Interludio – Tierra
A través de un mar de agua amarillenta, mal llamado río, una barca avanzaba, tal y como había ocurrido desde siempre. Una capa de niebla se adhería a la madera, ya vieja en el tiempo en que fue creada, así como al Barquero, alto y misterioso ser siempre cubierto por prendas oscuras, con la cabeza oculta bajo una amplia capucha. Cada vez que el remo hendía las enfermizas aguas, acababa trayendo consigo algunas almas desdichadas, anhelando volver a tener la oportunidad que alguna vez desecharon. Entonces, el Barquero las devolvía a donde pertenecían con una completa indiferencia, sabiendo que el destino de ese viaje eran más almas, más saltos desesperados desde la barca en un vano intento de negar la propia muerte. Más molestias.
Él era hijo de la Noche, hermano por tanto de la Muerte, el Sueño, la Venganza, el Destino y otros muchos seres a quienes aun los dioses del Olimpo tenían en alta estima. Se decía que hasta Eros, el Amor, era hermano suyo. Él no tenía una labor tan fundamental en el orden natural de las cosas, solo guiaba las almas de los muertos hasta el juicio final que a todos correspondía recibir, de esa forma tenía la oportunidad de sustituir el silencio del reino de Hades con historias. Algunas eran aburridas, como invitándole a tirar el remo y echarse a dormir en la mitad del trayecto, cosa que nunca había llegado a hacer; otras, en especial las de los héroes, llenas de valor y tragedia a partes iguales, llegaban de interesarle a tal punto que se olvidaba de que tenía un remo en las manos. Y al final estaban las más insólitas, de seres humanos tan bondadosos que sin duda conseguirían acceder a los Campos Elíseos, el lugar al que él podría ir a descansar en cuanto todo acabase. La Tierra, los humanos, el universo. Todo.
Las últimas almas que tuvo que guiar no le aburrieron, tampoco le dieron historias interesantes o enternecedoras. Lo único que le provocaron fue un repentino resentimiento hacia la inmortalidad, la suya, por supuesto.
Primero fue una diva, hermosísima para los hombres, igual que cualquier otra para el Barquero. Desde la costa hasta el palacio del rey Minos no dejó de cantar a viva voz. Fue un viaje de lo más molesto, pues las almas del río no paraban de venir para escuchar, teniendo la osadía de intentar subirse a la barca desde todas direcciones. ¡Nunca había tenido que trabajar tanto! Y no mentiría diciendo que era uno de los seres más trabajadores que habían existido, no como un dios manteniendo el equilibrio del universo, sino como un barquero, remando siempre, sin quejarse. Cuando la dejó en tierra, dio gracias a los dioses, pero siguió escuchándola durante mucho, mucho tiempo después de eso. La canción de esa mujer debía haber llegado a todos los rincones del infierno, si no es que fue más allá, hacia el mundo de los vivos que ahora luchaban una nueva guerra, para no variar, contra Fobos de Marte.
El siguiente pareció una respuesta a sus plegarias, pues era la encarnación misma del silencio y la apatía. No dijo ni una sola palabra, no realizó más movimiento que subirse a la barca y bajar más adelante. No dirigió la vista hacia ningún lugar en concreto. Tener una estatua habría sido más agradable que viajar con ese gélido mortal que apestaba a Cocito, el río congelado del infierno en el que seguían aprisionadas las mil millones de almas que se cobró el diluvio hacía tiempo. Aún le daban escalofríos de recordar ese trayecto, por el que no había tenido mucha prisa para regresar. Ni siquiera había golpeado a los condenados del río, no demasiado, al menos.
La costa estaba atiborrada de almas, víctimas de la guerra que se estaba librando en la Tierra ahora mismo. El Barquero no recordaba tantos potenciales viajeros desde hacía décadas, pero no temió que todos se subieran al bote de una sola vez. Los humanos siempre necesitaban tiempo para decidir que estaban muertos. Algunos hasta tenían la desfachatez de quedarse como fantasmas en la superficie. Y luego de esos indecisos estaban los más cobardes, empujando a los más débiles hacia el frente cuando los veían confundidos por la llegada de una barca dirigida por un escalofriante encapuchado.
