Capítulo 161. Ángeles caídos

Naraka, Heinstein, Bluegrad y Mu. La noche antes de la desaparición del Santuario, las ninfas de Dodona fueron enviadas a esas tierras a fin de revitalizarlas. Esto no suponía excesivos problemas en Alemania y Rusia, incluso en ese país colindante con China el deseo de la Suma Sacerdotisa se estaba cumpliendo, protegido como estaba por el poderoso Garland de Tauro. El problema, entonces, radicaba en el Pacífico. Las ninfas se habían internado en Mu junto a una pequeña escolta y todavía no regresaban, ni era posible localizarlas, algo que desconocían no solo los aliados de fuera, sino incluso los soldados de la Alianza del Pacífico. Solo oficiales de alto rango estaban al tanto.

Sorrento dio muchas vueltas a ese asunto. Las brumas del continente habían resultado ser un auténtico incordio, tanto para marinos como para caballeros negros. Y ni él ni la dama Dione podían abandonar la flota principal siendo probable que sufrieran un ataque de por lo menos dos guerreros celestiales. En eso recibió una visita inesperada, justo en el buque insignia, de tres santos de Atenea. A dos de ellos los conocía bien; la parte de la armada que luchó en el frente norte no tenía más que alabanzas para la ferocidad que Bianca de Can Mayor y, en menor medida, Nico de Can Menor, demostraron con el enemigo; además, no era la primera vez que visitaban ese frente y era posible que fueran ellos los responsables de transmitir la noticia de la desaparición de las ninfas, aunque nadie les informara directamente. El tercero, empero, apenas lo reconocía por el manto plateado que portaba, Centauro, pues el hombre agotado, de cabellos canos y mirada triste en nada se parecía al soñador Joseph, o así se le antojó al Gran General hasta que aquel abrió la boca, exponiendo un plan muy digno de un auténtico santo de Atenea.

Sueños, el santo de Centauro era capaz de obtener poder de los sueños de la gente. Tomó la luz perdida de dos mil guardias cegados por Caronte de Plutón para enfrentar a tamaño enemigo, capaz de llenar de un terror paralizante los corazones de tres santos de plata. El precio que pagó por tal audacia fue elevado, como descubrió Sorrento según Joseph le explicaba las razones de su estado: un golpe del noveno astral directo al alma, un daño que lo perseguiría a través de cien reencarnaciones. Pero ahí estaba Joseph, listo para ponerse en riesgo una vez más. En esta ocasión, recogería las esperanzas en el mañana que marinos y caballeros negros se habían atrevido a albergar días atrás, cuando los ríos del inframundo fueron sellados. Las impregnó con el recuerdo de la dama Dione de un mundo sin humanidad, más vital, salvaje y libre, para unir dos verdades perfectamente conciliables. Estaban vivos. Los hombres y la Tierra estaban vivos.

El trío marchó con el beneplácito de Sorrento. Atravesaron las brumas de frente, confrontando el engaño con el que estas trataban de someterlos con decisión, honestidad y, ¿por qué no decirlo?, las esperanzas de todo el ejército aliado en el Pacífico. Joseph dispersaba la influencia del continente mediante su aura, más mágica que racional, mientras que Nico y Bianca, con la forma de dos inmensos canes, buscaron sin descanso el rastro de las ninfas hasta que al fin las encontraron, a punto de convertirse en tristes árboles en un árido círculo de tierra rodeado de niebla. No había rastro de su escolta.

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Pero Joseph de Centauro tan solo protegió a su grupo de perderse para siempre en las brumas, o bien regresar al punto de inicio sin conseguir nada, como ocurrió con otras partidas antes que aquella. El continente en sí seguía aislado de lo que ocurría fuera, mientras que los de fuera no podían saber lo que acontecía dentro, de modo que el Gran General ordenó la concentración de la armada de Poseidón para acabar con la niebla del modo que fuera. No abandonaría a su suerte ni a las ninfas de Dodona ni a aquellos tres valerosos santos de Atenea, estaría a la altura de su cargo.

