Capítulo 162. Miedo y terror en la Ciudad Azul

Al principio, Fobos anduvo por las calles frías de Bluegrad como un viejo mendicante, saludando con afabilidad a los pocos que se encontraba a esas horas de la noche. Gente insensata, un insólito caso de ladrón, mercenarios a cargo de Sergei Kalinin ejerciendo labores de policía y hasta guerreros azules, claro está. El grupo de Günther solo era la vanguardia, no el grueso de las fuerzas con las que contaba la ciudad más poderosa del planeta. El ejército de una nación común tenía tantas posibilidades de conquistar Bluegrad, incluso ahora, como las tendría Bluegrad de defenderse de un ataque de Cratos. Si Fobos hubiese dejado que el ángel fuera en busca del Trono de Hielo, tal y como estaba empecinado, la Ciudad Azul recibiría el amanecer como un montón de cenizas. Una muerte pacífica, en comparación con la vida que le otorgaría.

No le agradaba la actual situación, por mucho que la perversa expresión de su semblante dijera lo contrario. Cratos le habría hecho las cosas fáciles, sobre todo si creía que yendo a Bluegrad, en lugar de cumplir como distracción al igual que Bía, estaba contraviniendo los deseos de alguien al que despreciaba. Sí, Cratos habría sido un aliado de lo más laborioso, pero era de suma importancia que estuviese junto al Segundo Hombre en su momento de mayor debilidad, momento que llegaría muy pronto. Fobos, por su parte, tenía que estar a la altura de las expectativas del mundo. Un dios cruel, capaz de realizar las peores obras, como buen hijo de su padre.

—Por eso tuvimos que separarnos —lamentó el guardián de la Esfera de Marte, errando hasta alcanzar el centro de la ciudad. Tenía los labios llenos de escarcha, en una sonrisa perpetua—. En una obra, hasta los personajes secundarios pueden brillar cuando están solos, lejos de la sombra proyectada por el protagonista.

Así como habría podido manipular a Cratos para que lo ayudara, lo hizo para que olvidase por un rato la idea de atacar Bluegrad. Le ofreció en bandeja de plata la oportunidad de dar muerte al Segundo Hombre, una misión más atractiva que ir a robar el ánfora de Atenea de una ciudad que no podría oponérsele. Al final, el ángel seguiría sirviendo a los intereses de Titania de Urano, tal y como era su deseo. A quien era, por azares del destino, hija de su antigua ama, Pirra de Virgo. ¿Casualidad?

—Eso no existe —aseveró Fobos, pensando en el portal que dejó abierto, como olvidándose de él. Al igual que Cratos, la santa de Sagitario tenía una misión, la de proteger Bluegrad en nombre de la alianza que la unía con el Santuario, pero ella era de la élite, no un simple soldado que solo obedece órdenes. Podía pensar, discernir entre el daño que podría provocar al mundo un enemigo como Cratos y lo que podría hacer él, Fobos, sin la capacidad de causar daño físico alguno. Tomaría la decisión más lógica, la más equivocada, pero para cuando lo entendiera, ya sería tarde.

Ese era el momento que Fobos había estado esperando, la razón de su paseo a la luz de las estrellas, si se le podía llamar así a pesar de aquel cielo nublado. Cuando supo que la santa de Sagitario y Cratos se hallaban en la más profunda oscuridad, cuando estuvo seguro de que los actos de Bía eran lo bastante descarados como para entrar en el radar de todos los santos de oro, dejó de jugar al espía. Como una vela encendida para honrar a un muerto, en este caso la paz en Bluegrad, Fobos se llenó de un rojo mortífero.

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El cielo sangró. No habría otra forma de describirlo para cualquiera que sobreviviese a aquella noche de locura. Las nubes se antojaban coágulos en medio de un rojo omnipresente que pronto se derramó por todas partes, desde el castillo hasta las entradas de la ciudad. Los hombres comunes, incluyendo a mercenarios como Sergei Kalinin y su yerno Alexei, empezaron a tener alucinaciones tan pronto alzaron la vista al cielo. La niebla imperante entre las calles se convertía en toda suerte de bestias, invulnerables ante sus rifles de asalto y granadas, aunque no a los rápidos puños y poderosas patadas de los guerreros azules que patrullaban las calles.