En esa ocasión le tocó a una mujer de largos cabellos castaños, ligeramente ondulados, y ojos grises. Vestía un traje semejante a los de los oficiales del ejército griego, solo que con un galón de lo más inusual, con el símbolo de Niké contra un cielo estrellado. Esa debía de ser la última imagen que la humana tuvo de sí misma antes de morir, aunque aún ni ella ni los que la empujaron eran conscientes de ello. Solo el Barquero podía ser consciente de la forma y la identidad de quienes transportaba. Si escrutaba lo suficiente, bastaba con extender la mano y una moneda aparecería sobre la palma.
—¡Akasha de Virgo! —susurró el Barquero, sorprendiéndole que un alma con tanto miedo en su corazón aceptara tan pronto la muerte—. Sube.
La ateniense dudó un segundo, solo uno. Miró hacia atrás en busca de alguien, aunque por supuesto no pudo identificar ni una sola de las almas que habían retrocedido. Pese a ello, se subió a la barca de un salto a la vez que la moneda se fundía en la vieja piel del Barquero. Este empezó a remar de inmediato, sin esperar a que nadie más se uniera.
No tenía tiempo para lo demás. No ahora.
Akasha era lo bastante consciente de su situación como para apreciar la ironía. Ella había jugado con el alma de Geist para que viajara en la barca antes de tomar la decisión y sonsacara información al Barquero. Ahora era ella quien se había visto empujada hacia la penitencia que llevaba mucho tiempo evitando, no antes de que tomara la decisión, sino antes de poder volver a ver a sus compañeros, una última vez.
Sobre todo quería volver a ver a una persona, como bien demostraban las luces que se iban liberando alrededor de la barca. Brillaban con gran intensidad, despejando la niebla y ahuyentando a los condenados del río. Y si se les ponía la suficiente atención, se agrandaban mostrando diversas escenas mudas. Eran la vida de Akasha, la odisea turbulenta de quien contra todo pronóstico quería servir a Atenea como los héroes de su infancia, sin importar el precio. Tres personas y un lugar apartado en el Himalaya determinaron la costosa victoria sobre el destino. Y como todos los que querían ser más de lo que debían ser, debió pagar un alto precio.
—¿Eres de las calladas, eh? —comentó el Barquero sin voltearse ni dejar de remar—. Ten un poco de piedad. Tendré que llevar a todas las almas que dejamos atrás tarde o temprano. Y créeme si te digo que ninguno tendrá algo interesante que contarme.
No hubo más respuesta que el sonido de la joven replegándose en el otro extremo de la barca. Estaba sentada, cabizbaja, con las manos sobre las rodillas juntas.
—Yo sí tengo algo que contar, pero… —Pausó unos segundos, como dudando. Los dedos, semejantes a patas de araña de lo largos que eran, se enroscaron al remo con gran fuerza—. ¿No quieres hablar de cómo tu plan habría salvado a la humanidad? ¿No vas a lamentarte? ¿No te enfadarás y desearás venganza contra quienes te traicionaron?
Los labios de Akasha, desprovistos ya de una máscara recubriéndolos, no se abrieron. El Barquero volvió a remar, tardando un largo, largo rato en retomar la charla.
—Hubo una vez, hace mucho tiempo, una diosa sin par. Nacida sin madre, era hija del más poderoso de los dioses y de él heredó gran fuerza y aun más sabiduría. Nació ya armada, lista para la batalla. En todo combate que libró halló la victoria, toda gesta que emprendió rindió frutos y hasta llegó el día en que luchó codo con codo con el rey de los dioses, deteniendo junto a él al hasta entonces imbatible Tifón. A aquel ser, padre de todos los monstruos, se le detuvo no con el poder de la destrucción, sino con el de la creación, conteniéndolo en un nuevo mundo que pronto estaría lleno de vida. En ese planeta, los dioses depositaron las esperanzas que habían perdido tras la batalla contra Tifón y la caída de la Raza de Plata. No solo guiaron a los hombres hasta allí, sino que caminaron entre ellos y hasta yacieron juntos, engendrando a los llamados héroes.
