Capítulo 160. Damon de la Memoria

El segundo nivel de la Máquina de Rodas no era tan caótico, si bien seguía siendo peligroso. Julian Solo tenía el convencimiento de que mirar por demasiado tiempo el cielo, una raedura en el tejido espacio-tiempo cuyos bordes estaban más allá del horizonte, le haría dudar de su propia existencia, por lo que mantenía siempre la vista al frente. Así andaba, el antiguo recipiente de Poseidón, por senderos en apariencia lisos que empero parecían ondularse al ritmo de los golpes de bastón de Oribarkon, su eterno acompañante. Y con cada ondulación, venían imágenes preocupantes.

Los Mu sobrevolaban la representación de la Ciudad Azul, tratando de modificarla con su presión psíquica. Mil combates se libraban en el aire entre los fantasmas de los santos de Atenea y los guerreros azules, siendo el más intenso el que se daba en la base de la más alta montaña, protagonizado por los padres fundadores de Bluegrad. Más allá de las fronteras, como en una réplica infernal del mítico asedio de Troya, hordas interminables se preparaban para asaltar la urbe, siendo confrontados no por un pueblo dormido, sino por muy despiertos guerreros de un corazón lo bastante ardiente como para sobrevivir a las tierras del eterno invierno. La última vez que Julian se permitió mirar las escenas que conformaban el suelo, se fijó con interés en el Héctor de aquella nueva Ilión, Alexer, atacado por veintitrés ejemplares de un gólem de plata. Todos ellos eran, en sí mismos, un peligro, como lo atestiguaba el hecho de que pudieran pisar la réplica de la Ciudad Azul sin convertirse en hielo, adaptándose en todo momento a aquel y otros peligros. Como grupo, deberían resultar mortales para cualquier hombre, pero ni ellos podían hacer caer al Señor del Invierno, ni este era capaz de destruirlos sin más, como a los fantasmas y autómatas de bronce y roca. Eran demasiados y se adaptaban demasiado rápido a sus ataques, a los cuales no imprimía más fuerza de la necesaria con tal de no tornar en una lucha imposible aquel complicado combate.

A Oribarkon se le escapó un gruñido, muestra de que su señor se estaba distrayendo demasiado. Julian no le dio tiempo a disculparse por la indiscreción y retomó la marcha, corriendo. El cuerpo le pedía descanso como si llevara horas exigiéndose todo lo posible, algo que no le extrañaría de un mundo tan extraño como la Máquina de Rodas. Las ciudades no se levantaban en minutos, ni siquiera las mágicas, como la que nunca dejó de relucir bajo los pies del empresario y el bastón del mago.

El suelo siguió ondulándose mientras esos dos avanzaban, trazando de nuevo un camino enrevesado, pero ni Julian ni Oribarkon volvieron a mirar lo que acontecía en el nivel superficial de la Máquina de Rodas, decididos a confiar en el rey Alexer.

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—¿Dónde estamos, Oribarkon? —preguntó Julian tras mucho tiempo, empañadas las ropas de un sudor inapropiado. Con todo, ni el estado de la vestimenta ni el de los cabellos, sueltos, restaban decisión a la mirada del antiguo recipiente de Poseidón.

El mago, a pesar del respeto que sentía por su señor, no se ahorró el tono de siempre.

—Justo donde empezamos.

—Perfecto.

No se había levantado otra Ciudad Azul en el segundo nivel de la Máquina de Rodas, claro, pero el recorrido que habían hecho era el mismo que hicieron junto al monarca, una inmensa barrera mágica que protegería la existencia de Julian Solo frente al más poderoso mago que hubo existido jamás. Por descontado, un hechizo de tal envergadura atraería al enemigo, de modo que Oribarkon ya estaba listo cuando fueron atacados.

No era un fantasma, aunque habría dado esa impresión a más de uno mientras atormentaba las tierras de Bluegrad, medio año atrás. El telquín ya no era dos orbes flotando bajo el embozo de una capucha llena de nada más que aire, sino que lucía la misma piel azul de su hermano Oribarkon. Tenía un cuerpo, más bien bajo, una cabeza adornada por un bigote exagerado que rozaba el suelo en sus dos extremos y un brazo delgado, al final del cual una mano de dedos alargados sostenía un báculo de madera.

