Capítulo 171. Que reine el caos
El primer día, Gestahl Noah llegó a Adrien Solo erguido, a pesar del dolor; orgulloso, a pesar de la derrota. La sangre de su ojo perdido manchaba el suelo de la mansión mientras el padre de la humanidad pedía al dios de los océanos lo que en el pasado trajo para la humanidad: castigo divino, destrucción para quien tanto mal había hecho.
Adrien Solo escuchó con atención de las villanías de Fobos, pero se negó a ayudar a aquel hombre en su venganza. Bluegrad estaba volviendo a la tranquilidad, gracias a una barrera levantada por Aqua de Cefeo y a las palabras que el antiguo rey, Piotr, tenía para hasta el más humilde habitante de su querida ciudad. Inspiradas por el meticuloso trabajo de la hija de Nereo, las ninfas de Dodona purificaron las áreas bajo su cuidado: Siberia Oriental, el territorio Heinstein y Naraka. Aquellas que debieron retirarse del continente Mu dedicaron sus empeños a auxiliar a Minwu de Copa para sanar al Gran General Sorrento lo antes posible, pues él se encargaría de apartar la influencia de Fobos de todos los rincones del mundo, mientras el ejército aliado se ocupaba de las criaturas nacidas de sus propios temores. Triela de Sagitario e Ícaro de Sagitario negro mantenían una batalla de lo más particular con el ángel de la Fuerza, llena de persecuciones, emboscadas y luchas de desgaste que lo mantenían alejado de su aparente objetivo, la Ciudad Azul. Garland de Tauro estaba inoperativo, pero Ofión de Aries bastaba por sí solo como línea de defensa en el continente Mu, a donde descendían seres de una galaxia distante, horrores de la Guerra de las Estrellas.
—Fobos y la Máquina de Rodas se han unido. Destruir a uno es destruir ambas. ¿Quieres que las Puertas de Yog-Sothoth se abran en este planeta?
Con esas palabras despachó Adrien Solo la presencia de Gestahl Noah, pero no lo echó de su casa. Al contrario: ordenó que lo lavaran como el más honorable huésped, otorgándole incluso una habitación en la que pasar la noche.
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El segundo día, Gestahl Noah llegó hasta Adrien Solo suplicante. En lugar de la cólera divina de la antigüedad, rogaba por la misericordia para con la raza humana.
En todas las ciudades del mundo se manifestaron toda clase de demonios. Resultaban de una mezcla terrible, entre Cocito y el Flegetonte, equilibrada por el río del dolor y con un núcleo tomado del río del olvido, nada menos que el cuerpo de un fantasma caído en la batalla sostenida en la Máquina de Rodas del día anterior. Aquellos enemigos obligaron a los aliados a redoblar esfuerzos en defender el mundo, abandonando la mayoría los refugios seguros, donde ninguno de los Hijos de Fobos, como eran llamados tales engendros surgidos del miedo y el terror de los hombres, se manifestaban. En las profundidades del océano, en una ciudad maldita, hundida, el pueblo de R´lyeh se alzaba para despertar a su abominable dios, el Sumo Sacerdote de los Reyes Durmientes; dos tercios de los marinos debieron encargarse de aquel, bajo el mando de Tetis, lo que dificultó de gran manera la defensa de la superficie. Caída la noche, empero, un grupo de trescientos caballeros negros llegó como refuerzo para Ofión de Aries, quien en solitario libraba una lucha tremenda con el líder de los horrores, Dagoth, el Príncipe Durmiente, precursor de la Guerra de las Estrellas.
—¡La humanidad desaparecerá! —clamó Gestahl Noah, sabedor de que los horrores surgidos de la Máquina de Rodas ya no limitaban su acción al continente Mu, sino que se esparcían a lo largo de toda Asia.
—Los asuntos humanos deben ser resueltos por los humanos —repuso Adrien Solo—. Destruir la Máquina de Rodas no solo iniciaría una guerra con los Reyes Durmientes, sino que también provocaría la liberación de Caronte de Plutón.
