Capítulo 164. Cielo inclemente

El primero en llegar al océano Pacífico fue Ofión. No era capaz de seguir esperando en Heinstein mientras la Alianza del Pacífico era arrasada por aquel nuevo enemigo. Durante el viaje, incluso, llegó a teletransportar a los marinos y caballeros negros que seguían luchando, si bien no pudo hacer lo mismo con Sorrento de Sirena.

—¡Qué monstruosidad! —exclamó el santo de Aries, contemplando con gran espanto la perversa sonrisa de Bía. Esta juntaba las manos en un solo puño, semejante a un inmenso meteoro dispuesto para poner fin a todos los seres vivos. Entre los apretados dedos podía sentirse el cosmos de Sorrento—. ¿Será posible derrotarla?

Atrás estaba el continente Mu, lleno de esa bruma omnipresente que lo había vuelto inexpugnable para el ejército aliado. Y por encima de esa tierra arrancada del pasado remoto, seguía brillando como un extraño sol el lugar donde residía Damon. Resultaría de lo más conveniente que dos enemigos del Santuario, el ángel y el Rey de la Magia, se destruyeran el uno al otro, aunque Ofión dudaba que a ambos les importara el daño colateral. El mundo entero bien podría ser arrasado en tal duelo de titanes.

Desoyendo el sonido de su tembloroso corazón, Ofión tornó el aura que lo rodeaba en una infinidad de hilos que rápido lanzó hacia las manos del ángel. Los Husos Desgarradores se enroscaron alrededor de uno de los dedos, hendiendo la piel. Un manantial de sangre bajó desde las heridas, más alargadas que profundas.

Al ver cómo enormes gotas carmesí bajaban desde las manos de Bía, que seguían atrapando a Sorrento, Ofión se permitió tener esperanza. Sin embargo, el líquido rojo pronto se convirtió en una infinidad de lanzas, las cuales no tardaron en impulsarse, arrojadas por una fuerza invisible, hacia el santo de Aries. Tan veloz ataque fue detenido por los pelos por una barrera, el Muro de Cristal.

—Es un demonio, no un ángel —decidió Ofión mientras las lanzas iban rompiéndose frente al escudo una tras otra. Luego de que la última explotara, el Muro de Cristal se mantuvo oscilante durante un rato, algo muy extraño—. No puede ser…

El santo de Aries optó por hacer caso a su instinto antes que a la razón, justo a tiempo de esquivar un manotazo de una versión más humana de Bía. En lo que respectaba al tamaño, al menos, pues la piel, los cabellos y el vestido tenían la misma consistencia del Muro de Cristal invocado por Ofión, del que había surgido aquel ser.

Entretanto, Bía rio, pareciendo una estruendosa tormenta llena de truenos y relámpagos. No parecía muy preocupada por la presencia que de forma silenciosa se había ocultado en la punta de una de sus alargadas orejas.

—¿A dónde pretendes llevarme? —cuestionó, divertida al sentir sorpresa en el corazón de Shizuma de Piscis, quien no estaba acostumbrada a ser detectada con tal facilidad—. Yo no soy una simple Abominación, pequeña humana. Para sacarme de aquí, tendrás que llevarte contigo el planeta entero. ¡Seguro que sería todo un espectáculo!

El ángel sacudió la cabeza entre risas. Shizuma saltó hacia el amplio hombro del enemigo, debiendo correr para no caer en las profundidades del océano que usaba por vestido. Bía la observó con curiosidad, dando de vez en cuando un fuerte soplido que habría mandado a volar a cualquier otro hombre. La joven santa de Piscis, sin embargo, no cedía, por lo que Bía decidió probar otra cosa.

—¿Vas a huir todo el tiempo, pequeña humana? —cuestionó Bía, no con la voz del coloso elemental que había formado, sino con un tono tan metálico como el manto en que había formado un nuevo rostro, el de Piscis.

