Capítulo 168. Revelaciones
—Este lugar es peligroso —apuntó Julian Solo, el primer mortal en estrechar la mano del Rey de la Magia—. Si se va a hacer, debe hacerse ya.
—¿En qué sentido es peligroso, emisario de Poseidón? —cuestionó Damon, sin ánimo de horadar la mente de aquel hombre, así fuera de forma superficial.
—Un dios sin nombre, apartado de la historia de mortales e inmortales por igual. No se me ocurre mejor símil para el olvido, salvo el propio Leteo, y ahora mismo estamos en una parte de ese río del inframundo, ¿cierto?
—Sí. Leteo era necesario para recuperar la Máquina de Rodas. ¿Dices que eso entraba en los planes del Hijo para manipularme?
—No llegaría tan lejos.
—Mas no lo descartas.
El silencio de Julian Solo fue de lo más elocuente. Con eso terminaba una dura negociación, librada no solo gracias la habilidad de Julian y la voluntad de Adrien, del que era emisario, sino también por la sangre del rey Alexer. El último Señor del Invierno había sido el campeón de Poseidón, mientras que Damon se había valido de los autómatas como representantes de sus propios intereses. Por el hecho de que ninguno cayó, pudieron llegar a entenderse, el mago y el avatar.
Damon sellaría las Otras Tierras en nombre de Poseidón. Después de eso, nadie más que Julian Solo, arropado por el dunamis que sustentaba los mares olvidados, podría viajar entre ellas. Se convertiría en el dios de aquellos nueve mundos.
—¿Qué harás si los dioses del Olimpo deciden cambiar de opinión sobre las Otras Tierras? —preguntó Damon, interesado.
—Es una de las razones por las que iré al multiverso —contestó Julian Solo—. Debo reunirme con los dioses, con una en particular, en realidad.
—Nos abandonaron.
—Si es así, debo saber por qué.
Los labios de Damon se abrieron para dar la respuesta más probable, esa que había evitado pronunciar antes, pero al hacerlo aspiró un humo tóxico. Tosió, irritado, mientras el último nivel de la Máquina de Rodas cambiaba de forma drástica.
El océano se secó por completo, tornándose en un yermo árido y agrietado, golpeado por un sol caluroso. Esta estrella, surgida de la nada, era una gran esfera del color de la sangre en un cielo similar al que veían los habitantes de Bluegrad durante aquella noche maldita. Tal visión era dolorosa hasta para los ojos del mago, el cual solo pudo dejar de toser a pura fuerza de voluntad. Con todo, antes de recuperar el porte solemne, envidió la bendición que caía sobre Julian Solo. Así como había andado a pesar de la tempestad antes, también ahora seguía firme, oteando el horizonte en busca de la fuente de aquella malevolencia que lo impregnaba todo. No tuvo que buscar mucho tiempo.
—Los dioses han ido al multiverso dañado por el Hijo —respondió un anciano en la lejanía, con una voz dolorida que llegaba a ellos a pesar de la distancia—, para repararlo. ¿Por qué iban a quedarse en uno de los pocos mundos que se salvaron, habiendo otros por reparar? Claro que es tarde para eso, demasiado tarde. ¿No decidieron ellos mismos borrar la existencia del Hijo de toda la Creación? Ahora lo único que pueden hacer es juzgar a la humanidad por ese espíritu rebelde insuflado por un dios inexistente. Un juicio divino, podría decirse, que de forma inevitable lleva a la destrucción de todo, sea a manos de los dioses, sea a manos de los hombres.
El anciano ya estaba frente a los negociantes cuando terminó el soliloquio. Se trataba de Fobos, herido de gravedad. Una línea le atravesaba un buen trozo de la cabeza, manando no sangre humana, sino pura oscuridad. Lo mismo se derramaba a través del agujero en el pecho, manchando las prendas sacerdotales, y desde las manos, que goteaban cristales de hielo entre nubecillas del color del ébano.
