir ni un solo rasguño. Parecía algo demasiado estrambótico hasta para el más loco hombre que hubo pisado el Santuario.

—Al igual que en la Noche de la Podredumbre, el cosmos robado de Fantasma siguió actuando un rato —explicó Azrael—. Nueve de cada diez soldados cayeron dormidos antes de que la presencia de Fantasma desapareciera. Lo lamento, Makoto, no nos fue posible llegar hasta a vosotros antes y no podía contactar con Kiki.

—Yo tenía que salvarlos a todos. A él, a Rin y a las demás, a ti… —Sacudió la cabeza. Aun tras alcanzar la victoria contra Jäger, no se sentía en absoluto triunfante. La sensación de fracaso era, de hecho, más fuerte que nunca. Después de decir que los santos no morían, uno había muerto, quizás para salvarlo—. ¡Un momento! Dijiste nueve de cada diez. ¿Qué pasó con el resto? ¿Quién durmió a siete mil soldados…?

Antes de que el santo de Mosca pudiera expresar que esos representaban una amenaza comparable a la de la Noche de la Podredumbre, Azrael se señaló a sí mismo. Acto seguido, mientras lo ayudaba a levantarse, dio las muy necesarias explicaciones.

—El río Aqueronte crea cuerpos aprovechándose de la energía que roba, pero ninguno de los soldados que crea puede usar cosmos, por fuerte que sea.

—¿Así que…?

—No tienen ninguna defensa contra Morpheus —dijo Azrael, al tiempo que se oía el zumbido de moscas alrededor. No tenían que ver con Makoto ni con ningún santo, se trataba de una de las tantas armas creadas por la Fundación: Musca.

—Los gaseaste a todos, ¿eh?

—Sí.

—Por eso nunca llegaste a convertirte en santo, los santos no gasean pueblos.

Makoto dijo aquello con un tono muy serio, pero al terminar no pudo sino soltar una corta risa, ignorando el dolor. Luego de un par de segundos, sin embargo, ensombreció el rostro, percibiendo lo que ocurría más allá del área que el ataque de Azrael había cubierto de gas somnífero. Siete mil soldados era un número demasiado grande como para que las armas de la Fundación pudieran neutralizarlos durante mucho tiempo.

«No —se dijo, recurriendo al sexto sentido para observar con mayor detenimiento los cuerpos dormidos de la legión—. Posiblemente todo esto no sea más que una treta. Una burla, incluso. Tal vez el dios del dolor solo se esté divirtiendo mientras trescientas amazonas se desgastan pensando que hay esperanza.»

Se suponía que aquel estaba sellado junto al resto de los Señores del Hades, pero viendo que Jäger había seguido vivo, no podía descartar nada. Deseó, en cualquier caso, que Aqueronte no tuviera nada que ver con esa legión, que todo fuera un remanente más de la guerra que ya habían ganado. De otro modo, todos los sacrificios realizados, incluido el de Fantasma de Lira, habrían sido en vano.

«No lo será —se dijo Makoto, decidido—. Esos minutos que me regalaste no serán en vano. ¡No permitiré tal cosa! No dejaré que nadie más muera.»

—En mi actual estado, ¿cuántas oportunidades tengo?

—¿Eh?

—¿Tú me has curado, no? Me sorprende que supieras golpear los puntos cósmicos con tanta precisión, pero no hay nadie más aquí.

—Las demás no podían llegar hasta aquí —explicó Azrael, frunciendo el ceño, como confundido—. Menos mal que salió bien.

Makoto sacudió la cabeza, sabiendo que no tenían tiempo para fijarse en los detalles, ninguno de los dos. Azrael no podía saber cómo iban las batallas en la periferia, pero él sí: por cada soldado de la legión de Aqueronte que caía, liberando un alma, había otros cien para ocupar la posición vacante; para la Unidad Themiscyra no habría refuerzos, ellos eran los refuerzos, el ejército de reserva.

—Voy a ir a ayudar —aseveró, decidido—. Debo hacerlo. ¿Moriré, cierto?

—Es lo más probable.

Las palabras de Azrael, tan honestas como directas, sorprendieron a Makoto por un momento. ¿Incluso él era capaz de verlo? Había dado todo de sí para derrotar a Jäger, había superado los límites que siempre creyó insuperables. No contaría con esa misma fuerza ahora; aun si la poseyera, el Aqueronte la devoraría.

—Los santos no mueren con tanta facilidad —recitó, recordando viejos tiempos.

