Capítulo 173. Náufragos de la esperanza
La tripulación del Argo Navis pudo escapar a la devastación ilimitada que Azrael había desatado. Fue una ironía del destino, en opinión de Shaula de Escorpio, que la senda que Akasha trataba de crear entre el Santuario y los mares olvidados pudiera servirles en el último momento, gracias a las prodigiosas habilidades de Arthur.
El paso por aquel túnel en el espacio-tiempo no estuvo exento de sorpresas. Alcioneo abordó el barco de improviso sin que nadie tuviera fuerzas ni ánimos para enfrentarlo. Por fortuna, el gigante nada tenía que ver con el ejército de Zelo, no les guardaba rencor por la desaparición de Hiperbórea. Lo que sí tenía, empero, era un enfado mayúsculo, pues lo que fuera que cortó la comunicación con Akasha, le hizo perderse en el agujero de gusano que esta estaba creando para alcanzar a lo que él describía sin descaros como un barrendero olímpico al mando de un montón de carne de cañón. Durante todo ese tiempo había estado vagando en medio de la nada, hasta que sintió el paso del Argo Navis como un faro de luz en el horizonte. Después, solo tuvo que avanzar.
—A puñetazos —exageró Alcioneo—. Bien, ¿dónde están mis enemigos? Tengo que salvar a un hombre de ellos, ¿Ban de León Menor se llamaba?
Nadie tenía ánimos para responderle. Alcioneo, por su lado, no entendía nada de nada, excepto que la mujer que pretendía ser su esposa estaba triste. Extrajo una manzana del saco que había llevado desde Hiperbórea y le ofreció un trozo.
—Prefiero la carne —dijo una agotada Shaula, negando con la cabeza.
—Nadie es perfecto.
Con un encogimiento de hombros, Alcioneo devoró el pedazo de fruta de una sola vez. Ese simple intercambio fue todo lo que se escuchó hasta que el barco llegó hasta unos turbulentos mares olvidados. Y también cuando estos se calmaron de forma súbita, revelando con toda seguridad la muerte de Azrael.
A la mañana siguiente, o al menos lo que los santos, disciplinados como eran, sentían que era la mañana, subieron a la cubierta para preguntar a Arthur cuándo iban a regresar. Lo hicieron en desorden, incluso Shaula fue sola, sin la compañía de los hasta el momento inseparables Mithos y Subaru. Todos obtuvieron la misma respuesta negativa: Arthur no podía explicarse por qué, más allá de hacer algunas conjeturas, pero el barco se negaba a obedecerles. Esta situación, que debería haber preocupado a todos, no causó demasiado impacto. Si acaso, algún comentario locuaz de Emil y Subaru sobre lo afortunados que eran de tener un saco de comida para gigantes a mano. No es que lo necesitaran en ese momento —ya en la época de entrenamiento debían seguir un régimen espartano, carente de lujos a la hora de vestir, comer y vivir— sino que el hambre y la sed no augurarían un futuro aceptable, como solía decir Subaru.
La mayoría no tenía tiempo de tener tan buen humor. Mientras Orestes ya había despertado, recuperado de haber cedido sus fuerzas a Akasha como compensación por sus faltas en la batalla con Titán, Hugin y Sneyder no hacían sino empeorar. Shaula había puesto tanto empeño en desarrollar una técnica infalible, la Muerte Roja, que lo acabó logrando al punto de ser incapaz aun ella misma de curarla, y Sneyder no dejaba que Subaru siquiera se acercara al camarote en que descansaba. El santo de Cuervo no fue tan orgulloso, pero la herida que Zelo le había infringido no podía sanar y en cada descuido volvía abrirse, habiéndose perdido mucha sangre en las últimas horas.
Sin saber bien qué hacer, Shaula tuvo que acudir una vez más al hombre que había encubierto por la más vergonzosa de las razones: para que los demás pudieran salvarse. Golpeó la puerta del camarote destinado a Libra. La puerta, que estaba entreabierta, se movió como impulsada por un fuerte golpe de viento, revelando al Juez escribiendo un manuscrito, de lo más tranquilo, sentado frente a un escritorio.
