Capítulo 158. Asesinato
En comparación a los titánicos duelos que se dieron en la periferia del Santuario, las santas de Leo y Escorpio tuvieron un enfrentamiento rápido, sin demasiados fuegos artificiales. El templo no sufrió ningún daño, solo quedó la sangre que Lucile había perdido desde las numerosas heridas y los labios abiertos.
—Al fin —gemía la leona de oro mientras terminaba de limpiarse el rostro, hacía tan poco cubierto de sangre. Cuando se miró en la máscara que sostenía entre las manos, como si fuera un espejo, sonrió: volvía a ser la de siempre. El mundo, sin embargo, no tenía por qué verla, así que se la volvió a poner, tirando el pañuelo que había empleado—. Gracias por salvarme. Ha sido muy amable por tu parte.
Shaula, de pie sin ninguna herida y el dorado manto intacto, asintió como la máquina sin emociones en que Lucile la había convertido. La joven ninfa había sido tan ágil como certera durante el combate: logró asestar quince veces la Aguja Escarlata a la vez que se resistía a La Violenta Marcha Fúnebre, pero un par de segundos después quedó reducida a una marioneta obediente. Lucile, presa de un inconfesable dolor, le ordenó con insólita dulzura que detuviera la hemorragia y la salvara del veneno.
—Ningún humano puede curar la Muerte Roja —dijo la santa de Escorpio con voz neutra—. Nuestra única opción es la Fuente de Atenea.
Esa revelación redujo a la mitad las esperanzas de Lucile. Dar la espalda a Arthur era un riesgo demasiado grande, quedarse en tierra sagrada mientras la Tierra bien podría estar siendo devastada tampoco era buena idea. Sin embargo, decidió no pensar demasiado en eso; tal vez combinando las habilidades de Shaula y Akasha podrían tratar ese mal.
—Bien, pequeño arbusto al que le he robado la vitalidad… —Lucile tosió, generando un nuevo dolor: la posibilidad de perder aquella voz celestial que la había llevado tan lejos. No lo permitiría, de ningún modo—. Vamos a ocuparnos del bueno de Arthur.
Shaula asintió, siguiendo el paso de la leona de oro como poco más que una sombra. No emitió protesta alguna, ni tampoco sintió el deseo de hacerlo.
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—Mientes. Mientes. ¡Mientes, mientes, mientes! ¡Yo jamás le haría algo así!
Superada por las circunstancias, Akasha había pasado largos minutos renegando de la última acusación de Arthur, quien la observaba con detenimiento. Brahmastra seguía presente, lanza en apariencia, bastón en la práctica. Ni siquiera en ese momento la santa de Virgo estaba dispuesta a bajar tan formidables defensas.
—Siempre pensé que no serías capaz de hacer muchas cosas, hermanita.
—¡No has probado nada de lo que has dicho hasta ahora!
—Incluso si asumiera que Azrael y Lucile deliraron debido a la influencia del dios del miedo, eso no explica la actitud de Seiya.
—¿Qué tiene que ver Seiya en todo esto?
—Él consideraba que el Santuario al que pertenecemos era corrupto. Es por eso que luchó con Shun, un amigo, un hermano.
También era por eso que Sugita de Capricornio y Sneyder de Acuario combatieron con tal ferocidad. No obstante, ese era un detalle menor, solo una piedra más para la sepultura. Él era el Juez, no un carnicero; implacable, no sanguinario.
—Los Astra Planeta le lavaron el cerebro —dijo la santa de Virgo, con voz trémula. En ese momento, trataba por encima de todo de convencerse a sí misma. No podía fiarse ni de sus propios recuerdos debido a la lucha contra Leteo—. Como te está ocurriendo a ti. ¿¡De qué otro modo podrías acusarme de asesinar a mis propios compañeros, a Ethel!?
La expresión de Arthur cambió de repente, suavizándose. El Juez suspiró y relajó los hombros; esa era la imagen que quería transmitir.