Ratas enormes, lobos sedientos de sangre, murciélagos… Todos se dispersaron ante las ráfagas de cosmos que los defensores de Bluegrad dispensaban para aquella legión de pesadilla, pero mientras esa pequeña victoria ocurría, todos los hogares de la ciudad se llenaban de un sonido bajo, aunque constante, capaz de despertar a los hombres del más pesado sueño. Porque mientras dormían era como las campanadas del fin del mundo, para convertirse después en un molesto zumbido cuando abrían los ojos a un dormitorio que no reconocían como el suyo, sino como una mezcla entre la realidad de siempre y una pesadilla que apenas podían recordar. Cada casa se convirtió, sin que los vigilantes lo supieran, en un campo de batalla en la que hombres de paz acostumbrados a la tranquilidad garantizada por los guerreros azules enfrentaban a sus propios miedos.

Muchos salieron victoriosos, impusieron su valor y convicciones al miedo, logrando salir de sus casas solo para mal sobrevivir en unas calles donde cada sombra podía ser una nueva bestia sacada de algún cuento de terror. Otros morían, colapsados por un infarto, arrojándose por las ventanas… Estos actos volvían imposible romper el hechizo al que en vida fueron sometidos. Un hotel popular reía y gritaba a través de las puertas y ventanas, pues estas, llenas de dientes en sus bordes, eran ahora las bocas de un monstruo que extrañaba su alimento. Un pequeño hospital fue incendiado por su director, un hombre con arrepentimientos que nadie más conocía, y del humo que emergió de su cadáver carbonizado nacieron duendecillos que gozaban arrancando los ojos de los padres que habían abandonado a sus hijos. En la comisaría más alejada de la entrada de la ciudad se atrincheraron algunos de los hombres de Kalinin, llevados a tal grado de desesperación que pactaron un suicidio colectivo antes de que cualquier guerrero azul pudiera ayudarles. Este acto, interpretado como una traición al pueblo de Bluegrad, provocó que ningún arma humana volviera a funcionar. Más de un soldado murió esa noche tratando de proteger a otros, al estallarle el fusil en la cara.

Poco a poco, las pesadillas de la gente inundaron la ciudad. Guerreros azules del castillo debieron intervenir, considerando que la misma fuerza maléfica que los atemorizaba había aislado la Ciudad Azul del resto del mundo. Aun el médico real, Néstor, participó para reparar los daños, físicos y mentales, sufridos por los comunes de Bluegrad, y algunos no tan comunes, pues quienes conocían el cosmos terminaron cediendo a la locura. ¿Cómo debían responder cuando las personas a las que tenían que proteger salían en masa desde sus casas para tacharlos de demonios de hielo? En el punto en que los defendidos se volvieron dementes, los defensores empezaron a sentir odio.

Ambas sensaciones eran falsas, insertadas por Fobos por el mero hecho de mostrarse, por fin, tal cual era. La noche de locura tardaría tanto como tardara el rey emérito, Piotr, en ser despertado. Él hablaría a su pueblo en nombre de su hijo, les contaría un cuento para dormir y todos dejarían de comportarse como niños asustados.

—¿Podría provocarle un infarto al viejo? —comentó Fobos, ya en el castillo, en medio de una cancioncilla que no había parado de silbar. Desde el patio en el que se hallaba, miró en dirección al estudio de Piotr, seguro de que allí, desde donde preparaba un tratado entre Bluegrad y el Reino de Asgard, dormía el rey emérito.

La idea nunca tuvo oportunidad de desarrollarse. Nadia llegó hasta él con un salto desde alguna parte, armada con el hacha Cortaúñas y llena de un cosmos notable, para un santo de plata. Fobos la miró primero con asombro y luego con curiosidad. Si no se había hecho un ovillo en algún rincón, ¿qué sería necesario para romper su mente?