—Llegas tarde para confirmar mis sospechas —desechó Damon con un ademán—. Si los pecados de los hombres se deben al libre albedrío o los ardides de un dios, sea el que sea, no importa, pues siempre pudieron elegir.
—En una cosa podemos estar de acuerdo —dijo Fobos, dejándose caer. Una silla apareció de la nada, hecha por las calaveras de todos los que habían muerto en Bluegrad hasta ahora—. No importa la razón por la que la humanidad está condenada. Oh, vamos, sentaos, Rey de la Magia. Sentaos, recipiente de Poseidón. Será una historia larga la que os contaré, con la muerte de un dios como guinda del pastel.
Ni Julian Solo ni Damon le hicieron caso. Aun si aquel viejo se viera en las últimas, deshaciéndose pedazo a pedazo en volutas de sombras, tenían serias dudas de que aquello representara su muerte. Eran conscientes, con solo mirar las tinieblas latiendo tras cada herida, de que estaban frente al responsable de instaurar el caos en el mundo. Alguien así no se entregaría a sus enemigos para morir sin más.
—Yo mismo tardé en comprenderlo —maldijo Fobos, riendo—. Sellar al Hijo parecía la opción más lógica, si no era posible matarlo. Por fortuna, tuve tiempo para reflexionar sobre ello. Si el Hijo ya había influenciado cada universo posible antes de caer, ¿qué ocurre cuando se le extrae de todos ellos? ¡Los dioses arrebataron a todos los seres mortales su razón de existir! Sustituyeron la peor guerra jamás librada por un ciclo infinito de Guerras Santas, esperando obtener la respuesta que cada mundo no tuvo la oportunidad de alcanzar. Si te diriges al multiverso, recipiente de Poseidón, morirás de pura desesperanza, ya que todo lo que se cree en ellos está manchado.
—No todo —replicó Julian, mirándole a los ojos. El sano, demente, y el herido, poco más que una costra de oscuridad condensada, iluminada por un brillo remoto—. Los hombres siempre tendrán la oportunidad de soñar.
—¿La humanidad abandonará la realidad para entregarse a los dominios de Hipnos?
—Ni la humanidad ni los dioses se han rendido. Por eso sé que tú no eres ninguno de ellos. ¿Quién eres? No, mejor, ¿qué eres?
Por toda respuesta, Fobos rio, apretando los brazos de su trono de huesos para inclinar su cabeza hacia aquel valiente, capaz de desafiarlo incluso a él.
—Por eso Poseidón selló el Portal del Tiempo. No para ocultar qué cuerpo ocuparía, sino la senda que iba a seguir. ¿Pretendes atravesar las Otras Tierras y viajar hasta ese multiverso convulso? Bien, necesitarás a alguien que te acompañe…
La sugerencia fue cortada con tanta brutalidad como las palabras del guardián de la Esfera de Marte. Damon lo señalaba con el dedo extendido, ejecutando un hechizo lo bastante poderoso como para devolver a aquel ser a su trono, partiéndole la espalda.
—Responde a la pregunta —exigió el Rey de la Magia.
—Como queráis —dijo Fobos, sonriendo—. Será una historia larga. Tomad asiento.
Nadie le hizo caso, de nuevo.
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—Empezó hace trece años. Cierto soldado detectó la influencia del dios del miedo en los corazones de los hombres, a pesar de que este debía hallarse confinado en el Olimpo. Por esa época, el soldado desconocía que no había un Olimpo, que los dioses se habían marchado, de modo que se limitó a corregir ese desequilibrio sin que nadie lo notara. Año tras año cosechó los temores que Deimos sembraba en busca de un candidato digno de la Esfera de Marte, hasta que se vio tan envuelto entre ellos que el dios del terror, hermano del cautivo Fobos, tuvo que hacerlo partícipe de su empresa.
»El cautivo dios del miedo buscaba soldados, el dios del terror quería un general. El soldado, confiado de sus hermanos, consideró que los esfuerzos debían centrarse en debilitar al enemigo, antes que fortalecer a los más grandes campeones del Olimpo.