—¡Te di, te di, te di! —exclamó el telquín, satisfecho.

En efecto, había alcanzado a Oribarkon, aunque no porque aquel mago capaz de robar hasta el mismo tiempo hubiese actuado con habilidad. Más bien, al contrario: golpeó sin cuidado el suelo, hecho de recuerdos, fragmentándolos en una serie de trozos que de inmediato proyectó sobre el creador de las escamas, como una lluvia de letales flechas. Oribarkon, dispuesto sobre todo a defender a su señor, trazó un gran círculo entre el burdo ataque y su probable objetivo, Julian Solo. Todos los pedazos se fundieron en el área que delimitaba el círculo, como hundiéndose en un mar profundo, pero hubo uno que se desvió del rumbo y lo alcanzó en pleno brazo, partiéndolo en dos.

—¡Pura suerte, maldito descerebrado! —gritó Oribarkon, con más ira que dolor. El brazo perdido era justo el que sostenía el báculo—. ¡Pura suerte!

—¡Te di, te di, te di! —insistía el telquín dando brincos. Al tercer salto, empero, se vio de repente pegado al suelo, como si este se hubiese tornado de pronto en una sustancia gelatinosa. Al mago enemigo solo le dio tiempo a parpadear antes de verse cubierto hasta el cuello por la misma materia que formaba toda la superficie, la cual obedecía la voluntad de Oribarkon gracias al viaje que este y Julian realizaron.

Este último comprendió la situación tan pronto el telquín de los largos bigotes dejó caer el báculo, sometido por una presión inimaginable. No era tan fácil como solo desear reunirse con Damon, y Oribarkon no podía acompañarle mientras hubiese otro telquín impidiéndoselo, no si tenía que dejarlo vivo, y Julian no pensaba ordenarle que asesinase a su propio hermano. Así las cosas, se encaminó hacia el bastón de aquel ladrón capaz de robar el mismo tiempo, llevando ya consigo el del creador de las escamas de Poseidón. Una vez tuvo ambos, los miró con franca curiosidad, desoyendo los chillidos del aprisionado. De verdad había poder en ellos, distinto al habitual.

Pasados unos segundos, el telquín atrapado ya se estaba convirtiendo en aire para escapar, lo que era irónico considerando que la sustancia que lo aprisionaba reflejaba una nueva tempestad mediante la que los guerreros azules se oponían, en el primer nivel de aquel mundo, al dominio aéreo de los Mu. Por su parte, Oribarkon se pegaba el brazo partido como si fuera la cosa más sencilla del mundo. Y quizás lo era, para un mago.

Julian no se fijó en nada de ello, intrigado por la magia que sostenía con ambas manos. Confiando en el mago tanto como Alexer confiaba en los guerreros azules, el antiguo recipiente de Poseidón entrechocó los bastones, de una madera extraída de dos ninfas muertas miles de años atrás. El hechizo no tardó en realizarse, como intuía el griego; a pesar de la falta de conocimientos, lo llevó al tercer y último nivel de la Máquina de Rodas. Sobre los recuerdos de la Tierra y los de la propia máquina, donde nuevos eventos fueron puestos en marcha por la invasión de Alexer, se hallaba el Rey de la Magia, Damon, y la llave para la salvación de la humanidad.

Nadie lo acompañó a ese lugar, pues nadie más que él podría hacer lo que pretendía.

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Al igual que el rival de Oribarkon, el Rey de la Magia había obtenido un cuerpo físico gracias a la Máquina de Rodas. Volvía a ser el de antaño, un hombre esbelto de larguísimos cabellos canos, complementados por una barba densa en la que ni siquiera podía distinguirse la boca mientras hablaba. Los ojos, del mismo tono amarillo de los de su raza, resaltando contra el azul de la piel, veían con detenimiento el universo en miniatura que había creado para su contemplación. No había nada más que eso allí, en el tercer nivel de la Máquina de Rodas, solo la ausencia de todo, salvo él, con sus holgadas ropas de color blanco y negro que ningún viento movía, y aquellas galaxias que observaba pensativo, dilucidando un enigma que solo él conocía.