—En el nombre del rey Alexer, yo…

—Tú deberías cuidar mejor de tus retoños.

Brusco y sádico, Fobos cortó el desafío de la guerrera azul, una madre, al fin. En la mano del guardián de la Esfera de Marte, de pronto demasiado grande y fuerte, estaba la cara llorosa de Natasha. Fobos no permitió a Nadia decir que aquello era una ilusión, enseguida aumentó la presión sobre la cabecilla de la mocosa, susurrando:

—Llévame hasta el Trono de Hielo.

Nadia apretó los dientes, alzó el hacha como un verdugo y después la bajó, despacio. Hundió la cabeza y los hombros en señal de rendición.

La guerrera azul fue una dócil guía para el guardián de la Esfera de Marte, con su andar acompasado por las patadas que Natasha daba al aire y los gritos de Jacob, su esposo, gritándole que no lo hiciera, que todo era un engaño. Incluso esa advertencia era una ilusión orquestada por Fobos, desde luego. Si ni siquiera el resto de guerreros azules en el castillo reunía el valor para hacerle frente, mucho menos lo haría aquel segurita.

Cuando llegaron a las escaleras, todos los sonidos se detuvieron. Natasha se durmió de pronto, Jacob dejó de gritar y hasta Fobos puso fin a la cancioncilla.

—Suéltala —gritó Nadia con un hilo de voz, no había dejado de sostener el hacha en ningún momento, soñando con la idea de decapitar a aquel demonio.

—Vale —contestó Fobos, arrojándola hacia atrás.

Al igual que en el momento en que se encontraron la guerrera azul y el guardián, Nadia dejó atrás su título de guardia real por su familia, incluso si muy dentro de sí sabía que aquella Natasha no era real. Soltó el arma, corrió hacia la niña, permitiéndose derramar lágrimas, pero nunca la alcanzó. Aquellos pocos metros que tenía que cubrir, aquella caída de una niña arrojada por un demonio, todo duró demasiado, una eternidad.

Fobos aprovechó esa eternidad para bajar las escaleras, hasta la antecámara del Trono de Hielo. Si para ese momento Piotr resolvía el caos en la ciudad, tanto daba.

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Los guerreros más fuertes de Bluegrad lo esperaban. En el frente, la veloz Katyusha y el fornido Folkell, superviviente de las heridas en cuerpo, mente y alma sufridas en la guerra entre vivos y muertos. Tenía, además, un arma de leyenda en sus manos veteranas: Balmung. A Fobos le bastó mirarla un instante para saber que era peligrosa.

Baldr de Alcor Zeta se hallaba detrás de aquellos dos temerarios, a pesar de que los superaba a ambos en todo. Hasta la protección que portaba era algo de otro mundo, una armadura digna de un verdadero Señor del Invierno, la cual le había permitido luchar contra el falso dios Belial de Aries. Sería un problema sobrepasar aquel muro blanco. El otro, el que había tras el Sumo Sacerdote y bloqueaba como un glaciar la entrada a la sala del trono, sería un juego de niños en comparación.

—Bien —saludó Fobos—. ¿Empezamos?

No eran aquellos defensores hombres de muchas palabras. Veloz, Katyusha saltó hacia él como un lobo hambriento, clavando sus garras en la garganta del guardián de la Esfera de Marte. El efecto fue tan irrelevante como el del golpe lanzado por Aqua ante las puertas de la ciudad: los dedos de la siberiana pasaron por la vieja piel sin causarle daño alguno, como si fuera un fantasma. Fobos, empero, sí pretendía dañarla, pero tuvo que alejarse para evitar un tajo de Balmung. ¡Folkell había aparecido de la nada!

—¿Ayudando a tus amigos desde lejos? —preguntó Fobos.