¿Lo estuvo, en verdad? Sorrento sintió que así era hasta que fue demasiado tarde. Los marinos llegaron, sí, pero no como aliados. Dominados por el mismo mal que Garland enfrentaba en Naraka, quienes lucharon en otros frentes durante la guerra, en especial los del norte, vieron en sus compañeros la legión revivida de Leteo, mientras que la flota del Pacífico los creyó un nuevo ejército del Hades, formado por los remanentes de las legiones de Aqueronte, Flegetonte y, sobre todo, Cocito.

Entablaron combate demasiado rápido como para que Sorrento pudiera poner orden. Mientras oficiales de Hybris y del ejército bajo su mando, desde el más bruto y belicoso hasta el más sabio, se arrojaban a una lucha frenética, el Gran General se vio rodeado por Abominaciones de Aqueronte, Flegetonte y Cocito, que eran en realidad sirenas de dulce cantar, poderosos Oceánidas y miembros de la armada del Ártico, todos concentrando esfuerzos para congelar a quien veían como Damon de la Memoria, cabecilla del ejército. Sorrento nunca se compararía con el Rey de la Magia, desde luego, pero resistió aquella estratagema con un tesón de leyenda. No perdió la calma por mucho que descendiera la temperatura, de modo que cuando a esta le faltaban algunos grados para alcanzar el cero absoluto, incontestable condenación para las escamas de Poseidón, ya estaba tocando su mágica flauta, llenando de dolor a sus captores.

A la vez que esa corta batalla ocurría, se hundieron navíos y se quebró la tierra cercana a la costa, formándose nuevas islas de roca y hasta algunas de hielo, resultado de los rayos que arrojaban los tritones del Ártico para congelar a los esquivos fantasmas de los santos, como veían a los caballeros negros. Por fortuna, pasados tres minutos de locura, Dione pudo alejar de sí el aguijonazo de terror que le afectó a ella más que a ningún otro, por ser especialmente consciente de la clase de enemigo que enfrentaban. La hija de Nereo llenó el fratricida campo de batalla con un aura serena, que poco a poco calmó las almas de todos los contendientes, purgando las manipulaciones de Fobos.

No pasó demasiado tiempo entre el fin de aquel caos y la llegada del grupo de Joseph, sin embargo, para todos los implicados fue una eternidad. Era grande la vergüenza entre los oficiales del ejército marino, sobre todo Sorrento, quien había derramado la sangre de más de un camarada con su arma mortal. Miró a Dione, hija de un dios, planteándose la idea de ceder en ella el mando del ejército, a lo que esta negó con la cabeza.

—La confianza de Poseidón es un don precioso, Gran General, que nadie que lo sirva debe despreciar —aseveró la nereida, poniéndole la mano en el hombro—. Esta tragedia no se debe a un error humano, sino a la voluntad de Fobos, dios del miedo.

—¡Ese maldito! —exclamó Sorrento, tensando el semblante por un momento—. Hijo de Afrodita y Ares, adorador del caos, ¿qué pretende con esta maldad?

—Lo desconozco, mas debemos enfrentarlos. Todos juntos.

—No, dama Dione. Si nos unimos, nuestros temores se sumarán también, como en Naraka. Eso es lo que Fobos quiere, sí, ahora lo veo claro.

