Capítulo 159. La Máquina de Rodas
Para el último Señor del Invierno, pensamiento y acto se habían vuelto lo mismo desde el momento en que pisó aquel extraño mundo. Ni siquiera llegó a parpadear frente al ataque inesperado de un sinfín de enemigos, los cuales cargaron contra una barrera de pura energía azul, devoradora de todo calor en el exterior. Fue consciente, hasta cierto punto, de que las criaturas humanoides que chocaban suicidas contra el escudo, más veloces que el rayo, eran hombres en verdad, la encarnación del recuerdo de los primeros santos de Atenea. Olvidados por la Historia, recordados por Leteo.
«Ahora la legión de Leteo sirve a Damon —reflexionó Alexer, indemne tras la barrera circular frente a la que una docena de fantasmas se tornaban en estatuas de cristal quebradizo. Dirigió la vista más allá, donde incontables máscaras flotaban entre un sinnúmero de colosos de roca y gigantes de metal armados con gruesos espadones, los Mu y su ejército de autómatas—. Es como en la campaña del Pacífico, pero yo estoy solo —pensó solo el tiempo que tardó en dar la vuelta y observar a sus aliados.»
La portentosa barrera que desviaba por igual golpes de fuerza sobrehumana, ataques psíquicos masivos y técnicas que replicaban y hasta superaban la furia de la naturaleza, no solo mantenía a salvo al rey de Bluegrad. Detrás de Alexer se hallaba, con no más guardaespaldas que el mago Oribarkon, Julian Solo, tan sereno como si no corrieran peligro alguno. El Señor del Invierno, por supuesto, intuía que el empresario griego guardaba un as bajo la manga, pero mientras no lo revelase, era solo un hombre bendecido por el dios que un día lo usó de recipiente, más difícil de herir que el resto de mortales, pero no un guerrero. En Alexer recaía la tarea de llevarlo hasta Damon.
—¿Permanecerás a la defensiva, como tus ancestros? —preguntaba Julian Solo sin palabras, con esa mirada llena de seguridad y decisión.
Alexer no tuvo que pensar a quien se refería el griego, pues al igual que todos los guerreros azules, los cosmos de los hermanos exiliados por los teócratas cientos de años atrás ardían en sus entrañas, llenándolo de un poder ilimitado. Uno fue al Oeste y acabó gobernando el Reino de Midgard, otro fue al Este y levantó una fortaleza para defenderse de males reales e imaginarios. Señores de Invierno como García, Piotr y, por supuesto, el propio Alexer, descendían de ese monarca, pero el ahora rey de Bluegrad era distinto. Dejó de prestar atención a Julian Solo y se fijó en Oribarkon.
—Hubo generaciones de santos de Atenea que dominaban el Séptimo Sentido —aseveró el mago, desconfiado de los débiles intentos de los fantasmas de Leteo. Ahora, después de que cientos de ataques de hipersónicos y otros tantos que por mil veces excedían la velocidad del sonido fracasaran, las montañas andantes creadas por los Mu arrojaban rocas. Oh, rocas muy grandes, y lanzadas con tal brío que ardían como genuinos meteoritos, pero rocas al fin, que ni tan siquiera hacían vibrar la azulada barrera de Alexer—. En el frente del Pacífico no aparecieron, porque el mundo de los vivos tiene reglas que el reino de los muertos debe obedecer.
—No puede haber más de doce hombres con ese poder, en un mismo ejército —observó Julian Solo, a sabiendas de la paradoja que eran los cinco héroes legendarios a ese respecto. ¿El mundo los consideraba parte de los siervos del Hijo, aun si a buen seguro eran fieles a Atenea? Era una buena pregunta, aunque quienes podían responderla estaban todavía muy lejos—. No obstante, este mundo no es el nuestro.
Oribarkon asintió en gesto aprobador.
—Estamos dentro de un recuerdo, contenido en una gota del río Leteo. Debemos prepararnos para lo inesperado, señor Julian. Rey Alexer.
Las últimas palabras del mago, añadidas segundos después del resto, sobresaltaron al Señor del Invierno, si bien este no permitió que nadie se diera cuenta. Hasta ahora había asumido que el telquín de azulada piel y numerosas artes podría aportar algo en la batalla, incluso si no podía comparársele a Damon, el más poderoso de su raza. Pero en los ojos de Oribarkon podía leer que no era así. No había traído las escamas de Poseidón, a las cuales insufló vida durante la Batalla del Pacífico, siendo estas determinantes para que las tropas destinadas al continente Mu no fueran arrasadas. No contaba con la ayuda del Gran General Sorrento, ni de ningún marino. Entonces, ¿por qué estaba allí? ¿Qué iba a aportar en esa empresa?
