Capítulo 170. Rey del Invierno
Damon sacó a Alexer de aquel vacío a tiempo, pero tenía serias dudas de que eso sirviera de algo. El último Señor del Invierno estaba más muerto que vivo; si bien se negaba a caer, dar un solo paso le hizo tambalear. Las pocas piezas que todavía le recubrían el cuerpo empezaron a caer pedazo a pedazo sobre charcos de sangre.
Caronte no tardó en aparecer, indemne como de costumbre. Damon miró la esfera que flotaba sobre su mano, esa maqueta que tanto lo entretuvo hacía un tiempo.
—Cuida de esto, emisario de Poseidón, no, avatar de Poseidón —dijo el Rey de la Magia, al tiempo que la esfera con el universo en miniatura pasaba a manos de Julian Solo—. Yo solo necesito una herramienta para lo que tengo que hacer.
Calcón y Oribarkon hablaron a la vez, siendo imposible distinguir lo que cada uno decía. Damon no les hizo caso. Con un gesto sencillo, hizo aparecer un alargado báculo.
—Si luchas contra mí, nunca podrás crear tu nuevo mundo —dijo Caronte.
—De nada me sirve crear mi nuevo mundo si tú vives —replicó Damon.
Sin ánimo para discusiones inútiles, Caronte avanzó hacia el mago desde la misma posición en la que estuvo antes de su lucha con Alexer en el vacío. Nada le interesaban los restos del ejército, ni siquiera la cabeza de aquel, por mucho que estuviera en su camino. En ese momento, al parecer, solo tenía ojos para Damon.
El Rey de la Magia alzó el báculo, solemne, antes de golpear el suelo.
Entonces, sin más, desapareció.
—¡No puedes huir de mí, Rey de la Magia! —exclamó Caronte, a un solo paso de la risa—. ¡El cuerpo que empleé ha llenado tu Máquina de Rodas con los miedos de la humanidad! ¿Sabes lo que eso significa? Este mundo se convertirá pronto en el nuevo cuerpo de Fobos. Un cuerpo capaz de dañar y ser dañado, como tanto deseó desde que su intento de usurpar a la Muerte le negó incluso eso. Tú y tus huéspedes no sois más que alimentos en el estómago de un dios, ¿comprendes?
—Estamos muertos —dijo Oribarkon.
Calcón se limitó a asentir, despreocupado.
Ahora que Damon no estaba para proteger a Julian Solo, los telquines restantes hicieron las veces de guardianes. Cruzaron los báculos, listos para resistir.
—Tú… tú también… —dijo Alexer antes de escupir sangre.
—Mi alba de Plutón me aparta de las leyes de este mundo, si eso te preocupa —aclaró Caronte, adivinando la intención del monarca.
—Fobos no…
—¿No me perdonará haberle dado un cuerpo material y un candidato para la regencia de Marte, tal y como prometí, a cambio de hacerle ostentar mis logros?
—Tus villanías.
—Según mi punto de vista, son heroicidades.
Alexer clavó en Caronte su único ojo.
—Tú has atacado a mi pueblo.
—Tu pueblo es insignificante, lo que me importó todo este tiempo es el Santuario. Los santos de Atenea. Despertar a Leteo, atar de pies y manos a Tritos de Neptuno, animar a Oribarkon a hacer lo que de verdad desea… Todo eso fue calculado, sí, mas no por la razón que habéis pensado todo. Mi deseo no era iniciar una guerra.
—¡Me dan igual tus deseos!
—A mí me daría igual tu existencia si esa mocosa no hubiese complicado tanto las cosas, mas tolero y respondo tus dilemas existenciales.
Furioso, Alexer saltó hacia Caronte, siendo repelido por una onda de choque oscura. El astral no tuvo ni que moverse para hacerlo rodar hasta los dos telquines.
—¿Qué vas a decir, eh? —exclamó Oribarkon a la vez que susurraba, sin demasiada, ánimos para que Alexer se levantara—. ¿Provocaste una guerra porque querías paz?
