Capítulo 167. León de tres cabezas

En medio de un mar de sangre, los argonautas veían próximo el fin, fuera a manos del iracundo santo de Capricornio o en las profundidades de la brecha en el tejido del espacio que lo respaldaba. Una puerta hacia la más absoluta nada.

De entre tantos guerreros valientes, aunque azorados por unas circunstancias desgarradoras, solo Lucile parecía en paz, tranquila.

La leona de oro sonreía, acariciando el aire con una larga vara de luz. No la sostenía con la mano sana, sino con aquella que había perdido la mayor parte de los dedos junto a un buen trozo de carne. Para asombro de muchos, la falta de sustancia física no parecía ser un problema para la bruja de dorada cabellera, pues tal y como manejaba aquella vara, cualquiera habría dicho que la mano estaba completa, aunque en parte invisible.

—¡Detente! —ordenó la mujer de voz melodiosa, ya no más modulada por una máscara. Ella apuntó al abismo y todo cuanto devoraba, aunque también se dirigía a Azrael, quien la observaba implacable—. Deseo parlamentar.

Desde las alturas, Azrael alzó una ceja. No podía ver bien el rostro de la mujer, pues el viento no dejaba de mover los largos y dorados cabellos. Apenas pudo vislumbrar un reflejo de unos ojos más azules que el cielo más claro.

Ninguno de los que estaban en cubierta intervino en aquel encuentro, pues lo tenían todo en contra, incluido el escenario en el que se daría el combate. Aun Hipólita, a la que le sobraban ganas de combatir, tenía claro que sin el apoyo constante de Subaru ni siquiera podría seguir el ritmo a un santo de oro, por lo que poco importarían la fuerza, la ayuda de Leteo o lo bien que se le daba luchar en el aire.

¿Parlamentar? —oyó Lucile, sabiendo que nadie más escucharía—. No hay nada de qué hablar. No esperes que le perdone.

Tampoco tú debes esperar que te perdone —acusó la leona de oro, aún sosteniendo la vara más como una domadora de bestias con un látigo que como una directora de orquesta. Claro que las bestias a las que trataba de domar eran un ángel vengativo y un agujero negro que iba a devorarlo todo. Lo único que lograba era detener el avance, calmar las aguas sangrientas y alimentar la curiosidad de Azrael—. Tú mataste a Ethel y Akasha. Tanto deseo la muerte de Arthur y Sneyder como la tuya.

Por un segundo, Azrael cerró los ojos, sabedor de que era ya tarde para las explicaciones. Había sido Adremmelech quien dio muerte a Ethel, como un reflejo del temor que Akasha, sin saberlo, le había transmitido mientras viajaban al Santuario. Sin embargo, no se arrepentía ahora. Había decidido hacer suyas las acciones de Adremmelech, las aprobara o no. Además, a alguien como Lucile no le habrían importado esas minucias. Los hechos seguirían siendo los mismos, siempre.

Ethel murió hace años. Nunca la vengaste.

Eran un par de niñas atolondradas. —El tono de Lucile, que claramente hacía caso omiso al apunte de Azrael, era de una dulzura inesperada, genuina, retoño de la infinita tristeza que ocultó durante más de cinco años—. Mas eran mis niñas atolondradas. Nadie en este mundo tenía derecho a arrebatármelas, mucho menos un simio que no sabe hacer otra cosa que obedecer órdenes.

Akasha no te pertenece, no es tu juguete, hechicera —acusó Azrael, por momentos colérico—. Ella habría muerto si no hubiese actuado. Era demasiado pronto para que el Santuario entendiera el Ocaso de los Dioses. ¿Puedes comprender eso?

Seguramente estaba confundida. Yo habría podido ordenar sus ideas, tranquilizarla —aseguraba Lucile, más para convencerse a sí misma que otra cosa—. ¡Dioses! Akasha la habría convencido de al menos tratar de entenderlo. Lo sabes.

