Capítulo 172. Asamblea
En la isla principal del archipiélago Fénix, Poseidón decidió alzar los muros en torno a los cuales sería construida, con el tiempo, la primera ciudad para quienes quisieran habitar esas islas. Ese fue el lugar escogido por los líderes del ejército aliado, Nicole de Altar, Sorrento de Sirena y Lord Folkell, en sustitución del rey Alexer, quien se debatía entre la vida y la muerte en el mismo hospital donde reposaban su sobrina y hombre de confianza, para tratar el delicado asunto de devolver la paz a un mundo convulso. Los tres coincidían en que cuanto significaba aquella obra, no solo la futura urbe, sino aquellas nuevas tierras, era justo lo que buscaban: renacimiento, regeneración.
La reunión se daría en el centro de la isla. Antes de que llegaran todos los que habían sido invitados, ya estaban los líderes de los clanes Mu, en un extremo, y los telquines, en el otro, responsables, gracias a su magia y telepatía, de que ningún poder en el mundo ni fuera de él, salvo Poseidón, pudiera enterarse de cuanto se discutiría en aquella isla. Todos estaban ansiosos por conocer la forma en que los humanos se gobernaban en la actualidad. También fue la curiosidad lo que motivó a las ninfas de Dodona a enviar representantes desde los tres poblados en que se habían asentado —en Naraka, Alemania y Siberia—, sumándose a las que se hallaban en el Pacífico junto a la armada de Poseidón, pero mientras estas, ocultando sus hermosas formas bajo pulcras túnicas, no sintieron ningún asombro por el regreso de aquellas razas antiguas, los últimos en venir para asegurar los preparativos quedaron enmudecidos.
Se trataba de la Guardia de Acero, cuyo barco insignia, el Egeón, atracaba a un par de leguas de la costa de la isla. La ponzoña de Fobos seguía en los corazones de muchos de los llamados santos de hierro, por lo que se habían propuesto proteger el archipiélago de cualquier incursión armada. Tenían, además, una razón más noble para estar allí. Lo que estuvieron a punto de hacer en Sicilia les llenaba de culpa y consideraban que era ya tiempo de destruir las armas de gammanium, otorgar a las almas de los antiguos guardias, que tanto les habían ayudado, el derecho a recibir una vez más el juicio divino. Querían realizar tal ritual en la isla, pero por supuesto, había otras prioridades primero. Ellos se encargarían de que la asamblea se diera sin ningún percance.
—Sí, son azules, pedazo de imbéciles, dejad de mirar —ordenó Faetón al centenar de hombres que comandaba, dirigiéndose a donde estaban los telquines.
—Si tú eres el que más los mira —comentó Helena, al frente de cien mujeres de la Unidad Themiscyra. Ella se unió a las ninfas de Dodona.
—Amigos míos, os pido que por esta vez estemos a la altura de nuestro rango —dijo Leda—. Sin Azrael, ahora nosotros dirigimos la Guardia de Acero.
Los otros dos oficiales asintieron, guardándose para sí cualquier nueva pulla. Leda escogió situarse junto a los Mu, hombres idénticos en todo a cualquier ser humano, salvo en lo que concernía a la fuerza de su mente; niños y ancianos, hombres y mujeres, todos carecían de cejas y lucían los mismos puntos morados en la frente, tal y como ocurría con el maestro herrero de Jamir. Lo acompañaba un solo soldado, el manco líder de los Heraclidas, quien respondía al nombre de Garan.
El triunvirato conformado por Nicole, Sorrento y Folkell guardó silencio mientras los oficiales mantenían el orden en la soldadesca. Tampoco dijeron nada según aparecían los invitados: Kiki, teletransportándose desde Jamir con una extraña bata blanca y el infaltable bastón; Ludwig von Seisser y Asamori Tomomi, aterrizando el jet privado del primero extramuros; Kanon de Géminis, cayendo como una estrella fugaz, y Gestahl Noah, simplemente apareciendo desde alguna sombra. Él despertó más comentarios que los magos de piel azulada, las ninfas de afamada belleza y los sabios Mu, pues vestía como el Sumo Sacerdote de Atenea. Y, por si eso fuera poco, tras él aparecieron seis caballeros negros mostrando sus verdaderos rostros, no los de legítimos santos.