—Guía —susurró Alexer, hallando la respuesta de repente.
Una vez más, Oribarkon asintió, y el rey de Bluegrad se puso en marcha. Cerró los ojos, abandonando los sentidos convencionales para percibir cuanto se hallaba más allá de la barrera. Pronto fue consciente de que lo rodeaba una extensión de tierra sin límite, como la primordial Pangea o el mundo plano que concebían los antiguos, y que cada palmo de ese terreno estaba atestado de fantasmas, autómatas, eidolon y otros seres extraños. Por un momento, Alexer tuvo el presentimiento de que no lidiaba con los restos de la Batalla del Pacífico, rescatada por Damon después de que Leteo fuera sellado, sino también con quienes cayeron en combate. Fue entonces que comprendió que estaba siendo engañado por una muy elaborada ilusión.
El poder del Trono de Hielo le permitía hacer cualquier cosa, o así lo sentía. Hasta torcer el espacio-tiempo era cuestión de pensarlo, nada más. Por ello, no se molestó en destruir la ilusión por la fuerza bruta, sino que tan solo deseó que la realidad se mostrara tal cual era. Acto seguido se manifestaron infinidad de barreras de apariencia cristalina, tan propia de las técnicas de los Mu, como ventanas que hubiesen estado jugando con la luz del ambiente para crear un espejismo, aunque por supuesto este era de mucha mayor calidad. No se trataba de una ilusión óptica, pues no eran luces los que esos cristales reflejaban, sino pensamientos, ideas, deseos y temores. Al pretender su destrucción, Alexer fue confrontado por sus propias dudas durante un segundo eterno, pero no cedió. Los Muros de Cristal se fragmentaron en mil pedazos y la Máquina de Rodas se reveló.
—¡Por todos los dioses! —exclamó Alexer.
—Y solo necesitó revivir a uno para lograr esto —murmuró Oribarkon. La mirada que dedicaba a Julian Solo era de vergüenza, aunque aquel no le prestaba atención.
¿Cómo podría hacerlo? En los ojos del griego se reflejaba el mismo espectáculo que por momentos dejaba paralizado al rey de Bluegrad: una vorágine de pura energía, destellando imágenes y sonidos como un remolino de recuerdos. La Batalla del Pacífico era la parte más cercana a donde se hallaban los tres, allí los fantasmas trataban de derribar la barrera, pero estos eran solo una parte del ejército de Damon, la legión de la memoria. Más allá giraban el fuego de Flegetonte y el hielo de Cocito, y atrás, los vapores malévolos del Aqueronte cortaban toda salida. En ellos pudieron hallar retazos de la Toma de Heinstein, la Batalla por la Torre de los Espectros y las luchas en el frente norteño, entrelazadas por escenas de las que solo los marinos tenían noticia por suceder a lo largo de los océanos durante la guerra, y otras que habían sucedido después de que el conflicto entre vivos y muertos terminase. Garland de Tauro defendiendo en solitario Naraka, ángeles alistándose para causar un gran perjuicio al Santuario y el mundo, Makoto de Mosca dando muerte a Jäger de Aqueronte, el auténtico santo de Capricornio… ¡Todo cuanto había sucedido los últimos días estaba concentrado allí! ¡En verdad se hallaban en una réplica del mundo, un recuerdo de la Tierra!
—Esta Máquina de Rodas convierte los deseos en realidad, aprovechándose de los sueños y esperanzas de los héroes —explicó Oribarkon, asumiendo que Alexer necesitaba una explicación—. ¿Imaginas cuál es el deseo del Portador de la Memoria, no? Crear un nuevo mundo donde la única ley sea la magia.
—¿No era ese un término demasiado simplista para las nueve artes? —cuestionó, perspicaz, Julian Solo, sin apartar la vista de un punto lejano en el horizonte. Entre escombros flotantes del Santuario desgarrado por Titania de Urano, el líder de Hybris y la Suma Sacerdotisa demostraban, una vez más, lo distantes que eran sus visiones del mundo—. La violencia no acabará con la violencia. El plan de esa muchacha, empero, podría tener éxito, si me ocupo de resolver los problemas de fuera. ¡Alexer!
Llamó al monarca con voz de mando, pero no fue necesario. Este ya comprendía que para alcanzar a Damon tendría que salir de la barrera, adentrarse en un caos en el que sus poderes no servirían del todo sin la guía del telquín. Para eso estaba Oribarkon ahí. Resuelto ese dilema, alzó el puño cerrado, lleno de cosmos.