»La cuestión, Rey de la Magia, recipiente de Poseidón, es la siguiente: el soldado necesitó trece años para identificar al enemigo, pues había querido ver en él un aliado. Un buen día, empero, una mujer despertó de su sueño y decidió que era bueno que un dios despertase ese mismo día. ¿Qué imagináis que pensó el soldado frente a tamaña traición para con su buena voluntad, estimados oyentes? Guardaos vuestras conclusiones, pues son los hechos y no los pensamientos lo que en verdad importa, y si debemos a ceñirnos a los hechos, el soldado dejó de ser un personaje en la obra de teatro a la que llamamos mundo de los hombres, para convertirse en director.
»Puede que os suene la historia que decidió dirigir, en absoluto original, de un hombre odiado por el pueblo con el que busca una alianza, de un pueblo que odia a un hombre y une fuerzas con antiguos enemigos con tal de derrotarlo. Nuestro protagonista se enfurece y acelera una guerra que él habría podido evitar, entre los vivos y los muertos, para terminar encerrado en el mismo recipiente que al abrirse inició todo este problema. Así se pierden por igual la ira del hombre y el odio del pueblo. El camino a la alianza añorada vuelve a estar despejado. ¿Brillante, cierto?
Cansado de la vaguedad del relato, Julian Solo increpó:
—¿El protagonista…?
—Caronte de Plutón.
—¿El director…?
—El soldado. Un cuerpo hecho de los temores recogidos a lo largo de trece años y que por varios días buscó un sucesor para la Esfera de las Emociones y los Espíritus de la Destrucción. Quien debería responsabilizarse de este delicado asunto estaba atado de pies y manos, pues no debe abandonar el Olimpo bajo ninguna circunstancia. Tampoco tuvo interés en ello, hasta ahora, pues allí estuvo a punto de provocar una rebelión entre los guerreros celestiales —advirtió Fobos, para asombro de los oyentes.
»Celebrad a nuestro director, ese soldado anónimo, pues en todo momento trató de atajar una guerra inevitable. Los dioses del miedo y el terror no habrían tenido tantos miramientos. Nada sabía el soldado del método que emplearían para forzar la aparición de un traidor entre los Astra Planeta, provocando una aceleración de los acontecimientos y echando por tierra la obra que tanto le costó con las manos de anciano que se había hecho. —Como para dar muestras de ese lamento, el hijo de Ares tronó los nudillos, oyéndose el sonido de los huesos al crujir por toda la estancia—. ¡Nada sabía el soldado de que los dioses del miedo y el terror le traicionarían, obligando a los Astra Planeta a iniciar una serie de batallas innecesarias! Fallida la rebelión en el cielo y descubierta la ausencia de dioses vigilantes, Fobos y Deimos cambiaron el curso de sus planes sin contar con el soldado. El paciente, leal y diligente soldado.
»Así pues, la alianza entre tres hijos del dios de la guerra perdura solo hasta el punto en que los objetivos que cada uno persigue convergen. Debilitar al enemigo es el deseo del soldado; encontrar al candidato idóneo para la Esfera de Marte era el deber del soldado.
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—¿Era? —preguntó Julian. A pesar del estado de aparente debilidad en que se hallaba, el anciano habló en exceso, como si no quisiera llegar al final.
—Ya está hecho —dijo Fobos—. Hay un regente de Marte listo para acabar con todos los santos de Atenea, los que están en la Tierra y los que se hallan muy lejos. Mi misión ha acabado, por fin, lo noto en la debilidad de este cuerpo marchito, hecho por los temores de seis mil millones de almas. Balmung merece toda la fama que ha tenido y tendrá, si ha cortado a través de mí siendo empleada por meros mortales.
—Te burlas de los mortales, habiendo sido una marioneta de dos deidades menores. Te lo preguntaré de nuevo, ¿qué eres?
El viejo rio en su trono de huesos, junto a todas las calaveras.