Shaula iba a decirle algo, dando airados pasos hacia el frente, cuando vio una flecha partida en dos en la mesa. Una flecha dorada.
—La Maldición de Apolo tiene tres usos, uno por cada cíclope. A la tercera vez, el santo de Flecha muere de forma súbita. Requiere autorización papal —explicó Arthur.
—Se lo has contado —dijo Shaula. No era una pregunta.
—Emil vino a mí con una idea bastante audaz. Al parecer, Alcioneo resguarda la comida que trajo desde Hiperbórea en uno de los camarotes. Emil cree que si eres amable con nuestro polizonte, todos podrán comer.
—Emil es un idiota. Ya lo sabes.
—Un santo de Atenea no puede permitirse serlo hasta ese punto. —Sin dejar de escribir en ningún momento, Arthur miró de reojo la flecha partida—. No esperaba que aún le quedara tanto odio en el corazón. Me sorprendió.
—Ahora se lo dirá a todos.
—¿No es lo que querías? Pensé que estabas cansada de mentirles.
—Querrán matarte —advirtió Shaula. Por un momento sonó preocupada, pero tal matiz desapareció por completo de su voz al continuar—, y yo no te ayudaré.
—No es necesario. Nadie en este barco es un peligro para mí. Juntos o separados.
El afamado santo de Libra no iba cubierto por el manto sagrado, que se hallaba en un cofre metálico con la balanza de la justicia en relieve, situado en una de las esquinas del cuarto. No tenía más protección que un largo abrigo marrón tapándole el resto de la ropa, ni más arma que una pluma siempre unida al papel en el que no dejaba de escribir con el más absoluto detenimiento. Aun así, Shaula estaba convencida de que no podría vencerle; la Muerte Roja sería tan peligrosa para él como lo había sido para Sneyder, pero jamás podría alcanzar a aquel hombre.
—Ya que no podéis comprender que era necesario detener ese plan —prosiguió Arthur—, al menos tratad de aceptar esta realidad.
—¿Era necesario hacer que Akasha muriera a manos de Azrael?
—Azrael descubrió lo que implica ser manipulado para lograr un bien mayor con el que no está conforme —expuso Arthur, ignorando cómo Shaula apretaba los puños y los dientes—. Tuve que prepararme para el peor de los escenarios posibles, en el que Lucile nos manipulaba a todos. Ordené a Azrael que asesinara a quien estaba detrás del Ocaso de los Dioses queriendo creer aún que esa persona no era Akasha.
—¡No te justifiques! —exclamó Shaula—. Por los dioses, ni siquiera pienses en justificarte. Haz lo que quieras, sé tan inhumano como quieras ser, pero no trates de justificar lo que hiciste delante de mí.
La distancia que separaba a Shaula de Arthur no era lo bastante pequeña como para representar lo cerca que estaba de desear asesinarlo. Sin embargo, el Juez no le dirigió siquiera la mirada hasta que al fin terminó de escribir. Mientras dejaba a un lado la pluma y juntaba y ordenaba los papeles, soltó un suspiro.
—Esa furia tuya es una mentira.
—¿Qué?
—Tu furia es una mentira —repitió Arthur—. ¿Cuántas veces hablaste con Akasha mientras entrenabais bajo la tutela de Hyoga y Lesath?
—Apenas nos conocíamos entonces. El señor Hyoga intentó enseñar a Akasha el arte de la congelación mientras yo heredaba la técnica de la Aguja Escarlata a través de Lesath, que compitió junto a Milo por el manto de Escorpio décadas atrás.
