Interludio - Marte
Años atrás, en una región escondida del Himalaya, dos jóvenes entrenaban con el fin de convertirse en santas de Atenea. Se trataba de un terreno duro para vivir, a miles de metros de altura el frío llegaba a ser mortal, sobre todo durante la noche. Sin embargo, los meses que habían compartido en la mítica tierra de Jamir habían sido dichosos para ambas, que pronto se volvieron amigas.
Las dos daban todo de sí en cada prueba que el pícaro señor de Jamir les ponía, así como en los duelos que cada tres días libraban a escondidas de aquel, bajo la supervisión de sus respectivos custodios: Azrael, el asistente, y Lucile, la marcada por la constelación de Leo. Sin embargo, siempre una de ellas se esforzaba más.
—Estoy agotada —tuvo que admitir Ethel, moviendo las trenzas castañas mientras cabeceaba—. No puedo más.
—¿Ya? —Akasha, tres años mayor, se cruzó de brazos—. ¡Pronto tendrás que competir por tu manto sagrado!
—Lo sé… Es que no puedo más —repitió, cabizbaja. Tenía un poder mental tremendo, pero no era lo mismo físicamente. ¡Y de todos los aspirantes contra los que podía competir, justo le tocaba Tiresias!—. ¿Descansamos por hoy?
Akasha se inclinó para mirar a Ethel con detenimiento, tal y como solía hacer Lucile. Al final, dando un suspiro, asintió.
—Yo haré algunos ejercicios mentales. Falta mucho para la cena.
La aspirante a Virgo no había terminado de hablar cuando Ethel salió volando, risueña, hacia el edificio donde vivían. Una torre sin puertas ni ventanas, a la que solo se podía acceder con el permiso expreso de Kiki, siempre que se hubiesen completado los entrenamientos del día. Fallar como discípula del señor de Jamir significaba pasar la noche a la intemperie y sin comer.
Claro que solo Ethel y Akasha vivían bajo esa regla. Lucile, quien estaba por cumplir los veinte años, podía doblegar al duende pelirrojo con un simple susurro. No vestía el manto de Leo solo porque no había recibido la autorización papal, pero desde antes de que Akasha llegara a aquellas tierras ya no tenía ninguna necesidad de entrenar. Estaba en Jamir como inquilina, más que como discípula.
Contrario a otros días, en los que solía pasar la tarde fuera, la futura leona de oro estaba sentada a la sombra de la torre. No vestía la ropa de entrenamiento usual, túnicas desgastadas con algunas piezas de cuero a modo de armadura, sino que la cubría un elegante vestido blanco sin mangas. Una persona normal con esas fachas se estaría muriendo de frío, pero Lucile hasta se daba el lujo de tararear.
—¡Lucy! —saludó Ethel, bajando a tierra—. ¿Puedo pasar?
—Es pronto para la cena —recitó Lucile, imitando a la perfección la voz de Akasha.
—Quisiera dormir un poco antes.
—También es pronto para dormir. Duerme de noche, vive de día.
—Tú a veces duermes todo el día y cantas durante toda la noche.
—Como elegida de las estrellas de Leo, la noche puede ser mi reino de vez en cuando. Es duro ser un prodigio —rio la de cabello dorado—. Míralos, ¿no son adorables?
Enseguida Ethel entendió a qué se refería. Se giró, curiosa, para ver a Azrael y Akasha librando el duelo más corto de la historia. Desde la recuperación de la aspirante a Virgo, esta se había empecinado en que el tenaz asistente retomara su entrenamiento. Sin embargo, la muchacha no era muy buena maestra en la teoría, por lo que lo mejor que podía ofrecer eran combates prácticos que siempre resultaban en un hombre adulto siendo sometido por una muchacha de catorce años.
—No lo sé, Lucy. ¿Azrael estará bien perdiendo siempre? —preguntó Ethel, más para sí que para Lucile. Solo ver al asistente reír, afable, mientras Akasha le reprendía, la tranquilizaba un poco—. Asha no debería ser tan dura.
—Azrael —repitió Lucile, susurrando al oído de la distraída Ethel—. Nosotras somos Lucy y Asha, ¿y al apuesto escudero le dices Azrael? ¡Qué rápido creciste!
—¿¡Qué!?
Ethel solo pudo mirar a Lucile por algunos segundos. Aun portando ambas una máscara, la heredera de Leo tenía la facultad de expresar su inquisitiva mirada a través de la fría pieza metálica mediante calculados gestos. La niña dio un respingo y luego saltó, quedándose en el aire sin querer mientras se tapaba las orejas.
—¡Eres mala, Lucy! —exclamó al sentir que la mujer reía—. ¡Prometiste que no usarías tus poderes conmigo!
—Y no lo hago —susurró—. No es necesario mi don divino para hacer que una jovencita sienta cosquilleos… —dejó caer, divertida. Volvió a reír en cuanto vio que Ethel miraba a donde estaban Akasha y Azrael. Por supuesto aquel par, ensimismado como estaba en la charla que tenían, ni se había dado por enterado.
Conforme se calmaba, Ethel fue descendiendo de nuevo a tierra, no sin antes tironear de un largo mechón de la melena dorada. Aquel gesto había provocado enojos en el pasado, pero ese día Lucile parecía haberse despertado con buen humor.
—A veces me pregunto…
—¿Sí, Lucy? —preguntó la pequeña, llena de curiosidad. Cuando vio que la heredera de Leo cabeceaba, insistió—: ¡Ahora tienes que decírmelo!
Seguían mirando al asistente y la heredera de Virgo, quien se había habituado a vestir como un hombre desde la recuperación, no solo llevando pantalones y botas, sino que también las mangas de la camisa llegaban hasta casi rozar unos guantes que ella misma había cosido. Todo para evitar exhibir las cicatrices que dejaron tantos años de forzar el control de un cosmos inestable. Incluso cooperando las dos solo habían podido ayudarla a curar tan terribles heridas, sin que llegaran a desaparecer por completo. Y ambas eran conscientes de que la razón por la que Akasha se seguía levantando era que aquel estrafalario ex-soldado siempre estaba ahí para apoyarla.
—Es una música interesante la de esos dos, mas no puedo interpretarla del todo —admitió Lucile entre susurros, más sutil que la jovencísima Ethel. No era algo que le gustara decir en voz alta, en cualquier caso. Los Mu no habían contado con alguien como ella ni en la edad dorada en que construyeron los mantos sagrados, así que cualquier límite que encontraba para tan precioso don la ofuscaba. Deseaba, más que cualquier otra cosa, superarlo cuanto antes—. Me pregunto si puedo hacer que dejen de ser tan tímidos. ¿Satisface eso tu curiosidad, pequeña?
—Hacer que dejen de ser tan tímidos —repitió la pequeña con lentitud.
—Las emociones y sentimientos de esos dos son como un amplio y apacible lago que envuelve estas tierras resecas y aburridas. Un lago estable, cristalino, que relaja con solo observarlo por un tiempo —expresó, habiendo escogido con sabiduría términos que la pequeña pudiera entender. No quería que luego estuviese tres días preguntándole por el significado de cada palabra—. Mas llegado el momento la estabilidad pasa a ser estancamiento. ¿Si revuelvo ese lago, puedo convertirlo en un río?
El largo silencio que sucedió a aquella pregunta dejó claro que Ethel no la estaba siguiendo. Lucile suspiró, en parte decidiendo que no debía usar metáforas cuando hablaba con niños, en parte temiendo que fuera culpa suya. De no haberse encontrado con Kiki, a esa edad ya sería una talentosa psiquiatra con todo un mundo por delante. Un aburrido mundo por delante, claro.
—Darles un impulso para salir de la zona de confort. Hacer que Azrael le quite la máscara, la tire montaña abajo y la bese. ¿Eso lo puedes entender, pequeña?
—¡No puedes hacerlo! —gritó Ethel, quien de inmediato bajó la cabeza, continuando entre susurros—: No está bien, Lucy. No está nada bien.
—Tienes razón —reconoció Lucile—. Akasha debería llevar la iniciativa.
Agradecida de la máscara que le ocultaba la cara, roja como un tomate, Ethel tironeó del pelo de Lucile con fuerza hasta que ambas estuvieron cara a cara. La heredera de Leo, lejos de enfadarse, rio por lo bajo.
—El amor tiene que ser puro —aseguró muy seria—. Podemos hacer que los demás piensen o sientan muchas cosas, malas y buenas, menos eso. Porque si es obligado no sirve. Es una… una… —pausó unos segundos para pensar—. ¡Reacción nuclear!
—Reacción química —corrigió Lucile, con la mano sobre la frente enmascarada—. El amor tiene que ser puro, ¿eh?
Resultaba tan simpática la forma en que Ethel hablaba de aquel tema, que Lucile prefirió no comentarle de momento que había más de una razón por la que un hombre querría besar a una muchacha.
—Además…
—¿Sí, pequeña?
—Azrael tiene muchos más años —apuntó Ethel, a quien la altura del asistente siempre le había sorprendido—. Como diez.
—Nueve, en realidad.
—Eso —cortó Ethel, cabeceando—. Asha aún es muy joven para esas cosas.
—Tienes razón —volvió a reconocer Lucile, despertando preocupación en la pequeña. La heredera de Leo nunca concedía nada a nadie sin añadir algo nuevo—. No está bien que Akasha reciba un beso antes que tú.
—¡Lucy!
—Tal vez debería hacer que las dos…
—¡Lucy! —repitió Ethel—. ¡Basta!
La de blondos cabellos se limitó a reír. ¡Cómo disfrutaba hacerla enojar!
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Había un único acceso para llegar a Jamir por tierra. Se trataba de un camino de escasa anchura, con abismos a ambos lados que daban a parar a un sinfín de picos de piedra. Tiempo atrás, allá abajo podían verse esqueletos cubiertos con mantos sagrados muertos, santos que no fueron dignos de ver las armaduras que vestían resucitar. Ahora no quedaba ninguna, pues era deseo del Sumo Sacerdote, influenciado por su primera pupila, Akasha, revivir por completo a la orden de los ochenta y ocho santos.
Sin embargo, ese cambio no había afectado a la dificultad de cruzar tal camino, pues sobre el mismo el actual señor de Jamir seguía imponiendo una ilusión aún más elaborada y retorcida que la prueba de enfrentar a las almas de los santos muertos. Akasha la afrontaba cada noche, empezando desde un extremo mientras que Azrael le esperaba en el otro. En todas las ocasiones, la muchacha hacía la misma advertencia.