Shizuma, así fuera por un segundo, perdió la concentración, cediendo al soplo huracanado que salía de los labios del ángel.

El santo de Aries, quien aún peleaba con el ser que Bía había creado a su semejanza usando el Muro de Cristal como materia prima, se teletransportó de inmediato hacia donde caía la santa de Piscis. El constructo enemigo lo habría perseguido de no ser porque un bólido henchido de cosmos dorado pasó a través de él, quebrándolo en mil pedazos sin perder por ello velocidad.

Garland de Tauro, corriendo desde el invicto campamento Titán, allá en Naraka, golpeó la mano de Bía con tanta brutalidad como le era posible. Un hueco se abrió, revelando al malherido Sorrento entre trozos de carne chamuscada, huesos pulverizados y vapor rojo, que era la sangre del ángel ardiendo por el tremendo puñetazo.

—¿¡Qué haces!? —exclamó el Gran Abuelo luego de rodar por la palma de la otra mano de Bía. El Gran General, cuyos brazos rotos le colgaban, teniendo apenas fuerzas para mantener la flauta entre dos dedos ensangrentados, lo miró con claro cansancio y lamento—. ¡Sal! ¡Ya!

Sorrento asintió, aunque para entonces Bía ya estaba reparando la mano atravesada por el santo de Tauro. Se había tomado más tiempo de lo normal, observando la herida con curiosidad, pero le bastó desearlo para que el hueco fuera cubierto por aire y nubes de tormenta. De la quimérica mano surgieron miles de rayos allá donde estaba Garland, quien los esquivó con una agilidad notable.

—¡Increíble! —exclamó el ángel, olvidándose de la doncella enmascarada a la que el otro guerrero acababa de salvar, o del marino que saltaba entre un par de sus dedos, honrando de ese modo la ayuda del santo de Tauro. Ninguno de ellos le importaba en ese momento—. Veamos lo bien que resistes esto.

El ataque de Garland pudo haberle reventado buena parte de la mano, pero los dedos seguían ahí, largos e inmensos. Usó dos para aplastar al guerrero de piel oscura, quien interpuso los dos brazos para impedírselo. El manto de Tauro, cristalizado por el poder combinado de toda una legión del infierno, tembló bajo aquella terrible presión, extendiéndose diversas grietas desde los brazales hasta el peto.

—No estoy aquí para divertirte —juró el Gran Abuelo con dificultad. Los músculos, tensos, se notaban tras las grietas, sobre todo cuando nuevos rayos lo golpearon, iluminándolo para deleite del sádico ángel. El yelmo no tardó en caer, partido en dos.

—Oh, sí que lo estás —replicó Bía, ejerciendo más fuerza.

En medio de aquel absurdo pulso, revisión del duelo eterno entre David y Goliat, Garland recibió un mensaje telepático de Ofión. Un consejo que él y Shizuma habían pensado en base a la unión que Bía aseguraba tener con el mundo.

Garland esbozó una sonrisa, sabiendo que no tenía nada que perder por intentarlo. Una vez más, le pidió un favor al universo, algo arrogante, a decir verdad.

—Tiempo. ¡Detente!

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El cielo y el mar se habían vuelto grises, así como los restos de barcos e islotes triturados por Bía, que naufragaban en un océano turbulento.

En realidad, eso es lo que debería estar ocurriendo. También el viento debería estar meciendo a los santos de oro y el ángel, las olas tendrían que estar rompiéndose en la lejanía, agitadas. Pero nada de eso ocurría, todo estaba estático. El mundo se había convertido en una fotografía incolora con algunas presencias interpuestas.

—Sois aburridos —se quejó Bía, ahora cubierta por la gloria de la Violencia, armadura que la definía como uno de los afamados ángeles del Olimpo. Frente a ella estaban Shizuma, la doncella de dorado manto, y Garland, con la cristalizada prenda hecha una ruina, ambos de pie sobre una ola a punto de romperse—. Muy aburridos.

