Capítulo 154. Por el bien de todos

Fue durante el trayecto desde el monte Estrellado hasta el templo de Aries, donde les esperaba Lucile, que Arthur y Akasha pudieron tratar el asunto de Damon, sin que Sneyder se molestara en intervenir. El Juez y la Suma Sacerdotisa ya habían previsto tener de aliado al líder de los telquines, si es que eso era posible, cuando la santa de Leo los saludó y les hizo ver un pequeño problema en el feliz regreso al hogar.

—¿No era el objetivo del viaje reunir a los héroes legendarios? —preguntó Lucile—. No vais a decirme que estando muerto Shun de Andrómeda, los Astra Planeta dejarán al resto en paz, ¿verdad? Son demasiado persistentes para eso.

De forma rápida, Akasha explicó a Lucile cuanto entendieron de la conversación entre Tritos, Titania y Narciso. Era bastante seguro que la séptima astral pretendía cazar a Seiya y los demás, considerándolo el único medio para evitar una guerra entre el Hijo y el Olimpo. En medio, Arthur terció para señalar que ya habían intentado utilizar el monte Estrellado para ir en busca de los héroes legendarios, siendo inútil incluso cuando el Santuario seguía siendo parte de la Tierra. Los cielos de los inmortales estaban tan apartados del mundo de los hombres como el infierno, salvo por la entrada alternativa señalada por Kiki, en el Jardín de las Hespérides.

—Bien —dijo Lucile—. ¿Por qué volvemos atrás, entonces?

—Porque mi misión ha concluido —contestó Akasha, un poco alterada. Mientras hablaba, seguía el frenético viaje de Shaula, Mithos y Subaru a través de abismos en los que el tiempo y el espacio no funcionaban de modo normal—. Vine aquí a rescataros, Lucile. A Arthur, a Garland y Sneyder, a Shaula, Mithos y Subaru, a ti… Ahora que lo he hecho, debo regresar a cumplir mi deber como Suma Sacerdotisa.

Lucile suspiró, en absoluto convencida.

—Si quieres que todos regresen a la Tierra, ¿no deberías pensar también en los cuatro hermanos de Andrómeda? ¿Por qué volvemos atrás antes de rescatarlos?

—La raza humana debe velar por el planeta que les vio nacer. Todo ese asunto del multiverso y la Guerra del Hijo me supera, Lucile, pues es algo que solo concierne a los dioses y a los Astra Planeta. Nuestro mundo ya tiene bastante problemas como para que deba inmiscuirlos en otros todavía más graves y complejos.

Caminando hacia la Suma Sacerdotisa con calculados pasos, Lucile repitió:

—¿Por qué volvemos atrás, si nuestra líder no quiere hacerlo en realidad?

—Con la muerte de Ío y Shun se fue nuestra oportunidad de negociar —respondió Akasha, agotada—. Hemos obtenido lo que queríamos, en todo caso, la paz para la Tierra siempre y cuando podamos defenderla. Si fuera contra Titania de Urano, metería a la humanidad en otra Guerra Santa, ¿comprendes? No puedo hacer eso, no debo hacer eso —reiteró, adquiriendo firmeza—. Lo único que conservo es la esperanza de que Seiya y los demás logren la forma de vencer a Titania y volver con nosotros.

—Eso está mejor, a medias. La Akasha que conocí no se conformaría con una esperanza, sino que exigiría tener certeza. Leteo se llevó lo mejor de ti.

—Puede ser, Lucile. Puede ser.

La Suma Sacerdotisa intuía que aquella era la forma que tenía la leona de oro de animarla, de evitar que girara la cabeza hacia el monte Estrellado y se maldijera por no idear una forma de alcanzar los cielos y llevarse también a Seiya, Shiryu, Ikki y Hyoga de vuelta a la Tierra. El problema era que Lucile no había visto esas imágenes en el alba de Saturno, no tenía el estómago encogido ante la idea de que alguna de aquellas se realizara en un momento tan angustioso. Akasha no dejó de mirar a Shaula y Mithos, sabiendo que morirían juntos, si bien desconocía las circunstancias. Tanto le alivió que aquellos dos se separasen cuanto le paralizó la repentina desaparición de Shaula.