Era una historia larga, aquella, y él no la vivió, sino que se la preguntó al mundo tras la caída del rey Bolverk, mientras esperaba el momento de reunirse con Pirra de Virgo, reencarnada en la nueva Suma Sacerdotisa. Primero estaba el universo. Los dioses del Zodiaco aprendieron a viajar más allá del plano material, lo que los hombres de la actualidad llaman universo, y les fueron concedidos trece mundos que proteger, las Otras Tierras. Un número excesivo, incluso si la responsable de crearlos estableció la decimotercera como límite absoluto. El daño estaba hecho, la barrera que separaba el universo de un multiverso de infinitas posibilidades cayó incluso antes de que Troya fuera tomada. Esa fue la semilla de la Guerra del Hijo, los hombres siendo arrogantes.

El universo en miniatura se contrajo en una esfera de luz, inmensa frente a las otras trece que le seguían —cuatro de ellas opacas, ya que las Otras Tierras eran ahora conocidas como los nueve mundos—, insignificante frente a la construcción que había más allá. Aquello era poco más que una maqueta pomposa, pero Damon era un ser concienzudo y puso un gran esfuerzo en que se asemejara a la realidad, ¡a una realidad que ni siquiera su mente podía concebir! Superado por la idea de mundos infinitos, había decidido representar el multiverso como la diferencia que había entre la más pequeña partícula y la totalidad del macrocosmos. Semejante símil, incluso si era posible que fuera incorrecto, lo abrumaba, porque la vulnerabilidad de su propio universo se hacía más notable que nunca. Los hombres, desde luego, eran unos necios.

—Con mi ayuda, ella no lo será —decidió Damon, mirando primero el multiverso, representado como un sinfín de galaxias en eterno girar, y después la esfera de luz, donde imaginó a la Suma Sacerdotisa, llena de un potencial todavía por despertar—. Podremos hacer grandes cosas. Si ocupamos el mismo espacio que una de las Otras Tierras destruidas, nuestro mundo no tiene por qué alterar el orden establecido.

¿Y qué era el orden establecido? Esa pregunta atormentaba a Damon todavía más que el miedo a lo que el multiverso podía depararles. Él sabía lo que era la Guerra del Hijo, y no era el único, algo que no debería ocurrir. El conflicto entre el dios sin nombre y todos los inmortales que gozaron de la dicha de tener uno fue tan aterrador, que el Olimpo no se conformó con encerrar a su mayor adversario en el Tártaro, sino que además lo borró de la Historia y la mente de todos los hombres. La sola idea de que la Guerra del Hijo sucedió tendría que estar sellada junto con la guerra en sí, a menos, claro, que ellos fueran parte de ella. ¿Estaban sellados, junto a otros mundos paralelos, en un bucle eterno de muerte y renacimiento, abandonados por los dioses? Eso explicaría el que no se hubiesen manifestado en todo ese tiempo, a pesar de que los límites del inframundo y la Tierra habían sido trasgredidos con la aparición de los Campeones del Hades. En un evento así, Apolo, el que fija los límites, no se contentaría con mandar a alguien como Caronte de Plutón; Febo descendería para poner cada cosa en su sitio, acompañado por su hermana Artemisa, como de costumbre.

Mientras daba vueltas a esa cuestión, la esfera de luz y sus nueve acompañantes se confundieron con el universo, el cual se partió en dos. Había un número indeterminado de mundos paralelos en los que la Guerra del Hijo sucedió, y por tanto estaban condenados, mientras que existían otros en los que tal conflicto no ocurrió, o más bien, los dioses negaron que hubiese ocurrido. Allí se habrían retirado los inmortales, olvidando a los primeros y enfocándose a reparar lo que podía ser reparado. Esa idea convenció a Damon por un rato, pues era normal que a los olímpicos no les placiera que los mortales crearan sus propios mundos. ¡Ni siquiera a él, Rey de la Magia, le permitían tal sueño! Era natural que sintieran solo indiferencia ante las Otras Tierras, pero no tanto que descuidaran un solo mundo si pretendían salvar otros.

—Tal vez no hayan ido a salvar a nadie —comentó Damon, devolviendo la maqueta a su estado anterior: el universo aislado del multiverso, con las Otras Tierras sirviendo de puente entre ambos—. Tal vez esperan que todo se destruya para empezar de nuevo.