Akasha tenía miedo —se apresuró a decir Azrael, algo de lo que pronto se arrepintió. Sus faltas eran suyas y de nadie más, no quería dejar ni una sola mancha en aquella a quien juró servir—. Una conversación, solo una con cualquier elemento importante del Santuario y todo habría estado más allá de nuestras manos. Fue la mejor decisión posible, dadas las circunstancias —sentenció, tan frío y pragmático como en otro tiempo le enseñaron a ser, mucho antes de que conociera a Gestahl Noah, incluso.

¿Crees que matar a Akasha fue la mejor decisión?

Eres demasiado lista como para creer que Arthur no tuvo nada que ver en todo esto —replicó Azrael, golpeándose la frente en un rápido movimiento. Se rascó la piel con rabia y nerviosismo, llenando las uñas de niño de sangre.

¿De qué hablas? Arthur no era nadie entonces. Que aprobara u ordenase la Pacificación no son más que habladurías de pueblerinos.

La sonrisa de Lucile se ensanchó, pues percibía que el callado Azrael estaba entendiendo a dónde quería llegar.

Tú marcaste la senda que aquí acaba, con Akasha muriendo como una enemiga más del Santuario. Una senda en la que ella no podía contar con su querida amiga. Al matar a Ethel, también mataste a Akasha —espetó, toda desprecio

El silencio reinó entre ambos conspiradores por una eternidad. La sonrisa de Lucile contrastaba con la línea severa, dura e implacable que eran los labios de Azrael.

Tú también Lucile —dijo Azrael, pronunciando cada palabra con lentitud—. Tú también pusiste a Akasha en esta senda de sacrificio.

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Aunque el resto de la tripulación era ajena a la conversación que se estaba dando entre aquellos dos, nadie allí era tan estúpido como para creer que habría una solución pacífica. Tenían que huir de la Esfera de Marte antes de que la brecha en el espacio volviera a recordar que tenía que devorarlo todo; también tenían que detener a Azrael. No podían hacerse esas cosas a la vez, alguien tenía que quedarse.

—Oye, ¿Emil? —Fue Hipólita la primera en hablar, notando que Ban y Shaula se alejaban a la otra punta del barco, donde no los verían.

—Ese soy yo —contestó el santo de Flecha, sorprendido de no haberlo gritado a viva voz. Quería hacerlo, estaba seguro, porque la apariencia demoníaca de la sombra de Águila le daba miedo—. ¿Qué ocurre?

—Cuando veas al pequeño Makoto… —Hipólita se detuvo un momento para pasar la mano por la cabeza, fue un espectáculo grotesco, debido a lo largas que eran las zarpas—. Dile que lamento no haber cumplido la promesa.

—¿Qué promesa? —Pese a las circunstancias, Emil no fue capaz de controlar un rubor. Así como después no pudo terminar de formar una sonrisa.

—Él lo entenderá…

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Cerca de la popa, Shaula se alistaba para despedirse. No tenía fuerzas para confesar la verdad a esas alturas, pero sí que era consciente de que al callar, al defender a Arthur y Sneyder por omisión, no era muy diferente a ellos. Debía responsabilizarse.

—Papá, yo me quedo —dijo, decidida—. Puedes… ¿Puedes pedirle a esos dos…? —cabeceó con brusquedad, sabiendo que esas podían ser las últimas palabras que escucharían de ella—. ¿Puedes decirles a Mithos y Subaru que no me odien?

Las cejas cenicientas de Ban se alzaron a la vez. Estaba sorprendido.

—Yo quería proteger a Akasha, de verdad —juró enseguida, temiendo la desaprobación de su padre, atormentaba por demonios internos—. No pude, así que… Permíteme que os proteja… ¿Qué haces?

El león de bronce posó las manazas heridas, avejentadas, en ambos lados del rostro de la ninfa. Sin querer, le hizo cosquillas en las orejas —como cuando era muy niña—, pero contuvo la risa. Tardó varios segundos en entender la muda petición de su padre, momento en el que asintió con cierta torpeza.