—Si me quedo quieta no vayas a recogerme. Debo cruzarlo por mí misma.
—Ese es el deber de un santo —convino Azrael, cabeceando afirmativamente—. Mi deber como asistente es impedir que se caiga.
—No hay helados aquí —bromeó Akasha, evocando un recuerdo ya lejano.
Cruzar el camino la primera vez no fue difícil. Cualquiera podía salir de las tierras de Jamir, en eso no había obstáculo alguno. Sin embargo, una vez llegó al exterior, lo que parecía una senda clara se transformó en otra cosa. Un mundo aparte surgía, confundiendo todos los sentidos que la aspirante a Virgo conocía, incluyendo el sexto.
Si quería regresar a la torre, tendría que enfrentar lo que más temía. Ethel y Lucile aparecieron frente a ella, sobre un suelo que en realidad no debería existir. Las líneas en relieve de las máscaras se movían como si fueran los verdaderos ojos y labios de ambas, interrogándola sin decir una sola palabra. Querían saber lo que con tanto celo les estuvo ocultando durante todo ese tiempo.
Akasha respiró hondamente, alistándose para la prueba, y empezó a avanzar.
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El gran día llegó más pronto de lo que Ethel hubiese querido. Ya que nunca pudo encontrarse al líder de los caballeros negros, el Santuario creyó conveniente enviar a un escolta para la pequeña aspirante en su viaje a tierra sagrada.
—¿Está lista nuestra campeona? —saludó Lesath de Orión, veterano guerrero que ya servía a Atenea antes de que cualquiera de los habitantes de Jamir hubiese nacido—. Con esos músculos, temo por tu rival.
Ethel no dijo nada. Y mientras que Azrael y Kiki se limitaron a formar una sonrisa forzada, Lucile rio, pasando la mano sobre la máscara dorada.
—¿Sabes que puede leerte la mente, perro mío?
—¿Leer la mente? —repitió Lesath, estupefacto—. ¿Cómo Asterión?
La cara del guerrero lo decía todo. Había mentido como un bellaco sobre la musculatura de Ethel, quien seguía siendo mucho mejor como psíquica que como luchadora.
—El primer deber de un guardaespaldas es mantenerse con vida —apuntó Lucile en voz baja, quizás dando a entender que Ethel no debía escucharla—. Recuérdalo bien o tendré que buscar a un perro más joven que se sepa cuidar mejor. He oído maravillas de las aspirantes a los mantos de Lebreles y Can Mayor.
—Tendré cuidado, Lucy.
Lesath sonrió con picardía al ver cómo Lucile se giraba hacia Ethel, quien se encogió de hombros. Otro debía habérselo dicho.
No era que al santo de Orión le importase que aquella temible guerrera lo llamara perro desde el día en que conoció su historia de exilio auto-impuesto durante el patriarcado de Saga de Géminis. Le traía sin cuidado cómo le dijeran o lo que pensasen de él los demás, razón por la que siempre vivió apartado de los santos de plata de la anterior generación. Pero no por eso dejaba de ser humano. La oportunidad de responder a la futura leona de oro no se le presentaría dos veces. Estaba seguro.
En eso, Azrael carraspeó, llamando la atención de Lesath.
—¿Tú eras el secretario de Akasha, no? Nos vimos algunas veces, en Siberia.
—Le recuerdo —asintió Azrael, recordando que aunque el maestro oficial de Shaula había sido Hyoga, fue Lesath, compañero de entrenamiento del antiguo santo de Escorpio, quien le mostró el camino para dominar la Aguja Escarlata. En el tiempo que convivieron con la joven ninfa, el santo de Cisne centró esfuerzos en entrenar a Akasha, sin éxito—. También he oído muchas cosas de usted.
—He vivido mucho, ya lo sé —cortó Lesath. Sonreía, aunque dejaba entrever un cierto tono sarcástico al hablar—. Es normal que se hable de mí.
—Me refiero a su última batalla —aclaró Azrael—. La sombra de Águila, Hipólita.
El rostro de Lesath se iluminó. ¡Aquella sí que era una hazaña de la que valía la pena hablar! Tomó aire antes de empezar.
—Lo cierto es que no estuve solo. Me acompañaron cuatro santos de plata, cuatro —reiteró enseñando la mano—: Ishmael de Ballena, Marin de Águila, Zaon de Perseo y Nicole de Altar. De entre los caballeros negros, Hipólita era…
A Ethel se le escapó un bostezo un par de minutos después de que el santo de Orión comenzara. Enseguida se sintió avergonzada, pero Lesath seguía hablando sin parar y Azrael no dejaba de sorprenderse, como si justo ese día se hubiese percatado de que caminaba entre guerreros capaces de realizar proezas extraordinarias. Lucile y Kiki, par de traviesos, soltaron una risita bien disimulada; eso hizo que se sintiera aún peor.
Primero con pasos cortos y luego dando largos saltitos, casi volando, la aspirante al manto de Hércules se escabulló del grupo. A medio camino, distraída por un detalle en medio de la aburrida exposición —Hipólita tenía una hija, al parecer— chocó con alguien. Justo la persona a la que había ido a buscar.
—Llegué a tiempo… ¡Ay!
—¡Asha! —saludó Ethel a la vez que la abrazaba—. ¿Te he hecho daño?
—No es tu culpa —aclaró Akasha mientras Ethel bajaba. Se sobó el hombro, herido bajo la tela y la hombrera de cuero. Un pequeño recuerdo de la primera y última vez que ella y Lucile habían tenido un combate práctico. El día anterior, la heredera de Leo había probado con ella una técnica nueva, la Daga Magnífica, que hacía del canto de la mano una afilada espada—. De verdad.
—¡Lucy te pudo haber matado! —exclamó Ethel, sorprendiendo a Akasha—. Perdón. Cada vez me cuesta más controlarlo.
—Soy yo la que debería disculparse por no proteger bien mi mente —apuntó Akasha, poniendo las manos sobre los hombros de Ethel. En unas pocas horas estaría en juego todo por lo que esta había entrenado los últimos años, lo último que necesitaba era temer su propio poder—. ¿Estás preparada?
—Sí —asintió la aspirante, deseando mostrar seguridad a quien la había apoyado tanto los últimos meses—. Cuando gane el manto de Hércules quedará menos para que se cumpla tu sueño. ¿Verdad?
—Ojalá hubiese cientos de mantos sagrados. Son muchos los que darían su vida por nuestra diosa y el mundo. —Akasha bajó los hombros, entendiendo que no tenía caso pensar en eso—. Solo recuerda cuáles son tus puntos fuertes y débiles, así como los de tu adversario. Una mente poderosa vale tanto como un cuerpo lleno de vigor.
—Eso ya me lo decía Lucy antes de que tú llegases —recordó Ethel un poco ofuscada.
Las compañeras regresaron al grupo que Lesath seguía atosigando con el más mínimo detalle sobre la batalla que lo había hecho famoso. Kiki, que lo había notado, aprovechó para interrumpir el relato con una brusquedad de la que solo él podía hacer gala.
—¿Por qué mi hija necesita escolta?
—¿Perdón?
—Yo puedo teletransportarla directamente al coliseo —explicó Kiki—. No entiendo para qué necesita a un charlatán como tú.
—Porque incluso en el Santuario podría haber espías de los caballeros negros —apuntó Lesath, endureciendo la mirada—. El Sumo Sacerdote aún no ha armado a ningún santo de oro, los mantiene en campos de entrenamiento bajo la supervisión de los héroes legendarios. Eso significa que el Santuario sigue siendo un lugar tan vulnerable como cualquier otro. Y ha habido ataques en Atenas.
—Ya, ya. Tampoco hay por qué enfadarse. Relájate —instó Kiki antes de mirar hacia atrás, fingiendo sorpresa. Con aire distraído, exclamó—: ¡Akasha, viniste!
La heredera de Virgo dio un saludo formal en cuanto vio el manto de Orión. Lesath se quedó extrañado; Shaula nunca lo había tratado con tanta deferencia.
—Vaya que has crecido —comentó al fin—. Puede que no me recuerdes…
—¡No le respondas, Akasha! —aconsejó Lucile—. Antes, detente un momento a pensar en lo primero que se fijó este muy, muy experimentado perro.
Lesath no dijo nada. Se limitó a cerrar la boca y desviar la mirada, sabiendo a aquella hechicera de cabellos dorados capaz de hacerle quedar como esa clase de persona.
Azrael apenas prestó atención a la insinuación de Lucile, pues había estado redactando los detalles más relevantes de la historia de Lesath en una libreta recién sacada del bolsillo. Una costumbre curiosa que había adquirido mientras viajaba con Akasha y que con el tiempo se perdería, sustituida por la muy confiable memoria del asistente. La traviesa heredera de Leo suspiró, decepcionada. Había esperado al menos una reacción.
—Maestro Kiki.
El pelirrojo dio un respingo, aún extrañándole que la joven que meses atrás estuviera a punto de matarlo lo tratara ahora como maestro. Claro que la sorpresa no duró mucho y, al volverse hacia Akasha, ya se mesaba la perilla esbozando una sonrisa maliciosa.
—Ya que usted puede transportar a Ethel al coliseo en un momento, ¿no podría descansar aquí antes del combate? Creo que se sentirá más cómoda en la torre que en un lugar desconocido —explicó, serena, a lo que la aspirante asintió varias veces.
Kiki parecía dudoso, nunca les dejaba tomar una siesta tan temprano, pero en cuanto Lucile empezó a recitar una canción, habló, queriendo ser él quien tomara la decisión.
—Bueno, si alguien la acompaña y se asegura de que se despierte a tiempo…
—Azrael lo hará —propuso Akasha, girándose hacia la aspirante—. Él ni siquiera necesita un reloj para saber qué hora es. Y seguro te da muy buenos consejos. ¡Pero si trata de ofrecerte una pistola para el combate, no le hagas caso!
Esa última advertencia sacó una carcajada a todos los presentes. Fue parecido a una tonada escalada, desde la risa infantil de Ethel a la vieja, gastada y casi perversa de Kiki, quien muy en el fondo se alegraba del buen ambiente que reinaba en Jamir.
—¿Estás de acuerdo con eso, hija?
—Sí, sí —asintió Ethel, enérgica—. Así Lucy no podrá hacer que Asha y Azrael… ¡Nada, nada! ¡Vamos, vamos!