—¡Él está encerrado en el ánfora de Atenea!
—El ánfora de Atenea, el Trono de Hielo y la Máquina de Rodas están conectadas de forma irremediable. Fobos me provoca para que lo ataque, para que desate en el mundo un caos más allá del que él mismo puede crear.
Adrien Solo guardó para sí lo más preocupante. La posibilidad de que abyectos seres de otra galaxia se convirtieran en el ejército de Ares, para sustituir a los santos de Atenea y la armada de Poseidón como refuerzo contra los que servían el Hijo. Por el momento, el avatar del dios del mar presumía que Fobos solo quería divertirse a costa del sufrimiento ajeno, pero la muerte de la Suma Sacerdotisa parecía un acto demasiado cuidadoso, más allá de la crueldad, como para ser producto del azar. Algo planeaba con todo aquello, el hijo de Afrodita y Ares, de eso estaba seguro.
Así que decidió confiar en las fuerzas aliadas. Piotr ordenó a los guerreros azules prestar toda la ayuda posible a los santos de bronce y plata contra los demonios, batallones de caballeros negros y marinos cazaban a los horrores allá donde aparecieran y la Guardia de Acero servía de apoyo a la policía y los ejércitos humanos. Costó sangre, sudor y lágrimas, pero ninguna ciudad ni pueblo cayó durante ese día de lucha interminable.
—Todo se derrumba —afirmó Gestahl Noah frente a una taza de té. Había pasado la tarde hablando con su anfitrión sobre cuanto vio a través de Hipólita. No era la primera vez que lo hacía, ni la primera vez que lloraba—. ¿Por qué no lo ves?
—Damon no morirá sin cerrar las Puertas de Yog-Sotthoth —contestó Adrien Solo, ocultando las dudas que ya le embargaban. Lejos, en el fondo del Pacífico, Garland de Tauro seguía fingiendo haber muerto, acaso dándose también por perdido—. Una vez lo haga, actuaré. No antes. No pondré en riesgo este planeta.
Gestahl asintió. Poco después, sin darse cuenta, se quedó dormido, entrando en un reino onírico de pesadillas. En comparación, Adrien Solo no fue capaz de dormir.
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Todo empeoró el tercer día, a pesar del peregrinaje del recuperado Sorrento de Sirena, cuya flauta y buena voluntad despejaron el mal y el temor de pueblos y ciudades.
Antes de que Gestahl Noah despertase, Adrien Solo fue informado por Polifemo, Egeo y otros capitanes de la armada sobre la caída de R´lyeh. Tetis en persona había decapitado a su líder y asegurado el sueño de la abominable entidad a la que pretendían despertar. Los marinos volvían a ayudar a los santos de Atenea, permitiendo cierto descanso para los guerreros azules. Fueron estos últimos quienes lo agradecieron, sobre todo, ya que habían sufrido severas bajas el día anterior. Deseaban regresar a casa y velar por sus seres queridos, como Folkell, quien de inmediato fue al hospital donde Katyusha se recuperaba. Algunos ni tan siquiera miraron atrás, pues salieron de la Ciudad Azul a fuerzas. Entre ellos estaba Nadia, quien tras visitar a la capitana Katyusha y su compañero Günther, también reposando, habló largo y tendido con su esposo e hija de la posibilidad de renunciar. Ambos la animaban a no hacerlo.