—En esa época, cada semana recibía una carta suya. Me hablaba del frío que sentía en las estepas siberianas, de lo inferior que se sentía a cierta compañera de entrenamiento que no quería hablar con ella porque no deseaba otra cosa que hacerse más y más fuerte, a pesar de ser una niña. —Con un ademán, Arthur frenó el intento de Shaula por intervenir—. Y antes de eso, cuando Akasha entrenaba con Seiya junto a Makoto, hablábamos cada semana sobre la diferencia entre nuestros maestros. Akasha era muy buena memorizando, gracias a algunos trucos que le enseñó… —Cabeceó de un lado a otro—. Pero las enseñanzas de Seiya consistían en olvidar lo que tanto se esforzó en aprender, de seguir lo que dictaban su corazón y su instinto para darlo todo en la lucha. A ella le confundía tanto ese cambio de paradigma, que nunca llegó a ponerse al día y acabó en manos de Ikki, librando duelos con Sneyder en la isla Reina Muerte. También me habló de ese lugar, aunque muy pocas veces; no llegan muchas cartas desde la isla más cercana al infierno, como comprenderás. No obstante, cada vez que ella dudaba, me lo hacía saber porque confiaba en mí. No fui todo lo amable que debería ser un amigo ni todo lo duro que debería ser un verdadero santo de Atenea, la guié para que siguiera intentándolo, le sugerí al Sumo Sacerdote, mi maestro, que la sacara de Reina Muerte y la enviase a otros campos de entrenamiento, donde chicas más jóvenes entrenaban.
—Yo no sabía nada de eso…
—Supe de la admiración que sintió por Shun, de que respetaba al sabio Shiryu de Dragón tanto o más que al Sumo Sacerdote, de que en Jamir era feliz, verdaderamente feliz. —Arthur cerró los ojos, frunciendo el ceño. Al volver a abrirlos, contrario a lo que Shaula esperaba, no estaban húmedos ni temblaban, seguían devolviendo una mirada tan dura y fría como siempre—. Estuve pendiente de Akasha durante todo ese recorrido mientras la mayoría ni siquiera la miraba. Emil se unió a ella hace tres años por un enamoramiento platónico. Su furia, su odio, es tan falso como el tuyo, Shaula.
El dominio que Arthur tenía sobre la gravedad no habría podido someter a la santa de Escorpio a un peso mayor que el de aquellas palabras. Cabizbaja, cuestionó:
—¿Y crees que eso te justifica? ¿Esperas que nadie juzgue todas tus acciones?
—El nuevo Sumo Sacerdote tendrá ocasión de juzgarme, si no es que lo hace la misma Atenea. —Tomó los papeles que había escrito, otorgándoselos a Shaula: era un informe detallado sobre todo lo que había ocurrido durante aquel viaje, incluida la verdadera razón detrás de la muerte de Akasha y Azrael—. No puedo asegurar que vayamos a regresar a la Tierra. Tengo el presentimiento de que Azrael ha causado tal caos en los mares olvidados que nos haya condenado a no encontrar nunca el camino a casa. Sería una buena forma de vengarse de mí aun después de muerto.
—Serás recordado como un criminal, Juez —sentenció Shaula al terminar de leer—. No como un mártir. No dejaré que escapes de esto.
—Lo sé. Me alegro de que estés con vida, pues estoy seguro de que hablarás con la verdad cuando llegue el momento. Eres el único testigo.
—Sneyder aún vive.
—Sí —convino Arthur—. Tienes mucho que aprender de él.
—No deseo aprender de ninguno de vosotros.
—Aun así, debes hacerlo. No burles la memoria de alguien a la que solo tomas en cuenta cuando su vida peligra. Para ti, Akasha no es más que una compañera que crees que murió injustamente. Para mí, Akasha era mi hermana menor, una ingenua, idealista y valiente niña de Rodorio a la que no supe guiar antes de que se corrompiera —lamentó—. Aquí soy el único que tiene derecho a sentir rabia y odio hacia mí mismo. A los demás, como Sneyder, solo les queda elegir entre la justicia y la hipocresía.
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Meses atrás, la división Andrómeda se había reunido en aquel cuarto para probar el Ojo de las Greas. Al entrar, Emil no pudo encontrar a ningún miembro del grupo junto al que había realizado tantas aventuras.