—Soy Fobos, dios del miedo, hermano de Deimos, dios del terror. ¡Ese fue el pacto entre el soldado y los hijos de Ares y Afrodita! Usando el miedo de los hombres como envoltura, hablaría y actuaría como Fobos, aquel que quiso usurpar el puesto de la Muerte. Mi contrato, como ya he dicho, ha concluido, mas me aprovecharé de una cláusula sin importancia antes de abandonar esta identidad.
Julian Solo alzó una ceja, intranquilo.
—Eres Fobos —repitió Damon, a la diestra del empresario—. Todo lo que has pensado, dicho y hecho, serán parte del dios del miedo tan pronto ese envoltorio desaparezca. En verdad debes ser un hijo de Ares, si eres capaz de desear venganza en tus circunstancias.
—¡No es venganza, sino retribución! —exclamó quien había usado el rostro del dios del miedo. Por momentos la ira le llenó la cara, hasta que una vena estalló, llenando el rostro de más oscuridad. Volvió a reír—. Ni siquiera he querido debilitarlos, sino todo lo contrario. He manipulado los corazones de todos los hombres para que reciban a Fobos con los brazos abiertos. ¡Él ya se ha manifestado frente al Segundo Hombre! ¿Qué importa que no fuera percibido por Cratos? Cuando este cuerpo desaparezca, ya no podrá rebelarse contra mis planes, ¡hasta los dioses quedan atados por sus promesas!
La risa demente de aquel ser daba escalofríos, pero en Julian Solo estaba más presente la confusión. Entendía que Fobos, el auténtico, estaría atado por un pacto que hizo con aquel ser muy pronto, pero se le escapaba la razón por la que eso importaba.
—¿Qué has hecho que pueda perjudicar al dios del miedo? —preguntó el empresario, siendo esa la única opción que se le ocurría—. ¿Qué actos has cometido?
—¿Qué se necesita para vencer a un dios? —cuestionó el anciano, a medias un cuerpo humano, ladeado hacia la izquierda, a medias una sombra demasiado densa—. ¡Otro dios, por supuesto, como Poseidón! Tal y como he dejado las cosas, tu hijo tendrá que arrojar a Fobos al Tártaro si quiere salvar a la humanidad. En todo caso, yo me desentiendo. Abandono este papel detestable, regreso al camino recto…
—¿¡Cuándo piensas callarte, charlatán mentiroso!?
Solo después de atraer la atención de los presentes, fue que Oribarkon se dignó a aparecerse, con una mano tironeando de las orejas de su contrincante, el telquín ladrón, y la otra señalando acusadora al ser que se hizo llamar Fobos.
—¡He oído todo! ¡No has hecho más que mentir todo este tiempo!
—¿En qué parte, si puede saberse, mago?
—¡El momento en que tu trabajo de villano empezó a ejecutarse, héroe!
—Oh, es una lástima que ningún santo de Atenea esté presente para dar fe de mi sinceridad. Veréis, Fobos, el dios del miedo, no puede dañar a nadie de forma directa, ni siquiera con una pistola…
El anciano volvió a reír, agitando aquel cuerpo marchito. Grietas se formaron por toda la piel, supurando hilos de oscuridad y ennegrecida niebla al son de crujidos de huesos. Era un sonido incómodo, capaz de revolver las entrañas del más valiente. No obstante, Oribarkon no lidiaba con la incomodidad con tan buen talante como Julian Solo y Damon. Él gritó, muy, muy alto, hasta dejar a aquel villano sin palabras.
—¡Mentiroso! —Raudo, Oribarkon miró al antiguo avatar de Poseidón, desoyendo los quejidos del telquín que seguía agarrando de la oreja—. ¡Es él, señor Julian! ¡Es él quien me animó a traicionar a ese inútil…! ¡Demonios, a Tritos de Neptuno!
Una nueva risa se oyó, aunque en esta no formó parte el anciano moribundo. Eran las calaveras las que chocaban sus mandíbulas. De pronto, todas menos una dejaron de hacerlo, mientras que la que encabezaba el brazo derecho del trono expulsó una llamara purpúrea, llena de una malevolencia tóxica para el cuerpo y el alma. Oribarkon y el telquín cautivo se vieron enseguida envueltos por una gran antorcha, acaso una pira funeraria, ante la cual el ser que se hacía llamar Fobos pareció agrandarse.