—Los dioses del Olimpo no renunciarán a lo que es suyo —respondió una voz regia e imponente—. Nunca lo han hecho y nunca lo harán.

Julian Solo llegó al tercer nivel de la Máquina de Rodas en el preciso momento en que Damon expresaba tan devastadora conclusión, envuelto en un halo azul marino. La energía mística emanante de los báculos entrechocados protegió la existencia del griego, apoyándose en los dos círculos mágicos que Oribarkon había dibujado en el primer y segundo nivel de aquel mundo, e hizo algo más. La nada que rodeaba todo fue llenada por un océano infinito y una atmósfera acorde a la vida humana, todo en una fracción de tiempo tan diminuto que el antiguo recipiente de Poseidón ni siquiera había empezado a hablar cuando aquel espacio se volvió adecuado para ello.

Terminada la observación de Julian Solo, los eventos proseguían. Los bastones vibraron, inquietos, y Julian se vio impelido a soltarlos para que ejecutaran su voluntad. Cada uno se clavó en la superficie de aquella agua brillante que dominaba todo, como si no fuera líquida, sino sólida. Ondulaciones se extendieron desde los dos puntos fijados por los báculos, y en el mar, cristalino, quedó reflejada la transformación de estos en sendas sillas en las que dos hombres habrían de sentarse a negociar. Los susodichos, empero, no se fijaron en ello, concentrados como estaban en estudiarse. Julian veía a un venerable anciano de orejas puntiagudas, ajeno a lo humano en muchas cosas y similar en otras; estaba convencido de que aquel ser, por muchos errores de juicio que hubiese cometido, era lo bastante sabio como para merecer su respeto. Por los mismos derroteros iban los pensamientos de Damon para con el griego, si bien no lo dejó traslucir en su tranquilo semblante; poco le importaba el estado en el que estaba Julian tras llegar hasta allí corriendo sin descanso, pues la mirada seguía teniendo la misma fuerza que cuando el alma de un dios anidaba dentro de su corazón.

Como por ensalmo, la maqueta cósmica se redujo hasta ser un orbe del tamaño de un puño humano. Después, sendas serpientes de oro rodearon la esfera, de un fondo que presentaba el negro del espacio exterior, contrastando con las luces que representaban el universo, las Otras Tierras y el multiverso. Las serpientes, en perpendicular, se movían incansables mordiéndose la cola, como una representación del tiempo divino, más elevado que aquel que los mortales se atreven a dividir con caprichosas unidades temporales. La esfera permaneció flotando sobre la palma de Damon en todo momento, y esa fue la única muestra de soberbia del Rey de la Magia, pues aquel no puso reparos en sentarse en su asiento incluso antes de que Julian Solo lo hiciera.

—¿Qué has estado haciendo, Damon? —cuestionó el griego, también sentado.

—Te lo explicaré enseguida, emisario de Poseidón —dijo el mago, con un ojo fijo en su maqueta y otro en aquel antiguo recipiente del dios de los mares—. Primero, dime, ¿de verdad son los dioses tan caprichosos como para querer salvar lo insalvable?

—El amor del creador por la creación no es un mero capricho.

—Los dioses no aman como los seres humanos.

—Pero aman, a su modo.

—Puedo concederte eso.

—Poseidón ama a la Tierra, a todas y cada una de las representaciones de la Tierra, incluso aquellas que fueron creadas por los humanos —se atrevió a mentir Julian Solo, pues la preocupación por las Otras Tierras empezó como un deseo de su hijo, Adrien, lo bastante joven para tener sueños—. Porque es el dios de los océanos, origen de toda vida, no abandonaría ningún mundo mientras pueda albergar vida.

—Poseidón da —admitió Damon—, también quita.

—Vida y muerte son dos caras de la misma moneda. Poseidón comprende eso mejor que Hades, por eso el diluvio nunca iba a suponer el fin de la vida en la Tierra, solo la llegada de una nueva raza humana. Protege a todos los seres vivos, no al hombre.

—Está bien. Él no nos ha abandonado, por lo que yo sé, ¿qué hay del resto?