El Ojo de las Greas nunca le había mentido. Mithos de Escudo y Subaru del Reloj alcanzaron el Argo Navis, mientras que Shaula de Escorpio estaba desaparecida. No muerta, sino ilocalizable, en medio de unas sombras que le devolvían la mirada cada que intentaba apartarlas. Sintió deseos de vomitar, pero se contuvo. Debía ser fuerte.

—Tal vez —dijo la Suma Sacerdotisa tras un incómodo silencio—, Damon pueda recuperarlos. A los cuatro. ¿Es un mago, no?

—El más poderoso mago de la era mitológica —contestó Lucile, a la vez que Arthur asentía—. ¿Ya te estás recuperando, Tejedora de Planes?

—Conoce tu lugar, Leo —terció Sneyder—. Estás tratando con la Suma Sacerdotisa del Santuario, no con tu compañera del colegio.

La conversación no se desvió por ese reclamo. Lucile, si bien orgullosa como la que más, sabía cuándo guardar afiladas respuestas para momentos más convenientes. Los cuatro buscaron una forma de ganarse el apoyo de Damon, para lo que consideraban era importante traer al Santuario de vuelta, tanto por lo que significaba para el ejército de Atenea cuanto por Almagesto. Si todo iba mal, esa técnica ancestral sería el único medio para neutralizar al Rey de la Magia. Sin embargo, a Akasha le desesperaba no poder localizar a Shaula en ningún momento, por lo que poco a poco hizo a entender a los demás que los santos de Atenea eran más importantes que la más sagrada tierra.

En condiciones normales, Akasha habría podido convencer al menos a Arthur de que esa era la mejor opción, pero siendo que ahora se movía por el miedo, solo pudo convencer al Juez gracias a que él mismo se percató de un cambio inesperado en el área circundante. El Santuario estaba siendo rodeado por un nuevo mundo que de forma insidiosa alteraba las emociones de todos los seres conscientes. Si en verdad era posible transportar tierra sagrada desde el vacío que dejó la Esfera de Júpiter, esa oportunidad se esfumó por completo con ese nuevo estado de las cosas.

Así pues, el santo de Libra no detuvo a Akasha cuando esta, viendo a Azrael y a Shaula, decidió abandonar la seguridad del Santuario. De hecho, los tres la siguieron de inmediato, convencidos de ser más necesarios en el mundo que aquella montaña.

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Gracias al Ojo de las Greas que Akasha poseía, todos pudieron estar al tanto de la situación en la que se encontraban. El Argo Navis estaba varado en los mares olvidados, a la sombra de una inmensa esfera del color de la sangre que contenía tanto el Santuario como lo poco de la Esfera de Júpiter que no se había sumido en un prolongado letargo.

La peor parte de aquello era que la esfera carmesí, a buen seguro la Esfera de Marte, considerando el encuentro de Shaula con su guardián, se distanciaba cada vez más del barco. O más bien eran los mares olvidados los que eran repelidos por aquella extraña prisión en la que los santos de oro estaban atrapados, semejante a una herida abierta en el mismo cielo. Si eso seguía así, nunca podrían reunirse.

Aunque Shaula se esforzaba por mantenerse serena, Akasha intuía que seguía preocupada. Era por eso que se había reservado hablar de un cierto grupo de habitantes de Hiperbórea que estaba a punto de asaltar el barco.

—Lo arreglaré. Lo prometo.

—¿Akasha? —Entre los santos de oro presentes, fue Arthur quien se atrevió a preguntar—. ¿A qué te refieres?

—Moldearé los mares olvidados para forzarlos a formar un camino que nos conecte con el barco. Sé que puedo hacerlo. Con Almagesto, no, incluso sin él.

—Eres capaz de manipular los átomos que componen la materia —convino Arthur—, pero aun ahora incluso yo desconozco del todo la naturaleza de los mares olvidados. Representan una conexión con los restos de la era mitológica. Tal vez otros mundos.

