Capítulo 165. Piedad tornada en odio

La niña tiró del pomo con suavidad, olvidando, emocionada como estaba, que la puerta de la casa en la que vivía se abría empujando. Por suerte, para esos pequeños percances tenía a un asistente de lo más atento, que desde detrás empujó la puerta antes de que la pequeña la arrancase sin darse cuenta.

—No me acordaba —reconoció, tosiendo de pronto.

—Suficiente helado por este mes, señorita —advirtió Azrael, ceñudo, antes de entrar. Él debía inspeccionar el terreno, como le gustaba decir, para asegurarse de que no había ningún peligro—. Despejado.

—Claro que es seguro, es nuestro hogar —exclamó Akasha, poniendo los brazos en jarras—. Y me pondré bien en un rato, solo comí un poco.

Tosió otra vez antes de adentrarse en la casita, sacando unas risas a Azrael, quien ya se había sentado para hojear unos papeles desperdigados en la mesa. Cosas de la Fundación, suponía Akasha; era la razón por la que aquel hombre había venido hasta el Santuario, después de todo. El chico de la Fundación.

Al igual que sucedía con todas las viviendas del Santuario, a excepción de los templos del Zodiaco y aquel que estaba llamado a cobijar a Atenea y su representante, el sitio al que Akasha y Azrael llamaban hogar no era para nada ostentoso. Era pequeño, con lo esencial para vivir y solo tenía privacidad en el rudimentario cuarto de baño. Pero nadie sensato diría que la vida de un santo, incluso un aspirante, era sencilla. Los lujos, según la tradición de la orden, solo servían para debilitar el espíritu; Azrael, habiendo vivido como un soldado desde que tenía memoria, podía entender esa clase de prueba.

El sonido de una silla que Akasha trajo para sentarse fue lo único que interrumpió el extraño silencio que reinaba en el lugar. No era que tuvieran algo que reprocharse, cualquier problema que pudo haber entre la aspirante y su particular asistente había quedado resuelto, la niña estaba de hecho feliz por la fiesta que le habían preparado. Sin embargo, también aquel alegre festejo se había salido por completo de la rutina a la que estaba acostumbrada, de sentarse a hablar con Azrael sobre los avances en el entrenamiento y formas de mejorar. En ese día que ya acababa, había hablado más con él que en cualquier otro, así que ahora no sabía bien qué decir.

Y parecía tan serio mirando aquellos papeles.

—¡Estoy feliz! —dijo Akasha, alzando la voz—. De verdad, ¡lo juro por Atenea!

Azrael, sobresaltado, la miró de hito en hito, para después sonreír y asentir, volviendo enseguida a los papeles. No era la primera vez que Akasha aseguraba estar bien para no preocuparla. Akasha, siempre agradecida porque la máscara le permitiera realizar esa mentira piadosa, la vio por primera vez como un obstáculo.

—Señorita… Señorita, ¿qué está haciendo? —exclamó Azrael, tapándose de inmediato la cara con un manuscrito sobre el arte combativo de los santos. ¡Akasha, sin ninguna razón aparente, se había quitado la máscara!

—De verdad estoy contenta —aseguró la niña con su voz natural, ya no modulada por la pieza metálica—. No estoy triste. Lo puedes comprobar si miras.

Esa era la razón por la que Azrael montó aquel evento único en la historia reciente del Santuario, reuniendo a tanta gente para celebrar una fiesta en plena tierra sagrada. Todo para contentar a una niña que se creía ya incapaz de convertirse en santa.

—Sabe que no puedo, señorita. La Ley de las Máscaras…

—Es para que nuestros compañeros y enemigos nos vean como guerreros, no como mujeres. —La niña, después de recitar casi de memoria lo que el maestro Kanon le había enseñado, se encogió de hombros—. No me importa si tú… ¡Hoy es un día especial! —exclamó de repente, cambiando de enfoque—. Todos me trataron como una niña hoy, no como un guerrero, a pesar de la máscara.