Ofión de Aries se había quedado detenido junto al resto del mundo, aunque manteniendo una sonrisa triunfante. El Ermitaño estaba de pie sobre un trozo de hielo casi tan pequeño como una balsa, los brazos cruzados y la mirada apuntando justo a donde estaba Bía, ya sin algo a lo que aferrarse.

—Te dije que no estoy aquí para divertirte —acusó Garland, quien pese a la pulla no tenía intención de subestimar a la mujer. Ahora que la tenía enfrente, con la oscura armadura cubriéndole un cuerpo más pequeño y menudo que el suyo, el largo cabello pasando por orejas puntiagudas y la mirada ansiosa de muerte y destrucción, el santo de Tauro intuía que todo lo que había pasado hasta ahora no era más que un juego—. Ah, perdona, lo que dije fue que no estaba aquí para divertirte, ¿cierto?

—Vaya, en ese caso…

Shizuma no le dejó terminar, apareciéndose a la espalda del letal ángel tan pronto este dejó de mirarla. Ya no estaba unida al mundo, así que podía llevársela.

El ángel la miró, quizá el peor acto que pudo cometer. Los ojos de Bía vieron durante demasiado tiempo aquella máscara tan singular, fiel reflejo de la indeterminación en la que Shizuma de Piscis vivía desde que vistió el manto sagrado.

En ese momento, cuando Bía y Shizuma se sumergieron en el abismo al que llamaban Caos, el tiempo volvió a avanzar.

Los sobrenaturales reflejos de Ofión salvaron a Garland de una bochornosa caída al mar, transportándolo en un instante hacia donde estaba. El santo de Tauro se rascó el corto pelo blanco, avergonzado por la situación. Ninguno dijo nada mientras esperaban, casi una eternidad, al final del enfrentamiento entre Shizuma y Bía.

Ni siquiera el santo de Aries conocía del todo el alcance de Kyoka Suigetsu, la habilidad de la santa de Piscis. En consecuencia, tampoco tenían demasiada información sobre el uso ofensivo que la japonesa podía dar a tan extraña técnica, más allá de lo que podía recordar sobre la expedición de esta en su propia mente. Tuvieron, eso sí, un momento para barajar opciones mientras Garland peleaba con el ángel. Mediante telepatía, Shizuma le habló del Torrente CósmicoUchū kyūryū, en sus palabras—, una técnica mediante la cual arrastraba al enemigo al mismo lugar en el que ella se movía. Al menos era así como Ofión lo entendía, pues no era tanto un lugar como un estado, una forma de existir fundida al todo, que le permitía hallarse en todo lugar y en ninguno a un mismo tiempo. Tal estado había sido dominado por Shizuma no solo a través de un único y riguroso entrenamiento, sino también, según creía, con la ayuda de Atenea.

Así que tanto Ofión de Aries estaba equivocado al pensar en el estado de Shizuma como el Caos del que todo procede, aquel al que Garland de Tauro enviaba toda materia, y también erraba al imaginar las consecuencias. Si para él ver el universo en toda su inmensidad e infinitas posibilidades era un proceso doloroso, desquiciante, para Shizuma era todo lo contrario. Fundirse con el macrocosmos de esa forma era deseable, pues significaba el fin del ser, el término de todo mundano dolor. Esa era la promesa que Shizuma tenía para el ángel de la Violencia, Bía.

—¡Allí! —exclamó el Ermitaño en cuanto la Dama Blanca apareció de improviso en el cielo, visiblemente agotada—. ¡Lo ha conseguido!

La alegría no duró mucho, pues en la máscara blanca no tardó en aparecer una gran boca de extremo a extremo, así como los sádicos ojos de Bía.

—Ya te advertí que eso no funcionaría conmigo —le recordó a la japonesa, cuyo cuerpo se retorcía en un vano intento de quitarse la máscara; el ángel no se lo permitía—. Ha sido muy inteligente de tu parte hacer que me fundiera con todo el universo, pero…

Habiendo tomado posesión del cuerpo y cosmos de Shizuma, Bía movió aquel joven brazo de aspecto delicado hacia los gallardos atenienses que no sabían qué hacer. Tanto Garland como Ofión se pusieron las manos sobre el pecho.