Baldr se encogió de hombros. Acto seguido, giró la muñeca y Katyusha y Folkell aparecieron a los costados de Fobos, quien formó una sonrisa feroz.

La manipulación espacial del Sumo Sacerdote podía hacer aparecer a aquellos dos guerreros donde quisiera, pero la velocidad a la que estos podían atacar dependía por completo de sus propias fuerzas. En momentos como aquel, Fobos tenía la ventaja, porque era más rápido que el portador de aquel arma de leyenda. Extendiendo un único dedo de la mano derecha, dio un golpecito en la mente de Katyusha, cuyos ojos blanquearon al punto. A la vez, la izquierda pasó frente al rostro decidido de Folkell, tornándolo tan pálido como si de nuevo fuera presa del Lamento de Cocito. Los dos gritaron a la vez, como bestias heridas.

—¡Günther! Yo no… ¿Por qué haría algo…? ¡Mime, déjame explicarlo!

—Es mentira. El golpe del rey Alexer falló. Él no mató al rey Piotr. ¡No lo hizo!

La desesperación del par fue música para los oídos de Fobos, sobre todo en el momento en que Folkell soltó Balmung. Resultaba tan divertido que le dieron ganas de reír. ¡Aquel hombre hecho y derecho reaccionaba igual que aquella mujer, por un hijo ajeno! Agachándose, se preparó para tomar la espada legendaria, pero entonces un poderoso cosmos dispersó su cuerpo por toda la sala. Baldr había decidido luchar.

Katyusha luchó en el mismo frente que el Sumo Sacerdote, pero nunca dejaría de asombrarse por el poder que aquel hombre ostentaba.

De la mano de Baldr nacían ráfagas de cosmos frente a las que ella no sabría defenderse, pero que al anciano no terminaban de causarle un daño permanente. El cuerpo del enemigo estallaba en un millón de partículas solo para resurgir en otra parte de la sala, burlándose de los esfuerzos de todos.

Solo parecía haber una opción. Se acercó a Folkell poco a poco, fingiendo estar viendo todavía aquellas terribles visiones, pero a diferencia suya, el norteño no parecía haberse liberado del hechizo del enemigo. En su defensa, ya no gritaba, ni tampoco llegó a derramar una sola lágrima. Se mantuvo sereno, tranquilo, como esperando una muerte merecida. Él no podría blandir Balmung en ese estado, tendría que hacerlo ella.

No dudó un instante. Veloz como era, se alzó, tomó el arma como el mango y lanzó un tajo contra el anciano, pero en el último momento, Balmung la rechazó.

—No eres digna —dijo Fobos empleando solo los labios, tras voltear hacia ella. Todo sucedió tan rápido que Balmung no había terminado de caer al suelo cuando el guardián de la Esfera de Marte atravesó su cabeza con una mano espectral, causándole un dolor inenarrable. Todo en ella tembló mientras el anciano extraía algo de su mente, un ser vivo que graznaba y aleteaba entre los huesos de su cráneo. Katyusha tardó en darse cuenta de lo que era, pues tan pronto lo extrajo, Fobos lo partió de un mordisco, llenando su mentón y mejillas con un ilusorio líquido sanguinolento.

Un cuervo. Uno de los Hijos de Mnemosine con los que Munin defendió a tantos en el frente del Pacífico, un último regalo de aquel divertido compañero de armas, se deshacía en partículas de luz tras dar sus últimos estertores. Katyusha trató de sonreír, agradecida, pero los labios le dolieron, tornándose quebradizos ante un líquido que bajaba de ellos, uniéndose a unas lágrimas que no podía detener. ¿Babeando? ¿Estaba babeando como una enajenada, ella? La sola situación la enfurecía, y de la ira, estaba convencida, podía nacer un poder más allá de los límites humanos.

De nuevo atacó como un lobo, pero trayendo consigo la fuerza combinada del fuego y el hielo. Fobos dejó que aquellos elementos se perdieran en su cuerpo etéreo.