Lo último no lo dijo como si fuera algo malo. No había tristeza ni decepción en la voz de Akasha, que en el esfuerzo por expresar lo feliz que se sentía, no había dejado de sonreír desde que puso la máscara sobre la mesa.

Pero Azrael no estaba convencido de que aquello estuviera bien. Pensando que podía ser peligroso para ella como aspirante ahora que su compañero la había superado, decidió decir lo primero que se le vino a la mente. O más bien, lo que veía en los papeles.

—¡Yo podría llegar a ser un santo también!

—¿Eh?

Totalmente sorprendida, Akasha se puso de pie sobre la silla y colocó las manos en la mesa, inclinándose. Un mal movimiento y caería de bruces al suelo.

—Lo que ha oído. Podría convertirme en un santo. Un santo de plata. El santo de… —Azrael, recordando que no estaba muy enterado de cuáles eran las constelaciones según el parecer del Santuario, tardó en pensar en una interesante—… ¡Espada!

—No hay una constelación de Espada —objetó Akasha, todavía atónita por el giro de la situación—. Hay un manto de Escudo y creo que es de plata…

Aún protegido por el muro de papeles, Azrael parpadeó, inconsciente del terreno en el que se había metido. Lo cierto era que santo de Escudo le sonaba bien. Estaba demasiado acostumbrado a atacar, asesinar, como una espada; ahora quería proteger, no a toda la humanidad —no era tan altruista—, sino a cierta terca personita.

—¿De verdad quieres ser un santo de Atenea? Es muy duro… —musitó Akasha, dubitativa. No imaginaba a Azrael sobreviviendo al entrenamiento de Kanon.

—La vida es dura, en general.

Un crujido hizo que Azrael se sobresaltara, Akasha, llena de curiosidad y distraída, no había controlado su fuerza, la de la aspirante al manto de Virgo, y ocurrió lo inevitable.

Entre la mesa colapsando y los papeles volando por los aires, Azrael pegó un salto y atrapó a la niña al vuelo, poniendo de inmediato la espalda para que fuera él quien chocara con el suelo. Ni se le pasó por la cabeza que ella era mucho más fuerte que él.

—No me importa que veas mi rostro.

Tendido en el suelo, con la niña sentada sobre él, ya era imposible no ver esos ojos grises, brillando de emoción. Esa pequeña boca forzando una amplia sonrisa, ocultando todo lo que le preocupaba.

—No me importa que lo veas. Porque yo te quiero mucho Azrael. Mucho. —Posó el dedo sobre los labios, cerrando los ojos—. Este puede ser nuestro secreto.

Sin saber qué decir o hacer, se quedó allí tendido, observándola en silencio. Pensando en que de verdad estaría bien ser el santo de Escudo. Deseando poder protegerla.

Siempre.

xxx

En la Tierra, el Santuario era una parte de Grecia. Así estuviera aislado del mundo entero, del espacio y del tiempo, el único acceso a la montaña sagrada había estado, durante tres milenios, siempre en ese país, cerca de la ciudad consagrada a Atenea.

Para los argonautas fue más bien extraño anclar el barco frente a lo que sin duda se veía como el Santuario, pero que era como una isla en medio de un océano infinito.

El grupo de atenienses, al no tener noticias de Hipólita, decidió bajar a tierra y poner rumbo hacia donde detectaban el mayor número de presencias. Hubo solo un momento de duda, pues el dormido Orestes permanecía en el navío, pero no tardaron en concluir que el caballero del Hijo era más fuerte que todos los demás juntos. Y ellos no podían permitirse dejar atrás a un solo hombre para vigilar su sueño.

Hugin fue el primero en llegar al destino, volando con las alas de cuervo, blancas y negras, que aún no había deshecho. La imagen con la que se encontró le removió las entrañas, causándole un mayor impacto que el que los venían detrás tuvieron.

