Capítulo 166. Abandonad toda esperanza

—¿Cuántas veces tengo que matarte?

Sin abandonar el cuerpo de la fallecida Akasha, que podía sostener con un solo brazo, Hipólita apuntó con la mano libre —una armada con zarpas bestiales— al asesino. El santo de Capricornio frunció el ceño, aunque sin decir nada.

Emil, primero con tímidos pasos y luego dando largas zancadas, casi saltos, se acercó a Azrael. Aun no creía que el alocado asistente fuera un santo de oro, ni siquiera viéndolo armado con el manto zodiacal. Había demasiadas cosas que no podía creerse.

—Vamos, dinos que no es cierto —rogó el santo de Flecha—. Tú no pudiste matarla, ¿cierto? Solo dos hermanos siameses estarían más unidos que tú y ella.

—Él la mató —espetó Hipólita—. Así como también mató a Ethel.

Lo que fuera que Emil quisiese añadir, se quedó en unos torpes balbuceos. Varios en el lugar, incluyendo al hasta ahora tranquilo Arthur y Lucile, sintieron un escalofrío frente a aquella revelación. Y fue a mayor cuando quedó claro que Azrael no lo negaría.

—¿El bueno de Azrael matando niñas? —lanzó Emil, desconcertado. Nadie decía nada, ni siquiera el hablador de Hugin; todos mantenían un desagradable silencio.

—Azrael, el asistente, no haría algo como eso —contestó el santo de Capricornio con sequedad—. Pero a veces es necesario hacer lo impensable. Ethel tuvo muchas oportunidades de salvarse. De haber intentado hablar con…

—No trates de justificarte —cortó Hipólita de inmediato.

—Está bien. —Azrael hizo un gesto de asentimiento—. Sí, soy responsable de la muerte de Ethel. Por el bien de la señorita Akasha. —Al percibir que Emil iba a protestar, añadió—: No tuviste problema en cooperar con Lesath de Orión aun cuando todos en el Santuario asumían que fue él quien la asesinó.

El santo de Flecha se quedó sin habla. Shaula, hasta ahora en silencio, se adelantó a pesar de las protestas de Mithos, que seguía apoyando a Sneyder junto a Subaru.

—¿Fue por el Ocaso de los Dioses, verdad? —cuestionó, al tiempo que Lucile se pasaba las manos por el estómago. Hipólita ladeó la cabeza, por instinto, aunque la voz que quería escuchar debía oírse en su mente—. Ese plan vuestro para salvar a la humanidad… Enfrentándoos a vuestros compañeros, matando niños…

La ninfa pasaba la mirada de Azrael a Ban todo el tiempo, indecisa.

—¿Valió alguna vez la pena? —decidió preguntar al fin.

Azrael negó con la cabeza.

—La humanidad nunca ha valido la pena. Desde que tengo memoria lo he sabido. Los humanos solo nacen para matar y morir, para dañar y ser dañados. No soy tan idealista como vosotros los santos, siempre en vuestra montaña sagrada envuelta en mitos y leyendas; tampoco soy un soñador como los caballeros negros, hablando de justos y malvados. En lo que a mí respecta, no hay salvación para nosotros y si la hubiera no la mereceríamos. Desprecié formar parte de esta especie hasta que la conocí…

Por momentos, aquel extraño personaje que se veía como Azrael, aun cubierto por el manto de Capricornio, aun hablando como una sombra de lo que el alocado asistente había sido para todos los presentes, se atragantó. Miraba el cuerpo que Hipólita sostenía, tembloroso; los ojos se humedecieron, solo por un momento.

—Ahora ya no está. No hay nada que me impulse a creer en esta especie. Así vuestra diosa bajara en este instante, eso no cambiaría. No soy un hombre de fe. No sé por qué Capricornio me escogió, pero mientras me proteja, la usaré, ¡a Amaltea!

Dio un paso al frente. Ban de León Menor dio muchos más, arrojándose hacia él como una bestia embravecida. Y como tal, Azrael lo detuvo en seco.

—Conoce tu lugar —musitó, presionando el cuello del japonés; solo Nemea, la piel de cosmos que lo protegía, impedía que le partiera el cuello—, santo de bronce.

En eso, Emil disparó una andanada de flechas que estallaron nada más salir del brazal. Azrael arrojó al impotente Ban a un lado, apareciendo a la diestra del santo de Flecha. Mientras que con una sola mano detenía una nueva acometida de Ban, con la otra agarró la cara de sorpresa de Emil; el solo roce de los dedos dorados pulverizó el casco.