—Dos santos han muerto en este lugar —replicó Azrael, aludiendo por igual al caído Fantasma de Lira y Jäger de Orión—. Sin la señorita Akasha, la muerte vuelve a tratarnos a todos por igual —lamentó.

—Así que por eso estás tan serio.

Esta vez fue Azrael el sorprendido. Sonriendo de oreja a oreja, Makoto le dio un suave golpe en el hombro, abollando sin querer la hombrera.

—La volverás a ver, ya verás —aseguró—. Hice la solemne promesa de que me reencontraría con todos ellos. Cuando ese ocurra, dejaré que me acompañes.

—Si le hiciste esa promesa a la señorita Akasha, entonces yo debo protegerte.

—¿Protegerme?

—Sí —reafirmó Azrael—. Como asistente de la señorita Akasha, yo debo…

—Alto, alto —pidió Makoto. No pensaba reírse de la nueva ocurrencia de aquel alocado compañero, pues sentía la sinceridad en cada una de sus palabras. Azrael realmente tenía la intención de protegerle con todas los recursos que la Fundación, la alquimia Mu y la experiencia que tenía como soldado le habían concedido. Sin embargo, no por eso le iba a permitir que hiciese alguna locura. Ya había hecho suficiente al salvarle—. Para empezar, le hice la promesa a Hipólita, no a Su Santidad.

—¿A Hipólita? —Mientras repetía el nombre de la sombra de Águila, Azrael abrió grandemente los ojos, rememorando cierto detalle de la batalla en Reina Muerte—. ¡Oh!

—¡No se trata de eso! —gritó, algo desesperado. Quería salir ya a luchar, pero antes tenía que asegurarse de que Azrael se pusiera a cubierto—. Yo soy el santo de plata aquí, ¿no? Estaré bien. Todos estaremos bien, hasta tus hijas… ¡Dioses! No me puedo creer que esté diciendo eso. Las hijas de Azrael y…

Cabeceando de un lado a otro, Makoto apartó los pensamientos inútiles, poniendo también fin a aquella discusión. Enseguida se vio rodeado por un halo plateado que lo confería un aire sobrenatural, ocultando el cuerpo herido y desprotegido.

«Kiki me va a matar —pensó, sonriendo.»

—Nos vemos, Azrael.

Makoto no tenía intención de dar al asistente cualquier oportunidad de responder. Una corta despedida le pareció suficiente. Apenas había acabado de hablar cuando saltó más veloz que el rayo hacia la neblina, sabiéndose a salvo de Morpheus.

Sin embargo, el santo de Mosca no pudo ocultar lo que su rostro escondía detrás de una confiada sonrisa. Un grito desesperado que quienes lucharon en los más mundanos y retorcidos campos de batalla sabían leer con relativa facilidad.

«No quiero morir.»

En el instante en que Azrael procesó aquella verdad que Makoto se esforzaba en ocultar, algo dentro de él se encendió, un poder tan grande que detuvo el tiempo.

Azrael tardó poco en comprender que en realidad el tiempo no se había detenido, sino que ahora poseía unos sentidos agudizados más allá de lo imaginable. Y sus miembros, todo su cuerpo, respondía a la misma velocidad.

Avanzó hacia donde estaba Makoto, saltando en el momento preciso en que media centena de soldados del Aqueronte se lanzaba de improviso para apuñalarlo con hojas de muerte. Desde la perspectiva de Azrael, el santo de Mosca estaba estático, así como los guerreros muertos que trataron de asesinarlo y los que se levantaban en derredor. Cientos, miles… Decenas de miles se alzarían en cuestión de segundos por todo el lugar; no pasaría siquiera un minuto antes de que la Unidad Themyscira cayera. Y Azrael era consciente de todo eso. No veía con los ojos ni oía con los oídos; percibía el mundo con el sentido que trascendía los otros seis.

Sintiendo cómo incontables recuerdos le aguijoneaban el cerebro —imágenes de lugares en los que nunca estuvo, voces de personas a las que nunca conoció o con las que apenas tuvo contacto, como Altar Negro—, Azrael optó por dejarse llevar por aquella fuerza inmensa que latía a la par de su corazón. Apuntó a los soldados del Aqueronte con la palma abierta como una mera formalidad, pues en cuanto vio que los cincuenta guerreros muertos se desintegraban le pareció que podía lograr eso con solo pensarlo.

