Capítulo 157. Violencia
Habían transcurrido seis años desde que Azrael, sin ser consciente de ello, fue reconocido por Amaltea como santo de Capricornio mientras entrenaba en el monte Lu. En todo ese tiempo, nunca tuvo la oportunidad de vestir el manto sagrado: Adremmelech, que no era más que el cosmos que había despertado para luego renegar de él, decidió no usarla mientras sirviera a los caballeros negros; acudió solo una vez se firmó la alianza, sirviéndole de ayuda en las sucesivas batallas contra las legiones del Hades, Caronte de Plutón, Manigoldo de Cáncer y Titán de Saturno.
Azrael había aceptado todos esos recuerdos, relacionándolos con las frecuentes jaquecas que sufrió durante ese tiempo. Cada vez que aquel gólem era destruido, lo sentía como una punzada en la cabeza; contra Caronte, los dolores fueron más frecuentes que nunca, mientras que luchar contra Titán habría significado la muerte si Amaltea —la leyenda que había sido convertida en constelación por el mismo Zeus— no le hubiese favorecido una vez más, tornándose en un colosal manto de Capricornio. Tan tremendo esfuerzo le salió barato a Azrael: cayó en coma, pero siguió con vida y la ayuda de Akasha le permitió despertar para ayudar a Makoto contra Jäger y las huestes infernales.
En términos simples: llegó hasta aquel lugar con el poder de un santo de oro, pero sabiendo que no podría contar con el manto que le correspondía; por lo que él sabía, el manto de Capricornio había sido destruido por Titán de Saturno. Esa era parte de la razón por la que no quiso revelar lo que había descubierto en presencia de Arthur, Shaula y Sneyder: en comparación a ellos, era el eslabón más débil.
Sin embargo, cuando supo que no había otra solución que combatir, escuchó una voz, una rugido bestial proveniente de más allá del cielo carmesí que solo él podía oír. El mismo sonido que guió al gólem Adremmelech de vuelta a la Tierra cuando Caronte de Plutón lo lanzó al frío espacio exterior. Aquello bien podría ser un delirio, pero él decidió creer en aquella vieja compañera, revelándose ante Sneyder como el santo de oro que siempre debió ser. El manto de Capricornio acudió a su llamado de inmediato, como parte de aquellos milagros que Shun y los demás realizaron en el pasado.
—Azrael de Capricornio —repitió el asistente de Akasha, a modo de saludo, ya cubierto por el manto. Con un rápido movimiento del brazo, desató un haz de energía hacia el santo de Acuario. Un escudo de hielo se formó en lo que el ataque terminaba de cubrir la distancia, deteniéndolo a medio camino para luego caer al suelo partido en dos.
—Sneyder de Acuario.
El Pacificador no había terminado de responder cuando ya estaba a un paso de cortar el cuello a Azrael. Sin embargo, la Espada de Cristal se rompió al hacer contacto con el aura que recubría al santo de Capricornio; miles de trocitos de hielo quedaron flotando entre los dos rivales, quienes en silencio planeaban el próximo movimiento.
Azrael quiso amartillar el rostro de Sneyder, pero este pudo esquivar el ataque a la vez que juntaba la mano sana con el brazo izquierdo. Sobre el muñón se amontonaron los restos de la Espada de Cristal a tal velocidad que el santo de Capricornio solo pudo mostrarse estupefacto antes de que el Pacificador adoptara la mítica postura de los herederos de Ganímedes: la Ejecución de la Aurora lo acertó de lleno.
—¿Esto es todo? —comentó Sneyder, barriendo el aire con el brazo izquierdo. Ese simple gesto bastó para volver a formar la Espada de Cristal congelando las moléculas de agua de la atmósfera—. ¿A esto llega la lealtad de un perro?
Al haber recibido el gélido ataque a quemarropa, el manto de Capricornio quedó congelado en un instante. El dorado de aquella armadura pasó de un momento para a otro a un tono pálido, justo a la vez que la temperatura descendía más allá de los 273 grados. Pronto el metal y la carne que protegía se cristalizarían. Al menos, eso era lo que Sneyder esperaba. Ni siquiera los mantos zodiacales soportaban el Cero Absoluto.
El frío generado por Sneyder, no obstante, fue neutralizado por el aura de Azrael antes de alcanzar la más baja temperatura. Así como despedazó la Espada de Cristal, el cosmos del santo de Capricornio forzaba el movimiento atómico sobre la capa de hielo que lo recubría, quebrándola. Una táctica que ya había empleado el gólem Adremmelech durante su combate contra Caronte de Plutón.