Primero se había retirado Makoto para proteger la Tierra, llevándose también a Soma y Munin. Por lo que el santo de Flecha sabía, tanto podían seguir luchando como haber muerto; no tenía forma de saberlo, por mucho que quisiera creer que seguían vivos. No era ese el caso de Shun, que cayó combatiendo al líder de los Astra Planeta, ni de June, que tuvo la dicha de morir como una heroína, en la ignorancia, ni de Akasha…
—Maldita sea —gruñó Emil, mirando a todos a los que había podido reunir. Mithos y Subaru, siempre juntos; Hugin, en tan mal estado que ni reía, ni hablaba siquiera. Hasta Orestes estaba allí, aunque en completo silencio—. Tenemos que matarlo.
El Juez no había tenido el menor atisbo de piedad o consideración a la hora de contarle lo que había sucedido en realidad con Akasha. Por supuesto, Arthur no había estado presente, pero había sido él quien usó el Satán Imperial sobre Azrael, sabía lo que había ocurrido y aun así lo omitió, ¡todos lo omitieron, hasta Lucile y Shaula! Y el viejo Ban, lanzándose como un kamikaze, como un samurái creyendo que estaba vengando a su señora. Le repugnaba el solo hecho de pensarlo.
Nadie dijo nada al principio, por lo que Emil abrigó esperanzas de que en cualquier momento Kiki aparecería trayendo a todos consigo, jurando que todo había sido una de sus bromas de mal gusto. Hasta pudo imaginarse a Azrael y Makoto discutiendo por algo sin importancia y a Akasha empeorando la situación al tratar de arreglarlo.
—Arthur nos vencería —advirtió Subaru, rompiendo el silencio—. No suponemos un peligro real para él en este momento.
—¿Le dijiste lo mismo a esa…?
—Mide tus palabras —se adelantó Mithos, que en el espacio de un instante pasó de una mirada preocupada a una severa—. No creas que puedes insultar a lady Shaula mientras ella no está, santo de Flecha.
—Lo cierto es que no le dije nada —aseguró Subaru—. Vi lo que ocurriría si Shaula les decía la verdad antes de que nos fuéramos de ese lugar, pero decidí permitirle elegir y eligió bien. De cualquier otra forma, todos habríamos muerto. Hasta tú debes saberlo, ¿cierto? Sin Arthur, jamás habríamos llegado a los mares olvidados.
—Ya estamos en los mares olvidados —apuntó Emil, guardándose para sí todo lo que opinaba de alguien que veía el futuro y ayudaba tan poco—. Ahora podemos matarle.
—¿Y qué hay del Ocaso de los Dioses? —cuestionó Hugin de pronto.
—No estamos hablando de eso…
—Sí que estamos hablando de eso —corrigió Hugin—. Pretendes enfrentar a un santo de oro por haber orquestado el asesinato de la Suma Sacerdotisa. Bien, no te falta razón, la legítima representante de Atenea en la Tierra tenía derecho a ser juzgada antes de que se tomaran tales medidas. Sin embargo, hubo una razón por la que se actuó de ese modo: el Ocaso de los Dioses. Me sorprendió que no nos ocultaras ese plan al hacer que nos reuniéramos, eso habla bien de ti y de tu causa, siempre que estés dispuesto a juzgar a todos con la misma vara, santo de Flecha.
Emil dio un débil golpe en la mesa. Lo cierto era que no había pensado demasiado las cosas antes de actuar y ahora se arrepentía tanto de contar lo que Arthur le dijo sobre el plan de Akasha y Lucile como de traer a Hugin a ese lugar. Buscó apoyos, sin hallar a ningún compañero; solo santos de plata confundidos y un caballero taciturno.