—No importa dónde estén, ni lo que hagan —contestó Julian Solo, tajante—. Con que haya un solo dios que permanezca en la Tierra, ya deberías darte cuenta.

—¿De qué, emisario de Poseidón? —cuestionó Damon.

Al tiempo que grandes olas se elevaban hasta el horizonte, Julian contestó:

—De que tú tendrías que hacer lo mismo. Proteger la Tierra que ya existe, la que te vio nacer. Olvidar ese multiverso al que tanto temes y ese otro mundo que siempre has querido crear, y que sin embargo, no existe. Preocúpate de lo que es, no de lo que será.

Damon arqueó una ceja, intrigado. El mar se calmó enseguida.

—La prudencia es una virtud.

—La paranoia no lo es, ¿qué temes, que requiere prestar atención a algo que está más allá del universo, inabarcable de por sí para cualquier mortal?

—Son muchas las cosas que temo, emisario de Poseidón —confesó Damon sin avergonzarse—. Mi deseo es crear un mundo para aquellos a los que la Madre Tierra ha rechazado, entre los que me incluyo a mí y a mi raza. ¿Qué hay de malo en ello? Ah, robé los sueños y esperanzas de los héroes, mas no fui yo quien inició las Guerras Santas y tampoco seré quien les ponga fin. El problema —añadió con un sonoro carraspeo, comprendiendo que estaba a punto de divagar como un anciano mortal—, es que yo sí tengo una mente acorde a tan magno propósito. Crear un mundo aislado del resto supone riesgos. Para no repetir los errores de Pirra de Virgo y sus acólitos, los falsos dioses, debo entender bien por qué nuestro universo y el multiverso se conectaron. Esa es la razón de esta humilde maqueta, que con tanto interés miras.

En verdad Julian había dado algún vistazo a la creación de Damon, aunque evitó seguir haciéndolo tras la observación del telquín. El objetivo era hacer que el Rey de la Magia olvidara esa maqueta y lo que representaba. Por lo menos, era consciente de los peligros que suponía jugar con el multiverso, eso cubría la mitad del trabajo.

—¿No es más sencillo no crear ese mundo, si tantos riesgos conlleva?

—¿Conlleva tantos riesgos como parece?

La pregunta, devuelta por Damon como un experto jugador de tenis, dejó descolocado a Julian. El mar volvió a agitarse, aunque no por su voluntad, sino por su desconcierto.

—Tú mismo lo has dicho.

—Ah, emisario de Poseidón, tus pensamientos fluyen como el agua de los ríos que sirven al dios de los océanos. He estado dando muchas vueltas a por qué podemos recordar la Guerra del Hijo, llegando a una conclusión similar a la que tú y tu hijo llegaron. Una conclusión, sí, no la única.

—Te atormenta pensar que este mundo sea…

—¡No lo digas!

El grito de Damon fue inesperado, una leve alteración en el semblante sereno de un mago muy humano, al menos por ese momento. A Julian le sirvió para recuperar la calma y el control sobre aquel mar tan ligado a su propia existencia.

—Hay otra cosa —dijo Damon—. El Hijo nació fuera del espacio-tiempo.

—¿Qué hay con eso? —preguntó Julian Solo.

—Es muy simple —contestó Damon, a la vez que el movimiento de las serpientes se aceleraba—: La influencia del Hijo pudo haber estado en la Creación desde el principio. Piénsalo por un momento, emisario de Poseidón. En cada mundo, en cada Tierra, el Hijo pudo haber animado a los hombres a desafiar a los dioses, ora levantándose en armas, ora adorando la figura de una divinidad omnipotente, omnipresente y omnisciente que él usurparía con el tiempo. Eso da un nuevo cariz a mi problema, ¿no te parece? Tal vez nunca importó que Pirra de Virgo creara esas Otras Tierras para los falsos dioses, tal vez el Hijo podía conectar los universos de otra forma. Entonces, ¿hasta qué punto debo preocuparme de los problemas que cause crear mi propio mundo? ¡Tu llegada ha alterado mis esquemas por completo! —exclamó Damon con asombro, como si apenas ahora se diera cuenta—. Empiezo a preguntarme si los pecados de los hombres son de verdad los pecados de los hombres. Si el Hijo cambió el destino de la raza humana en todo el multiverso, ¿no debieron caer sobre él las Guerras Santas? Se suponía que estas servían para lavar las faltas de la antigua humanidad, hasta tengo entendido que los últimos milenios son una respuesta a la soberbia de los primeros santos de oro, dioses autoproclamados, mas si mis conclusiones son correctas, todo es una farsa. ¡Los dioses, los verdaderos dioses, juzgaron todo incluso antes de que ocurriera! ¡Condenaron a los hombres, los Mu, los atlantes y los telquines desde el día en que el Hijo nació! ¿Es ese el amor que Poseidón profesa a la Tierra, emisario?

