Capítulo 177. Argéntea resolución
Tomado el rostro por el santo de Orión, Makoto de Mosca impactó contra la falda de la montaña cuando apenas procesaba haber sido golpeado.
—¿Ya te has despertado? —preguntó Lesath—. ¿O quieres más?
Enterrado en la pared, Makoto lo miró ceñudo por toda respuesta.
Entonces el puño de Orión se llenó de cosmos carmesí, derritiendo la roca alrededor como mero efecto colateral. Una vez la temperatura alcanzó el punto máximo, le golpeó con tanta fuerza y velocidad que, en otro tiempo, le habría dejado inconsciente.
Makoto atrapó el puño al vuelo, deteniéndolo.
—¿Desde cuándo eres tan débil? —preguntó el santo de Mosca.
Por un instante, el espanto recorrió la cara de Lesath, para luego llenarse esta de rabia. Dio otro puñetazo con la mano libre, que también fue atrapado.
Permanecieron así un rato, uno firme, el otro empujando.
—Vas por ahí llenando las castigadas tierras de este mundo con tus lágrimas y babas, ¿y yo soy el débil? —cuestionó Lesath, ejerciendo más y más presión. Todo el cuerpo del santo de Orión estaba rojo, como metal recién salido de la forja. Las botas se hundían en el suelo, que se había vuelto lava. Podían adivinarse los músculos tensos entre las grietas del manto de plata y en el semblante de Lesath, quien ponía todo lo que tenía en vencer la resistencia de su oponente, sin poder mover a Makoto siquiera un poco.
—Si no eres capaz de sentir pesar por lo que ha pasado en esta Semana Sangrienta —dijo Makoto, preso de una fría serenidad—, no eres humano.
En menos de un segundo, soltó los puños de Lesath y le encajó una patada en pleno estómago, mandándolo a volar solo los cinco metros que tardó en recuperarse.
—Estuviste un tiempo en Hybris —recordó Lesath, haciendo tiempo mientras recuperaba el aliento. El cosmos carmesí dejó de cubrirlo, aunque su cuerpo seguía humeando como lo hacía toda esa zona, ahora llena de roca fundida—, debes entenderlo. Cuando ves a un hijo de puta siendo un hijo de puta, tienes que hacer algo. ¿Dejarías que un ladrón robe a una anciana delante de tus narices? —Por alguna razón, ese ejemplo le hizo reír—. ¿Harías oídos sordos a una violación? ¿Te negarías a detener la bala que ves recorrer la distancia hasta el corazón de un niño? Claro que no harías nada de eso, los santos de Atenea somos héroes y es de héroes detener al malvado.
Apenas había terminado de hablar cuando volvió a la carga, lanzando un puñetazo en pleno rostro de Makoto que este ni se molestó en esquivar.
—Eso ha estado mejor —dijo el santo de Mosca; semejante a un muro inamovible, solo había ladeado la cabeza un poco, el cuerpo permanecía firme.
El alma, por otro lado, bullía de cólera apenas contenida.
—¿Y si puedes evitar el robo? ¿O la violación? ¿O el asesinato? ¿Y si sabes que alguien va a dañar a otros? ¿Por qué no hacer algo? Hay personas en este mundo que solo viven para hacer daño, así que, ¿por qué no partirles la cara? —El santo de Orión bajó el puño—. Así he pensado yo toda mi vida. Desde que entrenaba con Milo, el perfecto santo de Atenea, tan fiel a las reglas que acabó siendo partícipe por omisión de un complot contra la diosa a la que había consagrado su vida. Desde entonces, allá en el Sáhara, di muerte a bandidos, traficantes y otros criminales, sabiendo que cada muerte salvaba más vidas de las que yo mismo podría salvar.
—Quizá por eso tú eres Orión, no Escorpio —replicó Makoto—. Los santos de oro no pueden ser así, si quieren combatir a la diestra de Atenea, a quien guardan.
Según Seiya, incluso los santos de Cáncer, Capricornio y Piscis de la pasada generación, que escogieron la justicia del Sumo Sacerdote por sobre Atenea, terminaron redimiéndose, como prueba de un alma noble corrompida por los vaivenes del mundo.
—Sí, soy un cazador, no un escorpión —admitió Lesath—. He matado a decenas, tal vez a cientos, a lo largo de varias décadas. Pero estos días han muerto millones.
—Setecientos —dijo Makoto, sorprendiéndole el cambio en el rostro de Lesath.
Más que dolido, lucía confuso, angustiado.
—Mata a un malvado y puede que puedas vivir con ello. Mata a cien y podrás excusarlo con que era necesario. Mata a millones y luego mátate, porque eres peor que a quienes hayas ejecutado —oró Lesath, a modo de mantra—. ¿Te sorprende que piense así? A mí también, he vivido mi vida pensando que el mal debe ser destruido. En estos últimos seis años pensé que había una manera mejor de cambiar el mundo y ahora debo hacerme estas preguntas. ¿Valdrá la pena? Tanta muerte en tan poco tiempo. Ningún hombre… ¡Ningún dios ha segado tantas vidas desde el diluvio universal!
—Sí —dijo Makoto, recordando las palabras de Gestahl Noah en el Egeón.
—No tengo una respuesta para esto, no sé qué pensar, ni qué hacer. Por eso iré allá donde puedo hacer algo. El lugar al que pertenezco.
—Eso es huir. Nada más.
De pronto, dos presencias surgieron a la espalda de Makoto, quien guiado por el sexto sentido pudo girarse y bloquear las garras de Nico y Bianca.
Entre el coordinado ataque de los hermanos y lo inestable de ese suelo de piedras flotando entre roca fundida, Makoto perdió el equilibrio en el momento justo que aprovechó Lesath para cargar contra él una vez más.