Porque en momentos de necesidad, el mundo necesitaba héroes. Así lo entendía Adrien Solo, quien sonrió al ser consciente de dos hechos formidables. Primero, el resurgir de Garland de Tauro. El Gran Abuelo había oído una voz en su largo reposo bajo las aguas, la de Fobos de Marte, quien a buen seguro le informó de la muerte de la Suma Sacerdotisa y lo animó a volverse contra sus camaradas. Bien, que el santo de Tauro se uniese a Ofión de Aries para combatir a Dagoth demostraba a las claras qué respuesta tenía para el dios del miedo. Con todo, ni las fuerzas combinadas de Aries y Tauro podían con el Príncipe Durmiente, ni los caballeros negros, por grande que fuera su valor, eran capaces de destruir a todos los horrores, mucho menos esa mañana en que las brumas los rodeaban a todos, confundiendo sus sentidos y hasta llevando a más de uno a una locura suicida. Y ahí radicaba el segundo hecho digno de ser contado, pues tras varios días de batallas, Triela e Ícaro habían llegado a una tregua con el ángel Cratos: los horrores y su líder, Dagoth, eran detestables para todos los guerreros celestiales; obedecían a unos seres, llamados dioses por su inconmensurable poder e infinito conocimiento, tan aborrecibles para los Astra Planeta como los siervos del Hijo. Así que pronto no fueron dos guerreros los que encararon al Príncipe Durmiente, sino cinco, librando una batalla como no se hubo visto desde la era mitológica.
La superficie del continente fue arrasada como daño colateral del enfrentamiento. Los caballeros negros debieron apartarse del epicentro del cataclismo, si bien no para un merecido descanso, sino para cazar a las huestes de Dagoth.
—Por favor —rogó Gestahl Noah al avatar de Poseidón, quien desde el acantilado miraba en dirección al Pacífico. Dagoth, hijo de una sacerdotisa humana y uno de los Reyes Durmientes, había muerto. A pesar de que una flecha de oro y otra de ébano atravesaban su corazón, Cratos aplastó su cabeza con la bota, desparramando sus sesos sobre el mismo mar que un día ocupó la isla Reina Muerte—. Salva a la humanidad.
—Son tus caballeros negros los que reparten tanta muerte por el mundo —dijo Adrien Solo, girándose. Al contemplar a Gestahl Noah de rodillas, quedó enmudecido.
Tan concentrado había estado en las batallas contra los demonios, la ciudad hundida de R´lyeh y los horrores que no se dio cuenta de lo que pasaba en la parte de la humanidad que prefería dejar en libertad, por respeto al trato implícito entre Poseidón y Atenea de hacía veinte años. Era una locura. Los Estados Unidos y Japón declaraban derechos sobre el nuevo continente, China amenazaba con tomar Naraka por la fuerza y Rusia exigía al rey de Bluegrad personarse en Moscú a la mayor brevedad posible. Las potencias del mundo, atemorizadas por las apariciones de monstruos, habían puesto sus ojos en los lugares donde nada malo había pasado, animados los líderes de estas por una voz que llegaba a toda la humanidad, desde la Máquina de Rodas.
Eso no era algo que Adrien Solo pudiera tolerar. Fobos se había hecho demasiado fuerte, y si bien desconocía el por qué, era necesario hacer algo al respeto.
—Es lo mismo —dijo Gestahl Noah, cabizbajo—. Vida y muerte, creación y destrucción. Las dos caras de la misma moneda, ¿no es así?
—Comprobémoslo —contestó Adrien Solo.
Gestahl Noah, aceptando la propuesta tácita, se levantó.
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La caída de Dagoth rompió la tregua, de modo que Triela e Ícaro se alzaron por sobre la primera capa de la atmósfera, en pos de Cratos. Garland estaba sirviendo de apoyo a un agotado Ofión cuando Adrien Solo llegó, acompañado por Gestahl Noah.
No quedaban ya en esa tierra ni montañas ni bruma, nada salvo un páramo sin vida, el cuál temblaba a cada paso del avatar de Poseidón. Adrien iba vestido para la guerra, con las escamas del dios del mar cubriendo su cuerpo y sosteniendo el mismo tridente que, eones atrás, creó continentes y océanos donde solo había una tierra y un mar. No obstante, la armadura no era tan digna de atención como el divino cosmos que surgía de aquel cuerpo humano, más intenso que el de las estrellas y galaxias, un poder capaz de abarcar la inmensidad del universo. Como quien tomara una sola gota del océano, Adrien hizo fluir a través del tridente una fracción de esa fuerza infinita, descargando un único rayo hacia los cielos, donde se hallaba la Máquina de Rodas.