—¿Qué esto? —preguntó Emil, pasando los ojos de Shaula y Sneyder al pensativo Arthur, sintiendo por primera vez algo distinto al miedo mientras miraba de soslayo a Lucile, que se tapaba las orejas y renegaba—. ¿¡Qué demonios es esto, Juez!?

—L-lady Shaula, me alegro de… ¿N-Necesita ayuda? —se apresuró a decir Mithos, corriendo enseguida a socorrer a la ninfa, que seguía tratando de ofrecer ayuda al santo de Acuario—. S-Señor Sneyder, si quiere, yo puedo…

La mano de Mithos no pudo ni acercarse a aquel hombre, cubierto por un aura gélida que cortaba al tacto. El santo de Escudo, alejando las manos sangrantes y azuladas, se maldijo por la falta de reflejos, aunque no debería. ¿Quién alzaría una barrera ante aliados malheridos? Subaru, que veía todo de lejos sin perturbarse, alzó los hombros en cuanto Mithos le hizo una muda pregunta, mirándolo con reproche.

—Juez —gruñó Emil, llegando al extremo de apuntar al santo de Libra. Ban, incapaz de hablar a esas alturas, lo obligó a bajar el brazo de inmediato—. ¿Qué crees que…?

—Akasha ha muerto —dijo al fin Arthur. Una sentencia directa, fría, sin rodeos. Todos callaron al serles revelado algo que ya todos, los que llegaron y los que estaban allí, intuían. El único sonido por un largo rato fueron dos rápidos, débiles y secos golpes por parte de Lucile. Entonces, el santo de Libra añadió—: Azrael, influenciado por la Esfera de Marte, la asesinó con una daga que había robado del Santuario.

En ese punto, fue el prudente Ban quien alzó el puño para golpear al Juez, pero el guardián del séptimo templo había calculado el momento propicio para hablar.

—Dice la verdad —aseguró Hipólita, quien aterriza frente a los santos de Flecha y León Menor teniendo entre los largos brazos el pálido cadáver de quien todos conocieron como Akasha, santa de Virgo. Una daga dorada flotaba, ensangrentada, a la vista de todos; el arma del crimen. Hipólita la guardó antes de proseguir—: No sé por qué lo hizo, no sé por qué ese hombre hizo muchas de las cosas que hizo, pero no hay duda de que fue quien apuñaló a nuestra… a vuestra Suma Sacerdotisa, matándola.

De las puntas de una de las garras, gotas de sangre cayeron al suelo, acelerando los latidos del corazón en más de uno. Hipólita no tuvo que dar explicaciones.

—Esto es ridículo… —murmuró Emil, esforzándose por no perder los estribos, conteniendo las lágrimas que no le ayudarían a conocer la verdad—. Si hay alguien en todo el mundo que nunca tocaría un pelo de Akasha, ese es Azrael.

—Como ya he dicho —terció Arthur, cuya expresión no había variado en lo más mínimo—. Fue debido a la influencia de la Esfera de Marte. No, del dios que la resguarda, Fobos. Shaula fue testigo de cómo el dios del miedo en persona se ocupó de traer a Azrael hasta aquí. Puedes preguntarle, Ban.

El santo de León Menor no lo hizo. No desvió en ningún momento la mirada del santo de Libra, en especial cuando oyó, con espantosa claridad, que Shaula contenía una arcada. Mithos, fiel escudo de la ninfa, le preguntó si quería decir algo.

—Yo… —La santa de Escorpio sopesó las posibilidades que tenían de salir de ese infierno sin Arthur y luego las enfrentó con las posibilidades que tenían de someterlo en medio de tanta confusión. Acto seguido, tomó una decisión—. Es la verdad. Fobos trajo a Azrael aquí. Yo luché con él, aunque no fui capaz de dañarle.