Cristal de Copa Negra, Llama de Centauro Negro, Kazuma de Cruz del Sur Negra, Eren de Orión Negro, Soma de León Negro y una joven siberiana de nombre Yuna, segunda sombra Águila en toda la historia de Hybris. Aquel grupo se colocó en el centro del círculo formado por los espectadores, con Kiki, Tomomi y Ludwig no demasiado distanciados, en espera de su turno de participar en tan importante reunión.
Kanon de Géminis y Gestahl Noah, por el rango que cada uno ostentaba, se permitieron colocarse a la diestra y la siniestra del triunvirato.
—Señor Kanon, me habéis contado la historia de ese hombre, pero esto… —empezó a decir Nicole de Altar cuando un graznido de cuervo lo interrumpió.
De un momento para otro, Munin apareció frente a los seis caballeros negros.
—Sé lo que estáis pensando —dijo el recién llegado, acariciando los brazos de su asiento—. Un poderoso telépata en silla de ruedas. Bueno, cuando inserté un eidolon en la cabeza hueca de mi hermano para protegerlo de un músico demente, pensé que si me moría valía la pena cederle a él mis vastos poderes. Ahora mismo estoy vivo no por mi propia fuerza, sino la de mis Hijos de Mnemosine, ¡los parásitos más amistosos de la naturaleza! Descuidad, muy pronto estaré andando de nuevo.
—¿Quién hablará por los crímenes de Hybris? —dijo Nicole, impaciente.
—Yo, por supuesto —dijo Munin, desviando la mirada hacia Folkell—. Quiero pedir asilo en Bluegrad para toda nuestra orden, si no es mucha molestia.
Resultaba claro que los últimos días habían sido duros cuando alguien tan comedido como Nicole quedaba boquiabierto y mudo ante semejante propuesta. El santo de Altar, más diestro en gestionar un ejército que en el combate, se descubría en ese punto agotado, deseoso de un descanso para él y para todos. Sin embargo, él era un hombre justo, no aceptaría la paz sin que el culpable recibiera su castigo.
Y, por lo que sabía Lord Folkell, los caballeros negros eran culpables.
—Los caballeros negros habéis asesinado a muchos —apuntó el representante de Bluegrad—. El mundo de los hombres se derrumba por vuestra culpa.
—Fue Fobos —atajó Munin—. Varios países estuvieron a un solo paso de iniciar una guerra en la que moriría mucha más gente y los habéis perdonado. Allí está el buen Piotr, con su fiel Gigas, haciendo entrar en razón a Moscú. El Santuario trata a China con guante de seda a través de su diplomático, Shoryu, a pesar de que estuvo a punto de invadir un campamento perteneciente al ejército de Atenea. ¿Por qué ocurre esto? Simple: Fobos es el responsable de que el mundo se volviera loco, no los hombres.
—Tenemos pruebas de que vuestras acciones iniciaron desde la guerra entre el Hades y la Tierra —insistió Folkell.
—¿Quién nos puede decir cuándo empezó Fobos a manipular a la humanidad? —repuso Munin, ante lo cual el norteño no tenía respuesta.
Cuervo Negro era consciente de que caminaba sobre arenas movedizas. Un mal paso y se hundiría en su propio orgullo, ni siquiera vivía en esos momentos como una persona normal, sino como la fuerza psíquica resultante de controlar tantas mentes por el ancho mundo, la cual por pura nostalgia movilizaba ese cuerpo suyo. No era un hombre ya, ni en ese día ni en lo que le restara de vida, sino una herramienta.
«La herramienta de Akasha de Virgo —pensó para sí Munin, seguro de que Kanon le abriría la cabeza de un puñetazo si se atrevía a ensuciar el nombre de su fallecida pupila. Pero en su mente, esa era la verdad: Akasha lo salvó para que se convirtiera en un comodín—. El Ocaso de los Dioses debe ocurrir, de un modo u otro.»
Un carraspeo impaciente de Sorrento dio al líder de Hybris ánimos para soltar su propuesta, pero prefirió esperar a que aquel hablara. Las prisas nunca eran buenas.