—Ella os apreciaba. Incluido a ti, Hugin.

El santo de Cuervo descendía desde el aire a toda velocidad. Un ataque suicida, un intento de escapar de la verdad que no quería —y a la vez deseaba— confesar. Azrael le concedió el deseo, en parte, pues de un solo movimiento del brazo libre cortó el manto de plata como si fuera de papel. La sangre lo bañó a él y a Emil antes de que Hugin cayera al suelo de bruces; tenía los ojos en blanco.

—Ella ya no está —afirmó, suprimiendo límites—. Podéis idos vosotros también.

Aun sin entender del todo por qué los santos de oro no intervenían, ni Emil ni Ban se arrepentían de lo que habían hecho. El santo de León Menor iba a auxiliar al santo de Flecha cuando, de forma repentina, Azrael se esfumó como por arte de magia.

Un agujero de gusano, invocado por Arthur, se lo había tragado en un instante.

Emil cayó de rodillas, sintiendo que se ahogaba. En toda la piel pulseada por los dedos dorados de Capricornio había quemaduras, humeando, sangrando.

Apenas se dio cuenta de que Hipólita se le había acercado, ofreciéndole lo último que quería ver. El cuerpo frío de Akasha; el rostro descubierto que alguna vez quiso ver, ahora lívido, casi sin color a excepción de los labios azulados.

—Hasta los débiles tienen misiones que ejecutar —apuntó la sombra de Águila—. El último deseo de vuestra ingenua líder era que todos volvieseis a casa a salvo. Ya es hora de que se cumpla, marchaos de este infierno.

—Hablas como si fueras a quedarte —apuntó Arthur, aun con una sombra de consternación en el rostro seguro y sereno—. No necesitamos más sacrificios. Del Veredict Seclusion no hay escapatoria posible, salvo para los Astra Planeta.

Hipólita, mientras cedía el cuerpo de Akasha al enmudecido Emil, que ya no podía contener las lágrimas, rio. Rio con la sonoridad de un terremoto.

Entonces, la tierra y el cielo temblaron, bañadas por ondas de luz doradas. Los mares olvidados se tornaron del color de la sangre. Por instantes tan breves que solo unos pocos en el lugar podían percibir, el mundo en el que se hallaban desaparecía por completo. Era una sensación extraña, inexplicable al principio.

—¿Pretende destruir el tejido del espacio-tiempo? —exclamó Arthur con los ojos muy abiertos. El temor lo dominaba, embargando pronto a los demás. Sneyder se removía entre sus forzados guardianes, Mithos y Subaru, deseando luchar. Lucile miraba el charco de sangre al que quedó reducido el ángel del Fervor, Zelo—. Bruja de las Emociones, ¿qué harás ahora que sabes la verdad?

Lucile no dijo nada, ni siquiera miró a nadie en particular. Bajo la máscara, los ojos de la leona de oro iban en todas direcciones, captando un mundo que parecía parte de una película vieja, interrumpida por la estática.

Para cuando al fin la de dorados cabellos pensó que le estaban hablando, el santo de Libra ya se había marchado a la Sala del Veredicto.

xxx

Gestahl había desoído las preguntas de Hipólita, pues no tenía respuesta. De ese modo, no escuchó las explicaciones de Arthur, no pudo desentrañar el titubeo de Shaula o la rabia de Lucile, no estuvo presente del todo cuando Azrael apareció con una ira ilimitada que a pesar de todo se mantenía fría. Lo único que había en él era un odio tan antiguo como la última raza de los hombres de la que era padre.

—Oh, vamos, no me mires así —pidió Fobos, mostrándose compungido—. Sabes que quería mucho a Pirraa, así como ella quería a todos. ¿O soy yo el que quiere a todos? —divagó, sonriendo—. La manzana nunca cae muy lejos del árbol, como se suele decir. Los hijos de Ares salimos a nuestro padre, el primer humanista, podría decirse.

—Os haré caer —musitó Gestahl—. Os haré caer desde la cima. Cuando el Hijo se levante… —trató de amenazar, apenas dándose cuenta de que era inútil.