—Atenea —interrumpió Akasha.
—¿Decías? —El Barquero, ensimismado en el relato que contaba, apenas la había oído.
—La diosa sin par es Atenea.
—¿Quién iba a ser si no? —El remo salió de las aguas cargando tres almas. Al bajar, estas volvieron a la corriente sin que el hijo de la Noche siquiera se hubiese percatado del suceso—. La hija favorita de Zeus, así como el rey de los dioses es el único entre los inmortales al que Atenea en verdad aprecia y respeta. No es que odie al resto, solo que como diosa de la guerra siempre fue bastante conflictiva.
—Es la diosa de las guerras justas —objetó Akasha, alzando la cabeza y la voz—. Solo lucha para defender, no para atacar.
Aunque los ojos de la joven parecieron relampaguear, el Barquero no volteó para verlo.
—Miento, ella también apreciaba y respetaba a otra diosa. Una que según dicen había heredado la belleza de Gea, aunque no la fertilidad de quien algunos consideran la madre de todos los dioses —terció, rechinando los dientes en una risa que tenía achaques de rabia—. Zeus vio la solitud de Deméter y tuvo una idea tan descabellada que ni siquiera llegó a sobrevivir como leyenda en el mundo de los hombres. Primero, dio a Atenea la orden de proteger a Deméter. Luego, a Deméter le dijo que cuidara de Atenea tal que hubiese salido de su vientre. Ambas diosas se sintieron dichosas por motivos tan distintos entre sí como respecto a la verdadera intención de Zeus.
—¿Y cuál sería esa intención? —preguntó Akasha, sin poder ocultar su curiosidad.
—Zeus quería que Atenea, su hija predilecta, descubriera otras cosas además del combate. El amor de una madre, al principio; el amor de un hombre, en el trágico e inevitable final de esa relación.
—Estás mezclando mitos —observó Akasha, sacudiendo la cabeza. Arriba, flotaba una infinidad de puntos dorados que revelaban cuanto le ocurrió a la joven después de la Rebelión de Ethel y el Cisma Negro, eventos que ella no había querido volver a ver—. La única hija que tuvo Deméter fue Perséfone, que se convirtió en reina del inframundo después de que Hades la secuestrara… Oh…
—Eres inteligente —aprobó el Barquero—. Atenea protegía a Deméter adoptando el papel de una inocente deidad floral. Y no dejó de fingir cuando un sombrío auriga salió de las profundidades de la tierra en un carro tirado por caballos de pesadilla. Es la diosa de las guerras justas, que solo lucha para defenderse, así que decidió acompañar a Hades para poder decidir si el dios del inframundo era un aliado o un enemigo para Deméter. Ni se le pasó por la cabeza que Zeus había dado alas a Hades cuando este vino a él, desconociendo lo que era el amor que el rey de los dioses tanto y tan bien había experimentado. ¿Divertido, no lo crees? ¡Tu diosa y mi dios, unidos en matrimonio!
Akasha tenía muchas formas de describir aquella historia. Divertido, desde luego, no era la primera palabra que le venía a la mente.
—Atenea jamás habría probado el granado —advirtió luego de varios minutos de franca estupefacción—. El fruto que Ascálafo sirvió a Perséfone, provocando que la reina del inframundo tuviera que quedarse en el reino de los muertos un tercio de cada año.