—Nicole de Altar, Lord Folkell, ¿podemos permitirnos perder tiempo en castigar a esos hombres, cuando los fuegos de la guerra arden en todas las naciones del mundo?
—Nunca es demasiado tarde, ni demasiado temprano, para la justicia —contestó Nicole de Altar, quien, empero, debió acotar—: No obstante, es cierto que vivimos una situación problemática. Aun si los líderes mundiales han ratificado la lealtad de las naciones al Santuario, ya han probado lo que significa rebelarse en contra del único equilibrio global que jamás se ha roto, sin sufrir consecuencia alguna.
—Debisteis pedir una compensación —propuso, no por primera vez, Folkell, revolucionario de corazón, al líder en funciones del Santuario.
Antes de que Nicole pudiera formular por qué no era bueno ir con exigencias en esas circunstancias, aunque tuvieran poder suficiente para ello, Munin atrajo la atención de la asamblea con una sencilla palmada. Había llegado su turno.
—Solo hay una compensación posible para la rebelión: sumisión absoluta. No me miréis así, sabéis que estamos al borde de la Tercera Guerra Mundial, por muy buenos diplomáticos que sean el hijo de Shiryu de Dragón y el padre del rey Alexer. Ni Piotr ni Shoryu borrarán con bonitas palabras los terrores manifiestos del pueblo ruso y las gentes de China. Ni hablar del resto de naciones, también afectadas por Fobos de Marte. Los viejos rencores de diez mil años de Historia se despertarán uno tras otro, los conflictos escalarán desde escaramuzas en poblados apartados de la mano de los dioses hasta las grandes ciudades bombardeadas una vez más. Con la política actual del Santuario, lo único que podréis hacer es mirar mientras los humanos se matan entre sí, como tantas otras veces, y eso, creedme, es un pecado peor del que se me acusa, cuando tenéis una forma de evitarlo. ¡Con mi técnica, Hijos de Mnemosine!
Nicole desechó tal posibilidad con un cabeceo.
—Ningún mortal puede controlar a toda la humanidad. Ya es hora de que tú y el resto de los caballeros negros entendáis que el bien y el mal son una parte de nuestra naturaleza con la que tenemos que convivir todos los hombres.
—Tal y como está el mundo, bastará con controlar a un puñado de personas. Los que tienen el poder. Todas las organizaciones criminales del mundo han sido aplastadas, el terrorismo internacional ha quedado reducido a pilas de cadáveres sin identificar… Los malvados han sido castigados, ahora queda asegurarnos de que los justos prosperen, para lo cual sería una buena idea acabar con toda guerra humana, presente y futura. Yo puedo hacerlo —aclaró Munin con gesto teatral—, sobre todo en este momento. Muchos gobiernos en el mundo se están reponiendo en estos días, debido a las acciones que Fobos nos impulsó a cometer. A nadie le extrañaría que un nuevo presidente iniciara negociaciones de paz, ¿no creéis? Y eso es solo el lado público del nuevo orden mundial que instauraríamos. Pensad en todos los servicios de inteligencia del planeta cooperando por prevenir, en verdad prevenir, el crimen y la delincuencia.
Mientras Nicole de Altar se horrorizaba conforme avanzaba el discurso, Folkell dejó escapar un suspiro. Mirando a Cuervo Negro como si fuera un niño, dijo:
—La humanidad no puede existir sin la guerra. En todos los mundos es así.
Se extendió un murmullo por la zona, apenas acallado por los comandantes de la Guardia de Acero. Unos se escandalizaban por el pesimismo de Folkell, otros concordaban con él, aunque a regañadientes. Las personas luchaban para sobrevivir, eso no iba a cambiar de la noche a la mañana. Una voz, empero, resaltó por sobre las demás.
—Todas y cada una de las guerras libradas en este planeta tienen una cosa en común —dijo Garan, capitán de los Heráclidas—: La muerte de personas inocentes. Si la guerra es una parte necesaria de la humanidad, tal vez la humanidad deba desaparecer.
Las discusiones se intensificaron, así como las llamadas al silencio de Leda, Helena y Faetón. Pero no fue un ateniense quien devolvió el orden a la asamblea, sino el Gran General Sorrento, alzando la flauta mágica, disipadora del mal, a la vista de todos.