—Soy la sangre que expulsan vuestros corazones —aseguró el ángel, viéndolos caer de rodillas—. Soy el aire que respiráis. Soy, bueno, puedo ser todo lo que quiera. Así que si tú tienes una forma de regresar de ese estado cuántico —apuntilló, tintineando la máscara blanca sobre la que había dibujado su rostro—, algo que te diga que tú siempre eres tú, yo puedo usarlo para regresar. ¿No es divertido?

En el vano intento de liberarse de la presión que le apretujaba el corazón, Ofión cayó al mar. Garland, respirando con brusquedad, sintiendo que su propio cosmos podría volverse un enemigo en cualquier momento, no pudo seguirle para ayudarlo. Se preguntó, asqueado por lo ingenuo que había sido al dejar todo en manos de la santa de Piscis, si ese podía ser el fin. ¿Qué poder había en la Tierra capaz de detener algo así? En un lance desesperado, se levantó y saltó sin saber muy bien qué haría, sintiendo que el manto de oro era reducido a polvo por el poder del ángel. El puño, desprotegido, pero aún lleno de fuerza y vigor, estuvo a punto de alcanzar el rostro enmascarado de la poseída Shizuma, pero Bía movió la cabeza hacia atrás a tiempo, para luego morder.

—¡Delicioso! ¡Delicioso! —gritó el ángel. Los feroces dientes trituraron con avidez un trozo de carne, mientras que los ojos seguían ansiosos la caída de Garland hacia el mar, donde podría reunirse con el otro inútil—. ¿Ya ha terminado? ¿Eso es todo?

Según sabía, le quedaba la santa de Sagitario, pero no era capaz de sentir su presencia en ninguna parte. Debía estar a la expectativa.

Aún quedo yo —repuso una voz ominosa que resonó en las mentes de Bía y Shizuma a un mismo tiempo, acompañada de la imagen de un guerrero marino con los brazos rotos—. Sorrento de Sirena.

—Ah, sí, el músico… —Bía torció los labios, aburrida. No le costó mucho someter al Gran General, así como no le había costado vencer a los atenienses—. ¿Dónde te escondes? ¿Acaso tendré que meter estos tiernos dedos en los sesos de la joven?

Yo estoy en todas partes —afirmó Sorrento—, y en ningún lugar. Supuse que un ángel del Olimpo no caería fácilmente, así que le pedí a Piscis que me permitiera experimentar unos minutos ese mundo sin límites donde ella vive todo el tiempo.

—Pequeño y listo humano… —masculló Bía—. ¿Cómo…?

Esta flauta es un regalo de Poseidón para uno de sus hijos, reyes de la Atlántida, antecesores de los generales marinos —expuso, lleno de orgullo, sabiendo que en la mente de Bía y Shizuma aparecería él tocando el instrumento. No lo hacía solo, claro, pues un ente invisible y divino se encargaba de ser los brazos que él no podía mover—. No es posible destruir el alma de una diosa, ángel del Olimpo. Ni siquiera la de una de las pacíficas y alegres nereidas que desde tiempos antiguos cantan para mi señor.

Bía no dijo nada, pero era evidente que reconocía la figura de Dione abrazada al general Sorrento. Ambos flotaban en medio de un aura del color del mar.

Atacad ahora, santos de Atenea —instó Sorrento al tiempo que las aguas del Pacífico, bajo la poseída Shizuma, se agitaban—. Yo guiaré a vuestra compañera allá donde debe estar. Lo juro por el dios en el que creo y al que siempre seguiré.

Algo brilló en las profundidades del océano, con tal intensidad que en la superficie pareció reflejarse el sol del amanecer con un par de horas de adelanto.