Lejos de dejarse sorprender, Sneyder se apartó de un salto expulsando una ventisca con la mano derecha, llenando la superficie de una gruesa capa de hielo que llegó hasta las botas del recién liberado Azrael. Corriendo tan veloz como era, esquivó una docena de ondas de energía cortante antes de posicionarse a la espalda del asistente. Tal y como previó, este pudo girar, sacando los pies del hielo ya quebrado, pero hizo una última prueba descargándole el Polvo de Diamantes directo al rostro.
En aquel último embate hubo más potencia que otra cosa, por lo que Azrael —todavía con un bloque de hielo cubriéndole media cabeza— salió volando. Sneyder, confiando más en la solidez del manto sagrado que en la del hielo que podía crear, saltó hacia él encajándole la rodilla en la columna y pretendió mandarlo a la arena de otra patada, pero un sonido estremecedor lo obligó a mirar hacia abajo.
La arena, no, ¡el coliseo entero estaba temblando! Sneyder miró a Azrael, en cuyo rostro sin quemaduras formaba una sonrisa; no quedaba ni rastro del hielo.
Ambos cayeron de pie. Ninguna herida visible.
—Controlar la tierra no te servirá de nada contra mí —aseguró Sneyder.
—Lo sé. Una vez arrojé a Caronte una montaña. No sirvió de nada. Un santo de oro no debe desperdiciar energía en grandes demostraciones de poder.
Azrael forzó una sonrisa. Fue Adremmelech quien hizo eso, pero ya sentía suyas las acciones de aquel gólem inmortal, incluso si él solo tenía una vida que gastar.
—Tampoco en parloteos inútiles sobre cambiar el mundo.
—El arte de la congelación no te servirá contra mí —advirtió Azrael.
Sneyder asintió, lo bastante inhumano como para no perder la compostura por el pequeño detalle de que estaban enfrentados a muerte.
Luego de estudiarse unos segundos, acometieron el uno contra el otro. Azrael como una ola de destrucción, Sneyder como el creador de un millar de armas de hielo que enseguida dominaron los cielos del coliseo.
xxx
Entretanto, Arthur y Akasha se habían enfrascado en un equilibrado duelo de espadas. La Suma Sacerdotisa era más diestra con ese tipo de armas, pero el Juez compensaba la diferencia con una capacidad de observación sobrehumana y el control que sin esfuerzo podía ejercer con la gravedad. Cada vez que Brahmastra y la espada de Libra chocaban, los oponentes sentían una enorme presión a la que solo uno de ellos se había acostumbrado, por lo que al final era siempre Akasha quien retrocedía.
Aunque ninguno llegaba a dar un golpe decisivo, el dominio del Juez sobre el combate se iba haciendo más y más presente conforme pasaban los minutos. Siempre sereno en contraste con la furiosa Akasha, llegó a describir por encima del entrechocar de espadas el plan que involucraba a Akasha, Lucile, Azrael y otros elementos del Santuario. Lo hacía en parte para romper la cómoda armadura que era el olvido, pero sobre todo con el fin de desestabilizar la defensa perfecta de Virgo.
—Para cumplir tus objetivos, ordenaste a Azrael que reformara la orden de los caballeros negros —lanzó Arthur a la vez que detenía en seco una estocada—. Te aseguraste así de desviar nuestra atención y reducir el número de personas que necesitaras adoctrinar. Cuantos menos humanos haya, más fácil será manipularlos.
—¿¡No ibas a hablarme solo de hechos, Arthur!?
En menos de un parpadeo, la espada de luz se convirtió en una jabalina. Tan veloces fueron los lances de Akasha que pareció que Arthur estuviera combatiendo a todo un ejército. Así lo sentía el santo de Libra, quien por primera vez en aquel enfrentamiento dio un paso atrás. ¡La Armadura Celestial era inútil frente a aquella técnica! La gravedad, que debía desviar la trayectoria de cada ataque lejos de Arthur, apenas tenía efecto sobre la perfecta combinación de ataque y defensa que era Brahmastra.
—Es un hecho que Adremmelech y Azrael comparten el mismo cosmos. Es un hecho que Azrael solo hace lo que sea bueno para ti. Y es un hecho, hermanita, que nunca dejarías que Azrael se pusiera en riesgo más allá de lo aceptable.