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La barrera se abrió como una flor de loto, pero ninguno de los treinta fantasmas que estaban a sus pies llegó siquiera a parpadear, mucho menos ejecutar ataque alguno. El cosmos de Alexer se liberó como una ola de poder, congelándolos a todos, tornándolos en lanzas humanas de doble punta, muy afilada, que enseguida se proyectaron sobre las máscaras de sus creadores. Cien Mu cayeron entre los escombros de miles de autómatas de roca, atravesados por esquirlas de cristal a la velocidad de la luz y vientos de una tempestad todavía más terrible que la que trajo la ruina a Bluegrad, en 1812.
Ningún hombre podría vivir en el corazón de tal catástrofe. Alexer podía proteger al mago y al empresario de un proyectil perdido, contraataques enemigos y de los vientos que arrasaban todo y a todos, pero la temperatura era como poco inferior a los cero grados por varias decenas. Por fortuna, la combinación entre la magia de Oribarkon, experto en la transmutación de la materia, y las bendiciones que Poseidón otorgaba a todo miembro de la familia Solo, mantenían a Julian en calor. Una vez se cercioró de esto, pasando por la impresión de ver al antiguo recipiente del dios de los mares tiritar, pudo concentrarse del todo en la ofensiva, tal y como era su deseo.
Imaginó manos de gigante allá donde percibía que los fantasmas alistaban sus ataques. Se formaron en la lejanía, tras los furibundos vientos, brillando con tal intensidad que era sencillo adivinar la silueta de la más lejana. Una tras otra, las manos barrieron con enemigos de toda clase, los cuales se cristalizaban al mero contacto tal y como había sucedido con la barrera. Después, para lidiar con los que eran lo bastante rápidos —o hábiles, en el caso de los Mu, diestros en toda forma de desplazamiento sobrenatural— para esquivar el manotazo, Alexer formaba entre los dedos colosales una versión quizá excesiva del Impulso Azul, técnica insigne de los Señores del Invierno. Con el ojo de la mente pudo ver hasta doce esferas de pura energía, latiendo durante un segundo con el mismo ritmo que lo hacen los corazones humanos, para después estallar y arrasarlo todo a kilómetros de distancia. Con los dos ojos que había tenido desde su nacimiento también podía ver el fenómeno, pero desde esa posición mortal, se le antojaban estrellas naciendo y muriendo por el capricho de un simple humano.
—¿Estás listo para correr, Julian Solo? —preguntó Alexer, encumbrado por el orgullo. Ni siquiera miró al empresario, lo que enojó al mago.
—Tranquilízate, Oribarkon —dijo el interpelado, deshaciéndose de la chaqueta y arremangándose la camisa. El tiempo para la solemnidad había pasado. No tenían tiempo para formalidades—. Pero tengo mis límites, Alexer, ya no soy un dios.
Tampoco él lo era, por eso Alexer se limitó a asentir, y avanzar. Por cada paso que daba, la plataforma sobre la que andaba se iba transformando en una escalera que él, Julian y Oribarkon debían subir a través de una tormenta viva.
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Aquel ascenso era duro. Julian Solo corría tanto como lo era posible, manteniendo el calor ahora que Oribarkon tomaba la delantera. El mago señalaba con el bastón el punto al que el empresario debía dirigirse, primero siempre hacia arriba, después abajo hasta que sintieron haber deshecho todo el camino. Atrás, enfrente, izquierda, derecha… Era un desastre. Recorrían un laberinto que iban construyendo con sus pasos, siempre con ese tono azulado que tenía la energía compacta de Alexer, moldeada según su imaginación e instinto. Todo ello a la vez que detenía, bloqueaba y destruía a incontables enemigos capaces de aparecer desde cualquier parte, pues además del hecho de que el remolino de recuerdos rodeaba todo, para los Mu teletransportar la materia y crear portales por los que pudieran pasar sus soldados era tan sencillo como lo es para el hombre común respirar. Alexer luchaba, frenético, contra todas las fuerzas del renacido continente Mu, sin pensar más de lo necesario en cuanto se creaba bajo sus pies.