—No se atreverán —comentó Bía, encogiéndose de hombros—. Son demasiado…

Ofión de Aries salió de las aguas como el más veloz de los proyectiles, con el puño al frente. La Justicia de Atenea surgió de él, golpeando de lleno el rostro de Bía y la máscara blanca sobre la que se formaba, quebrando esta última.

Por un breve instante, los santos de Aries y Piscis compartieron miradas, quizás de despedida, antes de que la Dama Blanca volviera a la corriente caótica en la que todo era uno y uno era todo. Donde toda individualidad era disipada sin remedio.

El último pensamiento del ángel de la Violencia fue escuchado únicamente por la santa de Piscis, a la que acompañó a fuerzas.

«Parece que perdí. Qué le vamos a hacer…»

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Mientras tanto, lejos, muy lejos de la Tierra, Zelo no encaraba su situación con tanta tranquilidad como Bía. Quizá influía que él no enfrentaba a la élite de los ejércitos de Poseidón y Atenea, sino a una vulgar sombra.

Los puños y las piernas de Hipólita le caían encima desde todas direcciones, sin darle un respiro, un deseado segundo para recuperar la espada que había dejado caer a tierra, cerca del portal, y que poco a poco rodaba hacia las malditas aguas del tiempo. Tanta brutalidad le resultaba incomprensible, pues estaba más allá del odio humano, asemejándose a la rabia de las peores bestias.

Mithos, Subaru y Hugin, que habían hecho todo lo posible por los malheridos santos de bronce y el dormido Emil, observaron la masacre azorados. No podían ayudar a Hipólita, meterse en medio de un águila y su presa los convertiría en estorbos en el mejor de los casos. Sin embargo, todos tenían claro que el poder que Hipólita poseía no era para siempre y que superaba el de cualquier otro guerrero en el barco; quizá, querían creer, sería lo bastante grande como para abrir una brecha en la Esfera de Marte.

—¿Tú no eras el más fuerte de los santos de plata? —cuestionó Hugin, entre burlón y nervioso. Mithos asintió—. ¡Pues demuéstralo! ¡Dale una paliza!

—Es un ángel del Olimpo —señaló Subaru, quien a diferencia de los otros dos estaba interviniendo en la batalla, alternado el flujo del tiempo para que siempre fuera Hipólita la más rápida entre los combatientes—. Podría pelear con un santo de oro, demonios, podría pelear con varios si tuviera una armadura. Mithos tiene que reunirse con la señorita Shaula antes de correr esos riesgos —terminó, muy serio.

—Si esto sigue así, ganemos o perdamos no importará. Je, ¿nuestro destino será naufragar para siempre en los mares olvidados o regresar a la Tierra con la Suma Sacerdotisa y cinco santos de oro perdidos para siempre?

Un temblor interrumpió las divagaciones del santo de Cuervo. Cerca, Zelo al fin había podido llegar a tierra, aunque no como quería. De una potente patada, Hipólita lo enterró a varios metros de profundidad. A pesar de la piel acuosa, invulnerable, y el resplandor de la máscara, que rezumaba un poder que el mismo Hugin envidiaba, Hipólita no tenía una respiración normal. Se estaba exigiendo demasiado y a la vez trataba de guardar algo para lo que realmente tenía que hacer.

—Este es un lugar para morir como cualquier otro —murmuró, dubitativo, sintiendo una pizca de orgullo al saber que era él y no el impenetrable Escudo de Plata el que daría ese paso decisivo—. Solo tengo que aguantar…

Una mano se le posó sobre el hombro, ardiente como el fuego, aunque no quemaba. Solo transmitía la tranquilizadora calidez del despertar del cosmos.

—Yo estoy primero en esa fila, santo de Cuervo —apuntó June, por primera vez confesando aquel sombrío pensamiento.