—Voy a confesarte algo, hermanita. —Trató de acercarse, pero al ver que Brahmastra vibraba, se detuvo—. Alguien está influenciándome. Quizá los Astra Planeta, quizá Fobos. Lo desconozco. No obstante, sé que me están manipulando y de qué forma.
—¿Lo ves? —susurró Akasha, implorante.
—No te va a gustar, hermanita. Esta influencia externa no afecta a los hechos que he descubierto, ni a las conexiones que he podido establecer entre sucesos de los que siempre estuve al tanto. Lo que cambia es la manera en que los veo. No lo hago de forma racional, mucho menos imparcial. Temo vuestro plan, me aterra.
—No es mi plan —aseguró Akasha, cabeceando—. Renegaré de él. No me importa dejar de ser Suma Sacerdotisa, nunca pedí serlo.
—Estamos dando vueltas en círculos —cortó Arthur, hastiado—. Lucile es la clave de todo esto. Sin ella, no importa cuántos necios formaron parte de este plan de locos. Los seres humanos son falibles por naturaleza.
A la vez que hablaba, un temblor se extendió a través de la tierra sagrada. Ni él ni Akasha se habían dejado distraer por la formación y destrucción de la Luna Blanca de Sneyder, pero la llegada inminente de un tercero les hizo detener la discusión.
Azrael acometió con osadía, sin un manto que lo recubriera y sin esperar a que las heridas sanaran. El golpe pasó al lado de Arthur, quien ni siquiera se movió; la gravedad hizo el trabajo por él, desviando al revelado santo de Capricornio.
—No debiste venir —acusó el Juez—. Solo empeorarás las cosas.
—¿Por qué no te callas de una maldita vez?
El repentino grito de Azrael sorprendió por igual a Arthur y Akasha. Todo en el asistente, desde el estado en el que se encontraba, hasta la fuerza que poseía y la furia que lo dominaba eran extraños para ellos.
—¿Azrael? —saludó Akasha, dubitativa.
—Quédese atrás, señorita. Ahora yo… Espere.
Como en tantas otras ocasiones, el cosmos de Akasha había empezado a sanar el herido cuerpo del asistente. Este nunca se había quejado, hasta ahora.
—Estas son las heridas que recibí para protegerla con mi propia fuerza, sin la ayuda de nadie más. Por favor —pidió, inclinando la cabeza—, déjeme conservarlas.
—No dejaré que mueras.
—¿Cómo iba a hacer algo así? Alguien debe cuidar de que no… ¡Ah!
Mientras Azrael hablaba, Akasha pudo ver los cortes en la lengua, que el asistente había ignorado gracias al despertar del cosmos, mucho mejor que una subida de adrenalina. Akasha no había llegado al extremo de tocarle aquellas heridas con el dedo, pero sí que ejerció una leve presión empleando la telequinesis.
—Otra vez te la mordiste —comentó, sorprendida—. ¿Eso también es una herida de guerra que quieres conservar?
—No exactamente… ¡Ah!
Entonces, Lucile y Shaula aterrizaron como dos estelas de luz.
—Pero qué descaro el de nuestra Suma Sacerdotisa —comentó la leona de oro, consciente de los últimos sucesos—. Toqueteando la lengua de un hombre delante de su querido hermano mayor. Que quiere matarla.
—Quiero detener el Ocaso de los Dioses —corrigió Arthur—. Confieso que hasta hace un segundo seguía pareciéndome absurdo que alguien como tú creyera en utopías.
—No tan absurdo como tratar de ser racional en un mundo irracional —apuntó Lucile, palmeando el hombro de Escorpio.
—Ver lo que has hecho ha despejado hasta la última duda que podía tener.
Las palabras de Arthur, tal y como este había calculado, calaron hondo en Akasha y Azrael, que desviaron la mirada hacia Shaula. Los dos eran conscientes de que la santa de Escorpio había ido a enfrentar a la guardiana del quinto templo zodiacal, no tenía ningún sentido que ahora fuera una aliada.