«Salva a la humanidad.» Esas fueron las palabras de Gestahl Noah. No pedía por los héroes que habían protegido a los hombres de tantas amenazas, sino a estos últimos, quienes lejos de agradecerles, pensaban volvérseles en contra, animados por el dios que era amo y señor de seis mil millones de corazones en ese momento. Y es que en un conflicto entre los legatarios de la vieja raza humana y la nueva, no había duda alguna de cuál sería el resultado. Ni las potencias del mundo tendrían oportunidad contra Hybris y Bluegrad, mucho menos contra los ejércitos de Poseidón y Atenea. Aun la Guardia de Acero, compuesta por humanos comunes, se estaba planteando intervenir en Sicilia y declarar el monte Etna como territorio del Santuario, algo que sin duda lograrían, pero que encendería la mecha de una nueva Guerra Mundial, una matanza. Eso era lo que Fobos deseaba, eso era lo que Gestahl Noah quería que evitara.
La Máquina de Rodas tenía la apariencia, el color y el brillo del planeta Marte. Podía sentirse la presencia de Fobos en toda la superficie, así como su influencia se extendía por todo el ancho mundo, aunque no con tanto descaro como durante la invasión de Bluegrad. A un mismo tiempo, el dios del miedo había sido sutil, ora susurrando en los oídos indicados, ora apareciendo a la vista de todos, causando un caos sin sentido, para distraer al mundo. Pero Adrien Solo no pensaba dejar que aquella deidad retorcida se saliera con la suya. Si el Ocaso de los Dioses no salvaba a la humanidad, lo haría un dios, como antaño. Y él, avatar de Poseidón, sería ese dios.
El rayo del tridente golpeó la Máquina de Rodas, aquel mundo contenedor de otros mundos, aquel refugio para los recuerdos olvidados y las esperanzas de los héroes del hoy. En menos de un parpadeo, aquel prodigio de la magia cayó hasta la superficie.
Ofión de Aries y Garland de Tauro se vieron rodeados por sendas barreras, idénticas a la esfera perfecta que cubría a Gestahl Noah. Desde esa segura posición lo vieron.
La destrucción de la Máquina de Rodas y el continente Mu.
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Alexer abrió los ojos, cerrándolos enseguida. Un sol rojo sonriente, un demonio erguido sobre un campo de batalla sembrado de cabezas de dragón, un mago que era un solo ser y acabó convertido en siete… Era difícil retener la pesadilla que fue aquella batalla, solo el resultado le era claro: Damon había muerto, Ladón había muerto, él…
—Voy a morir —susurró un momento antes de chocar contra un insólito prado. Era tanto el dolor que sentía, que ni siquiera notó la caída. Aun malherido, sin poder moverse, miró la pequeña isla donde se hallaba. Tan verde. Alzó la espada, bañada en una sangre negra como el pecado. Después la soltó y Balmung desapareció.
Al abrir los ojos por tercera vez, creyó que había muerto y estaba en el infierno, pues el diablo venía hasta él. Dos tercios de su cuerpo eran un hombre bien vestido, de ropas oscuras salvo la camisa del color de la sangre, mientras que el resto era una sombra tridimensional, con un ojo violeta fijo en él. Pero alguien se le interpuso.
—¿Te habías olvidado de mí? —preguntó el recién llegado.
—¡Así que también tú sobreviviste! —exclamó Caronte, con el rostro que terminaba de restaurarse—. ¡Kanon de Géminis!
El susodicho, envuelto en el tercer manto zodiacal, no se molestó en responderle. Cruzado de brazos, dejó en claro que no le permitiría pasar. Para Alexer aquello era surrealista. Sabía que el antiguo Sumo Sacerdote se encerró en el ánfora de Atenea junto a Caronte de Plutón, y también sabía que esa herramienta se había fundido con el Trono de Hielo, por petición expresa de la nueva Suma Sacerdotisa, pero no esperaba que hubiese sobrevivido. ¿Era el último regalo de Damon, acaso?