—Puse a los santos de Atenea en una situación en la que podrían mostrar quiénes eran en realidad. Quería, no, necesitaba demostrar a los dioses la auténtica cara de los santos de Atenea, para poder destruir el Santuario sin las restricciones de mis juramentos. Tú lo sabes, Oribarkon, es posible que todos aquí lo sepan. Del mismo modo que ellos fueron una amenaza en el pasado, lo serán en el futuro. Yo solo me adelanto a los acontecimientos, acelero el momento en que el héroe se distingue del monstruo.
—Es porque odias a los santos de Atenea.
—Desde el día en que nací.
—El señor Julian tiene razón. Ni eres un dios, ni eres un hombre. No puedes elegir.
Por toda respuesta, Caronte apuntó a los magos con un único dedo. Lethe surgió de aquel, abarcando al caído Alexer, los dos telquines e incluso a Julian Solo.
La técnica no llegó a dañar a ninguno, todos estaban indemnes cuando se disipó, para asombro tanto de los magos como Caronte. Los primeros, tras mirarse con los ojos muy abiertos, giraron las cabezas hacia Julian Solo, entre cuyas manos se hallaba la maqueta de Damon. Allí ya no se reflejaban ni el universo ni el multiverso, sino las Otras Tierras, nueve esferas de luz que se tornaban mundos increíbles si se les miraba con suficiente atención. Aquel regalo dejado por el Rey de la Magia los había salvado.
—La oportunidad de evitar la guerra estuvo en manos de esa mocosa todo el tiempo —clamó Caronte, molesto—. Esa es la prueba de mi capacidad de elegir. ¿Cuál es la prueba de la justicia de los santos de Atenea? En nombre de una venganza personal, su Suma Sacerdotisa condenó a toda la humanidad, y ahora paga por ello en el Hades.
Las últimas palabras del astral calaron hondo en Julian Solo y Alexer, quien con serias dificultades trataba de levantarse, a pesar de los huesos rotos. El empresario no presentaba herida alguna, solo un cansancio abrumador, sobre todo en lo mental y espiritual, pero imaginar truncado el futuro en el que Adrien había decidido confiar lo hizo trastabillar. Caronte, por supuesto, vio la oportunidad y la aprovechó.
Alexer solo tuvo tiempo de alzar la mano, incapaz de siquiera formar una barrera, pero eso fue suficiente. Los guerreros azules lo tomaron como una orden real y alzaron una muralla inmensa ante el regente de Plutón, la cual fue reforzada por los cosmos de los fantasmas de antiguos santos de Atenea. Todos los involucrados en tal proeza eran, de forma individual, carne de cañón, pero en conjunto todo cambiaba. Unidos, los cosmos de meros mortales podían llegar a imitar a escala la fuerza creadora del universo.
Sin embargo, ni la más sólida barrera podía resistir la fuerza del olvido por siempre. Lethe consumió el hielo como habría consumido la débil existencia de Alexer de no haberse interpuesto un sacrificio más lleno de vida.
—Eres igual que Bolverk —dijo Bor tras ponerse frente a Alexer de un salto. Lo miraba por encima del hombro, no con desprecio, sino con orgullo.
No había tiempo para despedidas. Bor de Osa Mayor sostuvo el hacha y se apresuró a cortar a aquella energía aniquiladora en compañía de otros seis guerreros azules, los mismos junto a los que había resistido a setenta y dos fantasmas pertenecientes a la era mitológica. Los siete, unidos, se sintieron invencibles por un momento.
Solo un momento. Pues las estrellas, tras su instante de mayor brillo, mueren al igual que cualquier otra cosa en el universo.
Así cayeron, todos a la vez, los padres fundadores de Bluegrad.
Lethe se detuvo a un metro de alcanzar a Alexer. La técnica había sido bloqueada por una barrera que recordaba a la forma de un cristal de hielo, si bien estaba hecho de pura energía. Tras esta, una joven apareció, dando la espalda al enemigo y mirando a Alexer. Enseguida le ofreció la mano, para ayudarle a levantarse.