De hecho, ninguno de los presentes podía recordar que Shaula permaneciese callada tanto tiempo en circunstancias similares.
—¿Qué has hecho, Lucile? —cuestionó Akasha.
—¿Así se te ponían los labios cada vez que te enfadabas? ¿Haciendo un mohín? Enternecedor, Suma Sacerdotisa. Sobre Shaula, dejémoslo en que ni siente ni padece por ahora. Cuando nos ocupemos de Arthur volverá a ser el mismo árbol ruidoso de siempre —aseguró con cierta tristeza, como lamentándolo.
—¿Esa es la forma en que otorgarás claridad a los seres humanos?
—Arthur, te tomo como alguien sensato. ¿De verdad sigues queriendo manipular a nuestra Suma Sacerdotisa estando yo presente?
—¡Sea lo que sea lo que le hayas hecho, reviértelo! —ordenó Akasha.
—Dentro de poco, dentro de poco —cantó Lucile, a la vez que ella y la obediente Shaula pasaban de largo, colocándose como la punta y uno de los extremos de una trinidad—. Primero lo primero.
—Dos santos de oro —comentó el Juez—. Sigue siendo insuficiente.
Como una respuesta a la pulla, un cuerpo se formó en las alturas, cayendo al suelo al mismo tiempo que un rayo de luz lo impactaba. Adremmelech, gólem formado por Azrael, completó la trinidad. La criatura, envestida por el manto de Capricornio, supo enseguida la postura que debía adoptar, ya que el anterior portador de aquel manto sagrado había sido parte de la ejecución de aquella técnica. Era lo mismo para Lucile y Shaula, sucesoras de los guerreros Aioria y Milo.
La duda ensombreció el rostro de Arthur, quien era consciente del potencial devastador de la Exclamación de Atenea. Aun si era un gólem, una marioneta y una santa de oro que se esforzaba demasiado en parecer intacta, aquellos tres cosmos combinados crecieron exponencialmente, hasta el infinito.
—Vuestra fuerza no me alcanzará —advirtió, abriendo grandemente los ojos en cuanto vio que el poder del trío dorado no opacaba una luz más intensa—. ¡Akasha!
Allí estaba la santa de Virgo, instando al fiel asistente, quien no vestía el manto de Capricornio, a quedarse atrás. Seis alas de oro prístino surgían desde la espalda de Akasha, la verdadera forma de Brahmastra estaba a punto de ser liberada.
—¿Anulas mi Verdict Seclusion? —exclamó, estupefacto. Era incapaz de abrir el túnel de gusano que lo transportaría a aquella dimensión. Brahmastra se había adueñado del espacio impidiendo cualquier ruta de escape, asemejándose al mítico Tesoro del Cielo de los anteriores santos de Virgo. Tal y como ocurrió durante la Batalla de Reina Muerte, había despertado el Octavo Sentido—. Sea.
La Contracción Estelar no sería efectiva en tales circunstancias. Debía ir con todo para detener al trío. Extendió los brazos a los lados, invocando la inconmensurable fuerza que mantenía la forma de las galaxias en el universo. Su cosmos se manifestó como una tormenta invisible, arrastrando una blancura infinita que no era viento, ni niebla, sino luz, girando en torno a él en espiral. Era el Juicio Galáctico, la técnica que le permitía encarnar el poder que mantiene en un mismo orden cósmico incontables mundos y soles. Convertido en el corazón de una galaxia, comandaba su misma autoridad.
—Estás a tiempo de rendirte —dijo Lucile, extasiada. El fulgor que los tres habían formado estaba muy por encima de lo que un solo santo de oro podía lograr. Ni siquiera Arthur, el invencible y omnisciente Arthur, podía competir con algo así.
—No me subestimes, Lucile. Yo nunca lo haría.