Ban tomó la máscara dorada, sabiendo que no había nadie cerca. Todos estaban con sus propias preocupaciones, despidiéndose como la joven ninfa pretendía hacer. Se decía que si alguien veía el rostro de una santa de Atenea, sin importar el rango, esta tenía dos opciones, matarlo o amarlo, razón por la que en todo ese tiempo Ban no había visto el rostro de su hija ni una sola vez en muchos años. No por la ley en sí —hay muchas formas de amar a alguien en el mundo; el amor que une a un padre y su hijo, por ejemplo—, sino por la firme convicción de que Shaula solo podría sobrevivir convirtiéndose en algo más que la hija a la que quería, en una poderosa guerrera.

En ese momento, al ver la decisión que gobernaba el rostro de la muchacha, Ban se sintió un estúpido. Enternecido, sereno, vio a la ninfa que danzó con él —algo un poco más decente que un sátiro, si recordaba bien las palabras de Kushumai— durante más de un tiempo inolvidable, reflejada en la fina e impoluta piel, sin mancha ni cicatriz alguna. Deseó hablar, decir unas palabras de aliento, pero no tenía voz.

Lo único que el león de bronce pudo hacer fue darle sus bendiciones a su hija, aunque no como en el ya lejano pasado, sino como la guerrera en la que se había convertido. Le puso la mano en el hombro, transmitiéndole la decisión que había tomado.

Estoy orgulloso de ti —fue lo que el santo de bronce quería decir. Imaginaba que Shaula lo intuía, a pesar de todo.

Cuando Ban quiso apartarse, Shaula no se lo permitió. Sabía que no podía hacerlo por siempre, no tenía el derecho de negarle lo que ella misma estuvo a punto de hacer, pero al menos quería abrazarlo una última vez. Prestarle apoyo. Los brazos dorados de Shaula, de un momento a otro, se cerraron a lo largo de la espalda del guerrero, del padre, que ya no pudo aguantar las lágrimas.

Se quedaron así todo el tiempo que se les permitió. Ban acariciando el cabello rojo de la muchacha, ella otorgándole fuerzas para luchar. Poder, cosmos.

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Arthur no se había movido en todo aquel tiempo, tampoco lo hizo cuando Lucile, parsimoniosa, empezó a girarse. Estaba convencido de que la leona de oro no tenía nada que pudiera preocuparle. Se equivocaba.

—Hay algo en lo que concuerdo con Azrael. La humanidad no merece que me esfuerce más de lo que he hecho. No regresaré a la Tierra.

De alabastro la piel, zafiros los ojos, oro el cabello revuelto de un modo a la vez caótico y bello. Un único lunar en la mejilla izquierda destacaba en un rostro pálido, que sin duda había agradecido la protección que la máscara le otorgaba frente a la luz solar. Aquella cara perfecta, como cincelada en mármol así como las estructuras griegas, aquella mirada brillante e intensa, aquellos labios rosados, con la sombra del carmín —¿o la sangre?— apenas insinuada, todo en la leona de oro quedaba al descubierto para un único hombre. El hombre al que había condenado.

—¿Tienes algo que decir? —Lucile se acercó al Juez de un salto, alegre—. No es que haga falta. Tu expresión lo dice todo. Soy hermosa.

—Tanto como perversa.

—Sigues con esa falta de visión, ¿no? Me aburre esa canción. También a él —añadió, inclinando a la cabeza hacia Azrael. La mirada del santo de Libra no se había apartado del fino y delicado rostro de Leo—. Muere, Arthur.

—¿Eso es todo? —comentó Arthur, decepcionado—. Sin florituras ni sutilezas. Tus poderes no me afectan, Lucile.

—Muere —repitió la leona de oro, apretando el peto de Libra con la mano sana. El manto era sólido, más que ningún otro. Nadie había logrado romperlo en una guerra que los había enfrentado a los mayores enemigos que el Santuario había conocido en su larga historia—. Busca la muerte. Y si no la alcanzas, busca la desesperación del lobo solitario en que te convertirás. Tú, fuerte, poderoso, invencible Arthur.