Nuevas imágenes asaltaron al rey de Bluegrad, quien se retorció. Su insólito compañero de batallas había causado un gran revuelo en la Tierra por su búsqueda de conocimiento, pero tal y como Adrien Solo había asumido, no se permitió morir sin resolverlo. Aun despedazado por el enemigo, cerró las Puertas de Yog-Sothoth usando lo que quedaba de aquella energía que atesoraba, el poder para crear un nuevo universo.
—Mi alba —dijo Caronte, ya regenerado—. El alba de Plutón, ¿por qué no…?
Sí, una parte del poder reunido por Damon había sido usado para expulsar a los Reyes Durmientes y sellar las Otras Tierras, pero no toda. La mayor parte pasó por el filtro de un conocimiento que llevó a la locura al Rey de la Magia, resultando en una batalla en que la realidad variaba a cada segundo, siendo el universo interior de Alexer, manifestado en el exterior, lo único que permanecía. El final del último tramo de aquel combate había supuesto por igual la muerte de Damon y la desaparición del alba de Plutón. Sellada, más no destruida, por Damon de la Memoria.
Fue en ese momento en que nuevas presencias vinieron a la isla. Primero Ofión y Garland, los cuales fingieron entereza al ver indemne al eterno enemigo del Santuario. Después Gestahl Noah, en cuya mirada se reflejó por un solo momento un odio absoluto. Tras ellos, como una suave ola que toma su tiempo para llegar a la costa, apareció Adrien Solo, pisando con suavidad aquellas verdes tierras.
—Los Astra Planeta no son bienvenidos en la Tierra —aseveró el avatar de Poseidón—. Márchate y no vuelvas, Caronte de Plutón.
—¡Mátalo! —pidió Gestahl Noah—. Sabes que encontrará la manera de volver.
—¿Ahora le das órdenes a un dios? —cuestionó Caronte, sonriente, para luego mirar con más seriedad a Adrien—. Eliminar a Damon fue necesario.
—He arrojado a tu cómplice al inframundo —advirtió el avatar de Poseidón, sin paciencia para excusas—. A ti no te daré esa opción, pues no eres un dios. Si no sales de mi planeta ahora, haré que conozcas la mortalidad a la que tanto subestimas.
—¿Fobos, mi cómplice? —interpretó Caronte, extrañado—. ¡Él es un traidor! ¡Al igual que Narciso de Venus! Si os habéis encargado de él, me habéis hecho un favor, pues yo mismo pretendía arrastrarlo a las tinieblas del Tártaro.
Se oyó un carraspeo. Kanon de Géminis, todavía cruzado de brazos, dijo:
—¿Es que estás sordo? Te han dicho que te marches. Ahora.
Con una velocidad inhumana, Caronte giró hacia el santo de oro, listo para cortarle la yugular con los Colmillos de Cancerbero. Chispas de energía divina surgieron del tridente, frenando en seco el ataque.
—¿El Jardín de las Hespérides es lo bastante lejos para vos, Poseidón? —preguntó Caronte, con una deferencia quebradiza como el cristal. El regente de Plutón ni tan siquiera esperó a una respuesta para desaparecer de aquel planeta, aquel plano.
Después de todo, había logrado lo que se había propuesto.
Alexer oyó toda aquella conversación en silencio. Nada más podía hacer. No obstante, cuando Adrien Solo se le acercó, hizo un esfuerzo sobrehumano para al menos sentarse.
—Las heridas de tu cuerpo astral también afectan a tu cuerpo físico —afirmó el avatar de Poseidón, observando al ensangrentado rey con unos ojos sin pupilas, sobrenaturales. Ninguna armadura lo cubría ya—. Así de fuerte fue tu conexión con el Trono de Hielo.