Quizás la opinión de Sorrento fuera extrema, pero era el Gran General de la armada y todos debían obedecerlo. Dividió el ejército en siete batallones, de los cuales solo uno, el más pequeño, permanecería a la espera, bajo su mando. Los otros volverían a patrullar los océanos, donde todavía moraban los monstruos, comandados por marinos de la talla de Polifemo, Egeo y otros guerreros de gran fuerza y sabiduría. Los caballeros negros, sin un líder supremo a la altura del Gran General, dependían de las órdenes de oficiales veteranos como Eren y Cristal, los cuales formaron un comité de seis miembros solo para terminar por decidir quedarse. Al final, en todo caso, los marinos ya se habían marchado y el que fuera un gran ejército quedó bastante mermado para cuando llegaron Joseph, Nico y Bianca, trayendo consigo a las ninfas.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó, con los ojos muy abiertos, Joseph, tras tener que saltar entre varias islas para llegar al buque insignia, a tres mil metros de la costa.

—El precio de mi arrogancia —contestó el Gran General con amargura. La visión de las ninfas, ataviadas por blancas túnicas y con los rostros en paz bajo el embozo, le aportó una cierta tranquilidad. Sonrió, diciendo—: Por lo menos tu misión salió bien.

—Me temo que quienes las custodiaban se perdieron para siempre —dijo Joseph.

—Más muerte —lamentó Sorrento, mirando a los cielos con el ceño fruncido. No podía evitar pensar que esa guerra interminable continuaba solo por voluntad de Damon.

Pese a ello, Nico y Bianca fueron celebrados entre vítores y palmadas por los caballeros negros y los marinos que protegían la nueva e improvisada costa, que lucía más bien como un escarpado acantilado. Dione miró a los hermanos con ternura, intuyendo que sus corazones hallaban por fin algo de regocijo por una tarea cumplida. La guerra entre los vivos y los muertos había causado demasiado dolor en la santa de Can Mayor, dolor que intentaba quemar a través del combate, alcanzando pequeñas victorias. Dione tuvo que apretar uno de sus azulados tirabuzones para apartar de sí la idea de profundizar más en eso, no era de ley leer las mentes de los seres humanos.

—¿Ocurre algo, dama Dione? —preguntó Sorrento, recobrando la compostura.

—Oh, nada, Gran General, es que… —A media frase, la hija de Nereo calló de forma súbita. Una extraña fuerza nacida de sus entrañas le había cerrado la garganta.

Sorrento fue consciente de ello, por eso ordenó a todos los presentes en la nave insignia que se retiraran lo más lejos posible. El primero en obedecer fue justo aquel que no tenía el deber de hacerlo: Joseph corrió a tierra en menos de lo que dura un parpadeo, consciente de que su deber allí no era defender la posición, sino salvar a las ninfas. Estas no dudaron ni un segundo en retirarse, pero tres de ellas, las más jóvenes e inexpertas, debieron ser animadas por los santos de Atenea.

Joseph cargó a una en brazos, sin que extraños pensamientos aparecieran en su mente. Nico sí que se ruborizó, pero al punto se convirtió en un can de sombras, como su hermana, y ambos sirvieron de cabalgadura para las restantes hijas de la tierra.

Los santos de Atenea y las ninfas ya habían sobrepasado el horizonte cuando Dione cayó de rodillas, temblando de dolor. Sorrento posó los labios sobre la flauta, ejecutando una música que habría de exorcizar el mal que se apoderaba de ella si este era Fobos, el hijo maldito de los dioses del amor y la guerra.

—Huid —rogó Dione, bañada en lágrimas.

Las olas rompieron contra los barcos más alejados de la flota. Los caballeros negros de la retaguardia, sombras de la constelación de Flecha al mando de Sham, creyeron ver cómo las espumosas crestas del mar se tornaban en dientes humanos. No tuvieron tiempo de decidir si aquello era real o un delirio.

Un abismo de aterradora anchura y ennegrecida profundidad se formó en el océano. La totalidad del ejército aliado quedó atrapado. Solo los más rápidos pudieron huir. Sorrento fue el último entre ellos, debido a que no podía apartar la mirada de Dione, cuyo cuerpo y armadura se quebraron como si fuera una estatuilla de cristal.

—No puede ser. ¡Esto no puede estar ocurriendo! —gritaba mientras hallaba refugio en la plataforma de negro hielo creada al momento por la sombra de Copa.