Antes de que nadie pudiera increparla, tomó la mano del asistente, quien por supuesto estaba de acuerdo con la propuesta de Akasha. No obstante, mientras caminaban hacia la torre, no se aguantó soltar un comentario en voz alta.
—Bueno, señorita Ethel, creo que este es un buen momento para hablarle de las nanomáquinas…
Sonriendo bajo la máscara dorada, Akasha solo movió la cabeza de un lado a otro. Aquel hombre era realmente incorregible.
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—¿Y bien? —preguntó Lucile en cuanto notó que Ethel y Azrael habían entrado en la torre, contando con la autorización de Kiki—. ¿De qué quieres hablar?
Akasha enmudeció por momentos. Como era de esperar, Lucile era perspicaz. El problema era el público. Habría preferido hablar a solas.
—Duda antes de los hombres que de los perros, Akasha —aconsejó Lucile, poniendo a Lesath en la incómoda situación de decidir si lo estaban halagando o insultando. Tomó esa decisión en silencio, bajo el diabólico escrutinio de Kiki—. De verdad, ahora que los niños se fueron a la cama es buena hora para que hables con los adultos.
—No sé… —murmuró Akasha, entre dientes. Miraba hacia el señor de Jamir, como pronto harían también Lucile y Lesath. El pelirrojo alquimista era tan descuidado con su aspecto que solía dar una impresión todavía peor de cómo era en realidad.
Kiki, una vez se supo increpado, trató de restarle importancia con vistosos gestos y frases a medias, pronunciadas con un tono despreocupado. Nada funcionó, así que acabó por desaparecer sin más.
—Empieza por el principio —pidió la heredera de Leo, comprensiva.
—Desde hace siete años, a cada uno de mis maestros, les hice la misma pregunta: ¿Qué es el mal? Quería saber por qué las personas tenían que sufrir tanto, por qué el mundo era tan distinto de Rodorio. La conclusión que he sacado es que el mal existe en el corazón de todas las personas.
—Es una buena forma de resumirlo —asintió Lucile—. Sigue.
Fue una larga charla que en más de una ocasión tomó por sorpresa a la de rubios cabellos, quien nunca había dejado de ver a Akasha como a una encantadora, aunque atolondrada, muchacha. Oh, podría vestir el manto de Virgo en el futuro, incluso si nadie le tenía fe, pero luchar era algo que cualquier santo de Atenea podría hacer, fuera débil o fuerte. Pensar, tener una visión, eso era algo muy distinto. Akasha no le estaba hablando de detener a ninguna amenaza, sino de extinguir aquello que había definido como una parte de todos y cada uno de los seres humanos.
Hubo una confesión implícita en todo aquel discurso. Los días en que Ethel y Lucile curaron a la sentenciada Akasha hicieron algo más que conectar la mente, el alma y el cuerpo con un cosmos que los rechazaba; le dieron la respuesta que había buscado desde el día en que se convirtió en aspirante. Ella había escogido la senda de los santos de Atenea para proteger el mundo, pero su concepto de lo que era el mundo no había dejado de cambiar. Salir de Rodorio, conocer a Azrael, la invasión de Caronte, los viajes a Reina Muerte, la isla Andrómeda, Siberia, el Monte Lu y Jamir. Era incapaz de conocerse a sí misma porque lo que la rodeaba la estaba abrumando.
—Estaba… —dejó escapar Lucile, saboreando esa palabra, mientras Akasha terminaba de exponer la base de lo que en el futuro conocerían como el Ocaso de los Dioses—. Esto no se te ha ocurrido ayer, ¿verdad?
Lo que a Akasha le faltaba en elaboración y elocuencia, lo compensaba con pasión. Era claro que llevaba mucho, mucho tiempo pensando en cada detalle, al menos dentro de los límites que tenía una joven de catorce años que aprendía antes a luchar que a pensar.
—Desde que os conocí… —Con un brusco movimiento, la aspirante a Virgo negó aquella mentira—. Desde que experimenté tu poder supe qué era lo que faltaba.
—Porque no quieres controlar a la humanidad, sino guiarla, orientarla —señaló Lucile, escogiendo las palabras que la muchacha había utilizado.
—Sé que está mal que una sola persona controle todo el mundo. —Si bien no muchos lo sabían, el primer maestro de Akasha, actual Sumo Sacerdote, era también el hermano de Saga de Géminis, quien consumido por una mente dividida persiguió tal fin—. Yo no quiero eso. Quiero ayudar a la gente.
—Quieres que todo el mundo pueda gobernarse a sí mismo —expresó Lucile, a sabiendas de que la pequeña debía aprender algunas cosas para entender el alcance de la idea que había tenido—. ¿Qué harás si te digo que no?
—¿Cómo?
—Eso. —La futura santa de Leo extendió los brazos hacia el cielo, teatral—. ¿Soy todo lo que tienes, no es cierto? Si te digo que no, ¿qué harás?
El reto fue lanzado, la sonrisa de depredador se mantuvo oculta bajo la máscara dorada. Akasha, lejos de amedrentarse, cerró los puños con fuerza.
—Me convertiré en Suma Sacerdotisa —aseguró, determinada—. Así tendré el apoyo de todos, nadie desobedece al líder del Santuario.
—¿Dices que harás de mí una herramienta? ¿Me utilizarás? —cuestionó, a lo que Akasha asintió. ¡Qué descarada se había vuelto en tan poco tiempo! Le dieron ganas de reír, aunque no lo hizo—. ¿Harás lo mismo con Ethel?
Como la perspicaz Lucile había supuesto, Akasha no respondió. No hubo ni balbuceos, solo silencio. El cuerpecillo de la aspirante a Virgo, antes mostrando firmeza y seguridad, ahora temblaba.
Lucile no pudo aguantar más. Rio, tironeando a la futura Suma Sacerdotisa de las orejas hasta levantarla del suelo. Oírla quejarse solo la invitó a reír con más fuerza.
—Puedo oler tus lágrimas, chiquilla —le susurró al terminar, bajándola al suelo con suavidad. Ya para entonces Lucile era muy alta—. No trates de fingir conmigo que no te importa lo que pensemos. No te va a servir.
En ese momento, con el pelo despeinado, las orejas enrojecidas y la hombrera empapada en sangre de una herida abierta, todo rastro de solemnidad se había perdido, muy a pesar de todo el discurso dado por la aspirante a Virgo. Sin embargo, cuando Akasha miró alrededor, se encontró con Lesath hincando la rodilla, y al lado, apareciendo como si siempre hubiese estado ahí, Kiki lo imitaba.
—Tuya es mi fuerza, de ahora en adelante —juró el santo de Orión, impresionado por las aspiraciones de la muchacha.
—Vas a necesitar apoyo —añadió Kiki, extrañamente serio—. Si te soy sincero, Shun intuía tus preocupaciones desde que entrenabas en la isla Andrómeda. Deberías hablar con él, podría convertirse en un poderoso aliado.
Akasha hizo un esfuerzo notable por no retroceder. Todo lo que había esperado aquel día era sincerarse al menos con Lucile, ni por asomo creyó que ganaría la lealtad de dos atenienses con tanta facilidad. Inclinó la cabeza hacia la heredera de Leo, quien negó: ella no tenía nada que ver con eso.
—Pronto Ethel tendrá que marcharse —apuntó la de dorados cabellos, instando a Kiki a desaparecer de inmediato. A veces era difícil recordar quién era el maestro y quién la discípula, viéndolos a ambos—. Ven, voy a tratarte eso.
—¿Tú? —exclamó Akasha, palpándose la hombrera. Al zarandearla, Lucile había abierto de nuevo la herida que le provocó—. Sé aguantar el dolor, no hace falta que…
—Vengo de una familia de médicos —señaló a voz baja, como una confidencia a pesar de que Kiki ya no estaba cerca, visible o invisible—. Pobre de ti si dudas que pueda tratar un corte en el hombro, al menos.
Cualquier intento de Akasha por replicar fue detenido por leves empujones de la futura leona de oro, quien pronto la convenció de ser su paciente. De ese modo, seguidas del fiel Lesath de Orión, las compañeras fueron hasta la torre.
Allí, sin que ninguna pudiera saberlo, se reunieron con Ethel por última vez.
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Una luz crepuscular bañaba el coliseo cuando el combate dio inicio. Aunque ni el Sumo Sacerdote ni ninguno de los héroes legendarios pudieron asistir, ocupados como estaban en concluir el entrenamiento de la nueva generación de santos de oro, sí que se hallaban presentes los más notables miembros de la guardia ateniense, así como amazonas, escuderos y algún que otro aspirante a santo.
Como un reflejo del ya apenas recordado duelo entre Jaki e Hipólita, de nuevo eran un hombre y una mujer los que combatían por el manto de Hércules. Solo que Ethel era una chica menuda de poco más de once años, mientras que Tiresias era un joven alto y esbelto, diestro combatiente y de un honor, hasta el momento, intachable.
Hallándose los rivales en los extremos de la arena, el murmullo de la multitud expectante cesó. El único que siguió vitoreando, para vergüenza de la tranquila Ethel, fue el escolta que el Santuario le había designado.
La pequeña rehuyó la mirada desconcertada de Tiresias e indicó a Lesath con un gesto que parara. Parte de ella, incluso sin leerle la mente, entendía al santo de Orión. Si ya era difícil ser el único apoyo de una extraña —todos en el Santuario conocían a Tiresias, no así a la nueva hija de Kiki—, lo era todavía más teniendo sobre la cabeza las amenazantes palabras de Lucile, futura santa de Leo. ¡Ni siquiera quería recordar las terribles cosas que le dijo que le haría si no la traía de regreso sana y salva! Por eso le consintió las payasadas hasta ahora.
—Recuerda cuál es nuestro punto débil —fue lo último que dijo Lesath, riendo.
Hizo las veces de moderador el actual capitán de la guardia, Icario, fundador de los Heraclidas y sucesor de Docrates. Aun habiendo sido él quien crió a Tiresias, nadie dudaba de que sería neutral, pues tenía fama de haber sido siempre un hombre justo.
El combate comenzó ya intenso. Tiresias acometió cual rayo, sorprendiéndose al ver que Ethel esquivaba con tremenda facilidad la andanada de golpes que le arrojaba.