—Como un hombre de guerra —empezó a hablar Orestes al sentirse observado—, entiendo el temor que Acuario y Libra sintieron por ese plan. No es algo fácil lidiar con la manipulación de las emociones a tal escala. Si os sirve de ejemplo, pensad que alguien os obligase a admirar a quienes ahora odiáis, imaginad que de forma súbita creéis que lo que hicieron es lo correcto y merecen todo vuestro apoyo.
—A mí no me miréis —pidió Subaru—. Desconozco que habría pasado si ese plan se hubiese llevado a cabo —aseguró, con tanta sinceridad que nadie en la sala pudo dudar de él. Mithos, en silencio, entendió lo que el japonés no decía: en todo futuro en el que le Ocaso de los Dioses sucedía, Shaula no estaba viva.
—Me da miedo dejar de controlar mis propias emociones. Dioses, me daba miedo Lucile —reconoció el santo de Escudo—. Pero creo que lo habría aceptado —añadió, sacando de Hugin una mirada de espanto a la vez que Subaru asentía. Mithos no veía el futuro, así que no podía guiarse por algo más que su propia forma de pensar—. Ni siquiera estoy seguro de que sea algo malvado ayudar a la gente a sentirse un poco mejor. Y hacer que el poder implique no tener libertad… Me parece mejor a que muchos no sean libres por unos pocos que usan mal el poder que tienen. Es lo que creo.
A Emil le pareció que el corazón se le salía del pecho al imaginar que podía tener un aliado en el más fuerte de los santos de plata.
—¡Claro que sí! Si era un plan de Akasha, no podía ser tan malo.
—Sí que eres imbécil, santo de Flecha —terció Hugin—. Piensa en lo que te dijo el caballero, ve la otra cara de la moneda antes de decir algo de lo que podrías arrepentirte. ¡Ponte en el lugar de la gente a la que juzgas desde tu cómodo asiento!
De un momento para otro, las palabras dejaron de ser suficiente para ambos santos de plata. Emil lo apuntó con el brazo, mientras que Hugin adoptaba una postura de combate. Mithos, Subaru y Orestes se limitaron a observar.
—La única razón por la que no mato a tu amo es porque no soy tan despreciable como para ir a por un moribundo.
—Je, da gracias a los dioses de que el señor Sneyder necesite descansar —rio Hugin—. Y créeme que aun en ese estado te mataría antes de cruzar la puerta.
—Eso se le da bastante bien. Matar a sus compañeros.
—Es lo que significa servir a la verdadera justicia, que no está manchada por las emociones humanas. Je, ¿no te das cuenta? Tú odias al Juez mientras que el señor Sneyder no odia a Akasha. Yo mismo le serví de apoyo para llegar hasta el cadáver de nuestra Suma Sacerdotisa y otorgarle un ataúd incomparable, eterno, cuando vuestra única opción era arrojarla a estas aguas antes de que empezara a descomponerse.
—¿Crees que me importa lo que haga con los muertos quien nada hizo por los vivos?
—El señor Sneyder hizo más por los vivos en este viaje que tú en toda tu vida.
Por largos minutos, los espectadores creyeron que la batalla sería inevitable. Sin embargo, al final ambos bajaron los brazos y se volvieron, cada uno por su lado. Antes de que Hugin cerrara la puerta, Mithos y Subaru le siguieron, abandonando la habitación. Solo uno se quedó con el embravecido Emil.
—Tengo mis reservas sobre ese plan —reiteró Orestes—. Soy un hombre de guerra, me resulta difícil de entender la forma en la que se vive en este tiempo. Mas mi deber era el de proteger a la Suma Sacerdotisa en este viaje.
—Pues te has lucido, caballero de la Corona Boreal. Te has lucido de verdad.
—Lo que quiero decir es que si deseáis vengarla, podéis contar conmigo —dijo Orestes, avanzando a un inmóvil y callado Emil—. No debo ninguna lealtad a Libra. Y el poder de mis compañeros caídos fluye por mis venas.