El monte Lu dominó la mente de Azrael durante una fracción de aquel segundo eterno. El entrenamiento con Shiryu de Dragón, las enseñanzas sobre la esencia del cosmos —él debía conocerla por sí mismo, pero la insistencia de Azrael en hallar una forma de neutralizar la inmortalidad de los soldados del Aqueronte mediante el cosmos lo llevó a algunas respuestas concretas—, el más terrible de los fracasos de Akasha y la decisión de desechar el sueño de convertirse en santo. Después de todo, ese sueño egoísta nunca fue para él tan importante como el deseo de protegerla por siempre.

Entonces supo que no había destruido a los soldados del Aqueronte con el pensamiento, él no era un psíquico. Lo que desintegró a los cincuenta soldados no era más que cosmos, manifestado en ondas invisibles que se internaban en la estructura interna de la materia, provocando que colapsara sobre sí misma.

La parte del Aqueronte allí manifestada, ansiosa de tamaño poder, empezó a sorber una energía ilimitada que solo debían poseer doce hombres por cada generación. El poder que permitía a Azrael ver el mundo detenido empezó a menguar, tal y como años atrás, antes de desprenderse de esa parte de él, había previsto.

En la Noche de la Podredumbre, Ichi de Hidra ofrendó su vida para llenar el Aqueronte de un cosmos que imitaba el veneno de la legendaria bestia mitológica. Gracias a ese acto, los soldados que el Aqueronte creaba aparecían enfermos e inútiles. Fantasma de Lira se sacrificó para replicar aquella proeza, otorgando a Azrael la oportunidad de alcanzar a Makoto y curarlo, si bien no más que eso. Un tiempo de respiro.

El efecto del poder que Azrael había despertado fue un poco más directo y duradero.

Todos y cada uno de los soldados de la legión de Aqueronte empezaron a resquebrajarse. Una especie de seísmo muy localizado nacía desde el pecho de los muertos, rompiendo primero los enlaces entre los átomos y luego los propios átomos. Mientras el dios del dolor quisiera valerse del poder que había arrebatado al estático Azrael, todo lo que creara sería destruido incluso antes de que terminara de formarse.

El coste de aquel movimiento fue un fuerte dolor de cabeza, semejante a los que había tenido desde el Cisma Negro. En esa ocasión no se desmayó, más bien, el dolor le aclaró la confundida mente, que naufragaba entre escenas inconexas.

Cuando se trasladaron a Jamir, le dijo a Akasha que se desharía del cosmos que trataba de despertar como una forma de expresar que abandonaría los entrenamientos, pero a un nivel subconsciente había hecho eso mismo, en verdad. Obligó al poder que nacía dentro de él a marcharse, reduciéndole a un hombre común y corriente, la clase de hombre que pudiera seguir al lado de Akasha, siéndole leal a ella y solo a ella.

Pero el cosmos no era un apéndice. En cierta forma, estaba más unido a uno mismo que cualquier parte del cuerpo. Por ello, cuando se desprendió de él, lo único que Azrael consiguió fue crear una sombra de sí mismo. Alguien que pudiera actuar como el santo que pudo haber sido, uno de los doce del Zodiaco.

Todas las acciones que aquel ente sin personalidad había realizado, incluso las más atroces, le llegaron de una sola vez. Para Azrael, el asistente, los últimos seis años habían sido un dolor de cabeza; para el ser que había creado sin darse cuenta, al otorgar voluntad propia a su cosmos liberado, habían sido una sucesión de muertes sin sentido o propósito. Sí, eso había sido aquella criatura: un ente sin capacidad de elegir, carente de un rostro, cargando con un nombre que le fue dado por Altar Negro.

«Adremmelech —pensó Azrael, casi escuchando cómo Gestahl Noah divagaba sobre los fundadores de la orden ateniense. Al parecer, el gólem al que su cosmos había dado forma una y otra vez, se parecía al primer santo de Capricornio.»

En más de un sentido, esos seis años habían perfeccionado la estrategia que Azrael había ido maquinando desde que Shiryu de Dragón aceptó entrenarlo. Ya que su cosmos actuó por sí solo durante todo ese tiempo, podía seguir haciéndolo aun después de ser absorbido, aun si se trataba de uno de los ríos del infierno.