A lo largo de un minuto, el cazador y los perros le atacaron desde todas direcciones, sin darle un solo respiro, pues intuían que Makoto podría prever los movimientos de cualquiera de ellos si los veía. Desde la perspectiva del santo de Mosca, los tres santos de plata eran demasiado lentos, incluso con el incremento generalizado que hubo en las capacidades físicas de Lesath desde que dejó de emitir calor.
—¿Convertir hasta la última chispa de cosmos en fuerza? —preguntó Makoto, deteniendo con relativa sencillez todos los envites—. ¡Llevo haciendo eso toda…!
—¡Aliento del Sol Caído! —gritó alguien de pronto.
Era tan poco habitual que los santos gritaran a viva voz sus técnicas, salvo la primera vez que las ejecutaban para dar forma a la idea que habían creado en sus mentes, que Makoto se descolocó un poco y acabó preso de la llamarada. Veinte mil grados centígrados borraron todo el lugar justo después de que Lesath, Bianca y Nico saltaran para alejarse, y por si eso fuera poco, la destrucción causó una avalancha que al contacto con las altísimas temperaturas se volvía un pequeño lago de lava.
De no haber encendido su cosmos durante la batalla contra aquellos tres, ahora mismo Makoto estaría padeciendo de quemaduras gravísimas, por no hablar de ser aplastado bajo enormes rocas, pero las fuerzas que había adquirido a lo largo de las pasadas batallas le permitían resistir lo imposible. No sentía dolor, solo molestia.
—¡Serás animal! ¡La idea es desperezarlo, no asesinarlo! —oyó desde la incomodidad de su prisión de lava y rocas.
—Es solo el ataque de un santo de bronce —se quejó el recién llegado, Aerys.
—El señor Lesath dijo que nada de trucos.
—Ya has oído a mi hermano, panadero, si fuera por trucos nosotros…
—¿¡Panadero!?
—¡Basta de tonterías! —exclamó Makoto, liberando toneladas de roca y corrientes de lava en la explosión que desató para liberarse. Como había anunciado el ataque, todos pudieron alejarse lo bastante para poder bloquear los proyectiles.
—¿Ves? —dijo Aerys—. Está hecho de acero, como todos los santos de plata.
—¡No seas idiota! —exclamó Lesath—. Este no es un santo de plata convencional.
Y sin embargo, cubierto de un aura argéntea, Makoto no podría definirse de otra forma. A cada segundo que pasaba se volvía más y más fuerte, acercándose a aquel cosmos destellante que puso fin a un santo de Orión por mucho más fuerte. ¿Eso era lo que pretendía Lesath? ¿Devolverle las fuerzas para poder huir con él? Una huida hacia adelante seguía siendo una huida. Decidió que sería él quien les diera una lección.
—Usad todos los trucos que queráis —dijo Makoto—. Yo los destruiré todos.
Bianca y Nico se miraron un momento y saltaron lejos. A la vez, Lesath corrió hacia él, desviándose en el último momento para que el Aliento del Sol Caído cayera sobre Makoto, quien de un solo puñetazo borró la llamarada de la faz de la Tierra.
Entre los temblores de una nueva avalancha, Lesath fue a por el costado, y los canes, emergiendo otra vez desde las sombras, con fauces quebrantadoras de almas, a por la espalda. Makoto vio venir los tres ataques, deteniendo el de Lesath con un brazo y pateando a los perros de oscuridad en un rápido giro, antes de dar un salto. Tanto fue el impulso que todas las rocas que cayeron sobre él se partían ante su trayecto; a decir verdad, le dolía más el último golpe de Lesath que esto.
«Él también se está volviendo más fuerte —decidió Makoto—. ¿Qué cree que soy?»
Antes de poder darse una respuesta, vio que la ladera que él ya recorría como si fuera un suelo más, estaba llena de enmascaradas. Mera de Lebreles había llegado.
Makoto se preparó para defenderse. Sin embargo, los músculos, rememorando la vez que lucharon juntos contra Hipólita, reaccionaron un poco demasiado tarde y terminó recibiendo una fuerte patada en la boca del estómago.
Por varias veces giró escupiendo saliva y falto de aire, en lo que Mera enfrentaba también a aquellos con los que él combatía. De forma simultánea, evadía todos los lances de Lesath, las llamaradas de Aerys y los mordiscos de los canes sombríos. Todas las técnicas de estos solo lograban destruir las imágenes residuales que dejaba Mera al moverse por la montaña, las cuales, poseyendo también un rastro de cosmos, contraatacaban con tanta intensidad que era imposible definir donde estaba de verdad la santa de Lebreles. Era la Legión de Fantasmas, más terrible que nunca.
Un cosmos conocido se encendió en la cima de la montaña. Margaret de Lagarto, aprendiz de todo y maestro de nada, movió a Makoto mediante telequinesis y lo hizo descender con inesperada suavidad a los pies de Minwu de Copa.
—¿Está…? —empezó a preguntar Margaret.
—¿Vosotros también os unís? —preguntó Mera, apareciendo de pronto.
La reacción de Minwu fue brutal. Mil lanzas de hielo se formaron en el cielo y descendieron cuales rayos de tormenta, atravesando igual número de imágenes de Mera, salvo una, la auténtica, que detuvo con una mano la mortal asta.
—¿Os habéis vuelto locos? —preguntó Minwu, oyéndose su voz por encima del crujido de la lanza de hielo al romperse—. ¡Nos espera la mayor batalla de nuestra vida!
—Es justo por eso —dijo Mera antes de mirar a Margaret—. Eso no te servirá.
Un dulce aroma había impregnado la cima entera mientras el santo de Lagarto sacaba una sola flor roja. La Rosa Demoníaca, ineficaz para los santos femeninos.