El rey de Bluegrad no estaba en posición de ser orgulloso, por lo que aceptó el ofrecimiento. Tomó la mano de aquella mujer serena, guardando para sí cualquier quejido de dolor, evitando por el momento pensar en que Caronte caminaba hacia ellos. Atrás, Julian Solo ya había recuperado el control de sí mismo, pero no pensaba olvidar que era él quien se había impuesto la misión de defenderlo. Por el bien de Bluegrad, de toda la humanidad, aquel hombre debía cumplir su objetivo, sobre todo ahora.
—¿Sabes quién soy? —preguntó la mujer.
—Skadi —contestó Alexer sin dudar—. ¿Tú también eras parte del Trono de Hielo?
—Ja —oyó el rey de Bluegrad en su cabeza. La voz de Bor—. Ella es el Trono de Hielo, la guardiana de su auténtico potencial. Solo aparece cuando caemos nosotros, los padres fundadores. Mientras tanto busca jovencitos cada doscientos años, para convertirlos en santos de Acuario, según dice.
El primer pensamiento de Alexer fue que era imposible que estuviese oyendo a Bor. Caronte lo había matado. Pronto, empero, cayó en la cuenta de que aquel nunca fue Bor en realidad, sino el cosmos que legó al Trono de Hielo al morir. Había sido él, Alexer, quien dio una forma y una vida a ese cosmos y a todos los demás. Y podía volver a hacerlo. En cada pizca de la energía que ardía en sus entrañas, estaban la fuerza, la voluntad y las experiencias de todos los guerreros azules de todas las épocas.
—¿Aceptarás mi bendición? —preguntó la mujer.
Alexer abrió los labios, dispuesto a decir que la aceptaba así tuviera que morir por ello, pero entonces Caronte destrozó la barrera alzada por la mujer, cansado de esperar.
La mujer giró tan rápido como pudo, solo para ver su cintura desgarrada por un ataque de Caronte. Tres gotas de sangre cayeron sobre el cuerpo del paralizado Alexer. El resto del fluido vital, junto al cuerpo entero de la recién llegada, se convirtió en aire. Un viento frío lleno de cuchillas de hielo, el cual rodeó a Caronte como un tornado. Aun asediado desde todas direcciones por incontables fragmentos, el astral comentó:
—Selvaria de Acuario, una de los falsos dioses. ¿Qué esperas conseguir entregando tu poder a este hombre condenado?
Las cuchillas de hielo, tras incontables choques con el alba de Plutón, se reunieron en un punto y dieron forma a la mujer, quien contestó:
—Soy Sigyn de Polaris, la sombra de Selvaria de Acuario. Maestra de Sneyder, Camus y otros muchos campeones de Atenea. Aceptaré tus palabras, Caronte de Plutón, como un halago, pues sé que fueron los Astra Planeta quienes nos derrotaron.
Caronte hizo un violento movimiento, decapitando a la mujer.
—Entonces sabes que esto es inútil. No eres rival para mí.
Pero la cabeza se tornó en hielo, así como el cuerpo. Este estalló, tornándose en miles y miles de fragmentos, los cuales se proyectaron sobre Caronte a tal velocidad que equiparaban la fuerza empleada por Alexer en la pasada batalla.
—Es magnífica, ¿no crees? —dijo el ahora llamado Drbal, apareciéndose a la diestra del Señor del Invierno. Puesto que le estaba tendiendo una espada, no era claro a qué se refería—. Me refiero a ella, mi futura reina.
Una mujer fuerte, en verdad, pero insuficiente para vencer a Caronte. Aquel, de hecho, parecía tomar la tempestad que lo rodeaba como un juego. Alexer pasó la mano por los puntos de su cuerpo en los que cayó la sangre de Sigyn, sintiendo un calor único. Solo entonces se percató de que las fuerzas de aquella sombra decrecían conforme pasaba el tiempo. Se las estaba transmitiendo a él, poniendo en riesgo su vida.