—No tienes por qué ser tan literal —explicó el Barquero, riendo—. Para los griegos, la historia de Deméter y Perséfone es una forma primitiva de explicar el ciclo de las estaciones tal y como ocurre en el hemisferio en el que vivían. La auténtica historia es más compleja que eso, vida contra muerte, creación contra destrucción. Y en medio de todo, los dioses, cuya presencia en este universo no es más que una pequeña parte de todo lo que son y hacen. Le doy forma de mito porque es la mejor forma que tienen los humanos de entender a los dioses, mas si quieres saberlo, sí, Atenea se ató al inframundo en cuanto detectó el juego de Zeus de intentar colmar de alegría los corazones de Deméter, Hades y ella misma. ¿A dónde crees que va Atenea después de desaparecer, si reencarna cada varios siglos como una simple mortal? ¿Quién creías que mantenía el orden en el inframundo mientras Hades, quiero decir, el avatar de Hades que actúa frente a la Tierra y los hombres, permanecía sellado? No puede ser que nunca te hayas hecho alguna de esas preguntas. Pareces lista, para ser mortal.
Un punto dorado se fundió en el rostro de Akasha, que había enmudecido. Se transportó durante un tiempo que no pudo cuantificar hasta aquella reunión en el Argo Navis, alrededor del Ojo de las Greas, donde hablaron sobre lo que estaba ocurriendo en el Hades después de la derrota —y muerte, según esperaban— del dios del inframundo.
—Lo que dices no tiene sentido —decidió al fin—. Atenea y Hades son enemigos.
—Nadie esperaba que la diosa de la guerra mantuviera ese papel por demasiado tiempo. Como de costumbre, la culpa fue de los humanos. Se envilecieron, el juicio de Hades se volvió implacable y Atenea no hizo nada para atenuarlo. Estaba pendiente de Poseidón y el inminente castigo que el dios del mar desataría contra la humanidad. Mientras los inmortales, uno a uno, habían abandonado ese mundo, ella anduvo por toda la tierra y el mar en busca de un hombre digno de salvarse.
—Conozco esa historia —cortó Akasha—. La de Deucalión y Pirra.
—Y los primeros santos de oro —añadió el Barquero. Ahora las luces que los envolvían mostraban el inicio de las batallas contra los Astra Planeta, así como el último viaje del Argo Navis—. Creo que ese fue el momento en que lo planeó todo.
—Hace mucho que no puedo seguirte, Barquero.
—Me llamo Caronte.
—Eres tan hablador como él.
—¡Intenta tú resumir la vida de una diosa! —Golpeó con el remo las aguas varias veces, salpicando la barca de gotas de un hedor asfixiante. Akasha tosió—. Lo que quiero decir es que Atenea sabía bien lo que hacía. Por los humanos que murieron, se enfrentó a Hades, mientras que por la nueva raza que creó junto a Deucalión se enfrentó a Deméter. Es la diosa de la sabiduría, tenía que haber previsto que el planeta dejaría de ser el paraíso que estaba destinado ser, tenía que ser consciente de que para salvar las almas de la vieja humanidad que Hades juzgó con tanta dureza, tendría que regresar al inframundo no como una reina consorte, sino como soberana.
—¿Dices que fue Atenea quien atacó a los otros dioses? —La sola idea revolvía el estómago que Akasha no creía tener—. ¿Pretendes justificar a tu rey?
—Los dioses no necesitan ser justificados por nadie. Lo único que hago es explicarte por qué estás aquí ahora. —Se giró con brusquedad, aún sosteniendo el remo, aunque ahora como una suerte de bastón—. Atenea venció a Poseidón defendiendo a la vieja humanidad. Atenea provocó a Hades defendiendo a la vieja humanidad. Dejó que el pequeño ejército que había formado se ocupara de la naciente Atlántida mientras planeaba la toma del Hades. Durante miles de años se ocupó de dialogar con dioses y espíritus divinos por igual, hasta que solo fueron tres los inmortales de los que tenía que preocuparse. Y de repente bajó a la Tierra como una humana para derrotar en igualdad de armas a la humana que se había convertido en una diosa.
—Sé que soy la reencarnación de Pirra —tuvo que admitir Akasha, provocando un achaque de cólera en el Barquero. La base del remo golpeó la barca.