—Justo por eso —repitió Margaret, sonriendo.
Y de inmediato, arrojó la Rosa Demoníaca contra Makoto, quien la esquivó en el último momento, mareado. Los sentidos se le adormecían cuando debían estar más alerta que nunca. Margaret de Lagarto, el mismo que lo había rescatado, se volvía ahora contra Minwu en complicidad con Mera; juntos, con una combinación de velocidad y telequinesis, pudieron sortear el Loto Blanco de las Lanzas de Hielo. Les iba la vida en ello, porque una sola de esas lanzas bastaba para dar muerte a un santo de plata.
—¡Señor Minwu! —exclamó Makoto, tratando de detener tamaña locura y recibiendo a cambio estar a un solo paso de ser atravesado por las lanzas, que lo cercaron.
La mirada que el santo de Copa le dirigió podía significar muchas cosas, pero Makoto optó por la peor y acometió contra él. Mera no pudo detenerle; él, haciendo arder ese cosmos suyo, podía seguirla con relativa sencillez y detectaba cuáles eran simples posiciones que había tomado. Tampoco Margaret pudo frenarlo, aunque puso en ello todo el poder psíquico que poseía. Makoto había decidido llegar a un destino y así lo logró, enterrando el codo en el peto de un muy sorprendido Minwu.
Tal vez había leído mal la situación, porque el santo de Copa habría caído montaña abajo si no fuera porque justo entonces llegó Lesath a detenerlo.
Atrás de él, como perros falderos, aparecieron Bianca y Nico. Este último tenía la cara llena de migas, resto del regalo que sin duda Aerys de Erídano le habría obsequiado mientras combatían con Mera allá abajo.
—¿Desde cuándo eres tan rápida? —gruñó Lesath.
Mera susurró algo, o quizá solo rio, antes de saltar hacia él.
Entonces, a la vez, Nico y Bianca se cubrieron de tinieblas y aullaron, paralizando a todos los miserables que tuvieron la desdicha de escucharlos.
—¡Ahora, señor plateado, dele a la señora plateada!
Lesath de Orión no poseía la misma rapidez que Mera, ni siquiera se le acercaba, pero cuando golpeó el hombro de la santa de Lebreles, Makoto, como todos en el lugar, pudo notar cuánto la superaba en fuerza. Mera calló de rodillas, vencida por el portentoso puño que hizo estremecer la montaña entera y los alrededores.
De haber sido enemigos, Lesath la habría rematado. Incluso siendo aliados, dadas las circunstancias no habría sido raro que el santo de Orión se hubiese ensañado con ella. Sin embargo, enseguida buscó con la vista a Makoto y se arrojó contra él, febril. Por fortuna ya para ese momento había pasado la parálisis del aullido de los canes, quienes huían a como les era posible del Loto Blanco de las Lanzas de Hielo, de modo que Makoto pudo responder al asalto con su propia fuerza. Los puños de ambos liberaron tal onda de choque que Margaret y Mera, todavía recién levantándose, fueron enviados a volar. Y hubo otros más aún más intensos, que descartaban a cualquiera que quisiera unirse. Incluso si eran los huesos de Lesath los que crujían al igual que lo hacía la montaña, él era, a todas luces, el más fuerte de los oponentes de Makoto.
—Sé lo que dice esa mirada —acusó Lesath tras más de treinta asaltos—. No soy gran cosa después de vencer a un santo de leyenda, ¿eh?
A la vez que aquellos dos combatían, Minwu y Mera ponían bajo control a los demás. El Aliento de Sol Caído de Aerys era en especial problemático, al incinerar las moléculas de agua en el aire que el santo de Copa requería para formar el Loto Blanco de las Lanzas de Hielo. Había, además, un hándicap de parte del bando que trataba de devolver la cordura a la batalla, y era el dudoso propósito de la santa de Lebreles. El santo de Copa no podía fiarse de ella y mantenía siempre las distancias.
—Más o menos —dijo Makoto—. Vuestros cosmos han crecido mucho.
Para seguir los pasos de Mera necesitaba estar alerta, para soportar de las renovadas fuerzas de Lesath necesitaba defenderse, cuando antes solo bastaba con estar ahí. Podría perder contra aquellos dos si se confiaba solo un poco; por esa razón no se confiaba.
—¡No es suficiente! —gritaron, a un tiempo, varios de los presentes.
A ratos Bianca y Nico cooperaban con Margaret, otras veces este ayudaba a Minwu paralizando a los canes sombríos lo bastante para que las lanzas de hielo les pasaran de refilón. Aerys era el más centrado, contrario a toda expectativa. Sin embargo, su Aliento del Sol Caído ya había encendido la montaña cual volcán, al colarse entre las grietas de la cima que el duelo de Lesath y Makoto había abierto. Todos estaban enfrentados con todos y a la vez todos buscaban una sola cosa.
—Me buscáis a mí —dijo Makoto.
—No seas necio, Mosca —susurró Minwu, corriendo hasta ponerse contra su espalda. Un nuevo oponente había llegado, brillante como un héroe de leyenda, sombrío como una figura trágica—. No les des el gusto. Detén esto. Puedes hacerlo.
—Poder y deber son dos cosas distintas —afirmó el recién llegado, Joseph de Centauro.
Tenía un aspecto impactante, en verdad. Ahora que Makoto podía darse un tiempo para observar la situación, no solo Lesath vestía un manto muerto, ya fuera por capricho y orgullo. Nico y Bianca apenas vestían brazales, perneras y un peto tan agujereado que parecía una broma. El hombro de Mera, rojo por el golpe que había recibido, estaba tan descubierto como el resto del brazo; era más veloz que nunca, pero los enemigos que tuvo que enfrentar eran también rápidos. El propio Minwu iba cubierto por una protección, si bien viva, de brillo débil, como al borde de la muerte, lo que era prueba de que también él había combatido. Aerys y Margaret, el de mil trucos, eran los que estaban en mejor estado, y hasta a ellos les faltaba alguna pieza, como una hombrera y protectores de rodillas y brazos. Nadie había salido indemne de la última batalla.