—¿Fue? —dijo Alexer, más un quejido que una palabra.
—El Trono de Hielo ha perdido su poder. Sellar el alba de un astral sin ayuda divina no podía requerir menos. A decir verdad, en el sitial del invierno ahora solo debería estar tu cadáver, listo para ser sepultado.
—Mas estoy vivo. Lo siento. ¿Por qué?
En lugar de responderle con vanas palabras, Adrien Solo le hizo ver el último instante de la Máquina de Rodas. Aquel mundo hacedor de deseos era peligroso de destruir, porque la superficie se había convertido en el recipiente de Fobos, y en el interior se habían abierto las puertas hacia rincones del universo para los que la humanidad no estaba preparada, por eso mismo la solución al problema no era destruir, sino crear.
Aun si la energía reunida por Damon se había agotado, la Máquina de Rodas en sí era una gota del río del olvido, una serie de recuerdos que podían adquirir consistencia física, si estaba de por medio el dunamis, la fuerza más allá del cosmos. Para Adrien Solo, era tan sencillo como que el océano era algo más que las aguas de la Tierra, era el origen mismo de toda la vida. Eso representaba el dios del que era recipiente, por eso creó nuevas tierras a partir de la destrucción de aquel mundo infectado por el miedo y el terror, para que sirvieran de hogar a nuevas vidas tomadas del olvido.
El continente Mu fue destruido, eso había sido inevitable, tal fue la consecuencia de extirpar a Fobos de la Máquina de Rodas y arrojarlo al Hades. No obstante, de las cenizas de aquella tierra olvidada surgió una nueva. Alexer había caído en una de las islas del recién creado archipiélago Fénix, el hogar de los Mu y los telquines.
—Todos ellos murieron —aseguró Alexer, si bien le costaba recordar cómo.
—Los fantasmas de los santos de Atenea, sí, también los ingenios mecánicos —explicó Adrien Solo—. En cuanto a los Mu, un pequeño telquín pudo salvarlos por orden expresa de Damon. Desconozco de dónde surgieron los siete telquines de la isla vecina, mas ningún daño pretendo hacerles por los errores de su rey. Todo eso…
—¿Está olvidado? —completó Alexer, sonriendo—. Creo… Creo que sé… —Tosió, escupiendo sangre, como debía hacerlo allá en Bluegrad—. Los telquines surgieron de Damon, de su carne y espíritu. Sacrificó su vida para resucitar a sus hermanos.
—Es interesante —dijo Adrien Solo—. Ha sido Poseidón, a través de mí, quien dio un cuerpo y alma genuina a los fantasmas de los Mu. ¿Damon previó lo que haría? ¿Se aprovechó, como tú, de la energía vital que resultaría de este acto divino?
A pesar del estado en que se hallaba, Alexer pudo comprender lo que decía el avatar de Poseidón. Pudo comprender por qué estaba vivo. Después de la muerte de Damon, Adrien Solo había tornado el miedo en esperanza, devolviendo a la Máquina de Rodas su función original. No una fuente de terror, horrores y pesadillas, sino una máquina de los deseos, capaz de crear un nuevo mundo. ¿Y qué eran aquellas Islas Fénix, sino un nuevo mundo, capaz de albergar a una raza olvidada? A él mismo se le había insuflado esa vida nueva, al igual que a los pedazos en que el propio Damon se dividió.
—Regresa a tu pueblo y descansa —dijo Adrien Solo—. Ya llegará el tiempo de hablar.
—Gracias —dijo Alexer mientras desaparecía—. Gracias.
Apartados del dios y el rey, los santos de oro ya habían agotado la alegría por el regreso del santo de Géminis. Este último también había ensombrecido el semblante en cuanto Gestahl Noah le anunció el destino sufrido por Akasha, su pupila.
—Todo es culpa de Fobos —anunció la sombra de Altar—. Y Caronte. Se confabularon para eliminar a Damon. ¿Quién sabe en qué más estaban relacionados esos dos?