—Derrotó a Poseidón defendiendo a Odiseo. No me atrevo a decir que derrotó a Ares, pero no dudo que derrotó al señor Hades el día en que murió por primera vez, defendiendo por igual a los vivos y los muertos. Un buen plan, todos lo admitimos. En este reino no parecía indefensa ni tampoco una amenaza, sino la reina que alguna vez fue, esa pizca de misericordia que a nuestro rey le faltaba. Ni el rey ni ninguno de los Señores del Hades imaginábamos que con cada reencarnación iba dejando una parte de sí en este lugar a la vez que era más imprudente en la siguiente vida. Como diosa no habría podido ser juzgada, ni siquiera aquí; como humana, ya conoces la historia, una y otra vez se opuso a los dioses para defender a los seres humanos, hasta que llegó al extremo de asesinar al señor Hades. No murió como había hecho durante milenios, sino que ascendió al Olimpo solo para regresar a la Tierra como una humana.
Dejó caer el remo como si fuera un peso demasiado grande. Las manos, huesos envueltos en una fina capa de piel reseca, se enroscaron en los hombros de una totalmente confundida Akasha. Bajó la cabeza encapuchada hacia ella.
—Vosotros creéis que Atenea siempre descendía a la Tierra como un ser humano; os equivocáis. La primera vez formó e instruyó a los santos como la diosa que es, diosa de la guerra y la sabiduría. Mucho tiempo después encarnaba en un cuerpo humano que solo aparecía en la tierra golpeada por un rayo, como un bebé envuelto en mantas limpias. La sangre que le corría por las venas era bendita, el cabello podía ser utilizado en una pócima de la juventud y recibía siempre un trato deferencial, siendo criada en el Santuario cada vez que encarnaba. Hasta que tuvo que vivir al margen de su propia orden, volviéndose más humana y falible que nunca, tal y como planeó. Solo la falta de previsión de los hombres, emponzoñada de emociones, pasiones y sentimientos, podría llevarla a mancillar los Campos Elíseos con la sangre de Hades. La siguiente reencarnación no podía ser como las demás, no habría nada divino en el cuerpo en que Atenea habría de encarnar, ¡incluso nacería en el vientre de una simple pueblerina!
La presión de los dedos sobre los hombros de Akasha creció de forma alarmante. La joven, con un violento movimiento, logró zafarse, y ponerse de pie.
—Nadie es más vil y mezquina que vos, majestad —afirmó Caronte, el Barquero, haciendo una reverencia—. Atenea. No, nuestra reina, Perséfone.
—¿Es esto una clase de broma? —Akasha sacudió la cabeza, mascullando posibles maneras de continuar hablando. No terminaba de encadenar más de dos sílabas, pues la sugerencia del Barquero era demasiado absurda—. Soy una sierva de Atenea. Jamás creería ser una diosa, ¡yo no soy Pirra!
—¿Una sierva de Atenea? Interesante. La diosa de la guerra es lo bastante audaz como para usarse a sí misma. Ella planeó que se volvería una simple humana que moriría tarde o temprano, momento en el que tomaría el control del inframundo y podría hacer al fin su voluntad: liberar las almas de la vieja humanidad. Brillante, lo único con lo que no contó, creo, fue que al vivir como una humana podría querer luchar como lo hicieron los santos que la sirvieron durante tanto tiempo. ¿O sí contó con ello?
—¡Yo tomé esa decisión! ¡Solo yo!
—Y sobre si eres Pirra o no, esa es la mayor broma de los dioses, a mi parecer. —Como dándose cuenta de que hacía mucho que no reía, el Barquero soltó una larga y sonora carcajada que estremeció a Akasha—. ¡La falsa Atenea se volvió la auténtica!
Mientras reía, vio que Akasha planeaba atacarle con aquel cuerpo que no era más que un alma como cualquier otra. La joven no pudo dar un paso antes de que el Barquero le aferrara el cuello con una sola mano, alzándola con una facilidad insultante. La miró un momento, siendo solo él consciente de lo que planeaba hacer.