Así, las barreras que se interpusieron frente a incontables imágenes de la guerra, entre las cuales se formaban Abominaciones de toda clase, acabaron siendo edificios. Las escaleras fueron tornándose en rampas y plazoletas hasta adquirir la apariencia de calles, entre las que andaban los infatigables fantasmas de Leteo. Pasó mucho tiempo, quizá demasiado, antes de que los tres se dieran cuenta de que el laberinto que Alexer estaba creando era nada más y nada menos que una exacta representación de la Bluegrad de siglos atrás. La misma, por descontado, incluía el castillo de los Señores del Invierno, con armas de artillería descargando proyectiles de cosmos gélido contra un caballero de oscura armadura montado en un corcel del mismo color, un eidolon.
Alexer descargó sobre la criatura el Impulso Azul, para luego dirigir la mirada hacia las montañas andantes que rodeaban la ciudad hecha de cosmos. Entonces, mientras aplastaba a ese grupo enemigo, alejaba de su mente los susurros de los Mu instándolo a suicidarse y la muralla más alejada de la urbe caía por un golpe de un autómata de metal —gólem de plata, supo enseguida—, dio un paso atrás, impulsado por una portentosa explosión que llenó los cielos. ¡La lanza del eidolon ya había sido arrojada cuando él atacó, a la velocidad de la luz! No pudo caer en la cuenta en el acto, pues de inmediato se centró en interponer los brazos para proteger a Julian y Oribarkon, pero al final fue claro: considerando la distancia y semejanza de velocidad, no tendría que haber podido matar a tiempo a la criatura, la lanza tendría que haber llegado a ellos antes, y sin embargo, chocó contra el Impulso Azul, generando el estallido.
—Ya no hay límites —anunció Alexer, humeante por el calor. Quienquiera que fuese el Mu que creó al eidolon, debía haberlo armado con las llamas de una estrella lejana—. Ni siquiera la luz. Octavo Sentido.
Solo así podía dominar todo el poder del Trono de Hielo. En verdad había despertado a la última conciencia, algo para lo que no se había preparado lo suficiente. Podía verlo en el hecho de que los Mu ya no le hablaban, sino que dedicaban sus esfuerzos a domesticar la tormenta tal y como hiciera aquel molesto mago tiempo atrás, durante el intento de unos santos de Atenea por robar el ánfora. Muchos autómatas habían caído, pero la mayor parte de los fantasmas que importaban seguían allí, saltando entre los edificios de la ciudad energética con tanta velocidad que no llegaban a ser congelados. De momento, todos ellos eran para él insectos en ámbar, pero, en grupo, aquellos insectos habían combatido a todo un ejército. No debía subestimarlos. No debía.
La respiración de Julian Solo no era más agitada que la de cualquier hombre adulto que llevara un tiempo corriendo sin permitirse un descanso. Para el caso, Oribarkon lucía más agotado, quizá su magia los había ayudado de algún modo que escapaba a la comprensión de Alexer. Este deseaba preguntarle, pero primero necesitaba garantizarles un descanso. Tenía la fortaleza, era el momento de agenciarse un ejército.
«¿Será posible? —se cuestionó por una fracción de segundo—. Sí, esta es la máquina que convierte los deseos en realidad, después de todo.»
Apretó el puño tal y como hizo para invocar la tormenta, pero no se molestó en revivirla, si bien se le antojó que allá donde se representaban los eventos de la Toma de Heinstein, las llamas del Flegetonte temblaban de frío. Los vientos soplaron, fríos, desde donde estaba el rey de Bluegrad hasta diversos puntos de la ciudad.
Por cada parte derrumbada de los muros, surgió un grupo de guerreros azules tan numeroso como el que luchó contra el Portador del Dolor, Jäger, durante la guerra entre los vivos y los muertos. Como extensiones de la urbe cósmica, frenaron con tesón el avance de cada gólem y cada autómata, ora trayéndoles el frío glacial, ora con puños capaces de hacer estremecer las montañas. Otros miles, más de los que Alexer se atrevía a contar, cazaban a todos los enemigos que se colaron en la ciudad, librándose por toda ella intensos combates. Ningún fantasma de la legión de Leteo pudo avanzar un solo palmo más, por lo que el último Señor del Invierno consideró provechosa la pérdida de la mitad de sus fuerzas para manifestar a aquel ejército de leyenda.
Hasta el último soldado de Bluegrad se hallaba defendiendo aquella representación de la ciudad en la que nacieron. Solo se exceptuaban los Señores del Invierno, inseparables de su último heredero, y Bor, el oso responsable del Trono de Hielo. Se hallaba a la diestra de Alexer, armado con una gran hacha de hielo y asintiendo, aprobador, el buen hacer del ejército y su monarca. O al menos eso pareció, pues aquel anciano barbudo saltó desde el castillo a la base de la montaña no bien divisó allí a Beta, el gólem de plata que cayó en la Batalla del Pacífico. Las tornas volvían a ponerse en contra de la legión de Leteo, pero no demasiado, y había otras fuerzas en la Máquina de Rodas.