—He navegado sobre ellos, sé que no es agua corriente. Aun así, pondré todo mi poder, el poder que Orestes de la Corona Boreal me prestó, para que podamos regresar a nuestro hogar. Adquirí algunos conocimientos al emplear Almagesto, incluso si no puedo retenerlos todos a la vez.

La forma en la que el manto de Virgo protegió el camarote papal cuando los Astra Planeta los hicieron partícipes de su juego de gladiadores era uno de esos conocimientos. También la Gracia que, según le explicó June, le inspiró a crear lobos de viento, mientras que a Ban lo impulsó a luchar como un oso.

Además de la urgencia que la animaría a querer escapar de cualquiera de las Esferas de Crono, había otra razón para querer dejar atrás esta en concreto. Azrael, su lado como en mejores días, había dejado claro que el hombre que Shaula describía era el mismo que lo torturó días antes de la guerra, en el bosque de la Fuente de Atenea. Fobos, el custodio de la Esfera de Marte, debía de estar observándolos todavía, ansioso por hacerlos partícipes de algún juego macabro. Ella no permitiría que eso sucediera.

—¿No sería mejor que yo me ocupara? —insistió Arthur—. Permitid que dé un uso a la fuerza que he incrementado a lo largo de los años, uno mejor que atemorizar a mis propios compañeros —solicitó, con clara preocupación.

—De los que estamos aquí, eres el más fuerte —admitió Akasha, haciendo caso omiso a un chasquido de parte de Lucile—. Es por eso que quiero que cuides de los demás.

—Comprendo. Así lo haré.

Akasha asintió, dirigiendo después el rostro enmascarado hacia los demás. Ni Sneyder, ni Lucile, ni Shaula dieron muestras de desacuerdo, por lo que rauda giró sobre sus pies. Azrael se disponía a seguirla cuando alguien le interrumpió.

—Todavía no nos has hablado de la situación en la Tierra —apuntó Arthur.

—Cierto —dijo Shaula—. ¡Casi olvido que él estaba en la Tierra con los demás!

—Lo estaba —tuvo que admitir Azrael.

—Cuando estemos de nuevo en el Argo Navis, podremos hablar de ello —dijo Akasha, sin volverse—. Lo que debemos hacer ahora es reunirnos.

—Es importante que conozcamos la situación en la Tierra, por si debemos replantear nuestra estrategia con Damon —explicó Arthur—. Azrael es bueno dando informes.

—¿Tienes la intención de interrogarlo? —cuestionó Akasha, mirando al Juez por encima del hombro—. ¿Dudas de la razón por la que está ahora aquí?

El tono usado por Akasha, quien por lo general trataba al santo de Libra con amabilidad y respeto, fue cortante. Para ninguno de los presentes fue difícil imaginar el por qué: la fama precedía tanto al Juez como al Pacificador, Sneyder de Acuario, en lo que refería a sospechosos. Incluso tratándose de hermanos de armas, Akasha debía tener dudas de dejar a Azrael con aquellos dos.

Fue por eso que Shaula decidió intervenir.

—Lo arreglaré. Lo prometo —recitó—. ¿Es lo que dijisteis, no? Pues yo también prometo asegurarme de que nadie se exceda con tu vuestro asistente… —Mientras hablaba, Shaula tuvo la prudencia de ocultar la mano con la que sin querer golpeó a Azrael—. ¡Podéis confiar en mí!

—En realidad, nadie en su sano juicio podría confiar en la Muerte Roja —terció Lucile, riendo divertida—. Por fortuna, los dioses han querido que yo esté aquí para reparar los errores de esta enfermera.

—Esto es innecesario —aseguró Arthur—. No es mi intención causarle ningún mal físico a Azrael. No tengo razones para ello.

—Shaula, Lucile. Confío en vuestra palabra.

Akasha se despidió de Azrael con un gesto, fortaleciendo al mismo tiempo la Gracia que le había otorgado como protección. El asistente no había dicho nada hasta ahora en respeto de la autoridad de la Suma Sacerdotisa.