—¡Eres rápida! —concedió, entusiasmado por tener un oponente contra el que pudiera luchar en serio. No era extraño que se tratara de una niña: el cosmos, sabía, era una fuerza que trascendía lo físico.
Un aura verde esmeralda, a juego con los hipnóticos ojos del guerrero, se alzó. Los espectadores no pudieron prever lo que pasaría, sin embargo, para cuando el viento adoptó la forma de una palma inmensa, golpeando la arena con la fuerza de un gigante, Ethel ya se había puesto en un lugar seguro, a la espalda de Tiresias.
—¿Cómo pudiste preverlo?
Ethel soltó una risita nerviosa a la vez que esquivaba un manotazo de Tiresias. Se sentía mal por aquel bravo guerrero, pues aunque era tan fuerte como rápido, ni en mil años podría alcanzarla teniendo una mente tan vulnerable. Tratar de no leerle la mente era inútil; Tiresias, más que pensar, gritaba lo que pretendía hacer en todo momento.
En el cielo sobre el coliseo, el viento se arremolinó en una gran esfera de la que emergieron sendos brazos. Estos azotaron la arena con inmensa furia, mientras que Tiresias había calculado el golpe que daría hacia atrás en cuanto Ethel volviera a usarlo de escudo. No funcionó. La pequeña ya no estaba en la tierra, que había bajado hacia las profundidades debido a los tremendos impactos, sino que volaba por sobre las cabezas de estupefactos guardias, escuderos y aspirantes.
—Increíble… —fue todo lo que Tiresias pudo decir antes de quedar enmudecido. Hizo caso omiso a los silbidos y burlas de Lesath, quien ya tenía experiencia contra un rival experto en el combate aéreo—. Pero ahora estás en mi territorio.
Por unos segundos, el joven guerrero sonrió con orgullo, hasta que vio a Ethel esquivar los enormes puños de viento. Cientos, miles de veces el firmamento fue rasgado con gran estruendo para tratar de atrapar a la hábil pequeña, quien se movía por el aire como si hubiese nacido para ello. Más que humana, parecía un pajarillo al fin libre.
Entretanto, Ethel recordó las enseñanzas de Akasha. Mientras que Lucile siempre hizo énfasis en que lo importante era la victoria, incluso si se conseguía agotando al oponente, la aspirante a Virgo sentía más empatía por todos los que buscaban portar un manto sagrado, como ella. «No importa si es tu rival —solía decir—. Seguro que como tú ha debido hacer grandes sacrificios para llegar hasta aquí. Lo dará todo, da todo tú también. Que no tengas nada de lo que arrepentirte.»
—¡Así lo haré, Asha! —gritó, medio avergonzada de la débil vocecilla que todavía le salía de los pequeños labios. Para la siguiente advertencia, que debía llegar a todos los presentes, empleó los vastos poderes psíquicos que poseía, proyectando una voz portentosa—: ¡Pónganse todos a cubierto!
La mayoría sonrió ante las palabras de la pequeña, al menos, todos los que no se taponearon los oídos, que pitaban como si acabase de producirse una explosión. La amazona de mayor edad presente, sin embargo, indicó a los hermanos Hugin y Munin que estuviesen muy atentos.
Tiresias se sintió agradecido por las palabras de Ethel. Era noble, en verdad, pero no por eso le cedería el honor que había perseguido durante media vida. Extendió ambos brazos hacia el cielo, energizando la esfera de vientos huracanados hasta que estos brillaran con el mismo tono verde de su cosmos. En un breve instante, casi imperceptible hasta para él, la energía se extendió a lo largo del cielo sobre el coliseo, atrapando a una extrañamente tranquila Ethel.
Solo una esfera traslúcida, apenas distinguible entre los inmensos puños color esmeralda que trataban de quebrarla, mantenía a salvo a la pequeña.
—Ruina de Heracles —susurró, dando por fin un nombre a la técnica que había desarrollado junto a Lucile y Akasha.
Se oyó un bramido lejano, semejante a un trueno. Luego, el cosmos de Tiresias se dispersó de forma tan repentina que pareció que una tormenta se hubiese desatado de la nada. Grandes piedras surgieron desde debajo de la arena, proyectándose en todas direcciones como balas de una ametralladora. De no ser por la rápida intervención de Hugin, próximo santo de Cuervo, muchos de los guardias que ahora se apresuraban a retroceder habrían quedado malheridos, si no es que muertos.
Tiresias quedó de pie en medio del desastre, ido. No entendía qué había ocurrido. ¿Qué había hecho Ethel? ¿Acaso era capaz de controlar el cosmos de los demás?
—No exactamente —dijo la pequeña, que había descendido hasta estar frente a él—. Para crear una técnica, tenemos que darle una forma a nuestra energía. Yo puedo deshacer esa forma —afirmó—. Me pareció la mejor forma de resolver esto. No deseo herirte, eres una buena persona.
—¿No quieres herirme? —balbuceó Tiresias, atónito.
—Es… que… —Ethel se atragantó. No se sentía cómoda hablando de aquello. Temía que los espectadores, quienes empezaban a recuperarse de la impresión, lo oyeran, así que optó por hablar directamente a la mente de Tiresias—: No eres como Lucy y Asha. Cuando lucho con ellas me canso enseguida. Tú eres frágil.
No había maldad en las palabras de la pequeña, solo sinceridad. Por respeto a aquel noble guerrero, evitó entrometerse en su mente convulsa. Tiresias solo se quedó mirándola, extrañado y confuso. Después de haber desarrollado una técnica que creía infalible, que cubría todos los flancos del oponente sin dejarle escape alguno, ser considerado débil era lo último que había esperado.
—¿Hemos acabado? —preguntó, casi solicitándolo.
—Claro que no —contestó Tiresias, esbozando de pronto una sonrisa llena de confianza. Ethel había cometido un terrible error hacía poco, revelando el secreto detrás tantos esquives: ¡ella le estaba leyendo la mente!
—Bueno… —musitó la pequeña, bajando la cabeza solo por un segundo, para luego alzarla con bríos renovados—: ¡Sigamos!
Tiresias asintió con lentitud. Y en cuanto Ethel levantó la guardia, le encajó un gancho alto en plena máscara, demasiado rápido para que nadie más, salvo Lesath, lo viera.
Ethel quedó aturdida, con un leve crujido resonándole en los oídos. En eso, recibió un rodillazo en el estómago, apenas quedándole fuerzas para bloquear con la mano una patada alta de Tiresias, cuyas intenciones ya no podía leer.
Frente a un enmudecido público, las tornas del combate cambiaron gracias a la estrategia del joven aspirante, quien había puesto la mente en blanco dejándose llevar por el instinto guerrero que le inculcaron a través de los años. Esta forma de combate dejaba poco espacio a la reflexión, la ética y la moral quedaban relegadas a un rincón alejado y golpear la máscara de una aspirante estaba dentro de lo admisible.
En otras circunstancias, Ethel habría interpretado el único pensamiento que Tiresias no podía dejar de tener: no romper del todo la máscara. Pero en aquella batalla, por primera vez, la pequeña escuchaba cómo aquello que la marcaba como futura guerrera de Atenea era dañado una y otra vez. No sabía cómo lidiar con eso. Siempre había entrenado con Lucile o Akasha, quienes nunca le atacaron de esa forma.
Lo inevitable terminó por suceder. Tiresias tenía que imprimir mucha fuerza para superar las barreras psíquicas que Ethel iba levantando conforme avanzaba el duelo. Uno de esos ataques, de gran potencia y ferocidad, fue esquivado de refilón por la ágil pequeña, pero la máscara fue rasgada en el proceso. Se rompió.
—¿Qué? —gritó Ethel, palpándose la cara.
—No pretendía… —Esta vez fue Tiresias quien se atragantó. Sin saber qué decir o hacer, se quedó quieto, mirando a la temible rival que lo había puesto contra las cuerdas. Incluso si de una forma vaga e imprecisa había sabido que se trataba de una niña, era ahora que la veía, asustada y ruborizada, que de verdad lo entendía.
Ese era el estado de ánimo de la mayoría. Los hombres, sobre todo, callaban por no saber de parte de quién ponerse. El recuerdo de Jaki e Hipólita despertó en la memoria de unos pocos. La amazona que previamente puso sobre aviso a los hermanos Hugin y Munin, volvió a hacerlo, aunque no era necesario.
Si bien Hugin era quien iba a vestir el manto de Cuervo, su hermano gemelo, con la misma nariz ganchuda y rubia mata de pelo, estaba también a la par de los santos de plata. En concreto, poseía la facultad de borrar recuerdos, sobre todo si estos eran recientes y poco arraigados. Ya estaba por desaparecer ese incómodo suceso de la mente de todos, incluidos él y Hugin, cuando todo se descontroló.
—Tiresias, deja de mirarla tanto, que la vas a desgastar —bromeó Lesath, sin más intención que romper el hielo—. Es un poco joven para que le declares tu amor, ¿no te parece? —insistió, para incomodidad del aún paralizado aspirante.
Los pensamientos de Tiresias se volvieron caóticos. Ideas absurdas sobre la Ley de las Máscaras y las consecuencias de lo ocurrido le sobrevinieron. Ethel las vio todas, sintiendo que el estómago se le revolvía, pero fue a peor cuando entró también en la mente de Lesath, que sonría como si no hubiese pasado nada.
«Es una cría, ni siquiera le han crecido… Tan joven y ya es un asaltacunas… Menudo pervertido resultaría ser si… Lo golpearé antes de que Lucile lo mate…»
Pensar en Lucile —la maliciosa, aunque encantadora, Lucy de Jamir—, llevó a Lesath al momento en que se despidieron, y más allá. Cierta reunión dominó los pensamientos del santo de plata por largos minutos. Ethel solo captó pedazos al principio, debido al estado en el que se encontraba, pero al saber que su amiga Akasha estaba implicada se sumergió en la mente de Lesath hasta descubrir lo que no debía ser descubierto.
—No puede ser —musitó—. Asha no puede querer hacer eso. No puede ser.
El rostro, ya humedecido desde que la máscara se quebró, fue bañado por sendas lágrimas para los que todos los presentes hallaban una única explicación.
Todos a excepción de Lesath, quien con los agudos sentidos del cazador mitológico, pudo leer los labios de la pequeña y entender lo que sabía.
«Dioses —pensó el santo de Orión—. No puedo dejar que hable.»