Pero entonces, Folkell apareció a su derecha, armado con Balmung. En ese mismo instante, sin dar tiempo a Fobos para reaccionar, el brazo del Lord del Reino se movió en una dimensión superior a las convencionales, ejecutando un corte instantáneo. La espada legendaria trazó un arco azulado a través de la cabeza del invasor, desde los cabellos del lado izquierdo hasta el extremo inferior de la mejilla derecha. Toda la herida sangró, cubriendo media nariz con pura oscuridad.

—Yo sí soy digno, demonio —clamó Folkell, perlado en sudor por el sobreesfuerzo. Esta vez, la ayuda de Baldr podía haberlo matado.

Todavía resonaba en su mente el graznido del cuervo mutilado por aquel temible enemigo. De alguna forma, la muerte del eidolon lo despertó de su pesadilla, permitiéndole comprender lo que los demás ya habían planeado. Katyusha, a pesar de la penosa situación por la que pasaba, hacía su parte, envenenando de orgullo y autosuficiencia a quien de por sí debía considerarse invencible. Baldr no actuaba, lo que dejaba claro que estaba preparando alguna treta de las suyas, una a la que no le vendría mal que el objetivo estuviese un poco debilitado, solo un poco.

Todo eso pasó por la afilada mente de Folkell en un cortísimo tiempo, y no necesitó mucho más para actuar, gracias a la ayuda de Baldr. Pudo percibir cómo se abría ante él un portal, un agujero de gusano que le permitiría llegar hasta Fobos en un instante, y tuvo la misma sensación respecto a su brazo, de que no se movía en las tres dimensiones del espacio. Podía atacar en una dirección que no era arriba o abajo, izquierda o derecha, si bien ese movimiento le costó una titánica presión para todos sus huesos y músculos. Sintió que se rompía en el momento que cortó al anciano, pero un guerrero no debía mostrar su miedo al enemigo. Así fueran patrañas, debía decirle algo, lo que fuera, para restar importancia a la situación, incluso si era una de vida o muerte.

—Este cuerpo ya no sirve, ¿eh? —murmuró Fobos, despreocupado, mientras una densa oscuridad le recorría medio rostro. De tal color era la sangre de los demonios.

Ya acostumbrado a pelear con monstruos vivientes, Folkell no se sorprendió de que aquel ser, quien quiera que fuese, siguiera en pie después de haberle cortado el cerebro. Sin dejar de apuntarle con Balmung, miró a Katyusha.

—¿Puedes luchar?

—Claro que… claro que…

La siberiana se llevó las manos a la cabeza, temblorosas. Algo le había hecho el enemigo, algo terrible. Y Folkell no podría repetir la hazaña de antes, no solo porque el anciano ya no asumiría que era vulnerable, sino porque su cuerpo no resistiría.

Ni era necesario que lo hiciera.

—¡A dónde miras, demonio! —clamó Baldr—. ¡Soy yo tu enemigo!

El anciano no le hizo caso. Caminó hacia Katyusha y Folkell, listo para quebrar sus mentes hasta volverlos niños babeantes. Incluso cuando el espacio se distorsionó alrededor de él, tan solo hizo el intento de teletransportarse hacia las presas más débiles, como si ignorara a propósito la mera existencia de Baldr. Después de todo, él no era capaz de herirle, no era una amenaza real, solo alguien difícil de matar.

Baldr asumía que el enemigo pensaría así, porque él mismo tenía una opinión parecida de aquel anciano. Por fortuna, él tenía un truco infalible para enemigos difíciles de matar. Había aprovechado la distracción que Folkell y Katyusha generaron para preparar el Escudo de Odín, pero considerando la arrogancia del invasor, no habría sido necesario. El guardián de la Esfera de Marte apenas prestó atención a como el mundo iba perdiendo color hasta que todo alrededor de él se volvía de un blanco cegador. Ya fuera por la herida causada por Balmung, ya por una fe desmedida en su propia invulnerabilidad, fue arrastrado hacia Ginnungagap sin oponer resistencia.