—Solo te devuelve lo que es tuyo —aclaró Drbal.
—¿También tú pretendes devolverme lo que es mío? —preguntó Alexer, mirando la espada con su único ojo. Deseaba tomarla, claro, pero también desconfiaba.
—Es un préstamo. Pudimos haber sido familia.
—Mi sangre y la de Skadi, quiero decir, Sigyn, no tienen relación alguna.
—Oh, vamos, no quieras fingir que no me entiendes.
—Un préstamo.
Sabiendo escaso el tiempo, Alexer tomó Balmung por el mango, sin estar preparado para lo que iba a ocurrir. Siete zafiros aparecieron de pronto ante él, fundiéndose con su destrozada armadura y transformándola en una nueva, manifestación pura del invierno.
También cambió el cosmos del rey, tornándose de un tono transparente, místico. Los guerreros azules que seguían en aquel espacio se convirtieron en pura energía, regresando a la fuente de su existencia, mientras que los fantasmas ya se habían unido a Sigyn, aquella tempestad viviente, del mismo modo. Reconociéndola como uno de sus dioses, los antiguos santos de Atenea quemaron sus vidas para restablecer parte de las fuerzas que esta perdía, de modo que al final, también ese poder acabó en manos del último Señor del Invierno. Una fuerza inconmensurable, más allá incluso que la de los ángeles del Olimpo, pero, ¿sería suficiente para enfrentar a un astral?
—Eso no nos concierne —decidió Drbal, cuyo avance despreocupado se detuvo ante los bastones cruzados de dos telquines—. Se nos prometió regresar a casa, antes de que los nueve mundos fueran aislados. ¿Has cambiado de opinión, Julian Solo?
—Ya es tarde. —Julian Solo, henchido por el poder del regalo de Damon, sonreía, sabedor de que el más poderoso de los magos no había estado ocioso—. Las Otras Tierras están selladas, ya nadie puede viajar a ninguna de ellas.
—Salvo por ti.
—¿Pides nuestro favor, Sumo Sacerdote? A tu gente les permitimos regresar a casa, sí, pero tú no volverás solo, ¿cierto?
La mirada de Julian Solo iba más allá de Drbal, hasta donde la tempestad que era Sigyn llenaba todo desde el lejano horizonte hasta donde Alexer se erguía, malherido aún, mas poseedor de una fuerza espiritual infinita. Entre vientos huracanados, proyectiles más rápidos que la luz, montañas de hielo alzándose y derrumbándose y una temperatura imposible en el mundo regido por la lógica humana, resonaron los más temibles golpes, intercambiados por Sigyn y Caronte. Toda la tierra y el cielo temblaban por un terremoto anunciante del fin de todas las cosas. Ya para ese momento no quedaban fantasmas, todos habían entregados sus vidas, y en todo caso, nada podrían hacer si estuviesen allí. Ningún hombre mortal podría sobrevivir a aquella tempestad.
Drbal estaba, en verdad, en una posición incómoda. Si Julian Solo no los ayudaba a salir, él y la consorte que pretendía morirían sin remedio.
—Tienes una deuda con ella —decidió apuntar Drbal, orgulloso en la adversidad.
Calcón le enseñó la lengua. Antes de que Julian Solo respondiera, Oribarkon gritó:
—¡Sabes lo que es esa mujer! ¡Una de los falsos dioses! ¿Prefieres que tu mundo sea regido por una mortal glorificada antes que el señor Poseidón? ¡Pues muérete entonces, tú y ese ídolo! ¡El señor Julian no les debe nada ni ella ni a ti!
—A mí nadie me va a dominar.
—Eso es lo que hacen los falsos dioses, por eso fueron exterminados.