De repente, antes de que los cosmos del trío y de Arthur llegaran hasta el límite, una explosión de luz llenó no solo el escenario, sino la totalidad de aquel mundo. Desde la montaña sagrada hasta los confines de aquel extraño lugar contenido en la Esfera de Marte, todo pareció blanco por un largo minuto. Pero al disiparse aquella iluminación sobrenatural, ni la tierra seca, ni el cielo carmesí, ni los hombres enfrascados en un duelo fratricida habían sufrido el menor de los daños. Tanto la Exclamación de Atenea como el Juicio Galáctico se habían deshecho antes de completarse.
Arthur y Lucile se sorprendieron por igual. No tardaron en imaginar quién podía ser el responsable y miraron hacia Azrael, quien sostenía a una agotada Akasha. Las alas que tenía a la espalda se habían extinguido junto a los poderes desatados por el cuarteto. Había empleado en ello todo el poder que había acumulado.
—Te he dado una orden, Lucile —dijo la santa de Virgo con dificultad—. Sea lo que sea que le hayas hecho a Shaula, reviértelo.
—No puedes estar hablando en serio… —se quejó Lucile, también agotada. No pudo ocultar el temblor de la piel cuando el gólem se giró hacia ella.
—Reviértelo. Ya —quiso gritar Akasha, aunque apenas salió un hilo de voz.
Por su parte, Arthur no sabía qué decir o hacer. Había querido llevar a Akasha hasta el punto de quiebre porque él mismo se sentía al borde del abismo, en parte por el desprecio que siempre había sentido por el destino, la noción de que los hombres actuaran en el marco de un gran plan, pero sobre todo por la influencia de una fuerza ante la que no podía oponerse. Fuera debido a Lucile o por propia voluntad, él no quería matarla, sino obligarla a cortar todo lazo con aquel plan, incluida la santa de Leo.
Y ahora, después de obligarla a escoger, de golpearla, acusarla e incluso torturarla mientras mantenía un frío semblante, Akasha seguía queriendo salvarlos a todos. No era capaz de odiar a los santos a los que desde la tierna infancia, siendo una niña que pasaba las tardes en la taberna escuchando las historietas de Ichi y los demás, idealizó.
«Si solo fuera eso, no me detendría —se dijo—. Ella en verdad nos quiere. ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué he hecho todo este tiempo?»
Como un último intento de convencerse, rememoró la historia de Oribarkon y la tumba de Pirra de Virgo, rasgada de tal modo que no era posible leer su nombre, a diferencia de los de sus compañeros. Ahora sabía cuáles eran los pecados de esa mujer y entendía la razón por la que se pretendió borrarla de la historia. Por encima de todo, comprendía que esa mujer despreciada por los dioses no tenía ningún deseo personal, más allá de cumplir los del resto. ¿Era lo mismo con Akasha, a quien los Astra Planeta consideraban la reencarnación de Pirra? Si era así, había esperanza.
«No —decidió Arthur—. Akasha no es Pirra, con sus propias virtudes y defectos. No actúa por la conveniencia de los demás, sino porque nos ama a todos.»
En el momento en que el Juez bajó los brazos, Lucile sonrió bajo la máscara de oro. Alzó la mano, disponiéndose a chasquear los dedos y liberar a aquella molesta ninfa, cuando un rayo azulado los atravesó de lado a lado, más rápido que la luz.
—¿Qué…? —empezó a decir la leona de oro, viendo cómo cuatro de los dedos y parte de la mano derecha caía al suelo como un trozo de cristal.
Aquel rayo azul no era otro sino un ensangrentado y desprotegido Sneyder, quien se había aproximado al quinteto ocultando su presencia. Shaula, como un reflejo automático del control al que Lucile la sometía, cubrió al santo de Acuario con la Muerte Roja, pero este ni tan siquiera le prestó atención, mandándola al suelo de una potente patada a la vez que le rasgaba las rodillas.
—No puede ser… —gruñó Lucile entre dientes, superada—. ¡No serás capaz!