Ninguno, excepto Joseph de Centauro. Como un héroe de cuento, destellaba como si la luna hubiese salido en esa montaña agitada por incendios, terremotos y otros desastres que los combatientes encarnaban. El manto de plata no tenía grietas visibles, y si bien solo un maestro herrero de Jamir podría determinar si estaba intacto, Makoto ni siquiera se molestó en dudarlo. Se limitó a ver, intrigado, a aquel guerrero rara vez laureado. Todo en él parecía invicto, excepto la mirada, la mirada iba cargada de un dolor sin par.
—Yu de Auriga —entendió Makoto, viendo las miradas de Margaret y Joseph.
—Se fue a luchar con los demonios del Hades, como bien sabes, luchó en el frente en que tú combatiste —recordó el santo de Centauro—. Debería honrarlo con una sonrisa. Y aun así mi alma, rota, lo llora. Es patético.
—Llorar a los muertos no tiene nada de patético, incluso si les estás haciendo la guerra.
Joseph de Centauro no pudo sino sonreír ante la chanza.
—El tiempo de llorar a los muertos es tiempo de paz. Aún no hay paz, no la habrá hasta que llevemos a las tinieblas del Tártaro al responsable de nuestro dolor. ¡Y para eso…!
Veloz y previsor, Minwu ejecutó el Loto Blanco de las Lanzas de Hielo para frenar el lance de Joseph de Centauro, sin embargo, al mismo tiempo Lesath de Orión liberó oleadas de calor intenso, el Ocaso, que se sumaron al Aliento del Sol Caído desintegrando todos los proyectiles y consumiendo el mismo cielo.
En medio de ese infierno en el que el aroma de la Rosa Demoníaca de Margaret no tenía cabida, Mera voló, de tan rápido que corría, dando la espalda a Lesath para enfrascarte en un nuevo duelo con Makoto de Mosca, quien ya la esperaba.
Joseph era rápido, también lo eran Minwu, Lesath y Aerys, de otro modo el choque de técnicas no habría podido ocurrir como ocurrió. Sin embargo, Mera y Makoto estaban en una dimensión muy distinta a la de aquellos. Antes de que el santo de Centauro les alcanzara, Mosca y Lebreles habían intercambiado ya más de cien mil puñetazos.
—¿Te he dicho alguna vez que eres rápida como el demonio? ¡Ay!
Sin más presentaciones, Joseph pateó el costado de Makoto, encajando en la piel la fuerza combinada de un cosmos argénteo y el metal sagrado.
—Tú también eres rápido, Makoto —sentenció Mera. No lo halagaba, constataba un hecho. Ella aumentó la velocidad de los golpes, pero, incluso si Joseph luchaba también con Makoto, este podía bloquear los de los dos y hasta contraatacar—. Rápido, fuerte y tan habilidoso como recordaba. Y tu cosmos…
El poder de Makoto crecía sin límites. Antes, cuando viajaba de un rincón a otro del mundo, sentía que podía recurrir a esa fuerza cuando quisiese. Sin embargo, en batalla las cosas no eran tan fáciles. Cada segundo era crucial y de todos lados venía algún nuevo oponente. Necesitaba tiempo para reaccionar, para crecer. En buena medida, todos aquellos santos de Atenea le estaban dando tiempo.
—¿¡Esperáis que luche vuestras batallas!? —exclamó Makoto.
—No seas presumido —dijo Lesath, anunciándose—, imbécil.
Makoto sintió necesario esquivar el puñetazo que este dirigía contra su cabeza, pero eso dio a Mera y Joseph la oportunidad de ejecutar un ataque combinado que le hizo trastabillar. El santo de Mosca pudo recuperar el equilibrio a tiempo de maldecirse a sí mismo. Después, se lanzó al ataque, no hacia el cada vez más fuerte Lesath ni a la veloz Mera, sino a quien consideraba el eslabón más débil de un trío peligroso.
Entretanto, Minwu de Copa trataba de detener tamaña locura, pero incluso sin Lesath interviniendo, las llamas de Aerys combinadas con la telequinesis de Margaret hacían muy difícil darles la espalda. Además, el santo de Lagarto llevaba rato analizando el Ocaso de Lesath, basado no en generar llamas sino en elevar la temperatura. Por fortuna, o por desgracia, ya era muy difícil saber la diferencia, Bianca y Nico habían decidido unirse a él y mantenían a Aerys y Margaret a la defensiva, no fueran a recibir en sus carnes las temibles fauces de dos canes sombríos.
—¡Nadie se sumará a la batalla del subcomandante Lesath! —aulló Nico.
—Si tan solo tuviera un momento, podría… —murmuraba Margaret, ansioso por copiar esa habilidad tan útil, aunque imitar un eidolon era mucho más difícil que replicar una técnica—. ¡Incluso podría devorar el alma de ese hombre!
—Es lo que todos queremos —asintió Aerys, arrojando llamas en los puntos justos para limitar el movimiento de los perros—. Es por eso que…
Un incendio descomunal se había alzado alrededor del combate principal, que excedía por mucho las expectativas de Makoto. Joseph de Centauro no era el eslabón débil; si bien no era más poderoso que Lesath y Mera, balanceaba mejor que estos la fuerza y la velocidad. Encarnaba un equilibrio que casaba bien con una habilidad marcial deslumbrante, capaz de adelantarse a los movimientos de Makoto incluso cuando este hacía tiempo que mantenía la mente en blanco, para evitar la habilidad de Mera.