—Mi señor Poseidón ha dado una oportunidad a la belicosa raza de los hombres. No permitiré que nadie insulte su voluntad, ni la de Atenea, en mi presencia.
—Así es —intervino Nicole de Altar—. De antiguo, Atenea ha protegido a nuestra especie del juicio divino. A la falible humanidad, no a seis mil millones de marionetas a merced de un cuervo. Porque de eso estás hablando, de tomar las riendas del mundo.
Previendo la acusación, Munin dejó escapar un teatral bostezo.
—Esa nunca ha sido la intención de Hybris —aseguró el caballero negro de Cuervo—. Seré yo el que tome el control de determinadas personas, claro, pero todo bajo la atenta mirada del ejército aliado. Las riendas del mundo estarán en manos de vosotros. Nicole de Altar, Sorrento de Sirena y… —Calló un momento, rascándose la cabeza—. La verdad es que no sé quién es el barbudo, esperaba que Alexer o…
Mientras Munin de Cuervo Negro era informado de la situación del rey de Bluegrad y su sobrina, demostrando qué tan separados habían estado el antiguo líder de Hybris, Gestahl Noah, del nuevo, Ludwig von Seisser vio su oportunidad de intervenir. Kiki y Asamori Tomomi lo acompañaron hasta estar frente al triunvirato.
—No soy más que un hombre de negocios que tuvo la suerte de encontrarse con los santos de Atenea en su momento de mayor necesidad. No obstante, ¿me permitís unas palabras? —El triunvirato, conociendo la ayuda de aquel hombre al Santuario, asintió al unísono. Munin también lo hizo, conmocionado por cuanto Folkell le dijo—: Guerreros azules, caballeros negros y la Guardia de Acero, tres órdenes militares sin parangón. ¿Cuál sería su propósito en un mundo en paz?
—Bluegrad dependería por completo de Rusia —observó Folkell.
—Tendríamos que cambiar de oficio —dijo Munin—. Con nuestra fuerza hercúlea, podríamos ser albañiles. Fobos nos cegó, como ya he dicho, no pensamos en el futuro mientras dábamos rienda suelta al tipo de vida para el que fuimos entrenados.
—Nací vigilante y moriré vigilante —dijo Faetón, pura simplicidad.
Ningún santo de hierro creyó necesario añadir nada.
—¡Escuchad a ese hombre, pues se ve que es el más listo de todos nosotros! —alabó Ludwig, señalando al antiguo jefe de los vigilantes. Faetón, ruborizado, miraba en todas direcciones, como cerciorándose de que Tiresias e Icario no hubiesen salido de la tumba—. Eso es lo que un ejército puede ofrecer a un mundo en paz: protección, vigilancia. ¿No es ese el objetivo original tras la creación de la Guardia de Acero? Un ejército capaz de proteger a cualquier persona, en cualquier parte del mundo.
—La verdad es que no —soltó Kiki, sin más.
—Es más bien una policía internacional —dijo Tomomi, agitando un manuscrito que rezaba: Proyecto Edad de Hierro. Fase final—. Había un largo, largo proceso para instaurarla, que pasaba por reducir el arsenal nuclear en el mundo…
—Innecesario —cortó Ludwig—. Con esa técnica milagrosa. Los Hijos de Mnemosine permitirían que el mundo cuente por primera vez con héroes no ligados por la política, la ambición económica y otros intereses ajenos al bienestar humano.
A Sorrento la intervención de Ludwig se le antojaba demasiado conveniente, pero Gestahl Noah había pasado los últimos días a la sombra de Adrien Solo y el santo de Géminis. No parecía posible que hubiese previsto una situación como la que vivían, sobre todo en lo relativo a la intervención de Fobos de Marte. En cualquier caso, no se le antojaba mala la propuesta de Ludwig, salvo en un detalle.
—¿Quién decidirá lo que es el bienestar humano? —cuestionó Sorrento, imitando el cuestionamiento que realizó Nicole de Altar a Munin de Cuervo Negro.