La ninfa soltó una risa nerviosa, dolida. Por el momento, Ban pareció tranquilizarse, lo que invitó al santo de Libra a seguir con las explicaciones. Cómo salió a la luz que el chico de la Fundación, el asistente de Akasha, no era más que un espía de los caballeros negros, uno de los comandantes de la orden y probable siervo del Hijo: Adremmelech. No le costó tanto convencer a todos de la veracidad de sus palabras, pues en ese punto, no estaba diciendo ninguna mentira.

Poco a poco, la furia se fue convirtiendo en dolor, así como les había pasado a Lucile y Shaula antes de que los demás llegaran. Hasta Mithos, que no se sentía tan cercano a la guardiana del sexto templo, sentía el corazón en un puño cada que la veía. ¡Ella era Akasha, la que siempre decía que los santos no mueren!

Solo había un lobo solitario apartado de todos, de los que se acercaron a la santa de Virgo, acariciándole el cabello y despidiéndola; de la leona de oro a la que sirvió durante tres años, cuando era general de la división Fénix; del hombre al que fiel y gustoso había seguido los años que siguieron al exilio de esta. Hugin no quería que se fijaran en él, no quería permitirse hablar para no sacar a la luz la evidente mentira.

Porque al parecer, solo él veía con aplastante nitidez el sello de Sneyder en el brazo que Akasha había perdido. Solo él parecía tener claro que Sneyder —y por tanto, también Arthur— eran responsables del asesinato de la Suma Sacerdotisa.

Si la herida del ángel, imposible de reparar, fuese lo bastante grave como para permitirle morir ahora mismo, sin decir una palabra, habría sido feliz.

«No lo puedo comprender —pensó, viendo por un breve instante más allá de la máscara de preocupación de Subaru, bien actuada, ensayada a lo largo de quién sabe cuánto tiempo—. Como él puede sobrellevarlo.»

xxx

Se despertó solo en un bosque sin hojas. Un niño y un anciano lo miraban, juzgándolo con la indiferencia de quien pisa a una hormiga y la severidad del mismo Hades. Esas dos personas eran él mismo, lo sabía, pues se reconocía en ellos.

Trató de buscar a alguien más, alguien muy importante, pero donde debía estar no había nada más que una gran llama, mágica, flotando sin quemar nada.

Nada ardía, porque nada había en ese bosque. Todo estaba muerto.

—Te dije que le habías fallado —espetó el niño, frío como una máquina—. En este mismo lugar, después de que olvidara el plan. No me escuchaste.

—Huir era una opción —apuntó el viejo, aun esbelto, fuerte y seguro, más que su yo actual—. Nunca te importó la humanidad. Sin ti, se habría desmoronado.

—Sin ti, nunca se habría convertido en Suma Sacerdotisa —acusó el niño.

—Sin ti —insistió el viejo—, nunca se habría descubierto lo que planeaba.

El hombre, que estaba en medio de ese frío niño soldado y ese anciano lleno de arrepentimientos, los fulminó con la mirada.

—Así supiéramos que todo acabaría así, ninguno la habría abandonado.

El niño y el viejo asintieron, desapareciendo. La llama, silenciosa hasta el momento, creció, iluminando al asistente Azrael.

—Tu corazón anhela poder —advirtió una voz ominosa, que hacía temblar el mismo alma de quien lo escuchaba—. Y poder sagrado se te otorgará, si así lo pides.

—Fobos, ¿eh? —murmuró Azrael, más cansado que enfurecido. Odiar a los dioses era una pérdida de tiempo, no pensaba darle la satisfacción de verlo intentando destruir lo que no podía ser dañado—. Todo esto es tu obra. Acábala tú.

—No soy Fobos, mi nombre es Deimos.

La llama se avivó tanto que estuvo a punto de alcanzar a Azrael, obligándole a levantarse y retroceder a pesar de que la muerte no le parecía ya algo terrible. No en comparación de lo que en nombre de los dioses y sus perros había hecho.