—La propuesta de Tritos de Neptuno era razonable. Al abrir el ánfora de Atenea, el Santuario iba a meter a Poseidón en un conflicto que no tenía nada que ver con él. Si hubieses sido sensato, mago, él mismo habría liberado al dios de los mares en el tiempo y lugar correcto, solo tenías que evitar que se abriera antes de eso. No obstante, preferiste escucharme a mí. Te alegraste cuando te informé de que el octavo astral no pudiera ser otra cosa que una voz en tu cabeza, mago, no lo niegues. Después actuaste en consecuencia, dejando atrás la razón por la emoción, como un humano.
—¡Basta de cháchara! —gritó Oribarkon desde las llamas, a un tiempo furioso y dolorido—. Tú, mequetrefe, fuiste un villano seis meses antes de la liberación de mi señor, has sido un villano mientras usabas ese cuerpo desecho y seguirás siendo un villano cuando lo abandones. ¡Sé quién eres!
El fuego purpúreo pareció ceder al brío del mago, achicándose hasta desaparecer en las manos del telquín con el que Oribarkon había estado combatiendo en el nivel inferior. Aquel, toda una espina en el trasero para las gentes de Bluegrad el pasado año, demostraba una vez más lo hábil que era robando cualquier cosa, incluso una muerte inevitable. El anciano dio un sonoro aplauso desde su trono, celebrando el truco de magia y perdiendo lo que le quedaba de mano en el proceso.
—Buen trabajo, buen trabajo. ¿Calcón, era tu nombre? —preguntó el que se hacía llamar Fobos. El pequeño mago respondió con un gesto burlón e infantil—. Desaparecer mis Llamas del Purgatorio no es algo que haga cualquiera.
Se oyó un gruñido, después un grito.
—¡Es conmigo con quien hablas!
—Basta, Oribarkon —dijo Julian Solo, andando hacia él. También Damon se dirigió hacia Calcón—. Ya hemos hablado de esto. Tomaste tu decisión, sin importar qué fuerzas te animaron a ello. Responsabilízate por ella.
—Señor Julian… —murmuró Oribarkon, enseñando al anciano todos los dientes. Por cómo lo miraba, cualquiera diría que deseaba fulminarlo con todas sus fuerzas.
Sin embargo, él no tenía poder para ello, así que se calmó.
—¿Qué es lo que escucho, avatar de Poseidón? —cuestionó el anciano con voz lúgubre, un eco venido de las sombras. La parte del rostro que seguía aparentando ser de carne y hueso ya ni se movía—. ¿Gratitud por daros poder, a ti y a tu hijo?
Julian Solo no miró con odio a aquel manipulador. No había furia en la mirada del empresario, sino un frío desprecio que el anciano encontraba divertido.
—Todos debemos responsabilizarnos por nuestras acciones —aseveró el griego—. Yo, Oribarkon, Damon, la humanidad… Que hayamos sido peones en el tablero para los dioses del Olimpo no nos exime de nuestras faltas, ni resta mérito a nuestros logros. Nuestra mortalidad fue compensada, desde antiguo, con la libertad de elegir. Eso nos dignifica. Tú, soldado, no eres como nosotros. Ni humano, ni dios, saciaste tus deseos de sangre y destrucción a sabiendas de que sería otro quien sería juzgado por ello. No necesito que Oribarkon diga la clase de ser que sería capaz de algo así, pues conozco el nombre de tu raza, makhai, y el tuyo, ¡Ilión, encarnación de la Guerra de Troya!
Todo sonido se extinguió tras la acusación. Por un segundo, largo en exceso, nada surgió de la oscuridad que conformaba dos tercios del cuerpo del anciano, con trozos de carne reseca y tela unidos entre sí por hilos imperceptibles, flotando a duras penas por sobre las tinieblas de debajo. Después, una luz violeta apareció en el lado despellejado de la cabeza, a modo de ojo, mientras que los resecos labios se vieron completados por una línea distorsionada de luz haciendo las veces de boca. Una boca que sonreía.