Ethel lo miró horrorizada. Sintió que alguien le agarraba el hombro —Tiresias, tratando de disculparse— y se esfumó tal cuál solía hacer su querido padre. Lo hizo pensando que también él era parte de un plan que podía llevarlos a todos a la muerte.
En medio de una multitud totalmente desconcertada, Munin decidió que arreglaría el problema una vez se reuniera con Ethel.
Una decisión de la que se arrepentiría durante el resto de su vida.
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Los días transcurrieron con normalidad en el Santuario. El capitán Icario ordenó que no se dijera nada de lo allí ocurrido, de momento, mientras que acompañado por Hugin, Tiresias y Lesath, realizó un largo viaje al remoto lugar en el que el Sumo Sacerdote entrenaba al desde entonces incomparable Arthur. A pesar de los argumentos de aquellos hombres, la postura de Kanon fue clara. No iban a inmiscuirse en algo tan pequeño, había cosas más importantes de las que ocuparse.
Tales palabras acabaron filtradas entre los atenienses que vivían en el Santuario. ¿Quién lo hizo? Carecía de importancia. ¿El resultado? Un creciente descontento que atrajo la atención de la oculta orden de los caballeros negros.
Gestahl Noah entendía el proceder de Kanon. Aquel hombre que un día asistió al mismo Poseidón debía intuir el peligro que representaban los Astra Planeta, así que tenía como prioridad que la nueva generación de santos de oro no solo superara a la anterior, sino que incluso fuese más allá de los héroes legendarios. Visto así, poco sentido tenía ordenar a uno de aquellos o a quienes les entrenaban resolver el problema de una niña desaparecida, incluso si se trataba de Ethel. Tardó un tiempo en decidir si él debía ser igual de práctico o dar de una vez un paso al frente.
Un buen día, la sombra de Altar recibió la última voluntad de alguien muy querido, animándole a pensar en las actuales circunstancias como el momento oportuno que tanto había esperado. Una señal, por así decirlo, si bien no estaba en buenos términos con los dioses ahora mismo. Se puso en marcha, sutil como el fantasma que había sido los últimos años para toda la humanidad —no consideraba a Julian Solo un hombre—. Había llegado el día de cambiar para siempre el objetivo de los caballeros negros.
Incluso si había ayudado a los santos y a Atenea innumerables veces, no conseguía recordar si alguna vez había pisado el Santuario; en la Noche de la Podredumbre, ni él ni Hipólita tuvieron necesidad de salir del barco de la Fundación. Fue una sensación agradable, como estar de nuevo al lado de la diosa. Gustoso se habría echado a dormir ahí mismo, pero sentía una presencia de la que muchos debían estar ya al tanto.
Como esperaba, Ethel no fue tan inocente como para ocultarse en los barracones de la guardia o las humildes casas de los aspirantes, aunque habría pensado antes en el bosque que en la aldea. No tuvo ni que molestarse en buscarla: Ethel, más que permanecer oculta, se mostraba como una bengala lanzada a medianoche incluso para el que tuviera atrofiado el sexto sentido. Estaba controlando las mentes de todos los habitantes de Rodorio, así como otros miembros de las castas más bajas del ejército ateniense: amazonas, aspirantes, escuderos y guardias. Ocho santos de bronce se turnaban para mantener siempre protegidas las cuatro entradas del pueblo.
Uno de los guardianes, santo de Unicornio, saltó sobre él nada más verle. Si hubiese reaccionado un segundo más tarde le habría encajado la bota en pleno rostro. No le provocaría ningún daño, salvo despeinarlo, pero destacaría demasiado.
En realidad, más que el ataque o que Ethel pudiera controlar a un santo de bronce también, lo que sorprendía a Gestahl era la máscara de madera que le ocultaba el rostro. ¿Todo aquello podía ser una crítica a esa antigua ley? Él estaba enterado del porqué de la huida de Ethel, por supuesto, pero le resultaba decepcionante que alguien con tanto potencial llegara tan lejos solo por eso.
—¿Quién eres? —increpó el guardián, cuyos ojos brillaban furiosos desde los huecos circulares en la máscara—. La señorita Ethel solo recibirá a la señorita Asha.
Aunque no obtuvo respuesta, el guardián no volvió a atacar, lo que le daba una pista a Gestahl sobre la naturaleza del control que Ethel ejercía sobre el pueblo. Ella no los dominaba, solo había extendido su propia mente a lo largo del área, introduciéndose de forma inconsciente en quienes lo habitaban. En ese momento, él estaba hablando con un santo de bronce, pero al mismo tiempo se estaba dirigiendo a Ethel.
—He venido a hablarte de tu madre —soltó sin dudar. Debía ser directo, pues el líder del Santuario ya debía saber que pronto Ethel dejaría de ser un asunto sin importancia. En cuestión de pocos días, en plena tierra sagrada, había conectado las mentes de cinco mil atenienses, incluyendo a cientos de aspirantes y amazonas, así como a al menos ocho santos de bronce. Y con cada mente que adhería, crecía el vasto poder psíquico que poseía de por sí—. Hipólita de Águila Negra.
El santo de Unicornio frunció el ceño, desconfiado, pero al final hizo un gesto de asentimiento. Ethel deseaba saber más.
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La niña tenía miedo.
Cuando todo empezó, apenas dándose cuenta de que su mente se estiraba más allá del cuerpo, creyó que Akasha vendría pronto a saber qué pasaba. Entendió que nada ocurría porque el Sumo Sacerdote le había ordenado que se quedara en Jamir, así que optó por hacer visible la pequeña rebelión que había iniciado.
Las máscaras, ese era el problema. Akasha había vivido bajo mucha presión, siendo descubierta por Kiki como la primera aspirante a un manto de oro en cinco años. Todos esperaban demasiado de ella, por lo que cada fracaso debía ser más duro que el anterior. Así, cada vez que volvía a intentarlo, trataba de encontrar una forma de ayudar al mundo, de ser tan indispensable como le dijeron que sería. Si no hubiese tenido que ocultar el rostro, sin duda todos esos sentimientos habrían llegado a los demás.
Ahora, agotada por los días de sobreesfuerzos, reconocía que no estaba en sus cinco sentidos cuando decidió formar una nueva orden de guerreros enmascarados. Hombres y mujeres, santos o no, tenían la cara cubierta por un tosco trozo de madera agujereada. Deseaba transmitir a todos lo absurda que era esa ley, ofreciendo la más absurda versión posible que se le ocurrió. ¡Y vaya que lo era! No llegaría muy lejos con eso, ni tampoco pretendía cambiar los designios de Atenea, pero si al menos podía lograr que Akasha viniera, sola, sería capaz de hacerla recapacitar.
Pasó el tiempo y nada cambió. Los santos de plata temían acercarse demasiado y ser controlados; salvo el Sumo Sacerdote, no había santos de oro en la Tierra, solo aspirantes que debían haber vestido el manto sagrado desde hacía años.
Y de repente, cuando Munin, el primero al que sometió, estaba por convencerla de que todo aquello era una locura, sintió una presencia colosal. Era como si toda la humanidad estuviese a punto de invadir el Santuario. Primero temió que se tratase de alguno de los héroes legendarios, de quienes se decía habían enfrentado a los dioses. Luego descubrió que no era más que un hombre trajeado al que no conocía de nada, ni siquiera por referencias. Decía que quería hablar de su madre —que Hipólita de Águila Negra era su madre— por lo que le permitió pasar. Tenía miedo, mucho miedo.
Se reunieron en la plaza. No había ningún guerrero presente, pues Ethel sabía que ni juntando a los cinco mil con los que podía contar le causaría a ese ser el menor daño. Prefería tenerlos vigilando la aldea, por si Lesath conseguía al fin colarse. A los civiles de Rodorio les había impuesto el firme deseo de quedarse en casa. Descansar.
—Hola —saludó, casual, extendiéndole la mano. Ethel no le correspondió el gesto—. ¿Hay algún lugar donde me pueda sentar?
Ethel no respondió, aunque al posarse sobre la fuente del centro, Gestahl Noah se sentó al lado. A la pequeña le sorprendía aquel apuesto hombre: en cuanto a lo que representaba en el plano astral, era un titán, pero actuaba de forma muy tranquila. Afable, cercana, como un amigo en el que se podía confiar.
—Di lo que has venido a decir —pidió la líder de la rebelión, sin mirarle.
Gestahl Noah asintió con comprensión.
—Tus padres se llaman Jaki e Hipólita, puede que hayas oído hablar de ellos, puede que no. Lo importante es que conozco a tu madre, como ya dije. Es una gran mujer. —La sonrisa de Altar Negro, aun para la inocente mente de Ethel, dejó entrever lo que no decía con palabras—. Le queda poco tiempo en este mundo y quiere verte.
—Claro. Ahora mismo voy, solo espera a que deje una nota —espetó, sarcástica. Era la primera vez que se comportaba así, como Kiki. Solo hablar le dolía, pero ya no estaba sola, no podía permitirse llorar y mostrarse débil—. Si eso es todo, te puedes ir.
Otro hombre se habría sorprendido por semejante reacción. La misma Ethel, agotada de dormir tan poco, de estar siempre atenta a lo que ocurría a la vez que descubría límites en lo que podía hacer empleando la mente, no se reconocía. Fuera verdad lo de Hipólita o no, ella jamás se habría negado a visitar a alguien que quisiese verla. Gestahl Noah, quizá percibiendo la inquietud de la pequeña, le pasó la mano por el cabello.
—Quiero mucho a tu madre y tengo la intención de cumplir con lo único que me ha pedido —aseguró, acariciándole el pelo con gesto paternal—. Secuestrar a una niña pequeña no es lo peor que he hecho, pero preferiría resolver todos los problemas que te impiden reunirte con tu madre. Cuéntame.
Lo último pronunciado por el apuesto hombre no era una petición, era una orden. Ethel no se esforzó en resistirse; deseaba hablar más que nada en el mundo.
Conforme Ethel exponía el plan de una amiga muy querida, cuidándose siempre de no dar un nombre, la expresión de Gestahl se iba iluminando. Aquel hombre ni siquiera se molestó en disimular que no condenaba tal proyecto, más bien al contrario.
—Será duro —observó al final—. En el proceso, muchos morirán o enloquecerán, no todos pueden vivir con ese nivel de claridad, empatía y entrega. Sin embargo, con el tiempo el mundo será liderado por quienes sepan hacerlo.