—Sigue, sigue —rogó Fobos—. Cuando el Hijo se levante y dirija, quiero decir, manipule el mayor ejército jamás visto, habrá una guerra entre los hombres y los dioses. ¡Qué terrible sería eso! Sangre derramada, vidas desperdiciadas. ¿A quién, me pregunto yo, beneficiaría algo así? ¿Qué dioses aprobarían tan terrible retroceso?

—No está en los planes del Hijo que haya más dioses —advirtió Gestahl, aun aferrado al clavo ardiendo que era el ser un peón en los asuntos de los inmortales—. Solo él.

—Se sentirá muy solo si gana, ¿no crees? —bromeó Fobos—. No pensemos en el final tan pronto, apenas estamos en el preludio. Ver el futuro es problemático, no imaginas el camino que escogió Titania cuando le mostré una muerte inevitable. ¿Recuerdas a Titania, no? —Se encogió de hombros al no encontrar respuesta—. Sigues mirándome con esa cara. ¿Cómo esperabas que reaccionásemos a vuestro Ocaso de los Dioses? Qué nombre más pomposo, por cierto. El que quiere guerra debería ir a la guerra, de frente, por los lados o desde la retaguardia; a la luz del sol o al cobijo de la noche, lejos de la luna y las estrellas. No importa cómo se haga, solo que se haga. Una revolución necesita sangre, no paz. La paz es aburrida, es estancamiento, es muerte, es olvido.

La perorata del dios cansaba a Gestahl, quien se descubrió pensando que así debían sentirse los que lo escuchaban deseando estar en cualquier otra parte. O ahorcándole. Extendió la mano, invocando a Niké. Sintió el cálido tacto del báculo solo un segundo antes de que un fuego abrasador le quemara un ojo.

—Oh —murmuró Fobos con preocupación—. ¡Qué hermano tengo! Siempre hace lo que quiere y cuando quiere… ¡Ha nacido el nuevo regente de Marte!

Mientras el dios se lamentaba, Gestahl hizo esfuerzos sobrehumanos por mantenerse de pie. El ojo había explotado a la vez que se rompía la conexión que lo unía a Hipólita, a la vez que el inconmensurable poder que Azrael había obtenido llegaba incluso a ese lugar sin más propósito que la destrucción. Ondas de oro se dispersaban por todo el espacio estrellado que por años había sido la base de Hybris. El antiguo líder de la orden, tapándose la herida, sintiendo la sangre brotar, empezó a correr por la escalera de peldaños de piedra, mientras el último regalo de su esposa se derrumbaba.

—Corre, corre, corre —pedía Fobos, volando a la diestra del desesperado padre de la humanidad. El tono preocupado del dios no era muy fiable dada la sonrisa que no dejaba de mostrar—. Si no cierras este lugar, toda nuestra querida humanidad podría desaparecer. ¿Y a quien, me pregunto, beneficiaría algo así? —Riendo, dio una respuesta desoladora—. ¡A nuestro estimado paladín, por supuesto!

Gestahl siguió ignorándole. Saltando de peldaño en peldaño, escuchando cómo la piedra desaparecía en el vacío. Creyendo que las estrellas en la lejanía eran más numerosas hacía tan solo un minuto.

De repente, un ángel se le interpuso. Cratos, enfundado en la gloria de la Fuerza, aunque sin desplegar las alas. Tal y como el dios del miedo le había prometido, el secreto del Segundo Hombre se había revelado. Solo tuvo que esperar durante un corto período de tiempo, entre las tinieblas adyacentes al universo material.

—No te resistas —pidió el guerrero celestial, de expresión severa—. Los santos de bronce marcados por el Hijo ya no están en la Tierra. Los Astra Planeta acabarán con lo que queda de los ejércitos del Hijo. Vuestra revolución acaba aquí.

—Es lo que yo decía —terció Fobos, asintiendo, aunque solo Gestahl podía verlo y escucharlo. Pues era mucho y muy grande el miedo que este tenía ahora—. Ya volverá a intentarlo en otra ocasión. En la eternidad, siempre hay un momento que es la mejor oportunidad de hacer algo. En cambio…

Sombrío, el dios del miedo se deslizó hasta estar al costado del caballero negro de Altar. Bajó la voz aun si solo él podía oírlo, por mero gusto.