El santo de Libra no se apartó. Tampoco mostró el menor rasgo de pavor, lo que en parte disgustó a Lucile. La duda fue una sombra en aquellos ojos claros como el cristal, pasando de forma inadvertida, furtiva.

—Mas no ahora, no, tienes un deber que cumplir.

Al final, fue Lucile la que cedió, escuchando pisadas metálicas y la madera temblar bajo dos patas de bestia. Para cuando Ban e Hipólita llegaron, ella ya estaba de nuevo en el mascarón de proa, alzando la vara de luz, preparándose para una batalla imposible.

—Primero tienes que salvar a los santos de nuestra querida Suma Sacerdotisa —dijo, aún dirigiéndose a Arthur—. ¿No queremos que este barco se hunda, verdad?

Con más arrogancia que decisión, Lucile dio un paso al frente, pero no cayó al mar. El aire no osó recordarle que no era sólido, la gravedad no se atrevió a arrastrarla como haría con cualquier otro cuerpo que no supiese volar. Hipólita la siguió enseguida, poniéndose a la diestra de aquella extraña que resultaba ser una de las queridas amigas de Ethel. Ban fue el último en partir, recibiendo del cielo el mismo trato que tuvo Lucile; no pudo sino recordar la batalla que ambos sostuvieron contra Tritos, la visión de una pirámide de caballeros negros sosteniendo a una sola persona.

Arthur se quedaba atrás, con la amenaza rondándole la mente, fría maquinaria impulsada por la razón, no la emoción. Pronto Emil y una agotada Shaula se le unieron, entendiendo que ahora el santo de Libra era el líder.

Las órdenes no se hicieron esperar. Un manto de cosmos cubrió el barco entero, pero fueron Lucile, Ban e Hipólita quienes formaron una barrera para retener, con gran esfuerzo, un rayo dorado que Azrael desplegó con solo fruncir un ceño infantil. La Fortaleza de la leona de oro, en conjunción con Nemea, el poder de Ethel y el Manto de Deyanira, lograron en conjunto frenar también un segundo ataque.

—Ethel te quería —decidió decir Hipólita, por un segundo alterando la resolución de la leona de oro—. Tú y Akasha erais como hermanas para ella.

—¿Por qué me dices lo que ya sabía, sombra? Ya entonces podía leer las emociones de una niña atolondrada —aseguró, forzando una sonrisa.

—Hay cosas que… —La mujer se detuvo, negando con la cabeza—. Porque para serviros de ayuda he de sacrificarlo todo. Dejar que los muertos descansen en paz.

La sombría máscara de Hipólita brilló con aquel místico tono rosado una última vez. Solo entonces, solo durante un breve instante, Lucile lamentó no sacar a aquellos dos del engaño. Decirles que también Arthur merecía sentir la furia del león de bronce y aquella que estuvo llamada a vestir el manto de Heracles.

Desistió porque, según creía, ellos ya debían saberlo.

—¡Azrael! —exclamó Lucile, cabeza central de aquel león tricéfalo—. Akasha está ahora en la costa del Aqueronte, sola y desamparada. Es hora de que estés a la altura de tu autoproclamado título, asistente. ¡Y la acompañes al infierno!

Aquel vano grito apenas resonó en el lugar. Los cielos y el mar carmesí estaban siendo consumidos por un agujero negro apenas interrumpido por rayos dorados que el trío detenía a la vez que el Argo Navis avanzaba, alejándose. Arthur se encargaba de buscar una salida en el espacio, mientras que Shaula mantenía el barco a flote y Emil, sobrepasando las incomprensibles circunstancias, levantaba la Fortaleza de Luz.

Los esfuerzos de los argonautas no eran suficientes, Lucile lo sabía, así que decidió darlo todo. Arrojó la vara hacia Azrael, como una lanza que el ahora anciano santo de Capricornio destrozó con un solo movimiento de mano. Una distracción que la de dorados cabellos no dudó en aprovechar.