Luego, como una estela de luz, Akasha marchó al templo de Aries. Aun si no tenía tiempo suficiente para activar Almagesto, no por ello le vendría mal el apoyo de aquella tierra bendecida por Atenea desde la era mitológica. No existía en el mundo ningún lugar mejor para quien deseaba hacer lo imposible, lamentaría abandonarlo.

—¿Siempre será así de dura conmigo? —lanzó Arthur en voz baja, mientras guardaba los pensamientos que nadie, salvo quizás Sneyder, querría escuchar.

«Pero alguien debe actuar por el bien de este mundo, hermanita.»

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El informe de Azrael sobre la situación en la Tierra fue tan detallado como cabría esperar del ex-soldado. Expuso la batalla en Sicilia paso a paso, desde los combates de la santas de bronce contra las bestias de Flegetonte, hasta el enfrentamiento entre Jäger de Orión y Makoto de Mosca, quien había superado por mucho los límites de un santo de plata. Fue tan explícito al relatar todo aquello, que no se notó que se estaba guardando para sí la parte de la historia posterior a aquel duelo.

Se consideraba un soldado leal a la causa de la orden ateniense y estaba más que dispuesto a obedecer cualquier orden que no perjudicara a la señorita Akasha, pero eso no lo volvía un estúpido. La sola presencia de alguien común y corriente en un lugar tan lejos de la Tierra, si es que siquiera formaba parte del universo, ya era sospechosa por sí sola. Decirles a Arthur y Sneyder que había descubierto ser la fuente del cosmos que había mantenido a Adremmelech de Capricornio durante años, sería lo mismo que condenarse a morir, incluso si Shaula y Lucile cumplían su palabra.

Teniendo eso en mente y con algo de ayuda de Lucile, que no había tenido el menor reparo en leer sus emociones antes de protegerlas de observadores ajenos, desvió la exposición hacia lo que consideraban remanentes de la guerra. Monstruos mitológicos apareciendo en diversos lugares del mundo, sobre todo en los océanos; espectros de Cocito protegiendo los epicentros de catástrofes que no tenían nada de naturales, pues eran almas de gigantes que no habían sido devueltas al río de las lamentaciones. Arthur puso un énfasis particular en la creciente agitación entre las naciones, enterado como estaba de las actividades de Hybris, y en ese deseo repentino que tenían los santos de Atenea por hacer la guerra al Rey de la Magia. Por desgracia, Azrael no estaba demasiado informado de ese último tema, ya que estuvo reposando las últimas horas hasta que se dio el reencuentro con Makoto de Mosca y la Batalla por el Etna.

—Ganamos la guerra, de eso no hay duda —aseveró Azrael—. Pero la vida no es como en las películas, donde los ejércitos desaparecen como por ensalmo una vez sus generales pierden la cabeza. Tendremos que acabar con los rezagados un tiempo, el cual dudo que alcance a los trece días de batallas que aspiraban los Señores del Hades.

—No parece que seamos muy necesarios —comentó Arthur—. Aun así, la reaparición del Portador del Dolor es demasiado conveniente, como ese rechazo que tienen hacia el Rey de la Magia. Veo la mano de los Astra Planeta en esto.

—Según Tritos de Neptuno, no puede hacerlo —apuntó Sneyder.

—No pueden entrar en la Tierra para dañarla —convino Arthur—. No obstante, eso no les impide intrigar, según lo estricto que haya querido ser Poseidón con ellos.

—¿Pensáis llegar a una conclusión o solo especularéis como dos ancianos sin nada que hacer? —cuestionó Lucile, degustando el silencio con el que le respondieron—. Parece que puedes descansar, capitán general Azrael. Hazlo por ahora. Cuando nuestra Suma Sacerdotisa termine podrás…

—Hacer cosas de asistente —se adelantó Shaula, temiendo la peor insinuación de parte de la leona de oro—. Es cierto que deberías descansar. No te ves bien.