—Los humanos hacen grandes planes y se marcan metas imposibles como dar una lección a los dioses, solo para acabar de este modo. ¿Cuándo llegarán los gritos y el llanto? ¿Cuándo harás un ovillo como un niño recién nacido? ¿Cuándo comprenderás, como tu esposa hizo, que toda obra humana no es más que un castillo de arena que los dioses pueden derribar con solo soplar? —Cambiando la expresión a una más afable, el dios palmeó a Gestahl en la espalda—. No tienes que sentirte mal por esto. Es así de fácil poner fin a los sueños e ilusiones de los hombres, sean los comunes o los guerreros sagrados. Ni siquiera los falsos dioses o los Astra Planeta están por encima de esto.

Cratos, ajeno a las palabras de Fobos —aunque no de una presencia tan preocupante como la fuerza que estaba arrastrando aquel espacio hacia la destrucción—, bajó hasta un peldaño de piedra y empezó a descender.

—No os unisteis a nosotros en Troya —recordó el ángel de la Fuerza—. No servisteis al Hijo durante la guerra. Y a pesar de eso, te rebelas contra los dioses que te bendijeron ahora, que no hay ninguna esperanza de victoria, si es que alguna vez la hubo. ¿Buscas la muerte, Deucalión? ¿Tan simple es el hombre al que la señora Pirra siempre esperó?

Un fuerte sonido obligó a Cratos a detenerse. Era el báculo, Niké, golpeando la piedra sobre la que Gestahl se hallaba de pie. A pesar de que tenía la otra mano sobre el rostro ensangrentado, tapando el ojo que había perdido, no parecía ni de casualidad débil. ¡Hasta el inconmensurable poder que estaba destruyendo el espacio se había frenado! Así como el discurso incesante del dios del miedo.

—Busco lo que siempre he buscado —advirtió el padre de la humanidad—. El bien de Atenea, cuyo amor y protección jamás hemos merecido.

—Oh, Atenea —comentó Fobos, distraído—. Hija de Zeus y Metis, hermana melliza del dios sin nombre, el mayor enemigo del Olimpo.

Las manos de Cratos se cerraron, formando puños más sólidos que el oricalco, más fuertes que los de cualquier hombre al que enfrentase. La mano derecha de Gestahl se cerró sobre el báculo hasta que los nudillos se volvieron blancos.

Pero una explosión de luz negra golpeó al ángel antes de que iniciara la batalla. Respaldado por dos largas alas metálicas, hacía aparición Ícaro, sombra de Sagitario.

De inmediato, cien millones de golpes cayeron sobre Cratos, obligándolo a retroceder. Para el apesadumbrado Gestahl, aquello fue una red oscura que estuvo a poco de aprisionar al ángel, una versión sombría del Plasma Relámpago.

Padre, no tiene que preocuparse de él.

—Hablas demasiado… ¡Ah! —Una flecha dorada atravesó el hombro del ángel, quien de inmediato giró, solo para ver a otra guerrera alada.

Triela de Sagitario no dijo nada. Aqua de Cefeo había decidido tratar a Günther, mientras que ella debió regresar por sí misma de la Colina del Yomi, despertando la Octava Consciencia. Después, a pesar de la vistosa grieta en el manto de Sagitario, a la altura del corazón, siguió el rastro del ángel de la Fuerza hacia un lugar que el Santuario bien habría querido tomar por la fuerza, si supieran la operación que los caballeros negros estaban llevando a cabo. Todos los santos de Atenea lo desconocían, empero, por lo que Triela, una vez más, se vio en la situación de defender a los miembros de aquella orden impía, a aquellos aliados incómodos, y sin embargo, necesarios para lidiar con un enemigo de la talla de Cratos. Esta vez no dudó un instante en apoyarlos.

Juntos, los guerreros asolaron al ángel desde todas direcciones, asegurándose de esquivar cualquier golpe. Cratos, poco a poco, empezó a volar para tener mayor libertad de movimiento, aunque Triela combinaba su dominio absoluto de la velocidad de la luz con calculados saltos que la trascendían, a través del Octavo Sentido, siendo imposible para el ángel el alcanzarla. No había ni una brecha en los sobrehumanos reflejos de la Silente, mientras que el número de ataques que ejecutaba Ícaro no hacía sino aumentar, cubriendo cualquier vía de escape de relámpagos oscuros. Así, Cratos no hacía más que subir y subir hacia la salida, tal y como los aliados esperaban, dejando a Gestahl solo.

Solo. El caballero negro de Altar se daba cuenta de que Fobos había desaparecido. No imaginaba la razón, pero tampoco le importaba. Atrás y adelante, los peldaños de piedra temblaban y no tardarían en caer. Debía salir de aquel espacio cuanto antes.