—Toda esta gente, Mosca —decía el santo de Centauro—. ¡Toda esta gente sueña con ser mejor de lo que fue siempre! Yo, que camino por los sueños de los hombres, recibo ese anhelo, así que deja de subestimarme o te pesará.
No eran palabras vanas. Para ese momento, Joseph era pura luz de plata. Cada palmo del cuerpo del hombre de alma quebrada exudaba cosmos, llenando las falencias de Mera y Lesath. Sin embargo, había cometido un error al provocar a Makoto.
El último puñetazo de Joseph, semejante a la lanza de un caballero en plena justa, fue detenido por el dedo de Makoto, que devoró toda su fuerza.
—¡Lesath, cuidado…! —advirtió Mera, demasiado tarde.
Ya para ese momento, Makoto había golpeado a Lesath con tal fuerza que debió atravesar no solo las llamas, sino también la montaña. El cosmos de Joseph, combinado con el suyo propio, representaba una fuerza excesiva para un santo vistiendo una mortaja. Los pedazos de Orión volaban todavía entre los combatientes cuando Makoto inició un nuevo intercambio con Mera empleando su verdadero estilo de combate, a la vez que con patadas, codazos y otros movimientos más bruscos alejaba a Joseph.
—¡Ese poder! —gritó Joseph—. ¿Qué es ese poder? ¿Qué sueños has tomado para ti?
—Vaya pregunta —dijo Makoto, cuya mera aura paralizaba los músculos de sus dos rivales y los volvía meras dianas de sus pocos y calculados golpes—. ¿Qué otros serían, sino los de nuestra Suma Sacerdotisa, nuestra Akasha?
Entonces regresó Lesath, todo cosmos carmesí y todavía con el pecho hundido por el golpe. Aun así, no cargó contra Makoto.
—Veamos de qué pasta estás hecho —desafió Lesath.
—Insensato —dijo Joseph, bloqueando los lentos, aunque potentes, ataques del santo de Orión—. ¡Mi fuerza no ha nacido para ti!
—Ya, matamoscas, confórmate con este gigante.
—¡No pienso dudar!
Poco les importaba a Mera y Makoto el desarrollo de ese nuevo enfrentamiento, pues ambos ya ponían todo el corazón en un nuevo duelo. El santo de Mosca tenía una vasta ventaja de poder, que la santa de Lebreles apenas podía enfrentar con el único recurso con el que contaba. Más que verse y oírse, el sobreesfuerzo de Mera era perceptible para el desarrollado sexto sentido de Makoto, cómo los músculos se tensaban y los huesos vibraban, sobrepasando miles y miles de veces la velocidad del sonido.
—¿Es que tu velocidad no tiene límites? —preguntó Makoto, con el rostro perlado de sudor. Las manos siempre diligentes, bloqueando hasta el último puñetazo.
—No debe tenerlo —dijo Mera, al tiempo que otras tres imágenes de ella saltaban sobre Makoto—. Debo ser más rápida. Más, mucho más que esto. —Con cada palabra se sumaban nuevos miembros a la Legión de Fantasmas. Desde una perspectiva ajena, si es que alguien tenía tiempo para ver a otros combatir, debía verse como si Makoto por sí solo enfrentara a un ejército enorme, como un Heracles cayendo de lleno en la isla de la reina Hipólita. Para Makoto, empero, era posible detectar dónde estaba Mera, de modo que podía dar el contragolpe justo para dispersar los rastros de cosmos que esta dejaba—. ¡Debemos crecer, como tú lo hiciste!
Para ese momento, toda la cima era fuego. Estelas supersónicas iban de un lado a otro intercambiando asaltos, Joseph contra Lesath, Aerys contra Minwu, Margaret contra Bianca y Nico… A veces incluso los dos hermanos, que habían optado por luchar como santos de Atenea en lugar de como canes sombríos, luchaban entre sí mientras que Margaret se volvía contra Aerys, empleando una réplica del Loto Blanco de las Lanzas de Hielo que apenas duraba un suspiro bajo tales temperaturas. Todo era una locura sin sentido; incluso si ya varios habían dado razón de ese comportamiento, era inevitable que alguien perdiera los nervios. Y así ocurrió.
—¡Ya basta de tonterías! —gritó alguien—. ¡Os vais a enterar!
Remolinos de llamas ascendieron al cielo, despejando una cima que ya no era tal cosa, pues los mil asaltos en ella librados la habían reventado. También el resto de la montaña tembló, pues el fuego que se había colado entre sus grietas se unía a una gran esfera, semejante a un sol, que daba sombra a todo el lugar. Bajo ella, el cuerpo de Aerys, que flotaba por alguna razón que escapaba a quienes observaban el fenómeno, apenas era perceptible, más aún la cara hinchada y amoratada por una patada perdida de la santa de Can Mayor, cuando luchaban ambos como aliados contra Minwu y Nico.
—¡Te dije que no debiste patearlo, hermana! —dijo el santo de Can Menor.
—¡Te iba a calcinar! —se defendió Bianca, cruzando los brazos para ocultar que temblaban. El poder concentrado arriba era tremendo, mezcla de los cosmos de Erídano y Lesath—. ¿¡No vas a hacer nada!?
—Claro —dijo Lesath, que hasta ahora había observado con franca admiración la enorme estrella que atraía hacia sí toda roca perdida, hasta el último de los escombros. Sin dejar de mirarla, caminó hacia Bianca y le asestó un coscorrón en la cabeza tan brusco que la hizo trastabillar—. Deja de sobreproteger al cachorro. ¿No entiendes que quiere crecer? ¿No comprendes que desea protegerte así como tú lo proteges a él?