—El Santuario —contestó Ludwig sin dudar—. De él dependen mis empresas y el Centro de Investigación Asamori, construimos el equipamiento de la Guardia de Acero para que los santos de Atenea le dieran el uso correcto. Estoy seguro de que mi colega, Tokumaru Tatsumi, les diría lo mismo si estuviera en condiciones de venir hasta aquí, porque no hay hombre en la Tierra más leal a Atenea que él, entre las gentes comunes. Si habláis del mando ejecutivo, imagino que seguirá estando en sus actuales comandantes, los señores Leda, Faetón y Garan, así como la señora Helena.
—Solo quiero saber una cosa más —advirtió Sorrento, aunque ya no miraba a Ludwig ni a la mujer que lo acompañaba, sino a Kiki—. ¿Estás de acuerdo con esto?
El duende pelirrojo se encogió de hombros.
—Hubo una mejor forma de hacer lo que os proponéis hacer ahora, pero esa oportunidad ya no existe. Haced lo vuestro, que yo haré lo mío.
El triunvirato discutió largo y tendido el asunto a través de telepatía. Puesto que estaba Kanon presente, ni el poderoso Munin se atrevió a horadar en la red psíquica compartida por Nicole, Sorrento y Folkell, este último un primerizo en estos asuntos.
—Bien, hemos llegado a una conclusión —dijo Nicole con evidente desánimo—. Pospondremos el juicio de los caballeros negros para el momento en que se restablezca el equilibrio del mundo. Tal tarea te la encomendamos a ti, Munin de Cuervo Negro. Desharás la obra de Fobos de Marte bajo la estricta supervisión de este triunvirato, a sabiendas de que ello no te eximirá de ser juzgado y condenado, si procede. ¿Estás de acuerdo con esto? Eres libre de retractarte ahora.
Munin sonrió de oreja a oreja.
—Solo si me permiten ponerle nombre a esta operación. Tengo uno muy bueno.
La asamblea fue larga, porque eran muchos los temas a tratar. No obstante, concordar en aquella medida para contrarrestar los actos de Fobos de Marte fue lo que determinó el destino del mundo y de los santos de Atenea.
—¿Por qué siento estar traicionando a quienes debería proteger? —dijo Nicole de Altar mientras se levantaba del asiento, al igual que Folkell y Sorrento.
—Estamos creando un mundo sin guerra y sin crimen —espetó, escandalizado, Munin—. Los cuatro acabaremos en el Tártaro, sin duda alguna.
—Si los hombres crean su propio infierno, estás más cerca de la verdad de lo que crees, hijo mío —anunció Gestahl Noah, siendo esa la primera palabra pronunciada desde que llegó allí—. Los cuatro deberéis responsabilizaros, en verdad. Que el mundo os recuerde como salvadores o destructores dependerá de vuestras acciones de aquí en adelante, mas me temo que mi único ojo no lo verá.
—¿De qué hablas, Viejo? —preguntó Munin, extrañado.
—Un mundo sin guerra es un mundo sin guerreros —dijo Folkell.
—Un hombre puede luchar sin ser un guerrero —completó Sorrento—. Pero quien busca la lucha, no puede vivir en un mundo en paz.
—Me confundís —murmuró Munin.
También Ludwig, Tomomi y Kiki veían extrañados la escena. Sobre todo la mujer.
—Voy a golpear a quienes nos han golpeado —dijo Gestahl Noah, cerrando el puño—. Para que podáis mirar al mañana sin viejos odios, yo mismo me encargaré de Caronte de Plutón. Es por esto que cedí la palabra a Nicole de Altar. Soy el Sumo Sacerdote de un Santuario que ya no existe en este mundo, que quizá no exista en ningún otro. Me marcho, hijo mío, a los confines del universo. Esto es un adiós.
—¡No…! ¡No puedes…! ¡Demonios! —gritaba Munin, frustrado. Por una vez quiso levantarse de la silla, quizá para abrazar a aquel hombre, quizá para golpearlo. Nadie lo sabría nunca—. Lo estamos consiguiendo… ¿No podrías…?
Gestahl Noah posó su mano en el hombro de Cuervo Negro, en gesto conciliador.
Kanon de Géminis, por su parte, miró uno a uno a los miembros del triunvirato, para terminar en Munin. No había en sus ojos ni un rastro de piedad.
—Nada habéis conseguido hasta el día de hoy, más que gastar saliva —espetó el antiguo Sumo Sacerdote—. Limpia tus lágrimas, mocoso, y repara lo que habéis hecho, ya no hay ningún monstruo debajo de la cama al que echar las culpas.