—Adiós —fueron las únicas palabras del hombre antes de golpear el suelo con el báculo y desaparecer, justo antes de que la plataforma se hundiese en el abismo. No supo bien a quién se dirigía. No era a la orden que dirigió, a aquel lugar que abandonaba o a la muchacha que juró que lo mataría en cuanto pudiera. Al final, lo entendió. No se despedía del pasado, sino del futuro que pudo ser. El futuro que ya jamás sería.

Porque estaba seguro de que ya no volvería a verla. Estaba seguro de que después de miles de años viviendo en el pasado, se había quedado solo, en el duro presente.

xxx

La Sala del Veredicto, el espacio aislado en el que Arthur había visto los estertores de Ío de Júpiter, estaba a punto de desaparecer. Y no tardó en entender por qué.

—¿En qué te has convertido, Azrael?

De cada grieta en el manto de Capricornio salían rayos dorados, hendiendo la oscuridad con furia y odio extraordinarios. Cada uno de ellos llegaba lejos, muy lejos, causando daño en aquel infinito, forzándolo a verterse en el mundo del que el santo de Libra lo había aislado. Uno de aquellos haces estuvo a punto de dar de lleno a Arthur, quien creó cuatro esferas de gravedad distorsionada para luego mandarlas a los cuatro puntos cardinales; el rayo se desvió en una de aquellas direcciones.

Fue ese el momento en que Azrael se percató de su presencia, acometiendo de inmediato con sendos movimientos cortantes. De los brazos, extendidos como si fuesen espadas, salieron ondas de cosmos que Arthur esquivó, prudente. En un punto lejano aparecieron dos brechas a través de las cuáles podía verse el Santuario. Todos —santos de oro, plata y bronce, así como Hipólita— se habían marchado, sin duda al Argo Navis. El santo de Libra se sintió aliviado, aunque no llegó a expresarlo.

Salir y entrar de aquel espacio era para Arthur como ir y venir de su propia casa, así que no dudó en aprovecharlo para esquivar los incesantes y descontrolados ataques de Azrael, acercándose lo suficiente para encajar la Contracción Estelar a quemarropa. En cuanto vio el momento oportuno, anuló cualquier influencia innecesaria de la gravedad, volviendo su puño el eje al que su oponente sería atraído con toda certeza, solo para ser aplastado por el peso del cielo estrellado.

El puño chocó primero contra el estómago del santo de Capricornio, luego en un hombro y finalmente en la cabeza. Tres golpes, a cual más terrible, pulverizaron gran parte del manto dorado, liberando una explosión de energía solar.

—¿Cómo es posible? —Saliendo de la Sala del Veredicto solo para regresar, Arthur pudo evitar ser presa de la energía que estaba a poco de destruirla—. ¿Cómo puedes seguir consciente después de todo?

Estaba enfrente de él, no podía tratarse de una ilusión. El peto, una hombrera y el casco habían desaparecido, revelando numerosas heridas, tanto de aquella batalla como la que sostuvo con Sneyder. Pero Azrael no trastabillaba, seguía firme, clavándole unos ojos llenos de ira a los que el manto de Libra empezaba a reaccionar.

—Si esto sigue así… —murmuró Arthur sopesando utilizar la técnica más poderosa que había ideado. Apuntó con una sola mano hacia el guerrero, de cuyo cuerpo no cesaban de venir rayos con no más objetivo que la propia dimensión.

Y entonces, de repente, Azrael no estaba más cubierto por el manto de oro. Era un niño, de ojos implacables, que se escabulló hasta su espalda y estuvo a punto de golpearle. Arthur, de rápidos reflejos, bloqueó el puño del chico solo para acabar envuelto en un mano a mano con una versión mayor de Azrael. Un hombre con el pelo ya cano, la cara marcada con las arrugas de una vida amarga, llena de arrepentimientos. Y el cuerpo heredero de una experiencia digna de admiración.

Cada ataque de Arthur, el anciano Azrael lo veía venir, atacando en la dirección y momento precisos para desviarlo. La Armadura de Urano no desviaba los golpes, tampoco las esferas de gravedad distorsionada, que Arthur solo empleaba cuando el viejo guerrero volvía a la apariencia joven, furibunda, del otrora simple asistente. En esa forma, más que un guerrero, el santo de Capricornio era una masa de destrucción dispuesta a arrasar con todo lo que tuviera a su paso.