—No te preocupes, Folkell. Tengo un remedio para el dolor de cabeza.

El interpelado, quien ya servía de apoyo a Katyusha, mostró todos los dientes en una sonrisa que era feroz como la de una bestia. Ni en una situación tan tensa podía aquel amigo suyo olvidar dar un tono sucio a sus palabras.

Con todo, estaba convencido de que la siberiana sí que necesitaba un remedio, urgente. Aun en la fría antecámara estaba hirviendo, seguía sin poder hablar y no dejaba de sufrir temblores. La mirada de la mujer, centrada cuando debía serlo, iba de un lado a otro sin control. Folkell maldijo en silencio al anciano, por cualquiera que fuese la brujería que lanzase sobre ella. También se preguntó quién sería. Si estuvieran en Midgard, no dudaría en considerarlo uno de los Megrez, pero en ese mundo podía ser cualquiera.

—Fobos —dijo Baldr, con una voz que no era la suya—. Me llaman Fobos de Marte.

El instinto de Folkell lo alertó del peligro que no podía ver. Alzó la espada, más como un escudo que como un arma dadora de muerte, y así pudo mitigar la ráfaga de cosmos que Baldr proyectó sobre ambos con intención asesina.

Durante los primeros tres segundos, la luz pálida de Balmung se mantuvo firme ante la tempestad carmesí, pero entonces una fuerza invisible removió las entrañas de Folkell, debilitándolo. Los restos del mortífero ataque bastaron para empujarlo contra la pared, donde vomitó cuanto había comido ese día. Sobre todo, había sangre en el suelo ante él, algo a lo que le dio escasa importancia al no sentir cerca a su compañera. La buscó con la mirada, desesperado, sin percatarse de que un nuevo ataque se cernía sobre él.

Ni siquiera después de eso, con la piel abrasada, los brazos humeantes y un cuerpo rendido a la inconsciencia, Folkell soltó Balmung.

—¿De verdad creías que eso sería suficiente? —El rostro espectral de Fobos apareció en el lado izquierdo de la faz de Baldr, cuyo cuerpo manipulaba incluso desde Ginnungagap—. Ni siquiera te sirvió con Belial de Aries, ¿cierto?

—Maldito —fue todo lo que el Sumo Sacerdote pudo decir.

Katyusha estaba en el otro extremo de la sala, siendo ahora el último obstáculo entre Fobos y su objetivo. La intención era heroica, desde luego, pero siendo que perdía la visión cada pocos segundos, el guardián de la Esfera de Marte no pudo evitar reír.

—Tengo la intención de incinerar ese hielo, niña. Apártate si no quieres que te haga daño —advirtió Fobos, ahora hablando a través de Baldr. El rostro que había creado hacía un momento ya no estaba, como no parecía estar la voluntad de Baldr.

—Te mataré —dijo Katyusha. Un brazo ardía, el otro despedía un frío glacial—. ¡Por todos los dioses, juro que te mataré, demonio!

Lejos de impresionarse por la amenaza, Fobos apuntó a la siberiana con la palma abierta, en la cual nació una muy fina ráfaga de cosmos. Él, misericordioso, había apuntado a la cabeza, queriendo perforarle el cerebro, pero algo, o más bien alguien, le hizo errar el tiro. Solo el hielo fue perforado, como si no existiera.

—Si te entrometes será peor —susurró Fobos, dirigiéndose a Baldr, antes de aparecer justo frente a Katyusha. La siberiana se defendió con uñas y dientes, sin dejar que la frustración se apoderase de ella mientras el invulnerable cuerpo del Sumo Sacerdote resistía por igual sus llamas y su hielo, tal y como ocurrió en el Pacífico.

Fobos, despreocupado, elevó el puño. Un solo golpe bastaría para matarla.

—Basta —pidió la voz de un hombre.

Fobos hizo caso omiso. El puño, empero, erró por poco. En lugar de la cabeza de la siberiana, fue su oreja derecha lo que quedó reducida a una pulpa sanguinolenta.