De repente se dio cuenta de que Makoto pisaba ya el suelo, con cara de estar viendo un fantasma. Los ojos estaban muy abiertos, la boca formaba una mueca a medias de espanto y de confusión. Al mismo tiempo, Azrael se vio avasallado por los recuerdos más recientes del ente que por seis años había sido conocido como Adremmelech, el Caballero Sin Rostro: después de caer frente a Titán de Saturno, ya no pudo seguir creando cuerpos y desapareció para volver a renacer desde la fuente, que era él mismo. El proceso lo mantuvo en el hospital del Egeón, en coma, mientras de nuevo ordenaba subconscientemente al cosmos que se apartara de sí. Adremmelech, de nuevo libre, estuvo de algún modo presente durante la batalla del santo de Mosca y el santo de Orión, así como en el posterior alzamiento de la legión de Aqueronte.

«Ya veo —pensó, retrocediendo por instinto al ver la expresión deformada de Makoto. Era evidente que lo estaba viendo—. Es gracias al cosmos que pude llegar hasta aquí. Yo… Todo este tiempo pude…»

Recordando que la ilusión de un tiempo moviéndose a cámara lenta se debía a sus propios reflejos y velocidad, se desplazó más allá del área afectada por Morpheus —el cuál no le había afectado en ningún momento, incluso antes de ser consciente del reencuentro con aquella parte de él, gracias al cosmos—. Echó un rápido vistazo a las amazonas: muchas habían caído, otras, como la capitana Helena, estaban por golpear lugares en donde debía estar el enemigo y ahora solo quedaba el aire. Proyectiles, armas, puños y piernas se mantenían en el aire aun ahora.

El siguiente destino fue fácil de localizar. Como quien agudiza el oído para oír un susurro, o el que entrecierra los ojos tratando de ver algo que está demasiado lejos, así llegó a sentir cinco cosmos que luchaban cerca del monte Etna. Llegó hasta ese alejado punto enseguida, donde vio la tierra abierta y a Rin y las demás luchando en una grieta muy profunda, alumbradas por una luz azul. Un zafiro.

Las santas, en especial Elda, habían hecho todo lo posible por controlar el terremoto a la vez que luchaban con el alma del gigante, que como los que habían enfrentado hasta ahora se manifestaba en forma de una catástrofe teniendo por epicentro una joya.

Veloz como el relámpago, golpeó el zafiro con más precisión que fuerza, temiendo que un exceso pudiera afectar a las jóvenes guerreras. Fue suficiente. El brillante corazón se resquebrajó. El alma del gigante regresaría a Cocito, donde se quedaría para siempre ahora que todas las salidas del Hades estaban selladas. Al menos eso esperaba.

Mientras volvía sobre sus pasos, las enfermizas aguas del Aqueronte empezaron a burbujear entre cuerpos que nacían ya explotando en mil pedazos. El río infernal no podía reformar a ni uno solo de los setenta mil soldados que Azrael había destruido, en ello había resultado la existencia de Adremmelech de Capricornio.

Llegó justo a donde estaba Makoto sin saber bien cómo explicarle lo que había sucedido. Él mismo no lo entendía del todo, aunque poco a poco se decía que debía aceptarlo. Adremmelech, el Caballero Sin Rostro, era él mismo, el cosmos que rechazó y que sin embargo había actuado según su voluntad. No debía juzgarlo, no podía decir en voz alta que él jamás habría hecho alguna de las terribles cosas que él hizo, ya que todas las acciones de ese ente estuvieron encaminadas al mismo deseo que lo había mantenido en pie durante más de una década. Desde que la conoció, o quizás…

«¡Estoy feliz! —le decía Akasha, con el pequeño rostro oculto tras una fría máscara de metal—. De verdad, ¡lo juro por Atenea!»

Incluso si había vuelto a servir a Altar Negro, incluso si se llevó a tantos jóvenes aprendices consigo, incluso si había derramado la sangre de tantos… Descubrió, avergonzado, que sentía orgullo de que aquel demonio fuera parte de él. Adremmelech, el que salvó a Akasha de la profunda oscuridad, el que la ayudó frente a los Astra Planeta, era también Azrael, el asistente.

¿Cómo podía explicarle a Makoto todo aquello? Frente a él, cada vez se movía más rápido, aunque a un mismo tiempo hacía menos movimientos. Solo movía la cabeza de un lado a otro, quizá tratando de desperezarse.

«No es un sueño —se dijo Azrael—. Es real. Este es el poder del santo de Capricornio, que actuó por sí solo durante seis años. Que tuve que utilizar porque alguien no quiso reconocer que tenía miedo…»

Ese último pensamiento le dio una idea. Quizá no era la mejor manera de explicarse, pero era al menos una manera. Al tratar de sonreír, bebió sin querer algo de sangre que le bajaba desde la nariz. La cabeza retumbaba. El cosmos, poco a poco, desaparecía, y el tiempo volvió a avanzar con normalidad.