Hugin abrió grandemente los ojos. La enmascarada había perdido ambos brazos por el arma de Zelo, y ni él ni Subaru de Reloj habían podido reparar algún daño provocado por el ángel, en ninguna medida. A pesar de eso, de cada muñón cicatrizado y humeante surgía un brazo hecho de puro cosmos, ligero como el aire, cálido como la luz del mediodía. En ese momento, no veía en June a la subcomandante de la división Andrómeda, que recorría el campo de batalla invisible y letal, sino a una guerrera lista para combatir a su enemigo cara a cara.

En eso, Zelo ya se había levantado, escupiendo algo de tierra y sangre. No lucía ninguna herida o moretón, hasta la túnica estaba más sucia que dañada, pero era notorio que la batalla con Hipólita le había pasado factura.

—Ya sabes lo que tienes que hacer —acusó June, mirando a un recién levantado Ban. La piel extra de energía ardiente, Nemea, ya no lo cubría; el León Menor pensaba concentrar todo el poder que poseía en una ofensiva total. Los últimos pensamientos de la enmascarada fueron para la Suma Sacerdotisa en quien Shun puso todas sus esperanzas, y le dolió recordar que un día fue tan solo una niña encandilada por un cuarteto de bocones, un peón manejado por cierto duende pelirrojo, que había decidido cambiar el mundo—. Si tú nunca te arrepentiste entonces yo tampoco. Vivimos según nuestras creencias. ¡Morimos según nuestras creencias!

La santa de Camaleón saltó con la decisión que Hugin no pudo transmitir con palabras, poniéndose detrás del ángel justo antes de que los dedos de aquel tomaran la espada del suelo. June detuvo los largos brazos del esbelto guerrero con aquellas extremidades nacidas del cosmos, más temibles y sólidas que su fiel látigo. De la energía que los formaba surgieron sendas cadenas que al punto aumentaron las ataduras del cautivo.

Hipólita observó todo aquello con expectación y un poco de admiración. Decidida a honrar ese sacrificio, voló presurosa más allá del portal, hacia la Esfera de Marte.

A Zelo, que se retorcía desesperado en la molesta prisión que eran los brazos de la enmascarada, no se le escapó lo que entendió como una cobarde huida. Teniendo el cuerpo atrapado, de momento, acudió a la telequinesis para elevar la espada por encima de la tierra y arrojarla como si fuera una lanza a la espalda de Hipólita.

El arma no llegó a su destino, desviándose al rozar cierta placa de metal plateado. El manto sagrado fue hendido, la sangre derramada.

—Va… —Hugin no fue capaz de soltar la hiriente frase que había ideado antes de interponerse entre un arma celestial y una renegada. Se sintió de repente sin fuerzas, apenas pudiendo aletear de regreso al barco.

Para entonces, Ban ya había abandonado el Argo Navis, apareciendo frente al furioso Zelo, que no tardaría en liberarse. El santo de León Menor dedicó una última mirada a June antes de iniciar el Gran Bombardeo de León Menor.

Miles y miles de puñetazos golpearon un solo punto en la hasta ahora intacta túnica, a la vez que June arrastraba al ángel con cadenas de cosmos, cruzando el portal. Ban sintió una pequeña ayuda, cierto compatriota jugando con el tiempo para acelerar la velocidad de sus golpes; un griego, temeroso de morir antes de encontrarse con su hija, recubriéndolo con una barrera plateada de varias capas que lo mantuvo a salvo de los asaltos psíquicos de un cada vez más desesperado Zelo. El león de bronce sonrió, pues no era un hombre orgulloso que desestimara la ayuda de los amigos.

Cuando los pies de la santa de Camaleón y el ángel estuvieron tras el portal, en aquella oscuridad llena de cadáveres de amazonas y lestrigones, Ban realizó el último golpe, poniendo fin al largo segundo en el que no había dejado de atacar. El santo de León Menor no dudó en saltar antes de que el incendiario resultado de la técnica iniciase. Y no habría sido suficiente sin una última e inesperada ayuda.

—La mejor defensa —dijo Emil, a la espalda del resto de argonautas. Tenía una mano apuntando hacia el portal, que empezaba a iluminarse—, es una buena defensa.