El gólem se interpuso entre Sneyder y Akasha, quien claramente era su presa. El santo de Acuario, semejante ahora a una bestia, recibió de lleno el puñetazo de aquel ser sin rostro, y de los pedazos de hueso y metal que saltaron al aire debido al impacto formó siete lanzas que lo encajaron sobre la tierra durante un instante eterno.
—¡Te lo prohíbo, S…!
Lucile quedó enmudecida al ver cómo Sneyder atravesaba el costado de la santa de Virgo con una sanguinaria versión de la Espada de Cristal. ¡Aquel animal la había formado con su propia sangre! Solo que el santo de Acuario no era un animal, había atacado a Azrael a sabiendas de que Akasha se interpondría. Pensaba.
—No, no, no, no, no, no… —repetía Lucile, enferma de dolor. Tapándose los oídos, cerrando los ojos—. Mis poderes, mis poderes no pueden fallar. ¡No pueden! ¡No!
El caos ya empezaba a reinar en aquel pequeño grupo antes de que Sneyder se desplomara. Arthur, todavía consumido por las dudas, no pudo reaccionar a tiempo. El estado de Lucile, rompió la forzada concentración que mantenía a Shaula sin emociones, dejándola en la peor de las situaciones posibles.
Solo Azrael, contra todo pronóstico, mantenía la calma. Había impedido que Akasha cayera desmayada al suelo, mientras que empleaba la parte del cosmos que no había entregado al gólem para combatir el frío de Sneyder.
—Ah… Ah…
—Vámonos, señorita. De este lugar, de este mundo.
Sin esperar respuesta, se levantó, ordenando mentalmente al gólem que acabara con todo aquel que tratara de perseguirlos. Cuando Arthur quiso retenerlos, Adremmelech se le interpuso, junto a Shaula.
—No lo hago por ti ni por ese plan, Azrael —advirtió la santa de Escorpio—. Tampoco por esa maldita Bruja —añadió con desprecio.
—Lo sé.
Azrael se impulsó de un salto hacia la montaña sagrada. Lo último que escuchó fue la voz rota de Lucile, quien cayendo de rodillas seguía negándose a aceptar lo ocurrido. Ahora que el poder de su alma le había fallado, ya no le quedaban fuerzas para confrontar el terrible veneno de Shaula de Escorpio.
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Cuando Akasha despertó, se hallaba en el bosque que rodeaba la Fuente de Atenea. Tenía frío, mucho, pero seguía con vida. Azrael había logrado detener el proceso de cristalización, aunque no sin coste: la piel en torno a la herida del costado estaba agrietada, cubierta de costras y sangre seca, y había perdido el brazo derecho.
—Trató de protegerse, por instinto —explicó Azrael, quien estaba de pie, frente a ella. La había recostado en una cama de hojas—. No lo vi venir. Le hice daño. Lo siento.
Akasha volvió a mirar el brazo, cortado a la altura del codo. El muñón no sangraba, aunque estaba pálido como un cadáver. Toda la piel de la ateniense lucía ese color.
—Sneyder me quería muerta de verdad —dijo, formando una triste sonrisa—. Tú no tienes que pedirme perdón, Azrael. Me salvaste.
—Le subestimé —replicó el asistente, cabeceando—. Le dejé vivir.
—Los santos no… —Fue incapaz de terminar, las palabras se le ahogaban en la garganta a la vez que sendos surcos bajaban por las mejillas—. Es mi culpa.
—No es cierto —dijo Azrael, de inmediato.
—A Lucile no se le ocurriría un plan así. No es tan altruista —se recordó, casi riendo—. Si se unió debió ser porque yo la convencí.
—Usted debe descansar. ¡Ya lo estaría haciendo si este maldito bosque no jugara con nuestra mente! —bramó el asistente, ofuscado. Que el bosque estuviere allí, junto al monte Estrellado, no tenía por qué implicar que la Fuente de Atenea se hallara al final; esa incomparable parte del Santuario bien podría estar bajo el amparo de otro astral.
Pero Akasha no lo escuchaba. Seguía pensando en lo que había oído y visto. Todas las acusaciones. La lucha encarnizada entre compañeros que debían tratarse como hermanos. ¿Ella podía ser responsable de algo así?