Aun después de que Akasha le reparara el rostro, Azrael seguía habiendo salido de la batalla en el monte Etna, además de la primera reacción de su cuerpo al despertar del Séptimo Sentido. Eso no lo sabían los demás —o eso esperaba él—, pero debía ser notorio que estaba cansado. Muy cansado.

—Lo cierto es que sí que tengo otra pregunta que hacerte —dijo Arthur en el momento en que Azrael bajaba los brazos—. ¿Qué es el Ocaso de los Dioses?

—¿Qué?

En lugar de repetir la pregunta, Arthur lanzó hacia la frente de Azrael un haz invisible desde el dedo extendido que lo empujó varios metros hacia atrás. El control gravitatorio del santo de Libra impidió que terminara de caer al suelo. De verdad no tenía intención de causarle un mal físico, tal y como había dicho.

—¿Qué es el Ocaso de los Dioses?

Sobrepasado por una acusación tan directa, Azrael buscó con la mirada a Shaula y Lucile. Las dos santas de oro habían adoptado una postura de combate antes de que Arthur lo atacase, pero dos anillos de aire helado les impedían moverse. Sneyder, maestro del Cero Absoluto, no les permitiría ayudarlo.

—¿Qué es el Ocaso de los Dioses? —repitió Arthur de Libra por tercera vez, haciendo que Azrael descendiera con exasperante lentitud hasta las gradas del coliseo. No parecía que lo hiciera por consideración hacia él, sino para demostrarle hasta qué punto estaba en sus manos—. Responde.

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En cuanto llegó al templo de Aries, Akasha centró todos los sentidos en la tarea imposible que se había propuesto: manipular los mares olvidados.

Adoptando una posición meditativa, inspirada en los recuerdos que albergaba sobre la última vez que recurrió a Almagesto, buscaba elevar su cosmos hasta el paroxismo. Al mismo tiempo, sin embargo, calmaba la preocupación que pudiera sentir por los que estaban en el Argo Navis, fuera la propia o las esperanzas que los demás depositaban en ella. No debía apurarse o dejarse llevar por la desesperación, tenía que sincronizarse con el aura tranquila, divina, que desde tiempos inmemoriales había protegido el Santuario.

«Atenea —rezó—. Préstame tu fuerza.»

Con el tiempo, la presencia de Akasha se extendió más allá del cuerpo, proyectándose en el océano infinito que conectaba las leyendas de la mitología con el presente. Como era evidente, aquellas aguas que debían actuar como una mágica manifestación del devenir de las eras no respondieron como lo harían los mares de la Tierra, pero sí que reaccionaron ante la pulsión del cosmos de la Suma Sacerdotisa. Incluso parecían querer comunicarse con ella, aun careciendo de la capacidad para ello.

¿Quién eres? —dijo una voz potente, de alguien que se había quedado varado entre el Santuario y los mares olvidados. No solo pudo detectar la presencia de Akasha en aquel lugar, sino que incluso halló la forma de dirigirse a ella, mente a mente—. ¿Eres el nuevo regente de Júpiter? ¿Por qué no arreglas esto de una vez?

Soy Akasha de Virgo.

Oh, uno de los santos de Atenea. Es una buena oportunidad para agradeceros que matarais al pilar de nuestro mundo.

La muerte de Ío de Júpiter era algo que iba a ocurrir tarde o temprano. —El poco tiempo que tuvo con él, junto a lo que había oído de las batallas que este sostuvo contra Lucile y Shun, le había dejado la seguridad de que ese era el destino del quinto astral—. Lamento que haya tenido que ser así. Él era un buen hombre.

Era el mejor vejestorio que pudo haber matado a un gigante como yo. Mi nombre es Alcioneo, por cierto. Estoy buscando a mi futura esposa. También es una santa de Atenea. ¿Sabes dónde se encuentra?

Por un momento, Akasha se imaginó a aquel enorme guerrero de armadura esmeralda pidiendo la mano de Lucile de Leo. Aun para ella, la imagen resultó irrisoria. Luego recordó que era Shaula quien había pasado un tiempo en el país de los gigantes.