—¿Quién te habló de la Guerra del Hijo? —preguntó Julian Solo, sin alterarse. En realidad, tampoco Damon había cambiado el gesto desde aquella muestra de sorpresa. No sonaba irritado, sino escrutador. No lo animaba la búsqueda de justicia, sino una repentina curiosidad, eso sí, bastante humana.

O quizá no era humana, sino divina, presente por tanto en todas las razas que los dioses crearon a su imagen y semejanza. Eso explicaría muchas cosas sobre Damon, su forma de actuar y la manera en la que había sido engañado.

—El mundo.

—El mundo tendría que haberla olvidado.

—No la ha hecho.

—Hasta la llegada de Orestes de la Corona Boreal y Caronte de Plutón, el Hijo no tenía la menor importancia. Las Guerras Santas eran una lucha por la supervivencia de la humanidad y el destino de la Tierra, insignificante frente al universo infinito, y aun así querida por al menos dos de los inmortales. ¿Quién te habló de la Guerra del Hijo?

Tal y como Julian Solo entendió desde un principio, Damon era sabio. No era la clase de bruto que se vería influenciado por ese mal que se extendía por los corazones de los hombres, allá en la Tierra, animando a los santos de Atenea a dar muerte al Rey de la Magia. Tanto empeño en su muerte demostraba que Damon estaba más allá de la influencia de ese mal, pero no de una más sutil y retorcida. Por supuesto, llegados a ese punto, no solo Julian llegó a esa conclusión, Damon también.

—El Hijo —murmuró Damon, esta vez sí con vergüenza—, ¿¡cómo!?

—Puede que esa posibilidad que tememos sea cierta —admitió Julian—. Sea como sea, has de actuar en contra de lo que su manipulación te haya animado a hacer.

—Yo mismo decidí crear un nuevo mundo antes de mi caída.

—Es mucho el poder que has reunido, entonces, empléalo en contra de quien te quiere manejar como una marioneta. Sella las Otras Tierras, bloquea toda conexión entre el universo que te vio nacer y ese multiverso que con razón temes.

—Eso es algo que Poseidón podría hacer. Es algo que hasta tú, emisario, podrías hacer. Desde un principio he notado el dunamis que contiene tu cuerpo mortal.

—Como ya te he dicho, Poseidón ama todas las Tierras, incluso las imperfectas.

Intuyendo ganada la confianza de Damon en su buena voluntad, o al menos, la desconfianza que sentía en un dios desconocido como lo era el Hijo, Julian Solo no pensaba guardarse nada. No opuso resistencia a que el telquín ahondara en su mente.

—Ya veo, emisario de Poseidón. Piensas usar el dunamis que sostenía los mares olvidados para viajar entre las Otras Tierras. Para proteger y guiar esos mundos sin dios. Y aun quieres ir más allá, mucho más allá, al multiverso.

—Mi hijo protegerá la Tierra que nos vio nacer, yo me encargaré de las demás.

—Esperas que yo lo ayude —adivinó Damon.

—Sé que lo harás —atajó Julian—. Al fin y al cabo, él es tu dios.

Tan audaz declaración inició un caos para el que ninguno de los interlocutores estaba preparado. Los cielos se llenaron de nubes y de vientos furiosos, el océano se alzó en grandes olas coronadas de espuma que rompían cada vez más cerca de los sitiales.

—Podría negarme —advirtió Damon—. Tomar tu existencia y arrojarla a la nada. Dar a la Máquina de Rodas el uso que deseo darle, así para ello deba aliarme con el Hijo. Porque así como me desligué de la voluntad de Hades, puedo desoír la de Poseidón.