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En cualquier otro momento, la masacre la legión de Aqueronte habría sido un destello de luz para Makoto. Sin embargo, así fuera por poco tiempo, incluso si no era más que un milagro, había despertado el Séptimo Sentido en el combate con Jäger, por lo que de forma inevitable captó retazos de lo que ocurría frente a él.

Azrael cubierto por un halo dorado, moviéndose a la velocidad de la luz, destruyendo a todos y cada uno de los guerreros del río infernal con el mero acto de estar de pie. Durante el instante en que Azrael dejó de estar allí, la presencia que estaba tratando de hundir la isla de Sicilia desapareció. Debía haber vuelto a Cocito.

—¿Eres un santo? —preguntó al fin, luego de probarse a sí mismo, mediante pellizcos, que no estaba soñando—. Eres un santo de Atenea —afirmó.

—Más o menos —contestó Azrael, dubitativo.

Se había limpiado la sangre de la nariz con la manga, por lo que aún quedaban restos en torno al labio, pruebas de mortalidad que ofrecían a Makoto algo de alivio.

—Uno no es un santo más o menos. Lo es o no lo es.

—Lo soy. Soy un santo de oro.

Si no fuera porque acaba de verlo con sus propios ojos, no lo creería. Se habría reído a gusto, incluso si hacerlo le destrozara las costillas. Todo se sentía tan irreal.

—¿C-cómo eres un santo de oro?

—No lo sé. Solo quería ayudaros y ocurrió.

—¡Si eres uno de los doce hombres más fuertes del mundo tienes que saber por qué!

Irritado y hablando a gritos, Makoto se había acercado a Azrael hasta que solo un palmo los separaba. El asistente parpadeó varias veces, confundido.

—Sí que se mueven a la velocidad de la luz —comentó luego de un rato de silencio—. Los santos de oro, quiero decir.

Por algunos segundos, Makoto no dijo nada. Se limitaba a respirar, calmando algo que bullía dentro de sí, ansiando salir. No pudo hacerlo por mucho tiempo y pronto un puño cubierto de vendas impactó contra el rostro de Azrael a una velocidad subsónica.

Makoto siempre había controlado su fuerza en las discusiones con el asistente. De hecho, hasta ese momento, prefería evitar golpearlo, se lo mereciera o no. Aquel puñetazo, si bien no habría sido suficiente para matarlo —Azrael era más duro que una roca, en eso las jóvenes guerreras que tenía por hijas no se equivocaban—, sí que le habría causado un daño importante, de ser el de siempre.

No ocurrió nada. El rostro de Azrael apenas se movió y no había ninguna herida visible. No en él, al menos, pues el puño de Makoto crujió en el momento en que chocó contra el asistente, reforzado por un cosmos que había brillado como el oro.

—Pienso ir golpeándote más y más rápido —dijo el santo de Mosca, dolorido—. Hasta que veas con tus propios ojos lo que es la auténtica velocidad de la luz.

—Si hubiese sabido que tenía este poder, no te lo habría ocultado.

—Por Atenea… —suspiró Makoto, golpeándose la frente. Fue raro no sentir el casco, recién reparado por el diligente Kiki. Ya apenas quedaba nada del manto sagrado, ¿habría alcanzado el brillo dorado en el último momento?—. No me enfadaré porque nos hayas ocultado ese pequeño detalle. No soy tan infantil, ¿sabes?

—Creo que la confianza entre dos personas es importante, no infantil —replicó Azrael, muy serio—. Ni siquiera yo o la señorita Akasha sabíamos esto, no es un secreto que estuviera ocultando, sino algo que no sabía.

—Azrael, santo de oro… —murmuró Makoto entre dientes, casi riendo—. ¿Qué se supone que eres? ¿El decimotercero o algo así?

El asistente guardó silencio.

—Ya lo averiguaré, por ahora creo que debo darte las gracias.

—¿Por qué?

—¡Hasta quieres que lo diga en voz alta! Por salvarme. Oh, dioses, quién lo habría dicho hace trece años. Este es un mundo extraño.

—Pero si fuiste tú quien derrotó a Jäger —observó Azrael quebrando la barrera de fingida seguridad que Makoto había levantado. No esperaba recibir reconocimiento en ese momento—. Ambos hicimos nuestro mejor trabajo, como santos de Atenea.