Arthur enumeró tales verdades mientras trataba de regresar a la ofensiva. Con un hábil giro logró ponerse a la espalda de Akasha y trazar un arco con la destellante espada de Libra, pero la santa de Virgo pudo interponer a tiempo el extremo inferior de la jabalina luminosa. Chispas de energía eléctrica surgieron del punto de choque. El Martillo de Dios cayó sobre los combatientes; ninguno cedió. Akasha transformó Brahmastra en una daga corta y, esquivando el arma de Arthur, que caía por inercia, buscó cegar al vulnerable Juez, sorprendiéndole que el ataque no le causara el menor daño.
—Verdict Seclusion… —murmuró Akasha, rechinando los dientes.
Así pareciera estar enfrente, el verdadero Juez estaba en la Sala del Veredicto, una dimensión ajena a la mayor parte de injerencias del exterior que había empleado para impedir que el cosmos del moribundo Ío de Júpiter arrasara el Santuario. Salvo los Astra Planeta y Shizuma Aoi, que se movían entre los distintos planos del universo con la misma facilidad con la que los hombres caminan, perseguir a Arthur a semejante lugar era un suicidio, mientras que tratar de atacarlo desde el exterior era inútil.
xxx
Desde la comodidad de aquel espacio personal, Arthur observó con cierta nostalgia cómo Akasha apretaba los puños: podía estar enojada, furiosa incluso, con él, pero no lo odiaba. De otro modo, no habría tratado de cegarlo con la daga, habría apuntado al cuello, pasando de tener ninguna posibilidad de acertarle a una muy pequeña.
Se permitió todo un minuto para reconstruir en su mente cada escenario posible. Akasha no era el mayor poder ofensivo o defensivo del Santuario, pero sí que podría aspirar con el tiempo a ser la mejor en combinar ataque y defensa. Gracias a esa técnica formidable, forjada a través de siete fracasos y una vida llena de ácida frustración, pudo aguantar horas enfrentando a Sneyder siendo una novata recién armada. Ahora incluso era inmune o al menos especialmente resistente a las distorsiones gravitatorias; era poco probable que la Retribución Cósmica sirviera con ella.
Los atentos ojos del Juez revisaron cada palmo del manto de Virgo, detectando grietas tan pequeñas que serían imperceptibles para muchos. Eran pocas, pero bastaban como vaticinio. Era evidente quién saldría vencedor en ese combate.
«No es tan fácil —se dijo—. Debo lograr que se rinda antes de que Lucile o… —pausó un momento, dificultándole concebir lo que ocurría en el coliseo— Azrael se unan. Incluso si corro el riesgo de matarla, debo emplearlo.»
Él mismo era el primero en sorprenderse de concebir esa posibilidad. Matar a Akasha. Aun si ya no podía verla como la Suma Sacerdotisa del Santuario, por encima de cualquier título ella era una hermana para él, tan parte de su familia como Seika y Rin. No obstante, cuanto más quería perdonar, más se daba cuenta de lo retorcidos que habían sido los precursores del Ocaso de los Dioses. Las acciones de Hybris cobraban un nuevo sentido bajo ese cariz, en especial las de los últimos días. Con la muerte de quienes consideraban malvados, los caballeros negros no solo facilitaban la ejecución del plan, sino que lo volvían más y más necesario, generando tal desequilibrio en el mundo que hasta hombres como él y Sneyder tendrían que consentir el manipular a la humanidad a través de los poderes de Lucile de Leo. Azrael mismo le había dado toda la pista que necesitaba para llegar a esa conclusión: el Ocaso de los Dioses requería del poder de doce santos de oro, no era algo que pudiera realizarse a escondidas.
¿O sí? Descontando a Poseidón, en la medida que el plan implicaba crear un mundo puro que no necesitase la guía de ningún dios, seguía habiendo hombres comparables a los santos de oro, ahora aliados al Santuario. El rey Alexer y su padre, Piotr, así como el Gran General Sorrento e Ícaro de Sagitario Negro. ¿Alguno de ellos estaba implicado en la conjura? Le dio vueltas un momento, percatándose de pronto en la insistencia de Akasha en convertir a Damon de la Memoria en un aliado. ¿Se estaba preparando para el escenario en el que los santos de oro no apoyaran el Ocaso de los Dioses?