Lo que quedaba de la máscara dorada empezó a agrietarse.
—Sé que lo hice, Azrael.
—No es necesario hablar de esto ahora —rogó el asistente, inclinándose. No se atrevía acercarse más luego de haberla herido, pero ver la sangre y las lágrimas que derramaba lo estaba destrozando. ¿Todo el poder que había descubierto poseer no bastaba para detener aquel sufrimiento? Si eso era así, ahora era más débil que nunca—. Se lo…
Un dedo dorado se posó sobre los labios de Azrael, callándolo. Luego, Akasha acarició el rostro compungido de aquel hombre. Quien siempre estuvo con ella. Quien estaba con ella ahora, sin importar las circunstancias.
—Creo que predije que esto pasaría —dijo, aún sollozando—. No idearía algo así sin esperar que me mataran por ello. No soy estúpida, ¿verdad?
Azrael no contestó. Sabía que no eran palabras lo que la joven necesitaba en ese momento. Se limitó a escucharla, olvidándose que había un mundo más allá.
—Quise que hicieras amigos. Procuré que hubiera alguien que estuviese contigo, apoyándote como tú siempre me apoyaste. Manipulé las cosas para que Makoto estuviera bajo mi mando —confesó, con un fugaz destello de alegría—, de eso sí que me acuerdo. Sé que se caen bien, aunque siempre se estén peleando. Os obligué a trabajar codo con codo todo lo que pude.
—No va a morir. Está estable.
«Y no permitiré que nadie le dañe, ni siquiera yo —dijo para sus adentros, padeciendo de nuevo intensos dolores de cabeza. Que la hubiese salvado no excusaba el daño que le provocó. No volvería a cometer ese error.»
—Solo dime una cosa —pidió Akasha mientras la máscara empezaba a caerse a pedazos—, ¿yo no maté a Ethel, verdad?
Por segunda vez en los últimos trece años, Azrael vio el rostro descubierto de la joven. Lo recordaba, a pesar del paso del tiempo, todavía redondeado, amable y sonriente, con brillantes ojos de un gris tempestuoso. En mejores días, quizá la imaginación del asistente y la realdad habrían coincidido.
—Por favor, Azrael. Necesito saber la verdad.
Los ojos estaban irritados, las mejillas pálidas y demacradas surcadas por las lágrimas. Con un solo vistazo, el asistente entendió que era demasiado incluso para todo lo que había sufrido, incluso si desde el principio de toda aquella barbarie no había cesado de llorar. Había algo más, algo de lo que solo ella sería capaz.
«Pese a todo, ella los sigue manteniendo con vida —dedujo, sin saber si debía sentir orgullo o rabia. Al final tan solo se mostró conmocionado—. A Arthur, Lucile, Shaula, a mí… ¿Y Sneyder? ¡Podría morir si sigue así!»
Avergonzado, bajó la cabeza. Necesitaba dar un poco de paz a aquella joven, así de nuevo tuviera que causarle daño. Herirla con una verdad que había olvidado.
—Está en lo cierto, señorita —admitió, acentuando la palidez en la santa de Virgo. El Ojo de las Greas, en aquel rostro adolorido, derrotado, parecía fuera de lugar, desagradable, incluso—. Usted forma parte de un plan que podría salvar a la humanidad, el Ocaso de los Dioses, pero no tiene nada que ver con la muerte de Ethel. Lo juro por usted, señorita. ¡Lo juro por ti, Akasha!
Por algunos segundos, ambos se miraron en silencio. Al final, ella suspiró, aliviada.
—Gracias a los dioses —exclamó, riendo sin querer debido al irónico nombre de aquel plan—. Gracias a Atenea.
—No tiene de qué preocuparse —le prometió Azrael—. Ahora sabemos que no hay un solo universo. Podemos irnos a un lugar en el que nadie nos encontrará.