Junto a los pocos supervivientes, Sorrento vio la cabeza de una gigantesca mujer, si es que no era una de las titánides hermanas de Crono. El rostro, una montaña sobre el mar, tenía el tono de la piel humana; el largo cabello, en cambio, parecía una extensión del océano del que estaba surgiendo, incluso podían verse peces flotando detrás de las orejas grandes como colinas, entre montículos de coral pegados al cuero cabelludo.

Entre los labios carnosos había más de un millar de cuerpos. Algunos retorciéndose, otros girando con lentos balanceos, otros cayendo en pedazos bajo el valle que era la barbilla de la colosal mujer, quien empezaba a levantarse.

Teniendo aun la flauta en la mano, Sorrento la esgrimió como si fuera una espada, destruyendo las olas inmensas que el solo movimiento de la mujer al levantarse provocaba. ¡Y no era para menos! Pues si bien la piel de los brazos era en apariencia humana, a pesar del tamaño, todo el resto del cuerpo, un vestido de una sola pieza, era de la misma consistencia del océano. El cabello, una vez se separó del mar, cambió al tono del cielo, lleno de nubes grises y oscuras, de tonos celestes y pequeños remolinos que se balanceaban chocando contra las amplias mejillas.

Una vez la mujer estuvo de pie, tan grande como la montaña sagrada desde la que alguna vez los santos de Atenea defendieron el mundo entero, tanto Sorrento como los caballeros negros, sirenas, ninfas, marinos y cíclopes que lo respaldaban pudieron escuchar un crujido atronador. El de aquella mujer masticando las islas y los barcos de Hybris y la armada de Poseidón que no llegó a tragarse.

Los ojos del nuevo enemigo destellaron como soles al cruzar miradas con Sorrento, que superado por la pérdida de tantos y el no haber sabido cuidar de una de las más fieles súbditas de Poseidón empezaba a sentirse preso de una furia sin par.

Bía, ángel del Olimpo, pudo percibir toda esa sed de violencia en el Gran General. De puro placer, acaso deseo, se relamió los labios, pasando su lengua por sobre todos los guerreros —vivos y muertos— que seguían colgados entre sus dientes y no habían caído al mar. ¡Cuán delicioso sería devorar aquella alma noble!

—¡Todos! —exclamó Sorrento antes de que el terror terminara de adueñarse de los guerreros que quedaban con vida. Un terror tan largo y profundo como la sombra que Bía proyectaba sobre ellos y el océano, que los había mantenido quietos, impidiéndoles huir—. Los santos de Atenea lograron la victoria contra los más poderosos hijos de Océano y Tetis. ¿¡Acaso nosotros somos menos que los santos!?

Miró de soslayo al pequeño ejército. Nadie gritó, pero, al menos, ninguno dio un paso atrás. La palidez empezaba a marcharse. Entre los caballeros negros, Eren de Orión Negro y Cristal de Copa Negra dispensaron arengas similares.

—He aquí la música que solo los justos pueden oír —anunció, enarbolando la flauta como una bandera más de la justicia primitiva que perseguían los caballeros negros. Tenía la intención de centrar el poder de aquel arma mágica en Bía, por supuesto, pero convencer a los caballeros negros de que todos lo oían, siendo solo los malvados los que se retorcieran de dolor, era la mejor forma que se le ocurrió para animarlos a luchar—. ¡Escucha, gigante, titánide o lo que sea que seas! ¡Escucha el preludio de tu funeral!

Las puntiagudas orejas de la mujer captaron la vocecilla del Gran General. El ángel rio, relamiéndose de nuevo, llena de placer.

—Mi nombre es Bía —se presentó la criatura con potente voz, condenando a más de un guerrero a largos minutos de sordera—. Ángel del Olimpo. A todos los santos de oro, a todos los generales del mar, ¡les mostraré la auténtica desesperación!