—Es cierto —dijo el dios de pronto, devolviendo la llama a su forma limitada, casi inofensiva—. Todo esto es obra de mi hermano, Fobos. El miedo de una herramienta a acabar con los primeros días de felicidad que vivió, te hizo renunciar a tu vida de servidumbre junto a Deucalión. El miedo de un soldado a ser demasiado terrible para una niña pura e idealista, convirtió al personaje Azrael en tu auténtico yo. El miedo de un mentiroso a revelar la verdad demasiado tarde, mantuvo la existencia de Adremmelech en secreto, manteniendo a tu señorita Akasha a salvo de los enemigos de fuera y de dentro. Sí, tu vida es la obra de mi hermano, no lo dudo.

—Lo tendré presente en mis oraciones la próxima vez.

—Tú no rezas, mortal. No crees en los dioses y mucho menos en los hombres —aseguró el dios, que parecía saberlo todo sobre el derrotado asistente—. No importa, no es lo que mi hermano espera de ti. No es lo que yo espero de ti.

Azrael frunció el ceño. Deseaba mandar a Deimos al mismo infierno, pero era mayor el deseo de saber por qué lo habían usado de ese modo. Tenía que haber un motivo.

—¿Y qué es lo que esperáis de mí?

La llama pareció ascender hacia el firmamento, aunque finalmente solo fueron algunas chispas las que alcanzaron las nubes rojizas.

—Marte es la Esfera de las Emociones y los Espíritus de la Destrucción —explicó el dios—. Desde los primeros días, el poder que contiene y que nosotros resguardamos solo ha podido ser usado por los seres humanos. Sí, me refiero a los hombres comunes, los que viven ajenos a las Guerras Santas. Tú, Azrael, eres el santo de Capricornio, pero también un simple mortal. Es por eso que te he escogido como heraldo de mi padre. Sí, heredero del poder inconmensurable de uno de los Astra Planeta.

Tan inesperada oferta dejó a Azrael sin palabras. El corazón le bullía de pura rabia hacia los cielos, la cual trataba de controlar más por orgullo que por sensatez. La cabeza, fría y práctica como el interior de una máquina bien engrasada, sopesó los límites que había al poder que le estaban ofreciendo. No podía imaginar ninguno.

—¿Eso es todo? —cuestionó en un débil achaque de resentimiento—. ¿Hicisteis que hiciera todo esto para enloquecerme?

—Los mortales tenéis la facultad de elegir. En consecuencia, solo vosotros sois responsables de vuestros actos. —En eso, el dios que volvía a ser una llama tranquila flotando por encima de la tierra muerta, era inflexible—. Los hijos de Ares no caminamos en la misma senda, porque la guerra no tiene una única faceta. Mi deseo y el de mi hermano, Fobos, no coinciden; lo que acabaremos provocando, sí lo hará.

—Entiendo que quieres darme poder para detener una nueva Guerra del Hijo. —Azrael calló un momento, formando una sonrisa astuta—. O para que la permita.

—Poder sagrado se te otorgará —repitió el dios, restando importancia a cualquier suposición del asistente—. Lo que hagas con él solo queda en tus manos.

—Sabes lo que quiero.

—Sí, destruir. —Por primera vez desde que empezaron a hablar, el asistente percibió algo de humanidad en la voz del dios. Tal vez satisfacción—. Destruye a los santos de oro. Destruye el mundo, a mi hermano y a mí si es lo que deseas. Destruye todo desde el profundo Tártaro hasta el alto Olimpo. Destruye y sé destruido. Ese es tu sino. Y también es el deseo de quien acabó con su razón para vivir.

Los puños del asistente se cerraron con fuerza. La expresión se endureció, volviéndose un bloque de hielo más semejante al rostro de Sneyder que al suyo. Había tomado una decisión, la que Deimos había previsto desde que lo salvó de las garras de Hipólita.

—Está bien entonces. Dame el poder que te arrastrará a ti y a tu hermano hacia el profundo Tártaro —anunció Azrael, sin la menor intención de fingir lealtad.