Munin, enmudecido, asintió.
—¿De verdad no hay forma de hacer la paz con ellos? —cuestionó Sorrento de Sirena, sabedor del poder de los Astra Planeta—. Ahora no pueden volver a la Tierra.
—Hubo una embajada de paz —contestó Gestahl con amargura—. Llevaría a Shun de Andrómeda a los cielos, para reunirse con sus hermanos y convencer juntos a los Astra Planeta de que la paz era posible. El resultado es de sobra conocido: Shun de Andrómeda muerto, Akasha de Virgo asesinada… Guerra es lo que los Astra Planeta quieren, así que guerra es lo que tendrán.
Comprendiendo la verdad de aquellas palabras, Nicole intervino una vez más.
—Llevan todo este tiempo luchando, no contra simples delincuentes, sino frente a auténticas Abominaciones. Es una locura llevarlos a la batalla ahora. Necesitan descansar, recuperarse, reparar sus mantos sagrados…
—Tendrán unas horas —cortó Gestahl Noah—. Cada día que pasa aumenta la probabilidad de que el Argo Navis se haya hundido en los mares olvidados. ¿Comprendes eso, santo de Altar?
—Sí —dijo Nicole tras un rato—. Sumo Sacerdote.
Kiki cerró las manos en los bolsillos de su chaqueta, guardándose las ganas de golpear a aquel insensato. El propio Ludwig lo miraba con mala cara, a pesar de ser compañeros de negocios, pues la intención de Gestahl Noah se le antojaba suicida hasta a alguien ajeno a las Guerras Santas. Muchos santos de bronce y de plata vestían mantos sagrados muertos sobre cuerpos maltratados, incluso Garland carecía de protección, y él era uno de los pocos santos de oro con los que contaban.
«¿Es que todos los santos de Atenea quieren reunirse contigo, hija mía? —reflexionaba el maestro herrero de Jamir, con más amargura que tristeza, lo que volvía todo dos veces más doloroso—. Con tu marcha, los santos han olvidado que no deben morirse.»
Él mismo se planteaba seguir a Gestahl Noah en su cruzada. No podía ser tan malo si Kanon de Géminis pensaba hacerlo. ¿Y qué tenía que ofrecer él al mundo? Reparar mantos sagrados, fabricar imitaciones de acero, eso era todo. ¿No podía él luchar como los santos de Atenea? Tal vez en los confines de los mares olvidados, en la lejana costa de la eternidad, se hallara su otra hija, Lucile, esperándolo. Pensar en ello le hizo considerar la otra posibilidad, llenándole de un sentimiento que no podía identificar.
—Déjanos a nosotros los mantos sagrados —le exigió Nenya el día de ayer.
—Encárgate de ese proyecto tuyo y déjanos trabajar —añadió Fjalar entonces.
Esa fue la última vez que les vio. Por supuesto, trató de seguirles la pista, localizándolos en la mansión de Adrien Solo. Pero allí desapareció aquel par de santos de bronce, y desde luego Kiki no estaba tan loco como para indagar en la vida del avatar de Poseidón, así que desconocía qué se proponían sus últimos discípulos.
«Morirse, como todos —se dijo Kiki, sombrío—. Solo yo, sobrevivo, al parecer.»
Oyó de nuevo las palabras de Nenya y Fjalar, con voces más dulces que las que recordaba haber escuchado. Intuyó en ellas preocupación, miedo y acaso amor de unos hijos díscolos para un padre no muy bueno. Un padre terrible, de hecho.
De pronto, pensó que ya que estaba vivo, bien podría dedicarse a hacer algo de provecho. Nada muy exagerado como salvar el mundo, solo pequeños detalles.
—Es un idiota —soltó Kiki, dando una palmada en el hombro de Tomomi—. Tu novio, digo. Ni siquiera te ha mirado al decirte que se va.
—Gestahl nunca fue nada mío —dijo Tomomi, sonriendo—. Gracias, de todas formas. Creo que me centraré en mi investigación por ahora. Ya habrá tiempo para los hombres.
—Bien dicho. ¿Nos ponemos manos a la obra?
—¿Te ofreces a llevarme?