Te ayudaré si tú me ayudas.

Las mujeres de Atenea sois realmente osadas —dijo Alcioneo, riendo—. ¿No me ayudarás para compensarme por haber perdido mi hogar?

Si la muerte de Ío de Júpiter te hubiese dejado sin hogar, no estarías siendo tan amable conmigo ni querrías volver a ver a Shaula.

¿Estoy siendo amable? —repitió Alcioneo, casi avergonzado—. Está bien, nuestro mundo no ha desaparecido realmente, las Esferas de Crono existen desde que los Titanes gobernaban los cielos y seguirán existiendo hasta el fin de los tiempos. ¡Pero hasta que haya un nuevo regente de Júpiter no podré volver, así que espero una compensación! ¡No se le hace una promesa a Alcioneo, hijo de Gea, en vano!

Como ya dije, te ayudaré si tú me ayudas.

Eres terrible. Si te tuviera enfrente te golpearía en ese rostro enmascarado que tanto os gusta lucir ahora a las mujeres de Atenea. Según lo que viera después, podría convertirte en mi segunda esposa.

¿Eso significa que me ayudarás?

No tengo nada que hacer ahora, de todas formas.

Bajo la máscara dorada, Akasha sonrió. No solo tenía que preocuparse de conectar el Santuario con los mares olvidados, sino también del ejército que había escapado de la compresión de la Esfera de Júpiter. Un ángel del Olimpo, un grupo de guerreras satélites, un gigante cubierto de huesos humanos y una horda de lestrigones. Si Alcioneo se ocupaba de ellos, ella podría concentrarse en la otra tarea.

Permíteme que te hable del padre de Shaula… —empezó a contar, asumiendo que Alcioneo estaría encantado de congraciarse con la santa de Escorpio ayudando a Ban y, de paso, al resto de los tripulantes del Argo Navis.

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La primera cualidad por la que Arthur destacó entre el resto de santos no fue la fuerza ni el buen juicio, sino una capacidad de observación y entendimiento prodigiosa. Gracias a ello podía prevenir muchos peligros, detener a quienes eran un riesgo y sobre todo actuar siempre en el momento en que debía actuar.

El santo de Libra no estaba al tanto de la conversación entre Akasha y Alcioneo, pero sí de cuándo la Suma Sacerdotisa dejó de poder vigilar. Gracias a eso y a la rápida actuación de Sneyder, podría resolver aquel problema sin violencia innecesaria.

—¿¡Qué significa esto!? —cuestionó Shaula—. ¿Arthur? ¿Sneyder?

Nadie le respondió. Ni siquiera Azrael y Lucile hicieron el menor intento por liberarse o huir. Sabían que era inútil.

—En la Esfera de Saturno —empezó a explicar Arthur—, yo, Akasha, Shun y Orestes tuvimos que enfrentar a santos de oro de distintas épocas y mundos. Todos ellos estaban convencidos de estar luchando por la justicia. No —se corrigió, sabiendo los distintos significados que el hombre podía dar a tal concepto—, por Atenea, incluso. Salvo mi rival, no estábamos enfrentando a un grupo de traidores. Cuando me di cuenta de eso pude volver la situación a nuestro favor simplemente escuchando.

—¿¡Crees que este es el momento para hablar de esto!? ¿¡O la manera!?

El aro de aire frío que rodeaba a Shaula de Escorpio se cerró hasta casi rozar los brazos de la joven ninfa, formando sobre ellos una leve capa de escarcha.

—Si vuelves a moverte, los perderás —advirtió Sneyder.

—Sí, este es el momento y la manera. Antes de que sea demasiado tarde, debo saber quién tenía razón. —Sacudiendo la cabeza, Arthur guardó silencio unos segundos antes de continuar—. Porque a la mayoría de santos de oro solo les vendieron que una conversación entre Gestahl Noah y nuestra Suma Sacerdotisa era la prueba de la corrupción del Santuario, de que Akasha se beneficiaba de los actos de Hybris.