Pero un cuerpo subió a la barca antes de que cualquier decisión fuera tomada. Raudo, aquella alma en pena se puso a la espalda del Barquero y le colocó un arma tras la capucha. El sonido inconfundible de una pistola al amartillar sorprendió tanto al hijo de la Noche que soltó sin más a Akasha. Aquel hombre, fuera quien fuese, sin duda estaba loco, ¡debía ser así para que pensara en inmovilizarlo sin una pizca de cosmos!
—¡Azrael! —exclamó Akasha en cuanto pudo incorporarse. Reconociendo de inmediato al rubio hombre, decentemente vestido, que apresaba al Barquero.
—Me alegro de volver a verla con bien, señorita.
—¿Alguien me puede explicar qué está pasando aquí? —rogó el Barquero.
De repente todo el resentimiento que tenía por aquel ser quedó guardado en algún rincón lejano. También a ese lugar apartado en su mente mandó Akasha la confusión que la atormentaba. Porque nada podía ser más confuso y raro que lo que veía.
—Te está apuntando con una pistola… ¡Azrael! ¡Esto es una locura!
—¿Esto es un secuestro, entonces? —preguntó el Barquero.
Azrael presionó el arma contra la oscura túnica. Tenía el dedo firme sobre el gatillo.
—Puedes llamarlo un golpe de Estado. Si no pudimos salvar a los vivos, al menos salvaremos a los muertos. Señorita, vámonos de aquí.
Con rápidos y calculados pasos, sin dejar de apuntar al Barquero con una seriedad que este se creía obligado a respetar, Azrael avanzó hacia donde estaba Akasha.
La joven pestañeó varias veces. Sonreía y lloraba a un mismo tiempo, bebiéndose lágrimas que no deberían existir. Sintió el deseo de tomar la mano que su asistente le tendía, anheló abrazarlo para asegurarse de que estaba allí, con ella.
Y sin embargo, cuando los dedos de ambos se rozaron, el alma de Akasha recordó al fin lo último que le había sucedido. La reacción fue instintiva: saltó hacia atrás.
—¡No! —gritó Azrael, demasiado tarde. Akasha había caído al río.
El Barquero escogió justo ese momento para recordar lo poco amenazante que era un hombre con pistola. A pesar de lo grande que era, se deslizó por la barca hasta el asistente sin hacer ningún ruido y le agarró del cabello —abarcando medio rostro debido a los largos dedos— antes de que saltase al agua.
—¡No tan rápido! ¡Tienes muchas cosas que explicarme! ¿Cómo has venido hasta aquí?
—De la misma forma que saldré —gruñó Azrael tratando de morder las manos huesudas. La pistola se le había caído—. ¡Nadando! Y ahora tengo el poder de…
—Tú no tienes ningún poder, humano. A ver, la última vez que un alma llegó tan lejos nadando desde la costa fue… ¡Nunca! ¡Dime la verdad, humano, o haré que conozcas al dios del sufrimiento en las profundidades de estas aguas endemoniadas!
—Mi cosmos… —musitó el asistente—. No… No puedo…
—Sí, no puedes hacerme ningún daño. Yo soy Caronte, hijo de la Noche. Ni siquiera podrías despeinar a un espectro, ¿qué esperas hacerme a mí? ¡Nada! ¡No puedes…!
Tres presencias se hicieron sentir alrededor del asistente y el Barquero.
—Sí, él no puede hacerte nada —convino Sorrento, en la proa.
—Sin embargo… —añadió Nimrod, quien había venido desde la Colina del Yomi.
—Nosotros sí —completó Shizuma.
Los santos de Cáncer y Piscis, junto al Gran General del ejército de Poseidón, habían llegado a aquel lugar sin que nadie pudiera sentirlos. El Barquero, pese a todo, no se amedrentó. Más bien, mientras seguía aferrando la cabeza del pobre diablo que seguía queriendo lanzarse al río, usó la otra mano para atraer el remo y blandirlo como arma.