Una increíble explosión llenó por completo no solo el interior del portal, sino también la tierra que había a los pies de este. Solo la Fortaleza de Luz invocada por Emil puso límite al fulgor blanco que consumió los restos del muerto Anteo a la vez que sobrecargaba, tal y como Ban y June habían planeado, el nexo entre los mares olvidados y el espacio usado por el ángel para atacarlos.

El barco y la tripulación se vieron sacudidos por fuertes y calurosos vientos. Hasta los mares olvidados se agitaron mientras la grieta en el tejido del espacio colapsaba sobre sí misma, cerrándose a la vez que la vida de June se extinguía.

Para Ban, la imagen de la antigua subcomandante de la división Andrómeda aún sosteniendo al ángel con aquellas cadenas imperecederas mientras el resto de su cuerpo carbonizado empezaba a desprenderse, era tan nítida como la visión que ahora tenía.

¡Hipólita lo había logrado! ¡La Esfera de Marte se había abierto y los atraía hacia ella! Ni siquiera tuvieron que poner el barco en rumbo, ya lo estaba.

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Era tal la expectación que Gestahl tenía sobre aquellos acontecimientos, que ya poca atención prestaba a la operación que los caballeros negros estaban llevando a cabo.

Paseando de un lado a otro, bajo un cielo lleno de estrellas titilantes, no dejaba de preguntarse qué sucio ardid estarían llevando a cabo Fobos y Deimos, los guardianes de la Esfera de Marte. Deseaba saberlo, lo ansiaba, por lo que —aunque fue sincero en cuanto a sus sentimientos por la sombra de Águila— no hizo todo lo posible por convencer a Hipólita de encontrar otra solución.

Cuando el poder de Ethel, desbloqueado ya en su auténtico potencial, abrió una brecha en la esfera carmesí, Gestahl se quedo quieto. Todos los sentidos dejaron de importar, excepto el ojo que mantenía cerrado, conectado con la visión ciclópea de Hipólita.

La sombra de Águila voló a toda velocidad, dejando atrás a sus compañeros, pasando por encima de sucesos de lo más extraños. El moribundo santo de Acuario rechazaba la ayuda de Shaula, la ninfa que vestía a Escorpio; cerca, Lucile, con varios dedos cortados, sollozaba sin obtener consuelo de nadie. Arthur de Libra permanecía quieto, como esperando a alguien…

—¿Y Azrael? —cuestionó Gestahl, imaginando que a esas alturas la verdad ya habría salido a la luz. Hipólita, bajando a la entrada del bosque que precedía a la Fuente de Atenea, chistó, casi ordenándole callar—. Lo lamento.

Pasaron varios minutos en los que la sombra de Águila anduvo en aquel bosque misterioso que acostumbraba a jugar con las mentes de visitantes no deseados. Gestahl asumía que era esa la razón por la que Hipólita no avanzaba con mayor rapidez, sin poder imaginar que los sentidos de aquella eran incapaces de detectar la presencia de Akasha o Azrael. Empezaba a temerse lo peor.

—Allí —advirtió Gestahl, apremiante.

Hipólita no le hizo caso. Ya había visto aquella extraña y enternecedora imagen. Akasha estaba acostada en la hierba, sin máscara. Azrael, dormido quizás, tenía la cabeza sobre su estómago. No parecía haber nada raro, salvo que a Virgo le faltaba un brazo.

En cuanto se acercó lo suficiente, lo que se negaba a ver Hipólita, influenciada por el alma de Ethel, resultó evidente.

Las mejillas de Azrael estaban ensangrentadas, bañadas por un líquido que no hacía mucho había expulsado una herida en el estómago de Akasha. Una herida de cuchillo. Había una daga dorada cerca de la mano del asistente.

—No —balbuceó Gestahl—. No… No es…

—Está muerta —advirtió Hipólita, luego de tomar el pulso de la joven—. ¿Qué ha pasado aquí? No lo comprendo… ¡Ah!