—No te he contado esto para que me convenzas —cortó Ethel, enojada. De un salto se apartó de la fuente, quedándose en el aire. Con ambas manos sobre el pecho, que tanto le dolía, añadió, gritando—: ¡Los sentimientos no deberían manipularse así!
—Si lo que me has contado es cierto, no serán manipulados, solo guiados. Seguirá habiendo peleas entre familiares y amigos. Se romperán parejas, la gente se herirá. Pero cada persona vivirá por sí misma, no como las marionetas de intereses ajenos que son ahora. —Lleno de energía y emoción, apenas se dio cuenta de que se había levantado—. No habrá mendigos en las calles, ni niños muriéndose de hambre, perdiéndose en la adicción o vertiendo sangre en las escuelas. El reino de Atenea.
Vio con el rabillo del ojo que Ethel se estaba tapando los oídos. No mentía al decir que no quería ser convencida. Gestahl, avergonzado, dio un largo suspiro.
—Me he dejado llevar, lo lamento. —La pequeña y hábil psíquica cabeceó, separando los dedos con gran desconfianza—. Esta no es la mejor forma de lograr lo que quieres, ¿sabes? Lo único que hay al final de este camino es muerte.
—Ya sé que no puedo cambiar las leyes de nuestra diosa —murmuró Ethel.
—La Ley de las Máscaras es humana. En el pasado, hubo una mujer de gran belleza, sabiduría y poder, que fue adorada como la diosa a la que servía, Atenea. El daño que causó fue tan grande, que quien la sucedió como Sumo Sacerdote se negó a admitir mujeres en el ejército ateniense. Luego la guerra de las amazonas, hijas de Ares, provocó… —Ethel lo miraba ladeando la cabeza, sin entender nada de lo que decía—. Soy un verdadero desastre. ¡Hablo hasta por los codos!
—Y sabes muchas cosas… —observó Ethel, aún levitando, desconfiada.
—Como líder de los caballeros negros, es mi deber. —Ante el sobresalto de la pequeña aspirante, Gestahl sonrió, complacido—. Hay un lugar para ti y tu amiga entre nosotros, si quieres. Será más efectivo que esta pequeña rebelión.
Enseguida, Ethel movió la cabeza de lado a lado con brusquedad.
—Los caballeros negros son nuestros enemigos.
—Lo eran. Como viles guerreros con no más propósito que satisfacer sus deseos egoístas, a lo máximo que podían aspirar era a morir bajo las luces de las que son sombras. Pero créeme si te digo que a partir de este día se convertirán en fieles siervos de Atenea, como cualquier santo. Las mujeres no necesitarán llevar máscara si no lo desean, todos podrán mostrarse tal cuales son, incluida tu amiga.
Ethel titubeó. ¿Podía ser que aquel hombre supiera de quién estaba hablando? ¿Había traicionado a Akasha, después de todo? No podía ser.
—Tú eres nuestro enemigo.
—Así que tu amiga es una santa —dedujo Gestahl, audaz—. Si fuera una aspirante, no sería tan descabellado tener en mente una alternativa a la derrota y el deshonor. O tal vez es una entre los que siendo aspirantes no tienen que competir por un manto sagrado. ¿Quién podría ser? ¿Leo? ¿Virgo?
—¡Cállate! —ordenó Ethel—. Eres mi enemigo, no te escucharé. Has venido a hacernos daño. ¡Me has mentido!
—Eres tú la que se miente y se hace daño —replicó Gestahl, manteniendo la expresión afable, engañosa—. ¿Cuál crees que ha sido tu mensaje para esa amiga tuya, pequeña? ¿Que la Ley de las Máscaras la ha aislado del mundo? ¿O que condenas el plan que con tanto esmero ideó para salvar a la humanidad de sí misma?
Sin saber qué decir, aplastada por la posibilidad de haber expuesto a Akasha inconscientemente, Ethel volvió a taparse los oídos, renegando.
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En eso, Lesath se había infiltrado en el pueblo con la inestimable ayuda de Munin. Fue complicado hacerlo sin que ninguno de los vigías los viera, pues eran muchos y de sentidos muy agudos; el santo de Orión tuvo que mancharse las manos de sangre en un par de ocasiones, para desagrado de Munin. Sin embargo, al final llegaron a la plaza, donde escucharon parte de la conversación entre Ethel y el misterioso sujeto.
—Ese tipo es muy bueno con los niños —comentó Lesath, pegado a una pared. Al lado, Munin gruñó—. ¿Tienes algo que decir?
—Que te mires al espejo, imbécil. Todo esto es por tu culpa.
—Ya, ya. Me disculparé, te lo prometo.
—Tu cabeza rodando en un charco de sangre se disculpará. Todo esto ha ido demasiado lejos, deberías cortarte la lengua.
—Tiresias tendría que arrancarse los ojos. ¿Lo ha hecho? —Munin guardó silencio—. Ahora, decide si vas a ayudarme o a salir corriendo. No necesito ayuda para salvar a una mocosa. Estos son los puños que derrotaron a Hipólita.
Por muy poco que a Munin le gustara Lesath, reconocía que era el único santo de plata en el Santuario dispuesto a correr un riesgo tan grande para salvar a una niña que apenas conocía. Él ni siquiera estaba allí por ella, sino por el sentimiento de culpa que a él y su hermano les había perseguido desde que Tiresias rompiera la máscara. No creía estar realizando un acto heroico, sino enmendando un error.
—¿Y ese quién es? —preguntó Lesath, ceñudo.
—¿Quién?
Siguiendo el dedo del santo de Orión, el cual estaba manchado con la sangre de un guardia demasiado listo, los ojos de Munin llegaron hasta un estrafalario personaje. Vestía un uniforme militar lleno de partes remendadas, gruesas botas y guantes de cuero. Solo la piel del rostro quedaba al descubierto, revelando una cara sin facciones, ojos, nariz o boca enmarcada por un corto cabello rubio.
—Sea quien sea, el otro le tiene miedo —comentó Munin, fijándose en el sujeto que había estado hablando con Ethel. Desde que vio al recién llegado se quedó estático. Las manos le temblaban y un sudor frío le recorría la frente.
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—Adremmelech —pronunció Gestahl con dificultad—. Tú estabas muerto.
El ser idéntico al primer santo de Capricornio no respondió, alimentando los temores de Altar Negro, en otro tiempo primer santo de Escorpio y padre de la orden ateniense. Había pasado miles de años muriendo y reencarnando sin importar qué lo hubiese matado; había, no obstante, algunos que podían causarle una muerte más dolorosa, como el Rey Demonio liberado en la Antigüedad por una cierta falsa diosa.
—¡Azrael! —exclamó Ethel, risueña, volando hasta donde se hallaba el gólem. Un muñeco de barro avivado por el cosmos que Azrael había abandonado en el monte Lu, un cosmos que fue despertado con el único fin de proteger a Akasha—. ¡Estás aquí! ¡Eso significa que Asha también vino!
Todavía oculto tras la pared de una casa cercana, Lesath frunció el ceño. No comprendía cómo la mocosa podía confundir a tan poderoso ser con el secretario de Akasha. ¡Debía de haber perdido el juicio luego de tantos días controlando a tanta gente! Aunque Munin trató de impedírselo, el santo de Orión fue a la plaza de un salto.
—¿¡Cómo va a ser Azrael, niña!? —exclamó Lesath, llamando la atención de Ethel. Ni Adremmelech ni Gestahl le prestaron atención, pues desde un principio sabían que estaba cerca—. ¡Ese mequetrefe primero se pega un tiro antes que dejar de caminar a la sombra de Akasha! ¡Lo sabes muy bien!
Cuervos blancos empezaron a posarse sobre las casas de los alrededores. Munin, sabiéndose descubierto, se colocó a la diestra del santo de Orión.
—¡No hables mal de Azrael! —exclamó Ethel, enojada—. He visto tu mente. Está podrida. ¡Ni siquiera pudiste ayudar a…!
—¡Cállate de una vez, mocosa! —cortó Lesath, harto de todo aquel desastre—. No hables de lo que no entiendes. Estás tan mal que confundes a eso con Azrael. ¡Fíjate bien! ¡No tiene cara!
Ethel parpadeó varias veces, extrañada. Miró primero a Munin y luego a Gestahl, quienes asintieron, el segundo con algunas dudas. No podía comprenderlos, pues ella sí que veía con claridad el rostro de Azrael.
Entretanto, el misterioso sujeto puso las manos sobre los cortos hombros de Ethel, quien se estremeció. La máscara impidió que los demás notaran que se había ruborizado.
—¡Corre, mocosa! ¡Corre!
Los gritos de advertencia apenas habían salido de la boca del santo de plata cuando este ya corría hacia la pequeña. Tenía los ojos húmedos, el rostro torcido por la desesperación. Atrás, Munin ordenaba a los cuervos blancos que atacasen a los extraños, Adremmelech y Gestahl.
«¿Qué está pasando? —se preguntó Ethel en aquel breve instante, incapaz de procesar lo que ocurría—. ¿Por qué Lesath está llorando? Yo solo quiero ver a Asha. Arreglarlo. No quiero que maten a Asha, Lucy y…»
Los pensamientos de la pequeña rebelde cesaron. Un fogonazo blanco llenó la plaza cuando el ataque de Lesath, dirigido a detener el letal brazo de Adremmelech, terminó alcanzando a Ethel, empujada en el último momento por el gólem.
Ella solo quería proteger a sus amigos. A Asha, Lucy y Azrael.
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El golpe de un santo de plata veterano contra una aspirante sin manto sagrado. El mundo nunca vio nada extraño en que esa fuera la causa de la muerte de Ethel. Ni siquiera Lesath, con sus afamados sentidos, pudo entender que lo que quería evitar con un ataque desesperado ya había ocurrido. Las emociones nublaron su percepción.
Tampoco Ethel fue consciente. Sumida en la confusión, quien había aspirado al manto de Hércules no por la fuerza de sus músculos, sino por la de la mente, no prestó atención a cómo el cosmos del futuro Caballero sin Rostro se introducía en ella.
Un poder entonces desconocido para presentes, que nadie pudo leer. Invisible, empezó a actuar desde el momento en que Adremmelech tocó a Ethel.
La joven rebelde habría sobrevivido al golpe, si tan solo no hubiese muerto antes.
Lesath despertó en una plaza atestada de gente. Aldeanos, guardias, amazonas, escuderos y aspirantes lo miraban con desconcierto y miedo. Ocho santos de bronce abrían paso para alguien al que no pudo distinguir.