—¿Qué haces?
Caronte soltó el remo de inmediato.
Las aguas del río, siempre agitadas, se calmaron. Las almas se alejaron de la barca, aterrorizadas. Las luces que reflejaban los últimos momentos de Akasha de Virgo se esfumaron en cuanto la voz de la joven fue escuchada por todos, incluido Azrael.
El asistente vio a Akasha sostenida por Nimrod.
—Responde. —El Barquero, paralizado, se sintió un prisionero en los ojos grises de la joven cuya voz era ahora tan sonora y temible como la de la diva de la otra vez—. ¿Qué haces con mi sirviente, escoria?
Sneyder de Acuario había cerrado los ojos pensando que jamás volvería a abrirlos. Tanto en el Argo Navis como ante el tribunal del rey Minos. No tenía nada que decirles a los vivos o a los muertos. No tenía nada de lo que arrepentirse ni nada por lo que sentirse más justo que cualquier otro hombre, así que no diría nada.
Cayó a una superficie lisa, más fría que las estepas siberianas, como despertando de una pesadilla. Vestía el manto de Acuario, aunque no en muy buenas condiciones.
—Agradezco que trajeras a Shizuma hasta aquí, Sorrento —oyó de una voz que era idéntica a la de Akasha y a la vez totalmente distinta. Una niebla espesa le impedía ver más allá de dos palmos. También le atrofiaba el resto de sentidos—. Tu ayuda para infiltrarnos en Cocito sin que nos vieran también ha sido invaluable.
—Fue Shizuma quien guió mi yo astral hasta este lugar, señora Atenea. Al perder la máscara, debió buscar algo más que le permitiese reconocerse a sí misma. Escogió el manto de Piscis y a través de ella llegó hasta vos. Aun no puedo creer que vos…
—Tranquilízate, Sorrento. Es mucho lo que te debo, pero debo pedirte que te marches. Este es el reino de los muertos, no de los vivos.
—Comprendo —aceptó el marino. Sneyder pudo verlo inclinando la cabeza a modo de respetuoso saludo. Se dirigía a una mujer muy similar a Akasha, si se obviaban el tono carmesí del uniforme militar, los ojos grises sin pupilas y el cabello plateado—. Sabed que nuestra alianza sigue en pie. Juro en nombre de mi señor Poseidón que defenderé la Tierra hasta el último aliento.
—Lo sé bien, Sorrento. Y es por eso que te envío de vuelta. Algo terrible está pasando en la Tierra, lo noto. Mis santos no podrán resolverlo solos.
—Sí, yo también oigo el llamado. El santo de Copa y las ninfas han restaurado mis heridas. ¿Quién iba a decirme que podría sobrevivir a la lucha con un ángel?
Tras sonreír, Akasha dio a Shizuma las instrucciones que esperaba con un mudo cabeceo. A Sneyder le sorprendió ver a la Dama Blanca, en apariencia intocable, en las profundidades del infierno, pero pronto vio que esta no había perdido ni un ápice del poder que poseía en vida. Sorrento desapareció el lugar sin necesidad de que hubiera contacto, regresando en un instante su yo astral a su cuerpo. Sneyder no podía saberlo, pero de algún modo, Akasha había aprovechado ese momento para borrar los recuerdos del Gran General; lo que ocurría en el Hades, debía quedarse en el Hades.
Antes de hablar, el santo de Acuario notó la presencia de otra persona. Azrael estaba a la sombra de Akasha, como siempre, aunque no sentía cosmos en él. No vestía el manto de Capricornio, sino las sencillas ropas de un simple asistente.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó mientras se incorporaba.
Shizuma se adelantó al ceñudo Azrael. Ahora desenmascarada, quedaba a vista un rostro suave, pacífico y relajado a pesar de las facciones afiladas. Los ojos rojos de la Dama Blanca, de un brillo casi sobrenatural, escrutaron a Sneyder un momento.