—No me refiero a Sigyn…
La blasfemia fue interrumpida a medias, del mismo modo que Oribarkon se quedó por un rato con los ojos y la boca bien abiertos. La tempestad planetaria, rugiente y virulenta, quedó muda de un momento para otro. Caronte y Sigyn estaban a no más de diez metros de ellos, la guerrera golpeando el peto del astral, a la altura del corazón, el astral rozando la frente de la guerrera con un dedo afilado. Los vientos se disiparon como por arte de magia, la temperatura volvió a su cauce y los fragmentos, estáticos por el puro poder mental del regente de Plutón, fueron desintegrados por una onda de choque omnidireccional, más oscura que la noche.
Sigyn fue empujada por ella con velocidad endiablada, si bien pudo recuperar el equilibrio justo antes de chocar con Drbal. Puso los pies en la tierra, en la única tierra que quedaba, pues el desierto congelado en que habían convertido el tercer nivel de la Máquina de Rodas había desaparecido por completo. Los cinco se hallaban en medio de una isla flotando sobre la nada, hasta el cielo sanguinolento había sido borrado por la oscura fuerza que Caronte de Plutón había desplegado.
—Eso ha sido decepcionante —confesó Drbal.
Desde luego, esperaba más resistencia de una de los falsos dioses.
—Te dije que no soy más de la sombra de lo que fui —admitió Sigyn—. Mi momento ya pasó, Drbal. Ahora le toca a él.
El dolor existía en algún punto lejano para Alexer, demasiado insignificante como para gastar las energías necesarias para reparar los daños provocados por Caronte.
Quien reunía en su cuerpo toda la fuerza de los guerreros azules, quien iba armado y protegido por todo el poder de los reyes de Midgard, ya no se engañaba pensando que todo era tan sencillo como desearlo. Ahora comprendía la magnitud del cosmos inconmensurable del Trono de Hielo de un modo distinto al que lo hizo en la Tierra, cuando se preparaba en cuerpo, mente y alma para utilizarlo. Era mayor al de cualquier mortal, lo bastante grande para que un hombre se haga llamar un dios, incluso si no es más que un niño rebelde en comparación a los inmortales. Sin embargo, no era ilimitado, sobre todo si uno combatía a alguien como Caronte de Plutón.
Economizar los movimientos se convirtió en su prioridad. El astral vino hacia él, un agujero negro en medio de la oscuridad a la que redujo aquel mundo. Alexer alzó la espada y atacó, resistiendo una gran presión cuando las garras y Balmung chocaron.
Pero no retrocedió ni un solo palmo.
Así ocurrió con los otros diez intentos de Caronte por asaltar aquella isla improvisada, protegida de la aniquilación gracias a Julian Solo y el regalo de Damon. Las letales garras del alba de Plutón se cruzaron con el sagrado filo de Balmung, destructora de todo mal, en diez puntos del borde al mismo tiempo. Alexer no cedió ni una vez.
Caronte de Plutón se elevó por sobre las alturas. Con el dedo extendido, desató Lethe, pretendiendo arrasar con la isla y los defensores de un solo golpe.
La corriente del olvido topó con una barrera, semejante a un cristal de nieve, frente a la cual se dividió en cuatro enormes haces de energía. Todos ellos se perdieron en el infinito más allá de la isla, para frustración del astral.
Alexer se permitió respirar el tiempo que tardó su enemigo en atravesar la barrera como un meteorito, partiéndola en mil pedazos. Luego, de inmediato, se aferró a Balmung y bloqueó los intentos de Caronte por cortarle la cabeza. Seguía subestimándolo, en eso radicaba la suerte del Señor del Invierno, quien se acostumbraba a la realidad de que no había hecho uso del auténtico poder del Trono de Hielo. No antes de recibir la bendición, la sangre, de Sigyn, último miembro fundador de Bluegrad.
Desde su perspectiva, se movía, caminaba, corría. Lanzaba golpes de espada para bloquear ataques mortíferos, olvidándose de cualquier artificio. Para quienes lo veían, incluso Drbal y Sigyn, se teletransportaba en todo momento, pues eso aparentaba la facultad de Alexer de moverse por el espacio como si este no existiera, de ejecutar ataques instantáneos sin necesidad de emplear el viaje ínter-dimensional. El último Señor del Invierno se hallaba ahora, sin más, en un estado más allá del universo material. Y a pesar de todo no era suficiente.