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Entretanto, en Bluegrad, otro destructor de ejércitos hacía su aparición. La magra defensa de la Ciudad Azul, compuesta por cincuenta de los mejores guerreros azules, con Günther a la cabeza, fue golpeada de lleno por una gruesa columna de luz.

Aqua de Cefeo sintió el estruendo, como muchos otros, solo que a ella la arrancó de un vergonzoso estado de inconsciencia. Enseguida recordó que el rey Alexer le había confiado el destino de Jäger y, en su mente, era como si en ese momento hubiese decidido tomarse una siesta. Nada sabía de Titania de Urano y de los planes que esta tenía para el Portador del Dolor, solo tenía claro que había fallado a las gentes de la Ciudad Azul. No pensaba hacerlo dos veces. A una increíble velocidad, abandonó la urbe dispuesta a patear el trasero del nuevo invasor, quienquiera que fuera.

—¡Por los siete mares! —gritó la enmascarada, a quien el manto de Cefeo había cubierto en pleno trayecto, en cuanto vio el deplorable estado del único guerrero azul que quedaba en el lugar—. ¡Günther! ¿Estás bien? ¡Te curaré!

Bajó por el ennegrecido cráter, pisando sin querer las cenizas mezcladas de cincuenta hombres incinerados. Era mucha su desesperación, pues Günther estaba hundido en roca fundida, con la piel de la espalda y los brazos en carne viva. Ni una sola pieza de la armadura azul había aguantado el ataque, que bien pudo haber sido mortal. Cuando llegó hasta él, apenas tuvo tiempo de tomarle el pulso y suspirar de alivio, pues en ese momento se dio cuenta de que el responsable de la matanza estaba allí, de pie, observándola. Un ángel del Olimpo cubierto por su gloria impoluta.

—Veamos si eres tan valiente con alguien de tu tamaño —clamó Aqua con tono desafiante, cubierta por un halo de plata.

—¿Dónde está el Trono de Hielo? —preguntó Cratos, pues no era otro más que él—. Ahorrarás a este país muertes innecesarias si respondes.

Por toda respuesta, Aqua ejecutó el Sello del Rey sobre el ángel. En una diezmillonésima parte de segundo se manifestaron cadenas de agua alrededor de Cratos, de tal forma que no podría moverse, o al menos, no debería poder. El cautivo murmuró algo con hastío y, tensando los músculos, generó alrededor suyo un calor que redujo las cadenas a nubes de vapor. Aqua quedó enmudecida, ¡ni tan siquiera se había esforzado!

Cratos no repitió la oferta. Empezó a caminar, ignorando por completo al despojo al que había reducido Günther. Andaba hacia Bluegrad, pero Aqua creía que iba a por ella.

—¿Sabes acaso con quién te enfrentas? ¡Soy Aqua de Cefeo! ¡La más fuerte entre los santos de plata! ¡Eh! ¡Si sigues así, tendré que darte una paliza! ¡Ya verás! ¡Te agarraré del pelo y te haré tragar más agua de mar que una ballena azul!

Esas y otras pullas salían de la boca de la santa de Cefeo, que en contraste temblaba desde los pies a la cabeza. Había algo en el ángel que la llenaba del mismo terror que sintió en el momento de su muerte en aquel volcán atestado de gigantes, tanto tiempo atrás. Por cada paso que Cratos avanzaba, ella retrocedía dos. Por cada amenaza de golpearlo, mil formas de evitarlo le sobrevenían, como dejarle pasar y que los defensores de Bluegrad se encargaran de él; ella podía compensar sus faltas de otra forma menos violenta, como curar a Günther. Sí, esa sería una buena forma.