En realidad, durante varios minutos el santo de Orión se enfrentó a unos recuerdos fragmentados. Gestahl, confundido como estaba debido a la aparición de Adremmelech, deshizo la técnica de Munin, forma primitiva de los Hijos de Mnemosine que más adelante desarrollaría inspirado por los poderes de Ethel, de forma torpe. Eso le había afectado de algún modo, posiblemente a Munin también. No había ni rastro de él.
Tiempo después, se sabría que Munin desertó en ese momento junto con Adremmelech, quien resultaría ser el santo de Capricornio. Aquel par, unido al misterioso líder de los caballeros negros, se aseguraría de atraer al mayor número de disidentes del Santuario, tanto partícipes forzosos de la Rebelión de Ethel como meros observadores.
Pero en ese momento nadie estaba en posición de pensar sobre aquello. Ni siquiera Lesath. Todo lo ocurrido se le antojaba un mal sueño.
—Sangre… —murmuró el santo de Orión, mirando en todas direcciones. Enseguida dio con lo que tanto temía: un cuerpo tendido a los pies de la fuente—. ¡No es de ella! —juró, sin saber a quién se dirigía—. Tuve que matar a… Y entonces…
Calló de forma súbita al ver para quién abrían paso los mismos santos de bronce a los que Ethel controló. Se trataba de Akasha, aspirante a Virgo. Avanzaba a paso lento, temblando desde los pies a la cabeza. Estaba sola.
—¿Y Azrael? —cuestionó Lesath sin saber bien por qué. Akasha no le hizo caso. Lo ignoró como ignoraba a cualquier otra persona.
Al llegar hasta la fuente, se quedó mirando a Ethel, cuyo rostro descubierto había sido mojado por el agua que se había derramado. Tenía un corte en el pecho, aunque ya no sangraba. El suelo estaba manchado de un rojo escarlata.
La mente de Lesath era un caos. ¿Qué había ocurrido? No lo comprendía. Pero cuando un recuerdo apareció con cristalina claridad, decidió que ahí estaba la respuesta.
—Tenía que pasar —dijo al fin, entendiendo que Akasha debía ser consciente de lo que Ethel sabía—. Era inevitable.
Por un rato, Akasha no dijo nada. Lesath estaba por retirarse cuando se sintió abrumado por un poder inmenso. No le costó mucho saber de dónde provenía.
Del rostro enmascarado surgió un grito desgarrador. Años guardando para sí el sufrimiento del pasado estallaron sin control, y Akasha no pudo ni tan siquiera imaginar palabras para transmitir aquel sentimiento. Gritó, bramó como una bestia de oro que atemorizó a cuantos veían la trágica escena, enmudecidos.
Cayó al suelo, de rodillas, a la vez que Lesath caía. Las piernas del santo de Orión se mancharon de sangre; las de Akasha, de agua ensangrentada, mientras se arrastraba dolida hasta poder levantar el cuerpecillo sin vida.
No llegó a oír las lamentaciones de Tiresias, así como tampoco le importó que aquel hombre se cegara a sí mismo. Nada le importaban él o Lesath.
Solo Ethel.
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La mayoría de los involucrados en la Rebelión de Ethel se fueron alejando conforme pasaron los minutos, aliviados de que Akasha, de cosmos dorado, no los acusara. Los santos de bronce se apresuraron a trasladar a los mutilados Lesath y Tiresias para que los tratasen cuanto antes.
Hugin aprovechó ese momento para acercarse a la aspirante a Virgo.
—Señorita —saludó, esforzándose por no titubear. Akasha seguía sentada, acariciando el rostro de Ethel. Por lo demás, parecía una muerta en vida. No le prestaba atención a nadie—. Fui yo quien le mandó la carta. A lo mejor no me recuerda. Me llamo Hugin.
Algunos de los que se quedaron en la plaza, los que habían conocido a aquella muchacha siendo solo una niña, le instaron con gestos y susurros que escogiera otro momento para hablarle. Aquel, a todas luces, no lo era. Pero Hugin también tenía algo de lo que preocuparse, más bien, alguien.
—Dicen que un santo de oro va a venir aquí. Sneyder de Acuario. Verá, señorita, lo que ha ocurrido aquí fue obra de Ethel, todos los demás eran marionetas. Esto es la rebelión de una sola persona, debe creerme —pidió, lleno de temor—. Como prueba está mi carta. Yo le avisé de que viniera porque mi hermano me lo pidió. Mi hermano gemelo, Munin, estuvo en Rodorio todo este tiempo. Trató de evitarlo.
Al ver que Akasha no le hacía caso, desoyó los consejos de los demás y la agarró de los hombros, zarandeándola. Ni así logró que se separara de Ethel.
—¡Escúcheme! —exigió, con los ojos encendidos—. Tengo que encontrar a mi hermano antes de que Sneyder llegue aquí. Es una buena persona, no merece morir como un criminal. ¡Ayude a los vivos y deje en paz a los muertos!
—¿Qué me importa tu hermano?
La voz que salió de la boca de la muchacha sorprendió a todos los que pudieron escucharla. Tan gélida, tan cruel, no tenía nada que ver con la Akasha que habían conocido. Hugin se apartó, estupefacto.
—¿Qué me importas tú? ¿Dónde estabas tú cuando Ethel necesitaba tu ayuda? —Hugin balbuceó una respuesta, pero Akasha no le dejó terminar—: Lárgate de mi vista.
Así lo hizo el hermano de Munin, así lo hicieron todos los presentes. Pero mientras que el resto solo quería dar a la otrora niña de Rodorio un poco de paz, Hugin se alejó de aquella plaza con una oscura enseñanza anidando en su corazón.
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—Señorita —saludó Azrael poco después, caminando hacia Akasha—. Siento la tardanza, estuve hablando con las gentes del pueblo, como me pidió.
—Está muerta —murmuró Akasha, como si acabara de darse cuenta. Azrael, sin decir una palabra y cerrando los ojos, se sentó a su lado. Pronto la aspirante a Virgo se deshizo de la fría máscara, posándola en las manos de su fiel asistente—. Está muerta por mi culpa. Tenía miedo de que hubiese revelado lo que me proponía, miedo de que no me aceptara y se convirtiese en mi enemiga. Te lo dije tantas veces en Jamir. Y cuando veníamos aquí… ¿Por qué fui tan cobarde?
—Es normal sentir miedo, señorita. Pero lo que importa no es lo que pensamos, sino lo que hacemos. En el último momento, usted quería salvar a Ethel. Eso es lo que habría hecho, porque es una buena persona. Le importaba Ethel, no el plan.
Eso fue todo lo que Azrael podía decirle, pues no deseaba mentir. Asegurar que todo habría ocurrido igual si hubiesen salido de Jamir desde el principio, desoyendo las órdenes del Sumo Sacerdote, no solo sería una vil mentira, sino que además no la ayudaría. Todos habían actuado como lo que eran, seres humanos, falibles.
—Somos animales, Azrael —dijo Akasha, pasando la mano sobre el rostro de Ethel por última vez—. Tenemos que cambiar eso.
—Sí.
—Crearé un mundo en el que algo como esto no vuelva a ocurrir, no me importa si otros lo aprueban o desaprueban. No esperaré de nadie la amistad o la aceptación, estoy dispuesta a ser condenada si con eso cambio el mundo en el que Ethel reencarnará.
—Puede contar conmigo —aseguró Azrael—. Ahora y siempre.
—Lo sé.
Akasha se levantó, cargando en brazos el cuerpecillo de Ethel. Tenía la intención de darle un entierro digno antes de que el ejecutor del Santuario llegase.
—Sneyder de Acuario —comentó Azrael mientras le devolvía la máscara—. Es un terrible adversario, sobre todo si viene con un manto zodiacal.
—Le detendré.
—¿Eso no sería enfrentarse al Santuario, señorita?
—Si proteger a mis compañeros significa enfrentarme al Santuario, entonces lo haré. No puedo hablar de un nuevo mundo si no estoy dispuesta a defender el viejo.
Azrael tenía algunas dudas al respecto. Objetivamente, convertirse en Suma Sacerdotisa era esencial para que el plan pudiera llevarse a cabo. Convertirse en una rebelde no ayudaría en nada, más bien al contrario. Sin embargo, no dijo nada más.
Porque a él, más allá de cualquier plan o la misma humanidad, le importaba la chica que hacía tan poco sollozaba inconsolable. Y ahora miraba de nuevo hacia el horizonte.
—Míranos, Ethel —dijo Akasha, empezando a andar. Azrael, como una sombra, la siguió sin el menor asomo de duda—. Obsérvanos desde el cielo y regresa con nosotros. Acompáñanos hacia un nuevo mundo.
Notas del autor:
Ulti_SG. Así es un poco el día a día, una suma interminable de situaciones que sucedieron porque otras no se dieron. Ser Suma Sacerdotisa es una carga pesada, por ejemplo, aunque eso no excusa las tonterías del Papa de Next Dimension.
Shaula y Akasha entendiendo cada una cosa distinta, un clásico desde el tercer arco.
Será la santa de oro más débil de su generación, pero también es lista como pocos. No solo por hacer su primer movimiento, sino también por sacar a tiempo la carta Azrael, como dices. ¡Así inicia una de las tres Batallas de Mil Días!
Fue un método poco ortodoxo para hacer que aparte de santos de oro de otras realidades, también Sneyder decidiera confiar en Akasha. ¡Gracias a Leteo por su incuestionable aporte! Y a Atlas, claro, que le paso los apuntes a Sneyder ya que no pudo ir a clase. Sí, Sneyder no es de largos debates morales, tiene una forma de ver el mundo y actúa en base a ella. Es por eso que, una vez más, Azrael puede actuar como un santo de oro. ¡Comienza la segunda Batalla de los Mil Días! Con la venganza de Azrael por aquel puñetazo a Akasha en el segundo arco, hace más de cien capítulos.