Ofión y Garland miraron a Kanon, antiguo líder del Santuario.
—Mataremos a ese bastardo. Pero, primero, deseo saber qué ha pasado.
Adrien Solo no se involucró en esa conversación. No era de su incumbencia, como sí lo era ofrecer apoyo a los Mu y los telquines en ese nuevo camino que estaban por recorrer. Desapareció, pues, de esa isla sin atender a cómo Gestahl Noah contó la historia de los primeros santos de oro, a cómo Ofión y Garland dieron un parco resumen sobre los acontecimientos posteriores a la guerra y cómo el propio Kanon, tras la exposición del viaje del Argo por parte del caballero negro de Altar, anunció un pequeño secreto que había traído consigo de su estancia en el ánfora de Atenea.
—Fui consciente de lo que ocurrió en esa batalla de locos —dijo el antiguo Sumo Sacerdote—. Los ejércitos de Alexer y Damon, Fobos liberando a Caronte, las Puertas de Yog-Sothoth… He aprendido algún secreto sobre el espacio-tiempo que nos podría llevar hasta el Jardín de las Hespérides, si mi pupilo ha hecho bien su trabajo.
Y, por supuesto, Kanon de Géminis estaba convencido de que lo había hecho. Nadie le haría dudar de que Arthur de Libra seguía con vida, protegiendo con ella el navío.
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Enfrascados como estaban en el duelo que les hizo sobrevolar todos los rincones del mundo, ni la dupla formada por la santa de Sagitario y su sombra, ni el poderoso rival al que enfrentaban, pudieron contemplar el portento ocurrido en el Pacífico. Tampoco se permitieron intervenir en las luchas contra los Hijos de Fobos, aquellas Abominaciones, bien llamadas demonios, nacidas del miedo que reunían los males de los cuatro ríos del infierno, o en las veladas ejecuciones que los caballeros negros llevaron a cabo en aquellos tres días de guerra interminable. Los poderes entrechocando de Cratos, Triela y Ícaro, podían iluminar hasta la noche más oscura, pero esa luz no hacía más que generar nuevas sombras en las que la sangre no dejaba de ser derramada.
Así como había sido planeado desde el Cisma Negro.
Quiso el destino que fuera precisamente cerca de Bluegrad donde un malherido Ícaro cayera al igual que lo haría un meteoro. La armadura oscura de Sagitario, obra maestra de Oribarkon, había cedido a la fuerza ilimitada del ángel, revelando un cuerpo donde eran más las heridas, moretones y cicatrices que la piel sana, fruto de sus luchas con Dagoth y Cratos. A pesar de ello, Cratos no le siguió desde su posición en la órbita terrestre, donde aún tenía problemas con el absoluto dominio que Triela tenía sobre su velocidad y reflejos. La misión que se le había propuesto había concluido.
Sin intercambiar palabra alguna, Cratos y Triela descendieron a toda prisa hasta el lugar en el que Ícaro había caído inconsciente. En la gloria de la Fuerza, armadura de Cratos, se habían abierto siete brechas; dos en el hombro, a causa de la flecha de Sagitario, mientras que en el resto, apenas perceptibles, quedaban residuos invisibles de una energía eléctrica, oscura y temible. Por razones que no se molestó en explicar, el ángel había eludido desplegar las alas de brillante metal que lo respaldaron durante la carga contra Dagoth, quizá porque consideraba aquella una batalla menor, quizá por otros motivos que solo él conocía. No obstante, desde ese momento, no volvería a subestimar lo que una mera sombra era capaz de hacer si se sentía acorralada.
En cuanto los enemigos pisaron el suelo, la nieve de los alrededores desapareció. Triela fue la primera en entender que se hallaban en la Otra Dimensión, por lo que instó al ángel a calmarse con un gesto.