—Basta —reiteró la voz, quien no era otro sino el rey Piotr.

—¿No estás un poco ocupado salvando a tu pueblo? —preguntó Fobos.

Se suponía que así debía ser. El guardián de la Esfera de Marte no tenía tiempo para ocuparse del antiguo Señor del Invierno, no siguiendo las reglas que le habían impuesto y que ya estaba doblando en exceso. Así que optó por ignorarlo, pues sabía que el viejo no estaba allí en realidad. Tan solo era una proyección que desaparecería en cuanto se diera cuenta de que estaba priorizando la vida de su nieta por sobre la de todo el pueblo de Bluegrad. Volvió a alzar el puño, fingiendo buscar la muerte de aquella mujer. Poco le importó que ella apartara la cabeza por instinto, muy despierta debido al dolor lacerante en la herida abierta. En nada le molestó que Baldr tratara de imponérsele y que Piotr siguiera con sus ruegos lastimeros, porque el puño hacía trizas el hielo.

Sí, la fuerza de Baldr era lo bastante grande como para destruir aquel muro de forma indirecta, algo que pronto fue percibido por el antiguo rey.

—En el Trono de Hielo solo te espera la muerte —advirtió Piotr—. Mas si ese es tu deseo, te abriré las puertas, a cambio…

—Lo lamento, viejo —cortó Fobos, ejecutando esta vez un certero puñetazo en el estómago de la siberiana, la cual se dobló sobre sí misma, sin aire—. No soy un comerciante —aseguró, posando la palma sobre la cabeza de la mujer.

Además de una fuerza prodigiosa y la capacidad para manipular las dimensiones, desde la creación de atajos inalcanzables para la velocidad de la luz hasta el sellado de enemigos inmortales en lo que llamaba Ginnungagap, Baldr contaba con otros trucos. Uno de ellos era bastante apropiado para la situación, así como el ejecutor. Fobos, quien jugaba con las mentes de todos en Bluegrad, usaba ahora la técnica de uno de sus defensores para quebrar el espíritu de la capitana de los guerreros azules, quien se resistía a la locura. De esa forma ponía en su lugar a Piotr, le recordaba que no eran iguales negociando alguna mercancía, sino un invasor triunfante frente a un rey derrotado. ¡Ni siquiera un rey, de hecho! Había abdicado, no era nadie.

—¡Detente!

—¿Qué me dices, Baldr? —preguntó Fobos—. ¿Quieres que someta el corazón de esa mujer para ti? —cuestionó a viva voz, dispuesto a llevar al último término aquella lección para el arrogante Piotr. Estaba muy cerca. Al inicio, Katyusha se defendió de aquella energía descendente con ardientes garras y gélidos vientos, pero ahora sus brazos caían pegados a los costados. La magnífica armadura que la cubría se redujo a polvo en un abrir y cerrar de ojos, solo la mirada, ida la mayor parte del tiempo, recobraba de tanto en tanto la lucidez y el desafío.

La temperatura descendió por toda la sala de forma drástica, aproximándose al cero absoluto. ¿Un ataque del antiguo rey, letal a pesar de la distancia? ¿Una reacción instintiva de la capitana de los guerreros azules a una pronta muerte? No parecía que tuviera tanto poder, pero así como las estrellas, un santo de Atenea brillaba más cuando se extinguía su vida, y los guerreros azules no eran otra cosa que santos de Atenea sin constelación, en opinión de Fobos. Fuera como fuese, no importaba. La armadura de Baldr podía protegerlo hasta del cero absoluto, de ser necesario.

Entonces, como reaccionando a aquel pensamiento, el divino manto llenó de luz la sala antes de de desaparecer. Siete zafiros giraban por encima de la cabeza de Fobos, el cual apenas pudo procesar la situación antes de sentir el filo de Balmung en su pecho.