Pero así como el miedo le hizo ceder hasta cien metros de terreno, que Cratos cubrió con terrible tranquilidad, no apartó de ella la vergüenza que la había animado a defender la Ciudad Azul en ese día, en esa hora, en ese minuto en el que un ángel del Olimpo atacaba. Disparó sobre el blanco peto del ángel hasta diez mil haces color aguamarina, la Pulsión Hídrica, que todo podía atravesar, excepto aquella armadura, al parecer. Ni tan siquiera le hizo un rasguño, y Cratos estaba cada vez más cerca, era el fin.

—¡No! —exclamó la santa de Cefeo, dando un salto justo a tiempo de que los dedos del ángel se cerraran en su garganta—. ¡Ahora soy fuerte, puedo patearle el trasero a…!

Cratos miró su mano durante una cien millonésima de segundo, justo antes de que Aqua completara esa frase. Decidió que tenía una misión más importante que el respeto que los ángeles debían profesar para con los hijos de los dioses, y actuó en consecuencia, acelerando la velocidad de su brazo hasta alcanzar la de la luz.

Aqua no lo sabía, pero de haber llegado Cratos a agarrarla en esas circunstancias, le destrozaría el cuello antes de que le diera tiempo a morir de asfixia. Porque él era el ángel de la Fuerza, nadie en el mundo podía comparársele en este campo. Pero entonces apareció otra clase de ángel, sobrevolando aquella porción de Rusia con sus alas doradas. Se trataba de Triela de Sagitario, quien vivía de forma constante a una velocidad que incluso guerreros como Cratos usaban solo en el momento preciso. Debido a ello, la Silente pudo sorprenderlo con un derechazo en pleno rostro. Incluso tuvo tiempo de apartar de un empujón a la santa de Cefeo, pero nada más.

Los dedos de Cratos se cerraron, formando un puño. El ángel de la fuerza despertó la Octava Consciencia en el momento justo en que Triela sacó el arco. La Silente se le antojó lenta en ese segundo eterno, a pesar de que, como con todos los actos realizados por la santa de Sagitario, empleaba una velocidad imperceptible para la gran mayoría de mortales. Cuando la flecha estaba ya dispuesta para ser disparada, Cratos se agachó por pura prudencia y le encajó un puñetazo en el peto, a la altura del corazón.

El segundo eterno concluyó con la Silente chocando contra el suelo, inmóvil. La sangre le bajaba por la máscara; allá donde Cratos la golpeó había un hueco del tamaño del puño de un hombre, teñido por el mismo color. El metal, más que quebrarse, había sido desintegrado por la potencia del ataque, el cual debía haber alcanzado el corazón.

Todo eso lo entendió Aqua con mirar a su superior. Un santo de oro acababa de ser derrotado con un solo golpe. ¿Qué podía hacer ella contra semejante enemigo?

«Yo soy fuerte —se decía la hija de Nereo—. Ahora soy fuerte, ¿no?»

—No es que no le hagas un favor al mundo quitándole un poco de su hedor a pescado, pero estás perdiendo el tiempo aquí —dijo Fobos, al tiempo que se manifestaba al lado de la caída en combate santa de Sagitario, a quien había estado influenciando.

—Nuestro objetivo es el ánfora de Atenea —contestó Cratos, sin molestarse en mirarle—. Está protegida por el Trono de Hielo, ¿no es así?

Tampoco Fobos miró a los ojos a Cratos. Una vez terminó de ascender, dirigió la mirada hacia la paralizada Aqua y la santa de Sagitario, sonriendo divertido.

—A mí no se me permite causar daño físico alguno, nadie me ha prohibido robar una herramienta divina. Eso significa que hay cosas que puedo hacer y cosas que no.

—Sirvo a la señora Titania, no a ti.

—Titania de Urano está en guerra con las fuerza del Hijo —observó Fobos—. Le harías un gran favor librándola del único lugarteniente de ese dios sin nombre que queda aquí.

—El Segundo Hombre es intocable —atajó Cratos.

—Tú lo has dicho, él es un hombre, un mortal. ¿Qué puede hacer contra quien excede la fuerza de todos los mortales? Estoy ansioso por averiguarlo.