«Estoy delirando —pensó el Juez con amargura—. Akasha no recuerda nada de ese plan desde la Batalla de Reina Muerte. Solo en su pasado encontraré pruebas de sus faltas, solo en su pasado —repitió, ideando de pronto una nueva estrategia.
Tras asentir, Arthur escogió el escenario que habría de hacer realidad. Solo una vez pudo reconstruir cada movimiento que él y Akasha podrían realizar, decidió salir de la Sala del Veredicto. La mirada del Juez destellaba una fría determinación.
xxx
Akasha pudo reaccionar a tiempo al repentino ataque del santo de Libra, deteniendo en seco la espada dorada con las manos desnudas, o eso pareció a simple vista. Al mismo tiempo que la santa de Virgo aguantaba la presión del Martillo de Dios, la fina y transparente capa de energía etérea que cubría los guanteletes de Virgo se deshizo en un millar de hilos luminosos. Estos, con gran velocidad y precisión, se deslizaron a través de la hoja estelar hasta llegar a la empuñadura, y luego se introdujeron entre los dorados dedos del Juez. En apenas un instante, Arthur había quedado desarmado.
La espada de Libra giró en el aire varias veces antes de caer sobre el suelo erosionado por las distorsiones gravitatorias. Para entonces, los hilos de luz ya habían cubierto la mayor parte del cuerpo del santo de Libra, quien empezó a flotar.
—¿¡Qué pretendes!? —exclamó Akasha, estupefacta al ver cómo su intento de inmovilizar al Juez le impedía salir volando como si fuera un globo.
Un segundo demasiado tarde, pudo responderse a sí misma. Ya que Arthur no podía forzar a Brahmastra a someterse, había optado por un método más directo. Aislándose de toda influencia innecesaria, concentró una descomunal fuerza de energía en la mano que tenía libre, empuñada, la cual actuó como punto de gravedad. Cuanto más cerca estuviera, menos posibilidades tendría de evadirlo o huir. Luego de pensar aquello, Akasha sintió el puñetazo, siendo enviada lejos.
Quiso reaccionar, se esforzó en hacerlo al ver cómo pequeños pedazos de metal dorado iban volando en el aire, manchados de sangre, pero Arthur volvió a ejecutar la terrible técnica aprovechando que los hilos de luz lo habían soltado. Solo que esta vez fueron dos golpes simultáneos de una potencia mayor, inconmensurable, abriendo un hueco en la sólida coraza de Virgo. Un dolor ardiente vino, recordándole un pasado remoto, blanqueándole la mente de tal forma que ya no pudo hacer nada.
—No necesito las armas de Libra —advirtió el Juez, implacable—. Si es necesario, estas manos aplastarán las galaxias.
Cayó de rodillas sintiendo el estómago desgarrado. Varias costillas estaban rotas. Todavía paralizada, vio caer pedazos metálicos de las hombreras, el peto e incluso la máscara. Al escupir sangre y saliva para luego tomar aire, notó que solo la mitad superior de la cabeza seguía cubierta.
Brahmastra tomó la forma de una jabalina una vez más, pero Akasha apenas pudo emplearla como bastón para ponerse en pie.
—¿Por qué, Arthur? —Las mejillas de la Suma Sacerdotisa, mojadas, temblaron mientras hablaba—. ¿Qué ganas causándome tanto dolor?
El fuego de la ira empezaba a apagarse, revelando la tristeza que había tratado de esconder. Dentro de sí, Arthur la compadecía, pero no lo demostró.
—Eres tú la causante de todo este dolor. Ríndete y todo acabará.
—Todo esto es un error. Una treta de Fobos. Como dijiste, estás ciego.
—Lo estuve. Ya no más —replicó el Juez, caminando hacia quien siempre había tratado como la hermana que nunca tuvo—. Fueron demasiadas tragedias juntas, las de hace seis años. La Rebelión de Ethel, el Cisma Negro… Nunca encontramos al culpable.
—¡Ni Azrael ni Lucile tuvieron nada que ver con eso! —reclamó. Tenía a Arthur enfrente, pero no estaba segura de poder seguir luchando contra él—. El único que buscó culpables donde no los había fue Sneyder, el Pacificador…
—¿Y qué hay de ti, hermanita?
El cuestionamiento que había encendido aquel combate volvió a ser pronunciado. Akasha, temerosa, retrocedió.
—Ethel era mi amiga. ¿Cómo te atreves a…?