El frío despertó a Folkell. Puro instinto de supervivencia, mezclado con un odio animal que no creyó poder sentir hasta ese momento. Con todo, quiso oponerse a esa ira que lo inundaba como un auténtico berserker, solo el ruego de Piotr lo animó a no hacerlo.

Tal y como Fobos supuso, Piotr no podía intervenir en esa batalla y salvar Bluegrad al mismo tiempo, debía escoger. Por tanto, solo una parte de la mermada fuerza que le quedaba tras el ascenso al trono de Alexer se hallaba en la habitación condenada por el ataque suicida de Katyusha, que el invasor atribuía a Piotr. La labor de este fue mucho más sutil que eso: se arrastró suplicante a quien sabía un enemigo inclemente, se mostró ante los sentidos de aquel anciano para distraerlo de quien había olvidado. Desde que apareció, el antiguo rey de Bluegrad había querido abrir una brecha para Folkell.

El norteño se entregó a sus instintos. El deseo de vengar a su prometida y su amigo se mezcló con la más pura sed de sangre. Toda la furia que sentía se convirtió en poder, y era tanto que no necesitó la ayuda de Baldr para propulsarse hasta Fobos y atravesarlo con el arma que tanto temía, sin siquiera pensar en cómo esta le protegía del frío mortal que inundaba la antecámara. La hoja de Balmung salió del pecho de Baldr, cubierta por la sangre de un gran hombre y manchas de pura oscuridad, justo por encima de la cabeza de Katyusha, quien cayó al suelo sin remedio.

—Felicidades —dijo Fobos desde el cuerpo congelado de Baldr, mientras salía de la herida como humo negro, directo a las grietas que había abierto en el hielo—. Has matado a tu amigo para salvar a una muñeca sin vida. ¡Que aproveche!

El Sumo Sacerdote cayó tan pronto Fobos abandonó su cuerpo, aunque no se rindió a la inconsciencia. Más bien, mientras trataba de parar la hemorragia con ambas manos, lanzaba una muda petición al enfurecido Folkell:

—Olvídate de mí, mata a ese bastardo.

Siendo el último en pie, Folkell no pudo sino aceptar esa encomienda. Alzó Balmung para rebanar por completo el hielo que aislaba la sala del trono.

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La misma situación en la que estuvo a punto de verse en la antecámara, ahora la vivía Fobos en las carnes de ese cuerpo dos veces herido. La temperatura descendía hasta el más bajo extremo, y sentía que ya no era un ser etéreo, debido a Balmung, un arma creada para sellar espíritus maléficos. ¿Y qué eran los hijos de Ares, sino espíritus maléficos, siempre que se les describiera desde un punto de vista humano?

Oía el hielo desmoronándose. No tenía mucho tiempo. Ya que el rey Alexer ni siquiera reaccionaba a su presencia, era de suponer que su ser astral, su alma incluso, había viajado hasta la Máquina de Rodas, si bien eso no le impediría volver si pretendía causarle algún daño. Siendo que esa no era su intención, Fobos caminó hacia el Señor del Invierno, cubiertas las heridas de escarcha. Posó las manos en los brazos del trono, sabiendo que se le quebrarían en cualquier momento. Y lo miró a los ojos.

—Iba a esperar a que tu lucha con Damon destruyera el Trono de Hielo —confesó Fobos—, ahora he cambiado de opinión. Una vez abra el ánfora de Atenea, dos reyes perderán la cabeza bajo el mismo verdugo.

La sangre de Fobos se deslizó como un río hasta el trono, cumpliendo la misma función que Oribarkon antes que él. Fue ese el momento en que Folkell entró en la sala como un verdadero berserker, pudiendo seguir respirando solo gracias a Balmung.

No había nadie allí para el norteño. Fobos se había marchado, siguiendo la misma senda que el alma de Alexer, Oribarkon y Julian Solo. Ese había sido siempre su objetivo.

En medio de aquel frío, hasta su sangre ardiente empezó a apagarse.

No quedaba esperanza, no en ese rincón del mundo.