—Hice bien en confiarle nuestros tesoros —aprobó Drbal, asombrado.
—Es como nosotros —anunció Sigyn—. Mas combate con la clase de ser que nos destruyó. Cuando el enemigo deje de subestimarlo, las tornas cambiarán.
Ambos miraron a Julian Solo, quien, ignorando los gruñidos disconformes de Oribarkon y Calcón, tocó con las manos el regalo de Damon.
La esfera se transformó en un portal. Dos serpientes hicieron las veces de marco.
Aquello pareció alertar a Caronte de Plutón, pues cerrando el puño, ejecutó varios ataques consecutivos que obligaron a Alexer a retroceder. Acto seguido, quiso decapitarlo, pero el cuerpo del Señor del Invierno reaccionó al peligro. La espada Balmung se interpuso, negro y azul chocaron con intensidad. La isla cimbró.
—¿Abandonas este mundo, avatar de Poseidón? —cuestionó el astral—. ¡Sea! ¡Para los Astra Planeta, viajar entre universos es un juego de niños! ¡Encontraré a los dioses del Olimpo por mi cuenta! Anúnciales mi venida, emisario, diles que vendré con una ofrenda. ¡Las cabezas de los peones del Hijo en bandeja de plata!
Mientras hablaba, Caronte ya había avanzado algunos metros. A Alexer le dificultaba cada vez más detener los ataques y no había espacio de tiempo para responder, ni siquiera en un punto en que el tiempo no le afectaba como al resto de mortales. Tampoco ayudaba que la isla se estuviera resquebrajando bajo sus pies.
Drbal y Sigyn se alistaron para servir como última línea de defensa. Oribarkon y Calcón se les unieron, alzando los báculos, pero fue Julian Solo el que habló:
—Si yo no pude vencer a esos jóvenes, hacedores de milagros, mucho menos lo harás tú, el vástago de los arrepentimientos y odios de Deucalión.
Nada más dijo el griego. Dio la vuelta, con una confianza absoluta en que Alexer mantendría a raya a la muerte encarnada que era Caronte, y entró en la puerta, seguido por Drbal y Sigyn. Ninguno de aquellos dos tenía muy claro si Oribarkon les picaba con el báculo para apurarlos a avanzar o para insistir en que no podían acompañarles.
Calcón despidió al curioso grupo con la mano, aunque nadie se dio cuenta de que él no los acompañaría. En los ojos del pequeño mago quedó reflejado el momento en que los cuatro desaparecieron en aquel portal, quedando a salvo.
Las serpientes del marco empezaron a retorcerse, devorándose a sí mismas. El portal se cerraba a toda velocidad, pero el enemigo estaba más allá de ese concepto.
Tras desviar hacia abajo la hoja de Balmung, Caronte saltó hacia el portal. Encontrar a los dioses, hallar una explicación para los extraños acontecimientos que había vivido, parecía ser más importante que su deseo inicial por matar a Damon, así como su batalla con Alexer. No obstante, para este último no había ahora nada más importante que detenerlo, de ejecutar su venganza contra el asesino de su pueblo. Sin furia ardiendo en sus entrañas, con nada más que la determinación de un rey por obtener justicia, Alexer dio un velocísimo corte sobre la espalda del regente de Plutón.
La energía resultante, destelló desde el azul de los océanos hasta uno tan claro que se perdía en la blancura. Un cosmos inconmensurable se extendió desde ese punto hasta el infinito, arrasando la isla y llenando todo el espacio de un suelo liso y sólido, de la misma consistencia que la réplica de Bluegrad que Alexer había creado antes, si bien había mucho más poder en ella. Tanto era, que por no colapsar sobre sí mismo, el cosmos sobrante se elevó hasta las alturas como auténticas estrellas que titilaron en la negrura del firmamento, asemejando el cielo nocturno de la Tierra.