—Eso es absurdo —dijo Shaula con convicción.

—Lo es —convino Arthur—. Pero para un santo de Atenea, una conversación fuera de contexto, junto al hecho ineludible de que nos aliamos con Poseidón y los caballeros negros puede bastar para que incluso quienes visten un manto sagrado parezcan enemigos. Me costó mucho convencer a mi rival de que no era así.

—Ve al grano, Juez —espetó Lucile, hastiada—. No es tu estilo dar tantas vueltas innecesarias. No me decepciones.

—Uno de nuestros enemigos era Seiya de Sagitario —prosiguió Arthur—. Cómo eso fue posible en el mundo del que proviene, no importa. Lo que sí importa es que alguien como él no se dejaría engañar por una conversación entre dos personas, siendo tal claro el desprecio que una siente por el otro. Por eso los Astra Planeta le contaron todo a él, a Saga de Géminis y al santo de Leo, quien murió antes de que pudiéramos encontrarnos.

El rostro del santo de Libra se endureció. Los ojos, clavados en el callado Azrael, que mantenía las manos sobre la dolorida frente, echaban chispas.

—El primero en informarme de esto fue Saga de Géminis, a pesar de que en un principio interpreté su mención al Ocaso de los Dioses como el descabellado plan que aquel hombre dividido quiso llevar a cabo en nuestro mundo. Él no quiso profundizar más en ese asunto, de modo que tuve que deducir el resto por mi cuenta. Cómo Seiya atacó sin reservas a Shun, cómo el joven más optimista al que he conocido actuaba como lo haría yo… —Sacudió la cabeza—. Resultaba evidente que el Ocaso de los Dioses era un plan capaz de horrorizar por igual a aquellos dos, uno del que algunos elementos de nuestro Santuario, entre los que debía encontrarse el santo de Andrómeda, estaban al tanto. Como prueba final, está la ausencia del santo de Leo en la batalla contra Titán. Uno de los que sabía la verdad fue enviado a matarte, Lucile, ¿lo negarás?

—Diré la verdad —contestó esta, a sabiendas de que Arthur seguía enfocado en Azrael—. Ikki de Leo se alió conmigo contra Ío de Júpiter. Por propia voluntad.

—La naturaleza exacta de ese plan se me escapa —prosiguió Arthur, omitiendo la intervención de la leona de oro—. No obstante, el solo hecho de que existiera me hacía temer que Akasha pudiera estar metida en la conspiración. Nunca fue la misma desde la Rebelión de Ethel. ¿La muerte de su querida amiga la hizo renegar de los dioses, incluida Atenea? ¿Decidió por ello, al igual que hiciera Saga de Géminis, que era el hombre y solo el hombre quien debería gobernar el mundo?

Aquello superó lo que Shaula pudo tolerar. Fuera de sí, se cubrió de un cosmos ardiente que deshizo el aro que la aprisionaba. Sin embargo, antes de dar un solo paso Sneyder se interpuso, formando la Espada de Cristal a partir del muñón. No era la misma hoja corta que empleara contra Deríades de Flegetonte, sino el espadón que manifestó en la lucha con Ío de Júpiter, una mejora en la técnica fruto de algún combate reciente.

—Hasta hoy has vivido según las leyes del Santuario, Escorpio.

—¡Arthur no es la ley! ¡Es solo uno más entre nosotros! ¿Crees que me quedaré de brazos cruzados mientras acusa a nuestra Suma Sacerdotisa de semejante disparate?

—Sí. Te creo capaz de calmarte, porque sirves a la justicia.

Con el rabillo del ojo, Sneyder miró a Arthur, indicándole que prosiguiera con un gesto de asentimiento. El tiempo era escaso.