—¿Darte poder? —repitió el dios a la vez que la llama se agrandaba hasta envolver al sorprendido asistente, el indefenso santo de Capricornio—. ¡Ya tienes poder! ¡Despierta, Adremmelech, Rey Demonio! ¡Demuéstrame que eres digno!

Envuelto en aquel fuego infernal, por un momento o una eternidad, Azrael sintió que perdía la consciencia. La imagen de Hipólita creyendo que lo mataba —arrancándole la cabeza sin el menor miramiento— se le apareció en la mente, así como las imágenes de muchos santos de plata y uno de bronce llegando hasta el Santuario.

«No habrá perdón —pensó, sintiéndose en medio de una oscuridad ilimitada que le quemaba sin descanso—. Si alguien se interpone…»

xxx

Envueltos por un silencio incómodo, los argonautas hicieron esfuerzos notables por recordar a los abatidos santos de oro que debían marcharse. Emil trataba de sacar del trance a Lucile, quien ya se había levantado, mientras que Mithos, cansado de los desplantes de Sneyder, decidió dejar de tratarlo como el hombre a las puertas de la muerte que veía. Hasta Subaru quedó sorprendido con los gritos del griego.

—Mithos, es posible que no pueda oírte —sugirió Shaula.

—Eh, claro que me oye y me ve y me huele y… Acuario no es la clase de persona que se duerme por algo como estar muriéndose, ¿no? —Mithos giró la cabeza hacia Sneyder antes de que Shaula respondiera—. Escúcheme, Pacificador, no tenemos tiempo para su orgullo o sus reniegos. Hemos perdido compañeros en este viaje inútil y todavía nos queda lo peor. Tenemos un enemigo al que derrotar, todos juntos, todos… —calló, sintiendo que se ahogaba al ver hacia Hipólita, que aún cargaba el cadáver—… todos los que aún quedemos. ¿Va ayudarnos? Porque si no lo va a ser, bien puede morirse ahora mismo y dejar que sigamos nuestro camino.

Todos los que escucharon tan altivas palabras se quedaron perplejos, sobre todo por la falta de una intervención por parte de Hugin. El que más, fue el destinatario. Sneyder miró a los ojos del griego, que no desvió la mirada por largos segundos de escrutinio. Finalmente, un rápido cabeceo dejó claro que había cedido.

Shaula quiso ayudar a Mithos a levantarlo, pero Subaru se le adelantó. Mientras Sneyder se apoyaba en el par de santos de plata, una mano cálida se apoyó sobre la hombrera de Escorpio. Era Ban.

—¡Padre!

La máscara dorada ocultó bien el rubor en las mejillas de la ninfa. Tan terribles eran las circunstancias que apenas le había echado un vistazo a su propio padre. Tan débil, avejentado, herido… El Hades reclamaba a la presa que cazó trece años atrás.

De repente, un grito desvió la atención de todos hacia Lucile. La leona de oro mantenía entre dos dedos, con serias dificultades debido a que el resto estaban cortados —por mano de Sneyder, supo enseguida Hugin—, una larga vara de luz. Emil, que era quien había gritado, repetía una y otra vez un mismo ruego:

—¡No debí decirle que había un ángel! ¡No debí decirle que había un ángel!

Arthur, preocupado, se preparó para detener lo que fuera que estuviese haciendo la bruja de dorada cabellera. Tarde, demasiado tarde.

—¡Que así sea! —exclamó Lucile, que llena de rabia y odio golpeó el aire con la vara, escapándosele esta de las manos para luego desaparecer en un millar de puntitos de luz. La leona de oro chistó, dolorida—. ¡Aún no está todo perdido si morís!

Muy pocos en el lugar pudieron entender a qué se refería la santa de Leo. Tampoco había tiempo para hacer preguntas que nadie pensaba responderles con la verdad.