Luego de un grito de dolor, Hipólita se llevó las manos a la cabeza. Visiones de los últimos minutos de vida de Ethel la asaltaron. El secreto que siempre anheló conocer se descubrió ante ella en el peor momento posible.

Y Gestahl no era capaz de ayudarla. No podía pensar. Estaba superado por la situación, por la distancia que lo separaba de aquella escena imposible, de aquella segura ilusión. En su delirio, no notó que alguien se había aparecido tras él, dándole una palmada y masajeándole el hombro. Gestahl giró con lentitud, totalmente confundido, solo para encontrarse con la anciana y tosca cara de un viejo conocido.

Desde que decidió ayudar a los siervos del Hijo, aquel perverso ser era el primer dios en prestarle atención, que él supiera. Al Olimpo no debía parecerle grato que el único hombre que debía salvarse fuera parte de la rebelión.

—Lo sé, lo sé —dijo Fobos, con una amplia sonrisa que quería escapársele de las mejillas, mostrando todos los dientes—. Nunca es igual que la primera vez.

Notas del autor:

Primero que nada, una disculpa para todos los lectores. La semana pasada me despisté de publicar y para cuando me di cuenta decidí que mejor lo hacía en esta.

Ulti_SG. Estos Power Rangers, que eran seis y ahora solo quedan dos, ¿por qué pensaba en tres? ¿Y por qué se ve todo rosa?

Oh, sí, ¿dónde estaba ese ejército cuando los ejércitos de los muertos asolaban el mundo, Alexer? Sí, eso, finge demencia, eso es muy real. Me gusta haber podido hacer que Julian Solo y Oribarkon hicieran dupla en esta historia, y claro que no podía hacer que su aventura fuera coser y cantar, nada es fácil en esta historia. Como dato, no es que sea otro telquín molesto, es que es el telquín molesto por excelencia, el mago que causara tantos problemas a Lesath, Emil y Aerys hace mil ayeres. ¿Será tan larga la batalla de nuevo? No sabemos, porque Oribarkon nos recuerda que esta es una historia de Saint Seiya, donde muchos pelean para que solo uno llegue a destino. ¿Quién le diría a Julian Solo que un día ocuparía el rol de Seiya y demás burros con alas de la franquicia? Admito que en una primera lectura no entendí por qué sería una sorpresa. Ahora que sí, debo darte la razón, a veces los planes se arruinan antes de siquiera empezar a llevarse a cabo, como el sueño de los Martell de emparentar con los Targaryen a través del hermano de Daenerys. (Me parece que eso no se vio en la serie.).

Típico, Damon no es malo, es solo la mala publicidad que puede. En realidad, es parte de ese entrañable grupo de personajes que no están de acuerdo con el mundo tal cual es y quieren cambiarlo/crear otro. Haces bien, ya vendrán las explicaciones luego, o no.

Oribarkon es el mejor mago que un griego recipiente de un dios olímpico podría tener de su parte. Así es, ¡voten seguro, voten Julian Solo!

No mentiré, no es la primera vez que leo sugerir que un dios al que se refieren como el Hijo es aquel al que nombras. De tanto guerrear con Atenea, a la familia Solo se le han pegado dos cosas. Lo primero es hacer de Seiya y lo segundo es la manipulación emocional…, quiero decir, la guerra estratégica, aquí nadie (bueno) manipula a nadie. Como sea, el padre protegerá el multiverso, el hijo cuidará del universo y… Vaya, de nuevo todo tiene de forma accidental un tono religioso. ¿Quién me iba a decir a mí que esa sería la consecuencia de escribir tanto sobre divinidades?

Oh, sí, como lector del ELDAverso puedo dar fe de que eso es cierto.

A unos les dan a escoger entre plata y plomo, a otros entre sueño y realidad. ¿Qué escogerá Damon? Lo verás en próximos episodios. O no.