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Mithos y Subaru buscaron a Shaula por todo el barco, rehuyendo tanto el cuarto en que se habían quedado Emil y Orestes cuanto el camarote de Arthur. Al final acabaron encontrándola por casualidad cerca de la habitación destinada a Escudo.
Lo último que Mithos habría esperado fue ver a la ninfa golpear la cara de Subaru, quien fue el que lo había guiado hasta allí.
—Tú lo sabías —dijo Shaula, presionando el pecho del santo de Reloj hasta que este quedó pegado a la pared. Le dio otro puñetazo al ver que no respondía, manchando de sangre los nudillos dorados—. ¡Tú lo sabías todo! ¡Sabías que Akasha moriría! ¡Sabías que Azrael moriría! ¡Sabías que mi padre moriría!
—¡Basta, Shaula! —pidió Mithos, agarrando el fuerte brazo de la ninfa justo antes de que un nuevo golpe terminara de romper la nariz de Subaru, que cayó al suelo sin oponer resistencia—. ¡Lo va a matar si sigue así!
Shaula lo apartó con brusquedad, haciéndole trastabillar. Luego miró a Subaru, sentado junto a una pared con la cara hinchada, roja y morada. No le reprochaba nada, claro, pues ya había visto —si no es que escogido— esa escena. Hasta lo ocurrido en la Esfera de Marte, la ninfa no había terminado de concebir lo terrible que podía llegar a ser la habilidad de ver el futuro, así sea el de una única persona.
—No has tartamudeado —dijo Shaula, de pronto, dirigiéndose al extrañado Mithos—. Me llamaste por mi nombre y no tartamudeaste.
—Sí… bueno… yo…
—Ven. —Veloz como la luz, Shaula agarró el brazo de Mithos con mucha más fuerza de la que este había usado para detenerla; el santo de Escudo parpadeó varias veces, sin saber qué decir—. Vamos.
—Eh… Subaru…
—¡Él no puede venir!
—¿P-Por qué? —preguntó, lamentando que de nuevo le temblara la boca. Imaginó que tenía el rostro enrojecido—. No entiendo.
—Te necesito —soltó Shaula con voz quebrada, empezando a arrastrar al griego—. Te necesito. Por favor, vámonos.
Por el espacio de un instante, Mithos creyó ver más allá de la máscara. Relajó el cuerpo, dejando de ofrecer resistencia, dispuesto a ayudar a aquella joven en todo lo que le fuera posible. Solo dudó un segundo cuando vio cómo Shaula abría la puerta y la atravesaba, aún sujetándole de la mano con fuerza. Empezó a entender y de algún modo sintió miedo, miedo de no poder dar paz al caos emocional que era el corazón de la ninfa. Pero la santa de Escorpio no permitiría que nadie más cayera derrotado por el miedo. De un tirón atrajo al griego a la estancia, cerrando después la puerta.
Al escuchar, aún pegado a la pared, cómo piezas metálicas —una máscara, corazas, brazales, perneras…— caían al suelo, Subaru sonrió.
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El santo de Cuervo tardó más de lo normal en llegar a donde se dirigía, en parte por miedo, aunque no se engañaba: la herida del ángel se había abierto, la sangre bajaba por las grietas del maltratado manto de plata. Si no lo trataban, moriría.
—No puedo volver a allí —masculló Hugin, orgulloso—. Tengo que hablar con el señor Sneyder y prevenirle de ese nido de víboras. Sí, eso debo hacer.
Así había hablado porque así pensaba, lo que no hizo menos claro que al estar frente al camarote de Acuario, se quedó clavado al suelo como una estatua. De repente, la mano le pesaba más que el mundo, no podía levantarla para llamar a la puerta, y eso alimentaba una excusa de lo más absurda: entrar sin llamar no estaría bien; se quedaría haciendo guardia por si Emil, como todo santo de Flecha en la larga y agitada historia del Santuario, faltaba a su palabra y venía a vengarse.
Pasaron los minutos sin que se notara el menor movimiento o sonido en las cercanías. Los párpados de Hugin dejaban de obedecerle, cayendo traviesos así como la sangre seguía fluyendo, gota a gota, desde la herida.