—Ethel podía leer la mente de los demás como el que lee un libro abierto —cortó Arthur—. Conociste a Lucile en Jamir, cuando te salvó.
—¡Lucile y Ethel me salvaron! —gritó Akasha, desesperada. Quiso dar un paso atrás, pero el Juez le aferró el brazo con fuerza.
—Si Ethel hubiese descubierto ese plan y no estuviera de acuerdo. ¿Lucile no haría nada para impedírselo? ¿Y tú, hermanita? ¿Qué tanto recuerdas del día en el que encontraste a Ethel muerta?
xxx
Ni Sneyder ni Azrael tenían tanto de qué hablar como los santos de Libra y Virgo. La suya era una batalla en la que las palabras ya no tenían cabida, así como en los corazones de ambos no había el menor rastro de compasión.
Sin descansar ni un solo segundo, el santo de Acuario hizo del cielo entero la arcilla con la que construía un arsenal digno de un ejército. Lo más frecuente eran lanzas de hielo que arrojaba contra el santo de Capricornio con un mero pensamiento, pero también había tridentes, estrellas que giraban a una velocidad endiablada, sables y estoques que aparecían a un mísero metro de distancia del enemigo para tratar de cortarlo, como empuñadas por soldados invisibles… Todas aquellas construcciones, de indiscutible solidez, terminaban rompiéndose antes de alcanzar el objetivo, pero aun entonces seguían sirviendo al implacable Sneyder, quien aprovechaba los restos para formar nuevas armas, nuevos proyectiles que lanzar.
Frente a tan insólita capacidad de creación y de telequinesis, Azrael respondía con la cólera que lo dominaba. Años de impotencia, viendo cómo las buenas intenciones de Akasha solo eran respondidas con tragedias y rechazo, habían estallado en el momento en que la supo en peligro. En ese momento, incluso si la misma Akasha le hubiese pedido que parara no podría hacerlo. No sería capaz de frenar aquel ardiente cosmos que hacía vibrar el aire mismo, desintegrando las moléculas de agua en la atmósfera para reducir lo más posible los recursos de Sneyder.
Era una lucha de desgaste. Una absurda, pues Sneyder podía permitirse alcanzar los más recónditos rincones del mundo en el que estaban. El santo de Acuario no ejecutaba ni un solo ataque al azar, planeaba cada movimiento con el firme propósito de generar una apertura y liquidar a Azrael. Sabía que el método que empleaba para evitar la congelación —el mismo que impedía que cualquiera de sus construcciones lo alcanzara—, sería inútil si le atravesaba la piel y llegaba hasta la sangre. Llegados a ese punto, Azrael solo podría escoger entre morir congelado o reventarse a sí mismo.
En más de una ocasión los adversarios se enfrascaron en un mano a mano, mientras que el poder que ostentaban seguía empatando en forma de hielo apareciendo y desapareciendo. Azrael atacaba con todo lo que tenía disponible, incluso no dudó en dar un cabezazo cuando tuvo al alcance la hombrera de Acuario, que vibró durante varios segundos a la vez que se agrietaba. Sneyder, por el contrario, se centraba en las patadas, dejando el brazo derecho y la Espada de Cristal para defenderse.
Aquellos choques, cada vez más frecuentes, dejaron tras de sí victorias pírricas, pero poco a poco Sneyder empezó a tomar ventaja. El Pacificador, libre de las furibundas emociones que dominaban a Azrael, podía estar más atento a cómo aquel reaccionaba a los daños. No estaba acostumbrado a luchar como un santo de oro que podía morir al menor descuido, esa ocasión bien podría ser la primera o la segunda vez que lo hacía, por lo que desconocía los límites que tenía para resistir el dolor u aguantar los golpes de un igual. Confiaba demasiado en el poder bruto, era todo lo que conocía.
Como leyendo los pensamientos de su oponente, Azrael cambió de táctica, creando distancia para luego descargar haces de energía cortante. No era Excálibur, pero Sneyder no estaba dispuesto a arriesgarse, y empezó a crear entre ambos escudos de todos los tamaños e incluso altos muros, inspirados en el Ataúd de Hielo.
Las defensas levantadas por Sneyder corrieron la misma suerte que las armas que seguía creando y arrojando, pero tardaban más en ceder, lo que lo incentivó a no dejar de reforzarlas. Apenas pasaron algunos minutos cuando ambos santos de oro ya no luchaban sobre el coliseo, sino en una inmensa e improvisada estructura hecha de decenas de murallas de hielo, y seguía creciendo.