—Nos cuidamos —se defendió Bianca, aunque sin demasiada convicción—. Los unos a los otros. Siempre. Desde que éramos niños.
Una vez más, Lesath la golpeó, esta vez en el estómago.
—¡Hermana! —gritó Nico, siendo retenido por Minwu.
—¡Hijo de perra! —gritó Bianca, cayendo de rodillas.
—Primero, no eres mi mamá —dijo Lesath, agarrándola del cuello y alzándola—. Segundo, ya no sois niños. Sois santos de Atenea, lucháis por un mundo lleno de gente débil, no podéis permitiros ser débiles. Míralo —ordenó, bajándola con suavidad, para luego señalar a Nico de Can Menor—. Él va a morir, va a morir porque tú vas a morir. Eso le entristece, le duele en lo más hondo del alma. Querría decirte que no vayas a esa batalla mortal, pero no lo hará, sabe que quieres hacerlo y sabe por qué. —Un gruñido fue toda la respuesta de Bianca, indicando que seguía escuchando—. Por eso quiere ir contigo y luchar. ¿Crees que podría luchar si sigue siendo solo un cachorro defendido por su hermana mayor hasta de un catarro? ¡Déjalo crecer, perra del demonio!
A cualquier otro, Bianca le habría arrancado la yugular de un mordisco, pero había un cierto respeto entre ambos que permitía a la enmascarada aceptar cuanto le decían. Asintiendo, caminó hacia Nico sobre aquella montaña accidentada.
—¿Dices que quieres crecer? —preguntó Bianca, fría como una máquina.
—Yo… —Nico fue empujado por Minwu, quien lo miraba ceñudo—. ¡Sí!
Tan pronto oyó eso, Bianca corrió hasta él y le pateó el estómago, dejándolo sin aire.
—¡Miradme, malditos señores plateados! —dijo Aerys.
—Me parece que te están ignorando —apuntó Makoto, mudo espectador de esa escena de hermanos—. ¿Déjalo, sí? No creo que valga la pena destruir una montaña por una batalla como esta. Los santos de Atenea no luchan de esa forma.
—No es problema —intervino Mera—. Toda esta zona está protegida por Fang de Cerbero y Noesis de Triángulo. Nada de lo que aquí pase afectará a…
—¡No lo entendéis, miradme, maldita sea! —Y así lo hicieron todos. No solo Makoto, también Nico, que recuperaba el aliento y desgarraba el aire donde estaba su hermana, y Minwu, Margaret, Mera y Lesath. Todos contemplaron, en verdad contemplaron, cómo la estrella creada por Aerys lo atraía incluso a él, el ejecutor—. No podré controlarlo mucho tiempo más. ¡Allá va el Ascenso del Hijo Pródigo! ¡Un millón de grados centígrados para desayunar! ¡Detenedlo como podáis!
E intento arrojarles ese desastre natural, de verdad lo intentó, solo para verse atraído con más fuerza. En todo ese tiempo, el santo de bronce no había estado flotando porque hubiese adquirido esa habilidad, sino porque su técnica hacía de centro de gravedad.
—¿Te conté la leyenda de Fenrir, Nico?
—Somos perros, no lobos.
Aun así, asintió, y ambos se cubrieron de sombras antes de pisar el suelo como canes de oscuridad. Ver la transformación en vivo demostraba a todos que los hermanos, aun luchando como eidolon, ponían en riesgo los cuerpos tal como haría cualquier santo de Atenea y asintieron en gesto aprobador.
También Lesath tenía el deseo de probarse contra aquella estrella. Golpearla sería peligroso, dudaba que el punto de ebullición de un manto de plata estuviera por encima del millón de grados, algo así solo podía esperarse de los mantos zodiacales. Y él no era mucho de desarrollar técnicas: lo que no podía destrozar a base de fuerza física, lo hacía arder, ya fuera con oleadas de calor puro que llamaba Ocaso, ya con Mediodía. A través de esta última, con el mero contacto podía elevar la temperatura corporal de alguien hasta vaporizarlo. Ambos ataques quedaban descartados en esas circunstancias, claro, y si lo pensaba bien, hacía tiempo que el poder bruto que poseía los había dejado atrás.
—Solo me queda… —susurró Lesath, extendiendo un solo dedo, un solo aguijón.
—Yo iré —dijo Makoto de pronto—. ¡Voy a…!
—¡Maldición! —gritó Margaret, atrayendo las miradas de todos.
Por las venas hinchadas del rostro del santo de Lagarto, era claro que había hecho un gran esfuerzo desde hacía rato. Un grito brutal les hizo mirar arriba solo para ver cómo el desdichado santo de Erídano era engullido por el Ascenso del Hijo Pródigo.
Maldiciendo por debajo, Minwu de Copa arrojó miles de lanzas de hielo, todas las cuales fueron devoradas por la estrella con espantosa simpleza.
—¡Joder! —gritaba Lesath mientras corría, preparándose para saltar.
Ya para entonces lo había hecho Makoto, tan veloz que, aunque en pleno trayecto una repentina tormenta eléctrica se ensañó con él, pudo esquivar todos y cada uno de los rayos con una rapidez pasmosa. Él no volaba, corría por el aire.
Quien apareció frente a Makoto en el último momento, cargando a un congelado Aerys con el único brazo que le quedaba, sí volaba. Marin de Águila, rodeada por un aire gélido que empezaba a adueñarse de todo aquel cielo y toda aquella tierra, aprovechó la sorpresa para encajar en la cara sorprendida de Makoto una potente patada, mandándolo al suelo. En pleno trayecto, el santo de Mosca pudo ver cómo la Ventisca de Pavlin y la Tormenta de Grigori mitigaban el poder del Ascenso del Hijo Pródigo a la vez que lo desequilibraban. Incontables llamaradas, semejantes al viento solar, caían dispuestas a borrar de la faz de la tierra la montaña entera, a pesar del gélido clima.