Zelo, vestido por la gloria del Fervor, había aparecido. Aun si el portal había colapsado, estaba entre las facultades de los ángeles del Olimpo el viajar de un plano a otro.

—¿Quién me ha llamado? —cuestionó el ángel enseguida. Tenía la espada envainada, el rostro sereno a pesar de la batalla que perdió. Hojeaba el libro a la vez que miraba de soslayo a Hipólita, quizá con temor—. ¿¡Ella no es…!?

Se oyó un chasquido. Lucile, usando la mano buena, tenía toda intención de usar a aquel guerrero celestial como uno más de sus perros.

—Yo, yo te he llamado. Quiero que le cortes la cabeza a todo hombre que vista un manto de oro —exigió con suma soberbia, para luego inclinar la cabeza hacia Shaula—. También puedes podar a este árbol inútil e indeciso, si quieres.

Un escalofrío recorrió la espalda de Shaula, así como la de Mithos, pero esta vez no fue él quien se interpuso ante ella como un escudo.

—Era una broma, león de bronce —prometió Lucile, de pronto inocente—. Si tú puedes perdonarle que no tuviera visión para entender nuestro plan, yo también.

—¿Nuestro plan? —repitió Shaula, atemorizada—. ¿Padre? ¿Acaso…?

Tanto Hipólita como Arthur se mantenían apartados de los demás. Podían ver la falta de servil obediencia en los actos y expresiones de Zelo, que no apartaba la vista del cuerpo de Akasha ni un segundo, muy extrañado. Y es que tal era el dolor en el corazón de Lucile que no debía darse cuenta de que sus poderes serían inútiles de esa forma. Algo que siempre había sido natural para ella, concentrarse, ahora era un imposible.

El ángel iría a por todos los santos, de negro, bronce, plata y oro. Eso la incluía a ella, por supuesto. Y si seguía creyendo que tenía poder sobre él, sería la primera en caer. El santo de Libra se preparó para ello; ahora que Akasha y Azrael habían muerto, tendría que llevar a Lucile con vida ante la justicia del Santuario. Junto a él mismo.

—Lucile. Aquel que te juzgará será…

—Silencio —ordenó una voz que todos conocían, al tiempo que el cuerpo del ángel quedaba sometido a una repentina parálisis—. Callad todos.

Los santos de oro miraron hacia el recién llegado preguntándose cómo era posible. Hipólita contuvo el deseo de volver a matarlo, esta vez para siempre. Los argonautas tenían suficiente con el hecho inaudito que estaban viendo.

Se trataba de Azrael, vestido con el manto de Capricornio.

—Primero… la señora Pirra… y ahora… ¿vos? —trataba de hablar el ángel, dominado por un temor reverencial—. Señor… Adremmelech…

—¿Él mató a June? —cuestionó Azrael, ignorando el dolorido lamento de Zelo. Los ojos del santo de Capricornio barrieron la zona, recibiendo solo respuesta de Emil. Un rápido y nervioso cabeceo—. Bien.

Una palabra, una mirada, eso fue todo lo que la mayoría pudo ver. Acto seguido, el poderoso ángel quedó reducido a una mancha de sangre en el suelo. Ni rastro de la gloria del Fervor. Solo los santos de oro e Hipólita llegaron a percibir el proceso con relativa nitidez: era el poder del Caballero sin Rostro, eso era claro.

—No habrá perdón —advirtió Azrael antes de que nadie pudiera decir nada. Los ojos ardientes del santo de Capricornio se movían entre Sneyder y Arthur, aunque eso solo Lucile y Shaula lo pudieron notar—. Vais a morir aquí. Ahora.

Notas del autor:

Ulti_SG. Hay más frentes abiertos en esta historia que en la Segunda Guerra Mundial. Descuida, yo mismo batallo para estar al pendiente de cada detalle. Caronte es muy rencoroso, no como los telquines, ellos solo quieren un mundo nuevo y mágico.