—¿Puedes seguir? —preguntó Alexer, atreviéndose a mirar al empresario por encima del hombro. No pensaba dar la espalda al enemigo. Julian Solo asintió—. Bien, ¿a dónde iremos? ¡Siento que llevamos una eternidad dando vueltas!
—Es porque eso hemos hecho —respondió Oribarkon con tranquilidad.
El rey de Bluegrad fulminó al mago con la mirada, pero no tuvo tiempo para mitigar la furia. Ya que los guerreros azules invocados por Alexer estaban haciendo retroceder a la legión de Leteo, los Mu, si no es que el propio Damon, estaban usando la Máquina de Rodas para crear nuevos fantasmas, portadores de la ira, el dolor y las lamentaciones. Quimeras hechas de varios cuerpos de monstruos, masas de cadáveres y colosos del hielo de Cocito. Por separado, no podían compararse al peligro que representaban los fantasmas de los santos, pero juntos era otra cosa. Toda la Ciudad Azul sobre la que se hallaban era puro cosmos, al fin y al cabo, ¿cuánto tardaría el Aqueronte, incluso si no era más que un recuerdo, en devorarlo? Miró gotas de ese líquido amarillo cayendo como la lluvia sobre toda la urbe, pero ninguna llegaba al suelo. Se desviaban, al igual que el espacio, sin dañarla, porque era el deseo de Alexer que nadie robase la fuerza de su pueblo. Hasta ese punto llegaba el magnífico poder del Trono de Hielo.
—No —dijo el monarca, negando su propia bravata—. Tú has hecho esto.
—Lo hicimos juntos —concedió Oribarkon—. Necesitamos un punto de apoyo para hablar con tranquilidad. ¿Reconoces dónde estamos?
Alexer lo reconocía, de algún modo. Las partes en las que se dividió la barrera inicial se elevaban por sobre el suelo, en relieve. Estaban justo donde comenzaron, toda la ciudad y el ejército eran nada más que la línea de defensa que Julian y Oribarkon aprovecharían para negociar. Era posible que incluso el hecho de invocar a los guerreros azules aprovechando la Máquina de Rodas se debiera a la mezcla entre el poder del Trono de Hielo y la magia de los telquines. Alexer se permitió sonreír.
—Defendiendo —exclamó el Señor del Invierno, por encima de los estallidos sónicos de fantasmas y guerreros azules, de proyectiles de cosmos arrojados desde el castillo hasta más allá de las murallas atestadas de colosos. Las Abominaciones caían extramuros, mezclándose con la legión de Leteo, borrando cualquier triunfo que el ejército de Alexer hubiese conseguido hasta ahora—. ¡Defendiendo, como mis antepasados! Sea, seré el hijo de mi padre, por esta vez.
Lanzó un último vistazo a Julian y Oribarkon, quienes asintieron al unísono. Aquellos dos tenían algo importante que hacer, y él también, por lo que más les valía ponerse en marcha. Solo tenía una duda antes de arrojarse a la batalla.
—Toda la ciudad nos protege —explicó Oribarkon antes de que Alexer formulara la pregunta—. De eso se trataba todo esto. Bueno, de eso y cuestiones del viaje ínter-dimensional que no comprenderías, ¡así que no preguntes!
¿Cómo explicarle a Oribarkon que el Trono de Hielo implicaba no solo poder bruto, sino también conocimientos? ¿Cómo decirle, en pocas palabras, que ahora que lo meditaba comprendía que no habían estado dando vueltas, sino trazando un camino hacia la capa dimensional en la que se hallaba Damon? Tal vez el telquín lo sabía y no quería reconocerlo, tal vez lo desconocía y, por descontado, tampoco lo reconocería si se lo dijera. Fuera como fuese, la conclusión era que el tiempo era algo demasiado valioso como malgastarlo en enseñar algo nuevo a un perro viejo.
—Señor Julian, ¿lo oyó? —preguntó Oribarkon en cuanto Alexer se teletransportó hacia donde Bor combatía a Beta—. El sonido de los engranajes.
—Sí —contestó el interpelado, rememorando que entre subidas y bajadas, se habían alejado del plano material de la Máquina de Rodas, llegándoles ecos del plano astral en forma de ruido de una maquinaria muy vieja. Una representación, suponía Julian, pues si aquel mundo estaba hecho de algo, aparte de recuerdos, dudaba que fuesen engranajes—. ¿Podemos llegar hasta allí?