Tras un último choque en el aire, Azrael cayó a un suelo que le aferró la bota con sólidas argollas. Pudo ver venir que Sneyder lo atacaría, pero lo subestimó al creer real la imagen del Pacificador cargando de frente. Con un solo movimiento partió en dos aquel juego de luces, sintiendo al mismo tiempo cómo la Espada de Cristal abría una grieta en el peto, desde la hombrera derecha hasta la cadera, antes de romperse.
La expresión de Azrael, con los ojos bien abiertos, decía todo lo que Sneyder necesitaba saber: se sentía superado. Incluso si el ataque no llegó a la piel y el cosmos del santo de Capricornio había evitado de nuevo la congelación, si llegaba a acertar de nuevo en esa zona podía matarlo. Azrael podía ser fuerte, pero él era letal.
Sin embargo, el santo de Capricornio no estaba dispuesto a ponérselo fácil. Con un rugido desintegró la neblina que empezaba a adueñarse de los huecos en el hielo. La prisión que Sneyder estaba creando cimbró a la vez que el enfurecido guerrero saltaba hacia él, descargando una infinidad de feroces puñetazos. Ningún escudo fue lo bastante sólido para separarlos de aquel enfrentamiento. Azrael apenas tocaba el suelo o las paredes que eran aliadas de Sneyder, casi corría por el aire siempre en pos del Pacificador, como un cazador implacable. La sangre salió disparada desde las heridas de ambos contrincantes. El crujir de los huesos apenas se podía oír frente al trueno estremecedor que era el oricalco entrechocando.
En cuanto se separaron. Azrael tenía el rostro lleno de cortes y moratones, el brazo roto y el pecho sangrando. Él estaba en mejor posición, pero un solo golpe más de Azrael bastaría para que el manto de Acuario explotara por completo.
—Luna Blanca —dijo, como un mantra, apuntando hacia arriba con el brazo izquierdo, en el que de nuevo había formado la Espada de Cristal.
La prisión de Sneyder había adoptado en plena batalla la forma de una gran esfera que ahora empezaba a cerrarse, cortando cualquier salida para el santo de Capricornio.
Todo el hielo de la colosal estructura, que nacía desde la arena del coliseo apoyándose sobre las gradas, reaccionó al último gesto del santo de Acuario, quien como el general de un gran ejército bajó la espada en un rápido corte.
—¿¡Otra vez!? —gritó Azrael, embravecido. Miles y miles de proyectiles venían hasta a él de todas direcciones, incluido el suelo, pero todos se quebraban antes de alcanzarlo, como siempre—. ¡Esto se acabó, Sneyder!
Impulsándose a sí mismo con aquel grito de guerra, el santo de Capricornio acometió como un bólido de luz hacia donde Sneyder esperaba. Solo necesitaba un golpe para que el manto de Acuario terminara de romperse, lo intuía. Sin importar lo que Sneyder hiciera, con solo alcanzarlo ya obtendría la victoria.
—Maldito… —El puño del santo de Capricornio quedó a un centímetro del frío rostro de Sneyder. La Espada de Cristal se había quebrado por tercera vez, así como todas las armas que este había empleado, excepto una—. ¡Maldito seas!
Una lanza de hielo había aparecido en el último momento justo detrás de Sneyder, atravesándole el estómago casi a la vez que desgarraba la cadera izquierda de Azrael. Se había descuidado, ¡lo había subestimado!
—Luna Blanca —repitió el santo de Acuario, solemne—. Entiérranos.
El hielo que los rodeaba se transformó en un cosmos frío como la muerte. El aire empezó a girar, formando una tormenta de mayor potencia e intensidad que la Ejecución de la Aurora. Todo en el interior de aquella prisión descendió hasta el Cero Absoluto.
O así debió haber ocurrido.
xxx
El santo de Acuario abrió el ojo esperando encontrarse a los jueces del Hades. No fue el caso, pero lo que tenía encima bien podría ser un demonio.
—No pienso morir hasta que la señorita esté a salvo —dijo una voz que no provenía de su captor, quien vestía el manto de Capricornio—. Es mi deber como asistente.