—Nunca he sido parte de una teletransportación —confesó Ludwig, dirigiendo una rápida mirada hacia donde había aparcado el jet—. ¿Podrías llevarme a mí también?
El grupo de caballeros negros llegó hasta Munin justo después de que aquellos tres desaparecieran, pero no era a quien se dirigieron, sino al antiguo líder de una orden que estaba por desaparecer, ya fuera por recibir asilo de Bluegrad, si Alexer despertaba, ya por ser absorbida por la Guardia de Acero según el plan de Ludwig von Seisser.
—Su Santidad —dijo Soma, de menor rango que los otros cinco, mas no menor entrega—. ¿Nos permitiríais acompañaros en vuestra cruzada?
—Todos los santos de Atenea sois bienvenidos a ella —contestó Gestahl, a lo que Kanon de Géminis asintió—. Tendremos nuestra venganza, os lo juro.
Los seis oficiales de Hybris asintieron, entusiasmados, mientras que Nicole cabeceaba en sentido negativo. Folkell carraspeó, atrayendo la atención de Gestahl.
—Bluegrad no puede permitirse enviar más hombres. Nuestro rey, la capitana de los guerreros azules y su mano derecha están en una situación muy grave.
—Lo sé, Lord Folkell. No pensaba pediros más ayuda de la que ya habéis prestado.
—No lo digo por eso.
—Lord Folkell, si pasa lo peor, serías vos quien regiría Bluegrad. No puedo permitiros partir conmigo, de ninguna manera.
—¡Ni yo mismo puedo hacerlo! Para proteger la Ciudad Azul, para convivir con sus gentes, abandoné a mis amigos y a mi señor. Es por eso que mi corazón arde en deseos de venganza. Contra Fobos de Marte, Caronte de Plutón y todos los Astra Planeta. Es por eso que os pido, Sumo Sacerdote, que lo matéis. Que matéis a ese bastardo.
—Tal es mi intención, Lord Folkell. Y también mi deseo.
El triunvirato se separó de Gestahl Noah y Kanon de Géminis, listo para atender los ruegos y preguntas de los Mu y los telquines, hasta ahora espectadores de la reunión. En el nuevo mundo que estaba por prepararse, era fundamental decidir cuál sería el papel de aquellas razas, incluso si era intención de las tres cabezas de la alianza el permitir que se auto-gobernaran, de momento lejos de la presencia de cualquier nación. Las ninfas, más interesadas en ese asunto que en lo discutido con anterioridad, decidieron permanecer un rato más en tan decisiva asamblea. Ellas jugarían un papel crucial más adelante, como puente entre el mundo actual y el de la era mitológica que representaban aquellos magos y aquel pueblo telépata, sobre todo una vez se revelara lo que ni el propio Munin de Cuervo Negro quería decir de forma directa: él había propuesto su plan, delante de los Mu y los telquines, porque iba a necesitar de ellos para llevarlo a cabo con corrección. Un solo hombre no podía controlar con sus pensamientos todo un planeta. Necesitaba ayuda, algo que el triunvirato no tardaría en descubrir.
A Kanon de Géminis, en todo caso, ese asunto no le concernía. Desapareció de la isla del mismo modo que aterrizó, mientras que Gestahl avanzó hacia las sombras seguido por los seis caballeros negros. No pensaba mirar atrás, pero una voz le detuvo.
—Viejo —dijo Munin.
—¿Sí? —dijo Gestahl Noah.
—¿Podré redimirme algún día? Por no haberla salvado.
—Esa es una pregunta que solo puedes responder tú mismo, hijo mío.
Munin asintió. Después, quiso decir algo, alguna frase ingeniosa, pero la garganta se le secó de pronto y solo pudo ver en silencio cómo Gestahl y los demás desaparecían en la profunda oscuridad que fue su hogar desde el día en que Ethel murió.
—Protege el mundo de las Guerras Santas, Viejo. Ya nos encargaremos nosotros de cuidar del otro, para que ningún dios vuelva a bajar a destruirnos.
Recordando cierta conversación con Makoto de Mosca, Munin de Cuervo Negro sonrió. Acto seguido, avanzó hacia el triunvirato, predispuesto a ayudar del modo que fuera.