En el momento mismo en que, a punto de impactar contra la tierra, Mera lo cazó al vuelo, Makoto vio a Pavlin de Pavo Real, hablando a Minwu de Copa con una severidad tempestuosa, contraria a su carácter frío. La hábil guerrera reconocida por su lucha contra la legión de Leteo, en la que congeló un mar entero, era ahora más poderosa que nunca. Si su Ventisca no había hecho descender la temperatura del lugar más allá de los doscientos grados bajo cero era por la propia presencia de la estrella.
Se acercaron los dos, Lebreles y Mosca, pudiendo oír parte de la conversación.
—Deja de contenerte —ordenaba Pavlin, al tiempo que, atrás, Bianca y Nico trituraban el fuego cual una encarnación del temible Fenrir, devorador del sol. La santa de Pavo Real, como todos los demás, lucía heridas de pasadas batallas; tenía quemaduras por toda la piel y el manto sagrado—. Tu poder no es menor que el mío, maestro sanador.
—No obstante —dijo Minwu—, eso es lo que he querido ser. Sanador. No destructor.
La estrella temblaba, achicándose y agrandándose mientras los rayos de Grigori, también presente en el campo de batalla, caían sobre ella alimentándose de la Ventisca desatada por Pavlin, cuyo granizo se volvía vapor sin llegar a ser agua alrededor de ese sol artificial. Margaret, que estudiaba la técnica de la santa de Pavo Real, liberó diversos soplos de aire frío para apagar todas las llamas que ya había paralizado mediante telequinesis, al tiempo que Lesath se limitaba a destrozarlas a golpes en medio de saltos temerarios. Marin hacía otro tanto, placando el fuego con su cuerpo después de haber dejado caer, sin mucho cuidado a decir verdad, al medio congelado Aerys.
—¿Por qué sanas, Minwu? —dijo Pavlin—. Incluso antes de ser un santo de Atenea lo has hecho, salvando las vidas de muchos. ¿Por qué te escogería el manto sagrado?
Tanto Makoto como Mera, habiendo sido sanados por ese hombre, asintieron.
—Para proteger este mundo —respondió Minwu—. No, para proteger a las personas.
En el semblante del santo de Copa quedaba claro que ambas cosas no eran lo mismo. Había operado un cambio en su alma que quedaba reflejado en la mirada, espejo del espíritu, precedente de un estallido de cosmos tremendo.
La Ventisca de Pavlin se plegó a merced de la fuerza de voluntad de Minwu, tornándose en un torbellino que al punto engulló la estrella, clavándole un sinnúmero de lanzas.
El sobreesfuerzo, empero, hizo caer de rodillas al santo de Copa.
—Va a explotar —entendió enseguida Makoto—. ¡Esta vez yo…!
Pero una vez más no pudo actuar antes de que otro lo hiciese. Zaon de Perseo entró en liza, esgrimiendo Harpe, y tan pronto hizo contacto con el Ascenso del Hijo Pródigo partió en dos aquella estrella, honrando la leyenda de los santos de Atenea.
—Aquellos que pueden abrir la tierra con los pies y desgarrar los cielos con los puños —recitó Mera, con más emoción que exactitud—. ¡Incluso las estrellas…!
Sí, hasta aquel sol cedió al corte de Zaon, a cuyo paso, explotó con una energía devastadora, aunque inofensiva para todos los presentes, que ya volvían a tierra. Fuego y hielo chocaron y se anularon el uno al otro, dejando tras de sí nada más que una montaña blanca, llena de nieve y riachuelos de agua que se colaban en las grietas.
Parecía que todo había acabado, pero, Lesath cayó sobre Zaon de Perseo en el momento justo del aterrizaje. Los fuertes brazos de ambos chocaron; bajo ellos, la montaña se abrió, iniciando un temblor que puso a todos en alerta.
—¿Harpe… ha sido detenida? —preguntó Zaon, admirado.
—He aquí Amanecer —dijo Lesath. Su cuerpo lucía el cosmos de los santos de plata, mientras que el brazo brillaba como un sol rojo—. El garrote de Orión, capaz de destruir lo que se me antoje. ¡Me has dejado sin presa, maldito calvo!
Los contendientes, habiéndose medido, se separaron.
—¿Garrote? ¿Por qué no espada?
—Porque soy un bruto de una época muy antigua, las espadas déjaselas a los caballeros como Joseph. Que por cierto, ¿dónde está?
Nadie lo sabía. El santo de Centauro había desaparecido como por ensalmo.
—Alguien tenía que detener esta locura —dijo Makoto, encogiéndose de hombros.
—Oh, no —dijo Lesath, avanzando hacia él.
—Acabo de llegar —añadió Zaon.
—A estas alturas debes comprenderlo —se sumó Marin, uniéndose a sus compañeros. Ellos tres, junto a Nicole de Altar y el finado Ishmael de Ballena, habían vencido a Hipólita en el pasado—. Lo que buscamos.
—Queréis ser fuertes —entendía Makoto, mirando a Mera, la única que seguía a su lado—. Y solo podéis serlo venciéndonos.
—Te equivocas —dijo Joseph, apareciéndose. Antes de que Lesath dijera nada, el santo de Centauro aclaró—: Triángulo me convocó. Nuestra batalla está debilitando el sello, si seguimos excediéndonos, el mundo pagará nuestro capricho.
—¿Y eso significa…? —dijo Lesath, gruñendo.