—Estaban tardando demasiado —dijo Ilión, al tiempo que cuatro brazos oscuros surgían de su espalda, uno por cada enemigo de enfrente.
Veloces como eran, atravesaron el espacio hasta Oribarkon, Calcón, Julian y Damon de forma instantánea, pero los dedos no llegaron a cubrir las cabezas de ninguno. Se detuvieron en pleno acto, merced del más poderoso de todos los magos.
—No, makhai, eres tú quien ha alargado esto —dijo Damon, con la mano extendida hacia el revelado hijo de la guerra—. Demasiado.
Al término de tal declaración, los brazos y el propio Ilión fueron removidos de la existencia, desapareciendo sin dejar una sola hebra de oscuridad.
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Folkell no fue consciente de que alguien lo sacaba del salón del Trono de Hielo. Era demasiado baja la temperatura en aquel sitio glacial, la cual le habría hecho perder la vida de haber estado tan solo un minuto más allí. El cero absoluto es el fin de toda materia, según creían los padres fundadores de Bluegrad, y por tanto, las dos líneas sucesorias del rey Bolverk, la de los Señores del Invierno y la de los reyes de Midgard. Los guerreros al servicio de ambas casas reales vivieron por mil años bajo esa creencia, por lo que tenían un muy fundado respeto por el frío más bajo posible.
Por esa razón no era extraño que la primera reacción de Folkell fuera de asombro absoluto de encontrarse en la antecámara, vivo, aunque tiritando. La segunda reacción, empero, fue más inesperada, ya que no se molestó en buscar a su salvador, ni se preguntó la razón por la que sus manos no sostenían Balmung, sino que raudo acudió en auxilio de su prometida. Tendida en el único rincón libre del frío antinatural de la instancia, Katyusha temblaba, con los ojos en blanco y los labios abriéndose y cerrándose sin control. Folkell se sentó a su lado, abrazándola en un desesperado intento de dar calor a quien solo en su alma sentía frío. Así permanecieron por un tiempo indeterminado, hasta que el más mundano sonido rompió el silencio.
Baldr de Alcor, de pie en el otro extremo, masticaba un tercio de una manzana.
—270 grados bajo cero, la chica tiene potencial —aprobó el Sumo Sacerdote, viendo el hielo que cubría todo, salvo el rincón de la responsable de aquella técnica suicida—. Como guerrera, quiero decir. Como mujer… —Baldr arrugó el rostro, como si acabara de fijarse en la herida de la siberiana, allá donde debía estar una oreja—. ¡Por las barbas de Odín, es más fea que un fratricidio! Una lástima. De verdad creía que era la indicada. ¡Se suponía que aquí engendraría a mi dinastía, la más grande de los nueve mundos!
Folkell abrió mucho los ojos, entre la ira, la indignación y el asombro. La herida que él mismo infligió a Baldr con tal de herir al demonio que se había apoderado de él se estaba cerrando como por arte de magia. Miró la manzana en su mano izquierda, dorada como los mantos zodiacales. ¿La leyenda de un alimento divino capaz de prolongar la vida de los mortales era cierta, después de todo? Folkell estaba por formular esa pregunta cuando notó algo no menos sorprendente: la mano derecha de Baldr sostenía Balmung, el arma que se había negado a usar incluso en la anterior batalla.
—Tú me sacaste de la sala del trono —decidió Folkell, percibiendo el último detalle digno de mención. La armadura de Odín seguía sin cubrir el cuerpo, fuerte, pero mortal a fin de cuentas, del Sumo Sacerdote; se manifestaba como los siete zafiros orbitando tras su cabeza, como una especie de nimbo—. Balmung te protegió.
—Es un arma magnífica —concedió Baldr—. Extrañaré los días en los que la guardabas para mí, mas cuando un asgardiano toma una decisión, no da marcha atrás.