Cuando la puerta se abrió tras del santo de plata, este casi dio un salto.
—¡Señor…!
El saludo se quedó colgado en el aire, la boca de Hugin no terminó de cerrarse. El hombre que tenía enfrente era, sin lugar a dudas, Sneyder. Solo un hombre como él podría estar en pie, firme y regio, estando al mismo tiempo tan demacrado. Las mejillas hundiéndose, el único ojo sano ahora sin brillo, el cabello ahora con más hebras blancas que negras, el cuerpo —en especial los brazos y las piernas— delgadísimo. Y eso solo era el exterior, pues según Shaula llegó a explicarle, la Muerte Roja tanto podía matar al sujeto como hacer que todo su cuerpo se volviera en su contra, en caso de que no muriera pronto. Un santo de oro podía ofrecer resistencia, siempre que tuviera una razón de peso para hacerlo, algo que alimentase el fuego de Prometeo que habita en el corazón de todos los siervos de la diosa, a la par que el alma y el cosmos: la voluntad de los seres humanos, capaz de permitirles obrar milagros, hacer lo imposible.
La razón por la que Shaula trataba de mantenerlo vivo escapaba al entendimiento de más de uno en el Argo Navis. Según le había confesado al santo de Cuervo —quien decidió creer cada palabra—, la Muerte Roja había caído sobre Sneyder mientras Shaula era marioneta de Lucile, y ella haría todo lo posible por repararlo.
—¿Tienes algo que decir, Hugin? —cuestionó el santo de Acuario. La voz gélida, sin el menor temblor, como siempre.
—Emil podría venir por aquí, puede que le acompañe el caballero del Hijo, no estoy seguro. ¡Debemos estar preparados para lo peor!
—¿Tienes algo que decir, Hugin? —repitió el santo de Acuario, al que tales palabras, por mucha que fuera la convicción del santo de Cuervo, no le convencían.
—Yo… —Un escalofrío recorrió la espalda del santo de Cuervo, semejante a la sensación que tuvo al ver el cadáver de Akasha. Tembló desde los pies a la cabeza, los ojos se le humedecieron y en una mente caótica oyó fieros reproches de su yo más joven, que graznaba más que hablaba: ¿por qué él estaba así por perder un poco de sangre? ¡Sneyder estaba allí, había dejado de descansar solo para ver qué tenía que decirle!—. Yo no… Yo… Yo no apruebo lo que hicieron, señor Sneyder.
Finalmente pudo decirlo, costándole las fuerzas que lo mantenían de pie. Se puso de rodillas, avergonzado por las lágrimas que le recorrían el rostro. ¿Por quién lloraba? ¿Por la mujer a la que había despreciado durante más de cinco años o porque él mismo estaba siendo débil, pusilánime, al igual que Emil de Flecha?
—Discúlpeme, yo… Yo debería…
Esperó unos segundos. Como no hubo respuesta, empezó a levantarse, volviendo a ver el casi blanco, frío y despiadado ojo de Sneyder, que lo miraba desde arriba.
—Dime, Hugin. ¿Sirves a la justicia?
El santo de Cuervo siguió levantándose con la boca entreabierta. Tantas veces había respondido a aquella pregunta en menos de medio segundo que le sorprendió tardar un largo minuto en siquiera ponerse de pie, pensar, reflexionar sobre la magnitud de una palabra que había llevado a los hombres por una infinidad de caminos, todos distintos.
—Sí —contestó, por primera vez, pensando en sí mismo, no en aquel a quien se dirigía, que ahora le dedicaba un gesto de asentimiento.
—Entonces, está bien.
Dejando tras de sí la puerta cerrada, Sneyder volvió a la cama. Hugin, que oía el lento y cansado paso del guerrero, se juró no volver a decaer. Haría guardia hasta que volviesen a casa y hallasen una cura. Sí, eso es lo que haría.