—Es cosa de pensarlo y estaremos, mientras la ciudad no caiga.
—¿Todo depende de Alexer?
—¡En absoluto, señor! ¡Todo depende de usted!
—¿Eso significa que no importa si cae la ciudad?
El silencio de Oribarkon fue de lo más elocuente. Era cierto: la representación de Bluegrad, puro cosmos, había servido como base para el hechizo del telquín, capaz de permitirles acceder a Damon sin que este pudiera impedirlo. Si caía antes de llegar a él, se perderían en un mundo infinito de recuerdos, si caía después el propio Damon podría arrojarlos allí si le placía… En ese punto, la Ciudad Azul era tan valiosa para Julian Solo como lo eran las escamas para los ejércitos de Poseidón, la diferencia entre vivir y morir. Un pensamiento fugaz se coló en la mente de Julian, de pronto.
—Necesito el poder de Poseidón para algo más —susurró, hablando consigo mismo—. Lo sé, lo presiento. No recurriré a esa carta aún.
—Como quiera, señor Julian —aceptó sin más Oribarkon.
Con un destello blanco, al igual que ocurriera en la sala del trono de la auténtica Bluegrad, mago y señor viajaron hacia un nivel menos definido de la realidad, aquel donde los deseos se idean, en espera de concretarse algún día.
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Entretanto, los guerreros azules llenaban la urbe cósmica de magnos sonidos y temblores, si bien en el aire. Ningún enemigo osaba pisar las calles y edificios de la ciudad, devoradora de calor para todos los extraños. Los fantasmas de los santos del pasado corrían por el aire descargando puñetazos y patadas, mientras que los defensores del lugar no tenían esa desventaja y gozaban de facilidades para atacar y defenderse.
Ese estado de las cosas podría mantenerse siempre y cuando la defensa exterior se mantuviera. Aun así, Alexer comandó a todo el ejército para dejar pasar a determinados individuos, permitiéndoles incluso llegar hasta la entrada del castillo. Allí acababa de resolverse la batalla contra Beta, y no por la notable fuerza de Bor, sino debido a los inagotables trucos del Trono de Hielo, demasiados hasta para la capacidad de adaptación de un gólem de plata. Para uno, no para veintitrés.
—Todos ellos tienen la misma cara de imbécil —aseveró Bor.
—Son idénticos, sí —confirmó Alexer.
Cada uno de los autómatas que aparecieron gozaba de una fuerza considerable, capaz de causar problemas a su sobrina Katyusha, y él no tenía ahora todo el poder del Trono de Hielo. Una parte se hallaba repartida entre la réplica de la Ciudad Azul y el ejército.
A ese reto, nada pequeño, se sumó la infaltable presencia de los Mu, flotando como genuinos fantasmas con sus máscaras e insidiosas voces. Ellos hicieron aparecer a los santos de bronce y de plata que lucharon en la segunda guerra atlante. Bor, al tiempo y sin consultar a su ahora rey, lanzó un grito de guerra y enseguida seis guerreros azules vinieron desde diversos puntos como estrellas fugaces. Los padres fundadores de Bluegrad, salvo la misteriosa Skadi, estaban reunidos en torno al último descendiente de Bolverk, gracias al poder del trono que ellos mismos habían creado.
—Ellos son míos —dijo Alexer, fijando la vista en los autómatas—. Ocupaos del resto.
—Yo veo que hay tres para cada uno —exclamó Bor.
Alexer apenas escuchó la respuesta de uno de los compañeros de Bor, sobre la mala vista que tenía, pues de inmediato saltó hacia los autómatas, partiendo de paso a cuatro fantasmas que tuvieron el atrevimiento de interponérsele. Ni siquiera tuvo que golpearlos, iba tan rápido que con tocarlos los tornó en una nube de átomos. El Octavo Sentido le daba esa clase de velocidad, pero no olvidaba lo rápido que el gólem de plata Beta se había adaptado a la mera fuerza bruta, siendo solo uno.
Desde un principio, pues, dio todo contra los veintitrés autómatas, cediendo a su ejército y hasta a la propia ciudad la capacidad de decidir cómo afrontar al resto de enemigos.
Así debía ser la confianza de un rey para con su pueblo.