—Después de morir, la Suma Sacerdotisa Akasha adoptó su auténtico ser —informó con apabullante seguridad, sorprendiendo a Azrael a pesar de que este había sido testigo de la revelación—. Ella es Atenea. La diosa de la guerra y la sabiduría a la que todos los santos debemos obedecer. Ha descendido a este lugar para terminar lo que inició veinte años atrás. La liberación de todos los que fueron condenados a pasar aquí la eternidad.
Extendiendo los brazos a los lados, pareció abarcar la inmensidad de Cocito, donde podían verse aún los cuerpos de algunos santos medio enterrados en el hielo.
—¿Esperas que lo acepte de ese modo? —preguntó Azrael—. Podemos hacerlo sin él.
—Nimrod se ocupa del Aqueronte y yo me ocuparé de Leteo —explicó Shizuma sin apartar la vista del callado Sneyder—. Cocito es algo que ningún humano puede controlar. Tratar de dominarlo supone sacrificar tu humanidad. ¿Lo harías, Azrael?
—Si es por su bien… —musitó el asistente, mirando a Akasha de soslayo.
El santo de Acuario dirigió la mirada a cada uno de aquellos fantasmas que hablaban y andaban como si aún estuviesen vivos. No podía conservar el rostro inexpresivo de siempre, no ante una situación tan descabellada. En tales circunstancias, solo podía aferrarse a la única verdad en la que había podido creer siempre.
—¿Quién eres? —terminó preguntando primero. Tenía toda su atención en Akasha, la mujer a la que había tratado de matar. La mujer que había muerto a manos de Azrael y que sin embargo los reunía a ambos siendo tratada como Atenea.
—Akasha es parte de mí. Así como Saori Kido, Sasha y otras muchas encarnaciones de Atenea que anduvieron entre los hombres. Soy todo lo que queda de la diosa de la guerra y la sabiduría en este universo, todo lo que quedó de esas vidas en el inframundo, esperando el momento propicio para despertar. ¿Sacia eso tu curiosidad, Acuario?
—No. Aún tengo una pregunta.
A punto estuvo Azrael de abalanzarse sobre el santo de Acuario. Shizuma se le interpuso de inmediato, negando con la cabeza.
—Atenea, ¿sirves a la justicia?
—No —contestó la diosa enseguida, sin siquiera pensarlo.
Y así como las aguas del Aqueronte se calmaron ante la voz de Atenea, el hielo eterno del que Cocito estaba compuesto se quebró como si no fuera más de un gran vaso de cristal. Sneyder huyó de la explosión y esquivó los fragmentos disparados a gran velocidad por puro reflejo, viendo al mismo tiempo que los demás ni siquiera se movieron. Atenea se quedó de pie sobre un cráter humeante, Azrael y Shizuma también levitaban a su lado, uno leal a la mujer, la otra a la diosa que decía ser.
Un cuervo graznó de pronto. A medias blanco y negro, el ave vino de la nada para posarse sobre el hombro de la auto-proclamada diosa de la guerra y la sabiduría.
—Yo soy la justicia.
En lugar de esperar la respuesta de Sneyder, la llamada Atenea descendió con suavidad hasta el fondo del cráter que se había formado. Azrael, Shizuma y hasta el santo de Acuario no tardaron en seguirla.
Con un solo vistazo entendieron la razón detrás del violento movimiento de Atenea. En todo momento había habido una mujer enterrada bajo sus pies.
Esa había sido la forma que el infierno escogió para callar su voz.
—Vaya —susurró Lucile, con las manos y rodillas apoyadas sobre el hielo y el rostro sonriente alzado ante la mujer cuya muerte había tratado de vengar—. Al final conseguiste tenerme a tus pies. Tú siempre me sorprendes, Akasha.
Notas del autor:
Shadir. Así es, un último viaje hacia el final de esta larga historia. Muchas cosas deben quedar atrás para poder enfrentar lo que se viene.