—Podrías —convino Julian, con las ropas y el cabello removidos por un viento que lo había arrancado del acuoso suelo si el sitial no fuera mágico—. Podrías porque puedes tomar una decisión. Damon, ¿sabes por qué las Guerras Santas son libradas por seres humanos? No solo los santos y marinos, sino también los dioses que los lideran.

El Rey de la Magia bufó con hastío.

—Porque son un asunto menor frente a la totalidad de la Creación.

Julian Solo negó con la cabeza.

—Es porque en las Guerras Santas se decide el destino de la humanidad. No el de la Tierra, mucho menos el universo, sino el de los hombres. Solo los seres humanos tienen el deber, no el derecho, de corregir su pasado luchando por su futuro. Esta es una ley divina que hasta los inmortales respetan, por eso Poseidón ha empleado a la familia Solo así como Hades se ha valido del ser más puro de la Tierra en las guerras que libraron contra Atenea, por eso ella, la diosa que ama no solo a la imperfecta Tierra, sino también a la aún más imperfecta humanidad, ha encarnado una y otra vez como una simple mortal. El pecado de hace diez mil años es un asunto de los seres humanos, que ha de ser resuelto por los seres humanos, antes de volver a caminar a la par de los inmortales. ¿Lo ves, Damon? A pesar de la intervención divina, la responsabilidad sigue siendo humana. Nada cambiaría si en verdad todo fue producto de las manipulaciones del Hijo, nuestro pecado seguiría siendo nuestro pecado.

—Porque al final, los hombres escogieron —dijo Damon.

—Así como ahora tú puedes escoger —completó Julian, levantándose. Los vientos amainaron, pero solo lo bastante como para que pudiera permanecer de pie. Los zapatos no se hundían en el agua, por supuesto—. ¿Perseguir lo que será, o proteger lo que es? ¿Servir a tu dios, o a tu titiritero? —preguntó, andando con dificultad.

Damon también se levantó. Indemne a la fuerza de la tempestad, vio respetuoso cómo Julian Solo se le acercaba con paso regio, a pesar de las ropas desgarradas.

—Si los dioses han abandonado mi mundo, ¿por qué no puedo hacerlo yo?

Ya frente al Rey de la Magia, el griego no dudó un segundo en responder:

—Ya te lo he dicho, Damon. Porque Poseidón, tu dios, te lo ordena.

Notas del autor:

Ulti_SG. Como asiduo lector sé lo que se siente querer saber de un tema y que la historia salte a otro muy distante. ¡Frustra mucho! Pero me empeciné en contar una historia sobre una Guerra Santa que de verdad se sintiera como tal y este es el coste. ¡Tenedme paciencia, que al final todas las preguntas tendrán respuesta! Creo.

Damon, ese problema que ha estado pendiente por ya más de cincuenta capítulos, cuando el Hades fue sellado. ¿Será que Alexer estará a la altura del desafío?

Un telquín, un monarca ruso y el antiguo recipiente de un dios griego entran en un taxi… Divertida forma de verlo. Desde el borrador que el Trono de Hielo ha sido, sobre el papel, un arma poderosa, pero no fue hasta la versión editada que pude mostrarlo como se deben. ¡Aférrense a la estufa que este invierno sí que se acerca pronto y no entiende de hemisferios! Ah, que el Trono de Hielo está del lado de los vivos esta vez, bien, no dije nada, salvo que deseo mucha suerte a nuestros inesperados héroes.

Así es, con la Máquina de Rodas, si tú quieres, puedes. ¡Pidan un deseo!

Como sabes, mis recuerdos de lo que he publicado se confunden con lo que he revisado, pero creo que ya debió haberse revelado en el encuentro entre Julian Solo y su hijo Adrien Solo, durante el arco anterior. No, no es ninguna sorpresa.

Como diría Yuno Gasai en Mirai Nikki Abridged: Tengo un cuchillo, ¿por qué no lo uso? Bien, Alexer usó sus poderes. ¿Ahora qué ocurrirá?

¿Un ejército de guerreros azules?

Legionarios del Hades: ¡Oye, eso es trampa!

Todo el mundo: Are you fucking kidding me?

Y así es como Rusia fue grande otra vez.