—Eso sería genial —dijo de pronto, para sorpresa del asistente. Enseguida sacudió la cabeza con suavidad. Se levantó, quedando sentada frente a Azrael—. Pero no puedo acompañarte, como líder tengo un deber que cumplir. Debo responder por mis faltas.
—No ha hecho nada malo…
—Yo tampoco creo que sea un plan tan monstruoso como lo creen Arthur y Sneyder —dijo, una confesión que solo podría hacer frente a él—, pero quiero escuchar a los demás. Y además quiero que tú estés a mi lado, pase lo que pase. Soy egoísta…
En ese momento, Azrael olvidó el miedo que tenía a dañarla, ignoró el dolor que le taladraba la cabeza sin cesar, y abrazó a la joven. Ahora era él quien lloraba, impotente, maldiciendo lo débil que había sido, pero sobre todo, feliz de sentirse apreciado.
—Volvamos, Azrael.
—Sí —asintió el asistente, separándose—. A quien se interponga… —se palpó la cadera, buscando la pistola que siempre llevaba consigo. Pudo notar la empuñadura de una daga, que le electrizó todo el cuerpo. Debía ser un arma de la Guardia de Acero, Hydra—. Supongo que le golpearé a la velocidad de la luz.
Akasha rio, ya libre de preocupaciones. Azrael no pudo evitar acercarse de nuevo, pasando las manos por las castigadas mejillas de la joven. Limpiándole las lágrimas.
—Tú siempre con tus ocurrencias. Creí que dirías que ibas a disparar a Arthur.
—No tengo pistola —dijo el asistente, encogiéndose de hombros—. Mi mentor era un idiota, ¿alguna vez se lo he dicho? —Akasha negó con la cabeza—. Nunca me enseñó una estrategia para lograr que la gente sea feliz, que no sufra ni llore.
En un repentino impulso, Akasha le tironeó de la mejilla, provocando que su mano volviera a rozar la empuñadura de la daga. De nuevo el chispazo y el dolor le sobrevinieron, pero apenas le prestó atención.
—Lo estás logrando. Me hace feliz que me ayudes, me hace feliz que seas el santo que siempre quisiste ser, me hace feliz verte sonreír.
—Akasha… —empezó a hablar Azrael, callando al no saber qué decir.
—Me hace feliz que estés aquí. Porque yo…
Azrael no pudo oír las últimas palabras, ahogadas por la sangre que escapó de los labios de Akasha. La joven lo miraba aún, con los ojos abiertos, de nuevo llorosos.
El asistente tardó demasiado en entender el porqué de aquella mirada. Tardó demasiado en procesar que sus dedos, al chocar por tercera vez con la daga, la sostuvieron, desenvainándola para luego enterrarla en el estómago descubierto de Akasha.
Y fue solo entonces, durante la eternidad en que ambos se miraron sin poder pronunciar palabra alguna, que el dolor que había avasallado la mente de Azrael cesó. Pues una vida había sido segada, el precio para salir del Satán Imperial había sido pagado.
De ese modo, una vez Akasha cayó al suelo, desangrándose, terminaba el movimiento del previsor Arthur para poner fin al Ocaso de los Dioses.
Poco después, Azrael colapsó.
Notas del autor:
Con este capítulo concluimos el sexto arco de esta historia, Marte, y como es habitual, tendremos un descanso de una semana. El lunes 17 de abril no habrá capítulo.
Iba a guardarme este comentario para mí, pero qué demonios, lo diré. Este capítulo es el centro de esta obra, el punto a partir del cual fue creada. Antes incluso de que la empezara a escribir en 2011, ya la tenía presente, y aunque los nombres e incluso los actores variaron un tanto, en su esencia ha permanecido. Es, por esto, muy importante para mí verlo publicado, y más aún, saber que lo leen. A todos los que me han acompañado hasta aquí, deciros que les estoy muy agradecido, y que os animo a continuar, pues, como imaginaréis, aún queda tela por cortar.
¡Felices Pascuas a todos!