Caronte, detenido por largos segundos debido a tan magno golpe, vio cerrarse el portal. Giró con lentitud hacia el responsable, alzando ambas manos.
—No me des la espalda —dijo una voz por todos reconocida—. Así como las Otras Tierras han sido aisladas de nuestro universo, también el segundo y tercer nivel de la Máquina de Rodas ha sido apartado del primero. Fobos tendrá que conformarse con la superficie. Nunca vendrá ayudarte. Jamás tendrá el poder que he obtenido.
Se trataba, por supuesto, de Damon, regresando triunfante de una lucha contra la infección de la Máquina de Rodas. Había llegado en el momento justo para salvar a Calcón del demencial choque entre aquellos campeones divinos.
El telquín saltaba de alegría y temblaba de miedo. Todo a la vez.
—Estos son mis enemigos, ¿eh? —dijo Caronte, como si no hubiese oído nada. Nada en absoluto—. Las personas a las que debo matar. Destruir. Aniquilar.
Alexer mantuvo el silencio y el temple. La batalla apenas había empezado.
—Hermano —dijo Damon, dirigiéndose a Calcón—. Ya sabes lo que debes hacer.
El pequeño telquín asintió, desapareciendo enseguida.
El rey de todos ellos alzó el báculo hacia aquel cielo de gélidas estrellas.
Recitando un hechizo más antiguo que la Tierra, Damon atrajo el horror a su morada. Las Puertas de Yog-Sothoth se abrieron de par en par, aunque dudaba de que Alexer pudiera verlas con aquellos ojos humanos. Solo él, y quizás Caronte Plutón, podrían entender algo que funcionaba más allá de las dimensiones convencionales.
Lo que sí estuvo a la vista de todos fueron los doscientos ojos brillantes sobre el cielo estrellado, pertenecientes a las cabezas del guardián divino de los jardines. Una de estas, de la misma consistencia y color del rubí, bajó hasta ser visible. Ojos de reptil, cuernos de demonio, colmillos grandes como torres y afilados como la espada de un gigante. Una de las cien cabezas de Ladón, Dragón de las Hespérides.
—Destruye —ordenó Damon con aquella lengua antigua.
La cabeza de rubí abrió sus fauces. Un fuego abrasador nació en su garganta, devoradora de soles, para derramarse como una columna flamígera sobre Caronte. Le dio de lleno, aunque sin causar daño alguno al astral.
Otra cabeza, esta de esmeralda, emergió enseguida para frenar el contraataque. Lethe no llegó a acertar en la hacedora de fuego, sino que fue atraída hacia la cabeza que encarnaba la fuerza de gravedad. El olvido ingresó en una garganta insaciable, extinguiéndose por completo antes de causar ningún daño.
Más cabezas se hicieron visibles. De perla, señora del cero absoluto; de zafiro, madre de las tempestades; de ónice, fuente de venenos incontables. Todas derramaron una tras otra su poder sobre Caronte, cuya armadura parecía ajena a toda forma de destrucción, invencible. Alexer quiso sumarse a la batalla, colocándose entre el astral y el mago con la espada alzada. Bajándola, comandó a las estrellas del firmamento a prestarle ayuda, en forma de un sinfín de rayos. Pero también estos fueron desviados por el alba.
—¡Resiste, Rey del Invierno! —pidió Damon, antes de que Ladón volviera atacar con diez de sus cien cabezas—. Resistamos. En los Jardines de Azatoth reside todo el conocimiento del universo, hallaré una forma de sellar esa armadura indestructible. Entonces tú cortarás a este mal con tu espada divina. ¡Resiste, Rey del Invierno!