—Él está escondido.

—En un rincón de las tinieblas adyacentes al universo material, sí, puedo llevarte allí. Solo tendrás que esperar un poco a que esa casa encima del árbol aparezca.

—¿Casa encima del árbol?

La broma del guardián de la Esfera de Marte, tan fuera del lugar, desconcertó a Cratos lo suficiente como para no negarse a su petición. Fobos dio a aquel silencio un significado positivo, formando con un giro de muñeca un portal entre ambos que daba a la más profunda oscuridad. El ángel de la Fuerza vio aquellas tinieblas con el ceño fruncido y una gran desconfianza, pero tras un minuto de reflexión, algo lo animó a acceder a la propuesta de Fobos. Se internó en el portal, sin dejar de mirar por encima del hombro a aquel anciano sonriente, preguntándose qué tramaba con todo esto.

Aqua no sintió ni un poquito de alivio porque el cosmos sobrenatural de Cratos abandonara Bluegrad, pues el ser que lo había sustituido era peor que un enemigo imbatible. Miedo, puro miedo encarnado, reptando hacia la inmóvil Triela para someterla a alguna maldad. ¡Cómo habría querido ir hasta ella y zurrar a ese viejo malévolo! ¡Cómo quería hacer algo, lo que fuera! Dio un paso.

—Trata de dar otro, apestoso pez. Trata —la animó Fobos, irritado solo por un segundo. Pronto el semblante se suavizó mientras se agachaba ante la santa de Sagitario, a quien observaba con curiosidad científica—. Se supone que los santos de Atenea sois humanos, que vuestros cuerpos son vulnerables bajo los mantos sagrados, sean de bronce, de plata y de oro. Entonces, dime, ¿cómo puedes respirar después de que los latidos de tu corazón se hayan detenido? ¿Estás muerta de verdad? Veámoslo.

Sin ningún pudor, acercó la mano hacia la máscara dorada, acariciando el borde. En ese momento, Aqua le atravesó la cabeza con un puñetazo, pero fue como pasar a través de un verdadero fantasma, intangible a las cosas materiales. La santa de Cefeo, harta del miedo que había sentido por Cratos, reunió todas las fuerzas que tenía para dar esos pasos hacia tan poderoso enemigo, para lanzar aunque fuera un único golpe. Todo fue inútil. El rostro de Fobos seguía sonriendo, a pesar de que la mitad tenía la forma de un puño de plata: aquella situación le divertía muchísimo. Llegó incluso a reír cuando Aqua, mareada por el agotamiento, se apartó de él.

Pero no había tiempo para la diversión. El cuerpo de Triela tembló por completo, indicando que volvía al mundo de los vivos tras una experiencia cercana a la muerte. Fobos apartó la mano de la máscara, saciada su curiosidad, y se levantó, con las pupilas de los ojos bailando del portal oscuro hacia ella. No lo había cerrado.

—Será nuestro secreto —susurró el guardián de la Esfera de Marte, llevando un único dedo a sus labios curvados. Después, muy serio, miró a Aqua—: ¿A a qué esperas, pez inmundo? ¿Quieres que mueran tus compañeros?

Desapareció antes de que Aqua pudiera reaccionar a esa disparatada pregunta. Lo hizo riendo de tal forma que el sonido permaneció por toda la zona un rato más, mientras Aqua se atormentaba decidiendo a quién curar primero. Nadie más que Triela podría proteger Bluegrad de enemigos tan poderosos, y hasta de eso tenía dudas, pero Günther moriría si no se le atendía pronto. ¿Qué debería hacer?

Tal vez no importaba. Quizá por eso reía Fobos, el guardián de la Esfera de Marte. Porque hicieran lo que hicieran, estaban perdidos.

Pero aun así, Aqua actuó. Como una santa de Atenea, tuvo esperanza.