Los ríos del inframundo son una metáfora de cómo la franquicia Saint Seiya lleva viviendo de Hades desde hace 30 años. (¡No me lo creo ni yo!) Ya le tocaba a Sorrento lucirse, no en vano es el Gran General del ejército marino.

Sí, ella fue la causa. Pues si hay una Liga de la Injusticia tenía que haber una versión oscura de la diosa Tefiti. ¡Es la ley del Multiverso!

Es uno de los clichés de esta historia, los enemigos enormes, como la Abominación de Leteo en el arco 2 y Titán en el arco 4. ¡Entendí la referencia!

Así es, cuando busqué no vi que el papá de Mime tuviera nombre, así que le di uno relacionado con El Anillo de los Nibelungos (la historia de Siegfried, Hilda y otros personajes populares). Así es, Cratos es un jugador moderno que se salta las escenas de vídeo y los diálogos. Supongo que nunca pude quitarme la idea que dejó el Tenkai Hen Overture de que los ángeles del Olimpo era gente muy fuerte (hacía falta dos protagonistas para vencer a cada uno), aparte de quién es Cratos, claro está. Todo lo que no implique morir de nuevo es bueno para Aqua, pero todo lo que quiera Fobos es malo para el mundo, como bien dices. Escoge tu veneno.

No, no le vio el rostro, pero sí que pude haber dado a entender que sí. ¡Lo siento!

¿Quién vive? ¿Quién muere? ¡Aqua decide!

A nadie le importa Triela. ¡Cuánta maldad!

Tanto Astra Planeta, ángel del Olimpo, Portador del Inframundo…, para que al final baste Fobos para hacer todo el trabajo. Diabólicamente eficaz.

Porque quiere, porque le apetece, porque puede. And it´s so easy when you´re evil

La inutilidad de las magias de estado en el JRPG es legendaria. Pero Fobos es un hacker y trasciende los clichés del género. ¡Pobre Nadia! ¡Afortunado Piotr!

Justo yo leyendo un libro de fantasía con un triángulo amoroso (no tan) raro. Típico, neutralizar a personajes de un fanfiction mostrándoles el canon. Cierto Spiderman diría que esos eran eventos canon que no debían cambiarse.

Ya ves, resultó no ser digna. La espada tendría algo contra las mujeres, o contra los rusos, o contra las personas liberales de estos tiempos modernos. Nunca lo sabremos. Se salvó a medias gracias al regalo de Munin, eso es lo que quería transmitir. No hay nada más norteño que ser berserker. Me temo que así, todo es sobre el pacto que hicieron y el temor (¿certeza?) que tiene Baldr de que con la armadura y la espada sería tan poderoso que nada ni nadie podría contener su ambición. En su mundo, porque ya sabemos que en este levantas una piedra y aparece alguien poderosísimo. Pues sí, los muchachos de ese programa podrían hacer un Cómo el arco 7 pudo haber terminado.

Un villano no es villano si no guarda rencor a la gente que le causa problemas. (Te veo, Caronte, el de las cien reencarnaciones de sufrimiento. ¡Ni siquiera a la princesa Elizabeth le fue tan mal!) Tenía que usar esa técnica otra vez, por alguna razón siempre me ha gustado mucho cómo se ve. Piotr se resiste a quedarse en el grupo de personajes de escenografía… ¡Viejo, mira que me costó mucho que tu hijo no te abriera la cabeza, quédate en un lugar seguro! Ah, que serviste de ayuda, no dije nada. La armadura de Odín abandona a Baldr-Fobos porque está Fobos ahí dentro, una referencia a cuando Cáncer abandona a Deathmask, también un poco más tarde de lo que debería.

Sí, Alexer está ahí (tiene que estarlo aunque sea físicamente, para usar el Trono de Hielo), pero Oribarkon y Julian viajaron en cuerpo y alma.

Todo lo que haga, piense y diga Fobos es malo.