El asistente extendió la mano, como un gesto conciliador. Viéndolo, Makoto empezó a darse cuenta de la magnitud de lo que había ocurrido —la derrota de Jäger, el gigante, los monstruos del Flegetonte y los guerreros muertos del Aqueronte—. Habían ganado.

—¿Piensas que esa es la forma en que dos compañeros celebrarían una victoria? —Por lo que había entendido, Fantasma de Lira, él mismo y hasta Azrael habían luchado para alcanzar ese momento, para proteger a sus compañeros y las gentes de Sicilia; aun doliéndole la muerte del músico, aun cuando odiase no haber podido salvarlo, tenía que ver ese momento como una victoria. Cualquier otra cosa sería insultar la memoria de quien sentía un igual de los héroes de su infancia—. ¡Vamos!

Con los brazos extendidos a los lados, se quedó unos segundos viendo a un extrañado Azrael. Luego de un rato, algo incómodo, aunque impulsado por la euforia, le dio un abrazo a aquel alocado asistente.

—Oh, mira, capitana. Ni siquiera me esperaron.

Los dioses habían querido que justo en ese momento tres miembros de la Unidad Themyscira —Eco, Li y la capitana Helena—, llegaran hasta Azrael y Makoto. A pesar de las máscaras y los visores Corvus que las amazonas habían llevado en todo momento para protegerse del gas somnífero, Makoto reconoció a la guerrera en el acto.

—¡Hemos ganado! —dijo a gritos, lanzándose sobre aquellas tres sin pensar. Solo Helena pudo zafarse del abrazo de oso—. ¡Hemos ganado porque Azrael es un santo de oro! —exclamó, ya sin aguantar la risa.

—Ay, ay, capitana. Parece que Makoto ya terminó de volverse loco.

Mientras el resto de amazonas supervivientes se iban uniendo al grupo, después de haber superado el desconcierto de ver cómo los enemigos con los que habían luchado simplemente se evaporaron junto a las aguas del Aqueronte, incluso Azrael se permitió contagiarse de la alegría que Makoto dejaba con cada grito y abrazo. Sonrió.

Notas del autor:

Ulti_SG. Si algo nos ha enseñado Kurumada este milenio, es que la esquizofrenia no existe. Todo es causa de una diosa con mucho tiempo libre. ¿¡Ker, qué hiciste esta vez!?

Despertemos a los gigantes, ¿qué es lo peor que podría pasar?

En la lápida de Jäger, se leerán las siguientes palabras:

«Te perdono. Buena suerte en Cocito.»

Sí, en Saint Seiya está mal pagado ser humilde.

¡Buena esa! Entre locos se entienden.

Ah, la proverbial ineficiencia de las técnicas de Saint Seiya, todo un clásico. Por lo menos esta vez el Réquiem de Cuerdas sirvió para algo… ¡Ayudar al enemigo! Fantasma ha alcanzado un nuevo nivel en ineficiencia. ¡Gracias! Aprovechando tu comentario me di la oportunidad de releer el capítulo y se ve que andaba inspirado. ¿Duelo de rap? Muy apropiado. Si la música curara la estupidez, los estúpidos la prohibirían y sabemos que los que mandan muy listos no son. Un poco de realismo para esta historia surrealista. No siempre querer es poder, ni siquiera en Saint Seiya. Me quedo contento sabiendo que esta batalla te gustó. Bien se dice que lo bueno, si breve, dos veces bueno. (En este momento me escondo donde puedo para evitar la lluvia de meteoritos que cae desde todos los lugares donde se lee esta historia.).

Jäger estaba en conflicto, o despertar a los gigantes, o descubrir uno de los grandes misterios de esta historia. ¿Qué es el Ocaso de los Dioses?

Quién me habría dicho que un día leería que una batalla de Saint Seiya fue interrumpida por balazos y un avión no tripulado y no pensaría que hay algo raro en el mundo. Típico, Azrael robándose la escena con solo unas palabras. Parece que no estuvo tan mal que Azrael se convirtiera en santo, así pudo liberarse de la keritis, vulgarmenete conocida por los expertos como esquizofrenia.

Oh, sí, eran otros tiempos. Leer libros de tiempos antiguos, como Los Mosqueteros, me ayuda a tener perspectiva de cuán diferente podía ser la gente hace unos siglos, ni hablar si vivieron miles de años antes de nuestro tiempo. Sí, sin duda eso pasaría.

No podía faltar el dios de las trampas, dolor de cabeza para los personajes y para algunos lectores. Cada quien cumplirá su rol. ¿Cuál será el de nuestro amigo Makoto?