Empezó a cantar. La Tormentosa y Patética Sinfonía dio inicio, durando poco como una única aunque angelical voz, pues pronto esta se tornó en un sinfín de instrumentos hechos a partir del aire, el agua y la oscuridad que trataba de devorarlos. La orquesta, de un modo prodigioso, llenó incluso lugares por los que ningún sonido podía ser transmitido, alcanzando al confiado Azrael.

El terror trastocó el corazón de la misma Esfera de Marte, aunque Lucile ya no creía estar en el interior del auténtico dominio de un astral. Más bien, se hallaban en la superficie, un espacio creado por los temores de todos los que se habían quedado varados en Hiperbórea tras la muerte de Ío. Sin embargo, eso era lo de menos. Para el mundo, el negro cosmos de Hipólita se entrelazaba con las violentas flamas de Ban y el dorado halo de Lucile, formando una bestia aterradora. Fauces que parecían unir el cielo y el mar, colmillos que triturarían las estrellas más lejanas. La oscuridad, de repente, pareció retroceder ante un poder más allá de la razón.

Pero Azrael no retrocedía. No desviaba la mirada. No temblaba. Hasta donde sabía Lucile, era más probable que Arthur se hubiese estremecido, aunque ya no dedicaba ni la más mínima atención al Juez. Le había prestado la ayuda suficiente.

—Todo está siendo destruido —advirtió el santo de Capricornio, ya con la forma del asistente, herido en varias partes y sin embargo aparentando ser imbatible—. Hasta el mundo que teme será destruido. Hasta los mares olvidados a los que ellos van.

Lucile casi podía ver en los ojos de Azrael, caldo de odio y furia, el Argo Navis entrando en los mares olvidados solo para acabar volcado. La tripulación cayendo en unas aguas que los dispersarían por toda la corriente temporal. Ese momento de duda —uno entre un millar que había tenido, lo sabía—, la volvió presa de una onda cortante que fue bloqueada por Ban. El mundo en el que estaban lo debía haber interpretado de un modo más impresionante: la cabeza de un león ensangrentado partiendo una espada de energía, para luego caer sin remedio a la profunda oscuridad.

No pasó mucho tiempo antes de que Hipólita también cediera. El Manto de Deyanira mandó al olvido muchos de los ataques de Azrael, pero todos, salvo los dioses, tenían un límite. La armadura hecha del líquido oscuro se volvió sólida y se cuarteó. La feroz sombra cayó de repente, como un águila al que le hubiesen cortado las alas.

Dos veces Lucile sintió que había muerto. Ban e Hipólita fueron más que compañeros en esos breves momentos de lucha, fueron parte de ella. ¿De qué otra forma habrían podido seguir luchando a la vez que escuchaban la Tormentosa y Patética Sinfonía? Por ellos y por sí misma siguió cantando, respaldada por lo que quedaba del cosmos de aquel par. Sintió la ardiente piel de Nemea encima de la suya; también el frío tacto de Leteo, listo para entregarla al olvido.

Había oscuridad en el norte y en el sur, el este y el oeste. Arriba y abajo, nada había, solo ella, en el centro. De ese modo, se sintió capaz de decir unas últimas palabras.

—Lo siento, Akasha. Parece ser que todos los santos mueren.

Al terminar de hablar, dejó de oír los latidos de su corazón, y supo que era el fin.

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La mano de Azrael era la base de una lanza infinita de energía, puro y destructivo poder sobre el que cada vez tenía menos control. Ahora, mientras veía el cuerpo de Lucile caer a la misma oscuridad que devoró el cadáver de Ban —uno partido en dos, la otra sin esa imitación de corazón humano que tenía bajo el pecho—, sentía que su propio cosmos ansiaba triturarle los huesos, desgarrarle los músculos, matarlo.

—Todavía no —decidieron a la vez el niño, el adulto y el anciano.

Esas palabras despejaron la oscuridad, revelando un prado infinito donde solo había vacío. El cielo era del color de los ojos de Lucile.

—¿Una ilusión?

El truco quedó en evidencia de inmediato, pues una niña de cabello trenzado se le acercaba con largos saltos, las manitas extendidas, la risa saliendo de un rostro enmascarado. Era Ethel.