Haciendo caso omiso a aquel extraño, Sneyder lanzó desde la mirada un solo y fino rayo azulado, acertando en la cabeza sin rostro del santo de Capricornio. Acertó, escuchó cómo el cerebro de aquel se cristalizaba. Pero Adremmelech, el gólem, seguía sobre él, con un par de brazos extra emergiendo desde los huecos que había abierto en el manto de oro, en el peto y el costado. Unos brazos largos y fuertes que, junto a los dos que todo hombre debía poseer, le impedían levantarse.
Tampoco tenía muchas oportunidades de luchar. El manto de Acuario estaba hecho pedazos y sangraba copiosamente desde un sinfín de heridas ennegrecidas.
—Mi cosmos formó al Caballero sin Rostro —explicó el extraño, quien no era otro sino Azrael. Solo tenía dos brazos, uno partido. Un desagradable corte en la cadera quedaba expuesto, aún con esquirlas del hielo de la lanza que tuvo que romper—. Es normal que yo pueda crear mi propio gólem. Solo necesito agua, tierra y un tercio de mi fuerza. Matarlo solo me provocará una jaqueca —advirtió.
El único ojo de Sneyder localizó al fin a Azrael, pero antes de poder intentar nada una de las manos de Adremmelech le movió la cabeza hacia el suelo. Seguían en el coliseo, aunque ya no quedaba nada de la milenaria construcción: por lo que Sneyder podía intuir, el gólem fue creado durante el poco tiempo que Azrael siguió consciente, fuera de la Luna Blanca. De ese modo pudo destruirla, dejándolo en ese estado.
—Dejándonos —se corrigió Sneyder, hablando en voz alta sin pretenderlo. Un solo vistazo le bastó para notar que Azrael no paraba de sangrar—. Vas a morir.
—No hasta que la señorita Akasha esté a salvo.
—Esa es la razón por la que no dominas Excálibur —acusó Sneyder, con una voz fría que en nada representaba el estado en que se encontraba—. Tu lealtad está en el lado equivocado. Dime, Azrael, ¿crees servir a la justicia?
El asistente no respondió, limitándose a encogerse de hombros.
—La lealtad sin justicia no significa nada. Esa mujer, Lucile, me hizo algo —confesó, por primera vez en aquel combate mostrando alguna emoción—, la idea de suicidarme me pareció apropiada porque así no tendría que matar a Akasha… Ese poder de manipulación… Ese plan… Yo no cederé… Jamás…
Azrael, lejos de hacerle caso, dio media vuelta y empezó a andar. Sentía que Akasha estaba en peligro y aún Lucile seguía luchando en el templo de Aries.
—No estaréis a salvo —juró, tratando de levantarse. Los brazos extra de Adremmelech se partieron, el ojo sano de Sneyder se dirigió a la espalda del asistente, casi tan frío como el otro—. Si lo sabes. ¿Por qué me dejas con vida?
—Vaya pregunta —dijo Azrael, mirándolo por encima del hombro. Desde donde estaba hasta donde Sneyder yacía, todavía apresado por el gólem, una grieta se abrió en la tierra—. Los santos no mueren.
Como un relámpago, el asistente abandonó el lugar justo antes de que el suelo se abriera, tragándose las ruinas del coliseo junto a Sneyder y a Adremmelech, que en ningún momento lo soltó. Poco después, lo único que salió de aquel abismo sin fondo fue el manto de Capricornio, en forma de tótem.
Notas del autor:
Shadir. Las Batallas de Mil Días son como las armas de Libra y la Exclamación de Atenea, en teoría no tendrían que ocurrir, lo que significa que sí o sí ocurrirán. ¿Supernovas? Cuando menos nuestros muchachos parece que acabarán con la crisis energética, si es que alguien inventa baterías de cosmos como dicen que habrá en el nuevo Live Action. (No me hagan mucho caso, que estoy informado a medias.).
Misophetamenos mediante, un hombre puede vivir entre 30000 y 90000 años (esto último lo digo pensando en Shion, que vivió 261 años), aunque eso no tiene en cuenta otros factores, como morir por enfermedad, o asesinato.
Dicho esto, la verdad que es un buen punto, ¿bastaría cambiar a toda la humanidad hoy, para que mañana siga siendo buena? Y si no, ¿hay sentido en luchar por una mejoría mañana, si el día después todo puede empeorar? La historia humana puede ser visto como un ciclo perpetuo de épocas malas y buenas, o como que siempre es lo mismo, solo cambiando las apariencias. Sea cual sea la respuesta que cada uno tenga, parece ser que los personajes de esta historia han encontrado la suya y luchan por ello.