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Una hora después, solo había dos personas despiertas en el Argo Navis, atravesando el pasillo en busca del camarote de Escorpio, donde Alcioneo se había apalancado con el saco de comida y exigencias sobre un matrimonio que no le importaba a nadie más que a él. Ni a Emil ni Orestes les importaba, desde luego, y tampoco iban en busca de saciar el hambre o la sed con las manzanas, el agua y el vino que el gigante resguardaba. Ellos solo querían un aliado más, alguien capaz de matar a un ángel del Olimpo.
El destino quiso que en el camino pasaran por el camarote de Acuario, custodiado por un único hombre. Un guerrero de pelo rubio y corto, nariz ganchuda y manto quebrado, a medias plateado y carmesí. Estaba sentado bajo el pomo de la puerta, con una expresión de serenidad que heló el alma de Emil.
—¿Hay alguien en esa habitación? —preguntó Orestes.
—Ya no —dijo Emil, con un estremecimiento paralizándole las piernas, hacía un momento tan fuertes y seguras—. Si hubiera alguien, Hugin nos estaría echando a patadas. Orestes, ¿puedo preguntaros algo?
—Podéis hacerlo, Flecha.
—Si lográramos matar a Arthur, ¿me sentiría aliviado? —cuestionó al saber al caballero parte de una sangrienta venganza en contra de su propia madre—. ¿Serviría de algo?
—No os daría paz a vos ni a nadie en este lugar. Tampoco a los muertos, ellos ya no están en el mundo de los vivos y en nada les importa lo que ocurra. La razón que nos impulsa a buscar la muerte de alguien debe ser la justicia, no por los que ya no están ni por nosotros mismos, sino por los que vendrán después de nosotros.
—Justicia, ¿eh?
Atragantado, Emil volvió a pensar en todos los miembros de la división Andrómeda. Esta vez se acordó de Lesath, la oveja negra del grupo, quejándose todo el rato de lo pesado que era Sneyder con cierta pregunta sobre aquella vaga, abstracta idea.
Ahora ahí estaba, viendo al único santo que quiso creer en esa frase y el hombre que estaba detrás, defendiéndola con una espada de hielo, del todo implacable. Al ver allí a Hugin, Emil dejó de creer que tuviera la más maldita idea de lo que era la justicia.
Notas del autor:
Si bien me he limitado a delimitar esta historia por arcos, a la hora de editar tuve presentes tres bloques. El primero, desde el primer capítulo hasta el número cien, abarca la guerra entre vivos y muertos. El segundo, que cubre los arcos Saturno, Júpiter, Marte y Tierra, trata la embajada de paz del Santuario, que ya sabemos cómo acabó. El tercero comienza con el siguiente volumen, Venus, el comienzo del fin de esta obra, que espero que deje satisfechos a todos los que seguís conmigo. ¡Muchas gracias a todos!
Como es costumbre, antes del cambio de arco, me tomaré un descanso, pero para que la espera no se haga muy larga, en medio espero publicar el interludio Tierra. ¡Estad atentos, porque será muy importante para los próximos acontecimientos!
Shadir. Sí, me confieso culpable, activé la carta trampa de: «La batalla fue tan, tan loca, que ni siquiera puedo describirla, pero así acabó.»
Es una elección de palabras muy afortunada, porque entiendo que el modo en que estos personajes deciden el curso que va a seguir el mundo puede recordar a todas las historias sobre Los Iluminati y semejantes. Después de lo dicho y ocurrido en Marte, no podía decantarme por un futuro para la Tierra que satisficiera a todo el mundo. ¡A pesar de que escribir de Saint Seiya es la excusa perfecta para tener un final así! Eso también es culpa mía, tiendo a complicarme mucho y así es como llegamos aquí.
Hubo una guerra, hubo una embajada de paz y ahora otra guerra. ¿La Última Guerra Santa, o acaso el título fue todo el tiempo un engaño publicitario? Por el bien de la humanidad, esperemos que no sea el caso.