Arthur esperando el momento justo para actuar, otro clásico de la historia. Me vino bien que fuera el santo de Libra, porque con eso de que solo él puede autorizar el uso de las armas de Libra siempre he sentido que en un Santuario completo, incluso si no es el Papa, tiene una autoridad especial. Como un seguro para esos casos donde el Sumo Sacerdote está loco, o lo poseyó un mono, o solo es especial. Como dije al inicio de esta respuesta, muchos condicionantes para que las cosas pasaran como pasaron, algunos quizá se pudieron evitar, otros yo creo que no. Akasha es quien es desde hace mucho, no sacrificaría a ningún santo de Atenea para salvar el pellejo. Por otro lado, dado el rechazo que le produce el Ocaso de los Dioses, Arthur no puede permitir que la sola posibilidad de que un plan así se ejecute exista. Con todo, la tercera Batalla de los Mil Días (¿Quién me iba a decir a mí que podía meter tres batallas de esas en un solo capítulo y que quedara bien?) no inicia hasta que un nombre sale a la palestra. Ethel. ¿Será posible que Akasha sea la responsable de su muerte?
Oh, sí, desde hace mucho que lo tengo por un maldito capaz de hacer un verdadero desastre desde las sombras, pero es en esta historia cuando lo puedo demostrar.
Ojo, gran capítulo, no solo bueno. ¡Ojo a la diferencia!
Algo tiene Sneyder con los santos de Capricornio. Siempre pelea con ellos. Me alegra que lo hubieses esperado tanto, y más aún que cumpliera tus expectativas, pero como dices, mientras estos se lanzan a resolver su feudo, vamos con Arthur y Akasha.
Sí, no hay duda de que Arthur es un monstruo desde que lo presenté. Tiene la fuerza, la habilidad y la inteligencia para ello. En lo personal me gusta más que los santos de oro sean iguales entre sí, como se supone que deberían, pero por un lado, no pude resistirme al tropo, y por otro, tener que manejar a guerreros sagrados de distintos rangos hace que no me pese más de la cuenta una diferencia de poder entre unos santos de oro y otros para que cada cual tenga su rol. Y digo eso porque así lo siento, pero vaya que tu forma de describirlo resume bien la diferencia entre estos dos contendientes. Suficiente como para que sea necesario pensar en la técnica más prohibitiva y por tanto más usada, ¡la Exclamación de Atenea! Se ve que Akasha heredó la tenacidad de uno de sus siete maestros, el bueno de Seiya de Pegaso. Otra mención más a Ethel. ¿Será que por fin, después de tanto, sabremos qué sucedió en la Rebelión de Ethel?
Sneyder en general es de pocas palabras y no hay un Makoto salvaje por ahí que saque de Azrael su lado más cómico. ¡Muy agradecido por ambas cosas! Debe ser gracias a eso que la batalla pudo ser tan corta e intensa.
Láser, si me toca, me quema. = Sneyder, si me corta, me mata. Pero los poderes de Azrael también son de temer, harían una dupla peligrosa esos dos.
Usar un cuerpo humano para ocultar una estocada, todo un clásico del Anime/Manga. Así como en el Shishio VS Kenshin, solo que entonces fue Yumi, claro. No puedo asegurar la razón exacta, pero aventuro que Azrael le dio el manto de oro al gólem que lo iba a rescatar en vez de a sí mismo, que estaba en apuros. Y así la racha de buenas respuestas para la pregunta atómica del Pacificador se interrumpe. ¡Mal, Azrael!
Sí, sentir que tus propias convicciones pueden torcerse por los poderes de Lucile hace que sea difícil creer las buenas intenciones del plan. Sneyder sería tremendo Capa Blanca si hubiese nacido en el mundo de la Rueda del Tiempo.
Los santos no mueren, por tanto, está bien enterrarlos bajo una montaña. Total, lo hicieron con el Son Goku original y no pasó nada malo.
Alergias conocidas de Sneyder: gente nacida bajo el signo de Capricornio.
Segunda Batalla de los Mil Días concluida. Resultado: Ganó Azrael.
Ojo, este no es buen capítulo, ni un gran capítulo, sino uno genial. ¡Ojo!
Creo que el review del capítulo 158 es el más largo hasta ahora, y no te mentiré, me alegro mucho de que sea justo el de uno tan significativo. Solo que… el título… ¡Diablos señorita! Esos dedos se movieron rápido.
Las Agujas Escarlata logrando una victoria que no es decisiva, otro clásico de Saint Seiya. Parece que la guerra de magias de estado la ganó, temporalmente, Lucile. Temporalmente porque Shaula tiene su veneno a prueba de hospitales y magia blanca. ¿Un dios rescatando a Lucile? *Fuerza la voz para parecerse a Pascu y Rodri cuando eran algo más que buenas animaciones.* La ninfa pelirroja que te envenenó… ¡Es Zeus!
Primera Batalla de los Mil Días concluida. Resultado: Ganó Lucile.
Cuando uno es tan superior a su oponente, se esperaría que solo le gane y ya, pero Arthur va con todo, golpeando donde más duele. La batalla no se resolvió antes de que Azrael, como buen asistente, viniera en su ayuda, pero seamos serios…
Tercera Batalla de los Mil días concluida. Resultado: Ganó Arthur.
El equipo Akasha lleva ventaja. 2 victorias de 3. Pero esa ventaja no importa, porque Arthur es un monstruo por sí solo, con, o sin ayuda de Shaula y Sneyder.
Es algo chocante, los dos grupos guerreando con todo, y Akasha anteponiendo su deseo de proteger a cualquier alineamiento. Pero ella es así, del mismo modo que Lucile es como es. Tal cual dices, lo que la Bruja le hizo a Shaula es clave para reavivar la determinación de Arthur contra la santa de oro. Es la cara mala de lo que hace, que si bien es la que suele mostrar, destaca ahora en el contexto de un plan mundial. Todo está servido para un regreso a las hostilidades y la tan temida ejecución de la Exclamación de Atenea, pero entonces la Suma Sacerdotisa pone orden, porque desde Lost Canvas que sabemos que de verdad ese es el papel de quienes ocupan el trono papal. No solo anula los ataques de los dos grupos, sino que ordena a la ordenadora. ¡Bien hecho!
Ante esas circunstancias, Arthur no puede sino empezara cuestionarse qué está haciendo. Y en parte ese es el problema de todo esto, que duda, pero no toma una decisión tajante y acaba ejerciendo un papel de mero observador de la tragedia.
Porque Sneyder dejó en claro que a él, o lo matabas, o te mataba. Cargó a por todo lo que se le interpuso entre él y Akasha, Lucile, Shaula y Azrael. Quizá habría cambiado de parecer si hubiese escuchado todo lo que pasó, quizá no, pero hay que quedarse con lo ocurrido. Lucile perdiendo el control, Shaula liberada, Akasha herida de gravedad y Sneyder envenenado, uniéndose por tanto al grupo de personajes que no tiene un elevado índice de supervivencia, precisamente. Solo una vez logró su cometido, el Pacificador, terror de los rebeldes del Santuario, se permitió caer. Me gustó escribir esta escena porque es de esas veces en las que, pienso, puedo transmitir que todo pasa muy de prisa. Sí que uso mucho del estilo Quicksilver donde el entorno se queda quieto mientras el personaje rápido lo goza, pero eso es un truco, aquí no es solo que los personajes sean rápidos frente a los que lo ven, sino que las propias acciones pasan a tanta velocidad que nadie habría podido reaccionar de otro modo, salvo quizá Arthur.
Shaula abandonó el Equipo Arthur por la indecisión del líder, pero Akasha y Azrael se han ido y Lucile no está operativa por el momento. ¿Qué irá a ocurrir?
Fue escrito con toda intención de que se leyera así.
Me temo que sí, esto último no habría ocurrido si Azrael mataba a Sneyder, pero…
Como dije cuando lo publiqué, es por estos capítulos, y en especial este, que empecé a escribir esta historia. Es el centro a partir de la cual nació su inicio, que ya habéis leído, y su final, que aún os queda por leer. Significa mucho para mí que te haya impactado tanto desde que lo leíste en el borrador original.
De verdad merece el título de Tejedora de Planes si pudo planear lo de Makoto y Azrael, porque ni yo mismo lo planeé. ¡Salió solo!
Parece ser que sí, Azrael ya ha visto la cara de Akasha. ¿Cuándo? Creo que por el momento no he dicho nada al respecto, así que calma. Dolor de cabeza, dolor de cabeza… Se ve que al gólem le están dando una buena paliza.
Cuando menos, entre tantas cosas inesperadas que planeó e hizo, no está la muerte de Ethel, cuya historia podrán conocer a partir de este mismo día. Ya ves, como Suma Sacerdotisa tiene el mismo sentido de responsabilidad, si no más, que cuando era solo la santa de Virgo. Si cometió alguna falta, está dispuesta a pagar con ella, y según sus propias deducciones, incluso pensaba de ese modo cuando tenía todos sus recuerdos. La Tejedora de Planes preveía incluso si posible condena.
Ah, la famosa daga, tan mítica en diversas obras de la franquicia. La pieza clave de esta obra, que por desgracia no es de attrezzo, ¿verdad, Fobos?
Como dije arriba, Azrael matando a Sneyder habría podido evitar que este hiriera a Akasha. Akasha yéndose con Azrael habría podido evitar un nuevo encuentro con Arthur y el posterior enjuiciamiento. Pero incluso en esas circunstancias, lo que se había puesto en marcha, la razón de los dolores de cabeza de Azrael, el Satán Imperial, habría llevado a este resultado. Por eso es un movimiento tan previsor e implacable, y por eso este segundo título del capítulo, tan gráfico. Considerando incluso la posibilidad de que lo hubiesen derrotado, creó una ruta infalible para neutralizar el Ocaso de los Dioses.
Me resultaba difícil imaginar cómo reaccionaría Azrael a eso y en ello quedó. Para él, sencillamente no hay peor experiencia. No pudo soportarlo.
Soy el primer sorprendido, porque los eventos de Marte apenas requirieron revisión desde el ya lejano borrador. Imaginé esta escena hace muchos años y pude llevarla a cabo como quería, muy a pesar de que Akasha y Azrael eran tus favoritas. ¡No podía dar un paso atrás! Era así como tenía que ser. Como sabes, no siempre acepto los finales tristes (todavía espero una ruta alternativa para Witch´s House. Sentado, eso sí.), pero sí he experimentado lo que es ver un final triste y sentir que, si no hubiese sido así, la historia no habría funcionado igual. Con ello quiero decir que entiendo lo que dices y de verdad agradezco haber podido transmitir esta sensación.
Estupendo y tristísimo, señores, el capítulo más laureado por esta lectora.
¡DIABLOS SEÑORITA!
(Doy fe de que leía «Tu hija» y no sabía a qué hija te referías. Pobre Rin.).