Notas del autor:
Ulti_SG. Después de tanto tiempo, sí, es revelada la Rebelión de Ethel, creo yo que en el momento más indicado, por conocer los pormenores del Ocaso de los Dioses. También a los actores de este trágico evento: Ethel, Tiresias, Lesath…
Si bien no todo en esta historia está calculado al milímetro, la ironía que mencionas fue planeada con toda intención. Ethel, por cierto, en su nombre y condición de amazona, además de fuerza mental, fue rescatada de mi vieja historia, solo que hasta ahí llega el parecido. Me gustó poder contar un poco de cómo había sido la vida de Azrael y Akasha en Jamir antes de la tragedia, pues como supimos durante el cuarto volumen, esta fue un verdadero bálsamo para la entonces aspirante a Virgo. ¡Me alegra leer eso! Yo creo que la voz de Lucile escapó de estas páginas y me poseyó mientras la escribía, no en vano es la Bruja. Así es, la autoridad de . no llega a Jamir. Oh, quiero decir, no pasaba nada raro ahí, todo era 100% (anime/manga) japonés.
Pasan varias cosas en este capítulo, el más largo de la historia si recuerdo bien, y aun así, me sorprende haber podido ser tan conciso. No siempre tengo esa suerte. El destino de Ethel está a punto de concretarse, mientras Akasha se decide a realizar su plan. Qué bueno que escogió bien antes de revelarlo, porque donde obtendría rechazo muchos años después, cuando no se acordaba de haber planeado nada, ahí recibió el apoyo de una amiga y la lealtad sin condición de dos cómplices. En un universo alternativo, se lo dijo a Arthur de Libra y hasta ahí llegó todo, pero estamos en Tierra 1, donde las cosas pasaron como pasaron. No veo nada de malo en corroborarlo, ya que Shun de Andrómeda murió en batalla con Ío de Júpiter: sí, él estaba al tanto del plan y lo apoyaba; puede sonar chocante, dada su bondad, pero desde que vi cierta escena de las Ovas de Hades (no estoy seguro de si pasa también en el manga) donde le pregunta a su hermano por qué la Tierra no está unida, tal y como se ve desde el espacio, me ha aparecido que podía estar de acuerdo con el objetivo de Akasha. Pero dejemos de hablar de la calma y pasemos a la tempestad, que empezó como una borrasca inofensiva.
Entre la bondad de Akasha y la malicia de Kiki, que Lucile heredó, parece que ganó la luz en el corazón de Ethel, a su vez toda una figura luminosa para la guardia del Santuario. Por otro lado, Tiresias es tan buen tipo como se puede ser, siendo un soldado, así que no lo imaginaba rompiéndole la máscara a Ethel para ganar, tenía que ser por accidente y nada como luchar sin pensar para que ocurran esas cosas. Oh, sí, lidiar con una historia como esta, donde los personajes tienen poderes sobrenaturales para resolver toda clase de problemas, es a un tiempo estimulante y un verdadero dolor de cabeza, en este caso estoy conforme con el resultado, si bien, como me dijiste la primera vez que lo leíste, es por esta razón que no todo el mundo conoce el plan maestro de una organización. Pues sí, eso suena a un plan más amistoso, de esos a los que la gente votaría sin ponerse a leer el contenido. El título original genera más desconfianza.
En un universo alternativo, Kanon intervino y hasta ahí llegó todo, pero volvamos a hablar de la Tierra 1, donde la popularidad del Sumo Sacerdote cae en picada. (Sigue siendo mejor que Dohko.). Mientras escribía esto jugaba mucho con los miedos de Ethel, quien sentía que todas las personas de su entorno estaban metidas en un plan terrible, de manera que tenía que encargarse ella sola de resolver aquello. Sin embargo, diré que sí veo a Ethel siguiendo esa línea de pensamiento. Canon laser, active!
Gestahl Noah tiene el don de la oportunidad. También durante el segundo volumen supo cuando subirse a la limusina de Julian Solo. Sí, como la primera aspirante al manto de Hércules, Hipólita tiene una resistencia prodigiosa. Desde el punto de vista de Ethel, la máscara aísla a Akasha, sin ella no habría llegado a idear un plan en el que el sino de la humanidad queda en sus manos. Pero sí, influye que tiene la edad que tiene. El universo alternativo en el que Gestahl Noah deja de fingir ser un buen hombre, que no le queda, y solo se lleva a Ethel a Hybris habría sido curioso de ver, como poco. Considerando que es el hombre que vivió la época donde la humanidad era tan malvada que Poseidón debió ordenar el diluvio universal para barrerlos a todos, estaba seguro de que lo apoyaría, aunque no creo que a Akasha le haga mucha ilusión ese voto. Me ha sacado una sonrisa tu manera de decirlo, suena a que Gestahl Noah pensaba: «¡Ese plan es genial! Ah, sí, que tenía que llevarme a mi hijastra. Bueno, Ethel, ¿te unes a Hybris? Tenemos galletas.» La respuesta de Ethel no podía ser más esperada, así como las consecuencias de su estado, que implican dejar entrever la identidad de la instigadora del plan. Así es, Gestahl Noah tuvo la confirmación de quién era Akasha cuando le vio el rostro, pero ya antes de eso ya tenía razones para sentir afecto (unilateral) por ella.