Hasta que al fin lo consiguió.

—No es posible… —susurró Arthur, viendo cómo el manto de Capricornio era desintegrado por el poder descontrolado de su portador. Tamaña energía apenas podía ser contenida por todo el esfuerzo del santo de Libra, solo temporalmente.

Sintió que la oscuridad en la que tan seguro se había sentido en el pasado estaba a punto de caer en una sombra más densa, profunda. Tal vez la misma nada a la que él pensaba condenar al santo de Capricornio, cuya forma —visible apenas en medio de una gran esfera de cosmos dorado— variaba desde el niño, el hombre y el viejo. Arthur asintió, sabiendo perdida la fortaleza.

En cuanto el santo de Libra desapareció del lugar, un grito bestial se oyó a través de todo el infinito, siendo aquel el último sonido, la última luz, el último segundo de existencia, que habría en la Sala del Veredicto.

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El Argo Navis era azotado por un mar de sangre, heredero de la furia de Azrael. Ninguno de los tripulantes sabía qué hacer. Mithos y Subaru, recibiendo órdenes de Shaula, se encargaron de llevar a los heridos y a Akasha abajo, a sabiendas de que el barco no era ya un lugar seguro, fuera en cubierta o los camarotes.

Lucile estaba sentada en la proa. La máscara se le había caído al mar mientras vomitaba. El veneno de Shaula le atacaba ahora con más fuerza que nunca. Cuando el Santuario desapareció, sin más, la leona de oro no lloró ni rio. Solo murmuró unas palabras.

—¿Tú también me abandonaste, Akasha?

Poco después, Arthur llegó, exhausto, con una respiración agitada que era del todo insólita en el más fuerte de los santos de oro. Shaula quiso decir algo, pero no decidía si era bueno o malo que Arthur estuviera allí, así que fue otra quien se adelantó.

—¿Ahora sí está muerto?

A Arthur ni tan siquiera le dio tiempo de sonreír. Azrael, como un niño que era a veces adulto y anciano, apareció sobre el mar de sangre, levitando cual ángel listo para castigarlos a todos. Tras él, donde estuvo antes la tierra sagrada, había una gran brecha del tamaño de una montaña. Un agujero negro que tragaba por igual el cielo y el mar hacia la nada absoluta a la que quedó reducida la Sala del Veredicto.

Los cabellos dorados de Lucile se alzaron por esa fuerza de atracción cósmica, revelando una enigmática sonrisa.

Notas del autor:

Ulti_SG. Oh, sí, está previsto que la historia lo aclare, aunque ya dejé pistas sobre qué es la Cacería en la reunión pasada, hace mil ayeres. Sí, justo en esa que mencionas donde Gestahl Noah llegó a niveles de tacañería Scrooge McDuck. Como dirían Pascu & Rodri: «Buenas tardes, soy Gestahl Noah, y te pillé (a Hashmal) dándole guerra a mi mujer (Pirra).» Su religión no le prohíbe sentir rencor, pero nunca sabremos qué haría con la tumba porque no quedó una. (Me dicen por el canal de emergencias que la Esfera de Júpiter pidió una orden de alejamiento a Zeus, por si acaso.). Más misterios para sumar a la lista, algo inevitable cuando un inmortal se pone nostálgico. Gestahl Noah siempre ha sido un hombre con prioridades, no en vano es el hombre que tuvo que escoger quién se salvaba y quién no… Y del que se bajó de su propia arca. Muy gracioso lo de Hipólita TV, por cierto, también muy acertado.

Es como en los JRPG antiguos, caminas tranquilamente de pueblo en pueblo y te salen enemigos comunes para conseguir experiencia, dinero y objetos. Creo que ya había mencionado por encima cierta conversación entre Akasha y Anteo sobre este tema, pero a veces me confundo entre lo que está publicado y lo que está por publicar, espero que no sea el caso. ¡Ah, pero sí hubo! Está esa donde Makoto derriba a Christ de la Cruz del Sur y… y… Y eso fue todo, sí que es verdad que hay puras peleas complicadas aquí.

Es así como serían las batallas de Saint Seiya sin el elemento milagroso que le da alma a toda la franquicia. Pero, como dices, no todos pueden morir, así que toca lo que toca. Es como dices, sacrificando un recuerdo muy querido (que no el más querido), Hipólita obtiene la fuerza para carrear ese frente de la historia. ¿Cuánto durará?