Las palabras no pudieron ser más apropiadas. Una vez soportó el ataque múltiple de Ladón, Caronte saltó hacia Alexer. Ni la burla ni la ira las mostraba con palabras, pero sí con acciones. Aparecía y desaparecía para atacar desde todas direcciones, pretendiendo alcanzar a Damon. Alexer desconocía lo que la muerte del Rey de la Magia supondría, pero estaba convencido de que eso sería tan peligroso como dejar que Caronte de Plutón campara a sus anchas en la Tierra ahora que poseía todo su poder. El reino del que había venido Ladón, los Jardines de Azatoth, hacían que su mente magnificada por la fuerza, voluntad y experiencia de tantísimos guerreros se estremeciera. ¡Hacía temblar su espíritu, así fuera solo por momentos! Si iban a valerse de él, no debía ser por mucho tiempo, antes de que ocurriera lo peor.
Así pues, nada cambió para el guerrero ungido por la falsa diosa. Él volvió a ser defensor de otro, si bien en esta ocasión ambos luchaban, cada uno a su modo. Rey, mago y dragón, combatían juntos contra un verdadero demonio.
—Necio —decía Caronte, cuyos ataques obligaban a Alexer a dar todo de sí para mantenerse firme—. No sabes lo que has hecho. ¡No lo sabes!
—Sé que debo detenerte —dijo el rey de Bluegrad—. Eso es lo que sé.
Lanzó un tajo hacia el cuello de Caronte, acompañado de fuego, hielo, rayo, ácido y veneno, los poderes de las cinco cabezas principales de Ladón. El astral apartó todo de un manotazo, ignoró los rayos estelares que caían de la lejanía y los incesantes intentos de Damon por sellar el alba de Plutón. Saltó, sabiéndose invencible, hacia Alexer, pero este logró detener la acometida dando un nuevo corte. Mientras el regente de Plutón se oponía a retroceder por el ataque, el Rey de la Magia logró empujarlo con un portentoso hechizo, una corriente de poder que evocaba al Amanecer del Tiempo, el nacimiento del universo. Ningún daño fue provocado, pero se ganaron preciosos segundos.
Así persistió la batalla. Por tres días y tres noches, los reyes de Bluegrad, la Magia y los Dragones lucharon un combate lleno de pequeñas victorias, sin una oportunidad de cerrar las Puertas de Yog-Sothoth. Sin la oportunidad de proteger el nivel superficial de la Máquina de Rodas, el cual, como Caronte había anunciado, no tardó en ser empleado por Fobos como recipiente. Aquel descuido costaría mucho a los combatientes, pero, inmersos en una lucha así, no habrían podido hacer otra cosa.
Ante la fuerza de Caronte de Plutón, una vez cubierto por el alba, cualquier segundo de distracción habría supuesto una muerte segura. Alexer conoció el auténtico significado del agotamiento en todos los campos. Damon, por su parte, alcanzó a comprender la verdadera locura. Y no solo por horadar con su mente los Jardines de Azatoth.
Después de todo, en cada segundo de aquel prolongado combate, el Rey de la Magia había impedido que toda la Máquina de Rodas fuera aniquilada en un suspiro.
En cualquier caso, ninguno se arrepintió jamás de su sacrificio.
Notas del autor:
Shadir. ¡Bienvenida de nuevo! Tras todos estos meses, no sabía qué pensar, si había pasado algo (tiendo a ponerme drástico, por suerte suelo equivocarme), o si los eventos en Marte te habían causado tal disgusto que perdiste interés, tengo la impresión de que fue durante el pasado arco que dejé de verte por aquí. Y si eso es así, pues normal que necesites la bolsa de hielo, ¡han pasado un montón de cosas!
Y sí, una de ellas es que Caronte es tan malo, si no peor, como su versión anterior. Como lo hice con toda intención, me alegra que te haya causado esa impresión.
Oh, vaya. Al respecto, solo puedo decir que sigo publicando semana a semana, solo que con cada vez más frecuencia me despisto y publico otro día, por lo general el martes. A fin de arco suelo tomarme descansos de dos a tres semanas.
No lo he visto, de un tiempo a esta parte veo más series de comedia que shonen, pero si dices que está bueno el primer capítulo, habrá que verlo y ver qué tal.
¡Estate muy atenta porque el final de este volumen está próximo!