—Un estorbo —espetó el niño, el soldado, el gólem Adremmelech.

—La amiga de Akasha —lamentó Azrael, el asistente.

—Peligro —advirtió el anciano, heredero de ambos rostros.

La niña desapareció justo antes de alcanzar al santo de Capricornio. Viejos nombres le resonaron en el oído —Asha, Lucy—, dejándolo desconcertado, pese a todo.

Surcando los cielos azules de esa ilusión, una sombra del color de las profundidades del mar llegó hasta Azrael, semejante a un bólido. Cada poco que avanzaba más y más pedazos del Manto de Deyanira iban quedando desperdigados, desapareciendo enseguida tanto del mundo como de la memoria de cualquiera.

Azrael llegó a ver lo que había tras la coraza de una mujer que había sacrificado todas sus memorias, todo su dolor y su alegría. Nada le quedaba, ni siquiera el recuerdo de haber sido madre. Pero no estaba desamparada, ni herida ni debilitada. No tenía vendas que le cubrieran el rostro, los brazos y el cuerpo, sino un reluciente manto brillando como la luna llena, un cabello corto y rubio enmarcando la faz de la inestimable ateniense que pudo ser si una cierta tragedia no hubiese ocurrido.

Ya que el adulto y el anciano estaban incapacitados, el niño tomó por última vez el mando, moviendo la mano como una espada. Incluso él lamentó destruir algo tan puro, tan digno de alabanza.

La santa de Heracles esquivó la onda de energía cortante, contraatacando con una brutal patada que dejó al niño soldado sin aire.

El cuerpo de Azrael se tornó en el del experimentado anciano.

—No —susurró la mujer que alguna vez fue Hipólita, sombra de Águila, a la vez que esquivaba los ataques del anciano con una velocidad inaudita—. Tú no.

La mano de la santa de Heracles voló ya no como la zarpa de una bestia, sino como un puño humano y fuerte. El viejo rodó por el prado saboreando la sangre que le bajaba por la nariz, totalmente desconcertado. Al terminar el viaje, este ya era Azrael, el asistente, poniéndose de pie justo antes de que la mujer le cayera encima. El embate fue velocísimo, un único intercambio de golpes, como el duelo de dos samuráis.

—Sí —dijo Hipólita, arrodillada entre un sinfín de flores. Un corte se le abrió en el cuello, pintando de carmesí los pétalos blancos—. Eras tú quien debía hacerlo.

La heroína, vacía de recuerdos, avatar de la voluntad humana, cayó muerta.

—Ahora lo comprendo —dijo con dificultad Azrael, cuyo cuerpo entumecido poco a poco se recuperaba del vil hechizo de Lucile. Demasiado tarde, pues una daga dorada estaba clavada en su pecho, atravesándole el corazón—. Lo que yo quería…

El prado y el cielo desaparecieron mientras el santo caía de rodillas. Lo único que le impedía hundirse en la oscuridad era una influencia divina. Una llama que iluminaba la eternidad de tinieblas, tentándole a seguir.

—Lo que yo quería era estar con ella —susurró el asistente, ya sin fuerzas para alimentar esa ira que lo dominaba. Los ojos ardientes se derretían en cascadas de tristeza—. Siempre.

Deimos, testigo de tal confesión, dejó de atar a aquel demonio al mundo de los vivos, devolviéndolo al único lugar en el que debía estar.

Notas del autor:

Belen26. ¡Un gusto leerte por aquí! Me alegra saber que la historia te esté gustando, significa mucho considerando su longitud.

En cuanto a tu pregunta, te diré que el final aún no está cerca. (Los títulos de los arcos dan una pista a ese respecto.). Pero, y es un pero muy importante, sirva como garantía que la historia está concluida y revisada. No estás leyendo el típico fanfic largo que de la noche a la mañana dejará de actualizar porque se acabó la inspiración, esto tiene un final. ¡Confío en que sigas disfrutando del viaje hasta entonces!