La fama de Lesath le precedía, sabíamos que tenía algo que ver en todo eso, algo que hizo que Akasha no apreciara demasiado a su primer votante. Admito que tuve dudas sobre si mantener esta escena tal cual. Era la idea original que Ethel reconociera a Adremmelech como Azrael, pero me preguntaba si la gente no recordaría la mención de alguien tan destacado en la vida de Akasha. Terminé optando por mantenerla tal cual porque muchas cosas sucedieron después, la muerte de Ethel, la Pacificación y el Cisma Negro, siento verosímil que Ethel nombrando a Azrael sin venir a cuento se tomara como meros delirios, dada su situación. También estuve barajando si ser claro con la razón de la presencia de Adremmelech allí, o dejarlo al entendimiento del lector, pero ahí no dudé mucho. En una historia tan larga, hay misterios que no vale la pena mantener. Akasha estaba en una situación difícil, Azrael debe a Akasha su entera lealtad y Adremmelech nace de su subconsciente, lo demás era inevitable. Sí, Lesath tuvo una suerte terrible ese día. Una siniestra casualidad, cierto, no sé si el término Diabolus Ex Machina es aplicable a esto, pero suena a que sí. Creo que no hay problema en confirmar también esto, porque Gestahl Noah no es ya más el hombre al que Poseidón consideró el único digno de ser salvado y debe dar gracias, o quizá maldecir, el hecho de que las bendiciones divinas no caduquen. Entre el deseo de Hipólita y la consecución del Ocaso de los Dioses, tuvo claro qué debía priorizar.
¡Qué cínica manera de justificar la amputación de Lesath de ese miembro en concreto! Canon laser, active! Bromas aparte, esta fue mi oportunidad para transmitir cuán profundo fue el dolor que sintió Akasha al perder a Ethel, cuando de verdad era consciente de por qué murió y no le bastaba el consuelo de una taberna en la que todos bailaban y cantaban, recordándola con cariño. Espero haberlo logrado. Sí, como Tiresias no sabe nada sobre el Ocaso de los Dioses, piensa que toda la Rebelión de Ethel ocurrió como una protesta contra la Ley de las Máscaras, por lo que se siente el único culpable. En términos objetivos, queda a discreción de los lectores quien es el responsable, ya que uno dirá que todo empezó por la rotura accidental de la máscara y otro por la revelación del plan en sí. ¿Quién habría imaginado que la animadversión de Hugin hacia Akasha estaría tan relacionada con el evento que dio un título al santo de Acuario? Entonces él era solo Sneyder, no el señor Sneyder, pero las cosas sucedieron como tenían que suceder. A veces, no se trata solo de respuestas lógicas encadenadas, sino de la situación por la que las personas, como seres humanos que son, pasan. En ese momento, Akasha no era la Tejedora de Planes, ni el ser de luz por el que todos la tomarían en adelante.
No te voy a decir que no, no era un buen momento para acercarse a Akasha.
Quizá es la mayor ironía de este capítulo, que el firme deseo de Ethel para alejar a Akasha del mal camino, culminó en la tragedia que le ayudó a decidirse. Haría todo para llevar a cabo su plan, para que no hubiera jamás una Rebelión de Ethel. Nace así la Tejedora de Planes, que (según Soma de León Negro) escogió el momento perfecto para desafiar a Sneyder de Acuario y poner fin a la Pacificación, ya que no a otros eventos desafortunados, como el Cisma Negro y el nacimiento de Hybris.
Pues sí, es todo un contraste, tanto como visceral puede ser la diferencia de opinión entre quienes la apoyan y quienes la rechazan. No culpo a nadie, ya que es un personaje que no siempre puedo controlar, tiene vida propia y eso te consta. Me alegra leer eso, todavía recuerdo que desde que viste mencionada la Rebelión de Ethel sentiste curiosidad. ¡Temía no estar a la altura! Me atreveré a pensar que no fue el caso.
Ojo, gente, genial capítulo, no solo bueno. ¡Genial y con sonrisa!
(Por lo menos hoy es Arthur y no toda su familia. Es un avance.).