Tras mirar la manzana con evidente apetito, el Sumo Sacerdote la arrojó hacia Folkell, quien no necesitó levantarse para tomarla al vuelo, cubierta por un papel especial. Un salvoconducto para viajar a Midgard.
—No puedo abandonarla —dijo Folkell, acariciando mejilla de la mujer.
—¿Suena bien, verdad? Asgardiano. Así se harán llamar los de mi pueblo de ahora en adelante —aseguró Baldr mientras andaba hacia la sala del trono. No parecía ver que de nuevo la entrada estaba cubierta de hielo—. Ese chico con el que te encariñaste, Mime, tiene potencial. Háblale de nosotros, Folkell. Háblale de un reino en el que los más grandes guerreros pueden vivir sin miedos ni vergüenzas. Sobre todo, dile que si muestra ser digno, yo mismo le cederé tu titulo de Lord de Benetsnach Eta.
—Este salvoconducto…
—Es mío. No lo necesito para llegar a Asgard.
—Pronto no será posible acceder a los nueve mundos, Baldr, no volveremos a vernos.
—¿Quién sabe? Cuando Poseidón corte toda entrada y salida, es posible que el tiempo y espacio de cada mundo empiece a funcionar de un modo distinto. Un día aquí podría significar mil años en Asgard, y viceversa, ¿no es interesante? Tú me sobrevivirías a mí, a pesar de los frutos de mi jardín secreto.
Folkell miró la manzana, dorada de un modo imposible.
—Alimento de dioses.
—De falsos dioses. Dáselo a tu prometida. No le crecerá una oreja nueva, lo lamento, mas le permitirá recuperar la sanidad mental.
—¿Piensas convertirte en un dios, Baldr? —cuestionó Folkell sin tapujos.
—Regresa un día y lo sabrás, ya en esta vida, ya en la siguiente —contestó el Sumo Sacerdote, de pie frente al grueso hielo. Sus puños, aun desprotegidos, podían aniquilarlo en un abrir y cerrar de ojos. También le sería fácil convertirlo en una nube de vapor de un golpe de Balmung—. El dios de los mares nos ampara. Un día las aguas se calmarán, entonces podremos volver a encontrarnos. Así deban pasar mil, no, diez mil años, yo viviré para veros reencarnar en Asgard, el cielo de los héroes. A ti, a tu pupilo y a esa mujer os veré. Puede que ese día decida robártela, si conserva sus orejas.
Baldr se permitió reír ante aquella posibilidad, acaso imaginando la furibunda mirada de Folkell, quien sentía con dolor cómo la siberiana deliraba entre sus brazos. En ese breve encuentro, el Sumo Sacerdote se mostraba tal cuál era, un hombre sin justicia que había seguido el camino recto solo porque tuvo un amigo en el que apoyarse. Un amigo que lo abandonaba por amor a la mujer que se había permitido desear.
El espacio se distorsionó en torno al hielo, abriéndose una nueva entrada a la sala del trono. Cuando Baldr la atravesó y el portal se cerró, Folkell y Katyusha quedaron solos.
La gratitud y la admiración pronto ahogaron el acceso de ira que aquel hombre le supo arrancar con tan retorcido y desagradable humor. Se alistaba para enfrentar a un enemigo invencible y aun así le otorgaba la que quizás fuera su única ventaja.
—Nos encontraremos, viejo amigo —contestó Folkell, partiendo en pequeños pedazos la manzana. El salvoconducto lo enrolló aparte—. Tengo que cerciorarme de que no te conviertes en lo que despreciamos en el pasado. Y si es así, bueno, puede que Mime no quiera ser un guerrero bajo tus órdenes. Puede que ese muchacho se convierta en algo más que un aprendiz, en un maestro capaz de enseñarte mejor de lo que yo hice.
Pero esa promesa tendría que esperar, había una que debía cumplir primero. En nombre de ella, tomó con cuidado cada trozo de la manzana, dándoselas a la malherida Katyusha. La joven masticaba con dificultad, pero lo hacía.