—Mis dudas fueron disipadas en el momento en que Akasha compartió sus recuerdos con los santos de oro convocados que seguían con vida. Lucharon con un enemigo invencible, sabiendo que nada podían hacer, porque nuestra Suma Sacerdotisa no tenía en su corazón esa abyecta ambición que dos de los santos de oro esperaban ver. Sentí tanto alivio entonces, creedme, pero…

—Reina Muerte, ¿eh? —comentó Lucile, al ver que Arthur no se atrevía a mencionarlo—. Parte de los recuerdos de Akasha fueron borrados en esa batalla.

—Mi maestro me enseñó una técnica capaz de tomar el control de la mente del adversario. En el pasado fue utilizada para convertir a hombres en bestias que no vuelven en sí hasta haber quitado una vida. Pero no es eso lo que espero de ti, Azrael.

El asistente soltó un gruñido, ya siendo incapaz de ocultar el dolor que le había amartillado la cabeza durante todo aquel tiempo. Al menos ahora sabía que Arthur había ejecutado sobre él una variante del Satán Imperial.

—Dime qué es el Ocaso de los Dioses —insistió Arthur de Libra una vez más—. Respóndeme. Si no sabes nada, ¡dímelo! Tendré que creerte, porque el golpe ha afectado a tu cerebro de tal modo que ya eres incapaz de mentir.

Todo el cuerpo de Azrael temblaba. En especial los labios, que se abrían y cerraban con violencia. Los ojos azules del asistente se cruzaron con la máscara de Lucile, quien se encogió de hombros a la vez que asentía.

—¿Sabes de un plan del Santuario que tenga como fin gobernar el mundo? Sí o no.

—El Santuario… —dijo Azrael, con dificultad, tanteando la posibilidad de morderse la lengua. Desechándola al recordar que el silencio también era una respuesta—. Nadie en el Santuario desea gobernar el mundo. Los hombres de Atenea son soldados, no políticos, y persiguen un único fin: proteger el mundo.

—Eso no es una respuesta —sentenció Arthur, sorprendido de que alguien como Azrael pudiera ofrecer tanta resistencia. Aspiró a un manto sagrado, pero eso no lo explicaba, en lo absoluto—. Los santos de Atenea ya protegen al mundo.

—Eso es una verdad a medias —replicó Azrael—. El pasado siglo, millones de vidas se perdieron antes de que la diosa Atenea, que encarnó y vivió como una humana más, actuara. Algunas ciudades desaparecieron, otras quedaron en ruinas.

—Nací en Londres —dijo Arthur—. Sé lo que el diluvio significó para la gente. También sé que guardar rencor a los dioses por ello es ridículo. Sería como odiar una estrella en el firmamento, un sinsentido.

—No se trata de rendir cuentas, sino de supervivencia.

—Es por la supervivencia de los seres humanos que existen los santos de Atenea —le recordó Arthur—. Por eso luchan y mueren.

—Los santos de Atenea existen para que el castigo divino se transforme en una guerra que pueda ser ganada. Al menos, es así como yo lo entiendo. Como ya dije, no se trata de rendir cuentas, no pido explicaciones a los dioses o a los que luchan en nombre de ellos. Solo me pregunto si de verdad alguien cree que la humanidad puede vivir sufriendo catástrofes globales constantemente.

—¿Y eso es el Ocaso de los Dioses? ¿Un plan para cambiar la tragedia que se ha repetido incontables veces desde la era mitológica?

—Para que algo así no se repita, solo existen dos opciones. La primera es destruir a los dioses —señaló Azrael, esbozando una sonrisa irónica—, ¿algo complicado, no? Ya que son inmortales y todopoderosos. Pero según se mire, el Ocaso de los Dioses no tiene que significar la muerte de quienes no pueden morir, solo la ausencia de estos.

Desde que empezó a hablar, el dolor de cabeza había ido reduciéndose hasta ser imperceptible. Azrael era consciente de que ya no había marcha atrás, pero no tenía intención de seguir titubeando. En ningún momento apartó la mirada de Arthur.

—Si no podemos destruir a los dioses, solo tenemos que acabar con la razón que los impulsa a descender a la Tierra y traer el castigo divino. Esa es la segunda solución para la era de las Guerras Santas, la única posible: hacer que la humanidad cambie.