—Que Noesis y Fang se unirán a nosotros, para mantener el sello desde dentro —advirtió Joseph—. Nos concederán cinco minutos.
Todos asintieron, comprendiendo. Todos, claro está, salvo Makoto.
—Dices que me equivoco, ¿en qué?
—Santo de Mosca, tu verdadero poder es el sueño del que me alimento para luchar contigo, es a lo que aspiramos, pero no luchamos solo para ser fuertes —advirtió Joseph—. Luchamos para que todos podamos luchar. Luchamos porque tememos el uno por el otro. Somos hermanos de armas, hemos perdido compañeros en esta guerra y habremos de perder más en la batalla a la que nos dirigimos, así que queremos poder darlo todo, y eso solo es posible si logramos que nos tomes en serio.
Poco a poco, los santos de Orión, Águila y Perseo ocuparon posiciones alrededor de Makoto, mientras que Mera se apartó de un salto, dispuesta a evitar más intromisiones.
—El cosmos que mostraste en Sicilia —decía Zaon.
—El Séptimo Sentido, despertado por un santo de plata —siguió Marin.
—Queremos verlo —concluyó Lesath.
Y, sin pedirle permiso, se arrojaron a él, enfrascándose en un brutal combate en el que no quedaba espacio para siquiera percibir el choque de todos contra todos que hubo alrededor. Quienes querían ayudar a Makoto luchaban con quienes querían probarlo. Las viejas alianzas no tenían ya valor, e incluso Bianca, fiel a su palabra, puso a prueba a Nico, saltando ambos entre las sombras ora como hombres, ora como perros. A veces con colmillos quebrantadores de almas, a veces con garras desgarradoras de la carne.
Pero nada de eso pudo ver Makoto, porque Harpe y Amanecer eran terribles para alguien desprotegido. Porque incluso con solo un brazo, Marin ejecutaba tantos y tan rápidos golpes con su Puño Meteórico, variante de los Meteoros, que Mera parecía lenta en comparación. Porque Joseph, cubierto de un cosmos de plata, lucía en verdad como un caballero en plena justa; defensa y ataque eran un aura plateada que desviaba todos los golpes y lo alcanzaba a la misma distancia que habría entre un lancero y la punta de su lanza. No era una técnica convencional, como las que copiaba Margaret de Lagarto, sino que todo él era una técnica, un sueño robado de invencibilidad a la que muchos santos de plata aspiraban. Milagro, podría bien ser su nombre.
Así pues, Makoto corría y bloqueaba sin descanso, creciendo al tiempo que aquellos cuatro crecían. Sintió la presión que en el pasado debía sentir Hipólita, superior a todos y sin embargo enfrentada a demasiada gente. Amanecer le dio en la espalda, Harpe le rasgó el hombro, parte del Puño Meteórico atravesó su defensa y le hundieron el pecho. ¡Milagro hizo que su rodilla pisara el suelo por un instante terrible en que el triple ataque del resto de oponentes bien pudo haberlo dejado sin cabeza!
Y todo ello, porque no estaba tomando en serio a nadie. Combatía, sí. Sangraba, también. Pero aquellos hombres luchaban dándolo todo. Todos y cada uno estaban dispuestos a morir allí, a manos de amigos, en lugar de morir a manos del terrible enemigo; así lo habían decidido, dejando atrás todas las dudas que algunos contenían, limitando su fuerza. Y mientras tanto, él los veía igual que lo hacía Bianca con Nico. Desde un principio, cuando Lesath quiso provocarlo, pensaba en los santos de plata como niños a los que tenía que proteger de su propia locura.
Detuvo Amanecer y Harpe con ambas manos.
—Tenéis unas técnicas tremendas —alabó con sinceridad Makoto, objeto de unas miradas llenas de asombro de Zaon y Lesath—. Pero en comparación con Rigel…
Como si fueran un par de muñecos, Makoto zarandeó a aquellos dos y los arrojó a las alturas. Después, bloqueando con una mano los ataques de Marin, nada menos que un millón de puñetazos liberados en tan solo un segundo, Makoto rechazó con la mirada un nuevo lance de Milagro. Joseph retrocedió, aturdido. Tanto había crecido el cosmos de Makoto que incluso una burda y apenas entrenada telequinesis bastaba para rechazar a quien había excedido por mucho el nivel esperado de los santos de plata.
Pero, claro, todos habían superado los límites hacía rato. Percibía cada cosmos creciendo sin parar. A veces por el deseo de proteger a una hermana o un hermano, otras por la gente, otras por el mundo, incluso por orgullo… Veía la cólera con la que Lesath arremetía contra él una y otra vez, solo para ver cómo Makoto rechazaba su preciada técnica, Amanecer, que a buen seguro habría sido rival por sí sola contra Hipólita. Veía el anhelo en el rostro de Zaon al verlo esquivar, a la vez, sus ataques, el Puño Meteórico de Marin y los lances de Joseph. Sentía el respeto de la santa de Águila en la forma en la que esta luchaba y, en fin, entendía los sentimientos subyacentes en tantas voluntades chocando con solo ver la armadura plateada que era el Milagro del santo de Centauro.
—Si queréis alcanzar este poder —hablaba Makoto, lleno de una serenidad deslumbrante. Esquivaba todos los ataques, golpeaba con la fuerza justa para rechazar y poner de los nervios a aquellos cuatro. Bloqueaba solo por capricho. Tal era la distancia entre ambos—. Entonces solo podéis hacer una cosa. —Con un estallido de cosmos, los rechazó, llamando la atención de todos los demás—. Combatir conmigo. Todos a la vez.
Paso a paso, el poder de Makoto había crecido hasta el punto máximo. Aquel que le permitió vencer a Jäger de Orión. El Séptimo Sentido.