Y eso llenaba al norteño, al asgardiano, de una paz que no alcanzaría en ningún campo de batalla. Folkell sonrió, había encontrado su lugar.
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Entretanto, el tercer nivel de la Máquina de Rodas rieló, como un espejismo en medio del desierto, solo que en lugar de desaparecer cuanto veían los telquines y Julian Solo, lo que ocurrió fue la reaparición de un ser humanoide hecho de oscuridad, con no más facciones en el rostro que dos orbes violetas y una línea cruzando lo que debían ser mejillas. Ilión se hallaba de nuevo sobre su trono, sin los quejidos ni la supuesta debilidad de un anciano moribundo. La farsa había acabado.
—¿Eso es todo lo que puedes hacer, Rey de la Magia?
—Lo mejor que puedo hacer es abrir las Puertas de Yog-Sothoth y hacer que te reúnas con los Reyes Durmientes, hijo de Ares.
—Es inútil —advirtió Ilión, mientras las calaveras del trono abrían de nuevo sus mandíbulas—. El dunamis de Fobos del que me valía ha infectado la Máquina de Rodas. Aquí, incluso en este estado, soy inmortal. No puedo decir lo mismo de vosotros. Adiós, Rey de la Magia. Adiós, avatar de Poseidón.
De cada calavera surgió la llamarada de un auténtico dragón, hasta que las Llamas del Purgatorio llenaron todo aquel espacio. Bajo el peso de los pecados de toda la humanidad, ni siquiera la bendición de Poseidón salvaría a Julian Solo de la muerte. Otra razón más para que Adrien Solo se ocupara de Fobos, aquel traidor que estuvo a punto de estropearlo todo. Satisfecho con esa idea, Ilión se levantó.
Al calor de aquellas llamas, el tamaño de Ilión variaba desde una figura humanoide hasta un gigante. Como el hombre ve arder el hormiguero, así contemplaba los alrededores el último de los makhai. Todo era tan insignificante.
—A vuestras cenizas contaré el fin de mi relato. La Suma Sacerdotisa ha muerto, a manos de sus santos de oro. El Santuario está acabado, ocurriera lo que ocurriese aquí. Todo según el guion de mi obra. No soy tan mal director como creía.
—¡Un director ciego! —clamó la voz del rey Alexer, resonando desde el segundo nivel de la Máquina de Rodas. Allí, después de que Oribarkon y Calcón concluyeran su lucha, fue transportada la réplica cósmica de Bluegrad, junto a todo un ejército que vitoreaba al victorioso monarca—. ¡También yo he escuchado todo, demonio!
Así como el sello de Oribarkon pudo transportar la ciudad entera del primer nivel al segundo, también permitió al ejército llegar al tercero, si bien los Mu, cansados de guerrear, se abstuvieron de unirse a esa última batalla.
Y es que no solo los guerreros azules se unieron al grito de guerra del último Señor del Invierno. Aquel y sus hombres habían librado una batalla dura, en la que ningún bando pudo aniquilar al otro. La legión de Leteo, una vez derrotados los veinticuatro autómatas, delegó su liderazgo en el rey Alexer, con la bendición del Rey de la Magia. Fantasmas y guerreros azules se fundieron en una sola horda de nueve mil cosmos. La vanguardia, siberianos que descendían sobre la ardiente tierra como una tormenta en invierno, como un soplo gélido asesino de estrellas. Las Llamas del Purgatorio no tardaron en ceder, y la retaguardia, de todos los rincones del mundo y del tiempo, aterrizó en las zonas seguras como auténticos meteoritos. Toda la tierra tembló, se abrieron grietas bajo el trono de huesos, el cual flotaba por capricho de Ilión.
—Si Damon no puede matarme, ¿qué esperas hacer tú? —preguntó Ilión a Alexer, cuyo cuerpo y armadura no lucían los daños sufridos durante el pasado combate. Tal era el poder del Trono de Hielo—. Bien, que la obra continúe, ¡hasta su final!