Alguien apareció caminando desde el espacio estrellado que los rodeaba, como venido de la nada. Vestía las prendas del Sumo Sacerdote de Atenea, pero no se trataba de Akasha. Triela no reconoció en un principio al hombre tuerto, de barba y cabellos descuidados, que se inclinó hacia Ícaro en un gesto paternal. Pero Cratos, que conocía demasiado bien la historia de aquel, sí que lo hizo.
—¿Has abandonado ya la protección de Poseidón, Deucalión? —lanzó el ángel,
siendo ignorado por este—. ¿Dónde te has estado escondiendo todo este tiempo?
Fue otro quien respondió a esa pregunta, apareciendo como ningún otro santo de Atenea en la Tierra podría, con el manto sagrado intacto, resplandeciente.
—Hablaba conmigo —explicó Kanon—. De lo que ha ocurrido allende los mares olvidados, de lo que ocurre aquí tras la caída de las fuerzas del Hades.
La presencia del santo de Géminis completó la escena en la mente de Cratos. El Segundo Hombre era el Sumo Sacerdote, el Santuario se había rendido a los intereses del Hijo. Determinado, desplegó una vez más las alas de la gloria de la Fuerza, tornándola en una protección más robusta. Su cosmos se incrementó de forma súbita, sorprendiendo por igual a los santos de Géminis y Sagitario. Convirtiendo tamaña energía en una espada de luz sólida, devoradora de toda materia, se propulsó con aquellas alas hacia el Segundo Hombre a una velocidad súper lumínica, capaz de pasar a través de las galaxias. Tal acometida debía ser tan inevitable como mortífera.
Pero una oscuridad tan profunda como la ambición humana protegía a Gestahl Noah, quien de nuevo cargaba sobre sus hombros todo el mal del mundo. A partir de cada grano de miedo y terror sembrado por el hijo de Ares y Afrodita en los corazones humanos durante los últimos días, el líder de Hybris había reconstruido parte de la fuerza que tuvo en su primera encarnación. Cratos, empero, no era de los que se rendían con facilidad, por lo que probó una estocada directa al corazón emponzoñado del padre de la humanidad. La hoja se detuvo justo en el punto donde rozaba la prenda sacerdotal.
—Hasta un falso dios está por encima de los ángeles —aseveró el Segundo Hombre, generando desde la oscuridad que era su cosmos hilos de un fulgor resplandeciente, con los cuales despedazó la espada de luz a la vez que ataba al poderoso ángel.
Cratos descendió al suelo, de rodillas por un solo momento.
—¿Derramarás la primera sangre en diez mil años? —cuestionó el ángel, alzándose—. ¿Qué pretendes con todo esto?
El padre de la humanidad no respondió enseguida. ¿Qué quería? En el pasado, pudo tenerlo todo y no le fue suficiente. Por miles y miles de años tuvo la oportunidad de regresar, de sentarse en un trono a la derecha de su esposa, como dios autoproclamado de los océanos. Henchido de ese orgullo, extendió el dedo hacia Cratos, inmovilizado por hilos de oro, dueños de su destino. Pensó en darle muerte, pero no deseó hacerlo.
No quería poder, ni el que poseía, ni ningún otro. Quería, por encima de cualquier cosa, venganza. Justicia divina, así tuviera que venir de la mano de los hombres.
Liberó a Cratos de sus ataduras en el mismo momento en que Kanon habló de nuevo:
—Triela, te presento a Deucalión, primer líder de los santos de Atenea, el primero en representar a nuestra diosa en la Tierra durante la era mitológica.
—Y también Gestahl Noah, el líder de los caballeros negros y el siervo del dios innominado que os ha arrastrado a la destrucción —completó Cratos.
Triela, con las alas extendidas dando sombra por igual al inconsciente Ícaro y el hombre que lo atendía, inclinó a la cabeza hacia el arco que aún sostenía, sin saber qué debía hacer. Al notar aquello, Gestahl la miró con el único ojo que le quedaba, y evitando las presentaciones que ya le habían ahorrado, le extendió la mano.
—Sí, fui el primer Sumo Sacerdote en el pasado. También pretendo ser el último.
